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La figura del "hístor" en «La Araucana», de Alonso de Ercilla

María Stoopen Galán





Para Ricardo Martínez Lacy.





El relato literario y el historiográfico son géneros afines que en Occidente coinciden en un mismo origen remoto: la épica homérica. Asimismo, a causa de esa procedencia común, en sus inicios comparten algunas características indiferenciadas. Unos son considerados poemas que narran acontecimientos supuestamente verídicos, ocurridos entre los dioses y los hombres -la Ilíada, la Odisea, la Eneida- y otros, historia humana con pretensiones de verdad -las Historias de Heródoto, la Historia desde la fundación de la ciudad de Tito Livio, los Anales de Tácito. Sin embargo, en los relatos históricos se recogen también mitos y leyendas fundacionales que no se distinguen de los hechos ocurridos en la realidad.

En la Grecia antigua, tanto en la narración poética como en la histórica, el testimonio de quien cuenta juega un papel fundamental. En la epopeya homérica se insiste en la importancia de la constatación por la mirada con la fórmula idois an1, y en la Ilíada se usa el término hístor, «que etimológicamente -según aclara Ricardo Martínez Lacy- significaría el que sabe o el sabedor (con la connotación de haber alcanzado esa condición por haber visto)»2. De hístor se deriva historía que, «por las fuentes que Heródoto nombra [...] -según Martínez Lacy- designaba una investigación que consistía en reunir distintos testimonios y sacar una conclusión de ellos [...]»3.

Por su parte, en la epopeya latina se insiste en el valor del testimonio por medio de motivos tales como quaeque [...] ipse vidi, palabras pronunciadas por Eneas en su relato de la destrucción de Troya. Más adelante, en los siglos IV y V d. C., la Saturnalia IV de Macrobio4 registra la fórmula attestatio rei visae, testimonio de las cosas vistas, como técnica de la retórica de la evidencia con el fin de exaltar la propia valía del narrador y la intensidad del proceso de representación5. De este modo, los recursos y las expresiones de credibilidad, tanto cuanto la insistencia de que los hechos narrados son estrictamente verídicos, se extienden a los relatos medievales de tradición homérica, tales como Ephemeris belli Troiani, de Dictis, y De excidio Troiae historia, de Dares6.

Tal tendencia continúa en los géneros narrativos medievales, principalmente en los libros de caballerías a partir de la Historia regum Britanniae (1136), de Geoffrey de Monmouth. Dicho género estará cada vez más comprometido con la moral cristiana impuesta por la Iglesia, de allí que los autores se verán obligados a ocultar por medio de subterfugios literarios la naturaleza ficticia o mentirosa de sus relatos e intentarán hacer pasar como acontecimientos verdaderos aún los más fantásticos sucesos. Los libros de caballerías españoles y el más importante de ellos, el Amadís, heredarán estas prácticas.

Había sido Aristóteles quien, en el terreno de la teoría, distinguiera la verosimilitud poética como una categoría diversa de la veracidad histórica. En la cultura clásica, tales diferencias otorgaron su propio estatuto tanto a la poesía como a la historia. Esto no significa, sin embargo, que los historiadores de la antigüedad hubieran dejado de permitirse licencias literarias -incluso ficticias- en sus relatos. A partir del redescubrimiento por los humanistas del Arte poética aristotélica7 y de su difusión en Europa, la ficción literaria irá ganando carta de ciudadanía y la historia, independencia y precisión, desde el momento en que, al decir de Nicolai Rubinstein, «la crítica de textos, que habían desarrollado los humanistas en el estudio de obras literarias, comenzaron a tener influencia en el uso de fuentes históricas»8. Es así como a lo largo del acontecer humano, ambas disciplinas han corrido paralelas y, a la vez, han ido consolidando su propio terreno.

En cuanto a la épica culta renacentista, la historia y la crítica literarias han comentado y probado extensamente su filiación virgiliana. La escrita en España, entre la que se cuenta La Araucana, se reconoce también heredera de la Farsalia, de Lucano, así como de la épica italiana, principalmente del Orlando furioso, de Ariosto.

«[C]ontando con todos esos influjos simultáneos y coexistiendo con los temas históricos, legendario-medievales y cristianos -resume Vicente Cristóbal-, la Eneida es el metro y el paradigma de nuestras epopeyas, el patrón que suministra modélicamente -sirviendo así de preceptiva poética ejemplificada- los diferentes clichés y tópicos argumentales, los esquemas narrativos, los recursos estilísticos más propios del género y a veces hasta la dimensión de la obra y número de libros o cantos de que se compone»9.


En cuanto al modelo para los relatos históricos en La Araucana, Carlos Albarracín-Sarmiento opina que:

«Parece lícito afirmar que, entre las normas historiográficas de su época, Ercilla pudo tener muy presente la que realizaban las "historias verdaderas de Indias", escritas por cronistas que se hallaron en circunstancias idénticas a las suyas. Esta norma reclama la "verdad de lo visto y lo vivido" [...]»10.


A tales modelos yo pretendo anteceder el de la Historia de Heródoto y, en particular, la figura del testigo o hístor como allí es concebida -el que sabe por haber visto y quien reúne distintos testimonios y saca una conclusión de ellos-, conforme a la tradición de la antigüedad griega. Para ello me valdré de un cotejo textual entre el Prólogo en prosa y el Canto I de La Araucana, en donde se diseña dicha figura, y el Proemio del historiador de las guerras médicas. Consideraré el concepto de testigo en Heródoto11 como un antecedente remoto del poema épico español y me limitaré a señalar las coincidencias al respecto entre los fragmentos seleccionados.

Narrativas una y otra obras, el poema de Ercilla es, sin embargo, a diferencia de la Historia de Heródoto, escrita en prosa, una epopeya en octavas reales que -según adelantamos- sigue, por un lado, modelos literarios y, por otro, pretende ceñirse a ciertas normas historiográficas. La materia histórica que trata, sin embargo, se somete a las exigencias y convenciones de la poesía, estableciendo así su filiación homérica y, más propiamente, virgiliana, e instaurando el atributo principal del autor narrador12, el del aedo. Ya Carlos Albarracín-Sarmiento se ocupó de señalar el predominio de éste por encima de las otras dos funciones que reconoce en el narrador de La Araucana, la de cronista y moralista13, así como -en sus palabras- «el artificio del poema y el predominio en él de lo ficticio»14. El mismo crítico muestra que no todo lo que cuenta el narrador cronista fue presenciado por el soldado Alonso de Ercilla, quien, por un lado, llega a Chile después de ocurridos varios sucesos narrados en su epopeya y, por otro, interviene como personaje a partir de los cantos XII y XIII15, en tanto que el testigo -según dijimos- se construye en las primeras páginas de la obra. Por todo ello, hemos de considerar aquí su aparición en La Araucana como una figura retórica y una categoría narrativa más que como un auténtico testigo presencial de todos y cada uno de los acontecimientos que se narran en el poema. En adelante, conservaré la denominación hístor para identificar tales funciones y para destacar los atributos de testigo trazados en las primeras páginas de la Historia de Heródoto, con los cuales coinciden los del autor narrador del poema ercillano.

Si comparamos el inicio de La Araucana con el de la Historia, lo primero que salta a la vista en una y otra es la intervención en primera persona por parte del narrador, fenómeno que sucede a partir del Proemio del griego16 y del Prólogo en prosa del español17. Las propiedades distintivas de ambos narradores -declararse participante y testigo de los hechos y proclamarse autor de la obra- fundamentan el uso de esta primera persona. Se recordará que nada de ello ocurre en la Eneida, ya que en la epopeya virgiliana los hechos son contados por una voz en tercera persona en los que no interviene18.

En La Araucana, la parte inicial del prólogo es una continuada petitio benevolentiae tanto en favor del propio autor como de la obra que ofrece. Allí, uno y otra van siendo caracterizados. El autor justifica la publicación no sólo por el trabajo invertido en la composición, sino, principalmente por

«[...] ser la historia verdadera de cosas de guerra, a las cuales hay tantos aficionados, me he resuelto en imprimirla, ayudando a ello las importunaciones de muchos testigos que en lo más de ello se hallaron, y el agravio que algunos españoles recibirían quedando sus hazañas en perpetuo silencio, faltando quien las escriba»19.


Además de cumplir con las particularidades del género prologal en el Siglo de Oro20, están aquí recogidos los tópicos que identifican al hístor, trazados por el «padre de la historia», quien informa en el Proemio a su magna obra:

«Ésta es la exposición del resultado de las investigaciones de Heródoto de Halicarnaso para evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y que las notables y singulares empresas realizadas, respectivamente, por griegos y bárbaros -y en especial, el motivo de su mutuo enfrentamiento- queden sin realce»21.


Los tópicos en común serían el tema de la guerra; las fuentes confiables, entre ellas la propia experiencia («el [tiempo] que pude hurtar -dirá más adelante el autor narrador del poema épico español-, le gasté en este libro, el cual, porque fuese más cierto y verdadero, se hizo en la misma guerra y en los mismos pasos y sitios» [Prólogo, p. 121])22. Asimismo, los testimonios de quienes participaron en ella y la investigación realizada, así como el rescate de la memoria de los hechos sobresalientes para que, además de que no caigan en el olvido no habiendo quien los recoja, cubran de honra a los hombres que los llevaron a cabo. Un motivo más expone Heródoto en el Proemio, el mismo que en el Prólogo de Ercilla aparecerá renglones adelante: el reconocimiento de la dignidad de los respectivos pueblos enemigos -llamados bárbaros, en los dos casos23. Así, todavía en el segmento de la petitio benevolentiae prologal -al que le seguirán la descriptio y la narratio-, el autor de la epopeya renacentista explica:

«Y si a alguno le pareciere que me muestro algo inclinado a la parte de los araucanos, tratando sus cosas de valentías más estendidamente de lo que para bárbaros se requiere, si queremos mirar su crianza, costumbres, modos de guerra y ejercicio della, veremos que muchos no les han hecho ventaja, y que son pocos los que con tan grande constancia y firmeza han defendido su tierra contra tan fieros enemigos como son los españoles».


(Prólogo, pp. 121-122)                


De este modo, destacar las hazañas del adversario acusa en ambos casos la intención de realzar la valentía y superioridad de los propios. Es así cómo, a partir de estas particularidades, dos de las funciones del autor del Prólogo son caracterizarse como testigo e inscribir a La Araucana, además de en el género épico, en el histórico de procedencia griega24.

En el Canto I del poema, el narrador insiste en los tópicos planteados en el Prólogo. Me detendré en los versos correspondientes con el fin de destacar la caracterización y funciones del hístor. De inicio, el narrador establece el propósito del poema; dice que canta «[...] el valor, los hechos, las proezas / de aquellos españoles esforzados, / que a la cerviz de Arauco no domada / pusieron duro yugo por la espada» (Canto I, p. 127). Y en la estrofa inmediata ensalza el valor del pueblo sometido:


«Cosas diré también harto notables
de gente que a ningún rey obedecen,
temerarias empresas memorables
que celebrarse con razón merecen,
raras industrias, términos loables
que más los españoles engrandecen
pues no es el vencedor más estimado
de aquello que el vencido es reputado».


(Canto I, p. 127)                


Y el propósito político del poema se revela a partir de la estrofa tercera, en la que inicia la dedicatoria a Felipe II, cabeza del vasto imperio25. Además del tópico de poner la «labor» bajo la protección del mandatario, insiste en la veracidad de la historia que narra: «Es relación sin corromper sacada / de la verdad, cortada a su medida [...]». Y más adelante: «la pluma entregaré al furor de Marte: / dad orejas, Señor, a lo que digo, / que soy de parte dello buen testigo» (Canto I, p. 128).

Al igual que en los primeros fragmentos de la Historia, dedicados a presentar las versiones persa y fenicia de los sucesos, así como sus usos y costumbres, el autor narrador de La Araucana, después de la dedicatoria y antes de relatar los acontecimientos bélicos, acude a la descriptio y a la narratio para dar a conocer a sus lectores españoles ubicación geográfica, usos y carácter del distante y desconocido pueblo enemigo.

Además de las similitudes formales hasta aquí señaladas con respecto a la caracterización del hístor y a la construcción inicial de los textos, quiero, antes de concluir, señalar la visión histórica en uno y otro, el cometido político que cumplen y la actitud que mantienen ante los bárbaros a los cuales están enfrentados. En opinión de Martínez Lacy, «para Heródoto, la función de la historia consiste en ayudar a recordar imparcialmente las grandes empresas, en especial a lo que se refiere a sus causas»; el relato de la historia de Lidia hasta llegar al reinado de Creso interesa sólo para «destacar la diferencia entre griegos y asiáticos», así como el diálogo ficticio que se desarrolla un poco más adelante entre el ateniense Solón y el rey lidio sobre la felicidad humana, sirve como «una exaltación de los valores políticos» griegos26.

Para cumplir mi propósito, pretendo examinar los fragmentos de La Araucana aquí atendidos a la luz de los antedichos criterios del historiador griego. Aunque la crítica ha señalado la simpatía que el autor narrador del poema épico muestra por los araucanos27, será siempre su propio punto de vista el que se exprese; no abre espacio a la versión del otro ni se erige en árbitro que recoge varios relatos de un evento y escoge la versión superior28, como lo hace Heródoto. Si bien, la voz narrativa muestra, al igual que la del griego, no sólo imparcialidad y respeto, sino admiración, principalmente al describir las dotes bélicas del pueblo conquistado, tal postura se subordina a los fines políticos imperiales para enaltecer las gestas de conquista, con Felipe II a la cabeza -«está a treinta y seis grados el Estado / que tanta sangre ajena y propia cuesta» (Canto I, p. 130).

Pero será en el retrato moral de los araucanos en donde se muestre, desde el criterio español, su calidad de bárbaros:


«Gente es sin Dios ni ley, aunque respeta
aquel que fue del cielo derribado,
que como a poderoso y gran profeta
es siempre en sus cantares celebrado
[...]
caso grave y negocio no se halla
do no sea convocado este maldito;
llámanle Epamón, y comúnmente
danle este nombre a alguno si es valiente».


(Canto I, p. 138. Los subrayados son míos)                


Así como en la intervención de Solón ante Creso, los valores máximos, motivo de la felicidad humana, son la protección que brinda la pólis y la lealtad que el ciudadano le profesa29 -beneficios de los que carecen los bárbaros-, para el español el culto al Demonio, aquel que fue del cielo derribado, es el valor opuesto al de la fe en Dios, la suprema virtud -el significante trascendente, en términos derrideanos- que justifica el sometimiento de la gente sin Dios ni ley que abunda en las Indias.





 
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