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La forja de un poeta

Agustín Sánchez Vidal

Seis años separan el primer poemario publicado por Miguel Hernández, Perito en lunas (1933), del último, El hombre acecha (1939). De aquel se tiraron trescientos ejemplares; de este, cincuenta mil. Entre ambos, El rayo que no cesa (1936) lo consagró muy por delante de los escritores de su generación, a la altura de los mejores de la precedente, y al estallar la guerra civil Viento del pueblo (1937) corroboraría su formidable capacidad de convocatoria.

Pocos itinerarios tan fulgurantes, si se considera que partió de una situación de clara desventaja social y cultural para sumarse a una pléyade de poetas de primera magnitud. Lo hizo en una coyuntura particularmente compleja, pautada por las decisivas mutaciones de la década de 1930, a la que casi cabe restringir su producción. Es en esos años cuando el entrechoque de las tendencias de avanzada redefine el alcance y sentido de las anteriores vanguardias, los compromisos ideológicos o el papel que venían desempeñando escritores e intelectuales.

Tan sobresaltadas circunstancias se han venido prestando a las aureolas hagiográficas del pastor, combatiente y mártir, orillando demasiado a menudo su verdadero oficio, el artífice de las palabras, menos fotogénico, más necesitado de matices. El mismo hubo de constituirse como poeta imponiéndose a los otros tres: al Miguel que cuidó los rebaños entre 1925 y 1931; al versificador y dramaturgo instrumentalizado por el neocatolicismo entre 1932 y 1935; o al mitificado retórico de las trincheras entre 1936 y 1939, registro donde sus versos rara vez dan lo mejor de sí.

Al acotar los principales hitos de esa trayectoria, no siempre se subrayan los verdaderos movimientos de fondo, aquellos que le permiten hacerse con una obra que supera viejas antinomias, procede a síntesis renovadas, desbroza caminos que solo el porvenir confirmará como de muy amplia andadura. Es ahí donde deben buscarse las claves del legado hernandiano, por muy atractivo o aparatoso que se muestre su inseparable correlato biográfico.

Conviene advertir a ese respecto que la fecha de edición de sus libros no refleja necesariamente la tesitura que por entonces atraviesa el poeta, sino que suele remitir a otra preliminar, mientras él ya se ha internado por derroteros distintos, incluso opuestos. Aunque esta divergencia sea achaque frecuente en cualquier artista o persona del común, cobra especial importancia en un recorrido tan intenso y cambiante como el suyo. Es lo que le pasa durante 1935, cuando en la revista El Gallo Crisis le publican versos neocatólicos escritos con anterioridad, mientras su voz del momento discurre por los cauces de la poesía impura que Pablo Neruda propugna en Caballo verde para la poesía. Otro tanto podría afirmarse de las nuevas composiciones incorporadas a El hombre acecha -«Canción primera», «Carta» y «Canción última»-, más próximas al tono intimista del Cancionero y romancero de ausencias que al épico de Viento del pueblo o la producción bélica.

Dicho de otro modo, en los cuatro poemarios que vieron la luz en vida suya suele entablarse cierta tensión o dialéctica entre determinados ingredientes externos y las partes más internas o estructurales. No es raro que los primeros miren hacia el pasado, para dejar constancia de procesos ya clausurados, mientras que en las segundas se incuban rumbos futuros. Es lo que sucede, por ejemplo, con Perito en lunas, publicado en enero de 1933, pero escrito en 1932. El ropaje rezuma neo-gongorismo; la doctrina es en buena medida purista; los temas, insólitamente rurales, cotidianos y hasta escatológicos; el andamiaje que lo sustenta, ultraísta; y el papel que desempeña dentro de la trayectoria hernandiana mucho más cargado de consecuencias que la mera coyuntura de un debut.

En cuanto a El rayo que no cesa, escrito en 1935 y aparecido en enero de 1936, sus contradicciones resultan tan manifiestas que se acusan en su propio índice, a través de la alternancia entre los sonetos y los tres poemas en otras métricas, haciéndose cargo de la vertebración del libro, como veremos. Además, la temática amorosa encubre o recubre la profunda crisis existencial e ideológica que acababa de atravesar su autor, llevándolo desde el neocatolicismo hasta un compromiso político abocado al comunismo. De forma que su alcance solo se puede calibrar considerando todo el arco de ese proceso, encomendado a las dos versiones de un libro nonato, El silbo vulnerado. Y también a la secuencia de obras dramáticas que comienza en el auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, prosigue con El torero más valiente o Los hijos de la piedra y remata, a estos efectos, en El labrador de más aire.

Viento del Pueblo, escrito en 1936 y 1937 y editado este último año, quizá sea el más ceñido a las circunstancias que lo arropan, por su perfil episódico, de crónica urgente. Pero el carácter bifronte de los poemarios hernandianos apuntado más arriba vuelve con El hombre acecha, escrito en 1937 y 1938 y entregado al año siguiente a la imprenta, donde quedó varado, sin encuadernar, por la derrota republicana. La vivencia de la paternidad esbozada en la «Canción del esposo soldado» de Viento del pueblo irrumpe en El hombre acecha desde el prólogo, donde se alude a su hijo muerto. Y los tres poemas en metros cortos y en cursivas manifiestan ya el decisivo giro hacia el Cancionero y romancero de ausencias, preparando el terreno para el clímax que supone «Hijo de la luz y de la sombra», resolviendo algunas de las contradicciones pendientes desde el ciclo bélico.

Considerada así su trayectoria, en perspectiva panorámica, cabe añadir que no todas las partes son igualmente significativas de cara al crecimiento del poeta, a la consolidación de sus anclajes y puntos de no retorno. Antes del primer viaje a Madrid, a finales de 1931, apenas puede hablarse de un escritor en ciernes. Es a partir de 1932 cuando se actualiza y nace a la poesía, con Perito en lunas. Ése es el primer gran cambio, quizá el más decisivo de toda su andadura. El segundo tiene lugar entre 1934 y 1935, y de él derivan El rayo que no cesa y Viento del pueblo. El repliegue final del Cancionero y romancero de ausencias, por muy importante que se postule, no es equivalente, sino el resultado de depurar los acúmulos anteriores.

Si se acepta esto, Hernández tendría dos etapas más «experimentales», en las que de modo sobresaliente procede a acrecentar su visión del mundo, su temática y, sobre todo, su técnica. Por un lado, la de Perito en lunas, cuando asimila las tendencias postsimbolistas de Paúl Valéry o la poesía pura de Henri Brémond. Pero sin desdeñar otras que estaban en el ambiente, como las derivadas de las llamadas al orden de Jean Cocteau, la revista italiana Valori Plastici (1918-1921), la francesa L'Esprit Nouveau (1920-1925) o el Noucentisme de Eugenio D'Ors. Muchos de cuyos supuestos ya impregnaban los primeros movimientos vanguardistas, los deshumanizados de las dos décadas iniciales del siglo. También, algunas de las propuestas de lo que más tarde se llamará Generación del 27, sobre todo a través de Jorge Guillén o Federico García Lorca.

La segunda etapa «experimental» trasladará esos efectivos hasta la reconducción vanguardista de los años 1930, más rehumanizadas y comprometidas. Lo que en su caso implica la asimilación de la estética de la Escuela de Vallecas, la afiliación política, el tono surrealizante, el versolibrismo o las enumeraciones caóticas en la órbita de Vicente Aleixandre y Pablo Neruda.

El resto de su quehacer literario perseguirá el ajuste de esos excesos formales, la introducción de otros temas decisivos como la paternidad, el aflorar de una veta popular siempre presente. Pero la ampliación de su técnica se lleva a cabo, básicamente, en esos dos períodos. En realidad, pueden unirse dichas etapas, con lo que resultaría que el poeta fragua entre 1932 y 1935, ambos años inclusive.

Tales cambios en profundidad se acusan en todos los aspectos de su obra. Pero resultan especialmente reveladores en los elementos estructurales de sus libros. Por el contrario, no es raro que otros recursos sean más maleables, indicándonos que Hernández -antes poeta que ideólogo-, mantiene en el despliegue de las metáforas mayor coherencia que en sus vaivenes en otros órdenes.

Son esas continuidades las que permiten entender cambios aparentemente tan bruscos como el producido a lo largo de 1935, cuando pasa del neocatolicismo al comunismo. Lo cual debe poner en guardia respecto a las mutaciones más visibles en su ideario, que no siempre son las más decisivas en su escritura, ni la explican necesariamente mejor. Por ejemplo, la de 1935 que se acaba de aludir se produjo sobre el poeta que ya era, orientando su ideología en esta u otra dirección. Pero hubo un giro anterior de mayor entidad: el paso de simple versificador a auténtico poeta. Tuvo lugar con solo veintiún años, tras la primera estancia madrileña y el regreso a Orihuela para escribir Perito en lunas.

Si semejante evidencia no se ha asentado quizá se deba a los prejuicios y la alergia que provoca esta etapa hernandiana, tan hermética e hiperculta, con un pie en el barroco más enrevesado y otro en la vanguardia más resbaladiza. Porque cuesta mucho entenderla. Hasta los especialistas se las ven y se las desean para «descifrarla», sin que falte el pretexto de suponerla indigna de quien andando el tiempo sería paradigma de una expresión llana, inmediata, directa.

Engañosamente directa, habría que añadir. Pues el Hernández de madurez o el del Cancionero y romancero de ausencias domina el idioma de arriba abajo y ha llegado hasta ahí depurando una escritura llena de matices, borrando los rastros de su asombrosa técnica. El verdaderamente llano e inmediato, el de los versos de adolescencia, resulta mucho más limitado. Su principal cauce es el octosílabo romanceado. Su registro dominante el pastoril, complementado con motivos legendarios, orientales, costumbristas u homenajes locales que incurren en las habituales inercias de los juegos florales o los certámenes con tema prefijado. Y sus modelos oscilan desde el regionalismo de Gabriel y Galán o Vicente Medina a una mezcla difusa de los postromanticismos en la estela de Zorrilla, Espronceda y Bécquer; de modernismos a lo Rubén Darío, los Machado o Juan Ramón Jiménez. Y quizá lo más contemporáneo a que se llegue en este primer momento sea Gabriel Miró.

La radioscopia que su amigo Ramón Sijé le hizo en el Diario de Alicante el 9 de diciembre de 1931 apuesta por una configuración del poeta mucho menos localista de lo que pudiera pensarse. Lo primero y principal, es su «Personalidad», factor al que atribuye 250 puntos. Le sigue Gabriel Miró, con 100. Vienen luego dos poetas españoles tan contenidos como Juan Ramón Jiménez y Jorge Guillén, que alcanzan entre ambos 60 puntos. El siguiente es Rubén Darío, con 40. Luego, los franceses parnasianos y simbolistas, con 35. El sentimiento clásico se salda con un 10. Y el regionalismo o localismo con un simple 1.

Cabe sospechar que se trata más de una desiderata que de la realidad. Es decir, que esa radioscopia es el objetivo marcado para esta primera salida: imprimir a su poesía el giro que permita llegar a semejante resultado. Pues en la etapa precedente el joven escritor apenas alcanza a realizar transcripciones literales del mundo circundante, a establecer vínculos muy pedestres entre lo que le rodea. solo podrá acceder a metáforas en verdad esclarecedoras cuando se distancie de la realidad, recreándola, reinventándola. Entonces es cuando ya habrá poeta.

Y eso se produce tras el regreso de Madrid en mayo de 1932, cuando a lo largo de ese verano escribe lo que terminará titulándose Perito en lunas. Su hermetismo rehúye los nombres y las visiones convencionales, gastados por el uso, para acometer los objetos desde sus facetas menos frecuentadas. Como ya se apuntó más arriba, por más que su ropaje externo se haga eco del centenario gongorino de 1927, su esqueleto y andamiajes internos proceden del ultraísmo. Y dentro de las tendencias amalgamadas por esta vanguardia autóctona predomina el componente creacionista. Es decir, el cubismo aplicado a la literatura.

Para lograr este esfuerzo de relativa actualización su autor hubo de aprender a superar la enunciación más plana, desechar la cáscara externa, dejarla en suspensión para proceder a una dicción estilizada. Y, tras obligar al entorno cotidiano a acceder a ese nuevo registro, redefinir su estatuto, sus afinidades y propósitos, en especial los más ocultos.

Esto era, básicamente, lo mismo que hacía el cubismo: eludir la copia de la realidad tal y como se ve para diseccionarla tal y como se sabe, fragmentándola en sus diversas perspectivas, como a través de un prisma o sobre un torno virtual. Y a partir de ahí reconstruirla según cánones previamente dictaminados -en este caso, los redondos derivados de la luna y su patrocinio sobre los ciclos de fecundidad-. Era lo que Ramón Gómez de la Serna, en su libro Ismos (1931), denominaba pedagogía de lo poliédrico. Pues de un modo similar procedió Hernández en ese libro inicial de 1932, que primero se tituló Poliedros y luego se publicaría en 1933 como Perito en lunas. No se quedó ahí, no sería su última palabra; pero sí la primera como poeta contemporáneo.

Como ya apunté, este inicio no carecía de originalidad, ni mucho menos, al introducir vivencias rurales y contenidos escatológicos más bien raros en la vanguardia de corte purista y urbano. Sin embargo, fue percibido como algo retardatario, un eco hermético, confuso y lejano de los neogongorismos. Y la falta de acogida facilitó la disponibilidad ideológica de su autor y la influencia sobre él de Ramón Sijé. Lo cual supuso el incremento del componente religioso, hasta traducirse durante la primera mitad de 1933 en El silbo vulnerado, un poemario de trasfondo ascético. Dicha militando católica prosiguió a mediados de 1934 con los versos publicados en la revista oriolana El Gallo Crisis. Y en julio, agosto y septiembre de ese mismo año con la edición en la madrileña Cruz y Raya del auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras.

Miguel Hernández nunca dio a la imprenta El silbo vulnerado. Tampoco ningún otro poemario hasta enero de 193ó, cuando aparece El rayo que no cesa. De ese modo, lo que ve la luz apenas refleja la intensa ebullición del momento, otra de sus etapas más complejas, especie de caja negra en su proceso evolutivo. Para aumentar todavía más la confusión, ese mismo título de raigambre sanjuanista encubre varias versiones. Bajo su formulación invariable la escritura del poeta se modifica continuamente. Y cuando le ha crecido una piel nueva bajo la vieja es sustituido, ya en 1935, por Imagen de tu huella y, finalmente, El rayo que no cesa.

El primer Silbo vulnerado, compuesto durante la primavera y verano de 1933, es un muestrario de poesía religiosa. Y su estructura se deduce de dos hojas escritas a máquina con una lista de los poemas que debían integrarlo, divididos en un Libro-anterior y otro Libro-posterior. Lo cual supone una vertebración similar a la del auto sacramental, cuya redacción -culminada a mediados de 1934- separa el primer Silbo vulnerado del segundo. También el auto tiene una fase anterior y otra posterior, siguiendo un esquema estacional, donde la primavera y el verano marcan las tentaciones y el otoño e invierno el despojamiento y la depuración ascética. Eso supone una visión moral de la Naturaleza y una mayor articulación iconográfica, sintetizada en torno a las especies eucarísticas del pan y del vino, como pide dicho género dramático.

Frente al hermetismo culterano de Perito en lunas, hay una mayor claridad. Pero, como contrapartida, también una complicación conceptual de trasfondo teológico, que convierte los objetos en alegorías. A diferencia de la etapa anterior, más cíclica, esta se manifiesta a través de estructuras fuertemente duales, haciendo aflorar la contraposición carne/espíritu. Esos corsés de la etapa católica, por su carácter constrictivo y jerarquizador, le vetan determinados vínculos y mecanismos metafóricos. Para que estos fueran posibles tenían que caer antes muchos diques y barreras, muchos andamiajes y prohibiciones. Los más opresivos eran los derivados del dualismo enunciado sin ambages en poemas como «CUERPO-y alma», donde se hace esta rotunda apuesta en sus versos finales: «No el caos de la carne. / El orden del espíritu».

Semejante programa -basado en el sistema de símbolos con los que Dios se manifiesta a través de la Naturaleza- considera que esta es un escenario en el que sorprender las escaramuzas del cuerpo y el alma, de la materia y el espíritu. Será el panteísmo aprendido en Vicente Aleixandre lo que le permitirá superar esa disyuntiva, abriendo las puertas de par en par a un tipo de imágenes cósmicas mucho más atrevidas y comunicativas, que lo interpenetran todo y cunden por doquier en su poesía a partir de 1935.

Durante la segunda mitad de 1934 reincidió en el teatro con la «tragedia española» El torero más valiente, basada en la muerte del diestro Ignacio Sánchez Mejías. Ahora ya no es solo Sijé quien gravita sobre él, sino que se le han añadido José Bergamín y Ramón Gómez de la Serna, cuyas greguerías calan muy hondo en la matriz poética hernandiana. En cualquier caso, este segundo drama supone un eslabón más que contribuye a explicar los cambios de la segunda versión de El silbo vulnerado, a caballo entre finales de 1934 y 1935. Sobre todo cuando a lo largo de este último año se le suma la obra teatral en prosa Los hijos de la piedra y Miguel se debate en una encrucijada que le llevará a publicar a la vez en las revistas El Gallo Crisis y Caballo verde para la poesía, dirigidas respectivamente por Ramón Sijé y Pablo Neruda, contrarios en tantos aspectos.

Entre los nuevos amigos madrileños también resultan decisivos el escultor Alberto Sánchez o los pintores Benjamín Palencia y Maruja Mallo. A través de ellos se pasa del primitivo Silbo vulnerado al segundo, mucho más terreno y material. Y este arrimo a la estética de la llamada Escuela de Vallecas implica en buena medida la recuperación de sus orígenes campestres, junto al influjo del populismo de Lope de Vega con ocasión del tricentenario de su muerte.

La maduración de lo ahí esbozado aflorará en teatro con El labrador de más aire o en poesía con El rayo que no cesa y Viento del pueblo. En cuanto a su compromiso político, fue decisivo el papel cumplido por el poeta argentino Raúl González Tuñón, quien llega a Madrid a finales de 1935. Y el impacto de todos estos factores se aprecia en Hernández a través de una serie de poemas cortos en número, pero cualitativamente muy importante por su alto grado de experimentalismo y la consecuente ampliación técnica y temática que suponen. En ellos alternan los de tono existencial, fuertemente fatalistas y trágicos, muy ligados a la pena amorosa -«Mi sangre es un camino», «Sino sangriento», «Vecino de la muerte», «Me sobra el corazón»-, los homenajes a otros poetas, vivos -a Raúl González Tuñón, las «Odas» a Neruda y Aleixandre- o muertos -la «Égloga» a Garcilaso, el becqueriano «El ahogado del Tajo» y el «Epitafio desmesurado» a Julio Herrera y Reissig-. Y cabría distinguir, en fin, los que preludian su poesía más propiamente social, por llamarla de alguna manera: «Sonreídme» y «Alba de hachas».

La muerte de Sijé el 24 de diciembre de 1935 no hizo sino evitar el choque que se hubiera producido entre él y Miguel. Así se llega a la «Elegía», el epitafio que culmina El rayo que no cesa, clausurando su etapa anterior. Y lo hace valiéndose de una estricta vertebración a lo largo de todo el poemario. Este libro no solo tiene una fuerte unidad interna, apuntalada por sus dos temáticas, el amor y la pena, que cohesionan una imaginería ya de por sí bastante concentrada -la taurina, la ligada a la tierra y el barro primigenio, las formas punzantes...-. También mantiene una gran vertebración externa, gracias a una estrofa básica, el soneto. Y la disposición de los poemas le proporciona un sólido armazón. Se abre con uno largo en redondillas de rima alterna -«Un carnívoro cuchillo...»-. Le siguen trece sonetos. En la mitad del libro actúa como eje de simetría otro poema largo en silva polimétrica -«Me llamo barro...»-. Vienen otros trece sonetos. Luego, un poema largo en tercetos encadenados -la «Elegía»-. Y lo cierra el «Soneto final».

Esta férrea estructura amalgama la confluencia de ingredientes renacentistas, barrocos y románticos ¡unto a las más variadas tendencias modernas. Sobre El rayo gravitan desde Virgilio -el soneto 18 seguramente ha tenido en cuenta la encina abatida del libro segundo de la Eneida- hasta Lautréamont -los tiburones de los sonetos 3 y 24 proceden del canto segundo de los Cantos de Maldoror a través de poemas de Aleixandre «El más bello amor», de Espadas como labios-, pasando por Lope de Vega -basta comparar «El pastor que en el monte anduvo al hielo» con «Por una senda van los hortelanos»-, Ros de Olano -su soneto «Hay junto a la ventana de mi estancia» no es ajeno a «EL TRINO-por la vanidad» de Hernández o el número 14 de El silbo vulnerado-... Aunque hay una evolución general que partiendo de San Juan, Garcilaso y Fray Luis desemboca en Quevedo, Neruda y Aleixandre.

El libro lo consagró entre los observadores más exigentes del panorama cultural español -Juan Ramón Jiménez, Ortega y Gasset, Gregorio Marañón-, y lo que sigue resulta bien conocido. Surge el Miguel Hernández de enunciación más directa y reconocible, donde el bagaje conseguido a través de tan duro esfuerzo se pone al servicio de una concepción bien trabada e inequívoca, que durante la guerra civil le permite convertirse en Viento del pueblo (1937). Este poemario se cuenta entre los textos de militancia explícita, pero -al igual que le sucediera con su etapa católica- el poeta, como tal, consiguió ir más allá de las meras consignas rimadas.

Es el caso de la «Canción del esposo soldado», donde lo circunstancial y privado se sobrepasa ampliamente para acceder al plano colectivo. Su métrica, sin embargo, es harto complicada, lejos del tópico e inevitable romance al uso: alejandrinos que se agrupan en serventesios de pie quebrado de rima consonante y organizados al compás de un ritmo de auténtico virtuoso, contrapunteado por las más depuradas resonancias. Y es que la paternidad supuso para él una experiencia de primerísimo orden, cuando el 19 de diciembre de 1937 nace su primer hijo, Manuel Ramón. No lo ve nacer, ni tampoco lo verá morir, aunque ese niño será el protagonista de muchos de los versos que urde a partir de entonces, y el inspirador de un tono bien distinto al utilizado en los altavoces del frente.

El viaje a la Unión Soviética en la segunda mitad de 1937 sirve para acentuar las distancias entre los poemas más característicos de Viento del pueblo y El hombre acecha, aunque ambos comparten temas de circunstancias compuestos con anterioridad a la consolidación de los respectivos conjuntos. Aun así, resulta más heterogéneo el primero, recopilación en buena medida de materiales dispersos publicados o leídos aquí o allá. Además, Viento del pueblo introduce un recurso que subraya su carácter de crónica: las fotografías. Y hay ciertas continuidades en la organización de sus materiales. Es el caso de las «Elegías» primera y segunda, donde se evoca, respectivamente, a Federico García Lorca o Pablo de la Torriente Brau, y que se podrían vincular a poemas como «Sentado sobre los muertos» y «Al soldado internacional caído en España». O las composiciones dedicadas a la juventud -«Nuestra juventud no muere», «Llamo a la juventud»-; los homenajes -«Rosario dinamitera», «Pasionaria»-; u otros -que se cuentan entre los más convincentes- donde se denuncia la explotación infantil -«El niño yuntero»- o reivindica el trabajo -«El sudor», «Las manos»-, sobre todo el rural -«Jornaleros», «Aceituneros», «Campesino de España»-.

Con respecto al otro conjunto bélico -El hombre acecha-, Viento del pueblo mantiene algún elemento común: una dedicatoria-manifiesto, en un caso dirigida a Vicente Aleixandre, en el otro a Pablo Neruda. También hay ciertos poemas en los que se aprecia la continuidad de tono entre ambos libros. Por ejemplo, su división en forma de dípticos: «Recoged esta voz», en Viento del pueblo. Y en El hombre acecha, «El hambre», «El herido» y «Las cárceles».

Estos dípticos resultan tan peculiares que cabría preguntarse si su dualismo no será un eco -si no literal, quizá sí inconsciente- del enfrentamiento de los dos bandos durante la guerra civil. Y que luego -en su ciclo final del Cancionero y romancero de ausencias- se resuelve en forma de tríptico conciliador a través de poemas como «Hijo de la luz y de la sombra», pasando por el vientre de la mujer, que ya en la «Canción del esposo soldado» de Viento del pueblo apaciguaba las contradicciones y tensiones entre la vida -el esposo- y la muerte -el soldado- al asegurar: «Para el hijo será la paz que estoy forjando». Pues será esa descendencia a través de la cual confraterniza con toda la estirpe humana la que corrobore al esposo, del mismo modo que al soldado lo justifica la paz destinada al hijo.

Admitidas estas salvedades, El hombre acecha sigue otros modelos en su estructura, recuperando una variante del sistema vertebrador de El rayo que no cesa. En este caso, haciendo que los formatos populares abran y cierren el libro con la «Canción primera» y la «Canción última», y mediándolo a manera de eje de simetría con el poema «Carta».

Esas tres composiciones no solo son las únicas que emplean la cursiva -en todo o en parte-, sino que mantienen el octosílabo frente al resto, que se vierte en cauces más caudalosos, con predominio del alejandrino. Y del mismo modo que en alguno de los poemas estructuradores de El rayo que no cesa -como «Me llamo barro»-, se anunciaba el tono de la poesía impura, estas tres composiciones en metros cortos de El hombre acecha preludian ya el registro más intimista del Cancionero y romancero de ausencias.

Además, si en Viento del pueblo predomina la faceta optimista, entusiasta, combativa y llena de esperanza en la victoria del conflicto, El hombre acecha es el envés de esa visión con su desalentador balance. El odio, las cárceles, los heridos, han sustituido a la fraternidad, la libertad y la sangre fecunda, vislumbrándose la derrota. Es ya un recogimiento hasta lo privado, como había sucedido durante la honda mutación existencial e ideológica de 1935, saldada con el repliegue y registro amoroso de El rayo que no cesa.

De ahí surge «Era un hoyo no muy hondo» y, en general, el vasto episodio elegiaco del Cancionero. Aunque el nacimiento de su segundo hijo, Manuel Miguel, el 4 de enero de 1939, le compensa en parte de la anterior pérdida, y a él irán dedicadas otras composiciones más luminosas.

Frente a las piezas breves, intensas y monódicas que caracterizan esta obra póstuma, se alza el sostenido aliento de la que quizá sea su obra maestra, el prodigioso tríptico ya citado «Hijo de la luz y de la sombra», donde culmina, a manera de amplio despliegue polifónico, la más acabada y cernida formulación de su poesía. Un digno remate de este itinerario previo que le permitió hallar una voz propia en medio de tantos y tan poderosos ecos, o circunstancias tan adversas y cambiantes.