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- XII -

  —204→  

Al día siguiente comía en casa de mi tía Medea con don Benito y mi tío Ramón. Hacíamos la crónica del baile antes de sentarnos a comer, pero al ocupar nuestros asientos la conversación varió de tema. Mi tía había tenido aquel día una furibunda reyerta en su Sociedad Filantrópica, a propósito de no sé qué bazar en que sus colegas se habían permitido prescindir absolutamente de ella. Al oírnos hablar del baile nos obligó a callar; dirigió dos o tres frases hirientes a mi tío, por haberse permitido asistir al club y comenzó a contarnos su jornada.   —205→   Parece que aquello había sido un campo de Agramante: que la moción de mi tía había sido puesta tres veces a votación y que tres veces había sido rechazada. Furiosa, como ella sólo sabía ponerse cuando le picaba la rabia, había salido de la Sociedad, con la gorra toda torcida, bramando como una leona, con la pollera arremangada; y a pie, con paso corto y rápido, había llegado a su casa sin interrumpir la serie de colosales blasfemias con que se había despedido de sus odiadas compañeras.

Mi tía se había sentado a la mesa sin apetito, excitada como nunca por el fuerte altercado que acabo de narrar sin detalles.

Sus ojos, más congestionados que de costumbre, brillaban de una manera siniestra. Mi tío Ramón había pasado de un buen humor apacible a un anonadamiento completo, fulminado bajo el fuego de aquellas pupilas felinas.

La ancha cara de mi tía revelaba la reflexión alarmante de sus venas ahogadas por las ondas perezosas de una sangre espesa e inmóvil. Al sentarse a la mesa la habían asaltado mil incomodidades desconocidas para ella: acaloramientos   —206→   súbitos que la enrojecían momentáneamente sus carrillos laxos, golpes de fuego a la vista, dolores punzantes a la nuca, relampagueos, oscurecimientos, latidos, y qué sé yo qué vagos presentimientos de un ataque repentino cruzaban pinchándole su imaginación y haciéndole exclamar de cuando en cuando con cierta desesperante agitación:

-¡Jesús, por Dios! ¿qué tengo yo?

Don Benito trataba de tranquilizarla; mi tío Ramón, sumiso siempre, la miraba guardando un respetuoso silencio; la idea de una apoplejía le había cruzado la mente; pero ya fuera por temor, ya por moderación, se guardaba bien de aconsejar a su mujer la moderación, el reposo y sobre todo, los purgantes que el conocido doctor Brown le había instituido como tratamiento hacía ya muchos años. Para él, la moderación del carácter feroz de su consorte era cuestión de algunas libras de sal de Inglaterra, medicamento, que, dada la fe que tenía en sus efectos, le hubiera evitado mil disgustos, restableciendo por un instante la tranquilidad del hogar.

Momentos después del altercado, mi tía Medea   —207→   se había visto atacada súbitamente de una abundante evacuación de sangre por las narices; pero en el paroxismo de su cólera, temblando nerviosamente de ira, se había contentado con sorber en abundancia y ruidosamente grandes cantidades de agua salada, atarse fuertemente el brazo derecho o ponerse en los lujuriosos rodetes de su nuca adiposa la llave consabida que aconseja la terapéutica popular.

De cuando en cuando se pasaba las manos por los ojos, en los cuales decía sentir un peso enorme; se comprimía las sienes, donde latían con fuerza sus arterias o se mojaba con el agua del vaso aquella frente pecosa y chata, bajo la cual ardía un volcán de odios y de futuros proyectos de venganzas. Estaba irascible, irritable, convulsa como una fiera herida; la silla tiritaba bajo el peso de sus muslos pletóricos y su marido volvía a agitarse acariciando tímidamente el recuerdo favorito del tratamiento del doctor Brown.

-No valen todas ellas el disgusto que me han dado, ¡perras viejas cachés! -exclamaba con una voz tosida y un poco gangosa.

  —208→  

Mi tío, don Benito y yo, continuábamos inmutables nuestro programa de abstención activa, callados y reverentes, comiendo con esa moderación respetuosa que se confunde con el hambre modestamente disfrazada de un apetito discreto. No se oía sino el rabioso crujir de las mandíbulas tiburonianas de mi tía Medea, que con cierta complacencia maléfica, aunque llena de voluptuosidad, imaginaba aplastar el cráneo de algunas de sus rivales en el inocente coscorrón de pan que roían sus molares y el tímido y casi silencioso masticar de los que temíamos herir los oídos susceptibles de la señora.

Don Benito procuraba sin embargo, inútilmente, abrir temas de conversación, pero todo era en vano, la tentativa no prendía. Mi tía Medea volvía a sus imprecaciones, lanzaba un reto furibundo a sus rivales, las apostrofaba en mil formas y levantando el puño cerrado les juraba venganza como una pitonisa poseída por la cólera divina.

Terminábamos la comida e iban a servir el café. Mi tía tomó posiciones para levantarse;   —209→   pero al ponerse de pie, sintió algo extraño, algo terrible, pasar por su cabeza; quiso dar un paso y cayó desplomada sobre el pavimento.

-¡Jesús te ampare! exclamó mí tío Ramón, abriendo tamaños ojos al verla caer; ya tenemos encima la terrible perlesía; y corrió a socorrer a su consorte que había caído sin sentido, a los pies de la mesa, haciendo un ruido extraño con la boca llena de espuma.

Don Benito y yo habíamos corrido al mismo tiempo a socorrer a mi tía.

Su aspecto era verdaderamente aterrador; había caído fulminada por un violento golpe de sangre; estaba sin conocimiento, insensible, relajada y en una inmovilidad absoluta.

Era una masa inerte en la cual sólo la persistencia de la respiración y los latidos del corazón que llegamos a percibir, atestiguaban que la vida aún no se había extinguido.

Mi tío pedía a gritos un médico, el vinagre y los sinapismos; y mientras éstos se aplicaban abundantemente en las piernas ciclópeas de la señora, don Benito y yo corríamos en busca de todos los médicos del barrio. Las señoras de   —210→   la vecindad, algunas de las cuales eran de la relación de la familia, concurrieron inmediatamente al conocer la desesperación de mi tío.

Todas ellas continuaron las aplicaciones de sinapismos en las pantorrillas, en la nuca, en la planta de los pies, en los muslos y en los brazos; le desprendieron la ropa y la colocaron en su cama.

Al bajar con don Benito la escalera para ir a buscar médico, nos chocamos con el pardo Alejandro en la misma puerta de la calle.

-¿Qué hay niño, que sucede? toda la vecindad está alborotada... ¿se prende fuego la casa?... -nos preguntó.

-Al contrario, creo que se apaga el fuego..., tu patrona parece que acaba de reventar, contestó don Benito con la más perfecta calma.

-¿Quién? ¿la tigra?... ¡al fin!... replicó el pardo con el acento de un hombre que se desahoga.

Volvimos en seguida, habíamos recorrido dos o tres cuadras y sólo habíamos encontrado cinco médicos que se prestaron con suma complacencia a nuestro llamado.

Mi tía seguía agravándose por momentos.

  —211→  

Su respiración era estertorosa y penosísima; a cada respiración, los carrillos privados de resistencia se dejaban distender pasivamente, después volvían a quedar laxos y flojos.

-Fuma la pipa, -dijo uno de los médicos en voz baja; esto es muy característico.

Mi tío que oyó la observación y que creyó sin duda que el facultativo preguntaba si la señora tenía la costumbre de fumar, respondió con grande asombro al ver el atrevimiento de aquel hombre:

- No señor, no, ¿cómo se imagina usted que una señora de esta clase...? ni en pipa ni en nada, -agregó permitiéndose ciertos movimientos de una inopinada energía.

Los médicos sonrieron ligeramente y continuaron examinando a la enferma. Uno de ellos le introdujo una pluma en la garganta. Mi tía insensible no dio señales de sentirla. El médico hizo un gesto de desagrado.

-Es preciso mudarle la cama, -agregó...

-¡Ah! sí, -replicó mi tío haciendo una mueca forzada para simular un profundo pesar; ¡pobrecita si conoce lo grave que está!

  —212→  

Otro de los médicos se acercó al oído de mi tío y le hizo una pregunta.

-¡Pfs...! ¿hace muchos años señor? -desde soltero; -dijo éste dejando errar por sus labios una melancólica sonrisa -si nunca hemos tenido hijos, y usted sabe que... el doctor Brown, me decía, que sin embargo era posible y que...

-¡Ah, sí! concluyó el médico que sin duda se vio amagado por una historia patológica de la familia de mi tío; si el doctor Brown era un gran práctico.

En este momento se acercaban los otros colegas. Habían terminado su examen e iban a celebrar consulta. Poco tendrían que decir de la enferma tal era su estado de gravedad. Según opinión unánime era una hemorragia cerebral en su más terrible forma. La respiración continuaba siempre laboriosa, las pupilas dilatadísimas e insensibles a la acción de la luz, y los líquidos que apenas tomaba, se quedaban en la garganta produciendo esos escritores penosos que impresionan tanto. Este último síntoma era de augurio fatal. Mi tío estaba consternado: su mujer iba desapareciendo lentamente   —213→   sin hacer mención de reconocerlo cuando se acercaba a su lecho.

-¿Tiene mucha fiebre? -se atrevió a preguntar a uno de los médicos que salió el primero de la consulta.

-No señor, no, al contrario, su temperatura es más bien muy baja. Sin embargo, es probable que ahora comience a subir mucho, si como desgraciadamente lo esperamos, esto termina mal. Está en un coma profundo, -agregó, queriendo confundir a mi tío con un tecnicismo confuso: -es una hemorragia cerebral de forma apoplética paralítica.

-¡Jesús me ampare y me favorezca! ¡cuatro enfermedades a la vez! ¡Quién resiste a tanto!

Y el pobre hombre, haciendo un esfuerzo supremo para manifestar la más suprema emoción, se llevaba la mano a los ojos y se tiraba nerviosamente del pelo.

Don Benito que estaba al lado del lecho miraba extinguirse aquel coloso con una frialdad perfecta.

Mi tío no se atrevía a acercarse al borde de la   —214→   cama: los médicos se habían separado, seguros ya del desenlace.

-Acérquese señor, dijo a mi tío uno de ellos...

Mi tío se acercó temblando, remiso y casi arrastrado por el deber... al aproximarse retrocedió: la moribunda presentaba un aspecto terrible: la fisonomía estaba amoratada; la respiración era difícil y cavernosa.

-¡El sacerdote! -exclamaron algunos de los circunstantes mientras los médicos abandonaban la habitación.

Se acercó al lecho un fraile obeso, vestido de colores llamativos, impasible como una foca, gordo como un cerdo: el rostro achatado por el estigma de la gula y de los apetitos carnales, la boca gruesa como la de un sátiro, el ojo estúpido, la oreja de murciélago, los pómulos colorados como los de un clown. Abrió entre sus manos grasas y carnudas, un libro cuyas páginas alumbraba un monigote con un cirio, y erutó sobre el cadáver en latín bárbaro y gangoso algunos rezos con la pasmosa inconsciencia de un loro.

  —215→  

Al terminar se retiró algunos pasos del lecho; hizo un ademán a mi tío para que se acercara; y en aquel momento mismo, mi tía Medea clavó sus ojos inmóviles en su marido, abrió la boca, esputó un cuajarón de sangre y acabó...

Mientras comenzaban las mujeres a hacer los preparativos para vestirla, don Benito y yo sacamos a mi tío de la habitación. Era de observarse en aquel momento la cara de mi viejo camarada; -la cómica solemnidad que se esforzaba por mantener le daba un aire mefistofélico.

Mi tío lo miraba sin comprenderlo, pero era bastante suspicaz para explicarse que don Benito no estaba tan desolado como lo exigían las circunstancias.

Yo estaba esperando la palabra burlona del viejo solterón y no se hizo esperar. Nos encerramos en el cuarto de mi tío, asegurarnos las puertas y don Benito con una cara de pascuas, abriendo los brazos exclamó:

-Don Ramón... ¡apriete amigo! y lo buscó a mi tío para abrazarlo.

-¡Oh! don Benito... ¡qué desgracia!

-¿Desgracia? Me representa usted, ¿el hipócrita?   —216→   Celebre usted amigo, el más grande de los aniversarios de su vida...

Y mi tío no pudo contenerse; se deshizo de don Benito y corriendo a la cama, se echó en ella y depositó sobre la blanda almohada de plumas en que hundió el rostro, una sonrisa de íntima, de voluptuosa alegría, que ya no podía contener dentro de sí mismo.

En ese instante golpearon la puerta; la abrí; el perfil risueño de Alejandro asomaba por la rendija.

-¿Qué quieres? -le dije en voz baja y con el tono más serio del mundo.

-¡Oh! -me contestó muy despacio... ¿usted es de los tristes también? y aquel negro ponía una cara satánica cuando me decía esas palabras.

-Vétele dije... véte.

-Sí, me voy,... a buscar el cajón

A las doce de la noche, mi tía estaba depositada en el ataúd de jacarandá que Alejandro había traído. Le habían cerrado los ojos y la boca, pero su rostro conservaba siempre el gesto de amenaza que le era característico y con   —217→   el Santo-Cristo que oprimía maquinalmente entre las manos lívidas y como enceradas, parecía en la actitud de un centinela que dormita armado para el caso de una sorpresa. El mulaterío femenino de la casa y de la vecindad, había invadido la sala: no faltaban alrededor del féretro dos o tres mulatillas arrodilladas, que se turnaban sucesivamente. Claro es que la sala había sido cubierta en un instante de crespón y de merino negros en homenaje a su ilustre dueña.

La noticia de su muerte había cundido por la ciudad, y como su influjo en los grandes centros sociales, a pesar de los desastres políticos del partido de la finada, era de vieja data, la casa se vio llena toda la noche de las eminencias del pasado, destronadas por el presente...

El primero con quien me encontré en la sala, fue con el doctor Trevexo. ¡Cómo había envejecido y enflaquecido! Sus piernas y sus brazos desgonzados, no se palpaban al través de la ropa, pero siempre era el mismo; el gran charlador, difuso y narrador de insulseces; gran expositor de lugares comunes, de doctrinas tomadas   —218→   al instinto, de principios incompletos; siempre enemigo de los libros; desolado por el prodigioso aumento de las librerías y de las ediciones: furioso contra la exagerada difundición de las obras científicas; partidario constante, invariable, inconmovible del periodismo: siempre citando su colección del Gorro de la Libertad y de La Espada de Damocles, los diarios que había escrito después de la caída de Rosas.

¡Pobre doctor Trevexo! ¡Cómo aquel hombre que había sido el primero veinte años antes, era hoy el último! ¡Cómo se había detenido en su apogeo sin marchar! Me hacía el efecto de una de esas fotografías antiguas de un álbum de familia, ante las que uno tiene que reír involuntariamente. Mientras que el mundo político había progresado entre nosotros, con lecturas serias y, sazonadas: en el siglo de Disraeli y de Gladstone, de Bismark y Gambetta, en el siglo de Taine y Lanfrey, el doctor Trevexo vivía con sus recortes de diarios criollos, con toda su fama del pasado por capital y toda su estéril informalidad por presente y porvenir. Sin embargo, ¡lo que es la virtud y la consecuencia de los partidarios!   —219→   Su partido creía en él todavía: era siempre el gran orador, el gran diplomático, el gran periodista, el gran abogado, del más grande de los partidos argentinos.

La muerte de mi tía Medea lo había consternado. Su grande amiga, la mujer resuelta de todas las épocas; vencida en dos revoluciones, pronta a hacer una nueva a una sola indicación suya, había muerto; el partido entero la lloraba era una pérdida irreparable, tan irreparable que el más grande de los diarios de la América del Sur, le dedicó un sentido artículo necrológico, largo como un sermón de agonía, con muchas frases escogidas que comenzaba recordando con mucho detalle a las antiguas madres griegas y romanas, las hacía atravesar la trayectoria de la historia en las múltiples combinaciones de los pueblos, y terminaba con un elogio de las virtudes de la difunta y una laudatoria especial a la mansedumbre de su carácter.

A este llamado, todo el faubourg Saint Germain de Buenos Aires, se presentó al día siguiente. ¡Cómo se elogiaban los méritos de la señora doña Medea Berrotarán! ¡Cómo se condolían   —220→   de la triste situación de mi tío! ¡qué dolorosa pérdida había experimentado! ¡Hasta don Buenaventura, había dejado sus múltiples ocupaciones literarias para asistir al entierro! ¡Cómo no premiar treinta años de vasallaje, mudo, entusiasta, admirador de todas sus hazañas y desgracias!

Un entierro de fuste en Buenos Aires no necesita describirse: el empresario fúnebre conoce los gustos de la gran capital, en los que prepondera la gran aldea: el convoy tiene que hacer corso en la calle de Florida: no hay otra calle para ir a la Recoleta, y si a alguien se le ocurriera la idea de cambiar el itinerario, no sería difícil que el muerto o la muerta, siendo de la aristocracia, o sobre todo de la gran política, resucitara protestando contra la variación de la ruta.

Mi tía había sido muy religiosa; aunque víctima en los últimos tiempos de un padre escolapio, que le había eliminado graciosamente algunos miles de pesos, su fervor por los frailes y monigotes, corría parejas con sus entusiasmos políticos: de modo que a su entierro asistían   —221→   todos los clérigos de las parroquias principales, correctos la mayor parte y una delegación de cada cofradía: franciscanos, dominicos, etc., incorrectos bajo el punto de vista de la higiene personal. Entre esta turba de cuervos negros y pardos, no faltaba algún tribuno ultramontano, pedante atorado de suficiencia, orador sibilino y hueco, gran momia literaria, rellena de Blair y Hermosilla, specimen del gongorismo español, que sentado en el carruaje de duelo, como si lo hubiesen clavado en una estaca, mantenía su gravedad solemne como para aparentar la profunda desolación que le causaba la muerte de aquella vieja cuyas virtudes corrían al fin parejas con la sinceridad de sus convicciones religiosas. Encabezando el grupo iba la misma dignidad que ya hemos visto al lado del lecho mortuorio, con su uniforme carnavalesco de colorinches y su impasible cara de foca.

Mientras depositaban el cajón en la bóveda de la familia, yo me perdí en las calles del cementerio.

¡Cuánta vana pompa!

¿Cómo podía medirse allí, junto con los mamarrachos   —222→   de la marmolería criolla, la imbecilidad y la soberbia humana? Allí la tumba pomposa de un estanciero... muchas leguas de campo, muchas vacas; los cueros y las lanas han levantado ese mausoleo que no es ni el de Moreno, ni el de García, ni el de los guerreros, ni el de los grandes hombres de letras.

Allí la regia sepultura de un avaro, más alla la de un imbécil... la pompa siguiéndolos en la muerte. Entre una encrucijada de nichos y sepulcros, me topé de manos a boca con mi expatrón, don Eleazar de la Cueva, que también había ido al entierro de mi tía.

-¡Señor don Eleazar!¿Usted por aquí?

-¡Ah, señor! esperando mi hora, como todos; contestó, hoy le ha tocado el lote a mi señora doña Medea... ¡Ah! ella es la feliz, agregó levantando las manos al cielo: En este mundo no hacemos sino sufrir desengaños, joven... Vea usted, yo por ejemplo que he hecho tantos servicios y tantos sacrificios por la humanidad, aquí me tiene usted a mí... ¿de qué valgo señor?

-Pero señor, su posición, su fortuna...

-Señor, yo estoy en la calle, en la última   —223→   miseria; me han arruinado señor, usted lo sabe bien; y al decirme esto, el rostro de don Eleazar se descomponía de tal manera que infundía la más profunda lástima.

Alineado a la salida de la Recoleta, soporté con todos los parientes de la muerta, los apretones de los concurrentes, que le dan la mano a uno como diciéndole: «¡eh! míreme usted, he asistido, no lo olvide» y cuando terminó esta dura prueba de resistencia, di vuelta y vi a don Benito que me esperaba.

-¿Piensas ir con la parentela? -me dijo.

-¿Qué hacer?...

-Ya todo ha concluido, ahora te vienes conmigo y mañana fuera el luto.

Y subirnos al cupé, que rompió la marcha por entre los numerosos carruajes apostados en las extensas avenidas del cementerio. Eran las 4 de la tarde; el tiempo era espléndido; el cielo azul y sin nubes se reflejaba en el pedazo de río que se alcanza a ver desde la barranca de la Recoleta.

Las caras de los que volvían del entierro   —224→   demostraban bien claramente que no se habían conmovido mucho con la ceremonia.

Don Benito me propuso ir a comer al café de París, después de mudarnos el traje negro, y yo le acepté. Salíamos de la plaza de la Recoleta para entrar a la calle larga, cuando nuestro carruaje se cruzó con una victoria elegantísima, tirada por una fogosa pareja de alazanes y dirigida por un cochero de una- corrección irreprochable. Repantigadas cómodamente en el amplio asiento, iban dos mujeres distinguidísimas, cuyo saludo apenas tuvimos tiempo de contestar.

Eran Fernanda y su hija: al verlas, ambos sacamos la cabeza por las portezuelas del cupé, en el momento en que ellas también daban vuelta.

-Van espléndidas, -me dijo don Benito

Diablo de vieja tu tía, hasta muerta nos persigue, si no hubiera sido por el tal entierro, ¡qué golpe habríamos dado yendo a Palermo...!

-Pero todavía hay tiempo, le repliqué, retrocedamos.

-¿Te atreves?...

  —225→  

-Y qué...

-¡Alejandro! -gritó don Benito al cochero-, ¡a Palermo por el Bajo...!

El carruaje dio vuelta, y los caballos tomaron el trote largo a un simple chasquido del látigo de Alejandro. En diez minutos llegamos a la verja de fierro, que da entrada al parque; doblamos sobre la gran calle de palmas que estaba solitaria: sólo en el fondo, del lado del bosque, se veía un punto negro: era la victoria de Fernanda: nuestro cupé se deslizó por el pedregullo de la avenida, salvó la vía del tren del Norte, y vino a detenerse al mismo lado de la victoria. El carruaje estaba vacío: preguntamos al cochero donde estaban las señoras, y nos contestó con una seña, indicando el fondo de la calle. Nos bajamos y caminamos en esa dirección. Al fin de la calle, en un rincón del camino las encontramos. Al vernos se sorprendieron.

-¿Vds. por aquí? -nos dijo Fernanda-, ¿vaya una manera de hacer el duelo?

-Señora, -contestó don Benito-, el duelo ha concluido y la vida comienza de nuevo.

  —226→  

-Pero Vd., dijo Blanca, con ironía, sobrino carnal, y en Palermo, el mismo día del entierro; ¡qué escándalo!

-Sobrino carnal, no, político sí... no hay inconveniente.

-Y ese pobre tío, ese señor don Ramón, ¿cómo estará de triste y desolado?, -inquirió Fernanda.

-¡Oh! aplastado; ¡figúreselo usted, libre de un monstruo y con setenta millones de pesos!

-¡Setenta millones! -exclamó Blanca-, bonito dote mamá ¿eh?

Fernanda hizo un signo de aprobación y su fisonomía se alumbró como si concibiese una vaga esperanza.

-Pero don Ramón ha sido feliz con su tía... un viejo pisaverde, alegre, muy sirvientero... ¿no es verdad? -preguntó riendo.

-Tal cual; pero víctima de su mujer; figúrense ustedes, que el día Domingo, doña Medea metía en la cama a su marido para que no saliera a la calle.

-¿De veras?

-Garanto; y don Benito reía a carcajadas.

  —227→  

Yo me había acercado a Blanca y le había dado el brazo. D. Benito se había quedado con Fernanda en el mismo sitio en que las habíamos encontrado. Caminábamos con Blanca en dirección a los árboles: estaba pálida como de costumbre, vestida con un traje de pana color bronce, sumamente ceñido al cuerpo: su talle se dibujaba admirablemente. Guardábamos silencio y ni ella ni yo parecíamos resueltos a romperlo. De pronto se detuvo suspirando, y como saliendo de una profunda cavilación, exclamó abstraída:

-¡Setenta millones!

-¿Le parece mucho? -le pregunté.

-¡Ah! me contestó, como despertando; pensaba que ese tío es un horizonte: ¿Es muy viejo?

-Sesenta y cuatro años, no es mucho; más joven que su fortuna, sería mejor menos millones que años... ¿no?

-¡Oh! no, de ninguna manera; diez años más o menos no es nada para un hombre, diez millones de menos es mucho...

La tomé fuertemente del brazo con un movimiento   —228→   de cólera y de impaciencia: la sombra del bosque nos protegía: le estreché las manos, la besé en el rostro, en los ojos, en la boca, entre los labios entreabiertos.

-Blanca -le dije-... ¡yo... no puedo resistir...!

-¡Hay tiempo, me replicó, más tarde!

Y aquella mujer parecía una estatua de hielo, en medio de la involuntaria voluptuosidad que emanaba de todo su conjunto.

Volvimos a tomar la gran avenida. Fernanda y don Benito habían desaparecido. Alejandro, desde el pescante de nuestro coche, me hizo una seña que significaba que la pareja estaba allí.

Y en efecto, nos acercamos y Fernanda y don Benito estaban en el cupé.

El viejo camarada había perdido la corrección habitual de sus cuellos y de su corbata; dos chapas rojas alegraban su semblante. Fernanda se hallaba perezosamente reclinada en el muelle respaldo de raso del cupé; a pesar de sus 38 a 40 años, estaba bellísima. Al vernos se incorporó, consultó la hora y bajó ágilmente del carruaje,   —229→   subiendo a su victoria de un salto. A su lado se sentó Blanca: yo le eché la cariñosa manta de nutrias sobre los pies y a un signo del cochero, las dos yeguas del tronco partieron a escape.

Trepamos a nuestro cupé. D. Benito estaba radiante de alegría, pero se esforzaba por aparentar una profunda severidad.

-¿Y qué tal? -le dije con sorna.

-Pschtt, ¡mucho calor!

Era en julio y hacia un frío de todos los diablos.



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- XIII -

El doctor Montifiori, era un católico recomendable, bajo todos puntos de vista; miembro de dos o tres hermandades religiosas, él sabía conciliar como nadie, la misa de la una del día con la cena alegre de la una de la noche, la hostia sacrosanta del altar, con los mariscos perfumados del Café de París.

En su casa se sabía dar el aristocrático barniz clerical de alto tono del siglo XVIII. Bastaba echar una rápida mirada sobre su pequeña librería de amateur, para conocer los finos gustos del hombre. Entre las trufas literarias de Brantôme,   —231→   de Casanova y de otros del género, Bossuet y Massillon, conservaban la gravedad de las hileras: en las letras, De Laharpe, M. de Bonald, Fontanes y Chateaubriand, daban la nota grave del imperio, mientras que al lado, en ediciones monísimas, brillaban todas las perfumadas indecencias pornográficas del día.

La muerte de mi inolvidable tía doña Medea, había lanzado al mundo, un viudo conservado, rico y con grandes calidades exteriores: mi tío. Dos meses después de su viudez, vivíamos juntos: yo había abandonado a mi viejo camarada, D. Benito. Muy pronto la casa de mi tío Ramón, se transformó en una habitación completamente diferente de lo que había sido. Se hizo allí una reunión de solteros alegres y de casados emancipados de todas edades; había dinero de sobra, y por consiguiente abundaban las comidas joviales, los vinos, las diversiones de todo género y el elemento amable: las mujeres.

En un día, don Benito, el lanzador de mi tío, le hizo despedir o colocar caritativamente por ahí a todo el mulaterío antiguo de la finada. Sólo Alejandro fue tolerado, cedido por don   —232→   Benito, a cuyo servicio estaba desde su célebre colisión mi tía. La casa fue transformada: todo el menaje de los tiempos prehistóricos de Pavón fue modificado por un mobiliario moderno del más correcto gusto contemporáneo. Los viejos retratos de la familia, fueron a cubrir las paredes de los últimos cuartos, incluso el de mi tía, que había reinado veinte años en la pared principal del salón.

Mi tío Ramón echó muy luego el luto y se dio al mundo, enteramente al mundo; pero siempre débil a las tentaciones de la carne, sus setenta millones de pesos, vinieron a quedar muy luego en las condiciones de un real en la puerta de una escuela. El doctor Montifiori, fue el primero en apercibirse de que mi tío era un partido; pero cómo, ¿por qué medio iniciar la campaña diplomática para conseguir sus fines?

El insigne gomoso, pensó, caviló mucho, hasta que un día se dio un golpe en la frente con la mano, como el hombre que ha encontrado la solución de un problema. Montifiori había pensado en que él no podía ser católico al cohete, sin servirse de sus creencias religiosas.

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El hombre de más influencia en la alta sociedad bonaerense, era el señor Penseroso: un abate griego: de Atenas: un hombre distinguidísimo, suave como una alondra, agudo y penetrante como una aguja: con su rostro de mártir, y un ojo apagado que no revelaba por cierto toda la agilidad y la hondura de que aquel sacerdote estaba dotado. Dignísimo en su trato, su influencia se sentía en los salones, pero era la influencia de una sombra; jamás se impuso por presión o actos públicos; su pasaje era como subterráneo, latente, pero eficacísimo.

Lanzado mi tío, después de la muerte de su mujer, en una vida de desorden para sus años y para su seriedad: recogiéndose tarde, picado por la tarántula de la artista de teatro y de las bailarinas de Colón, el buen viejo le había echado la capa al toro, como vulgarmente se dice. Montifiori, comprendió desde el primer momento que mi tío tenía un lado débil que explotar y como medio, empleó al señor Penseroso.

El salón de Fernanda estaba abierto para nosotros todas las noches. D. Benito reinaba allí como un tirano. Algunas noches solía concurrir   —234→   el señor Penseroso, por quien mi tío había cobrado una viva simpatía. ¡Tan dulce, tan suave era aquel santísimo y virtuosísimo padre!

Blanca le hacía toda clase de fiestas y cariños al insinuante abate: al sentársele al lado, aquella criatura, fría e impávida, se volvía una gata mimosa con el clérigo: le besaba respetuosamente el dedo ceñido por el anillo de regla: le tomaba el capelo, le traía ella misma la taza de té y le ponía en la boca alguna rica golosina de Roverano, con una gracia indescriptible. El sacerdote se revenía y se entregaba rendido a la encantadora.

Blanca pertenecía a las Hermanas de los Santos, sociedad de niñas, de la que era presidenta y en la que ejercía una grandísima influencia.

En esta sociedad, andaba la mano de los jesuitas; ellos les habían confeccionado su reglamentos disciplinarios, en los cuales preponderaba un espíritu de inquisición completa: un librito reservado de pocas hojas, en el que abundaban las transacciones del pudor, con las conveniencias sociales y las exigencias religiosas; los casos en que las socias podían inquietar la   —235→   virtud de los hombres con sus prendas físicas y morales: las ocasiones en que era lícito escotarse, y creo que hasta la línea del busto de la que el escote no podía pasar.

Blanca se ganó al señor Penseroso en cuerpo y alma, y el señor Penseroso por una parte y Montifiori y Blanca por la otra, sitiaron y rindieron a mi tío.

Muy pronto don Benito y yo nos apercibimos de las consecuencias.

Ya era tarde: mi tío Ramón babeaba por la linda hija de su amigo y la sociedad comenzaba a anunciar su casamiento con ella.

Un día sin embargo, nos resolvimos con don Benito a hacer el último esfuerzo. Comíamos juntos en su casa: mi tío se había sentado a la mesa de punta en blanco, como un pollo de veinte y cuatro años. Concluida la mesa haría su visita a lo de Montifiori.

-Diablo, que está usted elegante, para viudo, tan fresco, -le dijo don Benito.

-¡Eh! -contestó mi tío- ...voy a la ópera esta noche...

Nosotros también vamos, qué diablo, pero   —236→   no se nos ha ocurrido vestirnos como usted...

-Es que yo no voy solo, -contestó mi tío.

-¡Cómo! ¿persigue alguna aventura entre telones? -preguntó don Benito con sorna.

-No... déjense de bromas, acompaño a la familia de Montifiori, a Blanca...

-¿Usted? -inquirió don Benito apuntándole con el dedo.

-Sí, yo, ¿qué tiene de extraño

-D. Ramón, usted enamorando a Blanca Montifiori, ¿tiene valor?

-¿Y por qué no?... si les dijera a ustedes que soy aceptado...

Pero tío, le dije, esa es una unión imposible, absurda. Blanca es una mujer joven, usted casi le triplica la edad.

-Julio, me dijo, toda reflexión es inútil: Blanca me ama...

-Ama a su dinero, amigo, -dijo don Benito dando un golpe sobre la mesa.

-¡D. Benito!... -exclamó mi tío, con un gesto de impaciencia.

  —237→  

-¡Eh! Sí señor... su dinero... ¡y es una vergüenza ese casamiento, una gran vergüenza!

Usted, va a ser el hazmerreír del mundo. Usted que ha salido de las garras de una mujer absurda va a caer en las manos de...

-¡D. Benito!... interrumpió mi tío Ramón.

-Tío, le dije, piense usted lo que hace, a usted no le cuadra una mujer tan joven... espere... reflexione.

- Cualquiera te tomaría a ti por un celoso, -me contestó recalcando la frase. La sangre me subió al rostro y no pude disimular mi turbación.

-¿Y cuándo serán las bodas? -preguntó don Benito, sonriéndose.

-¡Eh! vaya usted al diablo, -contestó mi tío Ramón; no estoy para ser objeto de sus bromas: y se levantó de la mesa violentamente.

Se daba Semiramis aquella noche, y Colón estaba de gala; los palcos ocupados por las más lindas y conocidas mujeres de la gran sociedad, presentaban un aspecto deslumbrador. Se había cantado el primer acto; la Borghi y la Scalchi electrizaban al público y en la sala no se escuchaba sino el eco del entusiasmo y de los elogios.

Una noche clásica de ópera en Colón reúne todo lo más selecto que tiene Buenos Aires en   —238→   hombres y en mujeres. -Basta echar una visual al semicírculo de la sala; presidente, ministros, capitalistas, abogados y leones, todos están allí; -aquello es la feria de las vanidades, en la cual, no faltan sus incongruencias de aldea: el vigilante de kepi encasquetado en medio de la sala: la empresa, en ménage, instalada en uno de los mejores palcos del teatro: el humo de los cigarros oscureciendo la sala entera.

No había concluido el primer acto, cuando en un palco de la izquierda, aparecieron Fernanda y Blanca Montifiori con el Dr. Montifiori y mi tío. Las dos mujeres estaban radiantes de belleza y de lujo. Parecían dos hermanas. Todas las miradas se concentraron en el palco: todos los anteojos se clavaron en Blanca y Fernanda. Don Benito que estaba a mi lado, me tocó el brazo. El teatro entero hacía un solo comentario,

A nuestro lado, teníamos dos jóvenes impertinentes que conversaban sin conocernos, con toda desfachatez.

-El viejo, aquél, el que ahora se le acerca; -le decía uno de ellos al otro...

  —239→  

-No puede ser... -contestaba éste...

-Te digo que sí; ése es el novio... ¡qué toupet de mujer!.

-¿Pero estás cierto?

-Ciertísimo... si conozco mucho al viejo, cuando yo estaba de practicante en lo del Dr. Trevexo iba todos los días al estudio.

-¿Y a ella la conoces?

-Bah, bah, de la escuela... ¡era la piel del diablo cuando chica... un potro...!

Don Benito, mudo, pero dejando vagar una leve sonrisa por los labios, seguía tocándome el brazo a cada palabra de los indiscretos.

-¿Pero será posible que se casen?...

-Vaya, ciertísimo...

-¿Y el padre es capaz de autorizar semejante casamiento?

-El padre tiene las agallas de un dorado... ¡Tres millones de duros... valen la pena... qué diablos!

Los comentarios que hacían a nuestro lado aquellos dos mozalbetes, recorrían sin duda los palcos y la cazuela.

Bastaba observar ciertas caras, con un poco   —240→   de atención, para conocer las impresiones que producía en el teatro la presencia de mi tío en el palco de Blanca. En la cazuela, se sentía el tajear de las lenguas, lo mismo que se siente la hoz que siega un pastizal.

La cara de la parroquiana de la cazuela, se alumbra con el espectáculo que presenta un palco con una mujer lujosa y mundana; -la cazuelera comunica su impresión inmediatamente a su vecina; -ésta le hace un gesto correspondiente al asunto de que se trata, en seguida se hablan, cuchichean, ríen, se ponen graves, miran de nuevo al objeto del comentario y la escena se prolonga hasta que se levanta el telón.

En la cazuela no queda títere con cabeza: albergue de solteronas y de doncellas, a las que el lujo y la riqueza no sonríe ni populariza, se convierte en Criterión: allí se pasan por cedazo todas las reputaciones, ya sean de hombres o de mujeres. -Allí se publican los deslices de la más linda mujer casada, que brilla en un palco, aunque sea más virtuosa que Lucrecia. Allí se cuentan sus amores, se apunta el amante   —241→   con el dedo; se ridiculiza al marido, se narra la última aventura, con verdadera e íntima fruición; las lenguas como otras tantas navajas de barba, no se contentan con afeitar; degüellan, ultiman, descarnando la honra como se descarna un cadáver en la sala de autopsias. Allí se cuentan con nombre y apellido las queridas de los hombres de moda; se saca la cuenta de sus hijos naturales; se explica por qué se deshizo el casamiento con fulana, cuánto perdió en el club zutano, por qué se fue a Europa, por qué se vino, a qué mujer enamora actualmente, cómo le hace caso, dónde se ven y hasta en qué casa tienen lugar las citas.

Madres de familia, las que creéis que el cielo está arriba, no llevéis jamás a vuestras hijas a la cazuela.

Rogad a Dios que las lleve Satanás al infierno antes; en el infierno estará más protegido su pudor, que en aquella galera en que vuela el chisme, enreda la intriga, muerde la calumnia y se ensaña la envidia.

Los que tenéis autoridad, abolid la cazuela: meted en ella el elemento masculino: la mujer   —242→   sola se vuelve culebra en aquel antro aéreo.

Aquella noche la cazuela dio cuenta de la reputación de mi tío y de la de Blanca. El Dr. Montifiori, en medio de la íntima satisfacción que revelaba su rostro por el triunfo de sus planes, no alcanzaba a calcular, a pesar de su gran malicia, todo el veneno que había destilado la cazuela sobre él, sobre su mujer, su hija y sobre la inmaculada cabeza de mi tío Ramón, su futuro yerno.



  —243→  
- XIV -

Seis meses después, la boda de mi tío Ramón con Blanca, era cosa arreglada. Ningún casamiento ha agitado más que aquél los círculos sociales de Buenos Aires. En el teatro, en Palermo, en los bailes, en los clubs, en la iglesia, no se hablaba de otra cosa. Mi tío había hecho demoler y reedificar gran parte de su casa de la calle de la Victoria. Yo había hecho la resolución de abandonarlo, de volver a vivir con don Benito, pero él no me lo había permitido, había comenzado por pedirme que no lo hiciese y concluyó por suplicármelo de tal manera,   —244→   que muy a pesar mío, tuve que renunciar a mis proyectos. El antiguo palacio burgués de los Berrotarán, había sido completamente transformado bajo la artística dirección del señor Montifiori. Mi tío había decorado su casa con todo el confort y el aticismo modernos. Era aquel el nido más hermoso en que una mujer de mundo podía soñar; y cosa singular, hasta el novio se había rejuvenecido, y había tomado todos los contornos de un hombre de mundo.

El 20 de junio de 1883, a las nueve de la noche, una larga serie de carruajes particulares, se apostaba en la parte más central de la calle San Martín y las personas que de ellos descendían entraban por un espacioso zaguán a una casa que ocupaba un extensísimo frente. La puerta de calle, cubierta por una inmensa cortina grana, daba entrada a una amplia galería tapizada de paño rojo y profusamente alumbrada y decorada por guirnaldas y flores. Dos lacayos de librea guardaban sus puertas de cada lado de la entrada. Se sentía allí un ambiente tibio y agradable. Todo Buenos Aires aristocrático, desfilaba por aquella   —245→   galería; -los grandes hombres de estado, el alto comercio, la banca, el ejército, la magistratura, el foro, las letras, la prensa. Las mujeres cubiertas por pieles y felpas variadas, ganaban la escalera friolentas y apuradas, prendidas del brazo de sus acompañantes.

Aquella casa era el palacio del Dr. Montifiori, donde debía tener lugar aquella noche el casamiento de mi tío Ramón con la señorita Blanca de Montifiori, hija única del famoso hombre de mundo que ya conocemos.

La casa del doctor Montifiori, bien merece una página. El trópico había brindado sus más ricas y voluptuosas galas, para adornar el espacioso vestíbulo cubierto por mosaicos bizantinos Esa flora artificial de la moda que prepara cuidadosamente la tierra, y le exige los frutos raros de la fantasía de los artistas de la botánica, rivalizaba aquella noche con los ejemplares más curiosos del Jardín de Plantas. El jardín de la Tijuca había contribuido en sus más bellas muestras. Desde el vestíbulo bajo, hasta el alto, incluso la gran escalera de encina tallada, las hojas perezosas caían sobre sus tallos en   —246→   grandes vasos de alfarería o de madera; los helechos, la parietaria, el lotus y los nenúfares extendían sus hojas, cautivas de la moda despótica, bajo cuyo imperio parecen sentir la nostalgia de las linfas de los arroyos en que fueron sorprendidas.

La mansión de Montifiori revelaba bien claramente, que el dueño de casa rendía un culto íntimo al siglo de la tapicería y del bibelotaje del que los hermanos Goncourt se pretenden principales representantes: todos los lujos murales del Renacimiento iluminaban las paredes del vestíbulo; estatuas de bronce y mármol en sus columnas y en sus nichos; hojas exóticas en vasos japoneses y de Saxe, enlozados pagódicos y losas germánicas: todos los anacronismos del decorado moderno; en fin, Montifiori, bien juzgado, era un poco burgués a lo Monsieur Jourdain al fin. Había progresado mucho, es cierto; sus largos viajes por Europa, su malicia y su instinto, le habían complementado sus deficiencias, y en materia de chic era as en la aristocracia bonaerense, que no es tan fina conocedora de arte, como se pretende a pesar de   —247→   su innata insuficiencia. -Verdad es que el siglo tapicero necesita de dos elementos para brillar: del judío cambalachista e importador, del brocanteur como lo llaman los franceses, y del burgués fatuo que compra y colecciona y que se da por fino y sagaz conocedor de lo viejo de ese inestimable vieux, que todos se disputan aun a riesgo de que resulte apócrifo.

Montifiori rendía su culto a lo antiguo; -además del gran salón Luis XV con sus muebles tallados y dorados vestidos de terciopelo de Génova color oro, y en el cual dos lienzos de la pared estaban ocupados por dos tapicerías flamencas, las demás habitaciones ofrecían el desorden más artístico que es posible imaginar. En los muros tapizados con ricos papeles imitando brocados y cordobanes, una serie de cuadros grandes y pequeños, absorbía la atención de los curiosos. Cuadros eran esos, en los que Montifiori cifraba todo su orgullo. Allí había un boceto de ninfa sobre un fondo ocre sombrío, iluminado por dos o tres pinceladas audaces que denunciaban las formas de una mujer desnuda, de carnes bermejas y senos copiosos   —248→   y que Montifiori mostraba como un Rubens en el caballete de felpa cereza que lo exhibía; -más alla, cuadros firmados por Laucret, por Largilliere, por Mignard, por Trinquez, por Madrazzo, por Rico, por Egusquiza, por Arcos. De estos, sólo dos de los últimos eran auténticos.

Entre las telas, algunos bajos relieves en bronce; y sobre los muebles, pies de todas clases, bronces antiguos y modernos; terracotas, de Carpeaux, Chapu y bustos de Cordier de Monteverde y de Dupré; un sin número de reducciones de Barbedicane; vasos, ánforas y objetos menores sobre tapices orientales, entre los cuales se veían variedades de bibelots en esmalte, en Saxe, en Sévres, en carey, en marfil viejo.

Como se ve, la casa del suegro de mi tío pagaba su tributo a la moda; un galgo aristocrático de raza, habría encontrado mucha incongruencia allí; mucho apócrifo, mucha fruslería; pero el hecho era que Montifiori también entendía de japonismo, de gobelinos, de tapicerías flamencas, de vidrios de Venecia, de   —249→   lozas y bronces viejos, de lacas y de telas de Persia y de Smirna.

Allí andaban todos los siglos, todas las épocas todas las costumbres, con un dudoso sincronismo si se quiere, pero con un brillo deslumbrador de primer efecto, ante el cual el más preparado, tenía que cerrar los ojos y declararse convencido de que el Dr. Montifiori era en todo un hombre de mundo.

En aquel salón, único en Buenos Aires, Fernanda jugaba su baccarat con don Benito y dos o tres amigos más las noches vacantes de teatros y bailes, el señor Penseroso hacía su propaganda evangélica, y Blanca en un rincón de la sala, enloquecía a mi tío, contándole la gran pasión que había sabido inspirarle entre cien hombres de mérito a quienes había desairado por él.

El casamiento de Blanca Montifiori había reunido en su casa a las mujeres más lindas del día. El reportaje ya había hecho el inventario de los regalos. ¡Qué maravillas! Una novia como Blanca, fuera de los mil ramos que son de orden, no podía recibir sino diamantes, perlas y   —250→   zafiros. Su padre, hombre de grande influencia en los círculos, su novio, uno de los hombres más ricos, Fernanda, la mujer en boga, Blanca, la criatura más distinguida del salón porteño, ponían aquella noche en conflicto la bolsa de cada uno de los concurrentes.

¡Tiene tal sello inconfundible el regalo oficial en una noche de bodas!

Porque es necesario convenir; ¡qué diablo! aun cuando se trate de mi tío Ramón y de su linda novia, Buenos Aires regala un poco por el qué dirán, compra lo más barato que puede, pero nunca sin transar con el punto de honor, con el amor propio del que regala, porque todos quieren ser los primeros en la feria de las exhibiciones, gastando lo menos posible. Así pues, los más ricos regalos de una boda, no los hacen generalmente los más fuertes capitalistas, sino los más necesitados. Aquella noche, por ejemplo, el doctor don Bonifacio de las Vueltas, amigo personal del doctor Montifiori, bella fortuna, bella posición política, en situación de servir y no de ser servido, había regalado qué sé yo qué par de estatuas imposibles, imitación bronce de pacotilla,   —251→   mientras que mi ex-patrón, don Eleazar de la Cueva, un hombre quebrado, en una situación desesperante de fortuna, había arrojado sobre la cabeza y el cuello de la linda novia una cascada de perlas y de diamantes.

-Pero ese don Eleazar es famoso, exclamaba Montifiori, admirando los espléndidos aderezos del viejo judío... ¡Es un artista! un homme de monde! ¡Qué diferencia de ese imposible y tacaño ministro, que manda esos mamarrachos de lata a mi hija!

La curiosidad no dejaba quietas a las mujeres aquella noche.

Ellas conocían al dedillo todos los regalos de la novia: los diamantes, las perlas, los zafiros, los rubíes, las cadenas de pulseras y anillos y la serie de diademas, de aros y flores de piedras preciosas, que la vanidad humana había depositado a los pies de aquella criatura que vendía su cuerpo a los tres millones de un vicio de más de sesenta años. Pero en lo que las mujeres sobresalían, era en la crónica de los trapos: se habían aprendido el trousseau de memoria como el librito   —252→   secreto de la Sociedad Hermanas de los Santos.

-Doce vestidos de calle, decía una personita impertinente de veinte y cinco años largos, sacando la punta de su zapato de raso por el ruedo del vestido.

-¿Doce? -le preguntaba la vecina, quince... ¡ya los he visto todos!

-¿Es posible?...

-Ya lo creo... replicaba con suficiencia la que parecía más informada.

-Dicen que hay uno de baile espléndido, color bleu d'eau y otro de terciopelo estampado color marfil, guarnecido con ramos de rosas thé. ¡Y los matineés son espléndidos! Pero a mí lo que me gusta más es uno color turquesa muerto. ¡Qué monada!

-Y el pudor y el buen gusto no me permiten continuar; aquellas niñas comenzaron por los vestidos, siguieron con las medias y acabaron por inventariar con el desparpajo de un cirujano que hace una operación, hasta las piezas de ropa del más íntimo uso de la novia.

Eran las nueve y media ya, y el salón estaba   —253→   lleno de hombres y de mujeres, cuando aparecieron Fernanda del brazo de mi tío, y Blanca del brazo de su padre. El señor Penseroso vino a encontrarlos. Las amigas de la novia, vestidas todas de blanco, la rodearon, mientras que el sacerdote tomaba suavemente la mano a mi tío y le indicaba que se la diese a Blanca. La rueda de curiosos estrechó el círculo; las mujeres se ponían en puntas de pies; todos querían presenciar la ceremonia. La fisonomía de Blanca no manifestaba turbación alguna: parecía la estatua de la satisfacción. Yo nunca la había visto más linda; nunca el oro mate de sus cabellos había dado más realce a su fisonomía que aquella noche. Su vestido de novia era un poema en el que el telar y la aguja habían hecho las más espléndidas estrofas a su belleza. Entre aquella cascada de flores y de diamantes, de encajes, brocados y felpas primorosas que invadía el salón de Montifiori, la novia se presentaba con una elegancia llena de distinción, con su traje blanco con aplicaciones de terciopelo cincelado, y por único adorno, una onda desbordada de encajes de Inglaterra, que naciendo en el cuello,   —254→   iba a perderse en su gran cola, después de haber perfumado el contorno con su mística y vaporosa blancura. Dos gruesas perlas, hermanas de los azahares, servíanle de pendientes, y su seno, aquel seno escaso que tanto mal sueño me había producido, cerrado completamente por la bata, daba a su busto una corrección de líneas inimitable.

¡Era feliz mi tío!

El señor Penseroso con una dulzura exquisita y un laconismo de la más urbana discreción dijo la ceremonia. Era de ver aquel viejo de cascos ligeros, tonto y baboso, que había vivido dominado por una vieja perversa casi toda su vida, al lado de una criatura llena de vida, de juventud y de belleza, creyéndose capaz, el pobre, de haberle inspirado una pasión. Era de ver también la flema con que Montifiori presenciaba el enlace de su hija; y por último, pasmaba la apatía con que Blanca se entregaba a un marido que carecía, como era natural, de todos los encantos que un hombre puede ofrecer a una mujer joven y bella.

Cuando el sacerdote terminó la ceremonia,   —255→   mi tío se echó en brazos de Fernanda y Montifiori en brazos de su hija: los amigos hicieron iguales demostraciones con los novios; no hubo sollozos ni lágrimas, y apenas hubieron terminado las felicitaciones, cuando la orquesta inició el baile, con aquel mismo wals de Metra que yo había bailado con Blanca un año antes, en el club del Progreso. Se organizaron las parejas y el bullicio y el movimiento invadieron de nuevo el espacioso salón de Montifiori.

Allí encontramos a todos nuestros conocidos del club y a muchos hombres en boga. Montifiori ha convidado a todo el mundo: la casa es pequeña para contener la concurrencia: no faltan ni los desconocidos recientemente llegados; porque en Buenos Aires somos tan amables, que es más fácil abrir la puerta de un salón del gran mundo a un extranjero que acaba de llegar, sea quien sea, que a un hijo del país que nunca ha salido de su patria; -¡costumbres sud-americanas!

Siempre se cree que es de mal tono no invitar al brillante desconocido, que ha aparecido una   —256→   noche en la platea de Colón o un domingo en el bosque de Palermo.

Me acerqué a Blanca; la cumplimenté; me tendió la mano sonriendo y me dijo:

-Seremos grandes amigos... Soy su tía,... agregó con una sonrisa.

-Lo seremos, le contesté con afecto.

Mi tío me abrazó, pero al sentir su pecho sobre el mío, yo hubiera deseado que no lo hubiera hecho. Sentía vergüenza de mí mismo; deseos de desprenderme de él, de no verlo, de no haberlo conocido. ¿Amaba a Blanca? No: ¡qué diablo! no la amaba, no la había amado nunca, no habría podido amarla y menos desde aquel día. Ese casamiento era una explotación, y yo le había cobrado una innata repugnancia; porque al fin, aquella mujer era una mujer de mármol, una mujer sin alma, sin sentimiento, sin poesía siquiera.

Casada con un truhán, con un libertino, pero joven y con el prestigio propio de un hombre, yo la habría comprendido; pero venderse a un viejo valetudinario, a un hombre sin talento, sin espíritu, sin fuerzas... ¡cómo justificarla!   —257→   ¡como creerla digna de ser sentida y amada! En el bullicio del baile, los novios desaparecieron; bajaron precipitadamente la grande escalera, ganaron el cupé que los esperaba en la puerta de calle y muy pronto estuvieron en la morada que mi tío había preparado para que Blanca pasara su luna de miel con sus sesenta y tantos años.

Aquella noche, cuando los pesados y ricos cortinados de la cámara nupcial cayeron sobre los misterios de himeneo, el Dios del amor, debió cerrar sus pliegues con vergüenza, como si se sintiese deshonrado de servir de guardián a los desposorios del Tiempo con la diosa más joven del Olimpo.

Mi amigo don Benito, correctamente vestido, charlaba aquella noche en un rincón del gran comedor de la casa de Montifiori con varios muchachos alegres que comentaban el enlace de Blanca.

-Lo único que le hace falta al novio, es que Montifiori le consiga un pedacito de cinta para el ojal, como la que él usa; decía riendo uno de los jóvenes de la rueda.

  —258→  

-¡Eh! no es tan fácil eso... decía otro.

-¡Que no! mire usted aquel tipo que está allí, aquel narigón, ha sido vendedor de trapos toda su vida, se dio importancia, se hizo amigo de algún diplomático, al poco tiempo la mujer le puso un moño en la boutonnière y ahí lo tienen ustedes; ¡vea con qué garbo muestra su escarapela!

-¿Y cómo goza Montifiori con esas cosas... eh?

En fin, esperemos que don Ramón vaya a Europa mañana, compre un título, y que Blanca sea Baronesa de algo... -dijo don Benito después de haber apurado una copa de champagne...

¡Diablo con Montifiori! -¡qué vino nos hace beber! ¿Pero quién lo surte?... -agregaba don Benito; este champagne es abominable... si nos creerá tontos este gran pieza de Montifiori?

-El cristal de las copas es de primer orden pero los vinos de Montifiori están a la altura de la mayor parte de sus invitados. Hombre práctico al fin, él sabe que a su casa viene de toda   —259→   clase de gente. Es absurdo pues dar buen vino a todo el mundo. ¿Para qué? ¿quién le sabría apreciar?

Yo me mantenía retirado de aquel grupo de maldicientes. Me faltaba mi compañera de wals, pasaba por mi memoria el recuerdo de lo que me había sucedido el año anterior. Iba a vivir en la misma casa... ¿qué importa? Yo estaba seguro de mí mismo, ¿qué podía temer? En estas reflexiones estaba abstraído cuando don Benito vino a golpearme en el hombro:

-Julio, -me dijo, ¿vamos a cenar al club?

-Vamos, -le respondí maquinalmente, después de haber saludado a Montifiori y a Fernanda, tomamos nuestro carruaje.

-Sabes, me dijo, ya en el coche don Benito, que Fernanda me ha ganado 5.000 duros... ayer.

-¡Fernanda! ¡qué juega Fernanda?

-¡Bah!...

-Y...

-Y... se los he tenido que pagar... -agregó riendo... vale la pena de perderlos   —260→   con ella, agregó... Si tu honor te lo permitiera, yo te aconsejaría que te los dejaras ganar por Blanca.

-Vamos, le dije, poniéndome serio, don Benito, eso no está correcto... Blanca es la mujer de mí tío... respetémosnos, respetémosla.

-Vaya, niño... no se incomode; respetemos a la señora de su tío de usted... pero tenga cuidado con ella para poderla respetar.

En aquel momento mismo llegábamos al club.

Cenamos y nos dieron las tres de la mañana. En todo el club no se hablaba de otra cosa que de la boda, y como era natural, la crítica se recreaba en morder el argumento por todas sus faces.

-¿Vienes a casa? me dijo don Benito; -¡tu cuarto esta pronto!

Acepté. A las cuatro de la mañana entrábamos a la casa de mi viejo amigo. Charlamos largo rato y en medio de la charla de don Benito, me adormecí. Entonces, un sueño espantoso pasó por mis ojos. Me vi trasladado a los tiempos del colegio. En la puerta de calle vi a Valentina que parecía esperarme. Era el día   —261→   de su santo. Llegué a su casa, le di el ramo de jazmines que llevaba para ella: me inquietó la presencia de don Camilo en la mesa. Por la noche, Valentina se acercó a mi lado en el jardín: juntos miramos al cielo: veía su cara risueña y espiritual, sonriendo, llena de luz, de vida y de sentimiento: oí en el piano las notas graves de Beethoven, me despedí de ella... La volví a ver otro día por la última vez..., no pude, no supe decirle que la quería... Mi sueño se fue complicando poco a poco... apareció primero entre sus imágenes, la figura escuálida de un clérigo, después mi tío... a su lado, una mujer joven le estrechaba la mano... ¡esa mujer era Valentina!... Sentí una terrible opresión en el pecho; quise correr para separarlos, no pude: tenía ligados los pies: quise gritar para que me oyesen, tampoco pude, la emoción cerraba mis labios. Las fuerzas me faltaban; entonces vi caer la mano del clérigo sobre la pareja que recibía su bendición y caí desmayado. ¡Todo había concluido para mí...! ¡Valentina no me pertenecía ya... la había perdido!

  —262→  

¡Ah! pero entonces el terrible sueño que me oprimía como una piedra, se deshizo como un vapor sutil y desperté... ¡Oh! ¡qué íntima, qué inmensa alegría inundó mi ser, cuando pensé que Valentina era libre!



  —263→  
- XV -

Mi vida no cambió mucho, por cierto, con el casamiento de mi tío Ramón.

Blanca, con un tren de lujo extraordinario, vivía en el mundo, en los teatros, en los bailes, en todas las fiestas y paseos más concurridos. Dominado su marido desde el primer momento, el pobre viejo iba siempre a remolque de su mujer, sin oposición, sin protesta de ningún género. Yo los acompañaba poco: vivía aislado en un departamento independiente de la casa, porque me mortificaba el trato de aquella mujer fría y ligera que no podía vivir sino en una atmósfera   —264→   de lujo y de pompa. El círculo de los amigos solteros de mi tío Ramón, se había extendido considerablemente, con motivo de su casamiento. Montifiori le había traído a todos sus camaradas del gran mundo; dos o tres diplomáticos, aves de paso, chismosos y murmuradores, como todas las mediocridades del género: uno o dos banqueros; no faltaba nunca algún personaje político de más o menos importancia, ni un grupo de muchachos alegres y calaveras, que solían comer allí y alegrar la tertulia de Blanca, en la que Fernanda gozaba de una influencia suprema. Por la noche se tocaba, se cantaba, se saboreaban los escándalos sociales, se criticaba, se mordía en grande y se jugaba... se jugaba grueso. Era la única mala pasión del gentil don Benito; superior en él a todas las otras, lo dominaba y lo consumía.

Caballero a carta cabal, un gentil hombre a toda prueba, solo, sin hijos ni parientes, había tomado la vida con una suprema frialdad y se le importaba muy poco del mundo en todo aquello que no fuera para él materia de honra. Él sabía y conocía su situación; encontraba alegre   —265→   la vida en el salón de Fernanda y de Blanca, hacía en él sus campañas amorosas y perdía como todo hombre feliz en amores, sus buenos billetes de banco. En el punto de honor, era un caballero antiguo, abierto, desprendido, pródigo hasta el exceso con las mujeres: calavera sin escrúpulos en materias parvas; burlón de los avaros y de los necios, lengua libre y corazón de oro en medio de los terribles defectos mundanos que le atribuían ciertas mamás consternadas por su mala fama.

Una tarde que don Benito y otros amigos comían en lo de Blanca alegremente, como de costumbre, mi linda tía se sintió indispuesta. Mi tío se alarmó profundamente; todo el círculo de invitados procuró manifestar igual alarma. Se llamó al doctor de la familia, un médico joven y sagaz, fino conocedor de aquel centro social y mundano. Vio a Blanca, la sometió a todas las añagazas y a todo el procedimiento aparatoso del arte, y en medio de la aflicción sincera de mi tío y de los invitados, sacó al marido aparte y le dijo sonriendo:

-Bien, amigo don Ramón... lo felicito...

  —266→  

-Doctor, no entiendo... perdone Vd... -le contestó mi tío.

-Pues dígale a Blanca que se lo esplique... ¿qué no le ha dicho nada?

- ¡Ah! exclamó mi tío golpeándose en la frente, ¡Pobrecita! ¿Quién lo hubiera creído?.. ¿Será posible? ¡Ya me lo había sospechado!

-¿Y por qué no? Cualquiera conociéndolo a usted... ¿o pensaba usted... que casándose con una muchacha como esa, no...?

-¡Oh! no, no, contestó mi tío con cierto orgullo reconcentrado, como un hombre que está persuadido de haber cumplido con su deber.

La novedad se contó en voz baja a los contertulianos. Blanca, echada negligentemente en un canapé la oía comentar y circular por el salón, y pasada la primera crisis y bebida la fórmula anodina que había recetado el médico, dejaba caer sus miradas frías y distraídas sobre las páginas de un periódico ilustrado que apenas podía sostener en sus manos. Mi tío Ramón, hacía pucheros de alegría y de íntima satisfacción. ¡Él, sin sospecharlo, él, a sus sesenta y tantos años, había producido aquel verdadero   —267→   atentado contra la regularidad del equilibrio lunar! Blanca, pálida como de costumbre, lo llamaba a ratos a su lado, le pasaba la mano por la cara, le daba en ella cariñosas palmaditas con una fisonomía fingidamente huraña y resentida; ante la cual el viejo comenzaba por aflojar las rodillas, y por estirar los labios, y concluía por caer rendido como un criminal arrepentido, sobre un muelle y riquísimo puf que la enferma había hecho acercar a su lado. El cuadro era digno del satírico pincel de Hogarth: los mimos de mi tío con su joven esposa, llena de caprichosos antojos, de manías y veleidades, tenían ese sello característico de los devaneos seniles, que rebajan la energía del hombre y deprimen tanto la dignidad de los ancianos.

Pero aquella criatura de alma viciosa, sabía representar su papel como una gran artista, y hasta el mismo don Benito, que no comulgaba fácilmente con ruedas de molino, estaba rendido aquella noche ante ella, al verla desfallecida sobre un sofá, con la pollera de su riquísimo vestido de surá ligeramente recogida, dejando ver su pie admirablemente calzado y la garganta   —268→   de su pierna cubierta por una media de seda bordada.

-Tengo un antojo, le decía a mi tío, tirándole de la pera, y me voy a morir sino me lo satisfaces, ¡sabes... un gran antojo!

Mi tío ponía cara de bandido sorprendido infraganti.

-Un antojo... pero que nadie sepa lo que es... ni lo digas tú a nadie... Ven, acércate, yo te lo diré al oído...

Y el viejo, con movimientos de palomo, acercaba el oído a sus gruesos y provocativos labios.

-Valen muy poco, mira, y son espléndidas... quiero lucirlas en el primer baile... con el vestido de velours frappé que espero...

Prométeme traérmelas mañana... Te adoraré; te perdonaré todo lo que sufro.

Y al día siguiente, el pobre viejo satisfacía los antojos de aquella insaciable criatura, trayéndole el collar de perlas que se exhibía en una de las joyerías más famosas de la calle de Florida, y ella, mimosa como una gata, se arrellanaba   —269→   en su victoria, se cubría de pieles y se hacía arrastrar a Palermo para deslumbrar y humillar con su hermosura y su lujo a todas las mujeres de mundo que encontraba en su camino.



  —270→  
- XVI -

Un día, tarde ya, casi a la hora de comer, encontré a Blanca, sola, en la salita donde acostumbraba a pasar el día, cuando no salía. Al verme entrar por la pieza inmediata, dio un grito de sobresalto, se puso pálida y dejó caer el libro que leía.

La saludé y me incliné para recogerlo; al dárselo, abrió los brazos. Comprendí el movimiento y le dejé caer el libro suavemente sobre las faldas.

-¡Qué susto me ha dado! -me dijo-, estoy tan nerviosa, que todo me da miedo...

  —271→  

-¿Y su marido? -le pregunté-, aparentando no interesarme por su sobresalto.

-No sé, respondió... ¿Conoce este libro, agregó, indicando con un simple gesto el libro que mantenía sobre sus faldas?

-No; ¿qué libro es?

-Lea su título...

-No puedo leerlo... y en efecto, no era posible leerlo, porque el libro había caído dado vuelta.

-Pero délo vuelta, me respondió, siempre con los brazos levantados...

Me levanté, y con la punta de los dedos, volví el libro para leer la carátula.

-Lea, me dijo.

-Leí; Monsieur, Madame et Bebé.

-¿Conoce? -me preguntó, con una muequita llena de coquetería.

-Oh sí, es un poco antiguo ya, le dije; Blanca se mordió los labios, pero dominándose y con un semblante lleno de aparente placidez tomó al fin el libro y lo puso sobre una pequeña, mesa de felpa que tenía al lado.

  —272→  

-Sabe que usted es el más orgulloso de mis amigos, me dijo, con un tono resuelto.

-Yo, ¿por qué?

-Ah sí, continuó; usted no es el mismo que antes, para mí; y mire, todos los hombres que vienen a esta casa, me contemplan, me adulan y me cortejan; pero usted es un indiferente en casa.

-Señora, le contesté, riendo, usted está bajo la influencia de la lectura de Droz.

-No se ría. ¿Se acuerda usted de ahora dos años? Yo soy la misma mujer de entonces.

¿Cree usted que me he casado con el hombre que es mi marido, queriéndolo?...

-No, ... yo sé que usted no lo ha querido nunca, le repuse resueltamente.

-Y bien... -me contestó-, yo sé que usted me ha amado un día... ¿se acuerda usted?... Yo he llegado a un momento supremo de la vida, en que necesito amar y ser amada por un hombre digno de mí. ¡Soy una desgraciada!..., ¿qué pasión puede inspirarme ese hombre que es mi marido?

Julio, agregó, levantándose de improviso y   —273→   corriendo como una loba hacia la puerta abierta de la habitación inmediata, que cerró con precipitación; Julio, me repitió, yo he desairado a todos los hombres que vienen a esta casa, todos me son odiosos... Yo necesito un hombre joven, que me quiera, que me dé su alma, su corazón, en cambio de todo, de todo mi amor.

Yo permanecía frío e imperturbable en mi asiento.

-Señora, le dije ¿qué diría el mundo, si oyera sus palabras?

-¿El mundo? ¿qué me importa del mundo? No me impone ni lo temo. Yo he sido su víctima. Yo quiero vengarme de él. Pero necesito de usted. Al fin ¿qué he sido yo hasta ahora como mujer? Una máquina para ese anciano débil y enfermo a quien arrastro por los salones, por las calles y por el mundo entre las burlas y las sonrisas de todos los que nos miran y nos encuentran.

-¡Blanca!

-¡Ah! Julio prosiguió arrastrando junto a mí el pequeño sillón que rodó suavemente al impulso de su cuerpo. ¡Yo lo amo, lo amo con locura!   —274→   Yo se lo había dicho a usted; mi corazón no lo daría sino a un hombre, ¡aun cuando tuviera que vender mi cuerpo a otro como ha sucedido!

Y tomándome las manos, aquella singular criatura, me clavaba las uñas como una pantera, y me irritaba con sus palabras ardientes y resueltas. El momento era crítico; la naturaleza rugió con toda su indómita fiereza; sentía el calor de su rostro sobre el mío, su cuerpo tibio sobre mi pecho; sus lágrimas de fuego caían sobre mis labios, su piel candente me quemaba, perdí la razón por un momento, abrí los brazos, se me nublaron los ojos y en un segundo de locura, bramando de cólera y de pasión, me iba a arrojar sobre aquella mujer como en un precipicio, cuando un relámpago de la razón iluminó mi frente y pude detenerme en el bordo del abismo a que me había arrastrado un instante la fuerza estúpida de la carne.



  —275→  
- XVII -

Los pronósticos del médico se cumplieron.

Pocos meses después mi tío era padre.

La suerte había sido pródiga. Difícilmente podría existir una criatura más encantadora que la hijita de Blanca. El mundo, según don Benito, había puesto sus puntos interrogantes; pero el mundo es malo y es necio. Nada más hermoso que aquella niñita, que según todos los que la conocieron, era un trasunto de su padre. Blanca sin embargo, después de los primeros meses, parecía hastiada ya de los cuidados maternos. Hacía tres meses que no iba a bailes y   —276→   que no hacía su partida de whist con los amigos de su padre.

¡Era triste la vida así! Esa vida de familia, el bebé que llora de noche, que pide inconsideradamente el sacrificio de las mejores horas de sueño; ¡Oh que vida tan insoportable!

Era necesario una nodriza. Por falta de una, Blanca había perdido un baile del club y otro baile particular y hacía semanas que se limitaba a sus excursiones íntimas con la madre.

Estaba desolada y con un humor irascible. El pobre tío pagaba aquellas intemperancias que le eran tan propias. No era capaz aquella mujer de comprender el amor de madre en toda su sublime expresión. Mi tío poníase achacoso... los catarros comenzaban a minar su naturaleza; y Blanca, una vez aliviada de sus incomodidades maternales, quería indemnizarse de su ausencia de la sociedad y exigía que su pobre marido expusiese sus constipados a las corrientes de aire de los teatros y a las salidas de los bailes.

Era necesario obedecer; aquella mujer no daba tregua. No le era bastante el tren insensato   —277→   de lujo que arrastraba: las rentas de mi tía Medea, incólumes hasta el segundo matrimonio de mi tío, ya eran materia más que dudosa: los inmuebles de la ilustre descendiente de los Berrotarán, soportaban ya algunas hipotecas en cambio de los diamantes que iluminaban la cabeza y el busto de Blanca y de las telas que arrastraba en las alfombras de los salones del gran mundo.

Sobrevino el primer período crítico de este enlace. Blanca comenzó por ir sola con la madre una noche al teatro. Su marido, que hasta entonces había hecho todos los esfuerzos supremos para acompañarla y mantener alto el pabellón, se resignó por último. Los reumatismos tienen al fin la razón sobre la voluntad; y como era, según ese espléndido Montifiori, una verdadera crueldad, privar por un dolor insignificante de cintura de su yerno, a la pobrecita Blanca, de una noche de ópera, el buen viejo don Ramón, convencido al fin de toda la impertinencia de su enfermedad y de las excelentes razones de su magnífico suegro, se quedaba en su casa con bebé, mientras su linda mujercita resistía   —278→   en Colón la carga de los más peligrosos anteojos de la temporada.

¡Pobre viejo! En las noches de soledad para él, hacía traer a su lado la cuna de su hijita y junto a ella, cubierto de franelas y algodones, materialmente embutido en el hogar de la chimenea, pasaba las horas contemplando el rostro de aquel ángel que le brindaba sus primeras sonrisas y balbuceos. ¡Cuanta semejanza entre los niños y los viejos! En orillas opuestas ven tranquilamente precipitarse en medio la corriente de la vida, en la que unos se han agitado y en la que los otros no sueñan en agitarse mañana. Un niño que sonríe en una cuna, que agita inconscientemente sus manecitas, que ríe o llora maquinalmente, es la manifestación más íntima, más pura de la ternura humana.

No se concibe que esa cuna esté sola: que la madre la abandone por un momento: el sueño de ése ser debe ser velado por ella, porque si ella falta un instante, creeríase que esa vida embrionaria se extinguiría, falta del calor materno, de sus besos y de sus caricias.

¿Hay algo más bello que un niño que duerme?

  —279→  

Ese sueño que parece alimentado por las alas de un ángel invisible, que se agitan en el misterio de la noche, ese sueño, no se duerme sino en una edad. La expresión de un niño dormido, atrae irresistiblemente. ¿Qué sueña esa alma inocente? ¿Qué idea, qué pensamiento agita ese cerebro?... ¿Por qué late suave, pausadamente, sin agitaciones ese tierno corazón de ángel?

Estas reflexiones debía hacerse el pobre viejo delante de aquella cuna que en cuatro meses había hastiado a la madre, ebria por los placeres del mundo, sedienta de lujo y de amantes. Al ver a su hijita dormida, el buen viejo debía meditar con tristeza en su porvenir. ¡Él no la alcanzaría mujer tal vez! Y entonces, pensando en su pasado ingrato, en sus años de despotismo conyugal, debía sin duda, compararlos con el presente en que enfermo y valetudinario casi, no tenía fuego en el alma, ni sangre en las venas para correr al lado de su linda mujer la carrera vertiginosa del mundo, en la cual caía como un rezagado, mientras ella, al frente de la   —280→   alegre caravana, volaba cantando los aires calientes de la fuerza y de la juventud.

¡Oh! ¡Es triste la vejez!

Algunas noches, el viejo, solía adormecerse ligeramente en medio de la muda contemplación de su hija. El reloj daba las doce, sin que Blanca hubiese regresado a aquel hogar trunco por la oposición de su vejez a su juventud. De repente, una puerta se abría, un ruido de sedas cuyo frou frou, creeríase el pasaje de un duende, dejábase oír en la habitación y a través de la media luz azulada del velador, el pobre viejo, enfermo y postrado veía atravesar como una fantasma, la silueta fascinante de Blanca, arrastrando ondas de rasos y de encajes y dejando a su paso el perfume capitoso de juventud que embalsamaba la visión de Fausto.

Entonces el martirio debía duplicarse: aquella aparición deslumbrante de todas las noches, que pasaba indiferente por su lado y el de su hija, sin detenerse, que no rendía culto ni a la ley del esposo ni al cariño de la madre, que volvía llena y tibia aun con los vapores del mundo en que vivía, después de librar la batalla del lujo   —281→   en la feria de las vanidades; aquella aparición enloquecedora, desaparecía y ante los ojos fatigados del anciano, se alzaba el espectro aterrador de doña Medea, riendo con una carcajada satánica, estridente y vengativa, y lanzando una blasfemia terrible contra aquel desgraciado del destino, víctima inocente de la suerte, que temblaba de espanto y de impotencia ante el recuerdo del pasado y el cuadro del presente.

Una tarde de primavera, mi tío, que ya había comenzado a sentir el peso profundo de la tristeza, me invitó a que lo acompañara en carruaje hasta Belgrano.

Mi aceptación llenó de gusto al pobre viejo. La tarde era bella y tibia; el río estaba claro y sereno como un cristal, y cuando los caballos comenzaron a trotar por el camino de Palermo, mi compañero comenzó a reanimarse con el aire puro del campo y la tranquilidad de la tarde.

El camino de la costa tiene cierto encanto poético de reminiscencias que los viejos no olvidan fácilmente. En el camino de los Olivos al Tigre, están enterradas sus primaveras. Aquellas caravanas ecuestres de otros tiempos que   —282→   comenzaban por la madrugada en el Retiro y que terminaban en San Isidro o San Fernando a medio día, y con bailes y pascanas a media noche, tienen una larga historia en la vida galante de otra edad. Mi tío comenzó a recordarlas con cierta melancolía.

-¡Cuántos han muerto ya! -me dijo. Tú no te puedes imaginar lo que era la costa entonces, en el mes de octubre, con los árboles en flor.

El perfume de las aromas, de la retama y de los azahares embalsamaban el camino. Salíamos quince o veinte amigos, muchachos alegres todos, y de un galope llegábamos a las chacras de los Olivos y de otro a las barrancas de San Isidro. ¡Cómo hemos cambiado, Julio! ¡Qué fácil y qué llana era entonces la vida, qué gratos recuerdos me trae ese río azulado y tranquilo y esas barrancas siempre verdes y risueñas! Allá, cerca de San Isidro, yo tenía una novia; se llamaba Luciana; una linda muchacha de 18 años, que cantaba con una gracia exquisita las canciones de nuestro tiempo. Yo era pobre y muy joven: la casaron con un viejo rico. ¡Ah! no te rías, así le ha pasado a Blanca conmigo,   —283→   ¡cualquiera diría que yo he querido vengarme de las mujeres! Pero ¡qué épocas aquellas! Toda la costa nos pertenecía, en todas partes bailábamos, pasábamos el domingo entero en fiestas y por la noche, o el lunes de madrugada, nos poníamos en viaje para la ciudad.

El pobre viejo se animaba con sus recuerdos, y después, como despertado de su sueño por el presente, proseguía:

-¡Qué disparate he hecho en casarme, Julio, con una mujer tan joven! Yo lo siento, yo lo sé; no puedo hacerla feliz.

-¿Pero y su hijita? -le dije...

-Es lo único que me da ánimo y fuerza para vivir, me repuso; si no fuera por ella, ¡qué solo estaría en el mundo! ¡Qué horrible sería mi desesperación! ¿No es verdad, que es una criatura encantadora? Y aquí, para entre nosotros dos, ¡qué poco la atiende la madre! ¡Verdad es, una criatura como Blanca que casi no ha tenido juventud! Yo no puedo exigirle el sacrificio de su alegría; es una niña todavía; una noche de teatro, un baile, una fiesta cualquiera la fascina.

  —284→  

Yo lo encuentro natural, ¡pero si al menos su hija le produjese el mismo entusiasmo!

¡Ah! ¡no te cases viejo...! Cada vez que yo pienso que no podré ya ver mujer a mi hija, me desespero. Me parece que el cielo me ha hecho concebir una esperanza para quitármela en seguida.

Tú sabes cuán desgraciado he sido en mi vida pasada. ¡Qué mujer aquella que me deparó el cielo!... Cásate joven y con una mujer dulce y sencilla. Yo debo decirte que no sé qué ha sido peor para mí, si mi vida pasada de casado, o mi vida presente. Mi primera mujer, tú la conociste; no era posible ser feliz con ella tenía un carácter agrio y duro, y mi segunda mujer, te lo aseguro, Julio, me obliga a hacer una vida tan artificial, que no sé cuándo he sufrido más, si en la guerra viva de la primera época o en la fiesta perpetua en que vive todo lo que rodea a mi suegro el doctor Montifiori.

Ante aquella íntima confidencia, que era un verdadero desahogo, yo creía conveniente guardar silencio. No tenía palabras para consolar a mi tío con razones completamente contrarias a   —285→   mis sentimientos y prefería callar, aun corriendo el riesgo de acatar todo aquel amargo y tardío arrepentimiento.

Habíamos llegado casi a la entrada de Belgrano, cuando mi tío dio orden al cochero que se detuviese junto a un pequeño rancho, en que jugueteaban tres o cuatro niños. Al detenernos los niños se acercaron al carruaje y en la puerta del rancho aparecieron una mujer y un hombre, jóvenes ambos, que saludaron amistosamente a Alejandro que manejaba el coche, como si ya lo conociesen de antemano.

-¿Debe ser aquí, dijo mi tío, no, Alejandro?

-Sí señor, aquí es, repuso Alejandro.

Mi tío, a quien ya se habían acercado el hombre y la mujer, seguidos de los niños, que nos miraban curiosamente, les hacía no sé qué encargo doméstico que Blanca le había encomendado para ellos y la mujer parecía oírlo con cierta duda y extrañeza.

-¿Pero usted es el marido de doña Blanca? -le dijo al fin, como expresando cierta vacilación.

  —286→  

- Vamos a ver ¿cuál de los dos será?... le contestó mi tío señalándome y señalándose.

-Será ese mozo, replicó la mujer, y como yo le dijera que no, permaneció sonriendo, con la desconfianza propia de una persona a quien la quieren hacer víctima de una broma.

El hombre callado, parecía participar de la desconfianza de su mujer.

-Pero, vamos a ver, recomenzó mi tío, ¿les parece que soy muy viejo para mi mujer, no es verdad?

-¡Ah! no es eso solamente, dijo el paisano, con cierta inocencia: es que aquí ha venido la señora con otro señor, y nosotros hemos creído que ese era su marido.

Una sombra instantánea oscureció la fisonomía del viejo y una palidez mortal invadió su semblante. A mí me pasó algo análogo; la voz se me ahogó en la garganta y viendo que se prolongaba aquella situación, de la que las gentes del rancho no se daban cuenta, les dirigí dos o tres palabras banales, como para salir del paso y le di orden a Alejandro de dar vuelta. Este no se la dejó repetir, porque listo y   —287→   alerta como era, se debió dar cuenta en un segundo de la situación por que atravesábamos, y puso los caballos en movimiento.

Mi tío dejó hacer, y se hundió en un profundo silencio, pero al llegar a la barranca de la Recoleta, donde nos detuvimos, exclamó suspirando: -¡dichosos los que han muerto!

Y como yo pretendiera objetarlo, me interrumpió, diciéndome en voz baja y acongojada.

-Mi hija, sólo mi hija me atrae a la vida...

Llegábamos a casa en el momento mismo que entraba Fernanda y Blanca después de una batida por las mejores tiendas de lujo. Madre e hija estaban lindísimas como de costumbre y vestidas con una suprema elegancia. Fernanda me estrechó la mano y Blanca acometió a su marido con los mimos y las zalamerías con que acostumbraba a hacerlo siempre delante de los extraños. Mi tío subía la escalera envuelto en una reserva absoluta mientras que su mujer no cesaba de contarle todo lo que había visto y comprado en el día, en trapos y en alhajas, colgándosele del brazo y representándole toda una comedia de cariños digna de una nieta que   —288→   pretende engañar al abuelo. Subimos y entramos al salón. Fernanda se me quejaba de la indiferencia de su yerno, y yo procuraba imitar a mi tío tratando de no dejarme entusiasmar por la cháchara de aquellas dos señoras. Mi tío entró a los cuartos interiores, preguntando por su hija, y Blanca, notando que la indiferencia de su marido aumentaba, lo abandonó, y furiosa, iracunda como ella solía ponerse cuando alguien le contrariaba sus gustos y sus caprichos, se volvió al salón donde yo me había quedado con la madre y clavándome sus ojos claros y penetrantes, con una mirada llena de desdén, me dijo, señalando las habitaciones interiores donde su marido había desaparecido.

-Eso se lo debo a usted... ¡le doy las gracias!

-Blanca, le contesté, no entiendo lo que usted me dice, no sé si es un cargo...

-Yo no necesito explicaciones, -me repuso con un mal modo marcadísimo... Lo mejor sería no vernos nunca...

-Eso no, le repuse, no la complaceré...

  —289→  

-¡Qué! usted me reta, -exclamó atropellándome con los puños crispados.

En ese momento Fernanda, excitada también se ponía de pie, pronta para entrar en la escena que se preparaba.

-No, dije a Blanca en voz baja, siempre que usted no me amenace.

-Julio, dijo Fernanda, por Dios, déjenos...

-Señora, le contesté, no tengo inconveniente en complacerla, puesto que usted me lo pide, pero antes de retirarme quiero asegurar a su hija que no soy de aquellos que rechazan un afecto, con el fin innoble de pagarlo con una traición.

Y al retirarme, clavé los ojos en Blanca fijamente, mientras ella me lanzaba una mirada en la que procuraba medirme desde lo alto de su orgullo.



  —290→  
- XVIII -

Era la última noche del Carnaval y el mulato Alejandro estaba de baile. Su comparsa, los Tenorios del Plata, con su brillante uniforme blanco y celeste y sus botas imitadas en hule, invadía el teatro de la Alegría, campo de las batallas galantes de la clase, en los tres días clásicos del año. Pero el corazón de Alejandro no estaba aquella noche en el salón del baile, sino en los dormitorios de Blanca. Graciana, una linda y traviesa francesita, en quien Blanca depositaba todos sus secretos, había cautivado el alma del mulato, sin que los antagonismos   —291→   de raza fueran una razón de timidez por parte del cochero o de repugnancia por parte de la sirvienta. La cuestión grave era saber cómo haría Graciana para ir al baile con Alejandro, y eso era algo difícil. La señora con su mamá iban al baile de máscaras del club. El viejo don Ramón permanecía en casa a causa de su reumatismo. Graciana debía velar aquella noche por el bebé; la noche anterior había estado de pascana con su Othelo; porque es necesario saber, que Graciana estaba fuertemente apasionada del mulato. Alejandro se daba un tono insoportable para con los de su clase, con motivo de sus nuevos amores; y la francesita, aunque estaba lejos de ser una doméstica como las de Zola, no tenía el más mínimo embarazo en desempeñar todos los servicios de su ama y en adorar a Alejandro, sin la más mínima limitación. Pero aquella noche, Blanca al salir enmascarada para el club, había recomendado a Graciana, de la manera más severa, que velara al marido a quien se le podía antojar vestirse e irla a buscar y sobre todo al bebé, a quien don Ramón, no podía atender a   —292→   pesar del entrañable cariño que sentía por su hijita. Graciana había jurado fidelidad, pero Alejandro, así que las señoras y el señor de Montifiori desaparecieron, comenzó a excitar poco a poco la imaginación de Graciana contándole las maravillas que aquella noche iban a hacer los Tenorios en el tablado de la Alegría.

La mujer es un ser débil en todas las clases sociales. Graciana comenzó por resistir y Alejandro terminó por vencer. Verdad es que el pardo tenía, según él, un ascendiente poderoso sobre el bello sexo. Los dos amantes, una vez de acuerdo en bailar esa noche en la Alegría sin que los patrones se apercibieran, pusieron en juego su plan. Alejandro vistió su uniforme de Tenorio, color blanco y celeste, con gorra de oficial de marina, espléndido espécimen de mojiganga criolla; se echó al bolsillo el triángulo, su instrumento oficial en la comparsa de los Tenorios y esperó a Graciana acurrucado debajo de la escalera, completamente a oscuras en el acto de la evasión de los dos danzantes fugitivos. Graciana por su parte, recorrió las   —293→   habitaciones; vio que mi tío no daba señales de vida; que el bebé dormía e hizo ruido en el cuarto del niño, como para dar a entender que ganaba la cama. Después de media hora de silencio, notando que la tranquilidad de la casa era completa, saltó de la cama descalza para no hacer ruido; tomó la bujía encendida que alumbraba apenas la habitación y acercándose con ella a la cuna de la niña, notó que ésta dormía tranquilamente; dejó la luz como tenía de costumbre y abriendo suavemente la puerta del aposento que daba sobre el corredor, y cuya cerradura había tenido cuidado de enaceitar para que no hiciese ruido, salió en puntas de pie llevando en una mano un par de botines de raso y suspendiendo en la otra nada menos que el dominó con que Blanca había asistido disfrazada la primera noche del Carnaval al baile del club del Progreso. La interesante mascarita, cerró cuidadosamente la puerta y ayudada por su amante, sin muchas exigencias de recato por su parte, se disfrazó en un instante; se calzó sus botines blancos, se colocó la máscara de raso y ambos bajaron   —294→   resueltamente la escalera principal, abrieron la puerta de calle con la llave que poseía Alejandro y se encontraron muy pronto en la calle, libres como Romeo y Julieta, si Romeo y Julieta hubiesen sido sirvientes y se hubiesen escapado juntos alguna vez.

Cuando llegaron a la puerta de la Alegría, el baile estaba en todo su esplendor. Los Tenorios hacían una mella terrible en aquellas Ineses de media tinta y de color entero.

Las cuadrillas se bailaban, con una seriedad, rígida, casi británica; el wals no dejaba nada que desear por su corrección: la mazurka era de un remeneo de ancas de dudosa moderación, y por último la habanera algo alarmante como chacota de articulaciones.

En medio de estos variados modos de bailar, se notaba en aquel salón, donde había una absoluta proscripción del perfil griego, una suma tendencia al tono y a la elegancia. Los Tenorios se llaman como sus amos; se dan su nombre y apellido; -usan su papel timbrado, se ponen sus fracs, sus guantes, sus corbatas y sus camisas; la única nota discordante es el pie, el pie   —295→   de un Tenorio es algo de melancólico: un pedicuro con cierto talento dramático podría escribir una tragedia más terrible que Fedra, con solo estudiar el pasaje de su instrumento a través del pie de un joven hight-life de color. He ahí la causa por qué los negros, después de tres días de Carnaval, por más elegantes y pretenciosos que sean, tienen que vivir otros tres días prendidos de una reja; los pies necesitan suspender su misión terrena por ese espacio de tiempo para volver a su estado primitivo.

En fin, a pesar de estos inconvenientes, los galanes bailaban aquella noche en la Alegría con tanto garbo, y tal vez con más suerte, que sus patrones del club del Progreso. Un Tenorio con su uniforme blanco y celeste debe ser algo ideal para su compañera de baile y de color; porque al fin, convengamos, que vestirse para enamorar con los purísimos colores del cielo, es mucho más lógico que hacerlo de negro como los amos.

Hay algo de fantástico en ese traje, en esa chaquetilla de merino azul con galones de plata, en ese pantalón de cotín blanco, en esas polainas   —296→   de precio modesto pero de soberbio brillo que se empeñan en confabularse con el botín chueco de elástico para fingirse botas granaderas.

Alejandro entró al baile, del brazo de su compañera, cuyo espléndido dominó levantó el cotarro de todas las princesas negras que vieron pasar a su lado aquella vazca plebeya, pero blanca. Alejandro, rendido a una «estrangera de Uropa!» ¡Qué decepción! Él, el más aristocrático swell de la clase, la flor y nata de las academias de baile, entregado a una gringa!

Las señoritas y las matronas no se lo perdonaban, pero el lindo mulato, sin importársele mucho de las críticas que le hacían por todos los centros del salón, tomó de la cintura a su linda compañera y acometió un scottish de paso doble que en aquel momento comenzaban a rascar los cuatro violines de la orquesta y un figle solitario y pifión que se quejaba entre los labios de un viejo músico panzón y dormido, representante de la música de viento.

Es de verse la galantería del negro porteño. Prescindiendo, si es posible prescindir del ambiente   —297→   del salón, que es algo pesado, la cortesía y la urbanidad entre ellos es incomparable: el lenguaje incorrecto pero elevadísimo. Se conversa con las mismas pretensiones con que se conversa ea el gran mundo; se enamora con la misma gracia, con la misma compostura y con el mismo chic. Las niñas no dejan nada que desear bajo el punto de vista de la educación: es cierto que los labios son un poco gruesos y las narices algo chatas, pero de una autenticidad indiscutible; allí no hay veloutine, ni crema de perlas que formen cutis apócrifos. Los mozos son de la más alta estirpe administrativa: entre ellos está representada la Secretaría del Presidente de la República, por un empleado, que aunque sirve el té y el agua con panal, no se apea de su categoría de empleado público. Los cinco ministerios de la nación tienen sus más dignos representantes: la diplomacia, el gobierno, la instrucción pública, la guerra y la hacienda, forman parte de los Tenorios del Plata, que bailan en la Alegría las tres noches de Carnaval. Las mamás o las tías y madrinas viejas, que se le acomodan desde su asiento a   —298→   una masa sopada en vino priorato, ven pasar con envidia a toda esa juventud oficial que desempeña cargos modestos, pero honrosos en la política argentina. Y generalmente, esos snobs de medio pelo, son codiciados por el prestigio social que rodea su nombre; pero si suelen ser eximios como amantes, son intolerables como maridos; todos concluyen enamorando vascas, como Alejandro, o perdiendo a las negritas mimadas de casas decentes. Aquella sociedad tiene sus escándalos como todas las sociedades; raptos, seducciones, adulterios, suicidios y hasta duelos. Hablan de las guerras y de las batallas pasadas, con un profundo conocimiento de lo sucedido, porque el negro y el pardo porteño, saben batirse con la bizarría del mejor de los soldados y caer sobre el campo de la acción como caen los héroes.

Las dos de la madrugada habían dado ya, y Graciana apuraba a Alejandro para volver a casa. La sirvienta pensaba con razón, que el señor podía haber notado su ausencia, que la niñita podía haber llorado, que Blanca podía haber regresado del club; pero el negro, rumboso   —299→   al fin, como todos los de su clase, quería concluir la noche, con una cena en un café de la vecindad y porfiaba por retener a su mascarita.

Tanto hizo Alejandro, que Graciana, después de bailar con él la última galopa con un ímpetu y un entusiasmo indescriptibles, consintió en ir a cenar, no por cierto unas ostras con Sauterne, sino unas suculentas costillas de chancho, apoyadas por una copiosa taza de café con leche, con pan y manteca, que sirvieron para corregir la vacuidad incómoda, que todos los estómagos, ya sean plebeyos o aristocráticos, sienten a las tres de la mañana después de una noche de baile.

Concluida la cena, la pareja se puso en marcha. Salían conjuntamente del teatro, con los Tenorios, extenuados por la fatiga de la noche, demostrando en el rostro esa melancolía peculiar que demuestra el último comparsa que se retira en la madrugada de la tercera noche del Carnaval.

Por entre ellos, atravesó orgullosamente Alejandro con su compañera del brazo y doblando   —300→   por la calle de Victoria la condujo hasta la puerta de la casa de sus patrones.

Pero la sorpresa de la pareja fue grande cuando llegaron a la casa de mi tío Ramón; -la puerta estaba abierta; la luz encendida en el vestíbulo bajo y en el vestíbulo alto. Algo de extraordinario debía de haber pasado durante su ausencia y la fuga de Graciana había sido notada. La sirvienta tuvo un acceso de nervios muy común entre las francesas y no se atrevió a entrar: colgada del brazo de Alejandro tiritaba de miedo.

El pardo vacilaba también, y caballeresco como era, no se atrevía a comprometer ni a abandonar a Graciana en la puerta. La alarma aumentaba con el ruido de los carruajes que comenzaban a remolinear en la esquina del club del Progreso, lo que les indicaba que el baile allí tocaba a su término, que de un momento a otro, Blanca llegaría a su casa y encontraría a Graciana disfrazada con su dominó. Los dos amantes optaron por lo más práctico en aquellos instantes críticos y huyeron calle de Victoria arriba, prefiriendo la fuga a pasar   —301→   por la vergüenza de ser descubiertos. Alejandro, el audaz seductor de aquella honesta Margarita, fue a golpear la puerta de una posada de la plaza de Lorea, donde se instaló con su compañera, resuelto a darle su nombre para cubrir su falta y purificar su honra manchada.



  —302→  
- XIX -

El buen tío Ramón se había recogido temprano aquella noche; el primer día de mascarada lo había rendido por todo el carnaval. Fernanda y Blanca, con Montifiori y sus amigos, habían pasado los tres días en una jarana completa: en el corso, en los bailes, en las tertulias particulares. Fernanda y Blanca habían sido conocidas en todas partes, pero eso era lo que ellas buscaban en medio de la turba de corsarios de gran tono, que les daban caza a través de aquellas noches de locura. El último día, al regresar del corso, habían encontrado tumbado   —303→   al viejo marido, presa de sus reumatismos. Blanca tuvo una pasajera contrariedad; se acercó a su esposo, le hizo algunos cariños de fórmula, lo puso en el caso de que le suplicase a ella misma que no dejase de ir al baile de máscaras y simulando hallarse bajo el imperio de una orden, comenzó a preparar su traje que ya estaba pronto desde muchos días atrás. Con la cabeza montada por la bulla carnavalesca y por la perspectiva del baile, se hizo vestir rápidamente por Graciana, esperó impacientemente a la madre que tardaba ya algo en venir, se acercó al lecho de su marido, se despidió de él con urgencia y salió precipitadamente sin siquiera acordarse de su hijita a quien dejaba en poder de una sirvienta. El baile la atraía irresistiblemente.

El buen viejo, después de haber besado a su hija, se retiró a su habitación que estaba inmediata a en la que Graciana debía cuidar a la niñita. A la una de la noche, mi tío, que dormitaba, se despertó súbitamente por una luz repentina que lo deslumbró como un relámpago, creyendo haber oído en sueños algo como un grito estridente y penetrante. El viejo abandonó su   —304→   lecho dificultosamente y creyendo que en efecto era un relámpago, abrió los postigos del balcón y miró hacia afuera: pero el cielo estaba sereno y estrellado, y la luz nocturna iluminaba las aceras.

Creyó en una pesadilla y trató de detener y comprimir las ideas confusas que habían pasado por su cerebro, mientras dormía. Quiso volver a su cama, pero había perdido el rumbo, la disposición de la habitación se había trastornado completamente para él. Se detuvo un segundo en el centro del cuarto, procurando orientarse en vano; tocó una puerta, encontróla abierta y al pasar el dintel sintió un olor característico a lienzos quemados. El pobre viejo se sintió presa de un violento golpe de fiebre: quiso recapacitar y no pudo; los más horribles pensamientos cruzaron por su imaginación; perdido siempre en la habitación, volteó dos o tres muebles, tuvo miedo, se le aflojaron las piernas y cayó desfallecido sobre el piso. Un silencio sepulcral reinaba en las habitaciones, tan profundo como la oscuridad que lo rodeaba. Una idea fija embargaba la razón del desgraciado anciano   —305→   .Se incorporó débilmente sobre el piso y gritó a Graciana con voz ahogada y angustiosa pero nadie le respondió. Volvió a gritar con un acento de desesperación, que desgarraba el alma, pero todo fue en vano, nadie le contestó tampoco: se incorporó de nuevo y arrastrándose con trabajo tanteó las paredes, buscando el botón de la campanilla eléctrica: después de unos minutos lo encontró y lo hundió con desesperación: el silencio era tan profundo que oyó el martilleo peculiar del timbre en el fondo de la casa; esperó, pero nadie vino: llamó de nuevo y siguió llamando incesantemente; la casa estaba sola, nadie le respondía. Entonces volvió a gritar desesperadamente a Graciana y creyéndose orientado por un momento, atropelló en la dirección en que él creía que estaba el cuarto de la niña pero no bien había dado tres pasos, cuando recibió un terrible golpe en la frente que lo hizo retroceder; había dado contra la puerta opuesta.

El viejo cayó desfallecido de nuevo y el silencio inmenso e imponente de la noche volvió a reinar con su paz profunda y aterradora. En   —306→   aquella situación, el reloj del Cabildo dio las tres de la mañana y el eco sordo de la campana se difundió por la ciudad dormida. El viejo pensaba que Blanca no podía tardar: se oían las voces y las algazaras de las últimas máscaras que se retiraban y una orquesta lejana, tal vez la del club, tocaba las últimas galopas. Todos aquellos detalles aumentaban la cruel situación del anciano afligida, casi inmóvil, presa de una fiebre terrible. En ese estado se arrastró por el suelo tanteando siempre los muebles: por último, puso la mano sobre un sofá, que ocupaba el espacio comprendido entre el balcón y la puerta que llevaba al cuarto de su hija, y con una alegría íntima se incorporó, impulsó la puerta que Graciana al partir había dejado entornada y penetró a la habitación, loco, convulso, desatentado. Pero el cuarto estaba lleno de humo, allí se había quemado algo: recordó su sueño, aquella súbita luz que había herido sus pupilas y aquel grito penetrante que aun le parecía oír y cayó de nuevo en una desesperación terrible. El humo de la habitación comenzaba a asfixiarlo y un terror frío e indescriptible   —307→   cerró sus labios y paralizó sus movimientos; un temor instintivo no le permitía moverse; preferíala duda, la inmovilidad, antes de acelerar el desenlace espantoso de aquella noche de abandono y de insomnio. En esa situación volvió a llamar tímida, cariñosamente a Graciana, pero como antes, nadie le respondió.

Postrado en el suelo, en un rincón del cuarto, rodeado siempre por la más completa oscuridad, pudo oír que un carruaje acababa de detenerse bajo de los balcones, y al rato, que se abría y cerraba con gran cuidado la puerta de calle, sintió en seguida pasos en la gran escalera, quiso llamar para apurar a los que venían, pero la palabra se ahogó en su garganta y tuvo que esperar: oyó los pasos en el vestíbulo y unos segundos después el ruido de una llave en la cerradura de la puerta de la habitación en que se hallaba: la puerta se abrió y dio paso a alguien: el frou frou de la seda le indicó que era Blanca que regresaba. De pronto ardió un fósforo y acto continuo la luz violenta del gas iluminó toda la habitación.

Entonces el cuadro que se presentó a la vista   —308→   de los que allí se encontraron fue terrible: en un extremo de la estancia, la cuna de la niña cubierta de hollín: las cortinas se habían encendido, el fuego había invadido las ropas; la desgraciada criatura había muerto quemada, por un descuido de Graciana, que atolondrada por la fuga, había dejado la bujía a poca distancia de la cuna. El rostro de la niñita era una llaga viva: tenía los dientes apretados por la última convulsión; con la mano izquierda asada por el fuego, se asía desesperadamente de una de las varillas de bronce de la camita, y la derecha, dura, rígida en ademán amenazante; la actitud del cadáver revelaba los esfuerzos que la víctima había hecho para escapar del fuego, en vano. Blanca era la que había encendido el gas: al hacerlo, dio vuelta y vio a su marido postrado en tierra y a su hija quemada viva en la cuna: retrocedió y dio un grito terrible: el pobre viejo se levantaba al mismo tiempo, y en la puerta que daba al vestíbulo exterior por donde Blanca había penetrado, sorprendía con la vista un hombre joven que había entrado con ella: fue lo primero que vio, quiso lanzarse sobre   —309→   él, pero el grito de horror de Blanca lo detuvo, y entonces volvió los ojos sobre la cuna de su hija. Toda esta escena, fue la obra simultánea de un instante; las más breves palabras no alcanzarían nunca a traducir su trágica rapidez. El pobre padre al ver el horrible espectáculo que presentaba el cadáver de su hija, abrazada por los llamas, se detuvo horrorizado ante él, quiso hablar, pero no pudo, fue a lanzarse iracundo sobre el amante, que en actitud vacilante no sabía que partido tomar, pero apenas dio dos pasos cayó al suelo, fulminado por una parálisis repentina, la lengua trabada, el rostro descompuesto, el cuerpo laxo y sin fuerzas. Al caer dio con la frente en el suelo y su rostro se batió en sangre.

-Huyamos, Blanca, -gritó el desconocido, cubriéndola con el tapado que ella habíale abandonado al entrar.

Aquella miserable criatura, abarcó la escena con una sola mirada, pero el brazo amenazante de la niñita la intimidó y dio vuelta el rostro. El cuerpo de su marido obstruía el paso por la única puerta de salida; se detuvo un instante, y   —310→   como tomando una resolución repentina, con los ojos iluminados por una luz satánica, se volvió al hombre que la esperaba con actitud indecisa, y saltando ambos por sobre el cuerpo que yacía en tierra le gritó:

-¡Huyamos!



  —311→  
- XX -

Yo no me había olvidado de Valentina, mi dulce Valentina de otro días. Mi tío, en un hospicio, idiota, sin habla y sin razón. Don Benito casado al fin, con una señora rica y de edad proporcionada a la suya. ¡Qué diablo!

A mí también me dio por casarme y me acordé de mi idilio de 20 años. Vivía solo y aislado, y lo peor de todo era, que probablemente, por no haber seguido el consejo del Dr. Trevexo, de estudiaren los diarios, me encontraba sin recurso alguno para aspirar a las altas posiciones políticas con que allá en el año 62 me pronosticaba él un porvenir brillante.

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Pero en lo íntimo de mi corazón, yo había guardado el recuerdo de Valentina: la única criatura que había dejado en mi alma una memoria dulce y tranquila. Por largo tiempo nos habíamos escrito, pero después de la muerte de su hermano, nada sabía de ella. Valentina era para mi un horizonte lejano, pero límpido, y en la soledad de mi vida, la primera edad reaparecía, los días de colegio volvían: pensaba en don Pío y en don Josef, el célebre descendiente de Gonzalo de Córdoba y veía la imagen de mi novia, sonriéndome en los únicos años de felicidad que han iluminado la vida.

Veíala aparecer en uno de los balcones de la antigua casa en que vivía o asomando el rostro risueño y sonrosado detrás de los cristales; linda como nunca, llena de juventud, perfumada de gracia y de castidad.

Algunas veces el recuerdo inquietante de Blanca, había turbado mi sueño; el mundo con sus pasiones y sus encuentros, habíame suspendido un momento en su vorágine, pero poco apoco la purísima imagen de Valentina volvía a levantarse delante de mis ojos, como una cariñosa   —313→   sombra que me llamaba, allá, al pasado, al dulce pasado de la adolescencia.

Valentina me esperaba y busqué a Valentina en el pueblo del colegio. Llevaba el espíritu enfermo y agitado bajo la influencia de los tormentos por que había atravesado y la realidad de un sueño de juventud iba a darme la eterna felicidad. Llegué y busqué la casa de Valentina. Ya no habitaba su familia en ella.

Averigüé y la encontré al fin. La poética criatura se había casado con don Camilo, pocos meses antes y era feliz, muy feliz.

Don Camilo tenía una renta considerable, era hombre público y hasta hombre distinguido. Sentí la desesperación, la horrible desesperación que se siente ante lo imposible, ante la muerte, ante lo irremediable, ¡y pensé si el alma podría arrancarse del cuerpo y arrojarse como inútil estorbo de la vida!



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- XXI -

Pero alguien, con la exigencia inexorable de todos los que leen, querrá saber de Blanca. Blanca, la linda porteña, corre la vida fácil y elegante, pero duerme con los ojos abiertos, porque cuando los cierra, la cara de un viejo idiota y paralítico la observa con una sonrisa inmóvil y el brazo rígido de su hija muerta se levanta sobre ella como una eterna amenaza.