«La guerra silenciosa»: función del mito y la confluencia entre crónica y ficción
Juan González Soto
Todo escritor sabe que si su obra es verdadera es porque logra mostrar, una vez más, la íntima e inseparable correlación entre propósito y medio para conseguirlo. Esta evidencia lleva al estudioso de la literatura a conocer la vana e irresoluble distinción entre forma y contenido.
No obstante, la crítica en torno a La guerra silenciosa ha descuidado el estudio de los elementos estéticos que pueblan el ciclo novelesco y le dan vida. Probablemente no haya nada nuevo que decir: que el escritor ha conseguido una conjunción perfecta -es decir, adecuada y significativa- ya que cuantos elementos temáticos desarrolla viven en equilibrio con la manera en que son tratados.
Hay un punto de arranque verdaderamente comprometedor. Manuel Scorza presencia las revueltas campesinas de los Andes centrales. Después, desde el reciente recuerdo, escribe las cinco novelas que conforman el ciclo narrativo La guerra silenciosa. Acaso esa capacidad que despliega el novelista para la preterición conduce a la frustración de los hechos históricos relatados en la medida en que, inevitablemente, los cambia; en la historia -convertida ya en ficción- habitan imaginaciones y deseos junto a los recuerdos. En definitiva, es posible que el escritor traicione el presente que vivió cuando realiza el acto de escritura: Quizá todos los mecanismos del recuerdo llevan ya marcada la traición a los hechos recordados.
En cualquier caso, en el acto de escritura radica el mejor sentido del novelista. La novela deviene espacio entre dos cortes del tiempo, tales cortes nacen de decisiones arbitrarias, que en ningún caso pretenden abrir y cerrar un acontecimiento o una suma de acontecimientos. Antes al contrario, la ficción novelesca insinúa la continuidad de cualquier discurso, probablemente invariable, probablemente monótono, como la línea del tiempo de la cual nace. Sin embargo, la obra literaria ya culminada es capaz -cual vuelco milagroso- de deshacer el embrujo lineal del tiempo, el fatal espejismo de su monotonía. Así ocurre con La guerra silenciosa. El logrado despliegue de recursos consigue recuperar, ante los sorprendidos ojos del lector, un tiempo -ahora novelesco- habitado por personajes y situaciones; recuperar un tiempo ficticio que -de una manera nueva- hace las veces del recuerdo de cuanto el novelista vivió y vive, deseó y desea, imaginó e imagina.
Un rasgo esencial en La guerra silenciosa es el acento que el narrador pone en la percepción del indio respecto a lo inanimado, lo sobrenatural y los fenómenos cósmicos. De esta manera, la mitología quechua se incorpora a la narración. La evidencia literaria, la muestra estética, es la frecuente plasmación de descripciones líricas. También la convivencia en un único plano, el meramente narrativo, de dos bien diferenciados: el real y el mágico.
Aquí radica una de las mayores sorpresas del ciclo. El narrador incluye dentro del ámbito mágico todo lo fantástico. Es pertinente al avance de este trabajo diferenciar magia y fantasía. No se pretende llegar a una categorización exhaustiva -tarea que compete a la antropología o a la psicología-, sino plantear un deslinde que contribuya a una más cabal concepción del ciclo.
Magia y fantasía aparecen en la narración a cada paso; y, ambas, son fabulaciones de lo irreal. La magia, sin embargo, está enraizada en una colectividad de hombres y mujeres del campesinado quechua y forma parte de sus creencias. Quienes poseen tal mentalidad de índole mágica tienen conciencia de que tras lo aparente, tras lo visible, tras el hecho estrictamente mágico, existe lo transcendente. Desde el punto de vista occidental -que es desde el cual escribe el autor de este trabajo- la magia es incompatible con el pensamiento racional y logra su plasmación más vehemente y fructífera en el mito. Puede decirse que el mito es la fabulación de elementos o hechos mágicos.
La fantasía, por otro lado, nace de la imaginación del narrador; es, pues, una operación individual de creación en que también puede intervenir -y es natural que se dé tal intervención- la cultura del narrador. La fantasía, en oposición a la magia, sí es compatible con el mundo real, puesto que el narrador si bien remueve lo real, desquiciándolo, únicamente lo hace desde su imaginación y dentro de ella. El receptor de esa fantasía imaginada por el narrador conoce las claves del desquiciamiento de la realidad; el pensamiento racional del receptor discrimina lo fantástico y lo real.
Tres son las ocasiones en que Manuel Scorza acude a los ámbitos mágicos del campesinado quechua.
En el
capítulo 35 de Garabombo, el invisible se habla de
la creencia india en que el alma se desprende del cadáver
emitiendo un sonido. Una pequeña mosca anuncia, emitiendo
una sílaba, ¡sio!, el definitivo alejamiento
del mundo de los vivos. Se trata -según advierte Laura Lee
Crumley de Pérez en su ensayo «El
intertexto de Huarochirí en Manuel Scorza: una visión
múltiple de la muerte en Historia de Garabombo, el
invisible»
(América Indígena,
XLIV, número 4, octubre-diciembre de 1984)- del concepto
quechua de la chiririnka, la mosca azul anunciadora de la muerte.
No obstante, la segunda parte de mito no es incluida por Manuel
Scorza en el ciclo. En esta segunda parte se da noticia de los
acontecimientos que -según la concepción quechua-
llevaron al origen de la muerte. La no inclusión de este
fragmento significaría, según la opinión de
Laura Lee Crumley de Pérez, tanto la pérdida del
tiempo primordial del cosmos, como la pérdida de la
inmortalidad humana. En cualquier caso, Manuel Scorza muestra haber
tenido conocimiento de este mito tras la lectura de la
narración quechua Dioses y hombres de
Huarochirí. Este manuscrito quechua sin título
comienza con las palabras Runa yndio niscap Machoncuna naripa. Fue recogido
en la provincia de Huarochirí, a finales del siglo XVI, por
el sacerdote cuzqueño Francisco de Ávila. La
cuidadosa traducción al español y la ejemplar
edición del texto, en 1966, corrieron a cargo de José
María Arguedas (Lima: Museo Nacional de Historia / Instituto
de Estudios Peruanos). De esta edición es de la que,
seguramente, Manuel Scorza toma el fragmento con que encabeza el
capítulo 35 de Garabombo, el invisible: El texto
que reproduce es el exacto inicio del capítulo 27 de
Dioses y hombres de Huarochirí.
En El jinete insomne, el narrador del ciclo da noticia del canto de dolor que expresan las llamadas Madres de los Muertos. Se trata de la elegía «Apu Inka Atawallpaman». Manuel Scorza transcribe la versión recogida por J. M. B. Farfán y recopilada por Cosme Ticona. La versión en castellano se debe, una vez más, a José María Arguedas. El poema, según opinión de Ángel Rama es, quizás, el texto poético quechua de más alta temperatura lírica y en la traducción de José María Arguedas es de una austera belleza. Por su parte, Nathan Wachtel sugiere que la elegía «Apu Inka Atawallpaman» no parece haber sido compuesta en fecha muy posterior a la ejecución del inca, en 1533, en Cajamarca. En el lugar correspondiente de este trabajo ya se ha dado puntual noticia del sentido y de las diversas posibilidades acerca de la identidad de las misteriosas Madres de los Muertos.
La tumba del relámpago se abre con el mito de Inkarrí. Tal y como se dijo en el lugar oportuno, este mito, en opinión de José María Arguedas, es posthispánico y utiliza algunos elementos provenientes de la mitología quechua. El mito de Inkarrí demuestra, según palabras de Ángel Rama, una actividad creadora de la cultura sojuzgada en la que va implícita una reivindicación social, transparente para quienes lo narran. El dios Inkarrí, tenido por muerto, posee los atributos del inca decapitado; pero es también un dios sufriente que ha de volver; y, además, es asimilable al dios creador, capaz de resurgir creando un nuevo estado de cosas. De la actual pervivencia de este mito también se ha hablado en el lugar oportuno de este trabajo. Y también se ha argumentado que lo más probable es que Manuel Scorza haya tomado noticia del mito gracias a la labor divulgadora de José María Arguedas.
En cualquier caso, en la ficción de La guerra silenciosa conviven esos tres elementos de entidad mítica con otros que sí han nacido de la imaginación del escritor. Éstos son meramente fantásticos puesto que -según se ha sido sugerido más arriba- son fruto de la inventiva y también de la cultura que posee el narrador. Larga es la nómina de personajes y situaciones en que éste muestra su vivísima imaginación. Fermín Espinoza es invisible, Raymundo Herrera sufre un insomnio inacabable, Héctor Chacón posee la facultad de ver en la oscuridad, el Ladrón de Caballos conversa con los equinos, el Abigeo es avisado mediante el sueño de hechos futuros o de hechos pasados de que nadie fue testigo, el Niño Remigio transforma su apariencia externa... Pero, además, el tiempo se detiene, las aguas de los ríos dejan de fluir, los vientos se paralizan, los calendarios se vuelven locos, los relojes se pudren, algunos conflictos son anticipados en los colores y las formas de los ponchos que teje una ciega, una escuela de dimensiones ciclópeas es construida en las altas punas y es posteriormente destruida, y vuelve a construirse y a destruirse dos, tres, cuatro veces...
En definitiva, si el mito es la fabulación de elementos mágicos y reposa en la colectividad, la fantasía es la fabulación de imaginaciones y nace de la individualidad del escritor. Y magia y fantasía caminan de la mano a lo largo de todo el ciclo. Quizá para sugerir que los oprimidos igualmente habitan en el engaño si son protagonistas de la fantasía del escritor como si lo son de la magia, en la fabulosa forma del mito. Según afirmó Manuel Scorza en conversación con Manuel Osorio (El País, 15/jul./1979), aquí radica uno de los sentidos del ciclo novelesco:
Ha sido marcado como rasgo esencial de La guerra silenciosa el acento puesto en la percepción del indio sobre lo inanimado, lo sobrenatural y los fenómenos cósmicos. Y que, de esta manera, la mitología quechua se incorpora a la narración. Conviene hablar ahora de otro rasgo, esta vez de índole estructural, que también contribuye a la plasmación del universo quechua dentro de los límites de la novela. Se trata de la incorporación de episodios que -de modo variable en extensión y en independencia con respecto a la trama principal- posibilita que la novela se halle dentro de la tradición del cuento oral. Este aspecto, que fue señalado por Antonio Cornejo Polar como característico de la narrativa indigenista (Literatura y sociedad en el Perú: La novela indigenista. Lima: Lasontay, 1980), puede describirse como un desarrollo novelístico por acrecentamiento y propicia una suerte de desorden interno. En La guerra silenciosa es verdaderamente notable la aparición de episodios que no sólo mueven a la perplejidad del lector por la desviación que provocan respecto de la trama principal, sino que -incluso- llegan a adquirir categoría, relevancia y significación de importancia pareja a la trama principal. De perplejidad de lectura puede hablarse cuando, en Redoble por Rancas, se llega al capítulo 15 en que se narra la muerte de quince peones de la hacienda El Estribo a causa de un inopinado «infarto colectivo». Mientras que, por otro lado, las historias del Niño Remigio -en Garabombo, el invisible- o de Maca Albornoz -que discurre a lo largo de las dos últimas novelas del ciclo, Cantar de Agapito Robles y La tumba del relámpago- adquieren una relevancia verdaderamente significativa dentro de las respectivas novelas. Estos desarrollos novelísticos por acrecentamiento llevan al lector avisado a vivir el sortilegio de una narración en que lo oral ha sido tenido en cuenta, a la manera del fabulador popular que inserta dentro del avance de la ficción otras historias con que animar o fijar la atención de quienes le escuchan.
Junto a este aspecto estructural de la intromisión de otras subficciones dentro de la ficción principal debe reseñarse otro elemento que también contribuye a la cuidadosa atención del lector o la estimula. Se trata de la narración no cronológica de los sucesos. El avance narrativo deja de ser lineal y es roto a cada momento con interrupciones y saltos en el tiempo hacia atrás o hacia adelante. El avance novelesco cronológicamente fracturado lleva en sí mismo una concepción de un ritmo que atañe al modo de contar historias que tiene esa colectividad a la cual está referida el ciclo de novelas, el campesinado quechua. Pero ese avance novelesco en fracturas también involucra al lector. Y éste, por definición, está alejado del ámbito cultural de los personajes que habitan el ciclo novelesco. No hay sino tomar en cuenta el concepto de heterogeneidad literaria, lúcidamente introducido por Antonio Cornejo Polar en su artículo «El indigenismo y las literaturas heterogéneas. Su doble estatuto sociocultural» (Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, IV, número 7-8, 1978). Una de las muchas manifestaciones de este concepto es que la producción, el texto y su consumo corresponden a un universo bien distinto, o incluso opuesto, del referente.
El lector, en definitiva, está alejado del ámbito cultural de los personajes del ciclo. Y las operaciones que debe llevar a cabo no pueden ceñirse -por insuficientes- a las estrictamente precisas de deletreo, seguimiento de palabras y decodificación de caracteres y señales tipográficos en el papel impreso. Está obligado a recomponer episodios, ubicarlos en sus lugares correspondientes, intuir desarrollos cuyas partes integrantes le han sido escamoteadas, inferir situaciones que se anticipan o que aparecieron muchas páginas atrás.
Esta esforzada y riquísima actividad de recomposición o de reelaboración no sólo ha sido prevista por quien ha urdido la ficción novelesca, sino que alude a una concepción creadora en que se han decidido hacer caber las perspectivas de quien recobra mediante la lectura el universo novelesco. Los acontecimientos, los sucesos de la ficción, han sido seleccionados por el novelista de entre la infinidad que componen el mundo a que se refiere la novela; y éste ya es un axioma fundamental: se admite que la realidad siempre es más de cuanto el texto intenta reflejar. El novelista fracciona esos acontecimientos y los dispone en un orden que él mismo decide. Sin embargo, en la operación de reelaboración que le espera al lector no interviene el novelista sino la materia por él creada, la ficción misma. Considerar esta perspectiva es otorgar, no ya un plano de actividad participativa del lector, sino una concepción en que la novela deja de ser algo estático e indivisible, un continuum monótono o circular, algo que desfila ante los ojos más o menos atónitos del lector. La novela se convierte en una visión particular, en un punto de vista sobre la novela misma. Deja de ser una sustancia que avanza desde su principio hacia su fin; se convierte en una corriente que es contemplada desde la concreta perspectiva de un lector concreto.
En definitiva, el avance novelesco cronológicamente fracturado no sólo contribuye a connotar de manera aguda y sutil el ámbito cultural de quienes pueblan La guerra silenciosa. En la cosmovisión quechua, según sostiene Heike Spreen en su artículo «Manuel Scorza como fenómeno literario en la sociedad peruana. La guerra silenciosa en el proceso sociocultural del Perú» (en Homenaje a Alejandro Losada. La literatura en la sociedad de América. José Morales Saravia, ed. Lima: Latinoamericana Editores, 1987), el tiempo carece de linealidad y los acontecimientos no se encadenan, sino que se amalgaman. La narración no cronológica de los sucesos incorpora una concepción de la novela en que el lector debe involucrarse ejerciendo un constante esfuerzo de interpretación y recomposición, con lo cual el texto deja de ser una pieza definitiva, completa y acabada; y deviene múltiple, abierta y cambiante.
Un nuevo elemento característico viene a sumarse a cuantos van apuntados cuando se repara en la estructura general del ciclo novelesco. Los personajes desarrollan una historia colectiva y tienen una dimensión simbólica. Tanto es así que incluso las cinco entregas del ciclo son nombradas por el propio novelista como sucesivos hitos de un único objetivo. Así se lo confió a Tomás Gustavo Escajadillo en una entrevista («La historia, el mito y los sueños: Una entrevista inédita con Manuel Scorza». Quehacer, número 69, enero-febrero de 1991), realizada en los primeros meses de 1979, en cualquier caso, antes del mes de marzo, momento de la publicación de la quinta novela:
A la luz de este plan general acordado para el conjunto de La guerra silenciosa y revisados los diferentes personajes que pueblan las novelas, puede establecerse un esquema sinóptico, si bien insuficiente, cuando menos general:
Redoble por Rancas | Héctor Chacón | la individual venganza contra el juez Francisco Montenegro |
Fortunato | el solitario enfrentamiento contra el cerco | |
Garabombo, el invisible | Garabombo | la primera organización de la revuelta |
el Niño Remigio | la venganza de los poderosos | |
El jinete insomne | Raymundo Herrera | la delimitación de la tragedia y la nueva reunión de esfuerzos |
Agapito Robles | el heredero de la cólera de Raymundo Herrera | |
Cantar de Agapito Robles | Agapito Robles | la organización de la revuelta |
Maca Albornoz | la venganza contra los poderosos | |
La tumba del relámpago | Genaro Ledesma | la contemplación de las causas de la derrota |
Los personajes de La guerra silenciosa no desarrollan una aventura individual sino una historia colectiva y simbólica. La razón quizá haya que buscarla en el sentido épico que posee el ciclo, que pretende expresar los esfuerzos que realiza toda una colectividad, no sólo por obtener los derechos que le son negados, no sólo por recuperar las tierras de que ha sido desposeída, sino también por revitalizar la ancestral cultura que les pertenece. Por otro lado, si de la lectura individual de cada una de las novelas se infiere la constante repetición de sucesivas derrotas tras los respectivos períodos de resistencia, el ciclo narrativo considerado en su conjunto permite percibir un constante progreso, desde su inicio en un pequeño y solitario levantamiento en una pequeña aldea (Redoble por Rancas) hasta la bien planeada y organizada ocupación simultánea de varias haciendas (Cantar de Agapito Robles y La tumba del relámpago). Tal es la fe que Manuel Scorza muestra en el mero acto de reclamación de justicia que entiende que es portador en sí mismo del éxito. Así, llega a confiar a Albert Bensoussan en entrevista («Manuel Scorza: Yo viajo de la realidad al mito». Crisis, número 12, abril de 1974):
Yo creo que la lucha es un fin. Cualquiera que sea el resultado del combate, los indios de los Andes centrales han vencido. |
Puede decirse que Manuel Scorza no sólo ha logrado hacer una reflexión sobre el Perú de este siglo a partir de una serie de revueltas concretas, sino que también ha sido capaz de hacer llegar las justas reclamaciones del campesinado quechua hasta los ámbitos del reconocimiento internacional.
Pero es en el lenguaje donde quizá se obre uno de los mayores prodigios del ciclo novelesco. Tanto es así que ha sido frecuentemente elogiado por la crítica. Tomás Gustavo Escajadillo, en un artículo publicado poco después de la muerte del poeta y novelista peruano («Scorza después de la última batalla». El Observador, 5 de diciembre de 1983) habla con entusiasmo del lenguaje desenfadado, del humor, del uso e intencional abuso de la metáfora. Por su parte, Bradley A. Shaw había ponderado -en un artículo publicado el año anterior: «The Indigenista Novel in Peru after Arguedas. The Case of Manuel Scorza» (Selecta, número 3, 1982)- la acertada combinación de hipérbole y parodia, capaz de habitar siempre en el límite entre la ironía y la sátira. Ya en 1986, Jean-Marie Lemogodeuc -en su tesis doctoral Histoire et discours dans le roman indigéniste péruvien: Ciro Alegría, José María Arguedas et Manuel Scorza (Université de Paris III / La Sorbonne Nouvelle)- además de elogiar el humorismo y la cuidadosa personificación de elementos naturales y cósmicos, repara en que el tema social es hábilmente velado mediante el empleo de la ironía.
Un primer elemento que llama la atención en la lectura de la práctica totalidad de las páginas del ciclo es la cualidad poética del lenguaje. De tal modo que no extraña la afirmación que Manuel Scorza hizo a Albert Bensoussan («Manuel Scorza: Yo viajo de la realidad al mito». Crisis, n.º 12, abr./1974): Yo creo que nunca he dejado de escribir poesía, que la escribo en prosa.
Merecerá la pena rendir un pequeño homenaje a este poeta que decide ser novelista. Y que, incapaz de abandonar las cualidades poéticas del lenguaje, sabe demostrar que ambos papeles, el de poeta y el de novelista, no se excluyen sino que se conjugan y multiplican en felicísimo acuerdo.
Manuel Scorza despliega a lo largo de todo el ciclo novelesco un prodigioso repertorio de personificaciones. Parece como si con ellas quisiera reflejar la percepción animista que del cosmos y de la naturaleza posee el mundo indígena. Sería pesado -y también innecesario- citar ejemplos de entre tantos que bullen en las páginas del ciclo novelesco. Pero sí quizá merezca la pena citar un caso cogido al azar. Es un pequeño fragmento de Redoble por Rancas. Debe repararse en que la personificación no nace tan sólo del embrujo de la imaginación, sino tras una secuencia en la cual se imbrica el sentido cabal de la imagen con que se culmina el texto. El cerco de Redoble por Rancas -un personaje más de la novela- impide cualquier huida posible. Ahí nace la personificación:
(Redoble por Rancas, cap. 2, 23) |
La metáfora se enseñorea -viva y fulgurante- en todo el ciclo narrativo. Elegir sólo una es un reto del que, por fuerza, se ha de salir perdiendo, porque los cientos y cientos que se contienen en las cinco novelas pronuncian su queja desde el silencio de no haber sido elegidas. Conviene prevenirse. He aquí el exacto momento de la muerte de un personaje singular, el Niño Remigio:
(Garabombo, el invisible, cap. 33, 254) |
Otro recurso principal en La guerra silenciosa es la hipérbole. Manuel Scorza despliega una rica exuberancia en que la hipérbole roza los niveles de la imagen más vigorosa. La siguiente muestra presenta el momento en que Raymundo Herrera recupera el Título de la comunidad de Yanacocha:
(El jinete insomne, cap. 2, 16-17) |
La ironía violenta a menudo el texto. Manuel Scorza demuestra ser un maestro de este ejercicio agresivo que funde hechos y valores y destruye objetos e inunda de insolencias y significados ocultos el avance de la lectura. El siguiente ejemplo corresponde a la propuesta de matrimonio que, tras una noche de amor, don Migdonio le hace a Maca Albornoz:
(Cantar de Agapito Robles, cap. 9, 63) |
Otro recurso que Manuel Scorza logra hacer brillantísimo en el ciclo es la enumeración. La frase adquiere un inusitado ritmo y proporciona a la lectura en voz alta un valor cercano al de los relatos orales. El siguiente ejemplo recoge los recuerdos de Doroteo Silvestre en busca de informaciones acerca del paradero de Maca Albornoz:
(La tumba del relámpago, cap. 9, 54) |
En definitiva, la maestría en el empleo de estos recursos, junto a otros -la titulación burlesca de muchos capítulos, los sobrenombres humorísticos de algunos personajes, la habitual ausencia de descripciones físicas y psicológicas de los personajes, el tono desenfadado en el avance de muchas situaciones...- logran hacer del ciclo novelesco un diverso y vigoroso mural paródico. En él conviven la ironía y el humor junto a la denodada reivindicación del ámbito campesino de los Andes centrales y la frontal crítica al aparato y a los sistemas de explotación colectiva. Por otro lado, un complejo entramado técnico brilla a cada paso en la lectura. A la fragmentación cronológica a que antes se ha hecho referencia debe sumarse una compleja red de voces narrativas que llevan al lector a la obligación de ejercer un esfuerzo de reelaboración textual.
Pero, por encima de su riqueza literaria, o quizá gracias a ella, La guerra silenciosa muestra que gracias a la solidaridad se logra hacer frente a la explotación, que toda justa reivindicación es portadora del éxito aunque acabe en derrota, y que -sin contradicción- los empeños individuales también tienen sentido junto a los empeños colectivos, y los acrecientan y engrandecen.