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La hipertrofia del yo: Gabriel Miró y la poesía

Ángel Luis Prieto de Paula





Por alguna razón que no atino a precisar, la poesía lírica es, de todos los géneros literarios, el que mejor admite el merodeo de los diletantes y las ocurrencias de cuantos quieran incorporarse al coro de exégetas bajo palabra de honor. Quizá se deba a ello la elasticidad casi infinita con que nos referimos a «lo poético», que ha terminado por ser sinónimo de lo hermoso y difuso a un tiempo, y la facilidad con que realidades dispares, sin otro denominador común que su belleza o su capacidad para conmover, son calificadas como «poéticas», «líricas» o cosa que se le parezca. Limitando la imprecisión al ámbito de la literatura, aplicamos dichos adjetivos, de modo más negativo que elogioso, a narradores que, por brumosas razones referidas tanto a los excesos poéticos como a las carencias narrativas, no encuentran el encaje adecuado en el género novelístico, y deben penar en el limbo donde se ubican los artistas especialmente dotados para un género que no es el que cultivan (o los que cultivan un género para el que no están dotados). De más está decir que Gabriel Miró pasa por ser uno de estos autores líricos, poeta sin poemas, que despierta reservas respecto a su consideración como narrador. Quien pretende acercarse él suele empezar por preguntarse a qué se debe su perenne condición ucrónica, su azoriniana condición de «caballero inactual».

A tópicas (pero no desatinadas) preguntas, tópicas respuestas: para muchos mironianos confesos, la culpa de dicha inactualidad la tiene Ortega, quien, el 9 de enero de 1927, expuso en El Sol los juicios que aún lastran la consideración de Miró como novelista. Allí comentó su escasa enjundia narrativa, desleída en el recreo de una prosa que llama la atención sobre sí, imponiéndose a la entidad de unos personajes que no hablan con sus palabras, sino con las del autor. Para Ortega, Miró pecaba de formalismo puro, lo que resulta especialmente relevante si se considera que esa condena se aplicaba sobre todo a El obispo leproso (1926), segunda entrega de «la novela de Oleza» y, junto a Nuestro padre San Daniel (1921), la más «novelística» de las suyas. Aunque las nociones mironianas de estética están incorporadas y aun diseminadas en la masa de la sangre de su literatura creativa, el escritor habría de responder a las observaciones de Ortega en Sigüenza y el mirador azul1, que quedó inacabado a su muerte, y para el que hubo de rescatar al personaje que parecía haber cerrado ya su periplo existencial en Años y leguas (1928). No obstante, el juicio de Ortega no peca tanto por lo incierto -lo no cierto- del contenido stricto sensu, como por lo desajustado del enfoque. Pues de lo que se trata no es tanto de que estemos ante un autor más o menos formalista -vale decir: más o menos ayuno de raza narrativa, a la que debe compensar con la maniera y sus facultades para construir un ambiente- como que dicho formalismo, entendido de este modo, es consustantivo a buena parte de la novela coetánea menos lastrada por la figuración realista. Convengamos, en fin, que ese mismo formalismo del que lo acusaba Ortega afecta a buena parte -a buena parte de la mejor parte- de la narrativa europea de las primeras tres décadas del siglo XX. Lo cual desplaza el centro de gravedad desde la verdad o no-verdad de las afirmaciones de Ortega, a la pertinencia de unos juicios novelísticos a la luz de unas determinadas pautas narratológicas. Y si la novela de Miró se caracteriza por su poeticidad, ésta no es principalmente un exorno o aditamento esteticista -narrativamente, un peso muerto-, sino que en ella se difunde una propuesta ontológica que resulta familiar en la novela renovadora del siglo XX. Diversos estudiosos han tratado con sus mejores armas de rebatir la opinión de Ortega, o de compensarla con la exposición de otras virtudes del escritor. Pero no se trata de negar la mayor, sino de, asumiéndola o no, acordar que ésa no es la cuestión en que se dirime su valor como novelista. O, dicho en otras palabras, sus carencias lo serían si estuviéramos ante un novelista epigonal respecto de los que construyeron el dechado novelístico realista-naturalista, del que ciertamente toma numerosos ingredientes; pero dejan de serlo a la luz de un nuevo paradigma, en cuya constitución tiene Miró un puesto de relevancia.

No era descabellado enjuiciar a Miró con anteojeras naturalistas, si se tiene en cuenta que una parte importante de su narrativa guarda evidentes conexiones con el Naturalismo decimonono; en especial «la novela de Oleza» en sus dos entregas: Nuestro padre San Daniel y El obispo leproso. Pero el presunto naturalismo de estas novelas no es, sin más, una continuación natural del ochocentista, pues se encuentra narrativamente desnaturalizado por un proceso de escritura muy de otro signo, al que se entregó su autor en la segunda década del siglo. En efecto, ese narrador de sustancia naturalista ya no era tal; o, si se quiere, los elementos naturalistas no bastan para conformar una novela naturalista. La composición de obras como Libro de Sigüenza (de 1917 en su primer salida como libro, pero constituido por artículos que se habían ido publicando en prensa desde 1903), El humo dormido (de 1919, pero publicado como serie de artículos en el diario barcelonés La Publicidad entre febrero de 1918 y enero de 1919) y El ángel, el molino, el caracol del faro (1921), en una senda que corriendo el tiempo culminaría en Años y leguas, supusieron el aprendizaje de una narrativa fragmentada, de absoluta precisión en sus palabras pero abierta al misterio en sus elipsis, y basada con frecuencia en ficciones de poso autobiográfico. Por su parte, la serie de Sigüenza sigue un derrotero desde el costumbrismo de las primeras entregas hasta el punto de maduración, reminiscente y contemplativo, del final, allí donde se deslíen los aspectos costumbristas que aún aparecían en Del vivir (1904). Así las cosas, tanto Nuestro padre San Daniel como El obispo leproso rematan un camino que hubiera llegado al agotamiento de no haber sido porque en él desembocan calidades y modos derivados de un tipo personalísimo de escritura como el citado atrás.

Visto lo anterior, si tratáramos de caracterizar la producción mironiana de una manera compendiosa, habríamos de hablar de dos modelos de relato bien caracterizados y con una tradición delimitada aunque de muy distinto peso. Uno de estos modelos sigue la estela naturalista, donde es fundamental notar cómo ahorma el medio a los personajes que en él viven. De hecho, ni siquiera en sus obras menos «naturalistas» por cuestión de la disposición estructural dejan de estar presentes algunas notas inherentes a la escuela: la varias veces señalada en Miró complacencia en lo patológico, el contraste entre ternura compasiva y crueldad, el tema de la enfermedad (que aparece con tan exacerbada nitidez ya en Del vivir, a propósito de una enfermedad, la lepra, que conecta simbólicamente con los relatos bíblicos), el determinismo genético2. El segundo modelo, que cuenta con menos precedentes y en algunos aspectos se estrena en la escritura mironiana, es aquel en que tienen acogida el resto de novelas, los relatos breves, la trilogía de Sigüenza, las obras rememorativas y las colecciones de estampas y figuras. En él se produce un alejamiento de la novela compacta. Al estar menos mediatizado por sus precedentes, se convierte en campo apropiado para las innovaciones. Es cierto que, entre uno y otro, hay abundantísimos elementos de ida y vuelta, y que el aprendizaje en uno de ellos vierte sus destrezas en el otro; pero ello no resta entidad específica a esas obras del segundo grupo, las más difícilmente acogibles en un género pautado obediente a la novela canónica tradicional. Es en ellas donde se da con más claridad la serie de particularidades que conforman lo más propio de la escritura mironiana, muy a menudo mezcladas o entreveradas en una formulación dominada por la extraordinaria densidad de un yo articulador de la escritura.

Por lo que respecta a los personajes, y dejando a un lado otras conexiones más previsibles y ya citadas, éstos se hallan vinculados en no pocos aspectos a la narrativa noventayochista tal como se concreta en las novelas «de 1902». Con los más arquetípicos héroes del 983 comparten los de Miró cierta abulia pesimista, ya que no las aspiraciones filosóficas de alguno de ellos a esa suerte de plenitud vacía de la ataraxia. Sabemos bien que la construcción caracteriológica del personaje noventayochista -o sea, el de las novelas de los noventayochistas en los tres primeros lustros del siglo XX- se había asentado en el escepticismo sobre las pretensiones reformadoras en relación con los males de la patria. Éstas son todavía visibles en ciertos recodos de novelas modernas, como Antonio Azorín (1903), de J. Martínez Ruiz, pero mucho más en las que, como Reposo (1903), de Rafael Altamira, responden mejor a un talante regeneracionista que propiamente noventayochista. De hecho, la formación regeneracionista de Miró es escasa, por más que, con motivo de su visita a Barcelona en 1911 y su traslado familiar a la Ciudad Condal en 1914, entrara en contacto con sectores herederos de la Renaixença que revitalizaban, en clave catalanista, ciertos motivos regeneracionistas que en el ámbito castellano -y en el de la misma Renaixença- tuvieron su momento central bastantes años atrás. Para entonces, Miró era un escritor formado, además de constitutivamente afín a los nuevos narradores de comienzos del siglo XX. En él había de encontrar fácil acomodo el escepticismo acerca de la capacidad regeneradora de la educación, que choca con la peña de la crueldad inherente de los hombres, contra la que poco pueden propósitos de bienintencionados arbitristas o políticos reformadores. Precisamente lo que diferencia al héroe noventayochista de otros personajes regeneracionistas es la consideración de que los problemas de que está afectado son no tanto debidos a las condiciones del medio -sequía, pobreza, dogmatismo, caciquismo, cerrazón social-, tal como la novela naturalista había expuesto por extenso, cuanto conformantes de la propia condición humana; como si el mal histórico, y por ello corregible, de los regeneracionistas hubiera consolidado en un mal ontológico.

Desde un punto de visto filosófico, el proceso arrancaba de muy atrás, al menos desde la debelación kantiana de las ilusiones metafísicas. Las novelas de este tiempo, y por ende sus personajes, no pudieron sino hacerse eco, bien de la vastedad del derrumbe, bien de las nuevas ilusiones eudemonistas, urgidas por el voluntarismo o la piedad, bien de las banales soluciones de arbitristas y pedagogos (de las que dieron cuenta, amarga o burlesca, diversos escritores: Unamuno en Amor y pedagogía, o Pérez de Ayala en su novela poemática Prometeo). De la consolatio philosophiæ que habían supuesto los sistemas organicistas no quedaba nada hacia 1900, el año de la muerte de Nietzsche -también el de su introducción en España4-. La desaparición del filósofo de Sils Maria parecía sellar definitivamente la tumba de Dios, de cuya muerte él se había erigido en portavoz. Cuando Martínez Ruiz vuelve los ojos a Tolstoi, en La voluntad (1902), a través del personaje Yuste, despierta la iracundia en Antonio Azorín, para quien es una inmoralidad cobarde la resignación tolstoiana, que venía a proponer una solución afín a la de los krausistas: no acelerar la historia en clave revolucionaria, sino limitarse a allanarle el camino para que el bien terminara imponiéndose por su natural. Frente a los absolutismos hegelianos, las salidas que se entrevén son una muestra del repliegue de la razón, que abandona unos territorios de los que la novela va a enseñorearse; tanto da si tales salidas adoptaban forma de pragmatismo religioso, de modernismo teológico o de sometimiento al agnosticismo más radical (considérese la amarga confesión del propio Yuste antes de su muerte, al final de la primera parte de La voluntad azoriniana). En el fondo, la referida oposición en La voluntad entre un Yuste pacifista y contemporizador y un Antonio Azorín beligerante y teóricamente revolucionario (oposición que no se mantiene en otras partes de la novela, muestra también de la volubilidad e inconsistencia de las respectivas posturas) es una puntual ejemplificación de la dicotomía arquetípica de la novela de comienzos de siglo: por un lado, el hombre atenido a la piedad schopenhaueriana, búdica, tolstoiana, acristianada o socializante; por otro, el superhombre nietzscheano, maestro de voluntades y subversor de la vieja moral. Y aunque Miró propende hacia el hombre débil y ensoñador, toda su obra está surcada por la oposición nietzscheana entre fuertes y débiles. El superhombre concilia elementos procedentes de las fuentes heroicas, y se concreta en seres como el Pío Cid ganivetiano, el César Borgia que da pie a diversas actualizaciones novelísticas (Baroja, César o nada), o las ramificaciones hispanas del «hombre insular» ibseniano. En el modelo nietzscheano, la existencia de la piedad supone una quiebra inesquivable. El modelo del hombre piadoso reúne las condiciones anímicas que tanto pueden provenir de la hiperestesia (el caso del mironiano Félix Valdivia en Las cerezas del cementerio) como de una moral que refuta en su aplicación práctica los dogmatismos que constriñen la libertad y hacen del hombre un ser atenazado por las normas sociales vigentes, y que no desdeña la consideración de búdica, como ya vio Unamuno en el prólogo a Las cerezas... en la edición conmemorativa de 1932, donde habla de «el misterio de una religiosidad búdica, de un eterno recuerdo, de una eternidad hacia el pasado, de un no principio de la conciencia». Determinados personajes mironianos, como Paulina, protagonista de las dos entregas de «la novela de Oleza», concretan los rasgos de una voluntad desmayada en la que resulta difícil no ver la huella del conflicto entre voluntad y abulia, de neta estirpe schopenhaueriana. No es que Miró desatienda los corsés dogmáticos, de los que tenía profundo conocimiento y de los que dio cuenta narrativa en diversas ocasiones: estampas de Santo Domingo, estrategias de la casuística jesuítica, rigideces doctrinales autorizadas por el Syllabus y el Concilio Vaticano I..., cuya influencia en las últimas décadas del XIX resulta apabullante para la formación de la generación histórica de Miró; pero, enemigo de proponer contradogmas, en el espacio vacío de las creencias positivas organiza un modelo de conformidad espiritual con el mundo, hacia el que dirige, y del que succiona, un hálito establecido en la comunión panteísta. Por lo demás, la atracción de Miró por los temas religiosos es de un talante predominantemente estético, conectado a la sensibilidad modernista y proclive a una liturgia en cuya epidermis quedan los posos de una religiosidad artistizante.

A la modernidad filosófica del personaje mironiano pudiera oponerse en el terreno del arte, siquiera sea tácitamente, un estilo que para muchos está lastrado por un impresionismo que se adereza con todo tipo de riquezas y pormenores descriptivos. La precisión léxica es azoriniana, pero es verdad que Miró carece del sentido de despojamiento de Azorín en las unidades superiores: la oración y el párrafo; quizá porque Miró participa del horror vacui de herencia modernista y talante esteticista-decadentista, opuesto a la seca intelectualización orteguiana. Lo cierto es que la sobreabundancia estilística se corresponde en nuestro escritor con otra superabundancia: la hipertrofia del yo a la que respecta el título de estas páginas, que enlaza con la condición lírica de su escritura y con la verdadera sustancia de su novedad. Pero ese yo no se expresa, tal en el caso de Azorín, como una manifestación explícita de la primera persona por cuyo cedazo debe pasar toda la realidad, y que deja marcas en la morfosintaxis de la escritura; sino que supone, ya sea con un yo explícito o tácito, el sometimiento de lo narrado al imperio de lo subjetivo, mediante la cargazón impresionista en que la mirada del sujeto termina robando protagonismo al objeto o a los personajes del relato. En realidad, la crítica de Ortega había subrayado esta subjetivación -condición sin la cual no se concibe la novela lírica- que termina prestando la voz (del autor) al personaje: «al ponerse a charlar el personaje, sea cual sea su sexo y condición, pulsa la misma prima de cítara lírica en que reconocemos la voz de nuestro Miró hablando dentro de aquellas cabezas de cartón como un cabezudo»; lo que, en esencia, quiere decir que Miró difunde el psiquismo del sujeto que escribe en esos otros sujetos-objetos a quienes pone a hablar y a actuar5. Ello sucede en aquellas novelas que atienden plenamente a las pautas narrativas más estables; pero se pronuncia con mayor intensidad en esos otros títulos donde, como en la trilogía de Sigüenza, la mirada del narrador termina por confundirse con el universo narrativo en su conjunto, por un proceso de transferencia psíquica que se proyecta en dos direcciones: la que vincula a Sigüenza y al propio Miró, y la que conecta al sujeto psíquico formado por el cruce de ambos con el mundo exterior. En la constitución psíquica y artística de Sigüenza se produce, además, una fusión entre vida y literatura, entre experiencia y lenguaje, que ha sido subrayada por Roberta Johnson: «El lenguaje y la experiencia son absolutamente indistinguibles. El lenguaje es el acto y la cosa»; y, algunas páginas después, y refiriéndose ya en concreto a Sigüenza: «Sigüenza, la creación literaria de Miró, es la prueba última para su autor de que la palabra es la existencia misma»6. Esta biunivocidad múltiple alcanza, según lo veo, su grado máximo de pertinencia (Miró y Sigüenza, yo y mundo, lenguaje y realidad) en Años y leguas, y supone el cenit filosófico de Gabriel Miró: palabra y existencia ocupan un lugar en el centro, artísticamente más relevante que la mera identificación de Sigüenza y Miró (que podría reducirse a la adopción por parte de Miró de un pseudónimo que terminara sustituyendo a su nombre civil; algo que no se da). Pero Sigüenza implica proyección y no-identidad, creación artística y filosófica, «objetivación verbal de su propia conciencia»7, lo que propicia la apertura de un espacio de consentimiento o disentimiento, la salida al exterior para permitir desde allí una contemplación no desnaturalizada por la absoluta identidad espiritual entre autor y personaje (nombre de éste como pseudónimo de Miró) o la disposición del relato como unas memorias en primera persona. Así debe entenderse la ironía con que el narrador trata a Sigüenza, sin obviar en algún caso los aspectos grotescos que matizan a este personaje contemplativo y solitario, hiperestésico en su percepción de la naturaleza, tocado por un pesimismo sensitivo, refractario a la omnipresente crueldad de los hombres. En buena lógica, el hiato que puede producirse entre un yo narrador y la conciencia del personaje es mayor en los momentos de conformación (Del vivir) que en los conclusivos (Años y leguas).

Todo lo cual tiene innegables derivaciones en la estructura de sus escritos. Frente a una composición secuencial, característica de la novela tradicional en la que bebe Miró, sus obras más confesionales o pseudoconfesionales se caracterizan por la dicción sustentada, al igual que en las palabras, en los huecos de la escritura, y por rehusar los significados unívocos. Ello certifica una oposición entre un estilo lleno -el lenguaje suficiente de que hablara Jorge Guillén- y una estructura eminentemente fragmentada o discontinua que responde a las pretensiones narrativas del autor, el cual dejó clara la condición «vivípara» -utilizamos el término unamuniano- y no «ovípara» de sus escritos, en tanto en cuanto «al empezar un libro no me propongo nada», según confesó a Andrés González Blanco.

Así las cosas, cabe conectar la narrativa mironiana con la zona de intersección entre los diversos modos de la novela moderna, para ver cómo se asientan en aquélla valores líricos, vinculados a la referida hipertrofia del yo. Entre ellos, ninguno tan importante como la egotización del relato, en virtud de la cual se elimina cualquier marca de una pretendida asepsia narrativa de talante realista. Ésta se da incluso en Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso, las propuestas mironianas que mejor obedecen a la novela de marco ochocentista: Oleza es la ciudad levítica que funciona como entorno y tapiz donde convergen las precisiones realistas (ciudad escrutadora de las acciones individuales) y las sugerencias simbolistas (ciudad muerta, vestigium de un pasado que sólo se mantiene en su presentación momificada), y cuya capacidad de domeñar envolventemente las almas actúa como el emblema existencialista del octopus, 'pulpo' (docilidad y desvertebración que nos dominan). En este tipo de relatos, más convencionalmente «novelísticos», la egotización se expresa en la difusión del punto de vista del yo en toda la historia, sus intersticios menores y sus brotes secundarios. A medida que, en obras de distinta índole, el yo protagonista estrecha sus vínculos con el narrador, se impone con mayor palmariedad esta condición egotista, incluso si ello atenta contra el verismo y la autonomía actancial de los personajes novelados. Se cumple así la mostración de los personajes como personæ del yo, según lo expone Freedman8: un yo con un alma poliédrica, correspondiente a un universo que no puede ser entendido de manera unívoca, y que contiene prismáticamente tantos rostros -o máscaras- como proyecciones psíquicas de la conciencia del autor. Tal circunstancia, que obedece a una compasión entendida como con-sentimiento entre personaje y autor, caracteriza buena parte de la novela de comienzos del XX (Fernando Ossorio y Pío Baroja en Camino de perfección; Andrés Hurtado y Baroja en El árbol de la ciencia; Antonio Azorín y J. Martínez Ruiz en La voluntad y Antonio Azorín...), y encontrará concreción y despliegue en títulos mironianos como La novela de mi amigo (1908) y, desde luego, Las cerezas del cementerio (1910). La máxima intensidad de este proceso analógico acaece cuando el personaje termina por ser, más que correlación filosófica del segundo, su proyección narrativa con visos de confesión personal (el Azorín de Las confesiones de un pequeño filósofo -1904-, presunta «tercera parte» de la trilogía de Antonio Azorín). Aquí es donde cabría incluir la realización mironiana de Sigüenza en los tres títulos por los que deambula, ello sin contar con que una obra como El humo dormido pertenece, en clave rememorativa, al mismo universo sensitivo. La serie de artículos que constituirían El humo dormido representa el ejercicio retrospectivo o memorialístico más intenso de Miró. En él aparece -como Martínez Ruiz en Las confesiones..., y sálvense las distancias que hayan de salvarse- en su puesto de narrador como un heredero de aquel niño que fue: la retrotracción del hombre hasta el niño mediante un monólogo de reminiscencias precisa la imagen al principio caliginosa, luego más nítida, de un pasado dormido en el que el niño se perfila como «padre del hombre» (Wordsworth).

Pero no todo son concomitancias con la narrativa aludida. Una característica evidente de ésta es la preterición del sentimentalismo erótico que anegó las grandes novelas del XIX y que ahora, probablemente por el gran peso del angor existencial y del interrogante filosófico, se pone a un lado para que nada perturbe las grandes obsesiones temáticas. Baste detenernos en las obras aludidas un párrafo atrás para que tal condición quede fijada ante nuestros ojos. No, no es el amor -sin el que nada podría entenderse de los grandes monumentos narrativos del Ochocientos- el que domina en las novelas que giran en torno al desplazamiento del mal histórico por el mal inherente. Y, sin embargo, la obra de Miró no puede sustraerse a los requerimientos del erotismo, no importa que en tantas ocasiones más apuntado que plasmado. Una razón que lo explica es la particular tradición narrativa y el contexto en que esta escritura debe explicarse singularmente: tanto los de carácter naturalista como los decadentistas; o, lo que es lo mismo: tanto Felipe Trigo como Valle-Inclán.

Dada la irradiación de lo lírico hacia los territorios de los restantes géneros, se produce una relajación de las fronteras entre los géneros literarios tradicionales en cuanto entidades definidas y diferenciadas entre sí. A la difusión de la subjetividad del personaje, con mayores o menores analogías con el narrador, se suma la intensidad del clima poético, caracterizado por la atenuación de la neutralidad expositiva de los hechos, que cede ante la sugerencia derivada de una peculiar manera de presentarlos. La invasión poética perturba el desarrollo del curso narrativo tradicional, a lo que se une el adelgazamiento, hasta casi llegar a la eliminación en ciertos casos, de las marcas temporales y espaciales. Y no es que las acciones noveladas carezcan de una concreta radicación espaciotemporal, sino que ésta no parece explicar la configuración psíquica de los personajes, que en otros territorios del lugar y del tiempo hubieran mantenido esencialmente su talante contemplativo. Ello se debe a la comentada condición atemporal de los males que, frente a un momento anterior, aparecen conectados a causas metahistóricas. De ahí se deriva la apertura e inorganicidad de los relatos mironianos, su porosidad sensitiva, su andadura vacilante y sobre la marcha, sin dirección prefijada ni apriorismos estructurales. La sinestesia, uno de los recursos tópicamente mironianos, no queda recluida en lo estilístico, sino que, al contribuir a un especialísimo tráfico entre los distintos sentidos, activa un marco de correspondencias que va más allá de las relaciones entre ellos: también entre los sentidos y los estados de ánimo, y entre las entidades independientes yo y mundo.

De este modo, la escritura de Gabriel Miró es una de las propuestas más netas, si no la que más, de establecimiento de una novela lírica, como supieron ver Pedro Salinas y Jorge Guillén. Pero no me refiero aquí a esa novela del yo que, fundamentada sobre todo en un estilo moroso y declaradamente poético, se sustancia en la acumulación de referencias al sujeto narrativo (lo que, en buen entendimiento, supone más bien la objetivación del sujeto que la subjetivación del objeto), sino a la que permite y alienta la ósmosis, y por ende la confusión de sus respectivos contenidos, entre sujeto y objeto. Uno de los caminos que la novela había recorrido desde el Romanticismo estaba señalado por los hitos de un proceso continuado de subjetivación, un resquebrajamiento de la compacidad de los motivos, la paulatina suplantación del sistema circular y de la obra perfecta por un modelo asistemático y una obra abierta. Las derivas más evidentes eran la novela lírica, la novela poemática, la autobiografía ficticia o la etopeya novelada, sin que, en diversos casos, sea posible aquilatar los límites entre estas entidades, dada la amplia zona de solapamientos. Diversos críticos (Ricardo Gullón, Miguel Ángel Lozano, Hernández Valcárcel & Escudero Martínez...) procedieron a fijar los rasgos de una novela cuya concatenación resultaba deshecha por las técnicas del fragmentarismo, la elipsis, la rememoración atenta a los desordenados asaltos del pasado..., de manera que los retazos sólo quedaban conectados por el sujeto narrador que inhala el hálito de la realidad creada, «el alma de las cosas» y «la voz del paisaje», como requería el mexicano Enrique González Martínez en su soneto «Tuércele el cuello al cisne». El proceso no es demasiado distinto al acaecido en otros países a comienzos del siglo XX, con las especificidades de cada caso. El modelo narrativo de referencia o predominante era aún el de Francia, donde novelistas como Proust, Alain Fournier, o antes Anatole France (Histoire contemporaine), conducen la novela hasta el extremo de su disgregación narrativa, en cuyos flecos quedaban desleídos los encadenamientos logodiscursivos de la narrativa realista. El espejo a lo largo del camino como modelo stendhaliano de narración se volvía hacia sí. Si la propuesta proustiana buscaba la materia en los veneros de la rememoración en oleadas, una obra como la de Fournier -Le grand Meaulnes- orientaba su relato como una reconstrucción sólo aparentemente objetiva, a lo largo de una falsa memoria lineal, a propósito de un personaje haciéndose, lo que incide en uno de los rasgos propios de la novela autoformativa. Guarda relación con él el protagonismo de la fase educativa, según corresponde a un relato en que la educación funciona como sistema propedéutico para la constitución de un carácter; títulos como Las confesiones de un pequeño filósofo (J. Martínez Ruiz), A.M.D.G. (Pérez de Ayala) o El jardín de los frailes (Manuel Azaña) son reveladores en este sentido. En la nueva novela, resultado de la ausencia filosófica de anclajes, lo único relativamente fijo es el yo, presente de diversos modos y con distintas intensidades, y sobre cuyo tratamiento se basa el nuevo género al que pertenece por derecho la obra mironiana. La irradiación del sujeto que provocó una contaminación de los géneros, y que encuentra explanación en la propuesta de nivola efectuada por Unamuno, proporcionó a la novela elementos propios de la lírica, de lo que son testimonio las narrativas de Azorín y Miró, pero también lo hizo de otros modos, como lo revelan las novelas-ensayo (Pérez de Ayala, Benjamín Jarnés), las novelas dramatizadas (relatos dialogados de Galdós, de Baroja), e incluso las novelas en cuyo seno se confunden elementos líricos y ensayísticos (Azorín).

La omnipresencia del yo a la que obedece la condición específicamente lírica de esta obra no era reciente en un sentido estricto. Bastantes años antes de que Miró publicara La mujer de Ojeda en 1901, la Estética krausista había fijado los géneros atendiendo a las instancias del yo: un yo que habla de sí (lírica), un yo que habla del ello (narrativa), un ello que se presenta sin la mediación del yo (dramática). Miró es un novelista que construye un sujeto formalizado en la confluencia de narrador y personaje: ese yo tan objeto como sujeto constituye el punto central de una novela vinculada a la poesía por los procedimientos de la irradiación subjetivista y de la utilización de los resortes del ritmo. Respecto a estos últimos, cabe remitirse a Wittgenstein, para quien el ritmo facilita una periodización regular que posibilita la emanación de los sentimientos. Se sobrepuja así el concepto de un ritmo exclusivamente verbal -y, más aún, estrictamente fónico-, que sería concretado por el género lírico. Pero aquí no se trata de vaciar el relato para su ocupación inmediata por este otro género de la lírica, sino de la aplicación al mismo de resortes líricos, aunque no por fuerza lingüísticos. Entre ellos cuentan la recursividad o reiteración de las acciones (y en ocasiones las formulaciones salmódicas tan conectadas a la poesía), muy vinculada al carácter itinerante de Sigüenza; la circularidad entendida como una proyección fenoménica de tales acciones, condenadas a no encontrar término o salida; y la sintonía entre el mundo referenciado y la sustancia anímica del personaje, tramado éste a su vez en una fusión espiritual con el narrador, que de este modo se persona de continuo en el objeto del relato.

La condición de novelista lírico aplicada a Miró parece, a estas alturas, incontestable. En realidad, acaso no haya ningún novelista más lírico en su tiempo que Azorín y Miró, que no escribieron un verso. Al contrario que Gil-Albert, que escribe verso para que no se contamine su prosa, según él mismo declaró cuando, prosista reputado ya, se dio a la escritura de poemas, Miró confesó su ajenidad a la poesía: «Nunca he escrito ni un verso ni una comedia». En esta tesitura, Azorín y Miró han debido padecer la incomprensión de los críticos aferrados a unos modelos de novela en los que ninguno de los dos encajaban. No obstante lo cual, sus respectivas propuestas no son iguales, toda vez que las maneras de explicitarse el yo son un auténtico calidoscopio que impide una concepción unitaria en ambos autores. Azorín, cuyas retrospecciones memorialísticas están tan imbuidas de ese lirismo surtido por un sujeto que lo llena todo (Madrid, Valencia, Memorias inmemoriales), aborda un tipo de relato en que la representación del yo es muy insistente, hasta incurrir en una suerte de enfatismo egotista («yo soy un pequeño filósofo; yo tengo una cajita de plata... yo emborrono... Yo estoy sentado ante la mesa... Yo quiero evocar mi vida...») que contrasta con el yo humilde o apocado que semánticamente está refiriendo; circunstancia ésta sobre la que ya llamó la atención José María Valverde. En Miró, en cambio, el yo no se dice tan explícitamente, sino que aparece aplicado al mundo en visión retrospectiva, difluyéndose e influyendo en él. Si, para Amiel, «el paisaje es un estado de ánimo», en Miró se produce una transposición psíquica desde el sujeto contemplador hacia el paisaje, y a la inversa, en una conjunción de impulsiones contrapuestas que se encuentran en el pampsiquismo antimecanicista: el fondo de la realidad es de sustancia psíquica tanto como su propia espiritualidad aparece ungida con los valores prístinos de esa naturaleza que de este modo se transfunde en él. La escritura mironiana obedece a una impulsión contemplativa donde se cruzan las cenizas del simbolismo más fructífero con una suerte de animismo natural que la convierte en paradigma preciso del hilozoísmo de raíz estoica: naturaleza animada, dotada de sentido y de sentimiento; ser humano como un componente, privilegiado si se quiere, de esa naturaleza animada; universo afectivo de la compasión. Ello es bien visible en la comunión panteísta sobre reclamos decadentistas de Las cerezas..., cuando las tres mujeres (Beatriz, Julia, Isabel) comen las cerezas del cementerio.

Pero ese animismo, lejos de agotarse en una retrospección de carácter rememorativo, está dotado de una propensión cognoscitiva a la que coadyuva una especial ironía distanciadora bien perceptible en Libro de Sigüenza o El humo dormido, por no poner sino algunos ejemplos reveladores. El conocimiento adquiere en el recuerdo una cualidad de potenciación de la conciencia, según se indica en El humo dormido. Incluso cuando el narrador posa su atención en el paisaje, éste no es fundamentalmente el objeto de la observación actual, sino de la memoria, según manifiesta Óscar Esplá: «Rememoraba, sí, a menudo, el valle de Guadalest, bien explorado por él cuando su padre, ingeniero de caminos, trazaba aquella carretera... Extraía sus temas de la rica cantera de las experiencias lejanas conservadas en su memoria»9. Lo cual viene a señalar que, sobre las condiciones objetivas del paisaje, dominan las del sujeto reminiscente: un dato más de esta subjetivación propia de la novela lírica.

Las menudencias de la realidad recreada adquieren extraordinaria importancia en la medida que están menos afectadas por el tráfago de los cambios circunstanciales. Sobre ese tapiz de nonadas que amueblan, y casi diría constituyen, la vida, va apuntándose psíquicamente el personaje. Así sucede en la trilogía de Sigüenza, una «etopeya personal novelada» según Ricardo Landeira, donde la condición itinerante constituye la plasmación de una búsqueda en que la vagancia es una forma de estar en el mundo. Alguna vez, como en la magna novela de Oleza, ese fondo no es sólo un mural craquelado en esquirlas de la realidad, sino un soporte compacto a la manera en que lo había aprendido su autor en los escritores del Realismo, de cuyas vetas naturalistas tomó también los modos de la asfixia ambiental. Pero no es eso lo sustantivo, sino aquello que hace de la escritura de Miró un auténtico fortín narrativo donde alguien que nunca escribió versos preserva -¿paradójicamente?- flores de la poesía lírica: yo difuso en el estambre narrativo, subjetivación de la historia a través de la hipertrofia sensitiva del narrador, predominancia de la descripción sobre el relato, estrecha analogía intelectual y afectiva entre el narrador y el personaje, transferencia a éste de los rasgos psíquicos del autor, ritualización del vivir mediante el atenimiento de los actos a los ritmos estacionales y la péndola de la naturaleza, sensibilidad exacerbada, ensordecimiento de lo fenoménico. ¿Quién que reúna tales dones puede escapar a la condición de poeta?





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