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La historia en el arte: las novelas contemporáneas de Pérez Galdós como documento para la «Nueva historia»

Yvan Lissorgues





Esta conferencia es el resultado de una reflexión sobre un estudio de cierta amplitud titulado: «La novela de la Restauración: el hombre y la sociedad contemporáneos como materia novelada (1875-1897)» y realizado el año pasado para formar un capítulo del tomo XXXVI-II de La Historia de España Menéndez Pidal. De próxima aparición, este tomo, titulado La España de la Restauración (1875-1902). Cultura y sociedad y dirigido por el Profesor José María Jover Zamora, toma como base documental privilegiada la literatura de los seis primeros lustros de la Restauración, y más particularmente la novela del llamado gran realismo del siglo XIX. El hecho de que una prestigiosa colección histórica integre la literatura en su aparato documental patentiza la evolución de la filosofía de la ciencia de la historia en la dirección preconizada por la escuela de los Anales.

Complejo, delicado, polémico a veces, ha sido siempre el debate entre historia y arte y más particularmente entre historia y literatura. Los historiadores desconfiaban de una fuente tan parcial y tan cargada de subjetividad como lo es el texto literario, cuyo estilo debe someterse a delicada depuración para extraer una muestra significativa y fidedigna de tal o cual aspecto del pasado. La frase siguiente de Guadalupe Gómez Ferrer, a la vez historiadora y estudiosa de la literatura, por ser profesión de fe es prueba de tal recelo:

En fin creemos que la fuente literaria puede ser un excelente complemento de otras fuentes a veces más precisas pero más descarnadas, y puede conducirnos, por lo menos tan bien como cualquier otra -mejor en algunos aspectos- a conocer la complejidad de las variables que actúan y tienen vigencia en un momento preciso.


(Gómez Ferrer, 1983, 20)                


Por el otro lado, el de la literatura, hubo, y sigue habiendo sin duda, adeptos no sólo de la autonomía de la literatura sino de su independencia, defendiendo la tesis del carácter ahistórico de la obra de arte. Pudo explicarse (no sé si justificarse) tal radicalidad como reacción contra las superficiales lecturas de algunos historicistas que entraron a saco en el templo del arte, rompiendo copas y porcelanas. En cuanto a los partidarios de la autonomía, no siempre ven con buenos ojos que se considere la literatura como documento y que el carácter sublime que le atribuyen caiga en la degradación de lo relativo.

Clío, cuando se hace intransigente se agarra a su rollo de papiro, se atiene a su recio documento objetivo y rechaza por frívolas las obras patrocinadas por sus hermanas, Talía, Melpómenes, Polimnía, etc. Hasta en sus crisis de altivez, desprecia la poesía del sentir colectivo, la poesía épica y, si viene al caso, anda a la greña con su preeminente hermana Calíope, tan venerada por los pueblos.

Cuando hay desavenencia en la familia de las musas, cada hermana se encierra en su jardín y no quiere ver más que sus flores, declarándolas señeras e incontaminadas y se olvidan los lazos de parentesco, pese a todo, imborrables.

No pueden negarse en el fondo del debate siempre abierto entre historia y arte, entre historia y literatura, las esenciales presencias de esas mitologías. Hasta ocurre (anécdotas significativas) que se acuda a las mismas musas para hacerlas intervenir simbólicamente en la contienda. Clarín hace salir en Pafos y ante Apolo a Clío y a Calíope para determinar quién de las dos debe ser musa de la novela y Galdós, por su parte, pone, por medio de la mensajera Efémera, al narrador de sus últimos relatos históricos en relación con Mariclío, madre, más que musa, de la historia.

Precisamente, el último tercio del siglo XIX, el período del llamado con razón «gran realismo», ofrece el oportuno ejemplo de un campo literario, ante el cual, quiera o no quiera, deben suavizarse y matizarse las posiciones de los partidarios de la historia seca y las de los adeptos de la literatura pura (cacofonía que podría señalar que riñen las dos palabras).

Por otra parte, en nuestros tiempos, la «Nueva historia», deseosa de humanizar el conocimiento del pasado gracias a la captación, «más allá de la historia», de ese «no sé qué», que, según Jacques le Goff, constituyen las mentalidades, debe ir al encuentro de otras ciencias humanas y buscar otras fuentes documentales que las que proporcionan los archivos históricos y las estadísticas; las fórmulas levemente irónicas («más allá de la historia», ese «no sé qué») empleadas por el gran especialista en la Edad Media, revelan las reticencias de un núcleo duro aferrado a los documentos «objetivos». Sin embargo, hoy la gran mayoría de los historiadores no aceptan que su ciencia depare sólo «pálidos reflejos de estructuras abstractas» (Le Goff, 1974, 111). Para varios historiadores (como los que animan la ya aludida Historia de España Menéndez Pidal), las fuentes privilegiadas para la historia de las mentalidades son los documentos literarios y artísticos, documentos de lo imaginario, que no deparan los hechos, sino sólo la representación de los hechos y aun en segundo y a veces tercer grado, de cada vez más delicada lectura para el historiador (Le Goff, 1974, 120).

Así pues, Pérez Galdós y todos los novelistas de la época, por haber tomado por objeto de su arte «al hombre y a la sociedad contemporáneos», nos ofrecen el panorama, insólito y único en la historia de la literatura hispánica, de un mundo literario fijado en su propio movimiento y en su propia vida, como representación artística de una realidad histórica, para nosotros lectores del tercer milenio, definitivamente diluida en el tiempo. Desde el punto de vista conjunto del arte y de la historia, el último tercio del siglo XIX es un período privilegiado por haber generado una literatura constante y exclusivamente asomada a las cosas del mundo en el momento en que esas cosas se vivían, observándolas, intentando a cada paso comprenderlas y buscando incesantemente la mejor forma de plasmarlas con palabras.

Por eso, el legado del gran realismo es un monumento artístico y un documento histórico; monumento y documento inseparables, pues la materia prima del monumento es la vida de aquella época en todas sus dimensiones y en todos sus medios, con su manera de pensar y de sentir, sus dramas humanos contingentes que, en sus formas más logradas llegan a ser, superando la Historia, dramas de lo eterno humano. Pero, el historiador o el crítico no debe olvidar el monumento para extraer el documento a fin de analizarlo a sus anchas en limpia mesa de disección histórica; en rigor no puede olvidar la especificidad del texto literario si quiere conservar al documento su pleno valor. Jean Starobinski, inteligente y ardiente defensor no de la independencia sino de la especificidad de lo literario, escribe que: «Cualquier interpretación completa [del texto literario] presupone una actividad de restitución, una voluntad de salvaguardar la integralidad del texto original» (Starobinski, 1974, 242). Un primer grado de esa integralidad nos lo depara la sencilla lectura desinteresada; las novelas del gran realismo son parecidas a esos aparatos de ciencia ficción que nos retrotraen a tiempos remotos, con sus paisajes, con sus hombres que se nos hacen familiares, nos llevan a un mundo distinto del nuestro en muchos aspectos, pero en el cual reconocemos a nuestros semejantes. De modo que el lector que se hace analista no debe olvidar que la «buena literatura», la que vive siempre, tiende a lo universal, pasa las fronteras del tiempo y del espacio y supera la Historia acotada de donde procede y de la que sí, de una manera u otra, es testimonio. Para todos los novelistas del gran realismo, por lo menos para los que tienen una concepción artística de la novela, «el arte goza de eterna primavera cuando alcanza lo bello permanente del fondo del alma humana, a partir de la representación de la sociedad en que brota» (Dicho en palabras de González Serrano, 1883, 155). La novela de Pérez Galdós, de Clarín, de Palacio Valdés, de doña Emilia, como la de Alarcón, Coloma o Pereda y como la de Valera, es más que historia, pero es también historia.

Las consideraciones epistemológicas que preceden imponen, en el marco limitado impuesto, el análisis más detallado de tres niveles relativos a las Novelas contemporáneas, ordenados según un creciente interés por lo histórico:

  1. Es imprescindible estudiar algunos aspectos de la especificidad literaria de la novela galdosiana, por lo menos los que nunca deben olvidarse cuando se toma la novela como documento;
  2. La relación entre literatura e historia, por el sencillo hecho de ser objeto de preocupación teórica constante de parte de Galdós y de otros novelistas, debe ser objeto de particular atención;
  3. En realidad los puntos 1.º y 2.° no son sino prolegómenos del estudio como documento útil para la Historia de la «materia novelada». En una tercera parte, sería preciso dar idea de las posibilidades deparadas por la lectura del documento literario, tomando algún ejemplo.

El mundo de las Novelas contemporáneas, por lo que se refiere a la imagen de la sociedad, tiene una estructura que es trasunto de la sociedad de la Restauración, con su aristocracia, su burguesía, su clase media, su cuarto estado o pueblo. Este aspecto de la realidad no literaria es ya bastante bien conocido de los historiadores y de los estudiosos de la obra galdosiana (Puértolas, 1975, Mora, 1995, Cardona, 1998, ...)

Por lo que se refiere a las mentalidades, la novela de Galdós es un documento sin equivalente para mostrar cómo la materia novelada puede restituir ese tan importante «más allá» de la Historia que son las formas de pensar y de sentir. Pero el historiador objeta: la visión del señor Galdós está ordenada por la mirada de un liberal, de un progresista moderado, es decir de un escritor que cree en el progreso de la civilización y en el progreso del hombre. Su materia novelada no puede ser imagen objetiva, ya que está condicionada por la finalidad del artista, amén de su talento y habilidad. Argumento irrefutable. Hay dos soluciones: que el historiador inteligente proceda a los correctivos necesarios; o que se corrija o se complete, el documento galdosiano por otros documentos de igual índole, pero de sentido opuesto; los que proporcionan las obras de Pereda, Alarcón, Coloma. Más aún; el campo de Galdós puede reforzarse acudiendo a Clarín, a Palacio Valdés, incluso a Valera, a pesar de que éste no quiera nunca quitarse las gafas embellecedoras de la realidad. En cuanto a doña Emilia, puede valer para reforzar el campo de la modernidad, desde el punto fijo de su recio catolicismo. De esta manera, combinando los puntos de vista, el panorama total de la materia novelada estará más a tono con la realidad no literaria de la época.

¿Qué perspectiva vamos a elegir en el campo dilatado de las mentalidades? ¿Las mentalidades de las clases? ¿La mentalidad de la clase media tan bien explorada por don Benito? Interesantísimo eso del «quiero y no puedo», que implica para comprenderse las mentalidades de las clases superiores, la aristocracia, la burguesía, con las evoluciones e inflexiones impuestas por la «locura crematística»; pero muy eminentes estudiosos han profundizado ya el análisis.


(Montesinos, 1968-1972)                


¿El papel y el alcance de la posición de la mujer en la «sociedad presente»? La mujer, considerada como inferior y sin embargo puesta en primer plano en el mundo novelesco y presentada como más activa y hasta más inteligente que el hombre, incluso en la política (no nos desmentirá en confesor Coloma). Si la mujer no hace la historia oficial, contribuye notablemente, según los novelistas, a hacer la historia efectiva. Tema apasionante, pero bastante conocido.


(Montero Paulson, 1988, Arencibia)                


Más nuevo sería analizar la mentalidad popular, que por primera vez en la historia del arte (como brevemente diremos) se persona en el escenario de la representación. ¿Cómo y hasta qué punto consigue Pérez Galdós superar los niveles estilísticos?

¿Y la religión? Sí, esa es la fija. La religión católica está en todas partes, en la materia novelada, viviéndose o desviviéndose, omnipotente y omnipresente, incluso en las novelas en que no asoma directamente al espacio novelesco.

Así pues, la religión en las conciencias y en las inconsciencias es el título del estudio-muestra que proponemos.

Larga y con recovecos ha sido la cuadrícula de la 3.ª parte de nuestro estudio; tan larga que hay que recordar que la primera está dedicada a la especificidad literaria:

1.- Aunque bien conocida de los estudiosos (Véase: Arencibia, 1998-1999), la siguiente definición de la novela, dada por Galdós en su discurso de recepción en la Real Academia Española, merece citarse:

Imagen de la vida es la novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, el lenguaje que es la marca de raza, las viviendas, que son el signo de familia, y la vestitura que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción.


(en Bonet, 1999, 220)                


Como caracterización de la novela realista, la cita se basta a sí misma; tan sólo podría subrayarse que todo, lo bello como lo feo, lo grande como lo pequeño, etc., es digno objeto de la novela, con tal que se vea la realidad con mirada de artista. «Si de toda realidad se puede hacer asunto de novela -ahora es Clarín quien habla- no es porque se haya descubierto que la novela puede ser prosaica, sino porque en toda realidad se puede ver poesía» (La Ilustración Ibérica, 5-II-1887), juicio fundamental a la hora de evocar los niveles estilísticos. Dicho sea de paso, y ya que hablamos de historia, cabe decir que un sinnúmero de juicios semejantes acerca del valor y del papel de la novela podrían citarse como concreciones de un amplio discurso estético-filosófico, bien arraigado en la historia del momento y en estrecha conexión con la obra de creación. Ese discurso sobre el arte, la literatura, la novela, disperso en prólogos , en cartas públicas y privadas, en innumerables artículos de periódicos, y que para cada autor dimana de una concepción del mundo, constituye en su conjunto uno de los más vivos documentos sobre los modos y las formas de pensar, sobre las sensibilidades y, desde luego, las mentalidades de las élites del momento. En su totalidad este discurso es un testimonio histórico del dinamismo intelectual de la época y sobre todo revela, según varios ángulos ideológicos, todos los problemas de un quehacer literario en constante evolución. Uno de esos problemas, que, como anunciado, será objeto ulteriormente de atención es el de las relaciones entre literatura e historia.

«Imagen de la vida es la novela»; lo cual implica el arte de componerla para que «en toda realidad se pued[a] ver poesía». Así pues, hay mimesis, por deseo artístico y por voluntad ética, pero con tal que no se olvide que, para Aristóteles, la mimesis no es sólo la imitación de la naturaleza, sino su interpretación, es decir que la mimesis genera necesariamente su propia poiesis. De ello se deduce que una obra alcanza un nivel artístico por la forma, no por el contenido, y aún podemos aceptar con Gonzalo Sobejano que «la forma, si no lo es todo, por ser forma del contenido es ya ella misma contenido» (Sobejano, 1980).

Hay un aspecto de forma que se debe recordar, es el denominado «autorreferencialidad» o, según expresión de Stephen Gilman, «coloquio de los novelistas». Está bien claro, sin embargo, que por voluntad ética, el referente primordial de la novela galdosiana es la realidad humana y social que le rodea, hasta tal punto que las leyes que rigen la composición de aquélla son trasunto de las que el autor descubre en la realidad observada (Sobejano, 1988, 597-605). Lo fundamental para el arte realista es que los espacios, los personajes, las situaciones produzcan efecto de realidad, de realidad inmediata, familiar, hasta hacer olvidar al lector que está viviendo una ficción. En algunos casos, muy pocos, Galdós corre el telón que oculta las tramoyas como para aleccionar al lector señalándole que lo que lee, lo que vive es ficción y que el encanto de la «verdadera historia» que le está contando es invención suya. Al respecto se ha considerado a El Amigo Manso como un antecedente de Niebla. Puede ser; pero la diferencia de postura (de postura ética) es total: Galdós se dirige al lector para decirle que la ficción es ficción y que la lucidez no debe diluirse en el encanto, mientras que Unamuno se está gozando, recreándose para sí mismo el mito de Pigmalión.

El historiador debe estar consciente al leer el documento literario de que el referente, incluso en el campo de la novela realista, no es siempre la realidad no literaria. Nazarín es un clérigo español de la segunda mitad del siglo XIX, bien arraigado en su espacio y en su tiempo; sus andanzas revelan paisajes, tipos, mentalidades privativos de la época y sin embargo el narrador subraya claramente la filiación quijotesca del personaje, que, desde otro punto de vista, el de Clarín, es un sucedáneo de Ignacio de Loyola joven. En El Abuelo, la estructura dramática de la novela y el patrón de algunos personajes remite a El Rey Lear de Shakespeare; lo cual no impide la despiadada pintura de la mentalidad lugareña y clerical ajustada a la visión que por los años noventa tiene el novelista de la realidad social. Mauricia la Dura, parece ser la energúmena hermana española de Gervaise de L'Assommoir y sus ostentosas exequias católicas pueden verse como contrapunto (¿irónico?) de la triste y miserable muerte de la pobre beoda francesa, contrapunto tal vez subrayado por el título «Naturalismo espiritual» elegido para encabezar el capitulillo. Todo un libro podría escribirse sobre los resultados del «coloquio de los novelistas». No debe olvidarse, sin embargo que el referente literario es un referente de forma que, aunque se haga contenido, según la atinada precisión de Sobejano, es segundo, con respecto al que constituye la «sociedad presente»; pero es un elemento importante para definir la especificidad artística de la literatura del realismo. Tanto es así que las novelas que carecen de referente cultural o literario, las de López Bago, por ejemplo, no son obras artísticas y en caso del petulante «naturalista radical» bien poco valen como documentos.

Otra orientación, a la vez histórica y literaria, que no debe perderse de vista, es la evolución de la novela galdosiana en el sentido de una cada vez más profunda expresión de la vida interior del personaje novelesco. Esta dimensión de interioridad, que da densidad humana fuera de lo común a algunos protagonistas es una conquista de la verdad literaria sobre las ideologías, por lo menos aparentemente y una aproximación más profunda a la realidad humana.

La inflexión se hace notable con La desheredada (Véase: Arencibia, 1998-1999). El personaje de la anterior novela tendenciosa va movido por una idea dominante, y aunque tenga cierta densidad que le da verosimilitud, cobra valor de tipo; nada sabemos de sus «interiores ahumados», es decir de esas fuerzas oscuras que escapan a la razón y a las ideas. Además, está puesto en una situación más o menos dramática que le mueve a obrar como debe, según la idea que le anima. En última instancia, los personajes, aun cuando tengan algún espesor humano, son la representación de los candentes debates de ideas que después del sexenio agitan la sociedad durante los primeros años de la Restauración. Si recordamos esas características conocidas de la novela tendenciosa, es tan sólo para poder decir que este género de novela constituye para el historiador un testimonio interesante por ser un documento literario de más directa lectura que la novela de los años ochenta, cuando el gran realismo alcanza la plena madurez de su fuerza tranquila (Lissorgues-Sobejano, 1998). Pero nunca desaparece la tendencia, sino que, como dice doña Emilia, viene a ser «a la obra de arte lo que el alma al cuerpo que la informa, pero invisible». En todo caso, La desheredada muestra que el arte puede dominar la ideología, someterla a sus fueros. No entra en nuestro propósito recordar aquí las causas políticas y sociales de esta inflexión hacia la madurez artística del realismo... Lo que sí es oportuno recordar es que la forma de novela iniciada por La desheredada es tributaria de la asimilación por Galdós de ciertos elementos formales y temáticos de la novela europea, más o menos contemporánea, la de Dickens, Balzac, Flaubert, los hermanos Goncourt y sobre todo Zola. La novela francesa, la de Flaubert y Zola, permite plasmar una estética realista más acorde con el objeto de la representación (Sobejano,1988), proporcionando ejemplos de modos narrativos para expresión de la interioridad (indirecto libre, monólogo, visión desde dentro del personaje).

A partir de esta novela de Galdós, pórtico del gran realismo, el cuarto estado, el pueblo, visto en su realidad del barrio de las Peñuelas, accede, sin prejuicios estéticos, a la representación artística; como explicó Auerbach, se superan los niveles estilísticos. Este ensanchamiento del campo de la novela al pueblo bajo es una conquista artística de Galdós, saludada con entusiasmo por Clarín: Galdós, observador atento y exactísimo en la expresión de lo que observa, nos lleva, en La desheredada, a las miserables guaridas de ese pueblo que tanto tiempo se creyó indigno de figurar en obra artística alguna (Los Lunes de El Imparcial, 9-V-1881; La Literatura en 1881, 135-136).

Además, a partir de Isidora Rufete, que irrumpe en el escenario de la novela de la época con sus ilusiones, sus sueños, sus fantasías, más o menos tributarios del imaginario colectivo, sus tendencias neuróticas y todo expresado en su propio lenguaje, Pérez Galdós y los demás novelistas se asoman cada vez más a los «interiores ahumados», pidiendo luz a la psicología y a la fisiología; no todavía, por motivos obvios, al psicoanálisis, al cual, sin embargo se acercan por intuición empática. (Algunos personajes, como Rafael Bueno de Guzmán, Fortunata, Ana Ozores, Fermín de Pas, el abad Julián, etc., Freud hubiera podido tomarlos como objeto de estudio, igual que Norbert Hanold de Gradiva de Wilhem Jensen). Muy oportuno para nuestro debate, será aludir al caso de Louis Lambert, personaje literario de Balzac (Histoire intellectuelle de Louis Lambert, 1833), para mostrar la superioridad de la literatura no sólo sobre la historia, sino sobre la ciencia. Balzac describe en Louis Lambert el más perfecto caso de locura nunca imaginado por los alienistas de la época, hasta tal punto que los psiquiatras del siglo XX dan la razón al escritor sobre los científicos de su tiempo, considerándolo como el autor de la primera descripción de un caso de esquizofrenia (Rigoli, 2001, 457). Otra vez encontramos aquí una relación entre literatura e historia, aunque ahora indirecta, pues la representación que, a partir del personaje literario, pueden dar los novelistas del hombre real, en su opaca profundidad humana, es reveladora del nivel cultural alcanzado por las élites y parte del público lector.

Otra influencia de la Comedia humana balzaciana, aprovechada por Galdós, es la del personaje recurrente. El que un mismo personaje (Augusto Miquis Fúcar, los marqueses de Tellerías, los Bringas, Pedro Polo, Felipe Centeno, Torquemada, Pez, etc.; etc.) reaparezca en distintos relatos permite enlazar los mundos de varias novelas y así crear la ilusión de un especio limitado, donde los personajes se conocen, se codean, se encuentran y vuelven a encontrarse en un mismo mundo de barrios, calles, plazas, casas, en el cual se sitúa un narrador observador y algo fisgón, que, de vez en cuando, atraído por la pinta de un individuo, por un suceso callejero o porque sí, decide entrar en la intimidad de tal cual vecino, de tal o cual familia y contar con fruición su historia y describir su vida en humor y simpatía.

Otro aspecto que merece particular atención es el de la distancia entre el tiempo del relato y el de la escritura, el de la narración. El tiempo de la acción en Tormento, La de Bringas, Fortuna (y otras obras podrían citarse tanto de Galdós como de los demás novelistas) es el sexenio y dichas novelas se componen en 1884 o en 1886. No es un hecho de pura forma, sino resultado de la elección deliberada del novelista y por motivos ideológicos que parecen dimanar de una visión profunda de la intrahistoria social. El hecho es que la «sociedad presente» casi nunca es formalmente la sociedad inmediata, la que observa el autor en el momento en que escribe. Se diría que la perspectiva temporal es necesaria para dominar los hechos y poder dar densidad a los acontecimientos y a las representaciones sociales. Más puede decirse; la distancia entre la fecha de la acción y la de la redacción en lugar de ser alejamiento, establece relación entre el presente y el pasado. Dicho de otra manera, el vector entre lo pasado y lo actual representa la Historia en movimiento. De ello está perfectamente consciente Galdós (y por supuesto también Clarín), pues confiesa que utiliza este procedimiento, el de la distancia temporal, para mostrar lo que va de ayer a hoy. «En una sociedad como aquélla [la de 1867] o como ésta [la de 1884], pues la variación en dieciséis años no ha sido muy grande [...]» (Tormento, 28).

Pero hay otro nivel de lectura (y aquí entramos en una digresión). El tiempo de la acción en varias novelas es el sexenio. Ahora bien, en Fortunata, Tormento, La de Bringas, los acontecimientos del sexenio se perciben en espacios sociales muy alejados de las zonas candentes de la «revolución». En las aguas profundas de la intrahistoria del Madrid burgués, mesocrático y popular de Galdós sólo llegan ecos muy atenuados del bullicio. ¿Dónde están los entusiastas defensores del progreso y de la libertad que lucharon contra el oscurantismo durante los «gloriosos» días del 68. Pues no están.¿Por qué entonces ir a buscar la «sociedad presente» en el sexenio? ¿Deseo, por parte de Galdós, de olvidar o de atenuar un fracaso histórico, explicable por la falta de conciencia política del pueblo (es lo que muestran las novelas)? ¿Resentimiento ante una ilusión perdida? Plantear estas preguntas es en cierto modo contestarla (Y perdón por la digresión).

En los párrafos anteriores hemos recordado (bien sabemos que no descubierto) varios elementos literarios específicos de la novela galdosiana, únicamente para mostrar que todos cual más cual menos se relacionan directa o indirectamente con la historia. «Explorando el mundo interior del texto, percibimos todas las aportaciones, todos los ecos externos», habla de nuevo Starobinski, para quien «no se puede escapar a la historia». Ahora bien la relación entre literatura e historia es objeto de particular atención de parte de Galdós y de otros novelistas del gran realismo, Clarín particularmente.

2.- Antes de los trabajos del conservador Eduardo Hinojosa y sobre todo del liberal Altamira a finales del siglo, la historia profesionalizada es parcial y su metodología insegura. Libros como la Historia General de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días (1860) de Modesto Lafuente (y en el que colabora Juan Valera) es, por lo que se refiere a la época contemporánea, historia política, historia de los grandes acontecimientos. Aparte algunos trabajos poco difundidos, como el de Fernando Garrido sobre la Historia de las clases trabajadoras (1865), no hay estudio histórico de los varios estratos sociales. (Véase, Uría, 1997). Tanto es así que para escribir los Episodios nacionales y también las Novelas contemporáneas, Galdós tiene que buscar documentos (cartas públicas y privadas, periódicos, etc.), clasificarlos, analizarlos, es decir obrar como historiador (Bonet, 1999, 176-187). Es que la historia que quiere escribir no es sólo la historia política, la de los grandes acontecimientos, sino la historia profunda, la que vive el «pueblo». Notemos que algunas Novelas contemporáneas, por ejemplo las antes citadas, cuyo tiempo de acción se sitúa varios años antes del tiempo de la escritura podrían considerarse como novelas históricas. En ellas, la materia novelable no es, en rigor, la sociedad presente, sino la que el novelista conoció unos diez o quince años antes y que moldeada e informada por el presente, sigue viva en su memoria. Más generalmente, podemos considerar que el novelista «sociólogo», el que estudia la «sociedad presente» es también historiador, pues la sociedad presente es un «producto» de la historia. Así, la materia novelada integra de una manera más o menos visible un tiempo de historia, el que, precisamente, da al presente un sentido y tal vez una dirección.

Si el novelista debe ser en parte historiador, no debe sorprender que, para Galdós y Clarín, el historiador deba tener dotes de novelista. De la misma manera que éste debe «estar en simpatía» con su asunto y sus personajes, aquél debe sentir el pasado para «llegarle al alma». Para nuestros novelistas, el sistema positivista de acumular datos no basta y los que se dedican a tal tarea son objeto de despiadada sátira. Ejemplo, entre otros, de esos «eruditos ratoniles», de esos «roe-quesos de biblioteca», es el bueno de don Cayetano Polentino, que siempre anda en busca de cosas de archivo para escribir la historia famosa de las gentes ilustres de Orbajosa y que no entiende nada y ni siquiera tiene ojos para ver lo que pasa en torno suyo (Doña Perfecta). Sin embargo, para Galdós y Clarín son necesarios los pacienzudos trabajos de investigación; pero no bastan para restituir lo pasado y para despertar la fantasía del lector «haciéndole gustar emociones estéticas relativas a siglos y personajes, a costumbres, ideas, acontecimientos del pasado y reflexionar sobre las enseñanzas de la historia» (El Solfeo, 22-III-1878). El historiador debe obrar como el novelista; para ambos, estética, verdad y utilidad son imperativos a los cuales no se debe escapar. Para Galdós, para Clarín, como para otros escritores de la época, las fronteras entre novela e historia son muy leves. En cierto modo, podemos decir que Galdós y otros novelistas del gran realismo tuvieron la intuición de lo que sería la «Nueva historia».

Por eso mismo, la materia novelada, el panorama multidimensional que ofrece la novela galdosiana y más generalmente la novela de la Restauración es para el historiador de hoy un inestimable documento sobre aquella época; lo que nos depara es la vida de una colectividad, pero captada y representada por un observador-narrador que se sitúa, sin distancia histórica, en esta misma vida, un narrador, en cierto modo intrahistórico, muy consciente de su posición pero que ve las cosas según su propio punto de vista, según su propia subjetividad. La impersonalidad del novelista proclamada por Zola y su naturalismo no pasa de ser una petición de principio. La representación está orientada por la finalidad que le impone el autor (Sobejano, 1988, 587-591). Ante la materia novelable, historia o sociedad presente, el narrador no puede, ni debe distanciarse hasta la fría objetividad, pues lo más importante para dar vida a la representación es «llegar al alma» de las cosas y para eso establecer con ellas una relación de simpatía. Al respecto, parecen fundamentales las siguientes frases de Galdós, sacadas del «Epílogo» a la edición ilustrada de los Episodios nacionales (1885):

Lo que comúnmente se llama historia, es decir, los abultados libros en que sólo se trata de casamientos de Reyes y príncipes, de tratados y alianzas, de las campañas de mar y tierra, dejando en olvido todo lo demás que constituye la existencia de los pueblos, no basta para fundamento de estas relaciones, que no son nada, o son el vivir, el sentir y hasta el respirar de la gente. Era forzoso pedir datos a los olvidados anales de las costumbres y aun de los trajes, a todo eso que la tradición no sabe defender de las revoluciones de la moda, y que se pierde en la marejada del tiempo.


(Bonet, 1999, 81)                


El objeto de estudio de la novela histórica como de la «novela contemporánea» es el mundo social en su totalidad (recuérdese la cita anterior: «Imagen de la vida es la novela...»); pero lo importante en uno y otro caso es el deseo y la voluntad de captar el vivir, el sentir y hasta el respirar de la gente. Si hay, según la distinción tradicional una «historia grande» y una «historia chica», para Galdós como para todos los novelistas «realistas», la grande,

[está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el olvidado insecto que la incomensurable arquitectura del mundo [...] Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las personas célebres ¡cuan pequeña sería!].


(Citado por Ribbans, 1995)                


Será oportuno hacer resaltar que este texto lo escribió Galdós en 1875, es decir más de veinte años antes del enfatizado «descubrimiento» de la idea de intrahistoria por Unamuno. Así pues, nada le debe al rector de Salamanca el autor de La desheredada, cuando, en 1912, le hace decir a Efémera, mensajera de Mariclío:

Demasiado sabes tú [Tito, el cronista] que la vida externa y superficial no merece ser perpetuada en letras de molde. Lo que aquí llaman política es corteza deleznable que se llevan los años. Desea Mariclío que te apliques a la historia interna, arte y ciencia de la vida, norma y dechado de las pasiones humanas. Éstas son la matriz de que se derivan las menudas acciones de eso que llaman cosa pública y que debería llamarse superficie de las cosas.


(Galdós [1912]; 1990, 610)                


Más aún; si Unamuno hubiera prestado atención al mundo de La desheredada, de Fortunata y Jacinta (o al de La Tribuna, al de La Puchera) se hubiera enterado de que esos miles de hombres que yacen olvidados en la sublime intrahistoria unamuniana y «para los cuales fue el mismo sol después que el de antes del 29 de septiembre de 1868» (Unamuno [1895]; 1996, 63), esos miles de hombres ya han accedido al escenario de la representación artística, es decir al escenario de la historia, aunque de manera parcial y limitada. Además, para nuestros novelistas la intrahistoria no es eterna (no es «sublime») sigue el movimiento de la historia, aunque con su ritmo propio, lento y como desde lejos; la vida intrahistórica es también movimiento y su representación es una de las coordenadas temporales del relato.

Los dos primeros apartados se han dedicado a puntualizar algunos aspectos del debate abierto por Benito Pérez Galdós y otros novelistas entre literatura e historia, dos actividades, cuyas fronteras en la época del gran realismo resultan, por intención ética y deseo artístico, bastante desdibujadas. Se ha intentado sobre todo poner de realce la especificidad del lenguaje literario, sólo capaz de captar y expresar la vida profunda de un pueblo y de alzar la mimesis a la altura de la poiesis de una épica moderna, que empieza a integrar en su campo, todos los estratos de la sociedad sin exclusiva gracias al compromiso ético y artístico de Galdós y de otros novelistas.

Sabemos que la lectura sociológica de la novela galdosiana, revela una estructura social en la que están claramente identificables los distintos estratos piramidales, las capas, las clases, todas las clases (la decisiva aportación de La desheredada es la superación de los niveles estilísticos), cuyas fronteras, por lo menos entre aristocracia, burguesía y clase media se hacen porosas, pues con el desarrollo de la civilización, el elemento que relaciona y a la par erosiona los tabiques es el dinero, ahora llamado capital. La novela galdosiana de los años ochenta patentiza, como ha mostrado Montesinos, la locura crematística que se ha apoderado de la sociedad.

Pero, sobre todo las Novelas contemporáneas revelan (en sentido fotográfico), a través de sus personajes y de las situaciones evocadas, a través de sus intrigas, cómo se vive a sí misma esta colectividad literaria, cuáles son sus modos de sentir de pensar y de respirar. Sobre este aspecto, el de las mentalidades, la aportación para la «Nueva historia» es irreemplazable.

3.- Por mentalidad entendemos unos modos colectivos de pensar, de sentir, de soñar totalmente interiorizados por el individuo hasta formar un complejo mental y afectivo que parece elemento natural de la personalidad y que, por lo tanto, obra de manera inconsciente. Es decir, que la palabra mentalidad guarda algo del sentido tribal que se le atribuyó en un principio para caracterizar las relaciones entre lo individual y lo colectivo. Esta importante cuestión es, como se sabe, objeto de multitud de estudios en nuestra época por parte de determinados ramos de la psicología, de la sociología y fue la piedra angular de la renovación de los estudios históricos emprendida por la escuela de los Annales. No será inútil recordar que, en los tiempos mismos en que se escribían las novelas del gran realismo, varios intelectuales más o menos relacionados con la Institución Libre de Enseñanza, al asimilar los nuevos datos proporcionados por las ciencias europeas, se interrogaban sobre «la psicología» del pueblo español y sus mentalidades. La reflexiones de González Serrano, Giner, Posada, Clarín en torno, por ejemplo, a la teoría de Gabriel Tarde sobre la imitación y de la interacción social son significativas de la conciencia que los intelectuales de la época (entre los cuales figuraban los mismos novelistas, Galdós, Clarín, Palacio Valdés, etc.) tenían del problema de las mentalidades.

Basta analizar el universo novelesco galdosiano para que se «revelen» (siempre en sentido fotográfico) los rasgos dominantes de una mentalidad colectiva encarnada en los personajes novelescos pertenecientes a los varios grupos sociales y subrayada por la expresión irónica, humorística o gravemente seria de la lucidez de los narradores que, quiéranlo o no, son, a pesar de su indiscutible superioridad, unos de tantos. Estos últimos también salen a la calle con su concepción del mundo, sus ideas, sus amores y sus odios, y hasta con sus dolores de muelas.

Nuestro propósito es más metodológico que realmente interpretativo; por eso nos limitamos a dar unas muestras de las posibilidades de estudio de las mentalidades a partir de las Novelas contemporáneas, tomadas como fuentes documentales para la «Nueva historia». El largo apartado dedicado a justificar la elección de un aspecto tomado como muestra, vale como clave para pasar directamente al estudio de lo anunciado: la religión en las conciencias y en las inconsciencias según el panorama literario dibujado por los novelistas de la Restauración, panorama vertebrado por la obra de Pérez Galdós.

En numerosas novelas, asoman con papel activo varios representantes de esa Iglesia católica que, en algunas obras, es omnipresente y omnipotente (La Regenta, La fe, Pequeñeces, Nazarín, Halma y, por supuesto las novelas de Pereda y Alarcón) y, sin embargo, pueden contarse con los dedos de la mano los personajes que viven como auténticos cristianos Monseñor Camoirán, obispo de Vetusta, el padre Gil de La Fe, Nazarín, Misericordia y también, en cierto modo, Guillermina Pacheco y Halma, las «santas prácticas».

Los representantes de la Iglesia católica, curas obispos, padres, escolapios, dominicos, jesuitas, muchos jesuitas, etc., ocupan un espacio importante en la materia novelada. Su papel y su peso social son considerables, como apoyo de la oligarquía dominante (el padre Osorio de La Espuma, el clero catedral de Vetusta), como rectores y correctores de conductas de la aristocracia descarriada (Pequeñeces), como correctores de conductas de pecadoras (Nicolás Rubín de Fortunata, el padre Nones de Tormento, cura simpático, buen conocedor del alma humana), como padrinos de sus feligreses (los buenos párrocos de Pereda), como meros salvajes con los largos pelos de sus dehesas (Pedro Polo de Tormento, don Eugenio, cura de Naya de Los pazos de Ulloa). Estos clérigos, buenos o malos, y que merecerían reunirse en una galería particular, impregnan todos los estratos del tejido social para seguir cuadriculándolo con dogmas y ritos. Aunque el padre Coloma lamenta que se haya roto la red homogeneizadora de la Unidad Católica (tal es el tema y la finalidad de Pequeñeces), el poder de la Iglesia sobre la sociedad y sobre las conciencias es enorme. En el conjunto de la novela de la Restauración, el campo semántico relativo a religión, Iglesia, dogmas, moral católica, ritos es muy extenso. De modo que la mentalidad colectiva (en el mundo de la novela) está saturada de catolicismo, de «cultura» y de rutina católicas. El lenguaje de los diversos narradores vehicula buena parte de ese vocabulario «religioso», que surge en descripciones y discursos, con la coloración crítica (ironía, humor, frialdad, denuncia) o apologética, que le comunica la finalidad del autor, según su grado de repulsa o de adhesión. El análisis lingüístico de cualquier descripción de un motivo religioso desemboca en conclusiones bastante claras como para hacer redundante los juicios de los narradores. Las descripciones que Galdós y Clarín hacen de la Noche Buena (La Regenta II, 271-281, Fortunata, 258-260, La desheredada, 199-203) bastan para evidenciar que, para ellos la fiesta es una profanación «del misterio sagrado»; el comentario del narrador es mera insistencia pedagógica: «La conmemoración más grande del mundo cristiano se celebra con el desencadenamiento de todos los apetitos» (La desheredada, 200).

La tesis de las novelas tendenciosas anteriores a La desheredada gira siempre en torno a cuestiones religiosas. Y eso que dichas novelas son menos significativas de la realidad social de la religión que las novelas de los años ochenta, pues el debate de ideas es el que organiza la materia novelada con el solo límite de la verosimilitud. Con la observación más serena de la realidad (sin renunciar a la finalidad) la novela accede a la veracidad. Entonces, la religión aparece, como en la vida real, más diluida en la mentalidad colectiva y los dramas y conflictos de los que es causa pocas veces constituyen el argumento central y único, aunque en algunas obras dichos conflictos cobren singular relieve (Doña Luz, La Regenta, La fe, Nazarín, Halma).

Ahora bien, si los ritos del culto católico acompasan la vida social e individual y si los dogmas siguen siendo referencias obligadas de los comportamientos y los fundamentos de la moral pública, pocos personajes (los antes citados y algunos más) en el conjunto de las novelas han interiorizado los valores auténticamente cristianos como para vivir movidos por una fe acorde al pensar, al sentir y al obrar. El buen obispo Camoirán, Nazarín, el padre Gil, Benina, podrían verse cada cual según su temple, como paradigmas de autenticidad cristiana. Frente a esos casos aislados, la gran mayoría de los personajes (como, es de suponer, la gran mayoría de los españoles) sólo viven en la geometría del catolicismo, inconscientemente cuadriculados por prácticas rituales e inveterados imperativos dogmáticos. La religión no les llega «al alma», se limita a ordenar y regular las conductas sociales; se reduce pues a un código normativo, que la vida social obliga a seguir más o menos blandamente, pero del cual es tanto más fácil zafarse cuanto que esté desactivada la distinción entre la buena y la mala conciencia. Aparte algunas excepciones, como el seudo-ateo de Vetusta, Pompeyo Guimarán y su compinche Santos Barrinaga que se proclaman no-católicos, todos los personajes de la novela de la Restauración, si se les preguntara se dirían católicos. Si se les preguntara, en efecto, pues ocurre que en varias novelas de Galdós (El amigo Manso, Lo prohibido, La de Bringas, Miau) la religión está ausente, como rechazada fuera de campo. En todo caso, está fuera del campo de las conciencias y pasa lo mismo en todas las novelas, incluso aquéllas en que el catolicismo es la pauta social. Es decir que, en su gran mayoría, los personajes «se dicen o se creen católicos -como escribe Clarín en Su único hijo-, pero viven como ateos perfectos».

Esta manera de considerar el catolicismo no es la causa única de la doble moral que rige a la mayoría de los personajes de la sociedad «decente», pero es significativa de la incapacidad de la religión para fundamentar una auténtica moral individual y colectiva. La hipocresía es el motor de la comedia social. La misma Fortunata, al enterarse de que el cura Nicolás Rubín, su cuñado, «este tonto de capirote, ordinario y hediondo» acaba de ser nombrado canónigo de Orihuela, se dice a sí misma: «Hay dos sociedades, la que se ve y la que está escondida» (Fortunata, 740). La que se ve es la que pasea su fachada de honradez por los teatros, por los paseos, por las Iglesias, la otra, la que se esconde detrás de las máscaras, es la que va movida por el egoísmo, la envidia, el vicio, el engaño. Rosalía de Bringas, pongamos por caso, es, por fuera, una buena burguesa, por dentro, una envidiosa, que, para satisfacer su manía nobiliaria, cae en el adulterio. Doble moral, pues, imperante en todas las esferas sociales (salvo en las clases populares que, ellas, según las visiones de Galdós y Clarín, viven en primer grado) y representada en todas las novelas tanto las de Galdós y Clarín, Picón como las de Pereda Alarcón y Coloma.

Según el testimonio de las novelas, la mentalidad colectiva está estancada en un pantano de aspiraciones, deseos, ilusiones mezquinas y egoístas, sólo capaces, por lo que se refiere a la colectividad, de alimentar un patriotismo de campanario, pero que la alejan de una verdadera conciencia histórica.

Ante tal estado de ánimo colectivo, los novelistas parecen preguntar: ¿Adonde irá a parar la sociedad presente? Al fracaso, por alejarse cada vez más de los inveterados criterios religiosos y morales, dicen con fuerza Pereda, Alarcón, Coloma. Al fracaso, si las mentalidades cristalizan en esas vanidades, impidiendo el despertar de las conciencias, afirman todos los novelistas liberales. Por eso Pérez Galdós dedica La desheredada «a los que son o deben ser» los verdaderos médicos de las dolencias sociales: «a los maestros de escuela».

El buen camino no es el de la revolución (ningún novelista pone en tela de juicio las estructuras económicas y sociales) sino la lenta evolución de las conciencias. Desde tal punto de vista, el mejor homenaje que a Galdós se le podía tributar es el siguiente:

Este hombre ha revelado España a los ojos de los españoles que la desconocían, ha contribuido a crear una conciencia nacional, ha trabajado para que España despierte y adquiera conciencia de sí misma.


Este juicio (citado por Gómez Marín, 1975, 98) es de Azorín. Bien lo merece el autor de Fortunata y Jacinta por su incansable labor artística, pero debería ensancharse a todos los novelistas del gran realismo que, cual más cual menos, y según posiciones distintas, a veces opuestas, contribuyeron a construir el abigarrado panorama literario de la «sociedad presente» para que el «pueblo» lo contemplara, se viera, reflexionara.

No pueden olvidar los historiadores que los novelistas del gran realismo también hacen la Historia.

Más: la superan, ya que del panorama de un mundo ficticio, más real que el mundo real, sobresalen algunos monumentos de la literatura universal, como pueden serlo La Regenta, Fortunata y Jacinta, Misericordia, Los pazos de Ulloa, etc., que, de entre los universales del pensar y del sentir hacen salir del cuadro personajes animados ya conocidos de todos y que siempre serán nuestros semejantes.






Bibliografía


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