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J. L. R., Historia de la República del Ecuador, tomo I, pág. 439. (N. del A.)

 

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El nombramiento hecho por el ilustrísimo señor Lasso de la Vega en favor del padre Plaza trajo protestas de parte del Perú, formuladas en nota de 20 de setiembre de 1831. El Gobierno peruano sostuvo que la diócesis de Mainas nunca había estado sin pastor legítimo; «porque después del abandono que hizo de su Grey el Sr. Rangel, el Excmo. Sr. Libertador Simón Bolívar le reemplazó en el Obispado con el Doctor D. Mariano Parral, y después por renuncia de éste se hizo el nombramiento de Gobernador Eclesiástico en el Presbítero D. Pablo de Barroeta, y últimamente en don Juan Servando Alvain». Esto no quitaba que el abandono espiritual de Mainas fuese espantoso, como lo comunicó monseñor Lasso al Gobernador del Arzobispado de Lima. Véanse los anexos núms. 14 y 15 de los Documentos del Alegato del Perú presentados a Su Majestad el Real Árbitro por don José Pardo y Barreda, tomo I, Madrid, 1915.

Obsérvese que la decisión de monseñor Lasso no era simple «exceso de celo», sino consecuencia legal de dos hechos: la Constitución de Colombia sobre la base territorial del antiguo Virreinato de Santa Fe; y la ley de 18 de julio de 1823; ley que, al disponer sobre apelaciones entre obispados, destruyó las vinculaciones del de Mainas con la Silla Metropolitana de Lima, a fin de recomponer la unidad jurisdiccional deshecha por la cédula de 1802. Empero, ni Perú, ni Colombia, contaban para nada con la Silla Apostólica al hacer arreglos relativos a los intereses eclesiásticos de Mainas. (N. del A.)

 

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A fines de 1840 ocurrió una grave sublevación de los bárbaros de Canelos, que puso espanto en los colonos de raza blanca y en los conversos. El Gobierno, por falta de fondos, atendió tardíamente la debelación del movimiento y las misiones se desorganizaron una vez más. En ese año fue nombrado cura el presbítero José Vaca, y tres años después don Rafael Echeverría. (N. del A.)

 

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El 17 de setiembre de 1838 fue nombrado segundo obispo de Mainas el ilustrísimo señor José María de Arriaga. En 1843 el Papa Gregorio XVI trasladó la sedé episcopal a Chachapoyas. (Véase: Francisco Javier Hernáez, Colección de bulas, etc., tomo II, pág. 221 y González Suárez, Estudio histórico, etc., pág. 261). El señor González Suárez rectifica la fecha de la traslación, que no fue en 1840, como indica el padre Hernáez. (N. del A.)

 

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Véanse los siguientes trabajos sobre el ilustrísimo señor Arteta: «Índice cronológico de los abogados de la Real Audiencia de Quito», por el muy erudito investigador y notable académico don Cristóbal de Gangotena y Jijón, en Boletín de la Biblioteca Nacional del Ecuador (n.º 6 y 7); Camilo Destruge, Álbum biográfico, tomo IV, pág. 6; El Nacional, tomo VII, año 1849, pág. 6672; y la biografía compuesta por el doctor Francisco Ignacio Salazar y que consta como introducción a las Actas del Primer Congreso Constituyente del Ecuador, pág. XCIII. Las introducciones del modesto y olvidado historiógrafo doctor Salazar constituyen precioso arsenal de datos para la historia. Su nombre debería ser más honrado por todos los analistas ecuatorianos. (N. del A.)

 

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Véase: «Figuras ecuatorianas. El doctor Pedro José de Arteta», por Julio Tobar Donoso, en la Revista de la Asociación Católica de la Juventud Ecuatoriana..., tomo II, pág. 70. (N. del A.)

 

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Trabajó sin tregua monseñor Arteta para impedir el contagio de las ideas disolventes, que comenzaban a infestar nuestro país. El 9 de agosto de 1838 dirigiose al Delegado Apostólico para quejarse de la concesión del permiso de leer libros prohibidos concedida al doctor Ramón Miño, «quien no ha estudiado teología y es de opiniones bastante libres lo mismo que sus hermanos que mantienen en su poder las obras de los impíos, y don Mariano ha hecho elogios en público de Voltaire, alegando que en este tiempo de independencia no pueden recogerse tales libros».

Todos los regalistas y semincrédulos de aquel tiempo, morían cristianamente y abjuraban sus errores, como ocurrió según consta de documentos, con el doctor Ramón Miño. Don Antonio José de Irisarri acabó de defensor de la Iglesia y biógrafo de insignes prelados, como el doctor Mosquera, arzobispo de Bogotá. (N. del A.)