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La Ilustración sonriente: Feijoo y la risa

Inmaculada Urzainqui





Siempre ha habido gentes que han tendido a identificar la risa con la banalidad, o aun peor, con la indignidad: como si todo lo importante o noble hubiera de ser necesariamente grave. Por más que desde Aristóteles se haya insistido en que la risibilidad es condición propia de la racionalidad y sean innumerables las páginas de excelente literatura humorística, nunca han faltado quienes han querido poner la risa en cuarentena o se han escandalizado al verla como ingrediente de un escrito de altos vuelos.

También a Feijoo le salpicó la intolerancia de alguno de esos atrabiliarios y tuvo que soportar que un amigo religioso le reprochara el haber introducido elementos cómicos, escribiendo a tal intento su discurso Chistes de N. (Teatro crítico, VI, disc. 10). Lo sabemos porque él mismo lo relata, reafirmándose en su designio, en una de sus Cartas eruditas, la 32 del tomo I, titulada Satisfacción a algunos reparos propuestos por un religioso de otra Orden, amigo del autor. Al parecer, para el buen religioso tal discurso era un «descanso improprio de una pluma seria», es decir, algo espúreo e inadecuado en el contexto de la obra.

Tal acusación, a quien, como él, estaba convencido de la necesidad humana de la risa y venía haciendo gala desde el comienzo de su Teatro crítico de un sostenido sentido del humor, exigía una respuesta. Y la da como él sabe: resueltamente, apoyándose en autoridades de peso, yendo incluso más allá que su oponente y, desde luego, soslayando cualquier posible tentación de disculparse, puesto que el escribir ese discurso, argüirá, no fue una cesión o un desliz sino, como todos los suyos, por convicción, para salir al paso de un error común; en este caso, «la translación de chistes de lugares a lugares y de tiempos a tiempos» (p. 316)1, esto es, la costumbre de relatar dichos y sucesos graciosos alterando las circunstancias de tiempo, lugar o persona para que, acercándolos a la propia época o lugar y asignándolos a personas conocidas, surta un mayor efecto cómico2. En tal sentido, por tanto, el discurso, viene tan a cuento y es tan oportuno como todos los demás que ha escrito.

No se le oculta, sin embargo, que este no era exactamente el meollo de la cuestión. Como él mismo había confesado al iniciar aquel discurso, además de denunciar tal error, había querido positivamente divertir al lector haciendo desfilar ante su vista un buen puñado de chistes «con este motivo hallará el lector algo de gracejo en este Teatro, que es razón, que como universal tenga algo de todo» (p. 392). Y en efecto, la indudable gracia de los que cuenta y la delectación con que lo hace no dejan lugar a dudas de la intención verdaderamente lúdica que subyace en el discurso, por lo que no le faltaba razón al religioso cuando, a su modo, lo interpretaba como un «descanso» festivo.

Había, pues, que dar carta de ciudadanía a la risa en los escritos «de una pluma seria», convencer a su oponente de la legitimidad, y aun conveniencia, de emplearla en una obra de altas pretensiones intelectuales como la suya (y convencer también, claro está, a los muchos que sin duda pensaban como él).

Para ello no entra en largas argumentaciones. Le basta con decir lo contrario, que justamente el mejor descanso para una pluma seria es la risa, tomando como valedores a Aristóteles, Santo Tomás y al común de los filósofos morales: que a buen seguro habían de ser autoridades del mayor crédito para su escrupuloso amigo. Y así es. Desde el elemental principio psicológico de la necesidad de alternar el trabajo con el entretenimiento, Aristóteles -y con él Santo Tomás y todos los moralistas- habían otorgado un gran valor a la risa y habían situado decididamente en el ámbito de las virtudes el hábito de cultivar la chanza oportunamente. Por tanto, quien se niega a ella y no la consiente en los demás por fuerza tiene una condición viciosa y merece el calificativo de duro y rústico:

Nota V. Rma. lo primero, el Discurso sobre los chistes de N. como descanso improprio de una pluma seria. Yo entendía, que antes el descanso proprio de una pluma seria era el chiste o la chanza. Y me parecía haberlo entendido del mismo modo Aristóteles cuando dijo (lib. 8 Politic. cap. 3) «Qui laborant, indigent relaxatione, et hujus gratia esto jocus». ¿Y por qué sino por esta razón colocan todos los filósofos morales en la clase de las virtudes aquel hábito que inclina a la chanza oportuna y que llamaron los griegos Eutropelia y los latinos Comitas, cuyos extremos viciosos son la scurrilidad y la rustiquez? El mismo Aristóteles (ib. 4 Ethic. cap. 8) llamó rústicos y duros aquellos genios que ni declinan jamás de la seriedad a la chanza, ni permiten o llevan bien que declinen otros: «Qui vero neque dicerent quidquam ridiculi, neque alios dicere paterentur, rustici sunt et duri». Ni se podría decir que esta es máxima de una Ética que tenía su mezcla de gentílica, pues Santo Tomás (2.2. quaest. 168, art. 4) la aprueba y confirma en toda su extensión, condenando por vicio el no admitir ninguna interrupción de la seriedad con el chiste (p. 315-316).

Y este criterio vale igual para los escritos que para la vida, apostilla. El que luego el propio Santo Tomás no lo practique en los suyos, como se podría objetar, no es contradictorio, pues como él mismo dice, no se debe mezclar la doctrina sagrada con jocosidades; si bien dando con ello a entender, concluye lúcidamente Feijoo, «que de ahí abajo caben en todo tipo de materias» (p. 316). Puede que quien sigue un asunto serio no deba interpolar la seriedad con el chiste; pero este no es su caso, pues no sigue un asunto o materia determinada en su obra, sino que los varía en cada discurso. Luego, ¿por qué no había de poder usar él del humor?


Feijoo, humorista

Podía, y ciertamente sabía. Fuera por temperamento, o por su condición de gallego, como se ha dicho, por su filiación clásica, o por imperativos de la cultura ilustrada en la que se engrana, como sugiere Sánchez-Blanco, de signo optimista y proclive a la risa3, porque lo vio en su padre o, como creo, por todo ello juntamente, lo cierto es que Feijoo es un hombre de humor, que defiende la risa -no sólo en este texto, sino en muchos otros, como iremos viendo-, y que la cultiva, insuflando en su obra uno de los más poderosos atractivos que tiene el ensayo moderno.

En efecto, como dice bien Sánchez-Blanco -que significativamente selecciona esa Carta de Feijoo para su antología del Ensayo español. El siglo XVIII4- «Feijoo, además de quitarle al ensayo el ropaje retórico, le añade el rasgo más original e innovador de la nueva escritura: el humor. La seriedad parecía una cualidad consustancial a los textos eruditos, de ética o científicos. A partir de ahora, por lo menos durante el siglo XVIII, el chiste y la broma serán componentes irrenunciables de la conversación civil sobre cualquier tema» (p. 27-28). Aun sin pretender pasar por humorista (ninguna declaración suya nos autoriza a creer que quisiera presentarse como tal ante sus lectores), lo es por el enfoque de muchas zonas de su escritura: las que él elige, en momentos precisos y en dosis perfectamente graduadas y calculadas; porque, con una capacidad prodigiosa para repartir los registros que mejor pudieran convenir al caso, a su argumentación lo mismo acude la risa, que la gravedad, el comentario festivo que el ejemplo severo, la ironía sutil que el razonamiento implacable. Depende de lo que venga mejor, como él mismo advierte, con sobrada razón, al recordar a su amigo religioso que «un discurso no toma la denominación de serio o jocoso del objeto que mira, sino del fin al que le endereza y del modo con que le toca» (CE, I, 32, & 4). Y no cabe duda de que el «modo» jocoso -intención, actitud y estilo- le viene bien muchas veces.

Esos toques de humor que cristalizan con naturalidad y sin rebuscamiento conceptista en toda una constelación de estrategias y procedimientos (metáforas y comparaciones ingeniosas, agudezas, ironías, paradojas, vulgarismos, caracterizaciones y contrastes cómicos, etc.)5, recorren toda la gama desde el apunte ligero, que apenas se nota, hasta la carcajada abierta y desenfadada.

Unas veces su genio zumbón se recrea en chispazos que no van más allá de la pura complacencia en rubricar algo con una apostilla chistosa. Dice así, por ejemplo, tras comentar las ideas de Descartes:

Bien sé que poco ha dijo un discreto que las damas debían estar quejosas de Descartes, porque les quitó de la cara aquella blancura, que tanto las agracia, por ponerla en los ojos del que las mira. Pero esto es bueno sólo para chiste, siendo cierto...


(TC, III, 13, & 13)                


O, refiriéndose a la asombrosa tolerancia de los habitantes de Mingrelia ante el adulterio:

[...] Y así rarísima persona hay, ni de uno ni de otro sexo, que guarde fidelidad a su consorte; bien es verdad que el marido, en el caso de sorprender a la mujer en adulterio, tiene derecho para hacer pagar al adúltero un cochino, que es muy buena satisfacción, y suele ser convidado a comer de él el mismo reo.


(TC, I, 1, & 17)                


En otras -las más- el humor brota como herramienta de su propósito crítico, de su brega contra el error, para descalificar con la risa lo que combate. Sabía muy bien que para ciertas cosas no hay nada mejor que el «gracejo irrisorio»6. Y es ahí, en ese corregir ridendo, donde más brilla su talento cómico. Dotado de una penetrante capacidad para percibir lo grotesco y ridículo de muchas ideas, actitudes y comportamientos humanos, por su simpleza, extravagancia o estupidez, su pluma se prodiga en registros satíricos para hacerlo patente. Habitualmente, la ironía suele ser su mejor aliada, el decir sin decir, el tono burlón. «Por qué ha de estar -dice a propósito de los particularismos locales- más vinculada la verdad a la voz de este pueblo que a la del otro? ¿No más que porque éste es pueblo mío y el otro ajeno? Es buena razón» (TC, I, 1, & 22). Pero cuando el asunto es muy grave y, sobre todo, cuando él mismo se siente injustamente atacado o malévolamente interpretado, no duda en recurrir al sarcasmo o la burla más demoledora. Dice así, por ejemplo, refiriéndose a la necedad osada de sus impugnadores:

¿Hay entremés como ver a uno que no ha estudiado ni aun gramática meterse a filósofo y teólogo, y por no entender lo que lee en latín ni aun en romance escribir cosas que no están escritas? [...] No rebentaría de risa el mismo Heráclito si leyese esto? ¿Qué melancolía por terca que sea se resistirá a las tentaciones de carcajadas que inspira tan graciosa extravagancia?


(TC, VI, Prólogo, p. XLVI)                


Para ellos, para su mala fe, inconsistencia intelectual y ausencia de rigor gasta su metralla más dura, si bien se echa de ver un no pequeño esfuerzo para no imponerse con suficiencia orgullosa ni cebarse en sus patéticas «extravagancias». Su gran amigo, el P. Sarmiento, lo anotaba con su habitual perspicacia en su Aprobación de la Ilustración apologética: «Los que conocen la modestia del padre maestro Feijoo extrañarán en el estilo alguna acrimonia que no acostumbra; pero los que reflexionaren debía ser apologético, aún echarán de más aquella dulzura, suavidad y cortesía con que, impugnándole, trata a su pretendido opositor [Mañer]. Tiene el estilo todo el lleno del carácter apologético, y solo faltan las acres invectivas que le caracterizan. Esto es triunfar de sí propio su modestia, aun cuando la defensa es en causa propia». Y en efecto, esa contención, entre elegante y compasiva, es su grandeza y lo que le distingue de otros polemistas y críticos de su tiempo, mucho más dados a caer en dicterios y personalidades. Luego, pasados esos momentos de mayor temperatura polémica, vuelve a lo suyo: la burla socarrona, el chiste ingenioso, la ironía sin sangre, el comentario zumbón.

Este humor sutil y bienhumorado se concreta con mucha frecuencia en una forma muy eficaz de implicar al lector en sus posiciones intelectuales: la de hacerle partícipe de sus propias reacciones de risa crítica ante lo que se le revela estúpido, simple, insensato o extravagante:

[...] Con que me reía a mi salvo de los que estaban ocupados de aquel miedo.


(TC, V, 5, 4)                


Contemplo algunas veces, no sin movimientos de risa, cómo el avaro está haciendo ascos del incontinente, y el incontinente mira con horror y abominación al avaro. Todo consiste en que aquel no padece los estímulos de la carne, y éste no adolece de la hidrópica sed del oro...


(TC, III, 24, p. 446)                


Risa me causa ver a los romanos, dueños ya del mundo, hacer vanidad de fijar el origen de su imperio en Rómulo...


(TC, III, 12, 12, p. 318-319)                


o haciéndole asociarse a la suya estimulando más directamente su perspicacia:

No hay hombre de seso que no se ría cuando lee en Plutarco que los amigos y áulicos de Alejandro afectaban inclinar la cabeza sobre el hombro izquierdo porque aquel príncipe era hecho de ese modo.


(TC, II, 5, & 16)7                


Y si se ríe de los demás, no le duelen prendas en hacerlo también, desenfadadamente, de sí mismo cuando desde una mirada más atenta y distanciada se descubre en algo equivocado o mal encaminado. Ivy McClelland, que ha destacado con gran sagacidad la vertiente humorística del Padre Maestro lo señala expresivamente: «Hasta puede reírse en ciertas circunstancias de sí mismo, convirtiendo su cólera de guerrero mal entendido en semirrisa socarrona, de falsa ingenuidad, o aun en risitas resignadamente joviales de sus propias pretensiones y desaciertos. Así que se permiten al lector-compañero en el viaje por los Discursos unos descansos divertidos de los cuales puede volver al serio tema principal con interés crecido»8. Efectivamente, con esas joviales y aparentemente ingenuas confesiones al lector, consigue acortar distancias y divertirle; pero también, cabe añadir, ser lección viva del sabio arte de ejercer el humor con uno mismo.

Su condición de humorista se manifiesta también en la facilidad con que embebe sucesos, chistes y «dichos graciosos» en sus argumentaciones, sedimentados en su memoria bien de sus lecturas («un graciosísimo pasaje a este propósito trasladaré aquí del Spectador inglés o Sócrates moderno...», CE, IV, 2, & 109), su propia experiencia, o de sus conversaciones con otras personas («oí», «se cuenta», «corre como hecho de reciente data», «oí celebrar como chiste», «el siguiente chiste se refirió en un corrillo donde me hallé»), y que a veces rubrica con la inequívoca advertencia de ser «para divertir al lector con una cosa graciosa» (TC, II, 9, 12). Sensible en extremo al humor de buenos quilates, lo capta rápidamente allí donde está, aunque se trate del libro más serio o del contexto más grave, y lo traslada a su escrito cuando conviene a su intento. Y lo capta, también, claro está, donde acude a buscarlo: en la abundante literatura de chistes, agudezas, textos satíricos y relatos graciosos, con la que, por lo que se deduce de sus citas y referencias, estaba muy familiarizado. Así, los apotegmas de Plutarco, Valerio Máximo o los más modernos del P. Manuel Bernárdez10, las Saturnales de Macrobio, los diálogos de Luciano, El asno de oro de Apuleyo, los epigramas de Marcial y de otros autores, el Quijote, la poesía satírica de Quevedo, la Floresta española de Melchor de Santa Cruz, «los cuentos del señor de Ouville»11, las historietas de Poggio Florentino12, el Satiricón de Barclay13, la Corte en aldea de Francisco Rodrigues Lobo14, la Menagiana de Gilles Menage15, las Gracias de la gracia de los santos de José Boneta16, los Pensamientos ingeniosos de Bouhours17, etc.

Y por si eso fuera poco, dedica tres discursos enteros, el ya mencionado de Chistes de N., y los dos de la Menagiana (Cartas eruditas, II, 7 y 8) a contarlos. Si en el primero el introducir «algo de gracejo» va uncido al propósito crítico-racionalista de denunciar el abuso común de modificar las personas y circunstancias de los chistes para hacerlos más divertidos y atractivos a quienes los oyen, en el caso de las dos cartas en las que recoge y selecciona lo mejor de los dichos y chanzas de Gil Menage, añadiendo otros de su propia cosecha, no cabe la menor duda de que su designio es exclusivamente lúdico. Él mismo se encarga de subrayarlo al indicar, por una parte, el carácter de la obra que extracta- «Menagiana se dice una compilación de varias graciosidades y agudezas, entretejidas con muchos rasgos de erudición, que en las conversaciones se oyeron a Mons. Gilles Menage, que en español llamamos Gil Menage y los latinos Aegidius Menagius, francés insigne y de ingenio muy sobresaliente; advirtiendo que la mayor parte de las agudezas y graciosidades de la Menagiana no tienen por autor a Mons. Menage, ni el las daba por suyas; sí sólo las vertía a la conversación para hacerla amena a los discretos amigos que concurrían a su casa, que eran muchos y muy frecuentes, nombrando los autores cuando le constaba quienes lo habían sido u dejándolos en el estado de anónimos cuando lo ignoraba» (CE, II, 7, p. 64-65)-, y por otra, al declarar que lo escribe a instancias de un amigo, que sabedor por el propio Feijoo del placer que le había proporcionado el libro (que hacía poco le había regalado su íntimo amigo, el P. Sarmiento), le pidió le seleccionara una parte «para divertirse y divertir con su lectura a algunos amigos en las próximas Pascuas»18.

Eso, y bastante más, es lo que hace Feijoo: divertir y divertirse, expresar comicidad, mas también explorar las mil virtualidades de la risa para servirse de ella como instrumento de crítica. Por eso es (aunque lo indicado no haya sido más que un rápido esbozo) un humorista; un humorista cabal, tanto si se toma la palabra en su sentido más amplio (el equivalente a lo que entonces se cobijaba bajo la voz gracioso: «chistoso, agudo, lleno de donaire y gracia», Diccionario de Autoridades), como en el más estricto de «manera graciosa o irónica de enjuiciar las cosas» con que se define hoy esa singular forma de distanciamiento crítico19. Con cuenta y razón, desde luego, ocasionalmente, pero humorismo al fin y al cabo.




Feijoo, hombre de humor

Y si no proclamaran sus escritos su propensión humorística, lo harían sus propias confesiones autobiográficas. Como a nadie se le oculta, uno de los aspectos más característicos -y atractivos- de la escritura de Feijoo es la carga de subjetividad que deposita en ellos, la prodigalidad con que da noticia de circunstancias y sucesos de su vida, anhelos y frustraciones, gustos y disgustos personales. Rehusando el siempre confortable territorio de la exposición objetiva e impersonal -del discurso magisterial al uso-, el Padre Maestro se complace en dibujarse a sí mismo, en ponerse como referencia de lo que dice, impregnando así el texto de acento personal. Gracias a este rasgo suyo -a ese «impulso personalizante» tan magistralmente descrito por Manchal20- el lector conoce a la perfección su índole alegre y su tendencia al humor. Por temperamento y por convicción. Lo hace particularmente explícito cuando, hablando de la vejez, ya con muchos años a cuestas y sintiendo los alifafes de la edad, se confiesa jovial por naturaleza y empeñado en no ceder a la tentación del desabrimiento y la rigidez que tan comunes son en la edad senil:

Es cierto que no soy de genio tétrico, arisco, áspero, descontentadizo, regañón: enfermedades del alma comunísimas en la vejez, cuya carencia debo en parte al temperamento, en parte a la reflexión. Tengo siempre presente que cuando era mozo notaba estos vicios en los viejos, observando que con ellos se hacían incómodos a todos los de su frecuente trato; y así procuro evitar este inconveniente, que lo sería no sólo para mis compañeros de habitación, mas también para mí, pues no puedo esperar muy complacientes aquellos que me experimentan desapacible.


(CE, V, 17, & 2, p. 366)                


Pocas veces resplandece tanto su reconfortante visión del humor como en esta expresiva carta, auténtica lección de ética y profesión de humanidad, escrita en respuesta a un corresponsal que quería corroborar la impresión que un amigo suyo había sacado de él durante una breve estancia en Oviedo. Y en efecto, de acuerdo con el requerimiento, se retrata a sí mismo ratificando y matizando en parte el perfil que le traslada. De paso, añade también algunos consejos para quienes están, como él, en la edad madura21. Pues bien, si algo queda claro en el dibujo de su imagen es eso, su carácter jovial, su cordialidad y su empeño por no ser, como tantos, un viejo cargante y gruñón. No se había equivocado el amigo. En verdad, es alegre y bienhumorado, pero le importa subrayar que no se trata de un estado emocional pasajero, flor de un día que al otro se marchita, sino forma de ser espontánea y conquistada a un tiempo; que si se muestra jovial y cultiva el humor es, sí, porque le sale de dentro, mas también porque está convencido de que lo exige así la convivencia humana: «Para certificarse el Padre N. de lo que añadió a V. P. de que soy bastantemente jovial en la conversación era menester más experiencia que la que tuvo en el limitadísimo espacio de dos días; pues podría sucederme lo que a otros, que algunos pocos días del año gozan de una accidental alegría y en todo el testo están dominados de la tristeza. Mas la verdad, si no me engaño, es que mi conversación sigue por lo común la mediocridad entre jocosa y seria: lo que proviene también en parte del temperamento y en parte de la reflexión. Me ofende la continuada y aun escandalosa chocarrería de Marcial, pero tampoco me agrada la inalterable seriedad de Catón. El comercio común pide mezclar oportunamente lo festivo con lo grave. La aversión a todo género de chanza es un extremo vicioso que Aristóteles llama Rusticidad, y rústicos los genios que adolecen de este vicio, como scurrilidad o chocarrería el extremo opuesto, y urbanidad el medio racional colocado entre los dos, que consiste en el oportuno uso de la chanza (Éticos, lib. 2 cap. 7); y del mismo modo se explica Santo Tomás (2.2. quaest. 168, art. 2) donde, después de graduar la chanza por virtud moral, califica la delectación que resulta de ella, no sólo de útil, mas aun de necesaria para descanso del alma» (ibid. & 9). Y porque cree y practica esta doctrina aprovecha la ocasión para reivindicar su derecho a seguir haciéndolo y a que no se le reproche por ello. Empeñado en batallar hasta el final contra prejuicios y errores envejecidos, la pública declaración de ese modo suyo de ser le lleva como de la mano a contradecir la generalizada idea de que la risa es algo impropio e indigno de una persona mayor22. Apelando de nuevo a la razón y a la voz autorizada de Santo Tomás, su argumento no puede ser más impecable y sensato. Si la seriedad no es buena para nadie, menos lo es para un viejo. Justamente cuando la vida se hace más cuesta arriba y se acumulan los motivos para la amargura, las chanzas se necesitan más que nunca: «¡Qué lejos están de considerar bien esto muchos que reprueban toda jocosidad en los viejos como extraña y abusiva en la edad anciana! Santo Tomás en el citado lugar enseña que la delectación animal que resulta de dichos y hechos lúdicos o jocosos es necesaria quasi ad quandam animae quietem. De que se sigue que es más necesaria en los viejos que en los mozos, porque más se fatigan aquéllos que éstos en cualquier aplicación o ejercicio serio. Pero realmente la necesidad de la delectación en los viejos no viene tanto de este principio como de otro mucho más universal. Muchos viejos están exentos de todo exercicio laborioso. Pero todos, o casi todos, padecen con frecuencia aquel desagrado o amargura de ánimo que causa el humor melancólico dominante en la edad senil; a que se agregan las indisposiciones corpóreas, la decadencia de todas las facultades externas e internas, el torpe uso de los miembros y varias tristes consideraciones a que es más ocasionada, que a todas las anteriores, aquella edad» (ibid. & 11). De manera que cuanto pueda representar una diversión para los viejos ha de verse como «alivio debido a sus desconsuelos». A ello obliga, concluye, «la razón natural y mucho más la caridad cristiana» (p. 370-71).

Aunque esta carta sea el documento más precioso y elocuente de la índole de su carácter, no es el único. Lo venía manifestando de un modo o de otro desde su salida al público: con sus rúbricas celebrando chistes, frases o escritos graciosos («...así, dio [el padre Sirmondo] aquella respuesta por mera festividad, y realmente tiene mucha gracia», (CE, II, 6, & 61)), con sus relatos de anécdotas divertidas tanto ajenas como propias, con explícitas declaraciones del placer con que lee, oye o cuenta chistes («[...Essa ficción] me cayó tanto en gracia que luego que leí el chiste no me hartaba de referirle a éstos y aquéllos» (CE, II, 6, & 26)); y también, cómo no, con sus comentarios admirativos de escritores y gentes particularmente dotadas para la chispa y el gracejo. De ellos hay tres (luego volveré sobre sus estimaciones literarias) que, por expresivos, merecen anotarse: los del asturiano Francisco Bernardo de Quirós, Francisco Javier de Goyeneche y su propio padre. Del primero, joven de la alta nobleza y muerto prematuramente en la batalla de Zaragoza, buen poeta y de extraordinaria cultura y al que tuvo la oportunidad de tratar, celebra, junto a su talento poético y erudición, su «exquisita vivacidad y penetración» y «la gracia y agudeza de su conversación, tanto en lo festivo como en lo serio», que le hacían quedarse absorto cuando le escuchaba (TC, IV, 13, p. 520-521). De Goyeneche, activo promotor de empresas y ciudadano ejemplar, al que dedica el tomo VII del Teatro crítico, destaca entre sus muchos valores «la feliz y pronta ocurrencia de dichos festivos y agudos». Y de su padre, por el que sintió una devoción grandísima, subraya sin disimular su orgullo que «gozaba una facilidad maravillosa en la conversación, ora fuera grave, ora festiva» y que «tenía sazonadísimos dichos», tantos que con solo los que se acuerda «podría hacer una tercera parte de la Floresta española» (TC, IV, 13, p. 522). Por su índole más amistosa y familiar, esta faceta de su personalidad se transparenta especialmente en las Cartas eruditas, y en la parte del epistolario personal que conocemos23.

Que en la vida diaria era realmente así, alegre y bienhumorado, lo confirman prácticamente todos los que, conociéndole de cerca, se refieren a su personalidad, tanto sus amigos y compañeros de Orden que redactaron las aprobaciones de sus textos, como los oradores que intervinieron en sus honras fúnebres (Alonso Francos Arango en la Universidad de Oviedo, Fr. Benito Uría en el monasterio de San Vicente y Fr. Eladio Novoa en el de Samos). En su aprobación al tomo I del Teatro crítico, el P. Antonio Sarmiento, a la sazón maestro general de su Orden y abad del monasterio de Samos, lo apunta ya claramente cuando alude a su «ingenio sutil, que nada tiene de quisquilloso», su «juicio sólido sin las asperezas de rígido» y su «facundia dulce sin el menor resabio desafectada» (TC, I, p. VIII). Más explícitamente lo subrayará su amigo el jesuita Felipe Aguirre, lector de Teología en el Colegio de la Compañía en Oviedo cuando en la aprobación del T. V asegura: «Sólo diré que en el discurso de la urbanidad verdadera se delineó a sí mismo, pues los que vivimos con la fortuna de tener al autor a la vista y tratarle con religiosa confianza, observamos copiadas en su escrito todas las perfecciones que admiramos en su urbanísimo genio». Y entre esas «perfecciones» estaban, como luego veremos, usar de la chanza oportunamente. Fr. José Pérez, que en 1734, cuando firma la aprobación del tomo VI era abad de su propio monasterio de San Vicente, viene a decir lo mismo: «es tal su gracia en el decir que suspende y embelesa a los que le oyen». De los tres elogios fúnebres, merece recordarse, por expresivo, el comentario de Alonso Francos Arango, magistral de la catedral de Oviedo y antiguo compañero de claustro. Saliendo al paso de quienes podrían pensar que un hombre tan sabio y crítico como él debía de haber sido un ceñudo regañón, señala que era justamente lo contrario, afable en extremo, cordial y muy divertido: «Quien por ella [su sabiduría] quisiere medir la altura de este gigante, juzgaría (a manera de decir) que se tragaba la gente; pero en mi vida he tratado hombre más humano, amable y accesible; a sus palabras, como a las de Job, nada había que quitar ni añadir, y era sumamente grata y gustosa su conversación [...] A la dulzura de su trato hacía consonancia lo jovial y lo festivo; usaba de aquella permitida chanza, que perteneciendo a la virtud de la autrapelia, hace que no parezcan tediosos los sujetos: prerrogativa que asimismo debe adornar a los sabios...»24. Luego, ese rasgo de su personalidad que también pondera Diego Antonio Cernadas y Castro (el cura de Fruime) en la Funeral ofrenda que escribió con motivo de su fallecimiento- quedará refrendado en la Noticia de su vida y obras que para la primera edición conjunta (Madrid, Imprenta Real de la Gaceta, 1765), escribió Campomanes, que le conoció en la adolescencia y admiró toda la vida:

El trato de nuestro Benedictino era ameno y cortesano, como lo es comúnmente el de estos monjes, escogidos por su corto número de familias honradas y decentes. Era salado en la conversación, como lo acredita su afición a la poesía, sin salir de la decencia. Esto le hacía agradable en la sociedad, además de su aspecto apacible, su estatura alta y bien dispuesta, y una felicidad de explicarse de palabra con la propiedad misma que por escrito. La viveza de sus ojos era un índice de la de su alma25.


Si es verdad que «el estilo es el hombre», en el caso de Feijoo resulta evidente. Nada más lógico que el humorismo vital, consciente y plenamente asumido de quien siempre había pensado que «la elocuencia es naturaleza y no arte» se derramara en su obra con la naturalidad de lo auténtico. Y viceversa, que la chispa e ingenio de sus escritos tuvieran su explicación y soporte en su índole festiva y bienhumorada. Por eso, tenía toda la razón el P. Novoa cuando, resaltando esta coherencia suya, decía que «el que gozaba de su dulce conversación estaba leyendo sus obras, y el que lee éstas está percibiendo su conversación familiar»26.




Feijoo, teórico del humor

Pero Feijoo no es solo hombre de genio alegre que gusta del humor y lo cultiva. Convencido de su importancia en la vida personal y social, y de lo errado de algunas opiniones sobre él, lo saca también a la palestra para someterlo a análisis y revisión crítica, aunque lo haga -al igual que con otras muchas cuestiones con las que se enfrenta- de manera incidental sin dedicarle monográficamente ningún discurso concreto. Pero la atención que le presta y las precisas ideas que formula le incardinan inequívocamente en la ya caudalosa corriente que desde el Renacimiento venía haciendo de la risa objeto de reflexión y de análisis.

En tal sentido Feijoo no es un innovador. Dos siglos antes, con las nuevas propuestas de sociabilidad del Humanismo, había ya tomado cuerpo la reflexión sobre la risa, y no eran pocos los que para entonces habían dejado por escrito sus opiniones. Aun cuando esa reflexión sea menos conocida que la vigorosa literatura cómica que se desarrolla a su lado, es evidente que el Siglo de Oro, a través de diversos conductos y formatos, había generado toda una tradición teórica sobre lo cómico. Una tradición, por fuerza, heterogénea y formalizada en discursos diversos, pues como la risa es algo que se relaciona -o puede relacionarse- con muchas cosas (la fisiología, la literatura, la retórica, la epistolografía, el arte, la ética civil, la psicología, la moral, etc.), su tratamiento discursivo había discurrido por cauces muy variados. Dicho de otro modo, de ella se habló en contextos muy heterogéneos y con formulaciones doctrinales muy diversas. Unos, como Villalobos, Valles, el doctor Laguna o Huarte de San Juan, la enfocan desde la perspectiva de la filosofía natural y se centran fundamentalmente en determinar los mecanismos que actúan en ella como fenómeno fisiológico, en sus posibles virtudes terapéuticas o en situar la risibilidad en el cuadro clasificatorio de los temperamentos humanos. Otros lo hacen en su sentido más profundo y filosófico, en tanto que fenómeno interno o «afecto del ánimo» para determinar cómo y por qué se produce (por ejemplo Vives en su tratado De Anima). Los tratadistas de moral se encaran con ella en tanto que actividad humana susceptible de ser calificada o sancionada por su adecuación o inadecuación al bien (ad honestum). Las poéticas y las retóricas la consideraron desde sus respectivas perspectivas, esto es, como recurso poético u oratorio. Los tratados pedagógicos la contemplan como estrategia educativa (Vives, por ejemplo), y en fin, los que quisieron orientar al hombre en su comportamiento social prescribiéndole normas de conducta para conducirse en la vida de relación -los innumerables textos surgidos en la órbita de El Cortesano de Castiglione- la avistan en tanto que mimbre fundamental (vir facetus) en la construcción del yo como obra de arte.

Por lo común no se trata de un pensamiento original, al menos en los formantes esenciales. Conforme a la matriz humanista que está en la base de la mayor parte de todos estos escritos, en estas propuestas teóricas, por muy renovadoras que puedan presentarse, se reconoce la impronta del pensamiento clásico: fundamentalmente, las ideas aristotélicas de la risa como patrimonio exclusivo de la condición humana (De partibus animalium, III, 10) y como actividad muy adecuada para el descanso (Ética a Nicómaco), las hipocráticas sobre su valor terapéutico, así como las extensas reflexiones sobre lo cómico de Cicerón (De Oratore) y Quintiliano (Instituto oratoria). Y se reconoce también la del pensamiento moderno, pues a esas (y otras) influencias antiguas vinieron a sumarse las de diversos humanistas modernos, como Erasmo, Pontano, Castiglione, Giovanni de la Casa, tratadistas de poética y retórica, etc27. De manera que en nuestra cultura áurea, al tiempo que se practica la risa (con todas las diferencias que median entre el vitalismo existencial del Renacimiento y el pesimismo grave y sarcástico del Barroco), se piensa en la risa.

Feijoo, pues, tenía tras de sí una larga tradición teórica a la hora de enfrentarse discursiva y críticamente con la risa; y siendo como era un hombre de amplias lecturas, era razonable que conociera, si no todas, al menos una parte de esas formulaciones y que, sin estar condicionado por ellas, las tuviera presentes. Pero si fue así, es bastante parco en declararlo. Porque si habitualmente es muy puntilloso en confesar y precisar sus fuentes, en esta cuestión prácticamente se ciñe a las deudas antiguas de Aristóteles, Cicerón, Quintiliano y Santo Tomás. Conocía, desde luego, como se colige por otros lugares de su obra, a Erasmo, Pontano, Moro, Vives, Huarte de San Juan (a partir de 1750), el doctor Valles... pero en lo que se refiere a teorías de la risa no los menciona. Tan sólo se hace eco del cardenal Aguirre y Manuel Tesauro, comentaristas de la Ética de Aristóteles, a propósito de la voz urbanidad, para decir que el sentido en el que emplearon la palabra ya no estaba vigente28, y de Saint-Aubin (Tratado de la opinión, 1733), al tratar del valor terapéutico de la risa. Ni siquiera alude a las Réflexions sur le ridicule et sur les moyens de l'eviter y las Réflexions sur la politesse des moeurs (1708) de Morvan de Bellegarde que se sabe obraban en su biblioteca29. En cuanto a Castiglione, al que tampoco menciona, pudo conocerle indirectamente a través de Francisco Rodrigues Lobo, cuya Corte en la aldea (1619), de la que toma varios chistes y anécdotas, le sigue bastante de cerca.

Pero puesto que no cita más que a estos pocos autores, y como no cabe sospechar que se apropiara de ideas ajenas sin decirlo, es forzoso concluir que si escribió así, sin apenas apoyos bibliográficos, fue porque quiso tratar el tema, antes que como una cuestión erudita, como una cuestión de vida, con libertad, y apelando sobre todo a su razón y experiencia, que era lo que más convenía a su propósito de deshacer diversos prejuicios.

En razón del carácter disperso y fragmentario de sus consideraciones sobre la risa, su corpus teórico está lejos de ser una exposición trabada y sistemática sobre todas y cada una de las cuestiones que venían rodando desde antiguo. Las que más le interesan son las referidas a su vertiente psicológica y ética (en su doble dimensión de moralidad y sociabilidad): la condición risible de la persona, la necesidad e importancia de la risa en la vida personal y social, la valoración de Demócrito (el filósofo que venía encarnando la risibilidad permanente), y las pautas básicas para su recto ejercicio. A cambio, toca bastante por encima sus aspectos médicos o fisiológicos, se despreocupa de indagar en los mecanismos internos que la producen, y, en cuanto a su proyección literaria, habla un poco de sus características y oportunidad, y desgrana aquí y allá escuetas valoraciones críticas sobre algunos escritores. Trata, sí, de su presencia en la música religiosa, pero no dice nada de su papel en la predicación, la enseñanza o en la escritura de cartas, ni entra tampoco en la tipificación de sus formas básicas.

Lo que le preocupa, en suma, es su dimensión existencial: hacer patente su importancia y necesidad en la vida humana, y a partir de ello, como ahora veremos, dignificarla y liberarla de todos los prejuicios que pesaban sobre ella.


El valor psicológico y terapéutico de la risa

Mucho antes de salir en su defensa, Feijoo habría expresado ya de diversas formas su profunda convicción de la necesidad humana de la risa y había tratado de deshacer diversas opiniones erróneas al respecto.

Ya en el TC I, al defender la salubridad de la vida intelectual apuntaba con bastante claridad su importancia para el equilibrio físico y emocional. Frente a quienes creen que el estudio hace a los hombres «melancólicos, tétricos, desabridos» aseguraba, con su propio ejemplo y el de otros muchos conocidos, que, bien llevado, resulta una de las actividades más agradables y placenteras. Basta con saber frenar a tiempo y tener la precaución de alternar el trabajo con el ejercicio físico y «algunas recreaciones honestas», las cuales sirven para reparar tanto las fuerzas del cuerpo como las del espíritu «porque la alegría da soltura y vivacidad al ingenio». En tal sentido los escritores necesitan más que nadie de este «alivio», y «entre éstos mucho más los de genio melancólico» (TC, I, 7, 20, p. 223-224). Aunque no diga aquí explícitamente que esas «recreaciones» hayan de ser de naturaleza humorística, el contexto de la frase y otros textos suyos posteriores sobre la necesidad de la eutrapelia así autorizan a interpretarlo.

Porque para Feijoo, como para el común de la gente, la risa va unida estrechamente a la alegría. Una persona alegre siempre propende a reírse. Lo vemos, por ejemplo, cuando al tratar en este mismo primer tomo del Teatro crítico de la Humilde y alta fortuna, (disc. 3), contrasta las diferentes actitudes de un pobre que trabaja y un rico ocioso: «no observarás más triste al pobre en el trabajo que al rico en el ocio; antes, especialmente si trabaja en compañía, pasa festivo, cantando y chanceando su tarea» (I, 3, 27). Y poco después:

Si se quieren pesar los placeres de uno y otro estado no hay más que atender a la advertencia de Séneca citado arriba [...] Verás a los pobres en sus conversaciones festivas, en sus rústicos bailes, ¡qué francamente risueños! ¡qué sinceramente gozosos!. «Saepius pauper et fidelius ridet». Al contrario a los ricos, verás en los mismos festejos no pocas veces fastidiosos. A lo menos no brilla tan puro el placer en sus semblantes.


(ibid., & 28, p. 73)                


No está la felicidad en poseer muchas cosas o satisfacer los apetitos, antes bien, nadie anda más triste y acongojado que los ricos. Asociando la alegría con el trabajo y la vida sencilla, recuerda un pasaje de las Confesiones de San Agustín en el que relata cuánto le sirvió, caminando por una aldea del estado de Milán, ver a un «mendigo sumamente alegre y festivo. Comparó su fortuna con la de aquel pobre. Viole a él gozoso, a sí proprio congojado [...] y de ahí concluyó que la fortuna de aquel mendigo era harto mejor que la suya» (p. 60). Y un poco más adelante: «Y es bien de notar que todos aquellos que se dieron a la glotonería y a la lascivia se hicieron melancólicos, desabridos y tétricos: por donde raro príncipe se encuentra en la Historia glotón y lascivo que no fuese juntamente cruel» (I, 3, & 24, p. 69). Para Feijoo, pocas cosas hay tan nocivas para el cuerpo y para el alma como la tristeza. Con ella todo son dificultades y en todo se ven peligros; y al contrario, «la festiva constitución del ánimo representa desarmados de inconvenientes los mismos rasgos» (TC, IV, 4, & 18, p. 98). Por eso, afiliándose a la tradición hipocrático-galénica, considera una parte esencial de la medicina todo lo que pueda conducir a alegrar el ánimo del enfermo30. Trata de ello en Paradojas médicas, oponiendo los remedios cordiales, esto es, los que levantan y reconfortan el ánimo (la práctica de la risa, la conversación afectuosa, el esperanzar al enfermo con su pronta recuperación, la limpieza y cuidado del cuerpo, etc.) a los específicamente medicinales:

Todo lo que alegra el ánimo y refocila el corazón es cordial; y alegra el ánimo todo lo que es gustoso y grato al sujeto. Siendo esto así, ¿para qué gastar dinero en bezoares, unicornios, perlas, esmeraldas, confecciones, electuarios, cuya virtud apenas consta sino ex fide dicentium? [...] Por estas razones, y también por ser una parte esencialísima de la medicina todo lo que conduce a alegrar el ánimo del enfermo, no puede excusarse el médico de tomar esto a cuenta...


(TC, VIII, 10, Paradoxas médicas, & 108-111)                


Luego, en una nota del Suplemento lo explicará con más detalle sirviéndose de Saint-Aubin:

Parece que Galeno y otros médicos famosos estuvieron muy de parte de lo que decimos en este número, según los cita el Marqués de San Aubin en su Tratado de la opinión, tomo 3, lib. 4, cap. 4 Galeno, dice este autor, refiere que curó muchas enfermedades calmando la agitación del espíritu y poniéndole tranquilo. El asegura que el método de Esculapio era poner cuanto podía de buen humor a los enfermos, excitarlos a reír, distraer su imaginación de la enfermedad con canciones, músicas y otros géneros de recreaciones de su gusto. Asclepiades hacía consistir la Medicina en todo lo que era capaz de lisongear la naturaleza. Un antiguo médico, para remediar ciertas enfermedades, ordenaba la lectura de las ficciones romanescas de Filipo de Anfipolis, de Herodiano, de Amelio de Siria, etc.


(ibid. a, 1)                


Su propuesta, ciertamente, no era nueva; pero hacía falta recordarla y presentarla de manera convincente para que la siguieran los médicos adocenados. Y asi o hace, encuadrando la risa en una reflexión más amplia sobre lo que hoy llamamos psicoterapia, y que a juicio de Marañón representa la mayor intuición terapéutica del Padre Maestro31.




Los engaños de la gravedad impostada

Uno de los prejuicios sobre la risa que combate -que concierne particularmente a los intelectuales y hombres de ciencia y del que también participa el vulgo- es la creencia de que la gravedad es consustancial con la densidad de pensamiento o, lo que es lo mismo, que uno de los rasgos identificadores del hombre verdaderamente sabio es la seriedad. Por eso hay muchos que, para aparentar que lo son, se revisten de un impostado aire de gravedad. Lo hace en el tomo II del Teatro crítico, al tratar de las falsedades que se anidan en la opinión común que se tiene de la sabiduría (Sabiduría aparente, TC, II, 8, p. 261-262):

Otras partidas igualmente extrínsecas dan reputación de sabios a los que no lo son. La seriedad y circunspección, que sea natural, que artificiosa, contribuye mucho. La gravedad (dice la famosa Madalena Scuderi en una de sus Conversaciones morales) es un misterio del cuerpo inventado para ocultar los defectos del espíritu, y si es propasada, eleva el sujeto al grado de oráculo. Yo no sé por qué ha de ser más que hombre quien es tanto menos que hombre cuanto más se acerca a estatua, ni por qué siendo lo risible propriedad de lo racional ha de ser más racional quien se aleja más de lo risible. El ingenioso francés Miguel de Montaña dice con gracia que entre todas las especies de brutos ninguno vio tan serio como el asno.


Al arrimo de dos escritores por los que sentía gran devoción, Magalena Scudery32 y Michel de Montaigne33, Feijoo expresa su profundo desdén por el engolamiento y la pretenciosa solemnidad que, cual buque insignia de grandes conocimientos, suele acompañar, para admiración del vulgo, a muchos sabios de pacotilla. Porque, viene a decir, detrás de una fachada de impasibilidad y circunspección no suele haber otra cosa que cortedad mental. Ser sabio no es ser una estatua.

Y como no se le escapa el peso que en la opinión común tiene la vieja idea, sostenida por Aristóteles, de que los temperamentos melancólicos son los más sublimes y propicios a la eminencia intelectual, llegado a este punto, añade unas lúcidas consideraciones sobre la impertinencia de tal identificación:

Aristóteles puso en crédito de ingeniosos a los melancólicos. No sé por qué. La experiencia nos está mostrando a cada paso melancólicos rudos. Si nos dejamos llevar de la primera vista, fácilmente confundiremos lo estúpido con lo estático. Las lobregueces del genio tienen no sé qué asomos a parecer profundidades del discurso; pero si se mira bien la insociabilidad con los hombres no es carácter de racionales. En estos sujetos que se nos presentan siempre pensativos está invertida la negociación interior del alma. En vez de aprehender el entendimiento las especies, las especies aprehenden el entendimiento; en vez de hacerse dueño el espíritu del objeto, el objeto se hace dueño del espíritu. Átale la especie que le arrebata. No está contemplativo, sino atónito, porque la inmovilidad del pensamiento es ociosidad del discurso. Noto que no hay bruto de genio más festivo y sociable que el perro, y ninguno tiene más noble instinto. No obstante, peor seña es el extremo opuesto. Hombres muy chocarreros son sumamente superficiales.


(ibid., & 10)                


Una vez más la experiencia contradice a la teoría y le suministra el apoyo necesario para sostener lo que afirma. Como constantemente se ven hombres de temperamento melancólico que son de muy pocos alcances, no tiene sentido identificar los rasgos característicos de tales temperamentales (taciturnidad, misantropía...) con la capacidad intelectual, o lo que es lo mismo, la sabiduría no tiene por qué comportar un talante adusto ni estar reñida con la alegría o la sociabilidad. Una actitud aparentemente pensativa puede ser muchas veces un signo de estupidez, de incapacidad para penetrar en el verdadero sentido de las cosas. Lo que no quiere decir, precisará, que hayan de invertirse los términos y deducir de sus palabras justamente lo contrario. No. Los que sistemáticamente hacen gala de un temperamento burlón y gustan del chiste fácil -los chocarreros- no son por ello más sabios; muy al contrario, con esos signos están proclamando su superficialidad. La verdad, una vez más, está en el justo medio.




Risa y virtud. Los falsos santos

Otro prejuicio que Feijoo combate con análoga vehemencia es la también generalizada identificación de la virtud con el ceño adusto y la aspereza. Lo hace en el tomo III del Teatro crítico, en el discurso específico que destina a descorrer el velo de hipocresía que frecuentemente encubre la común noción de santidad y que significativamente titula Virtud aparente.

Lejos ya el impulso secularizador del erasmismo y otros movimientos religiosos afines, los modelos de virtud y de santidad vigentes -que, como se verá, Feijoo detesta- son todavía los del Barroco, profundamente marcados por el espíritu rigorista y gestual de la Contrarreforma. Según ese modo de pensar, la medida de la santidad la dan las efusiones místicas, el ceño duro, el sacrificio teatralmente áspero: como si la verdadera piedad no se compadeciera con el trato abierto, el gesto alegre y la vida sencilla. Nada que ver con el talante profundamente humano y secular de Feijoo, que frente a esta visión lúgubre y descorazonadora enarbola, como contrafigura, para que sirva de ejemplo «para todo y para todos», a quien metido hasta el cuello en los azares de la política cumplió con su deber con toda naturalidad, sin falsas humildades, y supo unir una fe sólida, sin melindres místicos, con un temperamento extremadamente alegre, cordial y divertido mantenido hasta el instante mismo del martirio; «un hombre a quien siempre he mirado con devota ternura y con profundo respeto: el justo, el sabio, el discreto inglés Tomás Moro» (TC, III, 15, & 38, p. 452):

Si se mira por la frente la vida de Tomás Moro sólo se ve un político hábil, metido dentro del mundo, manejando dependencias del rey y del reino, dejándose llevar del viento de la fortuna sin pretender los honores, mas también sin resistirlos; en la vida privada abierto, urbano, dulce, festivo y aun chancero, aprovechando más frecuentemente en alegres sales el esparcimiento del ánimo y la delicadez del ingenio, siempre inculpable, mas sin el resabio de austero. [...] En la descripción de la Utopía (escrito verdaderamente ingenioso, agradable y delicado) dejó correr tanto la pluma hacia el interés temporal de la República que parece miraba la religión con indiferencia.


(ibid.)                


La clarividencia y buen sentido de Feijoo al proponer por modelo a hombre tan en las antípodas del ascetismo convencional y de la espiritualidad monacal como Santo Tomás Moro resulta doblemente admirable: por su excepcionalidad respecto de los patrones de la literatura espiritual al uso y por venir de la mano de un religioso de tan profundas convicciones monásticas como él. Pero no es, sin embargo, sorprendente; al contrario, porque más allá de su condición de religioso, su mentalidad es profundamente secular, civil34, en el sentido más radical de la palabra. Distingue perfectamente la esfera de lo religioso y de lo laico, y no confunde lo que le corresponde a una y otra. Y como sabe que su público es mayoritariamente laico, el ejemplo que pone, contradiciendo el viejo modelo del contemptus mundi y el rigorismo exacerbado (de inequívoca matriz religiosa) es el de un santo laico, atractivamente humano y cuyas virtudes pueden ser encarnadas por cualquiera. Su santidad estaba en el interior, en la fuerza de sus convicciones, no en su apariencia -«por la frente»- que en nada desdecía de su condición de político y hombre de mundo.

Pero Feijoo no se limita a enunciar, sin más, sus valores eminentes. Para que el lector pueda hacerse cargo mejor de su rica y atractiva personalidad y del «aire de humanidad» con que vivía las virtudes, se complace en recordar varias anécdotas, dos del momento mismo de su muerte, que a la vez que muestran su gran entereza y nobleza de ánimo, son también expresivo ejemplo de «aquella graciosísima festividad de su genio» que siempre le caracterizó: la que hizo que «no se le oyeron menos chanzas ni con menos aire entre las cadenas que antes le habían oído en los salones» (p. 454). La primera, que estando todavía viéndose su causa, cuando los jueces le enviaron un barbero para que le afeitase la barba que tenía algo crecida, el santo le detuvo diciéndole que, como todavía se estaba litigando sobre su caso y no se sabía si su cabeza era suya o del rey, no era razón que cargase él con el gasto de la barba. Y la segunda, no menos divertida, que al subir al cadalso, con las fuerzas muy debilitadas, pidió a uno que estaba cerca que le ayudara a hacerlo, diciéndole: «Ayúdame a subir, que para bajar no te pediré ayuda».

Lo que admira Feijoo es eso, su congruencia y naturalidad: el que a la hora de la muerte se comportara como había hecho siempre, sin alardes ni aparatosidades, desdramatizando su propio final con el bálsamo del humor. Y concluye, extrayendo la enseñanza universalizadora que se deriva de conducta, en ese sentido, tan extraordinaria:

¡Oh virtud eminente! ¡Oh espíritu verdaderamente sublime, que subía al cadalso con tan festivo desahogo, como si sentase a un banquete! Miren esta grande imagen las almas apocadas, para aprender que la virtud verdadera no consiste en melindrosas circunspecciones.


(p. 455)                


No. La verdadera virtud no es encogimiento; y menos todavía esa severidad desabrida de la que alardean tantos falsos santones que ignoran la afabilidad y la chanza. El parágrafo que sirve de colofón a este encendido elogio del santo laico expresa con toda claridad las razones que le asisten para rebelarse contra esa caricatura de la virtud y el desprecio que le merecen esos «genios ásperos y saturninos» que creen acreditar su santidad mediante un talante adusto, no siendo en realidad más que unos hipócritas abominables:

¡Oh cuántos antípodas morales de Tomás Moro hay en todo género de Repúblicas! En el Occidente, como en el Oriente, hay muchos de aquellos ridículos espantajos que llaman santones; sino que los de acá no se mortifican tanto a sí y mortifican más a otros. Con una seriedad desapacible que llegue a cefio; una conversación tan apartada de la chanza que toque en el extremo de la rustiquez; un celo tan áspero que degenere en crueldad; una observación tan escrupulosa del rito que se acerque a superstición, y la carencia de algunos pocos vicios sin más coste están hechos estos misteriosos simulacros de la más alta perfección. Simulacros los llamo porque todo su valor consiste en la configuración extrínseca. Simulacros los llamo porque no los informa espíritu verdadero, sino aparente. Simulacros los llamo porque tienen dureza de mármoles o insensibilidad de troncos. En la ética que los rige están borradas la dulzura, la afabilidad, la compasión del catálogo de virtudes. Aun he dicho poco. Aquellos dos caracteres sensibles de la caridad señalados por San Pablo, conviene a saber, la paciencia y la benignidad, son tan forasteros a su genio que antes los miran como señas, si no de relajación, por lo menos de tibieza [...]


(p. 455)                


Con esta forma de proceder -dirá en otro momento, hablando de las romerías- lo que se consigue es justamente lo contrario, apartar a la gente de la santidad: No está la alegría mal avenida con la virtud. Los que sólo predican una devoción o toda asperezas o toda melindres no logran otra cosa que desviar los ánimos de aquello mismo a que quieren atraerlos (TC, IV, 4, & 18,22, p. 101).




El humor crítico o la risa sabia. Demócrito y las ridiculeces de los hombres

Un sagaz perceptor de la esencia grotesca de muchas actitudes y comportamientos humanos como era Feijoo, que comprendía a la perfección la profunda sabiduría de la risa, la lucidez del humor inteligente y crítico, tenía por fuerza que sintonizar con Demócrito, el sabio griego al que la tradición venía adscribiendo desde antiguo un talante de permanente risa, denostada e incomprendida por muchos.

Y en efecto, así es; comparte su actitud y lo defiende con calor en dos lugares del Teatro crítico, poniendo de manifiesto que, frente a la simplista opinión común, el sabio griego, lejos de ser un loco y un bufón, fue un hombre de gran profundidad e inteligencia que se sirvió, conscientemente, de la risa como la mejor respuesta ante la estupidez humana.

Mucho se había escrito ya sobre el filósofo a propósito de esa actitud aparentemente incomprensible, que una legendaria tradición de siglos contrastaba con la del otro sabio, Heráclito, caracterizado justamente por lo contrario: el permanente llanto. Dos actitudes opuestas que de algún modo traducen la esencial dicotomía del ser humano, la risa y el llanto. Ante la estupidez y la locura humanas, Demócrito ríe, mientras que Heráclito llora. Fraguada en la antigüedad a través de un largo proceso de remodelación -y falseamiento- y conocida por los humanistas, la leyenda de los dos filósofos tuvo un amplio desarrollo en las literaturas europeas durante los siglos XVI y XVII, en que conoció lecturas e interpretaciones de distinto signo. También en España, cuya reiterada presencia ha sido ampliamente analizada por Ángel García Gómez en su documentada monografía The Legend of the Laughing Philosopher and his Presence in Spanish Literature (1500-1700)35. Aunque muchas veces la pareja de filósofos aparece como constatación sin más de dos actitudes contrapuestas, o de dos manifestaciones antitéticas de reacciones igualmente maniáticas, con mayor frecuencia aparece como un dilema y una invitación a la polémica: ¿qué es mejor, la respuesta de Demócrito o la de Heráclito?, ¿en cuál de ellas hay más sabiduría?

En esta última perspectiva se sitúa Feijoo. La primera vez que trata de Demócrito es ya en el primer discurso -Voz del pueblo- del Teatro crítico, a propósito de las erradas opiniones de los hombres sobre los demás. Frente a quienes creen que la opinión del pueblo es infalible en la aprobación o reprobación de los sujetos y en otorgar la condición de sabios a unos o a otros, pone el ejemplo de Demócrito, acudiendo para ello a la versión más temprana y primigenia de la leyenda, la contenida en las cartas del pseudo Hipócrates, sin mencionar las valoraciones e interpretaciones más modernas, que para su propósito, no hacían demasiado al caso, pues las que le interesa sopesar son las contemporáneas contenidas en ella: las de sus compatriotas, los abderitas, y la del propio Hipócrates.

Fue el caso que Demócrito, «después de una larga meditación sobre las vanidades y ridiculeces de los hombres, dio en el extremo de reírse siempre que cualquiera suceso le traía este asunto a la memoria. Viendo esto los Abderitas, que antes le tenían por sapientísimo, no dudaban en que se había vuelto loco» (p. 7). Por eso escribieron a Hipócrates pidiéndole encarecidamente que acudiera a curarle. «Sospechó el buen viejo lo que era: que la enfermedad no estaba en Demócrito, sino en el pueblo, el cual a fuer de muy necio, juzgaba en el filósofo locura lo que era una excelente sabiduría», y así lo escribió a sus amigos Dionisio y Filómenes. Fue, en efecto, Hipócrates a ver a Demócrito, «y en una larga conferencia que tuvo con él halló el fundamento de su risa en una moralidad discreta y sólida, de que quedó convencido y admirado» (p. 7).

Tras el escueto relato, Feijoo da cuenta de la fuente, traslada la favorable opinión de Hipócrates, y extrae las conclusiones. Informa que la noticia de esta conversación la da Hipócrates en carta a Damageto, «donde se leen estos elogios de Demócrito. Entre otras cosas le dice: Mi conjetura Damageto, salió cierta. No está loco Demócrito, antes es el hombre más sabio que he visto. A mí con su conversación me hizo más sabio, y por mí a todos los demás hombres»; y que ésta y las otras cartas están en las obras de Hipócrates, «dignísimas, cierto, de ser leídas, especialmente la de Damageto». Lo que se colige de ello es «no sólo cuanto puede errar el pueblo entero en el concepto de algún individuo, mas también la ninguna razón con que tantos autores pintan a Demócrito como un hombre ridículo y semifatuo, pues nadie le disputa el juicio y la sabiduría a Hipócrates; y éste, habiéndole tratado muy despacio, da testimonio tan opuesto que por su dicho venía a ser Demócrito el hombre más sabio y cuerdo del mundo» (p. 8). Y para resellar su apreciación, añade que hay otra carta de Hipócrates a Demócrito en la que le reconoce como el mayor filósofo natural del mundo.

La segunda vez que se ocupa del filósofo lo hace ya a propio intento, dedicándole un apartado de su Apología de algunos personajes (TC, VI, 2, & 8-20). Este tratamiento monográfico le permite entrar con más detalle en el análisis y valoración de su sabiduría y confesar algo, en honor a la verdad, que antes no había considerado: que muchos críticos se inclinan a considerar apócrifas las tres mencionadas cartas de Hipócrates. No pudiéndose, pues, aprovechar de esta fuente más que como «un monumento incierto»36, su defensa descansa, como él mismo declara, en otras voces posteriores: Diógenes Laercio, Ateneo, Valerio Máximo, Cicerón «y otros».

Pero aunque enriquecido ahora con nuevos documentos, que le permiten desplegar una más acabada imagen del filósofo como intelectual ávido de todo tipo de conocimientos, admirado y respetado por los de su patria, su planteamiento sigue siendo el mismo: frente a lo que comúnmente se piensa, Demócrito no fue un loco ni un bufón ridículo, sino un gran sabio, «un varón circunspecto, grave, serio, contemplativo y de muy superiores luces a las comunes» (p. 110):

La opinión vulgar ha transformado a este filósofo en un pobre maniático, en un bufón extravagante que pasaba la vida en continuas carcajadas, y por reírse de todo se hacía irrisible a todos. Sin embargo de estar tan establecida esta opinión es fácil demostrar que en el fondo fue Demócrito uno de los personajes más serios y de mayor talento que tuvo la antigüedad. Esto acreditan su aplicación al estudio, su modo de vivir, la estimación que de él hizo su patria y su vasta sabiduría. Todo lo que vamos a decir en defensa suya consta de Diógenes Laercio, de Atheneo, de Valerio Máximo, Cicerón y otros.


(p. 108)                


Perfilada esa imagen más completa de Demócrito, Feijoo calibra sagazmente la verdadera naturaleza de su risa: ni chanza bufona ni carcajada inmoderada, sino el superior talento de discernir lo ridículo y grotesco de muchos comportamientos humanos, y obrar en consecuencia. En definitiva, la esencia misma del humor crítico. Se rió con tino y con medida, no como un chocarrero vulgar, demostrando en ello mucha más sabiduría que Heráclito. Por más que su risa se haya hecho proverbio en el mundo «como nimia o redundante», lo cierto es que «no excedió de lo que permite la gravedad filosófica». Para demostrarlo -dice- basta considerar que cuanto hay de malo en el hombre se reduce a tres cosas: su malicia, su desgracia o su ignorancia. La malicia provoca indignación, la desgracia, lástima, y la ignorancia, risa. La diferencia entre Demócrito y Heráclito radica en que éste se fija en sus desdichas (por eso llora), y aquél en sus necedades (por eso ríe). Esto según la gente, porque, para Feijoo, Heráclito en realidad se fijaba no en la desgracia sino en la malicia, y esto le hacía pasar de compasivo a iracundo, según, consta de los únicos textos que de él han quedado: las tres cartas a su amigo Hermodoro. Por ellas se ve que era presuntuoso en extremo, arrogante, soberbio y despreciador de los demás, de genio tétrico, insociable, ceñudo: en suma, un misántropo. Más que estar siempre llorando, lo que hacía era estar siempre riñendo. Demócrito, en cambio, al elegir la risa crítica como respuesta a las torpezas, necedad y vanidad de los hombres para hacerlas evidentes demostró un talento superior; y, desde luego, con independencia de que fueran o no justas las reacciones de uno y otro, no hay duda de que la de Demócrito estuvo cargada de razón ya que supo descubrir en esas flaquezas humanas el lado risible que, según expuso Aristóteles, hay en las torpezas no advertidas por el que las comete:

Fuesen o no justos el llanto o ira de Heráclito, cuya apología no instituimos aquí, digo que era razonable la risa de Demócrito. Miraba Demócrito a los hombres por la parte por donde son ridículos: consideraba sus necedades, sus simplezas, su presunción mal fundada, sus vanos deseos, sus inútiles ocupaciones: objetos todos dignos de risa porque, como dijo Aristóteles, es ridículo o irrisible todo lo que es torpe sin causar dolor, «turpitudo sine dolore». La necedad y vanidad del hombre son torpes y no le duelen, antes está contento con ellas. Luego son objetos de risa.


(p. 111-112)                


Ese desenmascaramiento riente fue la gran originalidad ética del filósofo y el indicio claro de su penetración («porque puso atención especial sobre las ridiculeces de los hombres, y hizo parte principalísima de su doctrina moral la máxima singular de que las cosas humanas más movían a risa que a ira»). Su risa más que un ejercicio, fue una admirable actitud filosófica que nació de su talento para advertir la estulticia de los hombres. En ese sentido, y como se desprende de un suceso de su vida relatado por Luciano (su reacción displicente a corear una broma macabra), observa Feijoo que, en realidad, su talante fue más serio que festivo. Es posible -advierte- que a veces se riera afectadamente; pero esa risa «no se opone a la seriedad verdadera» (p. 113), pues con ella quiso estimular a los otros a caer también en la cuenta de la ridiculez humana. Y si, haciéndolo de veras, resultó extravagante no fue por culpa suya, sino porque los que le veían reírse no estaban a la altura de su lucidez.

La palabra de Feijoo devuelve así al lector la verdadera imagen del sabio cabal y admirable que, por encima o más allá de las falsas interpretaciones, fue Demócrito. Y como cree que una de ellas, no la menos importante, fue la de Aristóteles, a renglón seguido y sirviéndose de la apreciación de Bacon, acusa al Estagirita de no haber expuesto fielmente las opiniones de Demócrito «a fin de establecer en el mundo la monarquía de su doctrina, desacreditando todas las demás, y haciendo (dice el gran Bacon de Verulamio) con los demás filósofos lo que hacen los emperadores otomanos, que para reinar seguros matan a todos sus hermanos».

Fuera o no ello cierto, resulta evidente que en la simpatía de Feijoo por Demócrito tiene que ver mucho su admiradísimo Bacon, de cuyo Novum organum procede la cita final del párrafo, como anota Stiffoni en su edición antológica del Teatro crítico37. De todos modos, lo que no deja de ser cierto es que antes habían expresado también su simpatía Séneca (De ira, II, X, 5; De tranquillitate animi, XV, 2), Juvenal (Satura, X, vv. 29-30), grandes apreciadores del humor inteligente del Renacimiento como Ficino, Erasmo, Tomás Moro y, en España, Pero Mexía, Torquemada, Jerónimo de Mondragón, Sánchez de Lima, Huarte de San Juan y Saavedra Fajardo, el más cercano cronológicamente a Feijoo. No nos consta, sin embargo, o al menos Feijoo no lo dice, que conociera esa exaltación de la risa democritea que la erudición de nuestro tiempo ha reconstruido con detalle. Si alza la voz para combatir la opinión más generalizada es desde su propio criterio y pertrechado tan sólo de autoridades antiguas. Sea como fuere, le llegaran o no ecos de esa exégesis positiva que alumbró el Humanismo (por lo común, de desarrollo más pobre que la de Feijoo), con su reivindicación de la risa sabia de Demócrito ofrece a la Ilustración emergente uno de los apoyos más firmes para el ejercicio consciente del humor.




Risa y sociabilidad

Pero Feijoo no se detiene ahí; convencido del poder benéfico de la risa, además de remover prejuicios y de dejar aquí y allá apuntes indicativos de sus ideas, se constituye también en paladín y doctrinario (que no legislador, pues no es amigo de reglas y de recetas) de su cultivo en las relaciones humanas, situándose así en la corriente que desde el Renacimiento venía promoviéndola y prescribiendo pautas para su correcto uso.

El momento que elige para ello es el más apropiado: cuando en el discurso Verdadera y falsa urbanidad (TC, VII, 10) arracima en un corpus global y sistemático sus ideas sobre lo que considera más pertinente en el trato social para hacerse grato a los demás: que éste y no otro es el sentido que tiene para él la palabra «urbanidad», como explicará tras valorar sus diferentes sentidos históricos. Al hacerla núcleo y cifra de sus ideas sobre la sociabilidad y ser, sin embargo, una voz «de significación equívoca», con buen sentido, antes de formalizar su pensamiento, se aplica a definir el concepto. Así, descartados por insuficientes o confusos, los sentidos que aparecen en los textos antiguos de Cicerón, Quintiliano, Domicio Marso y los comentaristas de la Ética de Aristóteles (entre los que menciona a los dos a que antes me he referido, Aguirre y Manuel Tesauro), su noción de urbanidad la sitúa en la órbita semántica de la cortesanía; pero no en el sentido de conocimiento y práctica de la «etiqueta» adecuada en cada caso, sino en el de superior calado ético de saber hablar y comportarse para hacer más grata la convivencia humana:

Viniendo ya a la acepción que tiene la voz urbanidad en los tiempos presentes, y en España, parece ser que generalmente se entiende por ella lo mismo que por la de cortesanía; pero es verdad que también a esta voz unos dan más estrecho, otros más amplio significado. Hay quienes por cortesano entienden lo mismo que cortés, esto es, un hombre que en el trato con los demás usa del ceremonial que prescribe la buena educación. Mas entre los que hablan con propriedad creo se entiende por hombre cortesano, o que tiene genio y modales de tal, el que en sus acciones y palabras guarda un temperamento que en el trato humano le hace grato a los demás. Tomada en este sentido la voz española cortesanía corresponde a la francesa politesse, a la italiana civiltà y a la latina comitas».


(p. 284)                


Y por si no estuviera claro, él mismo avanzará su propia y precisa definición de urbanidad:

Es una virtud o hábito virtuoso que dirige al hombre en palabras y acciones en orden a hacer suave y grato su comercio o trato con los demás hombres


(p. 285)                


Queda así claro que más que saber conducirse para el propio lucimiento personal, la urbanidad es, ante todo, una verdadera virtud social. Una virtud que encierra toda una filosofía de la convivencia humana: la de la sociabilidad ilustrada. En tal sentido, el papel de Feijoo es importantísimo en la fijación del concepto, como ha hecho ver Pedro Álvarez de Miranda al concluir su análisis de esta voz en su fundamental estudio sobre El léxico de la Ilustración temprana: «Con todo ello puede percibirse no sólo la decisiva contribución de Feijoo a hacer de la urbanidad un valor en alza dentro del pensamiento ilustrado, sino también la profundidad que el concepto encierra: el modelo de hombre urbano y sociable, reflejo de la acción de la cultura y la civilización sobre un pueblo, llegará a ser el patrón de la época, como el del cortesano, figura de no menos compleja profundidad, lo había sido dos siglos atrás»38.

En efecto, el hombre urbano de Feijoo vendrá a ser para el siglo XVIII lo que el cortesano de Castiglione para el Renacimiento39. Pero esta perspicaz homologación de dos patrones de conducta significativos de dos culturas distanciadas en el tiempo (que no tanto en las ideas40) puede llevarse más allá, al terreno mismo de esas ideas. Porque, aun cuando entre ellos medien no pocas diferencias, también hay coincidencias; sobre todo en el tema que nos ocupa, el del humor, frente al cual los dos, Feijoo y Castiglione, muestran actitudes bastante parecidas: ambos lo enfocan desde una ética social, lo valoran como elemento esencial del trato humano, y participan de una común adhesión a la idea aristotélica de la risa como privilegio humano y a las pautas básicas de elegancia, moderación y oportunidad propuestas por Cicerón y Quintiliano. Su discurso expositivo, sin embargo, es distinto, como distintos son sus objetivos y el formato que eligen para expresar sus ideas. Mientras Castiglione, más atento a proponer modelos de jardinería social privilegia la categorización de las distintas modalidades de lo cómico y se extiende en un amplio repertorio de ejemplos, Feijoo, en su habitual línea de corregir errores, prefiere señalar lo defectuoso -lo que no debe practicarse- y dejar que el lector extraiga las consecuencias. De ahí que se despreocupe de cualquier formulación positiva de estrategias cómicas. En cuanto a las ideas, si el italiano subraya la virtualidad perfeccionadora del ejercicio social de la agudeza y admite, con pocas limitaciones, la eficacia del humorismo hiriente de los motes y dichos peyorativos tan de moda en la época, Feijoo pasa por alto que ese ejercicio mejore el ingenio y rechaza por entero cualquier forma de sarcasmo cruel; como también rechaza, aunque no aquí sino en otros lugares, la mentira jocosa. Volveré luego sobre ello, porque importa considerar antes en conjunto el desarrollo de su propia exposición.

Sus propuestas sobre la risa se encuadran en la parte del discurso en que se aplica a «individuar» y explicar los defectos opuestos a la verdadera urbanidad -la más útil, según él, para los lectores- y que son, por este orden y con esta terminología, la «locuacidad», «mendacidad», «veracidad osada», «porfía», «nimia seriedad», «jocosidad desapacible», «ostentación de saber», «afectación de superioridad» y «tono magisterial». Todas ellas, tanto hablar desmedidamente, mentir, decir indiscretamente lo que se siente, llevarse del espíritu de contradicción, ostentar conocimientos, como las dos que conciernen a la risa, la seriedad excesiva y la gracia inoportuna (pecar por carta de menos o por carta de más, por no reír nunca o por hacerlo mal), son «molestas» y hacen ingrata «la conversación y sociedad política».

La congruencia y fidelidad de Feijoo a ciertos principios básicos se hace patente una vez más en la cuestión de la risa. A propósito de la «nimia seriedad», se reafirma, taxativo, en sus ideas de siempre entronizándola como el ingrediente más atractivo del trato humano. El texto, de una expresividad insuperable, no tiene desperdicio:

La chanza oportuna es el más bello condimento de la conversación, y tiene tanta parte en la urbanidad que algunos, como vimos arriba, la tomaron por el todo. Usada con el modo debido produce bellos efectos: alegra a los que hablan y a los que oyen, concilia recíprocamente las voluntades, descansa el espíritu fatigado con estudios y ocupaciones serias. Por eso no sólo los éticos gentiles, mas aun los cristianos, colocaron la chanza en el número de las virtudes morales. Véase Santo Tomás en la 2. 2 quaest. 168, art. 2 donde después de graduar a la chanza por virtud, califica la delectación que resulta de ella no solo de útil sino de necesaria para el descanso del alma: «Hujusmodi autem dicta vel facta in quibus non quaeritur nisi delectatio animalis vocantur ludrica vel jocosa. Et ideo necesse est talibus interdum uti quasi ad quandam animae quietem».

Los hombres siempre serios son un medio entre hombres y estatuas. Siendo la risibilidad propriedad inseparable de la racionalidad, en lo que se niegan a lo risible degeneran de lo racional. Los necios suelen calificarlos de hombres de seso, juiciosos y maduros. ¡Buena prueba de seso apostárselas en sequedad y rigidez a troncos y piedras! Ningún bruto se ríe. ¿Será carácter de hombre de juicio sólido lo que es común a todo bruto? Yo tengo esa por seña de juicio tétrico, de humor atrabiliario. Los antiguos decían que los que entraban en la encantada cueva de Trophonio nunca reían después. Llamaban agelastos a estos los griegos. Si en ello hay alguna verdad (que muchos lo niegan) es de creer que la deidad infernal que era consultada en aquella cueva inspiraba a los consultores esa tartárea melancolía.


(p. 308-309)                


Hay que reír. Es bueno reír. Lo pide la naturaleza humana y lo confirman los mejores moralistas: para alegrar los ánimos, eliminar tensiones y descansar de las actividades. La chanza oportuna -el humor- es el ingrediente más atractivo del trato humano. Por eso, quien renuncia a reír y se enroca en un talante serio y desabrido, además de abdicar de uno de los privilegios de la racionalidad, está condenado a resultar desagradable, por más que a los necios pueda parecer un ser juicioso y maduro. Dicho de modo más vulgar, los serios impenitentes son, además de tontos, aburridos, y lo más parecido a un bruto.

Pero tan malo es no reírse nunca como hacerlo inoportuna, desmedida y afectadamente. En la mejor tradición clásica de Cicerón y Quintiliano, y como quien lo tiene bien experimentado, a renglón seguido pasa a explicar Feijoo, en el mismo tono chispeante y agudo, los tres extremos contrarios al verdadero buen humor: excederse en la dosis, pasarse de la raya por desvergonzado o por satírico, y dárselas de gracioso sin tener gracia. O sea, las tres formas básicas de lo que llama «jocosidad desapacible»:

Por tres capítulos puede ser ingrata la chanza en las conversaciones: por exceder en la cantidad, por propasarse en la calidad y por defecto de naturalidad.

El que siempre está de chanza más es truhán que cortesano. No hay hombre más irrisible que el que siempre se ríe. El que a todas horas hace el gracioso, a todas horas es desgraciado. Un Juan Rana de por vida es lo que suena, un Juan Rana, y nada más.

Peca la chanza en la calidad por deshonesta y por satírica. Como la primera solo se oye en caballerizas y tabernas y yo no escribo para lacayos, cocheros y alquiladores, pasaremos a la segunda. Los preciados de decidores frecuentemente inciden en ella. Hablo de los preciados de decidores y que más propriamente podrían llamarse dicaces, no de los que verdaderamente lo son. De aquellos de quienes decía Horacio que por aprovechar sus festivas ocurrencias, no reparan en reír aun a sus proprios amigos

Dummodo risum
Excutiat sibi, non hic cuiquam parcet amico

De aquellos que, según la ponderación de Ennio más fácilmente detendrán en la boca una ascua ardiente que un dicho agudo. Esta es gente que quiméricamente pretende hacer oro del hierro, comedia de la tragedia, lisonja de la injuria, miel de la ponzoña. Su lengua se parece a la del león, que por ser tan áspera, lamiendo desuella. Llaman a éstos zumbones, y lo son ¿Pero cómo? Como las avispas, cínifes, tábanos y moscas. Todos estos vilísimos insectos son zumbones y zumbones de esta casta, esto es, que a la vuelta del zumbido imprimen la picadura.

Como quiera que hagan gala de su habilidad no pueden escaparse de ser, o malignos, o muy necios. Que uno, que otro, los hombres de bien debieran conspirar a descartarlos del comercio o corregirlos con la amenaza [lo ilustra con un ejemplo]


El texto habla por sí mismo. Ni estar siempre de guasa (so pena de parecer un truhán, un profesional del humor con ribetes de bufón), ni caer en la bazofia (propio de gente vulgar sin ninguna educación), ni hacer de la risa un arma arrojadiza. El humor no es un valor absoluto; tiene unos límites que hay que guardar: de medida, decoro y de respeto al prójimo, viene a decir. Pero si un par de comentarios contundentes y expresivos le bastan para descalificar los dos primeros defectos (proscritos también por la mayoría de los tratadistas, desde Guevara a Gracián), con el tercero, la broma satírica, por lo que tiene de injuriosa y dañina, de agresividad, se detiene algo más, situándose en la misma línea de moderación y delicadeza que prescribe para la crítica41. Para Feijoo, la rillantez jamás justifica una ocurrencia hiriente. Como tampoco se justifica -añadirá a continuación- otra falta frecuente que también denunció el «gran maestro de urbanidad» Quintiliano: el generalizar la zumba al estado, clase o nación de la persona cuando se es incapaz de decir nada concreto de ella; por equidad y porque inevitablemente son muchos los agraviados. Luego, en un apéndice al discurso, se extenderá con más detalle en combatir, particularizando la condena, el que considera peor y más «damnable» de este tipo de abusos: llevar la broma al propio estado religioso, una práctica muy común que inevitablemente injuria a la propia perfección de ese estado. La persona podrá tener, sí, muchos defectos, pero no por eso el desprecio ha de extenderse a su condición. «Aunque la persona sea malísima, el estado siempre es santísimo» (p. 329).

Y en tercer lugar, es «ingrata la chanza por falta de naturalidad», por meterse a graciosos quienes no tienen talento para ello:

Los que sin genio se meten a decidores hacen un papel enfadosísimo. No hay cosa más insulsa que un hombre que por imitación y estudio se empeña en ser gracioso. Logra en parte lo que pretende, que es hacer reír a los demás; pero él mismo es el objeto de la risa.


(p. 311-312)                


Sumándose al sentir generalizado en las teorías de lo cómico, piensa Feijoo que de nada sirve la intención burlesca si no va acompañada de la capacidad natural para hacer gracia. En esta, como en otras muchísimas prendas, «casi todo lo hace la naturaleza» (p. 312).

Sobre las bromas basadas en la deformidad o fealdad ajenas hablará más específicamente después, en una nota del Suplemento al discurso sobre fisionomía (TC, VI, II), para reafirmar sus ideas y añadir una observación sobre sus implicaciones morales. A propósito de las presuntas señales externas de la personalidad, notando que a veces los feos se hacen malévolos como reacción ante las risas causadas por su fealdad, recomienda vivamente no hacer ese tipo de bromas; primero, por ir contra la justicia y la caridad, pero también porque, haciéndolas, se hace uno cómplice de esas reacciones malvadas:

Esta consideración debe retraernos de hacer irrisión de nadie con motivo de su fealdad. La justicia y la caridad nos lo prohíben; y sobre pecar contra estas dos virtudes en aquella irrisión nos hace cómplices de la mala disposición de ánimo que ocasionamos en el sujeto. El tiene justo motivo para quejarse de nosotros, y así a nuestra insolencia debemos imputar cualesquiera despique que intente su enojo. Escribieron algunos (aunque Plinio lo impugna) que habiendo hecho Bubalo y Antherno, famosos escultores, una efigie del poeta Hipponax, que era feísimo, por hacer burla de él y porque todos la hiciesen, el poeta se vengó componiendo contra ellos una sátira tan sangrienta que, despechados, se ahorcaron. No fue tan culpable el poeta en valerse de su arte para la venganza como los estatuarios en usar de la suya para la injuria. Merecieron estos el despique porque aquel no había merecido la ofensa.


(n. a TC, V, 2, 32, p. 53)                


Es lógico -observará- y hasta cierto punto disculpable, que el agraviado se vengue; pero en cualquier caso, hacer de la fealdad asunto para el oprobio es «inhumanidad y barbarie», porque «es hacer padecer al hombre por lo que en él es inculpable» (p. 55). Que es tanto como decir, reír, sí, pero no a costa del prójimo.

Esta lección moral de bonhomía y respeto se halla también en su crítica a las triquiñuelas dialécticas de las universidades. Cuando en su discurso sobre los Abusos de las disputas verbales se lanza a denunciar, por innobles, algunos de los procedimientos que con frecuencia se emplean en las polémicas universitarias, alude, entre otros, al de apelar a la risa y a la ironía gestual para desacreditar al contrario. Como observador atento de esos tramposos ejercicios intelectuales, su estampa crítica es insuperable:

Fuera de este modo descubierto de improperar, hay otro ladino y solapado, más seguro para el ofensor y más dañoso al ofendido. Este es el de insultar por señas. Una risita falsa a su tiempo, arrugar fastidiosamente la frente, escuchar con un gesto burlón lo que se le propone, volver los ojos al auditorio como mirando la extravagancia, responder con un afectado descuido, como que no merece más atención el argumento, arrojar hacia el contrario una u otra miradura (sic) con aire de socarronería, simular un descanso tan ajeno de toda solicitud en la cátedra como si estuviese reposando en el lecho y otros artificios semejantes, ¿qué significan al auditorio sino una superioridad grande sobre el otro contendiente?


(TC, VIII, 1,7)                


Evidentemente, esa risa bastarda y demoledora, hecha de autosuficiencia y maligna socarronería, y en la que la pretensión de vencer se impone a la de convencer con la razón y al decoro, repugna al rigor y a la urbanidad amable de Feijoo. Como le repugna también otra repetida forma de reírse del prójimo, que no con el prójimo, y de la que hablará en dos ocasiones: la mentira jocosa.

En efecto, congruente con su visceral aversión a cualquier forma de falsedad, esas mentiras le resultan tan intolerables como cualquier otras. Por eso, al ver que la gente y aun la misma moral católica son en exceso condescendientes, lo mismo que con las oficiosas, por no considerarlas perjudiciales, dedica un discurso entero del Teatro crítico (el 9 del tomo VI, Impunidad de la mentira) a combatirlas, mostrando que este tipo de mentiras en que no se pretende el daño a un tercero sino el deleite y la utilidad propias, son tan nocivas como las que se consideran específicamente perjudiciales. Para lo que se cuida muy mucho en puntualizar que lo hace en nombre de la «política», es decir, la civilidad, según el uso común entonces de la palabra42 y no de la moral «teológica». Aunque no se le oculte su poderosa fuerza cómica -como reconocerá también en Chistes de N.-, en nombre de esa moral civil que preconiza, de convivencia grata y armoniosa, este tipo de mentiras, como las que nacen de la lisonja, el deseo de justificarse o de aparentar más de lo que se es, deben proscribirse porque traicionan a la médula misma que la hace posible: la sinceridad:

El mentir es infamia, ruindad, es vileza. Un mentiroso es indigno de toda sociedad humana; es un alevoso que traidoramente se aprovecha de la fe de los demás para engañarlos. El comercio más precioso que hay entre los hombres es el de las almas; éste se hace por medio de la conversación, en que recíprocamente se comunican los géneros mentales de las tres potencias, los afectos de la voluntad, los dictámenes del entendimiento, las especies de la memoria. ¿Y qué es un mentiroso sino un solemne tramposo de este estimabilísimo comercio, un embustero que permuta ilusiones a realidades, un monedero falso que pasa el hierro de la mentira por oro de la verdad? ¿Qué le falta, pues, a este hombre para merecer que los demás le descarten como trasto vil de corrillos, inmundo ensuciador de conversaciones y detestable falsario de noticias?»


(p. 375)                


Puede que no dañen gravemente a nadie en particular, pero dañan y hacen la vida social mucho más incómoda; porque al ser moneda corriente, como nadie quiere pasar por crédulo o sentir que le engañan, obliga a estar prevenido, a recelar, y se acaba por ser un desconfiado. Aparte de que también pueden traer muy malas consecuencias43 y, desde luego, hacer sufrir al engañado. Solamente por eso es una iniquidad. No se puede jugar con la credulidad de las inteligencias inferiores. Lo había dicho antes, a propósito de la «mendacidad», manifestando su indignación ante lo que juzgaba una muestra intolerable de superioridad y crueldad gratuita:

Una especie de mentira corre en el mundo como gracia que yo castigaría como delito. Cuando se mezcla en el corrillo algún sujeto conocido por nimiamente crédulo, rara vez falta un burlón que hace mofa de su credulidad, refiriéndole algunas patrañas que escucha como verdades. Esto se celebra como gracejo; todos los concurrentes se regocijan, todos aplauden la buena inventiva del mentiroso y hacen entremés de las buenas tragaderas del crédulo. Tengo esto por iniquidad. ¿Por ventura la sencillez ajena nos presta algún derecho para insultarla? Doy que la nimia credulidad nazca de cortedad de entendimiento, ¿acaso sólo estamos obligados a ser urbanos y atentos con los discretos y agudos? ¿No es insolencia, porque Dios te dio más talento que al otro, tomarle por objeto de tu escarnio y juguetear con él como si fuera con un mono? ¿Es esto mirarle como prójimo? ¿Es eso usar del talento que Dios te dio en orden al fin para que te lo dio?


(TC, VII, 10, & 54)                


Aunque la práctica común lo haya consagrado como un recurso de éxito, urdir engaños para reírse del crédulo, jugar con él como si fuera un mono, es un escarnio inicuo.

Hay, por último, otra jocosidad que repugna a Feijoo por claros imperativos morales: la que pasa a indecencia o termina en peleas. Alude a ella, sin detenerse en mayores explicaciones, al tratar de los abusos que se producen en las romerías. Aunque confiesa no conocerlas sino por lo que le dicen algunos eclesiásticos, escribe un discurso entero (Peregrinaciones sagradas y romerías) para denunciar, por indignos, la relajación y escándalos que se suscitan en ellas (peleas, galanterías, borracheras...). Sin abdicar de su gozosa visión de la alegría ni renunciar a los legítimos fueros de la fiesta, que una vez más encarece, entiende que so capa de diversión, los ánimos se extralimitan, el regocijo «pasa la raya de la decencia» y, como en los entremeses, «los gracejos paran en palos» (TC, IV, 4, & 18-19). A sabiendas de que todo el mundo conoce a qué se refiere, no añade nada más. Le basta con apuntar algunas sugerencias para atajar estos desórdenes -algo más de vigilancia- y reafirmar sus ideas de siempre: que poner algún límite al natural regocijo no es en modo alguno proscribirlo, sino todo lo contrario: «Esto es poner las cosas en el debido punto. No está la alegría mal avenida con la virtud. Los que solo predican una devoción o toda asperezas, o toda melindres, no logran otra cosa que desviar los ánimos de aquello mismo a que quieren atraerlos. Deben señalarse con puntualidad los confines a la virtud y al vicio, de modo que ni a aquella se le corte algún espacio a sus naturales ensanches, ni se extienda de modo que pase a ajenos límites» (ibid., & 22).

No hay, pues, duda de cuáles son las formas de humor que desde su noción de urbanidad han de erradicarse de la convivencia humana: la gracia sin tregua, la ironía maligna, la broma injuriosa, la zumba cruel, el chiste chabacano, el engaño bromista, el regocijo deshonesto y la gracia sin gracia; y de cuáles son, a contrario, los requisitos para acertar: tino, sentido de la oportunidad y de la medida, bonhomía, respeto, elegancia y, desde luego, gracejo natural, sin el cual, por mucho que uno se empeñe, jamás se podrá ser gracioso.

En la tradición de los prontuarios de conducta y moral mundana que tanto había prosperado en los dos últimos siglos (Guevara, Milán, Villalón, Palmireno, Gracián Dantisco, Alonso de Barros, López de Montoya, Gurrea, Saavedra Fajardo, Gracián, Pellicer de Velasco, Fernández de los Ríos, etc.) -y que no sabemos hasta qué punto Feijoo conoció-, su paradigma humorístico se ofrece continuista e innovador a un tiempo. Si por una parte reivindica el valor social de la risa y reitera los principios clásicos de contención, elegancia, decoro y naturalidad que habían presidido una gran parte de esos textos, la humanidad que vertebra su pensamiento, su aprecio por la gracia cordial y solidaria, y su rechazo al sarcasmo y la broma malévola, dibujan una imagen del humor bastante más cálida y de más altura ética que la mayoría de esos antecesores. La risa, antes que una gala para acreditarse en público o un medio para triunfar en la vida, es para él, por encima de todo, un lugar para el encuentro cordial y armónico en la sociedad civil. Y si el sarcasmo o la broma maligna han de proscribirse, no es por cautela, para no tener problemas o caer en desgracia (según sentir muy generalizado), sino por elemental respeto y sentido de humanidad.

De todos modos, ideas por ideas, coincide mucho más con los hombres del Renacimiento que con los que le son más próximos en el tiempo, que además ofrecen un pensamiento bastante más pobre sobre la risa. Sirvan tres ejemplos significativos, uno plenamente barroco y dos más próximos a la Ilustración: de los trescientos avisos de El Oráculo manual de Gracián solo hay seis que tengan que ver con ella (muy en su línea de cautelosa prudencia), ninguno en El hombre de letras del italiano Daniel Bartoli -traducido al español en 1678, y al que Feijoo sigue en otras cuestiones- y apenas uno entre los muchos que hace desfilar Fernández de los Ríos en El hombre práctico (1686)44. Y aun cabría añadir también a su contemporáneo Mayáns, cuyo Espejo moral (1734) apenas roza, y con bastantes reservas, la cuestión de la risa45. Por más que rechazara la comicidad agresiva y postulara un ejercicio del humor más benévolo y solidario, su gozosa exaltación de la risa conecta mucho más directamente con la del Renacimiento.




Risa y música religiosa

Pero Feijoo no limita sus consideraciones al ámbito exclusivamente civil. También tiene algo que decir y que corregir en el religioso: la abusiva práctica, por irreverente, de introducir elementos cómicos en la música sacra.

Justamente porque tiene claro que una cosa es la vida civil y otra la religiosa, y porque cree, como antes apuntaba, que el humor no es en sí mismo un valor absoluto que deba ser admitido siempre y en cualquier momento, entre otros aspectos que censura en la práctica actual de la música religiosa en el largo discurso que dedica a la materia (Música de los templos, TC, I, 14), hay dos que se refieren a su abusiva injerencia en un ámbito que no les corresponde. Uno es la moda de trasladar a esa música variaciones y adornos propios de la profana, convirtiéndola en una «melodía bufonesca», que los propios músicos corean con risillas y gestos improcedentes, predisponiendo a los asistentes a lo mismo:

...Todas las irregularidades de que usan, ya en falsas, ya en accidentales, están introducidas con gracia; pero una gracia muy diferente de aquella que San Pablo pedía a los Colosenses: «In gratia cantantes in cordibus vestris Deo», porque es una gracia de chufleta, una armonía de chulada; y así los mismos músicos llaman jugueticos y monadas a los pasajes que encuentran más gustosos en este género. ¿Esto es bueno para el templo? Pase norabuena en el patio de comedias, en el salón de los saraos, ¿pero en la casa de Dios chuladas, monadas y juguetes? ¿No es éste un abuso impío? Querer que se tenga por culto de la Deidad, ¿no es un error abominable? ¿Qué efecto hará esta música en los que asisten a los oficios? Aun a los mismos instrumentistas, al tiempo de la ejecución, los provoca a gestos indecorosos y a unas risillas de mogiganga. En los demás oyentes no puede influir sino disposiciones para la chocarrería y la chulada.



Ello no quiere decir, puntualiza, que haya que desterrar la alegría de la música; pero sí la «pueril y bufona» que aleja a los asistentes de los afectos de respeto y devoción propios del recinto sagrado (TC, I, 14, 18-19, p. 349-50). Podrán servir en la calle, en el teatro, pero no en la iglesia, que como lugar de oración y recogimiento «pide una gravedad seria que dulcemente calme los espíritus; no una travesura pueril que incite a dar castañetadas» (p. 258).

El otro se refiere a la introducción de elementos cómicos en las letras que se hacen para las distintas festividades en forma de agudezas, chistes y donaires y, lo que es peor, el que muchas estén compuestas «al genio burlesco» convirtiéndose en «cosas de entremés». «¿Qué concepto -concluye indignado aludiendo a los villancicos navideños- darán del inefable misterio de la Encarnación mil disparates puestos en las bocas de Gil y Pascual? Dejolo aquí, porque me impaciento de considerarlo. Y a quien no le disonare tan indigno abuso por sí mismo, no podré yo convencerle con argumento alguno» (p. 368).

En nombre del decoro y de sus convicciones religiosas, Feijoo reprueba unas prácticas indignas del oficio litúrgico, alineándose así con los muchos que antes y después de él -recuérdense las críticas de los ilustrados a los autos sacramentales y las comedias de santos- quisieron que las cosas santas se trataran santamente. Convencido de la poderosa eficacia de la música en los afectos del alma, lejos de proscribirla, intenta dignificarla corrigiendo lo que juzga un popularismo abusivo.




Humor y literatura

Como ha quedado apuntado, Feijoo no se detiene demasiado en la materialización literaria del humor. Aparte de reivindicar la legitimidad de su uso, su opinión sobre la comicidad literaria se reduce a algunas breves consideraciones al paso, que están muy lejos de formar un sistema teórico completo. Si ya la poética clásica de la risa es de suyo insuficiente y escasamente sistemática46, en su caso lo es todavía más por cuanto solo la aborda fugaz y tangencialmente. De todas formas, por escuetas que sean sus consideraciones, revelan un pensamiento claro y perfectamente definido.

En una de las más explícitas, dicha al hilo de su crítica a la música de los templos (TC, I, 14, 51), formula claramente las dos exigencias básicas que han de regir los registros cómicos: moderación y naturalidad. En directa conexión con el núcleo mismo de sus presupuestos estéticos y en clara oposición a las prácticas de la literatura conceptista, piensa que las estrategias cómicas, al igual que las agudezas en general, aunque necesarias y rentables como adorno poético, han de brotar con naturalidad, por imperativos del propio texto, y no deben ser amontonadas artificialmente por el mero prurito de hacer gala de ingenio:

La sentencia aguda, el chiste, el donaire, el concepto son adornos precisos de la poesía, pero se han de ver en ella no como que son buscados con estudio, sí como que al poeta se le vienen a la mano. Él ha de seguir su camino según el rumbo propuesto, echando mano sólo de aquellas flores que encuentra al paso o que nacen en el mismo camino. Así lo hicieron aquellos grandes maestros los Virgilios, los Ovidios, los Horacios y cuanto tuvo de ilustre la Antigüedad en este arte. Hacer coplas que no son más que unas masas informes de conceptillos es una cosa muy fácil y juntamente muy inútil, porque no hay en ellas ni cabe alguno de los primores altos de la Poesía. ¿Qué digo primores altos de la Poesía? Ni aun las calidades que son de su esencia.


(p. 367-368)                


Pese a conceder tanta importancia al humor, y reconocer, como hace aquí, que los chistes, agudezas y donaires «son adornos precisos de la poesía», su enemiga hacia toda suerte de afectación y gratuito desbordamiento no puede por menos de conducirle a reprobar los vacuos artificios cómicos de la poesía barroca («masas informes de conceptillos») y a proponer, a cambio, el ideal clásico de sobriedad y sencillez ejemplificado en lo mejor de la poesía latina. De ese modo entronca directamente con las teorías de Cicerón y Quintiliano y se anticipa claramente a lo que diez años después dirá Luzán en su Poética y será lugar común de la poética neoclásica.

Con Cicerón y Quintiliano coincide también, al igual que con la mayor parte de autores de poética, en considerar que hacer reír y ser ingenioso es ante todo una capacidad natural. Lo dice explícitamente en su conocida carta La elocuencia es naturaleza y no arte, extendiendo a la literatura humorística su convencimiento de que la perfección artística es más cuestión de talento personal que de estudio o seguimiento de las reglas: «Es una imaginación muy sujeta a engaño la de la pretendida imitación del estilo de este o aquel autor. Piensan algunos que imitan, y ni aun remedan. Quiere uno imitar e el estilo valiente y enérgico de tal escritor, y saca el suyo áspero, bronco y desabrido. Arrímase otro a un estilo dulce, y sin coger la dulzura cae en la languidez [...] Otro al ingenioso, como si el ingenio pudiera aprenderse o estudiarse o no fuera un mero don del Autor de la naturaleza» (CE, II, 6, & 6).

En otro orden de cosas, ya más en relación con la naturaleza misma del humor, con ocasión de su extracto de la Menagiana, hace notar dos aspectos difícilmente rebatibles: por una parte, la relatividad del gusto en su percepción- «...en materia de noticias, graciosidades y agudezas varían los gustos más que los manjares. Aun enter hombres de entendimiento celebra uno como bello chiste lo que otro desprecia como frialdad» (CE, II, 7 & 3)-, y por otra, lo difícil de su traducción de un idioma a otro: «...es preciso descartar muchísimo que no se puede traducir de francés al español, por estar tan inherente la agudeza o la gracia de la locución, frase o voz francesa que es imposible trasladarla a nuestro idioma» (ibid., & 2). No escapa a la perspicacia de Feijoo que, supuesta la intencionalidad cómica del emisor, la virtualidad del humor está siempre condicionada por la índole y capacidad del receptor, y que su plasmación real a través de la palabra está inevitablemente circunscrita al carácter y posibilidades de la lengua que lo expresa; es decir, que el humor es algo subjetivo y cultural, y por tanto no puede ser medido como una categoría absoluta.

Por lo que respecta a su formalización expresiva, Feijoo asume en principio la vieja teoría de los tres estilos, y de acuerdo con ella, adscribe a lo cómico el humilde o sencillo. Lo formula, adhiriéndose al sentir general y sin entrar en mayores explicaciones doctrinales, cuando en el prólogo al tomo II del Teatro advierte que seguirá el mismo método que en el anterior, diversificando los asuntos y, congruentemente también, el estilo: «...El estilo también es el mismo. Si hasta aquí te agradó, no puede ahora desagradarte. Digo el mismo respectivamente a las materias: pues ya sabrás la distribución que el recto juicio hace de los tres géneros de estilos, consignando a la moción de afectos el sublime, a la instrucción el mediano y a la chanza el humilde»47. No parece, sin embargo, que su adhesión vaya mucho más allá del simple enunciado teórico, pues a renglón seguido manifiesta diáfanamente su despreocupación por seguirlo: «Yo a la verdad no pongo ningún estudio en distriburlos de esta manera, ni de otra. Todo me dejo a la naturalidad».

Si como práctica social Feijoo propone algunos límites a la risa, en su proyección literaria también, y por parecidos motivos. El primero ha quedado ya indicado: no se debe prodigar sin más ni más, sino cuando el asunto y la ocasión lo piden. El segundo, que explicita al defender la licitud y conveniencia de las lecturas entretenidas, responde a inequívocos imperativos morales y se concreta en un claro rechazo a la risa deshonesta; es decir, que en literatura ha de hacerse lo que en la vida: excluir la licenciosa:

Debe suponerse que siempre excluyo de todo uso aquellos libros más de perversión que de diversión, en quienes se pretende pasar, a título de chiste, la imprudente licencia.


(CE, IV, 18, & 65)                


Y aun formula un tercero de carácter más concreto, y que de algún modo se acompasa con la escrupulosidad que evidencia en su censura a las frailadas: no se debe bromear con la palabra de Dios. Lo dice en el mismo contexto de la Menagiana, cuando a propósito de un dicho agudo de Menage basado en la Biblia («decía que la hambre era el Demonium meridianum de que habla David en el salmo 90»), advierte: «Esta parece interpretación burlesca, de la que nunca es lícito usar, respecto de las palabras de la Sagrada Escritura» (ibid., & 80).

En cuanto a obras y escritores, como no practica la crítica literaria en sentido estricto ni se suele detener en hacer valoraciones, no es posible conocer a fondo el tenor de sus estimaciones. Sin embargo, a través de sus citas y referencias, y de algunos apuntes y apreciaciones al paso, no es difícil colegir por dónde andaban sus gustos. Así, de los antiguos, le atrae la fuerza satírica de Cicerón, Juvenal y Horacio, el «supremo gracejo» de Luciano, al que considera «eminente en asuntos de festividad jocosa», y el ingenio y gracia del Asno de oro, cuyo contenido resume y celebra al defender a Apuleyo en su Apología de algunos personajes (TC, VI, 2). Coincide con la opinión común en otorgar a Marcial «el principado en las sales y agudezas jocosas», aunque le desagrada su tendencia a la chocarrería. De los españoles, sus preferencias van hacia Cervantes y Quevedo, pues aunque no haga ningún juicio global de uno ni otro, tanto el Quijote como la poesía y prosa satírico-burlesca de Quevedo se advierten como presencias próximas y de repetida lectura. De este último en concreto, celebra las Zahúrdas de Plutón por su didactismo y riqueza de sentencias, califica de «excelente hipérbole» la pintura del conocido soneto Erase un hombre a una nariz pegado, y en Chistes de N. recoge tres anécdotas que se cuentan de él. En cuanto al teatro, pondera indirectamente la «sal» de El hechizado por fuerza de Zamora y de Trampa adelante de Moreto. De los extranjeros, aprecia especialmente el ingenio de Tomás Moro (Utopía) y de Barclay (Satiricón), la agudeza de Montaigne y de Boileau, y la gracia de Menage, Gayot de Pitaval, The Spectator (de Addison y Steele) y Fénelon, cuyas fábulas para instruir a los niños las estima como «graciosísimas». En contrapartida, le disgusta «el genio irrisorio y satírico» de Maquiavelo (TC, V, 4, 4, p. 90), como le disgusta siempre cualquier forma de sarcasmo feroz48.




Final

Muchos son los títulos que sitúan a Feijoo en el arranque de la modernidad ilustrada. Lo reconocieron sus propios contemporáneos, y la bibliografía posterior no ha hecho sino confirmarlo. Aun cuando ya sepamos que otros antes que él habían abierto el camino a la crítica y la experimentación y que los albores de la Ilustración han de buscarse en los novatores de las décadas inmediatas, no cabe duda del papel fundamental que jugó en la agitación de las conciencias y en la dinamización cultural del siglo XVIII. Estas páginas han querido añadir, a todos esos títulos, uno más hasta ahora apenas tenido en cuenta: el de la dignificación y legitimación del humor.

Testigo excepcional de su tiempo, a través de sus propios textos se hace patente el grado de desconfianza y recelo que la experiencia barroca había acumulado sobre la risa. A impulsos de la Contrarreforma, el vasto territorio que le habían abierto los humanistas se había ido estrechando y pasando a contar cada vez menos en el sistema de valores sociales y culturales49. El prestigio caía ahora del lado de la contención y la prudencia, la gravedad y las lágrimas. Había que componer la figura, ser discreto, no despertar sospechas de frivolidad. El mundo no estaba para bromas. Al sabio se le pedía gravedad; al santo, también. La estupidez humana había de calibrarse o con severidad o con lágrimas, como Heráclito...

Frente a esa visión miope y descorazonadora, Feijoo alza la voz para poner las cosas en su sitio; para reivindicar los fueros de la naturaleza y mostrar la gozosa experiencia de la risa, para volver a erigirla como parte esencial del trato humano y para revalidar, también, sus poderosas virtualidades en la expresión intelectual y literaria.

Ciertamente, no fue una de sus líneas de combate prioritarias, pero sí, creo, una de las más importantes. Al exponer su reconfortante percepción de la risa y colorear con ella sus escritos, al presentarse a sí mismo como un entusiasta y convencido humorista, reavivó su valor, e hizo posible que el rigor y el humor rompieran su divorcio. Que, en definitiva, la Ilustración que emergía lo hiciera con un perfil sonriente.










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