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La imagen de la mujer amada en la poesía española del Romanticismo

Marina Mayoral





Mi trabajo va a referirse no a la concepción de la mujer en el Romanticismo sino a la imagen física de la mujer amada que ha quedado plasmada en la poesía de los poetas románticos españoles.

El Romanticismo español es muy poco original en su representación de la mujer amada. Supone incluso un retroceso respecto a algunos hallazgos que se produjeron en el siglo XVIII. Desaparecen de los poemas amorosos la sensualidad que animaba la poesía de los dieciochescos y en ninguno de los poetas románticos se encuentran las referencias a los encantos femeninos que si no llegaban a individualizar al menos humanizaban los retratos de las hermosas mujeres que cruzan los poemas de Meléndez Valdés.

La amada romántica es bella y pura, o bella y malvada, o bella y estúpida. En cualquier caso el poeta no está interesado en dar detalles de su belleza sino que la pondera como algo que no necesita descripción. Del viejo modelo medieval de la bella dama de dorados cabellos y ojos claros, mantenido a lo largo del siglo de Oro, pervive el rasgo de la blancura de la tez, mientras que el cabello puede ser rubio o moreno, aunque con predominio del primero, y los ojos claros o negros, aunque los verdes siguen siendo los más admirados.

Las imágenes para representar la belleza de la amada, cuando la describen son las ya topiquísimas de la nieve, el jazmín o el mármol para la tez, el rubí o el clavel para los labios, las rosas para las mejillas y las estrellas para los ojos, con muy escasas variantes.

Mientras la amada se mantiene inaccesible, y por tanto pura, abundan las imágenes que exaltan su pureza y su carácter divino: el sustantivo «ángel» es el que más abundantemente se le aplica, seguido del de «virgen» así como el adjetivo «celestial». La mujer que ha vivido una pasión amorosa deja de ser objeto del deseo y es despreciada y denigrada1.


José de Espronceda

Si exceptuamos el canto II de El Diablo Mundo casi no tiene poemas de amor, aunque sí muchos versos sobre el amor. Lo que describe muy bien es la mujer ideal romántica, hecha de vagos reflejos evanescentes, de brillos fugaces: el rayo de la luna o el rayo del sol que muere o que nace en la aurora, que cruza el bosque umbrío o se refleja en las aguas de un río, el brillo de la estrella lejana, que el poeta cree ver flotando en las nubes lejanas o en las olas del mar como una nueva Venus:



¡Una mujer! En el templado rayo
de la mágica luna se colora
del sol poniente al lánguido desmayo,
lejos entre las nubes se evapora;
sobre las cumbres que florece mayo
brilla fugaz al despuntar la aurora,
cruza tal vez por entre el bosque umbrío,
juega en las aguas del sereno río.

¡Una mujer! Deslízase en el cielo
allá en la noche desprendida estrella,
si aroma el aire recogió en el suelo,
es el aroma que le presta ella.
Blanca es la nube que en callado vuelo
cruza la esfera, y que su planta huella,
y en la tarde la mar olas la ofrece
de plata y de zafir donde se mece.



Una mujer de la que acaba diciendo que solo existe en la mente del poeta, que es «el amor que al mismo amor adora» o, lo que es igual, una «mentida ilusión de la esperanza».

Cuando se refiere a mujeres concretas hay muy pocos rasgos físicos. Unos ojos azules en el «Canto a Teresa» y lo demás son tópicos:


y aún miro aquellos ojos que robaron
a los cielos su azul, y las rosadas
tintas sobre la nieve, que envidiaron
las de mayo serenas alboradas2.



Lo que sí encontramos es alguna escena amorosa plena de sensualidad, en la que habla de la sonrisa de la mujer amada, de su aliento, sus caricias, sus lánguidos suspiros, y, en tributo a la tradición, de sus «labios de rubí»: Así en el poema que comienza «Suave es tu sonrisa, amada mía»:


Yo enjugo el llanto que en tus bellos ojos
brotó acaso el pesar; yo en alegría
trueco tristes enojos,
y yo en tus labios de rubí encendidos
recojo enajenado
tu lánguido suspiro
y tu aliento purísimo respiro3.



Adviértase de paso el papel absolutamente activo del hombre (yo enjugo, yo trueco, yo recojo) en la escena.

Es curioso que de Teresa Mancha, más que una imagen física, lo que nos queda es esa imagen metafórica del «cristalino río, manantial de purísima limpieza», transformado primero en estanque de aguas corrompidas por la pasión amorosa y elevado después merced a su muerte prematura a «recuerdo de amor que nunca muere», y a «blanco lucero» que iluminó la juventud del poeta.

Los seguidores de Espronceda son más explícitos en sus retratos de la mujer amada, pero no más originales.




Salvador Bermúdez de Castro y Díez4

En sus poemas aparecen diversos nombres de mujer: Angélica, Elvira, Luz, y sobre todo, Laura. También alguno ocasional, como este de Dolores, cuyo retrato, convencional y tópico, es muestra del género de poesía de álbumes, plaga de la época que afligía a los poetas conocidos.




En un álbum. A Dolores


Dos estrellas son tus ojos,
tierno suspiro tu acento,
aroma blando tu aliento,
y tus labios de carmín.
Alabastro tu garganta,
como el cielo hermosa brillas,
son dos rosas tus mejillas,
y tu frente es un jazmín [...]
Que he de decirte, señora,
si eres pura cual la aurora,
si eres bella como el sol.


(pp. 55- 56)                


A Luz le dedica un soneto, pero no hay rasgos físicos. Se limita a decir que la naturaleza es menos hermosa que su bella frente (100).

Angélica es el prototipo de la amada romántica: bella y pura en un principio, después perderá belleza y pureza y con ellas su poder de atracción sobre el amante. De su aspecto físico se nos da solo el color de su pelo, que es negro, rasgo que ya hemos visto que no es frecuente en los retratos femeninos, y la dulzura de la voz.




A Angélica


Las brisas puras de la fresca tarde [...]
en tus negros cabellos se prendían» [...]
Dulce como el silbido de la brisa
era entonces, Angélica, tu voz.
Bella eras tú, como la hermosa luna
que arrojaba su luz en tu semblante
y pura, cual la lámpara radiante,
que arde en silencio ante el altar de Dios.


(pp. 149-152)                


El color del pelo hace que no podamos identificar a esta mujer con la que evoca en el poema «La Noce [sic] Buena. Recuerdo» (257-262). Es una joven también purísima, pero rubia:


Ella llegó, y al descubrir su frente
nubló su disco la envidiosa luna;
y yo la vi, purísima y doliente,
de rodillas al pie de alta columna
aún pienso verla, religiosa y pura
ángel errante del empíreo coro,
sus cabellos en círculos de oro
sobre su tersa frente de marfil.


(p. 261)                


En «Los deleites» (pp. 199-208) se pregunta: «¿qué se han hecho / las mujeres que amé, cándidas, puras?». Y la respuesta es que se han hecho rameras o que están muertas. De ninguna de ellas evoca su físico. Quizá sean las mismas protagonistas de los poemas «El cansancio», dedicado «A Elvira», en el que habla de sus sentimientos después del amor; y del poema «A Matilde» de quien recuerda sus ojos «de azul celestial» y su pureza del comienzo y después su «pecho vacío» (pp. 3 43-47).

Hay rasgos físicos en la evocación de la mujer del «Canto Sáfico» (pp. 232-233), compuesto en estrofas sáfico-adánicas, aunque a mi juicio el retrato no le sale muy atinado. Los ojos «transparentes», que lanzan miradas como un rayo rojo, no resultan muy favorecedores, y la sonrisa dulce, blanda, celestial y perfumada parece un poco excesiva:


Pura cual beso de la casta virgen,
lleno su rostro de rubor de amores,
pura te muestras, de esperanza y gloria
faro brillante
sobre tus bellos, transparente ojos
buscan los cielos su cristal divino,
lanzas miradas, que cual rojo rayo,
fieras deslumbran.
Dulce es tu blanda, celestial sonrisa,
como el perfume de la flor del valle.
Dulces tus besos, cual la miel hiblea,
cual la ambrosía.


(p. 236)                


El nombre de mujer más repetido en su poesía es el de Laura. En el poema «Tu canto» (pp. 245-251) alaba sobre todo su voz y su modo de cantar, y, aunque sea de pasada, no deja de mencionar su belleza. Así dice en los versos finales: «Es divina tu voz y tu armonía, / divina tu mirada y tu beldad».

En «A Laura» la evoca dormida. Habla de su «dulce sonrisa», del «leve aliento», de sus «labios de carmín» y de un seno virginal aunque lleno de ardor, al que aplica los adjetivos de «blanco», «transparente» e «igual»; los dos últimos sorprendentes para referirse a esa parte de la anatomía femenina, por lo que hay que pensar que la necesidad de rimar con «cendal» pudo ser la causa.


Virgen y amante tu seno
que late bajo el cendal
se levanta de ardor lleno
cual ola del mar sereno
blanco, transparente, igual.


(p. 286)                


El poema «El porvenir» (pp. 97-100), también dedicado a Laura, es su versión del Canto a Teresa esproncediano: evocación del tiempo feliz, pérdida de la pureza de la amada y «recuerdo dulcísimo» final. No da rasgos físicos, pero en «El olvido» habla a una «pérfida Laura» a la que dice «Y aún en tus negros ojos / brilla la luz que iluminó mi alma». Hay que suponer que es la misma.

Fiel discípulo de Espronceda, Bermúdez de Castro ve en la muerte la solución a sus problemas amorosos. En «La playa desierta» (pp. 329-333), poema del que Laura es protagonista, nos dice que, cuando ya ella ha perdido la inocencia, la nave de la muerte vendrá a unirlos de nuevo. Situación que, en la ideología romántica, puede considerarse un happy end.




Gregorio Romero y Larrañaga5

Otro seguidor de Espronceda sin ninguna originalidad y en el que sólo se encuentran dos figuras femeninas.

En el poema «Prenda de amor» podemos comprobar la vigencia de los tópicos petrarquistas, que a estas alturas ya suenan a fósiles. Quizá pueda señalarse como rasgo individualizador que la frente ya no es de nieve o leche sino morena.



Mi vida, la hermosa de lánguidos ojos,
de brillo hechicero, de luz celestial;
aquella que tiene los labios tan rojos
que afrenta la grana y al limpio coral.

Mi niña, la hermosa, de tez transparente,
que cruza cual nácar la vena sutil
la de alma fogosa, morena de frente,
garrida de talle, cual palma gentil.


(p. 78)                


En «¡Paulina!»:


Compañera de mi infancia,
dulce amiga a quien adoro
de mis bellos sueños de oro
ángel mío inspirador.
Ven y unidos nuestros brazos
bendigamos esta aurora,
que en tu sien bella colora
la inocencia y el candor.


(335)                





Gabriel García Tassara6

Más originalidad y más interés, aunque no siempre por razones literarias, tiene este poeta, que solo en su juventud compuso poemas amorosos.

Aunque algunos poemas están dedicados a mujeres, «A Justa», «A Elvira», no hay rasgos físicos de ellas y no se pueden ni siquiera considerar amorosos. Sí lo son los que dedica o aquellos en los que habla de una Laura, que casi con seguridad se trata de Gertrudis Gómez de Avellaneda.

Ella es sin duda la destinataria e inspiradora del larguísimo poema «El oso» (p. 287-300). Aunque no da rasgos físicos, sabemos que se refiere a Tula porque coincide con los datos que conocemos de su relación: los celos, el malestar ante su fama y las referencias a las reuniones en las que la escritora triunfaba por su belleza y su talento. El poeta se pinta a sí mismo como un oso que no sabe comportarse en sociedad ni puede soportar verla a ella rodeada siempre de admiradores y aduladores, y que no está dispuesto a dejarse domesticar. Se niega a ofrecerle los versos que ella le ha solicitado para su álbum, mientras no cambie de actitud. La llama coqueta, demonio celestial y reconoce que tiene de todo, hasta talento.

Tampoco aparecen rasgos físicos de la mujer en el poema «A Laura», que es, en palabras muy esproncedianas del poeta, un «eco desgarrador, hondo lamento / del amor y el placer desvanecido».

La evocación de su relación nos permite establecer la identidad de la protagonista:


Aquel que tu alma desgarró mil veces
con celos, con rigores, con agravios,
que apuró la pasión hasta las heces
pendiente de tus ojos y tus labios.


No hay un solo rasgo físico de esa Laura, pero sí lo hay del autor: los cabellos rubios y rizados:


y ¡oh!, si aún pudiera reclinar mi frente
en el seno feliz de tus hechizos,
y sentir agitar tu mano ardiente
de mi sien juvenil los blondos rizos.


(p. 286)                


Hay un poema, «Mitología», fechado en 1851, seis años después de la separación de los amantes y del nacimiento de la hija que Tassara se negó a reconocer, que parecen ser los versos que reiteradamente le había pedido Tula para su álbum y que le envía al fin. No faltan en el poema las envidiosas reticencias características del poeta:


Te devuelvo tu libro. Es un portento,
placentero cual tú, cual tú elegante,
un modelo de gusto y de talento,
digno en fin de una dama tan brillante:
con cuyo gran motivo
los que antaño ofrecí versos te escribo.


Los elogios que le prodiga son hiperbólicos y tópicos


A ti, Minerva en gracia y en talento,
en esbeltez y en arrogancia Juno,
y en belleza y dulzura y sentimiento
Venus de cien Olimpos, no de uno:
a ti que en lid de hermosas,
tú sola eres una de las tres diosas.


Creo que el último verso es una errata, y lo que quiso decir es «Tú sola eres en una las tres diosas» que es lo que pide el sentido y la medida de los versos.

Al final del poema se permite una insinuación del peor gusto, teniendo en cuenta que va dedicado a la mujer a la que abandonó en terribles circunstancias:


Yo que aún pruebo el arpón de ese Cupido
que en tu pecho hermosísimo se esconde,
yo que en mi corazón siento un latido
a que tal vez tu corazón responde;
yo en fin que veces tantas,
esclavo en tu beldad, besé tus plantas;
yo siempre sé, como en los breves días
de tu antiguo capricho y mi quimera,
donde allá, so las bóvedas sombrías
del templo del misterio, nos espera, dulcísima pagana,
de los dioses la dicha soberana.


(pp. 332-333)                


El único poema en el que se refiere a un rasgo físico de Avellaneda no lleva fecha, pero sin duda es anterior al que acabamos de comentar. Se trata de un soneto titulado «El descote», en el que se muestra despechado porque ella muestra en público un generoso escote:


Fulana, di a Fulana, pues tú has sido
de nuestras confidencias confidente,
que en efecto por ella últimamente
sintió mi corazón cierto latido;
mas, al mirarla en el salón henchido
lucir ese descote irreverente,
brindando a las miradas de la gente
las prendas del favor correspondido;
como amor es curiosidad al cabo,
yo he visto ya sus rutilantes pechos,
y no se trata de feriar un pavo,
mis votos se dan hoy por satisfechos:
y, si cual nunca su belleza alabo,
renuncio por pudor a mis derechos.


(p. 280)                


Los poemas no se publicaron hasta 1870. Solo así, y conociendo la ingenuidad de la escritora con los hombres con quienes mantuvo relaciones, se entiende que en 1851 Tula le enviase el álbum para que le escribiese en él.




Nicomedes Pastor Díaz7

Lo que diferencia sus retratos del resto de los románticos es el carácter mortuorio de sus imágenes. La experiencia de la temprana muerte de la mujer que amó en su juventud lo marcó para siempre:


Yo le cerré los anublados ojos,
yo tendí sus angélicos despojos
sobre el negro ataúd.


La amada es evocada en un primer momento como una creación de la mente del poeta. Igual que Espronceda, reconoce que esa mujer que cree haber visto pasar es un sueño, un engendro de su deseo de amor. Así dice en el poema «Su mirar»:


Pasó... no era mujer... era mi sueño
que el aura del crepúsculo mecía.
El ángel era que forjó en su empeño
de amor mi fantasía.
Aérea, alada, leve, transparente
volar la vi [...] como vaga una sombra.


(p. 60)                


Prescindiendo de ese sueño amoroso, la amada real que evoca es una muerta, y los rasgos fúnebres dan un carácter morboso a su erotismo. Así vemos en «Una voz»:


De ti quedó un recuerdo de hermosura,
de ti la sombra que implacable miro,
de ti esa voz de muerte y de ternura,
ese que vaga universal suspiro.


(p. 20)                


Lo mismo sucede en el poema «Su memoria» en el que lo recordado es ya un cuerpo muerto:


Sí, la misma visión, pero de roca;
el mismo su semblante, mas de hielo;
los ojos sin cristal, muda la boca.
Yerto, clavado, su macizo pie.


(p. 140)                


Ese pie yerto, clavado y macizo no es el de un cristo yacente sino el de su amada muerta.

En «La mariposa negra» consigue fijar la imagen de esa mujer que va a quedar grabada en nuestro recuerdo: la de un cuerpo muy negro y un rostro muy blanco. La mariposa negra que revolotea incesantemente en torno a su frente se transforma de pronto en una imagen femenina: las alas negras forman un manto que cubre el cuerpo y sobre él se alza un rostro muy pálido:


Vi tenderse sus alas como un velo,
sobre un cuerpo fantástico colgadas
en rozagante túnica trocadas
so un manto funeral
y el lúgubre zumbido de su vuelo
trocose en voz profunda, melodiosa
y trocose la negra mariposa
en Genio celestial.
Cual sobre estatua de ébano luciente
un rostro se alza en ademán sublime
do en pálido marfil su sello imprime
sobrehumano dolor.


(p. 35)                


Esa imagen de ébano y marfil debía de resultarle especialmente atractiva porque así, con negras tocas, que la acercan a la mariposa negra de sus sueños, es como evoca a la dama cuyo nombre oculta tras unas iniciales: «A la C... de S...»:


Cándida imagen entre negras tocas
de ébano el cuerpo y de marfil la cara.


(p. 171)                





Enrique Gil y Carrasco8

Destacamos en él la presencia de una belleza morena en el poema «Meditación»:


El alma nueva y virgen todavía
creía en la inocencia y el placer,
y la risa de un ángel entendía
en la risa mirar de una mujer.
[...]
Una mujer cruzó por su pradera
y ya ni flores ni praderas vi;
meció el aura su negra cabellera,
y fue la diosa de mi amor allí.


(pp. 100-101)                


En «Sentimientos perdidos» nos presenta, como Bermúdez de Castro, la triste procesión de las mujeres que han perdido su inocencia. Entre ellas se encuentra «pálida y doliente», la imagen de su amada, de la que se destaca la sonrisa triste, el brillo ya amortiguado de los ojos y la brevedad del pie.


Lentas cruzaban la tiniebla oscura,
con suelta cabellera,
cantando en bajo son su desventura
con trova lastimera,
y una entre todas pálida y doliente
mirábame al pasar,
y su mirada fija tristemente
me hacía palpitar.
Que era, ¡ay, Dios!, el ensueño de mi vida,
la virgen que adoré,
solitaria y perdida
moviendo el breve pie.
Una sonrisa triste y resignada
sus labios entreabría,
y en sus ojos estrella amortiguada
reverberar se vía.


(p. 74)                


En el poema dedicado «A Blanca» se nos habla de una mujer muy joven, de «gracias infantiles» y ojos negros, que el poeta perderá, en esta ocasión no por muerte o abandono de ella sino por la propia muerte, que el poeta, ya enfermo, siente cercana:



Pobre niña de ojos negros
y de garganta tan pura,
de tan galana figura
y amoroso corazón,
guarde el cielo tu ventura,
tu inocencia y tu ilusión.

Blanca mía, mi amor pasará en breve
y perderé tus gracias infantiles,
como pierden su túnica de nieve
las montañas al sol de los abriles.
Porque se inclina al suelo mi cabeza
en demanda de ignota sepultura,
y aquí tu vida relumbrante empieza,
y allí mi vida va a apagarse oscura.


(p. 126)                





Francisco Zea9

Nos ofrece una imagen de mujer inconstante, con nombre muy poco poético: Ramona. En el poema a ella dedicado evoca así su figura:



¡Qué queréis! La amé. Extasiado
contemplé aquel rostro de ángel,
y en la luz de aquellos ojos
dejé al corazón quemarse.

Tan dulce, tan candorosa
la juzgué... como constante...
¡Su constancia... fue tan breve
como luengos mis pesares!



Su imagen física nos la da mediante metáforas:



Ave que los aires cruza;
fuente que entre rosas nace;
blando céfiro que duerme
columpiado entre el ramaje...

¡Ramona!, ¡ah! Maldito sea
aquel desdichado instante
en que te hallaron mis ojos,
de amor bendecida imagen.

Te vi tan bella, tan pura...
¡Oh!, nunca debí adorarte.
Fueran más breves mis horas
menos profundos mis ayes.






Gustavo Adolfo Bécquer10

Las imágenes de mujer que todo el mundo recuerda al pensar en Bécquer son la misteriosa ondina de la leyenda «Los ojos verdes» y la joven de ojos azules de «¿Qué es poesía?». Y la verdad es que poco más hay.


¿Qué es poesía?, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.


(p. 122)                


Aparte de la inexactitud léxica de llamar pupila al iris, lo único reseñable desde el punto de vista de la imagen femenina es el color azul de los ojos. Error léxico y color que volveremos a encontrar en el poema «Tu pupila es azul y cuando ríes» (p. 116). Cada una de las tres estrofas del poema describe la belleza física de los ojos de la mujer en tres situaciones distintas: cuando ríe, cuando llora y cuando piensa. Las imágenes no son originales, pero, como es habitual en Bécquer, son de una gran belleza y parecen nuevas. Compara los ojos de la amada, su brillo en los momentos de alegría, con el brillo del mar en las mañanas de sol; la segunda imagen, la de las lágrimas que son como gotas de rocío sobre una flor, es aun menos original, pero al elegir la violeta destaca la belleza del color y consigue un efecto plástico evidente; la tercera imagen es, creo, la más original, aunque equívoca a mi modo de ver: cuando la mujer piensa, sus ojos le recuerdan al poeta el cielo de la tarde por el que cruza una estrella «perdida»:



Tu pupila es azul y cuando ríes
su claridad suave me recuerda
el trémulo fulgor de la mañana
que en el mar se refleja.

Tu pupila es azul y cuando lloras
las trasparentes lágrimas en ella
se me figuran gotas de rocío
sobre una violeta.

Tu pupila es azul y, si en su fondo,
como un punto de luz radia una idea,
me parece en el cielo de la tarde
una perdida estrella.


Se diría que la mujer no piensa muy a menudo. Esa imagen de la idea-estrella, cruzando solitaria un bello cielo azul, es muy hermosa, pero se pueden interpretar que el término real de la imagen son unos ojos muy bellos y muy vacíos que se iluminan solo de vez en cuando con la chispa de una idea.

No conozco a nadie que interprete así el poema, pero a la luz de otros de Bécquer no es una interpretación disparatada11: su amada es de una gran belleza, pero no destaca por su inteligencia, y el poeta, lo dice sarcásticamente y con claridad en «Cruza callada y son sus movimientos» (p. 132).



Cruza callada y son sus movimientos
silenciosa armonía:
suenan sus pasos y al sonar recuerda
del himno alado la cadencia rítmica.

Los ojos entreabre, aquellos ojos
tan claros como el día,
y la tierra y el cielo, cuanto abarcan
arden con nueva luz en sus pupilas.

Ríe y su carcajada tiene notas
del agua fugitiva:
llora, y es cada lágrima un poema
de ternura infinita.

Ella tiene la luz, tiene el perfume,
el color y la línea,
la forma engendradora de deseos,
la expresión, fuente eterna de poesía.

¿Que es estúpida? ¡Bah! Mientras callando
guarde oscuro el enigma,
siempre valdrá lo que yo creo que calla
más que lo que cualquiera otra me diga.


No hay rasgos físicos que permitan individualizar a esta bella estúpida: ojos claros, que responden al ideal de belleza becqueriana, movimientos armoniosos, risa cantarina... todo muy vago.

Ojos azules son también el único rasgo individualizador de la amada que el poeta prefiere contemplar dormida que mirar despierta:


Despierta tiemblo al mirarte
dormida, me atrevo a verte [...]
...........................
Despierta miras y al mirar,
tus ojos húmedos resplandecen,
como la onda azul en cuya cresta
chispeando el sol hiere.


(p. 127)                


En este poema encontramos también una variante de la imagen de los «relámpagos de risa carmesíes» (que ya había utilizado Quevedo en su soneto «En breve cárcel traigo aprisionado»)12:


Despierta ríes y al reír tus labios
inquietos me parecen
relámpagos de grana que serpean
sobre un cielo de nieve.


(p. 127)                


El retrato convencional, de tipo petrarquesco se encuentra en «Porque son niña tus ojos / verdes como el mar te quejas» (p. 114). Aparte de los ojos, nos describe las mejillas «rosa de escarcha cubierta / en que el carmín de los pétalos / se ve al través de las perlas», y la «boca de rubíes / purpúrea granada abierta». La frente es, en la más trillada tradición, «nevada cumbre» que corona «crespo el oro en ancha trenza». La atención se concentra sin embargo en esa pupilas «húmedas, verdes e inquietas» para las que consigue las mejores imágenes: «tempranas hojas de almendro /que al soplo del aire tiemblan», o, enmarcados por las pestañas rubias, «broches de esmeralda y oro / que un blanco armiño sujetan», en donde encontramos, renovadas, imágenes que hemos visto desde el medievo.

Por supuesto, no falta en Bécquer el retrato de la incorpórea y evanescente amada soñada por los románticos, ese «vano fantasma de niebla y luz» que el poeta dice preferir a cualquier amada real («Yo soy ardiente, yo soy morena», p. 112). Y que describe con imágenes de la naturaleza: «Cendal flotante de leve bruma / rizada cinta de blanca espuma, / rumor sonoro / de arpa de oro / beso del aura, onda de luz / eso eres tú» (pp. 117-118).

Pero no todas las mujeres de la poesía de Bécquer son tan incorpóreas ni tan rubias y ojiclaras. Unos rizos negros nos encontramos en el poema en el que el poeta recrea el episodio de Paolo y Francesca de Rímini del canto V del Infierno de Dante:


Sobre la falda tenía
un libro abierto,
en mi mejilla tocaban
sus rizos negros...


(p. 129)                


y será una mujer morena de ojos negros y cejas como «arcos de ébano» la que es evocada en el poema más erótico de las Rimas, el que comienza «Cuando en la noche te envuelven / las alas de tul del sueño» (p. 125).


Cuando enmudece tu lengua
y se apresura tu aliento,
y tus mejillas se encienden
y entornas tus ojos negros,
por ver entre tus pestañas
brillar con húmedo fuego
la ardiente chispa que brota
del volcán de los deseos,
diera, alma mía,
por cuanto espero,
la fe, el espíritu,
la tierra, el cielo.





José Zorrilla13

Zorrilla es muy tradicional tanto en su concepción de la mujer14 como en su representación de ella.

Parte de unos estereotipos físicos y psicológicos. La belleza junto con la inocencia son los bienes más preciados. Pero los dos desaparecen con la edad y la mujer adulta llora, desesperada y deshonrada, su pérdida. Así lo dice de forma casi programática en «A una mujer».


estrella eran tus ojos,
cántico vago tu acento,
blando perfume tu aliento,
luz de la aurora tu tez.
[...]
Hoy es tarde... ¡eres mujer!
Leo en tu frente humillada
el porvenir de la nada
entre las huellas de ayer.


(I, p. 35)                


La mujer de la poesía de Zorrilla es, con frecuencia, morena. En este sentido parece haber superado el tópico ideal de belleza rubia, heredado del siglo de Oro. Pero perviven las desgastadas imágenes de los labios de rubí o el cuello de cristal. Así en «Oriental»:


Niña de los ojos negros.


(p. 35)                



Tus labios son un rubí15
partido por gala en dos...
Le arrancaron para ti
de la corona de un Dios.
[...]
¡Oh, qué hermosa nazarena
para un harén oriental,
suelta la negra melena
sobre el cuello de cristal!


(I, p. 36)                


«Fragmentos a Catalina» (I, pp. 42-45). La belleza y la pureza son los rasgos distintivos de la mujer amada. Carácter angelical y, por supuesto, virgen. Los rasgos físicos son los de una belleza morena:


Yo adoré la hermosura
de angelical doncella encantadora,
bella como la aurora,
como las flores pura.


Como todas las mujeres hermosas es inconstante y voluble:


Ojalá nunca te viera
y nunca escuchar te hiciera
mis amorosas querellas;
que tan bella... eras mujer
y voluble en el querer
como sois todas las bellas.


En «A Blanca» (I, p. 156) anima a beber a la protagonista, que también tiene ojos negros, y canta la belleza de la mujer ebria, cosa no frecuente:



Si vieras cómo brillan
debajo de tu frente
tus ojos de azabache,
y hogueras me parecen.
[...]

Caiga el cabello en rizos
por los hombros de nieve
cual pabellón que guarda
del rocío las sienes.

El cuello sin cendales
el aura mansa oree,
y el calor de tu seno
vagando en torno temple.
[...]

Los entreabiertos labios
la roja lengua muestren,
formando las palabras
con el vino a traspieses.


Hay bastantes poesías dedicadas a mujeres: «A Adelaida», «A la señorita doña Luisa Larios», «A Teresa», «A la Guy Stephan» con elogios más o menos convencionales y declaraciones de amistad o de admiración, pero pocos poemas realmente amorosos.

Tiene una «A mi mujer» (Matilde), en el que habla de «cariño santo, tranquilo indisoluble, tierno / me es necesario al alma como al niño / la leche maternal» (I, p.418).

Lo más característico de Zorrilla en las descripciones femeninas son las comparaciones con determinados animales: la gacela, la garza, el antílope. Y la importancia que da al olor. Sus amadas suelen oler a nardo, jazmín, rosas o plantas como la mejorana o la madreselva.

En los poemas inspirados o dedicados a Rosa hay muchas alabanzas y declaraciones de amor, pero pocos rasgos concretos. La descripción que de ella hace en «Serenata» (II, pp. 17-19) es bonita, pero tópica y él mismo se hace la crítica: cree que el amor mata la llama creadora y por eso «los versos del amante vulgaridades son». La imagen de la boca es original, pero Zorrilla la repetirá, dedicada a otras mujeres, con lo que convierte en tópico un rasgo que podía ser individualizador.



Tienes de la gacela
los ojos francos,
y en tu cuello de garza
cambiantes blancos;
tu boca sana
tiene frescor de gruta
donde agua mana.

Del antílope tienes
la ligereza:
la oropéndola envidia
tu gentileza:
tu talle es como
los tallos cimbradores
del cinamomo.

El perfume que exhala
tu cuerpo hermoso
aventaja al del nardo
más aromoso:
tu falda emana
olor a madreselva
y a mejorana.
[...]

Piececitos de nácar,
manos de rosa,
tu cabeza que el cuello
corona airosa,
la gracia imita
del alminar esbelto
de la mezquita.
[...]

Ya ves que es imposible cantar lo que se ama
¡oh Rosa!, más que el genio es fuerte el corazón:
amor mata del genio la creadora llama:
los versos del amante vulgaridades son.
Amor, que ama el misterio, detesta los cantares:
cantarle es al mercado sacarle por pregón;
amor de una paloma se sirve en los altares,
la vanidad, ¡oh Rosa!, se sirve en un pavón.


Lo mismo podríamos decir de los fragmentos de «La siesta» (pp. 25-28) en donde no se encuentra un solo rasgo que permita individualizar, o al menos humanizar, a esa idealizada criatura:


... tu cuerpo fue amasado con rosas de la orilla
de la campiña que hace Guadalquivir feraz.
Sus árboles han dado su sombra a tus pestañas,
tus párpados se han hecho con hojas de azahar...


En la segunda parte de Gnomos y Mujeres hay muchos poemas dedicados a mujeres, puramente de circunstancias, dedicados a damas de la alta sociedad o escritos para figurar en álbumes, o en abanicos. Son en general bastante largos como corresponde a la facilidad versificadora de Zorrilla y a su tendencia a ser prolijo.

También hay poemas amorosos dedicados a amadas de diferente nombre: Lelia, Clara, Teodora, Elisa, Carmen, Aurora, Gabriela...

En alguno de ellos aparecen mujeres evocadas con imágenes hermosas, pero faltan los rasgos que dan calor y vida a esas figuras femeninas. Uno de los mejores es el dedicado «A Lelia. Serenata morisca» (p. 396), en el que repite con distinto metro los mismos versos que hemos visto anteriormente dedicados a Rosa:


... tienes de la gacela los ojos francos,
y en tu cuello de garza cambiantes blancos;
del antílope tienes la ligereza,
la oropéndola envidia tu gentileza.
¡Hurí del paraíso!, tu boca sana
tiene el olor de gruta donde agua mana...


Este breve repaso a los poetas románticos masculinos nos permite decir que la mujer en esta época sigue siendo objeto de idealización o de denostación. Se exalta a la mujer lejana e inaccesible y se desprecia o se compadece a la que vive el amor. La imagen física de la mujer amada que queda plasmada en la poesía amorosa carece de individualidad e incluso en muchos casos de humanidad. La reiteración de imágenes que vienen repitiéndose desde siglos atrás es indicativa del carácter de objeto poético que sigue manteniendo la mujer. La mujer más que un ser real, que un individuo dotado de rasgos singulares y particulares, sigue siendo una bella imagen construida con los elementos de la tradición que Dámaso Alonso llamó acertadamente «la imaginería suntuaria de las bellas partes de la mujer»16. El Romanticismo, en este sentido, no supuso ningún avance respecto a los siglos pasados.







 
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