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La ironía galdosiana. Apuntes sobre «La incógnita» y «Realidad»

Ermitas Penas





Como es bien conocido, Galdós elabora con una misma materia literaria tres creaciones diferentes: una novela epistolar, La incógnita -escrita entre noviembre de 1988 y febrero de 1989-, una novela dialogada, Realidad -publicada en 1890 y redactada el año anterior-, y una obra teatral de igual título, estrenada en 18921. Esta cuestión que ha preocupado constantemente a la crítica -desde Clarín o la Pardo Bazán a Gonzalo Sobejano, Manuel Alvar, Ricardo Gullón, Laureano Bonet, Roberto Sánchez, y un no corto etcétera2- es objeto del presente trabajo que la aborda desde un ángulo distinto y limitándose únicamente a las dos novelas.

La incógnita está diseñada editorialmente en XLI cartas que Manuel Infante envía a D. Equis, quien le responde con solo una, la XLII, que cierra el libro. Ambos corresponsales llegan a ser bien conocidos para el lector, sobre todo el primero. Este, diputado en Madrid desde donde remite sus epístolas, ha pasado cinco años en Orbajosa -uno de los enclaves de la geografía moral de España como Ficóbriga, Vetusta o Pilares- resolviendo asuntos relacionados con su herencia, y se encuentra algo perdido en la Villa y Corte. Equis, por el contrario, la añora y se aburre tremendamente en la ciudad provinciana a la que ha llevado su adversa fortuna. La amistad entre ambos es antigua, desde su estancia en un colegio de Beauvois, ya que el padre de Infante se había expatriado y el de X había sido cónsul de España en el Havre y, después, en París.

El destinatario es escritor3, burlón, tiene mucha experiencia y ejerce de maestro y protector de Infante. El diputado se presenta como un ser simpático, irónico, un tanto pícaro, versátil, algo cándido e impresionable. Son todas ellas notas caracterológicas de clara filiación costumbrista, amén del procedimiento narrativo de la carta. Además, se muestra ingenuo, de acuerdo con los presupuestos del perspectivismo adánico y, coherentemente, piensa que no será capaz de escribir algo interesante («Lo peor es que no sabré contar la historia de mi vida en Madrid de un modo que te interese y cautive», p. 44).

Galdós se ha preocupado de que las notas arriba apuntadas condicionen la óptica con que Manuel Infante, autor implícito, presente los hechos a través de sus cartas a X, lector implícito. Y esto, a lo que volveré más adelante, determina no solo el contenido de La incógnita sino la dialéctica que, en el plano de la concepción de la escritura, se establece entre esta y Realidad.

El diputado en Madrid, que ya había enviado cartas anteriormente a X cuando sus lugares de residencia eran exactamente los contrarios que en la actualidad, tiene una única e irónica motivación epistolar: distraer a su interlocutor («Estoy obligado a cuidar de que no te aburras o desesperes, y te escribiré con verdadero ensañamiento, al fin de alegrar algunos instantes de tu existencia solitaria», p. 44). El contenido de las cartas se nutre de eventos y cotilleos madrileños («.. verás personas, sucesos, chismes, y trapisondas de esta pícara Corte, cuya confusión y bullicio tanto te agradan, como buen gato madrileño; y la sociedad que has dejado con pena, la vida ésta, entretenidísima, variada y estimulante, revivirán en tu espíritu, descritas sin galanura, pero con veracidad, por tu mejor amigo», p. 43). Todo con una irónica premisa: nada se ocultará si nadie más que X, excepcional destinatario, lee el contenido de las cartas.

Fiel a su promesa, Manolo Infante hace varios retratos de los personajes principales, que se van completando a medida que las epístolas se suceden. Son retratos que, realmente, X no necesita ya que él ha vivido en Madrid y conoce mejor a muchos seres que el propio autor implícito, pero son elementos de esa visión «costumbrista» que los contempla. Se encuadran en el mundo de la política, las tertulias, el Casino, el Congreso, los paseos, la alta sociedad a la que pertenecen todos ellos. Hay, sin embargo, tres excepciones demasiado significativas: Augusta de la que X desconfía, su marido Orozco del que no conoce intimidades y Federico Viera del que pide insistentemente noticias. Es decir, aunque Infante narra cuestiones sabidas para X, existen otras desconocidas para el destinatario. No solo eso: el lector implícito nombrado en el texto -X, don Equis, Equisillo, Equisín...-, no es un mudo receptor sino que, aunque los lectores nunca las recibamos, él envía respuestas al diputado y es quien coadyuva a provocar interés y determinadas contrarréplicas de este e, incluso, llega a condicionar algo sus opiniones sobre los hechos y personas a los que se refiere. Equis, evidentemente, goza del estatuto de narratario que le confiere su condición de exclusivo destinatario y, a la vez, colaborador en el proceso fenoménico de creación de las cartas de su amigo Manuel Infante.

En la carta décima, fechada el 13 de diciembre, el diputado afirma que X le había encargado una descripción de la casa de Orozco («fondo y forma», p. 43) y «un croquis de los tipos diversos que la frecuentan» (p. 93). Esto da pie para que Manolo comience a interesarse vivamente por el marido de Augusta del que su corresponsal, al igual que él mismo, tienen una excelente opinión, aunque hayan llegado a sus oídos otras de signo contrario. El devenir de los hechos unido a la predisposición de indagar vidas ajenas de la mano del asmodeano X, plantea a Infante una de las grandes incógnitas: ¿Quién es realmente Tomás Orozco, un santo, un cínico, un loco?

Cuatro días más tarde, la carta decimocuarta de Manolo muestra que su amigo le ha escrito diciendo que Augusta no es honrada y, aunque no está dispuesto a admitirlo («La opinión que en tu carta me indicas respecto a mi prima no me parece ajustada a la verdad», p. 110), acepta que X le ha planteado otra nueva incógnita. La duda comienza a cobrar cuerpo4 y por ello, se lanza al acoso de su prima, lo que no deja de ser una candidez.

La simpatía que Federico Viera despierta en Manuel Infante es compatible con su interés por Augusta, que lo desconcierta. X reclama, constantemente, noticias sobre el primero («Y vamos a las informaciones que tantas veces me has pedido acerca del pobre de Federico Viera», p. 112) y estas, a su vez, le provocan una gran curiosidad sobre detalles concretos de su vida íntima, su casa o su hermana que Manolo conoce, ya que Federico tiene con él «espontaneidades que nadie le ha merecido todavía» (p. 115). Evidentemente, esta presión del narratario colabora en las reflexiones y comentarios que el diputado hace sobre su nuevo amigo y, en definitiva, en que se plantee una nueva incógnita -¿Es Viera el amante de Augusta?-, y ponga empeño en resolverla.

El 8 de enero, después de relatar a X sus escasos progresos en la conquista de su prima, deja la pluma y duerme, pero sufre una alucinación o «revelación», como él la llama -Augusta no es honrada-, y, entonces, continúa la carta examinando detenidamente el fenómeno. Una charla con Cisneros le provoca una nueva revelación -el amante es Federico-, aunque tras una visita acusatoria a este, acaba rechazándola. Sin embargo, el diputado seguirá aferrado a la primera conclusión que se le ha mostrado en el «fenómeno cerebral». Manuel Infante no ha podido resolver por la vía del razonamiento, de la lógica policial, la incógnita que le agobiaba, pero no hay duda de que no ha recibido ayuda de ningún informador ajeno a su propia óptica. Es cierto que Galdós echa mano de un procedimiento al que es muy aficionado, el mundo de la alucinación, los sueños, los estados crepusculares...5, pero también que la pormenorizada descripción que Infante hace del fenómeno muestra la verosimilitud de algo -la incógnita resuelta mediante la corazonada- que si bien se desconoce su origen y carece de una explicación lógica, puede, sin embargo, justificarse por operaciones subconscientes o inconscientes, intuiciones o procesos no aritméticamente demostrables que, aunque no gocen de una existencia física, tangible, no dejan de ser reales6. Por otra parte, la insistencia con que el diputado mantiene la veracidad de su «revelación», que cercenará el unilateral idilio con su prima, no es contradictoria con el hecho de que el propio X es quien había echado los cimientos de la duda, ahora ya resulta, sobre la moralidad de Augusta.

Infante sigue pensando que Orozco es un bendito y el lector implícito, asintiendo en sus respuestas. Sin embargo, el interés creciente -provocado por este- hacia Tomás, al que analiza sin tregua, no hace más que subrayar la interrogante sobre el marido de su prima («Te soy franco: no he acabado de entenderlo, y me parece que tú, por más que digas, no lo entenderás tampoco», p. 169).

A partir de la carta XXVIII, del 3 de febrero, en que Manolo da cuenta de la muerte de Federico, las incógnitas se relacionan con este hecho: ¿Cuál ha sido la causa?, ¿Se ha suicidado?, ¿Lo han matado?, ¿Quién ha sido?, ¿Está implicada Augusta?

La mantenida visión irónica, que supone distanciamiento y perspectivismo, no ha variado: la misma óptica que Infante aplica a la política, a las tertulias, a la moralidad, al Casino, a los personajes que describe -Cisneros, Malibrán, el Marqués de Cícero, la señora de San Salomó, el «Catón Ultramarino»...-, a sí mismo, sigue focalizando todo lo relacionado con la muerte de Viera («como vivimos en plena atmósfera novelesca...», p. 201).

La rueda de las opiniones comienza a girar. Dimes y diretes sobre lo ocurrido pueblan las siguientes cartas de Infante. El autor implícito ha perdido pie y no ve posibilidad de llegar a ninguna conclusión cierta («Con que ve tomando notas, y acaba de volverte loco como tu corresponsal y amigo», p. 220). El diputado se ve mediatizado por la gran cantidad de soluciones contradictorias, de chismografía social -las mismas, aunque en menor medida, que en las otras interrogantes-, pero las respuestas que encuentra en los datos supuestamente relacionados con los hechos son muy poco claras e, incluso, sospechosas. Ni para Infante, ni para X, ni para el lector existe una salida válida: no hay más que una gran incógnita.

Desde una perspectiva estructural, la modalización de La incógnita viene determinada por el empleo del punto de vista del yo-testigo. Es el diputado quien narra en primera persona y esa narración en forma de epístolas supone la puesta en práctica de su especial modo de observar, de ver la realidad circundante. No nos extrañe que su visión sea parcial o incompleta, es únicamente la suya. Tampoco que sea subjetiva o personalizada, fruto de su ironía, su versatilidad, su carácter impresionable. Las opiniones del autor implícito se modifican por la acción de los hechos, las indicaciones de Equis o los chismes de determinadas personas o grupos sociales. Infante, como dice R. H. Russell, «tiene además una serie de perspectivas que cambian a lo largo de sus epístolas, ya acercándole, ya alejándole de la codiciada incógnita»7.

Técnicamente, Galdós es coherente a la hora de construir su novela, ordenando y analizando los hechos a través de una subjetividad, no imparcial ni objetivamente. Como es obvio, las cartas no muestran la situación observada desde varios focos, lo que equivaldría a darnos un panorama completo y «estructural», sino una visión, por individual y subjetiva, insuficiente. El novelista no ha hecho más que adecuar el contenido de La incógnita al punto de vista elegido, el del yo-testigo, para ser estructurada, y en este sentido, sí podemos hablar de objetividad8.

La novela epistolar de Galdós, que luego relacionaré con Realidad, creo que encierra elementos irónicos que, analizados detenidamente, pueden servir de pauta para echar un poco de luz sobre el misterioso manuscrito final.

Manuel Infante es consciente de que carece de capacidades para ser escritor. No tiene ingenio, imaginación, ni inventiva («Ni poseo el arte de vestir con galas pintorescas la desnudez de la realidad, ni mi conciencia y mi estéril ingenio, ambos en perfecto acuerdo, me han de permitir invenciones que te entretengan con graciosos embustes», p. 44). Solo escribe cartas y reconoce que estas, a veces, son incoherentes o contradictorias porque es versátil y sus opiniones cambian como la propia sociedad, que provoca esas impresiones9. Él, piensa, no hace más que observar y rectificar según los hechos reales -la realidad-, y se jacta de buscar una verdad objetiva. No hace literatura. Sin embargo, la opinión de X es absolutamente contraria a lo anterior porque el lector implícito mantiene un distanciamiento irónico para con las cartas del diputado. Da la impresión de que al narratario la visión de su corresponsal no le parece tan imparcial y despersonalizada, sino «manipulada» por sus temores, impresiones, inestabilidad y, en suma, por su imaginación inconsciente -no olvidamos el subjetivismo asunto de la «revelación»-. Es más, las cartas a X se le figuran una novela por lo que les pone a los legajos el título de La incógnita. Por eso, en la carta número XIX del 8 de enero, Infante dice que su amigo ha decidido publicar sus misivas en el folletín de El Impulsor Orbajosense, «órgano de los intereses materiales y morales». Y, de nuevo, la ironía: el lector implícito no marcado, no señalado en el texto -distinto de X-, se imagina fácilmente la línea del periódico de la ciudad de doña Perfecta. La raíz de la «broma pesada», como la califica Manolo, nace del contraste entre la cerrazón y oscurantismo de aquel y la «novela» del diputado donde todo gira en tomo a cuestiones de moralidad dudosa: sospechas de adulterio, galanteos con una mujer casada, marido indiferente...

Pasado el tiempo, después de que Infante da cuenta de la alucinación y posterior entrevista extemporánea con Federico Viera, cuando el desenfreno de episodios y excitación del autor implícito está en plena crisis, Equis vuelve a insistir sobre el proyecto anterior. Propone, sin embargo, cambios verdaderamente irónicos -acción en Varsovia, nombres extranjeros o añadir la indicación de traducida del francés-, que nos hacen pensar que el narratario tiene una concepción de las cartas afín a lo que Clara Reeve entiende por romance, distinto de novel10, y en concreto de la novela de folletín de un E. Sue o de un Ayguals de Izco.

Todo esto no le parece bien al diputado que ve en sus epístolas un reflejo de la realidad, no imaginaciones literarias:

«...si como representación de los hechos positivos pudiera tener algún interés para los conocedores de las personas que andan en el ajo, como obra de arte resultaría deslucido, por carecer de invención, de intriga y de todos los demás perendegues que las obras de entretenimiento requieren»


(p. 147)                


Pero X y el lector implícito no representado en el texto saben que esto -y es otra ironía-, no es cierto. Infante cree que la realidad es la verdaderamente generadora de seres, sucesos, o problemas y que la literatura -la novela que intenta «plasmarla»- no la alcanza y aún, la deforma11.

No resulta tan oscuro, a tenor de lo que venimos diciendo, que el manuscrito de La incógnita se convierta, mágicamente, en Realidad. Equis cree que no debemos «quemar(nos) las cejas averiguando quien ha compuesto eso. La realidad no necesita que nadie la componga; se compone ella sola» (p. 254). Llega a proponer a Manolo un compromiso cervantino, como si don Quijote y Sancho se tratase:

«...si quieres que yo te crea tu pasión por Augusta, tienes que creerme sobrenatural y ajosa metamorfosis de tus cartas en novela dramática».


(p. 254)                


La relación de reciprocidad que existe entre las dos novelas galdosianas, puede suponer, como se pregunta A. Tarrío, «un manifiesto realista de Galdós»12 o, incluso, por paradójico que parezca, la expresión de la crisis de ese realismo.

Irónicamente, X viene a decir a Infante que escribir Realidad no significa más que un cambio de enfoque, de técnica narrativa. La novela del diputado no capta la realidad -los hechos exactos-, aunque él crea que sí, porque hay una visión única: la suya, teñida de subjetividad, imaginación o de parcialismo. Está pasada por un narrador no omnisciente, pero sí deformante. La nueva perspectiva supone en Realidad el oscurecimiento de un narrador tan evidente -oculto en las didascalias-, el construir nuevas visiones a través no solo de Manuel Infante sino de Augusta, Viera u Orozco, el buscar la objetividad en los diálogos y, sobre todo, en los monólogos que abren el abanico de la vida interior, del psicologismo de los verdaderos protagonistas del drama13.

Ciertamente, Realidad representa un nuevo modo de imitación. La mimesis se acerca, ahora, al teatro y se aleja de la epopeya, si seguimos a Aristóteles14. En La incógnita se ponía en práctica el relato mixto del que habla Platón en el libro III de La República15, ya que en las cartas del diputado conviven la diégesis de lo narrado y la mimesis de los diálogos, reproducidos en estilo directo, de los personajes. Sin embargo, en Realidad se intenta un relato imitativo donde, en efecto, el showing trata de sustituir al telling mediante la eliminación de la voz y visión del narrador testigo.

La incógnita actúa como hipotexto irónico de Realidad. Puede considerarse que la novela epistolar ha sido sometida a la transposición que G. Genette denomina transfocalización. Sin duda, no ha variado el género literario pero se ha modificado el punto de vista16.

Desde la perspectiva de la historia, como se ha señalado reiteradamente, Realidad completa el argumento de La incógnita porque se desvelan las que esta plantea. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la novela dialogada hace surgir nuevas interrogantes al entrar con más fuerza en la vida interior de los personajes. Personalidades tan complejas como Viera y Orozco dejan, más de una vez, perplejo al lector. Y es que Realidad tampoco llega al fondo de la cuestión. Técnicamente, ambas novelas plantean un problema de perspectivismo que nace del empleo de dos modos de escritura diferentes, pero, además -y quizá sea esta una última ironía-, Galdós parece querernos decir que no solo la novelística no puede ser concebida como un modo absoluto de conocimiento de las gentes, los hechos, la vida..., sino que los viejos modelos realistas son insuficientes.





 
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