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La leyenda de Don Juan Tenorio (fragmento)

José Zorrilla



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ArribaAbajoPrólogo de los editores

Apenas hubo el gran poeta D. José Zorrilla terminado la Leyenda del Cid que escribió expresamente para esta casa editorial, encargámosle que escribiera un poema relacionado con una de sus obras más bellas y sin disputa la que más popular ha hecho el nombre del esclarecido vate, el drama fantástico Don Juan Tenorio, esa producción genial que han escuchado con deleite dos generaciones y que parece adquirir nueva vida y despertar mayor interés cuantos más años sobre ella pasan.

Zorrilla acogió con entusiasmo nuestra proposición, y trazado el plan de la que él titulaba LA LEYENDA DE D. JUAN TENORIO, comenzó a desarrollarlo y a revestirlo de esa forma bellísima que como ningún otro subo dar a sus inspiradas creaciones el cantor de Granada.

Pasado algún tiempo, nos entregó una parte de su trabajo, que guardamos en cartera esperando la continuación de la obra, pero transcurrieron años y, a pesar de nuestros vivísimos deseos y constantes excitaciones, esa continuación no vino y la muerte al fin sorprendió al poeta ilustre, quedando sin terminar esta obra que con tanto cariño empezara.

Poseedores de este fragmento, que aun con ser tal resulta importantísimo, puesto que consta de unos siete mil versos y que constituye en cierto modo la primera parte completa de LA LEYENDA DE DON JUAN TENORIO, creemos prestar un servicio a la literatura patria dándolo hoy a conocer al público en nuestra Biblioteca Universal, con lo que entendemos también rendir un nuevo homenaje de nuestra admiración y de nuestro cariño a Zorrilla y complacer al propio tiempo a nuestros suscriptores, que indudablemente habrán de ver con gusto publicada en la Biblioteca la obra póstuma del inmortal poeta, una de las más grandes y legítimas glorias de nuestra patria.

Y a fin de que esta edición del libro tenga toda la importancia que el texto merece, hemos confiado la ilustración del mismo a José Luis Pellicer, cuya maestría en el arte que cultiva no hemos de encarecer nosotros, ya que propios y extraños reconocen en él a uno de los primeros dibujantes españoles.

Los editores

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ArribaAbajo- I -



    En tiempos del cuarto Enrique,
a quien la historia y la gente
apodan el impotente,
lo cual no hay quien certifique,
   andaba toda Castilla
levantadiza y revuelta;
y, por más rica, más suelta
de todo freno Sevilla.
   Hirviendo en esta ciudad
de antigua discordia el germen,
sin que le atajen ni mermen
fuerza, ley ni autoridad,
   los nobles y los pecheros,
partidos en banderías,
se daban a tropelías,
venganzas y desafueros;
y no hubo lugar sagrado
ni hombre honrado ni doncella
a quien la borrasca aquella
no dejase atropellado.
   Germinaba cada día
por cada nueva ambición
una nueva rebelión
o una nueva bandería:
   y los ricos y los nobles,
cuando las calles cruzaban,
en pos sus gentes llevaban
con hierro y defensas dobles:
   y en llegando a anochecer,
de su posada al salir,
nadie podía decir
cuándo podría volver.
   ¡Fue aquel un tiempo sin par!
El Primado de Toledo,
tan sin fe como sin miedo
conspirando sin cesar,
   tiró la mitra en el coro
y, a su cabildo olvidando,
campeó, una hueste pagando
de sus rentas con el oro.
   De Santiago y de Sevilla
los prelados, a su ejemplo,
saliéronse de su templo
a merodear por Castilla;
   y para aumentar su clero
tamañas calamidades,
se presentó en sus ciudades
agresivo y pendenciero.
   Es lo que la historia arroja,
no una calumnia villana:
lo dice el padre Mariana
a vuelta de cada hoja.
   Villena y los principales
de Aragón y de Castilla
ser no hubieron a mancilla
traidores y desleales;

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   y más potentes que el rey,
diéronle por impotente,
nombrándole descendiente
contra su gusto y la ley;
   y no dudando afirmar
lo imposible de saber,
a la hija de su mujer
por no suya osaron dar.
   En Ávila su persona
en efigie colocando
sobre un cadalso, quitando
la fueron manto, corona,
   espuelas, cetro y espada,
de un pregonero a la voz,
y al fin con escarnio atroz
fue su estatua derribada.
   El infante Don Alonso
su hermano, a quien todavía
barba en la faz no nacía,
mancebo impúber e intonso,
   presenció tamaño ultraje,
y se dejó coronar
y de la efigie ataviar
con las insignias y el traje.
   Fue aquel un siglo en el cual
no vio el pueblo de Castilla
más que crecer la mancilla
del menguado poder real:
   y aquel pobre rey Enrique,
tengo yo por evidente
que, si hay por qué de impotente
el título se le aplique,
   es porque con nadie pudo
y todos más que él pudieron,
a los que le escarnecieron
sirviendo él mismo de escudo.
   Todo vástago postrero
de raza que degenera
sufre de su raza entera
el peso desde el primero.
   Su abuelo Enrique, al dosel
al subir a puñaladas,
no le dejaba sembradas
más que traiciones a él.
   Creyó ganar con larguezas
la fe de los corazones,
y fomentó las traiciones
que procuraban riquezas.
   Perdonó a todos mil veces
una y otra avilantez,
y salieron cada vez
todos del perdón con creces.
   Creció en poder la nobleza,
en vicios la clerecía,
la milicia en osadía,
y el rey en mengua y vileza;
   y al escándalo y la mofa
de la autoridad real
haciendo eco universal
la gente de baja estofa,
   a costa del soberano
nobleza, clero y milicia,
do pudieron, sin justicia
ni ley metieron la mano.
   Sin fuerza, pues, ni decoro
el rey, sin prestigio el clero,
todo el pueblo en desafuero
y en las fronteras el moro,
   llegó España a extremo
que sin fe, ley ni recato,
sólo atendió en tal rebato
su agosto a hacer cada cual.
   Tal era la situación
del reino y rey de Castilla
cuando a la alegre Sevilla
nos lleva esta narración.

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ArribaAbajo- II -



   ¡Gran tierra es Andalucía!
La gente allí alegre toma
la vida efímera a broma,
y hace bien por vida mía.
   Con un clima siempre sano,
bajo un cielo siempre puro,
afán no pasa ni apuro
por lo que no está en su mano;
   y en un suelo siempre abierto
a doble y feraz cosecha,
sobre él duerme y cuentas no echa
con un porvenir incierto.
   Gran tierra es Andalucía,
y la flor de aquella tierra
es Sevilla, porque encierra
la flor de cuanto Dios cría.
   Los moros sobre Granada
pusieron su paraíso,
mas nadie en él entrar quiso
si hizo en Sevilla jornada.
   Quien a Sevilla no vio
no vio nunca maravilla,
ni quiso irse de Sevilla
nadie que en Sevilla entró.
   «¡Ver Nápoles y morir!»
dicen los napolitanos;
mas dicen los sevillanos:
«¡Ver Sevilla, y a vivir!»
   Fenicia, romana, goda,
árabe y al fin cristiana,
de toda la raza humana
la flor atesoró toda:
   árabes, godos, romanos
dejaron al paso en ella,
de su genio con la huella,
los primores de sus manos,
   y de ellos tiene a millares
modelos, tipos y ejemplos
de acueductos, puentes, templos,
alcázares y alminares:
   porque los siglos su frente
fueron tocando a porfía
con la flor de lo que hacía
de cada siglo la gente.
   Sevilla cristiana o mora,
por Mahoma o por Castilla,
fue siempre una maravilla
lo mismo antaño que ahora:
   y bizantina o moruna,
fue, predilecta del cielo,
el manantial del consuelo
y el mimo de la fortuna.
   Antídoto de pesares,
depósito de primores,
mina rica de cantares
y nidal de ruiseñores,
   entre un vergel de azahares
que aroma con sus olores
las florestas de olivares
que son sus alrededores,
   es semillero de flores
donde, harto de andar lugares,
labró el amor sus hogares
y el nido de los amores.
   Su gente es como Dios quiso
hacerla en su juicio eterno,
con un tizón del infierno
y un rayo del paraíso.
   Hija del fuego infernal
y de la luz del Edén,
es capaz de todo bien
y propicia a todo mal.
   Es la Sevilla de hogaño,
como la de Alonso onceno,
de cuanto hay de malo y bueno
conjunto gentil y extraño:
   mas la de hoy y la de antaño
mezclan tan bien en su seno
la triaca y el veneno,
que la mezcla no hace daño.
   Sevilla, a margen de un río
que con sus aguas fecunda
tierra en donde todo abunda,
jardín de invierno y estío,
   poblada de hombres sin cuitas
y mujerío sin par,
es pueblo tan singular
cual sus torres y mezquitas.
   Dejó en Sevilla el fenicio
su espíritu comercial,
y a nadie falta caudal,
ya por virtud, ya por vicio.
    Dejó en Sevilla el romano
su espíritu de grandeza,
y nadie allí en su pobreza
tiene en más a un soberano.
   La Edad media tiempos góticos
diéronla su tinta mística,
de ortodoxa y cabalística
con extremos estrambóticos.
   En Sevilla dejó el moro
su guzla y su pandereta,
y en cada calle y placeta
hay de alegría un tesoro.
   Su gente, gran narradora
de consejas y leyendas,
las cuenta y las cree muy sendas:
mas las cuenta que enamora.
   Y como allí en cada esquina
se tropieza una antigualla,
tras de cada esquina se halla
una invención peregrina.
   Creyente, como es corriente
que sea el pueblo de España,
la verdad y la patraña
creyendo con fe la gente,
   Sevilla meridional,
de rica imaginativa,
es una leyenda viva,
verbosa y original.
   En Sevilla, como en Roma,
tras cada ruina o fragmento
de la madeja de un cuento
algún cabo suelto asoma.
   Allí, como en Roma, a Cristo
de todo se le encomienda:
no hay vieja que no pretenda
haber un milagro visto.
   Por doquier, de ellos provisto,
de prodigios tiene tienda,
y no hay Cristo sin leyenda
ni leyenda sin su Cristo;
   y en Sevilla, como en Roma,
todo el año es fiesta igual:
un perpetuo carnaval
y doce meses de broma.
   Y ya un santo se celebre
o un pagano aniversario,
lo que urge es que el calendario
anuncie fiesta y no quiebre:
y aunque dé gato por liebre,
que ande alegre el vecindario.
   Cuestión de clima: Dios quiso
desparramar la alegría
en la bella Andalucía
y aquello es un paraíso.
   Allí sin miedo y sin pena
se vive alegre y se muere:
por mal tiempo que corriere,
siempre es Pascua o Nochebuena.
   La noche en Sevilla es día;
pues con cancelas por puertas,
todas las casas abiertas
la dan luz, voz y alegría.
   Su gente vive en la calle,
y como de noche sea,
no hay nadie a quien no se vea
como en Sevilla se halle.
   La gente ama, se divierte,
canta, cuenta, danza y cuida
de no pasar en la vida
más pesar que el de la muerte.
   A quien da el diablo un mal día,
da una buena noche Dios:
que el mal siempre trae en pos
al bien en Andalucía.
   Nadie en Sevilla se cuida
de tomar la vida a pechos:
los días por Dios son hechos
para gozar de la vida.
   Las noches son para el diablo:
se peca como se quiere;
mas por menos de un vocablo...
a quien San Juan se la diere
no se la quita San Pablo.
   Por un palillo de enebro
se arma lid y se hace gente,
mas también alegremente
aguanta a un majo un requiebro
la mujer del asistente.
   Mientras a un hombre se mata
de un callejón a la esquina,
rompe en la calle vecina
una amante serenata:
   y el mal en el bien no influye,
todo marcha de concierto:
mientras entierran al muerto,
la moza se casa o se huye.
   Y vuelve a salir el sol,
y vuelve el baile a romper:
conque ¿quién ha de poder
con este pueblo español?
   Cumple, empero, que se entienda
que no es la Sevilla de hoy
la Sevilla en que yo voy
a abrir campo a mi leyenda.
   La de mi cuento es la antigua:
mas no hace la antigüedad
de la opulenta ciudad
la hermosura más exigua.
   Juzgarla fuera locura
como si fuera mujer
que pierde, vieja por ser,
todo al perder la frescura.
   No; Sevilla es como el oro
cuanto más viejo, más sube;
el tiempo, como una nube
de vapor limpio, incoloro,
   de entoldarla en vez la aclara:
es como la veladura
con que una antigua pintura
un diestro pintor repara.
   La Sevilla de que yo hablo
es la de la media edad
que aún partía por mitad
su fe entre Cristo y el diablo.
   Aquella Sevilla antigua
árabe, apenas cristiana,
dama a medias y gitana,
de faz doble y de fe ambigua:
   cargada de chapiteles
belvederes y alminares,
asombrosos ejemplares
del poder de los cinceles;
   aquella ciudad vestida
de encajes y filigrana,
de fábrica soberana
para reyes construida;
   que en aéreos botareles
y esbeltísimos pilares,
en peanas con doseles
de labor rara y sutil,
tiene en nichos angulares
estatuetas a millares
que del arte son joyeles
de trabajo el más gentil:
   aquella Sevilla pura,
genuina, aún no revocada,
ignara aún y aún no preciada
del valor de su hermosura:
ignara de la riqueza
de la casa en que vivía,
cuajada de crestería
de increíble sutileza
y del precio inestimable
de la artística estructura
de su noble, incomparable
y bizarra arquitectura:
   aquella Sevilla vieja
de estucados caserones
con gigantescos balcones,
hondas ventanas con reja,
   miradorcillos volados,
puertas forradas de bronce
con postiguillos de un gonce
por de dentro barreados:
   la Sevilla de Don Pedro,
de alcázares de alabastro
de cuya cifra aún hay rastro
en las techumbres de cedro
   y en las moriscas labores
de sus estancias gentiles
al salir a los pensiles
calados por surtidores
   cuyas gotas en el día
primero que se soltaron
el albornoz salpicaron
que a la Padilla cubría:
   aquella Sevilla obscura,
tortuosa, sórdida, estrecha,
esa es la Sevilla hecha
para cuentos de esta hechura.
   Esa es a la que yo intento
llevar en éste al lector,
a no que fuerza mayor
venga a destripar mi cuento.
    La Sevilla cuya gracia
espontánea y natural,
revelando perspicacia
y agudeza sin igual,
no empezaba aún a estar lacia
con lo bufo artificial,
hijo sólo de una audacia
de arlequín de carnaval:
   la Sevilla verdadera,
virgen, fresca, primitiva,
noble, franca, brava y fiera;
de vis cómica instintiva,
en ingenio la primera,
en el chiste sin rival;
rebosando por doquiera,
viva, gárrula y parlera,
eso que ella llama sal,
esa gracia intuitiva
propia, indígena, nativa,
sola, suya, original.

   Que me explique quien me entienda
y quien no, que no se pique,
ni tirárselas pretenda
de penseque y de entendique:
porque en esto ni hay trastienda,
ni está dicho con repique:
conque vuelvo a mi leyenda
y a la edad del cuarto Enrique.

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ArribaAbajo- III -



   En tiempos, pues, de aquel rey
en que andaba en triunfo el vicio
y andaban sin ejercicio
la moral, la fe y la ley;
   mientras lejos de Sevilla
el arzobispo Fonseca
corría de ceca en meca
dando guerra por Castilla:
   mientras haciendo en la Vieja
de reyes muy mal papel
Don Enrique e Isabel
y Alfonso y la Beltraneja,
   hacían los grandes bando,
sin ver más que a su interés,
por Juana o el portugués,
por Enrique o por Fernando:
   mientras con muy buen deseo
el papa Paulo segundo
ofrecía a todo el mundo
perdón en un jubileo
   que en Segovia se ganaba,
y que iban con fe a ganar
(creyendo que con rezar
todo pecado se lava)
   el buen marqués de Villena,
los prelados guerrilleros,
sus soldados bandoleros,
por ende sin culpa y pena:
   mientras la tierra andaluza
traen hecha una Babilonia
el de Medina Sidonia,
a quien la ambición azuza,
   y el de Arcos, a quien anima
una altivez casi real
que a nadie sufre al igual
y mucho menos encima:
   mientras corre en fin aquel
tiempo de mengua y baldón
del que sacó a la nación,
andando el tiempo, Isabel,
   va el autor a darse traza
de abrir paso a esta conseja
de aquella Sevilla vieja
una noche en una plaza.

   Es víspera de San Juan
y fiesta por consiguiente:
bulle en la plaza la gente,
vienen unos y otros van,
   mas con grande esfuerzo y pena
porque se pisan y empujan
y se prensan y se estrujan,
y a esto llaman la verbena.
   Hay clamoreo y vaivén,
broma, algazara y chacota,
y aloque bocón se agota
con las frutas de sartén.
   Sombrajos y puestos muchos
hay de alajú y alegrías,
tabernas, alojerías,
tenderetes y aguaduchos.
   Hay grajeas y almendradas,
bizcotelas, bollos, roscas
y toda clase de toscas
e indigestas empanadas.
   Datileros africanos,
serios entre tanta broma;
frutas de subido aroma,
cacahuetes valencianos,
   y en fin, lo más andaluz,
lo esta noche más buscado
y lo mejor alumbrado
de las teas con la luz,
   las descocadas, parleras
y gritadoras gitanas
que hacen abrir bolsa y ganas
en torno de sus calderas.
   Buñuelos venden, que es pasta
correosa e indigesta:
mas sin buñuelos no hay fiesta...
y de tal materia basta,
   aunque es comida de gresca
y suele hacerse en Sevilla
por alguna gitanilla
fresca, alegre y picaresca:
   conque, aunque el buñuelo es cosa
que mal sabe y no bien huele,
ser la buñolera suele
cosa muy jacarandosa.
   Al resplandor de sus teas
y a la luz de sus candiles,
no hay más que mozos gentiles
y no se ven mozas feas:
   y entre el vulgo se asegura
que, siendo brujas de casta,
al que de su pasta gasta
le atraen la buena ventura.
   El hecho es que la verbena
es una noche de broma
en que la gente se toma
en junio una noche buena.
   La multitud embaraza
la plaza para ella angosta,
pues todos a toda costa
han de meterse en la plaza;
   y sobre ello, con porfía
empujándose, adelantan,
y hasta en vilo se levantan
reventando de alegría.
   Cuantos moradores tiene
la ciudad en su circuito,
más el número infinito
de los que de fuera vienen,
   allí la ilusión haciéndose
de que gozan y pasean,
se pisan y se codean
desgarrándose y cociéndose:
   en momentánea igualdad,
codazos cruzando y frases,
mezcladas todas las clases
que forman la sociedad:
   y ojeadas cruzan y citas
rateros, dueñas y amantes,
y oyen chuleos galantes
las feas y las bonitas:
   y en honra de aquel San Juan
descabezado en Salén,
andan juntos sin desdén,
todos como hijos de Adán,
   la dama honrada y erguida,
y la moza de partido,
y el juez aún no corrompido
y el vago de mala vida:
   señorías y pelgares,
canónigos y donceles,
hidalgos de seis cuarteles,
parias sin raza ni hogares,
   soldados y capitanes
por el rey jefes de huestes,
petardistas y arciprestes,
infanzones y rufianes:
   mercaderes africanos,
mozárabes y judíos;
encapuchados sombríos,
dervichs y monjes cristianos:
   buhoneros ambulantes,
comerciantes levantillos,
juglaresas, peregrinos,
frailes legos mendicantes,
   gitanos saludadores,
genoveses marineros,
holgazanes pordioseros,
zahorís ensalmadores:
   y en movible confusión
que marea y ensordece,
toda Sevilla parece
que ha perdido la razón.
   Fiesta de origen pagano
que en las más cultas naciones
conserva supersticiones
indignas del buen cristiano.
   Residuos del paganismo
que, no pudiendo extirpar,
los tuvo que transformar
y adoptar el cristianismo.
   Pueblos que ritos impuros
ejercitaban, creían
que en tal noche se cogían
las hierbas de los conjuros.
   Superstición heredada,
todo pueblo hasta hoy conserva
la de coger una hierba
ya maldita, ya sagrada.
   Cuál fuese mala, cuál buena,
ninguno de fijo supo:
a nuestros abuelos cupo
el trébol y la verbena.
   Hoy en España cogemos
solamente la ocasión
de añadir una función
a las mil que ya tenemos.
   Nuestro vulgo que aún da fe
a presagios y conjuros,
aunque no estamos seguros
de que sepa lo que cree,
   de la noche de San Juan
mientras arden las hogueras,
cree que brujas y hechiceras
con el diablo a bailar van.
   Con uno de los tizones
de estas hogueras, de daño
y mal para todo el año
se creen libres los bretones.
   Los de Alemania están ciertos
que a la hoguera de su hogar
se vienen a calentar
las ánimas de sus muertos.
   No hay, en fin, una nación
que en la noche de San Juan
no se entregue a algún desmán
por cualquier superstición.
   Las de Roma son tremendas:
el degollado Bautista
tiene a su cargo una lista
formidable de leyendas;
   y es incomprensible cosa
que, siendo aquella ciudad
cátedra de la verdad,
es la más supersticiosa.
   Las nuestras son inocentes
cuentos de chicos menores
de edad y de ignaras gentes:
las más son sueños de amores.
   Diz que moza que en su casa
y de esta noche a las doce
rompe un huevo, en él conoce
si en aquel año se casa.
   Mas la verbena de hoy día,
por más que a San Juan invoque,
no encaja por más emboque
que el de una nocturna orgía.
   Fiesta, en fin, nuestra y católica:
de un santo en nombre, la gente
va a la fiesta solamente
por la bulla y la bucólica.
   ¡Y en el cielo está el buen santo,
por su efigie en el altar,
obligado a autorizar
zambra tal y vicio tanto!
   Y a los santos de Dios vi
loar siempre así, y antaño
era lo mismo que hogaño,
y aun por siglos será así.

   A cada cual satisface
lo que cree según lo cree:
y diz que a Dios le complace
y que juzga de lo que hace
cada cual según su fe:
si hay quien lo sepa no sé,
discutirlo no me place,
cuando muera lo sabré.
   Mientras viva, con fe entera
sostendré contra cualquiera
que la fe jamás abona
la zambra, la comilona,
el vicio y la borrachera.
   Y aunque pasar las he visto
hasta en Roma por cristianas,
no me retracto e insisto
en que son fiestas paganas
en contradicción con Cristo.

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ArribaAbajo- IV -



   La noche de esta verbena,
y de la plaza en que pasa
desde el balcón de una casa,
miraba su alegre escena
   una dama, cuyos traje,
apostura y compañía
acusaban jerarquía
superior y alto linaje.
   La casa, por el espacio
que ocupa, por su fachada,
su ventanaje y portada,
tiene el aire de un palacio.
   Con la dama del balcón
ocupan su barandal
tres hombres de aire glacial,
mas de grande distinción:
   y aunque su traje y su porte
son sencillos y severos,
se ve que son caballeros
de raza y gente de corte.
   Por el aire que se dan
hermanos parecen ser,
y guardando a la mujer
más que sirviéndola están.
   Los tres son de edad madura,
aunque ninguno es anciano:
la dama es... un ser humano,
mas ¡qué ser!, ¡qué criatura!
   Al mirarla no es posible
no admirarla: es una perla;
mas valuarla sólo al verla
tampoco: es incomprensible.
   Tiene en su faz del diamante
los fugitivos destellos,
y es tan varia como aquéllos
la expresión de su semblante.
   Como tipo de hermosura
es el tipo más perfecto:
no hay descuido, no hay defecto
ni lunar en su figura.
   En tamaño y proporciones
es la estatua más perfecta:
su cabeza es tan correcta
como puras sus facciones.
   Mas la gracia no la quita
su perfección modelada,
antes la tiene extremada,
imponderable, infinita.
   De diamantes con un broche
recoge una cabellera
que envuelve su forma entera
cuando la suelta de noche.
   Sus riquísimas pestañas
las mejillas la sombrean:
sus miradas centellean
luz que abrasa las entrañas.
   Blanca como una paloma;
ligera, grácil, gentil,
cual mariposa de abril
que el sol en un lirio toma,
   bella es como el mar en calma:
mas, semillero de antojos,
tiene la gloria en los ojos
con el infierno en el alma.
   Vista, encanta y enamora;
si sonríe, magnetiza;
si se la contempla, hechiza;
si se la habla, se la adora.
   Su boca de encantos llena,
cuando una frase pronuncia,
en ella el preludio anuncia
del cantar de la sirena.
   Quien la escucha se extasía
y arrobado la oye y calla,
que en su voz flexible se halla
el germen de la armonía.
   Mujer en fin andaluza,
de esas que al mundo echa Dios
rara vez, trayendo en pos
un demonio que la azuza.
   Tipo extraño de mujer
que el demonio a largos plazos
crea y en sus propios brazos
viene a la tierra a traer:
   y al colocarla en el suelo,
por sí mismo la coloca
en los ojos y en la boca
una red con un señuelo,
   para coger en sus lazos
a los hombres, y perder
sus almas después de hacer
sus corazones pedazos.
   Tal es la alma criatura
que esta noche de San Juan,
armada del talismán
de su infernal hermosura,
   presencia desde un balcón
la verbena de Sevilla,
siendo encanto y maravilla
de toda su población.

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ArribaAbajo- V -



   Dama que habita un palacio
cuyo laboreado frontis
ostenta tantos heráldicos
lambrequinados blasones,
sin duda es bien conocida
de toda la gente noble
de Sevilla que los sitios
de la verbena recorre;
así que continuamente
de los que pasan recoge
saludos y besamanos
a los cuales corresponde.
Los dos graves personajes
de aquellos tres que componen
su compañía, aunque serios
y asaz erguidos, conformes
con los usos convenidos
entre gentes de buen porte,
devuelven también y aceptan
saludos, señas y adioses.
Mas el tercero, que casi
se oculta entre las informes
manchas de sombra que trazan
en el balcón los crestones
colgantes de sus profusos
arabescos, mudo, inmóvil,
detrás de la hermosa dama
permanece: y o le absorben
graves cuidados, o el alma
remordimientos le roen,
o se la ataraza alguna
de nuestras malas pasiones.
Como quier que sea, él fija
sus dos ojos avizores
en la gente de la plaza,
torvo, mudo, atento, inmoble,
como un escucha avanzado
que el campo vigila insomne,
como un citado que aguarda
alguien que con él se aboque,
como un tahúr que recela
que un lance se le malogre,
o como loba en acecho
que sus cachorros esconde
en una cueva y husmea
que andan osos por el monte.
   Y aquí hay algo que en tal punto
es digno de que se note,
y es que la gente saluda
y pasa, mas no hay quien ose
o tal vez quien ser merezca
recibido en los salones
de esta dama, o no hay con ella
quien tal intimidad goce,
pues nadie penetra en ellos;
siendo uso en tales funciones
que no haya casa en la plaza
sin cena y visitadores.
Cuál de este aislamiento sean
el misterio o las razones,
pues no lo dice aún la crónica,
fuerza será que se ignore.
   Ya era media noche: hundíase
la luna en el horizonte;
menguábanse ya en la plaza
la multitud y el desorden.

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Las comparsas de villanos,
de ociosos y bebedores,
por las lonjas y los pórticos
iban ya a buscar en donde
sentarse y hacer corrillo
de parientes y amigotes,
para entre tragos y cántigas
devorar sus provisiones.
La plaza, pues, despejada
ya de la gente del bronce,
que es y fue siempre la gente
de sangre caliente y joven,
a poblarse comenzaba
de parejas de otro corte:
de damas de alto copete,
de hidalgos y de infanzones
de bien rizadas gorgueras
y de empinados bigotes,
y en fin, de gentes formales
que no gustan de apretones.
Veíanse por doquiera
destellar los resplandores
de facetados diamantes
y cincelados botones,
y ondear las plumas prendidas
en birretes multiformes
con hebillas ataujiadas
y afiligranados broches.
La gente, pues, de otra estofa
y la fiesta en mejor orden,
comenzó a ser la verbena
paseo y fiesta de corte;
y en vez de andar en la feria
los maravedís de cobre,
corrieron los alfonsíes
y las zahenas de a doce.
Salió, como se decía
sin picarse nadie entonces,
la tanda de los villanos
y entró la de los señores:
conque cenas y refrescos
servíanse a caro escote,
y en paz gastaban los ricos
y ahuchaban los vendedores.
   A punto tal, precedida
de flameantes hachones,
guiada por una música
aún semibárbara y pobre
cual la producía el arte
que aún estaba en andadores,
desembocando por uno
de sus corvos callejones,
entró en la plaza una ronda
enguirlandada de flores,
que la llenó de luz trémula
y de alegrísimos sones.
    La rondalla es de gitanas:
mas con capuchas y estoques
trae de mejor catadura
padrinos y valedores.
La rondalla es gitanesca:
mas se ve que gente noble
la saca y que a todo trance
ampararla se propone.
Bajo capuces y chías
de sarga y de camelote,
se ve el capucho de malla
y las jacerinas dobles:
y aunque estoques muy ligeros
traen de seda en cinturones,
son de gancho y guardamano,
de marca real y dos cortes.
   La música bulliciosa
de instrumentos se compone
que parece que imposible
es que puedan ir acordes.
Con el salterio y la cítara
que oyeron los Faraones,
con el laúd y la guzla
que usaron los trovadores,
y los guitarrillos árabes
que producen con bordones,
cuerdas y alambres armónicos
sonidos encantadores,
iban agrias chirimías,
cimbalillos vibradores,
estruendosas panderetas
y hasta un atabal de cobre.
Mas con tales elementos
al parecer tan discordes,
concierto era que exaltaba
de placer los corazones.
Bárbara fuera esta música
de hoy para los profesores,
mas todavía con ella
bailan pueblos españoles.
Sus aires, cantables todos
sobre una letra con mote
que la sirve de estribillo
en que a tiempo el coro rompe,
son escasos de compases;
pero sus modulaciones
y sus floreos riquísimos
dejan a los cantadores
y al instrumental hacerles
riquísimas variaciones,
que han creado populares
cantos arrebatadores.
   El baile de las ronderas
con tal música uniforme,
más de carácter que de arte,
de puntas o de talones,
se acompaña y se combina
de todo el cuerpo del hombre
o de la mujer que baila
con el gesto y las acciones:
y en sus bizarras posturas
hace que el talle se combe,
que las formas se destaquen,
que las cabezas se escorcen
y los brazos, como el cuello
del cisne y de los pavones,
ondulen según con gracia
se tienden o se recogen.
Mas estos quiebros y giros
incentivos, tentadores
y excéntricos, no son nunca
las forzadas contorsiones
del dislocado payaso,
de la almea lúbrica y torpe
ni la bayadera impúdica
que en escuela se corrompe.
La bailadora andaluza
(porque en su baile los hombres
no son más que las parejas
para que el baile se forme
y para que sus mudanzas
con figuras se confronten)
no es mujer a quien su baile
prostituya ni deshonre.
No es ejercicio que implica
compromisos ulteriores:
no es exhibición que anuncia
nada más que lo que expone.
Por muy pequeños que sean,
no dan sus pies resbalones;
y sus pies no dan pie a nadie
para que su mano tome.
La bailadora, por mucho
que en su baile se abandone,
no abre los brazos al mundo
para que en ellos se arroje.
La bailadora española
baila y no más: las naciones
que no tienen bailadoras,
sino bailarinas, oyen
esto y se quedan lo mismo
que un químico que conoce
los simples de una receta,
pero que ignora las dosis.
De la mujer dice Francia:
«la que se exhibe se expone.»
Cuestión de lengua, y la lengua
francesa es obscura y pobre.
Cuestión de naturaleza,
también de clima y de humores:
lo que uso en el Mediodía
es vicio infame en el Norte.
   Tal es la ronda o comparsa
que nuestra crónica pone
en esta noche en Sevilla
a vista de sus lectores.
Su comitiva, a la luz
de sus hachas y faroles,
al son de sus instrumentos
y de sus amparadores
a sombra, haciendo un alarde
por la plaza paseóse.
Brindaron a las muchachas
por doquier dulces y flores
las damas y los hidalgos:
y a vista de los estoques
de los encaperuzados,
cuyas chías y aire noble
les daban por caballeros,
paso las abrieron dóciles
sin atreverse a chulearlas
los bravos y los matones.
Dieron vuelta así a la plaza
los de la ronda: juntóseles
muchedumbre de curiosos
por ver sus danzas; dejóse
tomar aliento a los músicos
y algunos tragos de aloque;
y después de aquel descanso
y aquel paseo, sin que orden
diera nadie para ello,
músicos y bailadores
de aquella dama paráronse
debajo de los balcones.
Formó círculo la gente
y en su torno aglomeróse,
en el balcón produciendo
dos diversas sensaciones.
La dama, en su barandal
acodada, preparóse
a gozar del espectáculo
en todos sus pormenores.
Dos de sus tres compañeros
permanecieron inmóviles
e impasibles, cual si fuesen
dos cariátides de bronce.
Mas del tercero, el que estaba
tras la dama, las facciones
y miradas de sombrías
se tornaron en feroces.
Y mientras su faz tomaba
todos los malos colores
que dan al semblante humano
todas las malas pasiones,
plantáronse las parejas,
y el tropel de espectadores
se apiñó más, impaciente
de ver cómo el baile rompe.
   Rompió, como rompen siempre
nuestros bailes españoles,
con un quiebro de cinturas
y un vuelo de guarniciones.
   Las bailadoras son mozas
buenas entre las mejores:
la flor de las de Triana,
que las cría como soles.
Todas redondas de formas,
de medianas proporciones,
de cabeza chica, pelo
negro y rizo que recoge
una peineta de plata
que deja que libres floten
dos rizos que las mosquean
los ojuelos retozones.
Las dos manos traen provistas
de castañuelas de boje:
desnudo el brazo, y el cuello
libre en el rasgado escote;
de lentejuela cuajados
hombrilleras y jubones,
y de cascabeles de oro
ajorcas y ceñidores:
de modo que a cada paso
radia luz en cuerpo móvil,
y el tiempo marcar unísonos
a los cascabeles se oye.
   Cuando a una parada en firme
músicos y bailadores
el ruido y el movimiento
cortaron seco y de golpe,
rompió en un aplauso unánime
la turba de espectadores,
rasgando el crespón del viento
sus vivas y aclamaciones.

   Aprovechando el descanso
en que es costumbre que tomen
aliento las bailadoras,
músicos y cantadores,
mientras duraba el estruendo
del palmoteo y las voces,
uno de los enchiados
entre las mozas metióse:
y antes que se apercibiera
nadie de sus intenciones,
a la dama del balcón
arrojó un ramo de flores.
Tirósele con tal tino
que al medio del pecho enviósele,
de modo que ella, con sólo
cruzar las manos, asióle.
   Quién fuera el que osó arrojársele
no vio nadie; porque el hombre,
hecho el tiro, como sombra
entre la gente perdióse:
mas vieron muchos el ramo
por el aire, y asombróles
más que del galán la audacia
el ver que ella le recoge,
pues entre la hermosa dama
y el galán que la echa flores
hay un marido implacable
como entre Venus y Adonis.

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