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La libertad de prensa en las Cortes de Cádiz


Emilio La Parra López



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Abreviaturas

ACE: Archivo de las Cortes Españolas, Madrid.

DS: Diario de Sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias, Edic. de Madrid, 1870, VIII vols.

BAE: Biblioteca de Autores Españoles.

AMA: Archivo Municipal de Alicante.




ArribaAbajoIntroducción

Las Cortes de Cádiz reconocieron por primera vez en la historia de España la libertad de imprenta mediante el decreto de 10 de noviembre de 1810. Con esto se puso fin a una enmarañada legislación restrictiva en esta materia y se dio paso a una época no menos compleja, prolongada hasta nuestros días.

La decisión de las Cortes no fue producto de la voluntad de un grupo de diputados sino, fundamentalmente, una exigencia de las condiciones históricas del momento. Cuando salió del parlamento el reconocimiento legal de la libertad de prensa ésta se practicaba de hecho al menos desde dos años antes. La gran convulsión política de 1808 implicó serias transformaciones en los hábitos políticos y de convivencia de los españoles y, al mismo tiempo, provocó el desarrollo de ideas hasta entonces sólo conocidas por una minoría de intelectuales. En tales condiciones, ni resultó factible el control de cuantos papeles se publicaban, ni buena parte de la sociedad española podía aceptarlo. No quiere decirse con esto que fuera unánime el deseo de contar con una ley en favor de la libertad de expresión; tan sólo que el momento histórico hizo posible su logro.

La libertad de prensa, junto a la soberanía nacional, como cuestión fundamental, y el principio de igualdad democrática política y social constituyen, a juicio de Sánchez Agesta, los tres problemas básicos de este período1. Antes de reunirse las Cortes de Cádiz se producen repetidas solicitudes en favor de la declaración legal de la libertad de imprenta, hasta el punto de formar parte del programa básico de los primeros grupos liberales, que incluía también el reconocimiento de la soberanía nacional, la convocatoria de unas Cortes representativas y la elaboración de una Constitución2. Este programa se desarrolló y adquirió forma legal en las Cortes de Cádiz.

Es claro que la libertad de imprenta es asunto de primordial interés en la construcción del nuevo Estado para nuestro primer liberalismo, y hemos de ver en las páginas siguientes cómo se justifica con argumentos de carácter político. Ahora bien, la supresión de los usos tradicionales en la censura de publicaciones (entre ellos, no se olvide, uno esencial era el practicado por el Santo Oficio) y, aún más, el reconocimiento con rango de ley de la libertad de imprimir no podía limitarse al marco de las disputas meramente políticas. Por la novedad que tales pasos entrañaban y por las previsibles consecuencias que habían de tener en la sociedad española adquirían una referencia más amplia, hasta el punto de convertirse en un problema general, quedando relegados los aspectos políticos estrictos a segundo plano. Esto fue así porque tanto las Cortes como el pueblo español vieron en la libertad de imprenta un medio práctico para transformar la sociedad más que la consecuencia de unas teorías políticas, aunque esto último sea en realidad esencial. De ahí que todo lo relativo a la libertad de imprenta esté relacionado con la manera general de pensar y de vivir de esa sociedad.

En la España de la época de la guerra de la Independencia confluyen las ideas innovadoras racionalistas, los planteamientos ilustrados, de corte más tradicional, y la ideología importada del pensamiento contrarrevolucionario europeo, superpuesta y asumida a la vez por quienes, desde un talante reaccionario y conservador, rechazaban cualquier cambio político o social. Todas estas corrientes de pensamiento quedaron relacionadas entre nosotros de una manera o de otra con la religión.

El hecho religioso adquirió una relevancia singular en esta época. Fue el elemento unificador y, al mismo tiempo, el que marcó las diferencias más profundas entre los grupos, desempeñando un cometido de mayor alcance y efectividad que cualquier idea o planteamiento político concreto. Afrancesados y patriotas, minorías dirigentes y pueblo llano, no sólo no renuncian al sentimiento religioso sino que llegan a teologizar la guerra. Los españoles de los dos bandos contendientes se esfuerzan por demostrar -lo han puesto de relieve en varios estudios Martínez Albiach y M. Revuelta- que luchan por conservar la verdadera religión. Es evidente que no podía ser de otra manera, dadas las características de nuestra Ilustración y del pueblo, en el que las ideas religiosas primaron sobre las demás3.

Ahora bien, la religión se convirtió al mismo tiempo en el principal punto de divergencia. Para el bando patriota fue el gran argumento para rechazar al gobierno josefino, siendo utilizado en este sentido incluso por personajes, como Jovellanos, que tantos elementos ideológicos tenían en común con los afrancesados. El clero, que desde el primer momento optó, salvo casos contados, por la causa patriota, extendió la máxima de que una victoria napoleónica en España reportaría como principal consecuencia la pérdida de la religión. Esta tesis fue aceptada, sin crítica, por el pueblo llano y por el amplio sector de la minoría dirigente contrario a cualquier cambio en el orden social. La jerarquía eclesiástica prácticamente en bloque, gran parte de la nobleza, las instituciones del Antiguo Régimen (Consejos, Audiencias, incluso algunas universidades...) y muchas personalidades civiles y eclesiásticas hallaron en las ideas religiosas el mejor apoyo al inmovilismo. La imagen de una España aferrada a la religiosidad tradicional, concretizada en el mantenimiento de las formas de culto barrocas y en la intangibilidad de los ministros de la Iglesia, de sus instituciones y pertenencias, se impone y es, incluso, la que permanece en la mente de los franceses invasores cuando tratan de explicarse la resistencia española.

Junto a esta concepción, sin duda la más generalizada, se irá plasmando en las Cortes de Cádiz un enfoque distinto, tanto de los acontecimientos por los que pasa el país, como del hecho religioso. Los diputados liberales, herederos en este punto de las ideas ilustradas, sienten la necesidad de cambiar muchos elementos de las instituciones de la Iglesia, incluyendo al clero, y de transformar la religiosidad de los españoles. También se parte en este planteamiento de la creencia en la necesidad de la religión, aunque ésta es entendida como fundamento para la transformación de la sociedad y no para el inmovilismo. Los liberales de Cádiz, ha escrito Maravall4, buscaron en la fe católica las razones para dotar al país de las libertades sustentadas por el liberalismo europeo.

De esta manera, en las Cortes de Cádiz confluyeron dos concepciones de la religión muy diferentes, que corresponden a sendos modelos, también distintos, sobre los que construir el ordenamiento político-social de España. El choque fue inevitable, sobre todo porque las Cortes abrieron un proceso de hondas transformaciones en todos los órdenes.

De hecho el proceso revolucionario se había iniciado antes de reunirse las Cortes, guardando además un notable paralelismo con el caso francés. Las reacciones de los privilegiados contra el absolutismo de Godoy abonaron el desprestigio del sistema político del Antiguo Régimen y en cuanto apareció la oportunidad de prescindir de los órganos de gobierno tradicionales fue aprovechada por todos, nobles, clérigos y pueblo. La respuesta de las Juntas de defensa a la invasión (hecho resaltado por Marx como eminentemente revolucionario, aunque incompleto), las implicaciones de la lucha de guerrillas, el desmantelamiento de las instituciones del Antiguo Régimen a nivel local... van completando este panorama revolucionario, asimilándolo a lo que se conoce como revoluciones burguesas. Como ha escrito Seco, el importante movimiento que da como resultado la reunión en Cádiz de una cámara única, «de una sola vez había recorrido el camino que fuera en Francia de los Estados Generales a la Asamblea Nacional»5.

Ahora bien, la obra de las Cortes de Cádiz, aun guardando un estrecho paralelismo con la de las Asambleas francesas, es en muchos aspectos diferente. En primer lugar, sus decisiones legislativas son menos radicales; predomina, mucho más que en el caso francés, el compromiso entre las fuerzas revolucionarias y las tradicionalistas y, sobre todo, quedó circunscrita al nivel teórico, pues la incidencia en la transformación efectiva del país fue escasa. Todo esto es explicable por muchos factores. La situación bélica, por una parte, condicionó enormemente la expansión por el territorio nacional de las medidas de las Cortes. La carencia de un estrato social burgués de importancia (factor que, desde que fuera señalado por Vicens Vives, ha sido aceptado y confirmado por todos los estudiosos de la época), la incidencia de la pérdida de las cantidades económicas procedentes de América y las considerables destrucciones de riqueza debidas a la guerra, impidieron la fiabilidad económica del nuevo Estado. Por último, en el ánimo del pueblo también intervino la considerable confianza depositada por todos, incluyendo a la minoría revolucionaria, en el rey cautivo, idealizado de forma insospechada desde nuestro punto de vista histórico. Todo esto explica en gran medida que el proceso revolucionario no se completara y, lo que es más grave, que se destruyera temporalmente nada más terminar la guerra.

El presente estudio intenta abordar lo acaecido en la época de las Cortes de Cádiz con la libertad de imprenta desde la perspectiva apuntada, esto es, insertándola en el perenne choque del talante revolucionario de unos con los propósitos conservadores de otros; un enfrentamiento que tuvo lugar siempre sobre unas bases emanadas del pensamiento religioso o, cuanto menos, relacionadas con el ámbito de la Iglesia. Este substrato de las luchas políticas actuó unas veces como freno a las transformaciones y otra como sustento de los cambios y, en cualquier caso, sirvió de factor moderador en el ímpetu revolucionario.






ArribaAbajoCapítulo I

El camino hacia la libertad de imprenta



ArribaAbajoEl cambio de mentalidad

En los últimos decenios del siglo XVIII la maduración de las ideas de los ilustrados, junto a los graves acontecimientos que precipitadamente se suceden en España y en el ámbito occidental, llevaron consigo una profunda crisis espiritual. No se trataba ya de la lenta penetración de ideas más o menos acordes con el orden establecido, sino de verdaderas convulsiones que hicieron estallar energías contenidas e incubadas tiempo atrás. La dura polémica intelectual habida en el reinado de Carlos IV, período situado cronológicamente en un tramo enormemente significativo (desde unos meses antes de estallar la Revolución francesa hasta la guerra de la Independencia española) fue el exponente de esta circunstancia. Todo da a entender que se asiste al fin de una época y al nacimiento de otra.

El reformismo social de Carlos III y la relativa prosperidad económica y cultural alcanzada en su época contribuyeron a difundir y afirmar la mentalidad burguesa en los medios intelectuales más avanzados. No se trata del surgimiento generalizado de una auténtica clase burguesa, pues ésta continúa siendo escasa numéricamente y circunscrita a focos geográficos muy determinados; lo que ocurre es que la mentalidad forjada por las burguesías europeas se la apropian en nuestro país sectores sociales alejados de dicha clase, como eran algunos eclesiásticos, muchos individuos de la pequeña nobleza, gran parte de funcionarios reales y ciertos militares. Entre estas personas se difunden las teorías de los enciclopedistas y materialistas franceses, las obras de Voltaire y Rousseau, las doctrinas políticas inglesas, las opiniones de los reformistas italianos y, lo que reviste gran interés, las noticias de las experiencias de todo tipo ensayadas en Europa. No ha de extrañar, por tanto, que se sintonizara perfectamente con el curso histórico europeo.

Groethuysen considera como una de las notas definitorias de la mentalidad de la burguesía francesa del XVIII la sobrevaloración de la honradez respecto a la piedad6. La honradez es el valor moral supremo de una sociedad muy condicionada por las cuestiones temporales y un tanto despegada de lo sobrenatural. En las sociedades burguesas de esta época el materialismo, formulado a su vez a nivel teórico en los brillantes escritos de La Mettrie y Holbach, se convierte en la forma de vida usual. Es evidente el alejamiento de todo sentido sacralizador de la existencia humana cuando, por un lado, las instancias cotidianas basadas en el trabajo y en el interés por gozar al máximo de lo inminente y, por otro, la piedad tradicional, no llenan las exigencias racionales de la nueva clase burguesa. En España no es tan clara esta forma de actuación, pero diversos síntomas la perfilan con alguna nitidez. Sin abandonar por entero las referencias a la vida sobrenatural, Meléndez Valdés sentenciaba que el culto religioso «debe ser todo en espíritu y verdad», lo que suena a declaración de autenticidad humana más que a sumisión poco pensada al ser divino. Frases de este cariz escritas por nuestros ilustrados serían fáciles de aducir y será igualmente sencillo y frecuente hallarlas en los más diversos escritos publicados durante la guerra de la Independencia y, sobre todo, en los periódicos.

El apego a lo material y el desinterés por las instancias sobrenaturales son las consecuencias a que conduce el racionalismo que se impone en toda Europa y penetra en España de forma muy generalizada en los últimos años de la centuria. Mestre ha sintetizado recientemente los focos difusores de la filosofía a lo largo del siglo (Sevilla, Salamanca, los caballeritos de Azcoitia, la Corte) y su aceptación entre ilustrados muy diversos, resaltando la especial importancia adquirida en el mandato de Carlos IV7. Durante este reinado se radicalizaron posturas y, si en los hombres de mediados del siglo era difícil diferenciar su racionalismo del espíritu jansenista preocupado por la religiosidad interior, en ciertos personajes del final del siglo XVIII esta confusión desaparece. Resulta que la mentalidad racionalista se va imponiendo sobre el sentido religioso, sincero y devoto, que ha caracterizado a una amplia gama de nuestros ilustrados, desde Mayáns a Jovellanos.

El racionalismo finisecular propicia actitudes ante la religión de un cariz nuevo en nuestro suelo. Tomando como modelo a Quintana, un personaje bien conocido hoy gracias a los estudios de Dérozier y decisivo cuando se dan los primeros pasos en favor de la imprenta libre, podremos adentrarnos en la nueva mentalidad. A Quintana le preocupan poco los temas sobrenaturales y divinos, prácticamente ausentes de su poesía. Es un librepensador para quien la religión católica, «fue el enemigo jurado», en palabras de Dérozier, porque coarta la libertad del hombre, protege la tiranía y el fanatismo y dibuja a Dios como un ser temible. El sentido de opresión del catolicismo es determinante en otro significativo personaje del momento, José Blanco White, quien, más decidido que el poeta, abandonará la Iglesia católica buscando una fe más tolerante. Por último, las declaraciones de Marchena contra la ausencia de libertad en la Iglesia confirman y aumentan la nómina de los partidarios de esta tendencia.

Crisis de fe, abandono del catolicismo y despreocupación ante lo sobrenatural son nuevas componentes de la ideología de la élite intelectual española de este tiempo. A pesar de todo eran impensables estas actitudes sólo decenios antes. Ahora, sin embargo, van en progreso. Hay pocas confesiones públicas como las de Blanco o Marchena, pero en el ambiente se vivían preocupaciones parecidas y, por supuesto, el libertinaje en las costumbres era moneda corriente, aunque pocas veces peligrosa. De todas formas es significativo el descontento ante la religión católica, poco convincente en la forma que era vivida en España para los jóvenes más inquietos que iniciaban su formación en estos años. Personajes como Antonio Alcalá Galiano, que leía a Hume, Pope, Gibbon... y, en especial, a Voltaire, Rousseau y Montesquieu, sufrían el desconcierto. Según propia confesión «era yo en religión incrédulo, pero deísta, y deísta como lo es Voltaire, sin saber a qué punto ni qué distancia separa su fe de la del puro materialismo». Aunque se pueda calificar de locura de juventud, el testimonio del que sería famoso orador liberal en el Trienio es sintomático del cansancio religioso de la época8.

Las nuevas ideas políticas penetraron parejas al surgimiento de este fenómeno de crisis religiosa. El armazón mental del Antiguo Régimen, basado en una fe no puesta en duda, se fue desmoronando, lo que permitió la crítica social y política. El ejemplo tantas veces citado en muchos estudios sobre la época de León de Arroyal, patrocinando la sustitución del orden político del despotismo ilustrado por fórmulas basadas en la libertad, es sintomático de una nueva época. Como demostró Elorza en su estudio sobre las ideas liberales de los ilustrados españoles, no es Arroyal un caso aislado, lo que prueba el progreso paulatinamente adquirido por las nuevas ideas. El resultado pronto se irá percibiendo: la sociedad sacralizada del Antiguo Régimen va siendo sustituida por un sentido más laico de la existencia que permite no sólo las críticas al propio orden social, sino también el reconocimiento del valor del individuo en cuanto tal. Aunque no cabe hablar aún de una sociedad laicizada en España, es perceptible un ambiente orientado en este sentido que posibilita el germen de los principios revolucionarios.




ArribaAbajoLas exigencias del nuevo rumbo político

La primera y más grave consecuencia en el orden político de la guerra contra Napoleón se deriva del vacío de poder originado en la monarquía española, como ha resaltado J. R. Aymes en un estudio muy conocido sobre la época. Las renuncias al trono de España por parte de Carlos IV y Fernando VII dejaron a los españoles en la difícil tesitura de aceptar a un rey extranjero impuesto por el invasor (José I) o crear un poder nuevo. Quienes reconocieron a José I dieron por buena la legalidad impuesta por la fuerza de las armas y por la irresponsabilidad de los legítimos monarcas españoles, y optaron por una política reformista que era en realidad continuación de la de los últimos monarcas del Antiguo Régimen. Por el contrario, los españoles dispuestos a la lucha contra los franceses (denominados enseguida patriotas, frente a los anteriores, los afrancesados) se vieron obligados a crear una legalidad nueva. Aunque los patriotas no llegaron en sus planteamientos a una ruptura completa con el pasado, adoptaron en muchos aspectos una vía claramente revolucionaria.

Desde los primeros meses de la guerra se produjo una importante novedad en el bando patriota: el pueblo asumió un protagonismo del que había estado muy lejos en el Antiguo Régimen9. En el orden político y administrativo asumieron el poder las Juntas, conscientes desde el principio de ser depositarias de la soberanía popular; en el ámbito militar, las partidas de voluntarios suplieron, de manera inmediata, la inefectividad del ejército regular, ensayando una nueva forma de hacer frente al enemigo: la guerra de guerrillas. Las Juntas fueron integradas por individuos pertenecientes a las clases sociales acomodadas, sin que el pueblo participara en ellas de forma decisiva, y se convirtieron en auténticos órganos de control político más que en asambleas revolucionarias, pero esto no fue suficiente para borrar la raíz popular de su origen10. Así, al constituirse la Junta Central en autoridad suprema de la Monarquía, por acuerdo de las Juntas Provinciales (sólo la de Valencia puso reparos al principio), en realidad se reconoció, con todos los pronunciamientos legales, el poder surgido de un levantamiento popular. La Central vino a ser, ha escrito Artola, la solución revolucionaria al vacío de poder originado en 1808.

Salvo la convocatoria de Cortes y algunas disposiciones de escasa entidad, ni la Central ni las Juntas Locales llegaron a tomar medidas revolucionarias concretas, pero casi nunca pusieron trabas de hecho a las publicaciones que reflejaban las más diversas opiniones sobre los acontecimientos presentes11. Las propias Juntas emitieron manifiestos, edictos y otros comunicados sin tener en cuenta el procedimiento de censura previa anterior a 1808, entre otras cosas porque se autoproclamaron las máximas autoridades (todas se autocalificaban supremas) y, por consiguiente, no podían someterse a organismos subordinados. Por otra parte, resultaba absurdo impedir a los españoles la expresión de sus ideas, ya que las Juntas eran el resultado de la voluntad popular y sólo se justificaban por ella. El pueblo así lo entendió desde el primer momento e intentó ejercer su derecho, aunque bien es verdad que lo hizo las más de las veces mediante el motín u otras formas de alborotos populares, pronto sofocados por las Juntas. Éstas se mostraron poco flexibles a veces en su intento de garantizar el orden público, mas no arbitraron sistemas especiales de censura para las publicaciones.

En el bando patriota arraigó el convencimiento de que la lucha por la independencia era tarea de todos12. Esto provocó una democratización de hecho en varios aspectos y las Juntas prescindieron, en muchas de sus disposiciones, de privilegios o fueros particulares. De este modo, lo mismo se exigió a todas las clases (incluyendo a eclesiásticos y nobles) el pago de las contribuciones especiales destinadas a sostener la guerra, que se elevó a la categoría de mariscal a guerrilleros de origen y condición campesina. No cabe duda que estas circunstancias resultaban poco propicias al rígido ordenamiento del Antiguo Régimen. Se hizo patente la necesidad de acabar con él, y un medio para emprender esta tarea era, sin duda, la libertad de expresión.

La mayoría de los individuos integrantes de las Juntas, así como los miembros de la Central, eran reacios a la generalización de la libertad de prensa, pero sí aceptaban la necesidad de conocer las opiniones de instituciones y personas consideradas cualificadas. Una muestra irrefutable lo constituyó la Consulta al país realizada por la Central en 1809 en demanda de opiniones acerca de las materias sobre las que deberían versar los debates de las futuras Cortes y sobre las leyes que debían mantenerse o ser modificadas13. El significado de este acto es importante porque, como reconoció el propio Jovellanos, miembro de la Central, suponía el espaldarazo a la necesidad de la libertad de imprimir. Es más, esta forma de proceder de la Central era el reconocimiento de su origen popular y, por consiguiente, de la necesidad para el nuevo Gobierno de contar con el pueblo. Aunque en este punto debamos apresurarnos a restringir al máximo la extensión del término pueblo (Jovellanos y la Junta pensaban en los cuerpos públicos y los sabios), hallamos en decisiones como ésta importantes puntos de apoyo para un posterior reconocimiento legal de la libertad de expresión.

Así pues, ya en los primeros años de la guerra concurrieron condiciones favorables a la libertad de prensa, derivadas de forma directa de la propia situación política. Al mismo tiempo, se contaba con una experiencia negativa en cuanto a restringir la circulación libre de impresos: se trata de lo sucedido con motivo de la Revolución Francesa. En 1789 el Conde de Floridablanca, desde la cima del poder, pretendió aislar a España de las noticias subversivas difundidas por los revolucionarios franceses, y por más que la Inquisición puso su celo acostumbrado y el aparato burocrático del Estado actuó con la máxima diligencia entonces posible, fracasó en el empeño. Elorza ha publicado varios de los papeles subversivos distribuidos por esos años en nuestro país y G. Anes ha demostrado cómo se tuvo conocimiento de los sucesos de Francia a través de los más variados sistemas de distribución de impresos. Lo sucedido vino a demostrar la imposibilidad de aislar al pueblo de noticias en los momentos de graves convulsiones políticas. En 1808 se inició una época de estas características y sin duda habría resultado baldío cualquier empeño similar al del famoso ilustrado murciano quien, por lo demás, fue el primer presidente de la Junta Central e intentó, de nuevo, obstaculizar la libre circulación de escritos.




ArribaAbajoEl deseo de una prensa libre. Las ideas de Flórez Estrada

Los ilustrados siempre insistieron en la conveniencia de propagar los conocimientos útiles a la sociedad y de extender la educación. En ello fundamentaron una gran labor, desarrollada de múltiples maneras en el siglo XVIII. Uno de sus resultados fue la aparición de un tipo de prensa periódica, generalmente revistas, que tuvo como lema el instruir deleitando y alcanzó en la segunda mitad de la centuria gran importancia. Estas revistas ejercieron la crítica social con soltura (piénsese, a título de ejemplo, en El Censor, publicado entre 1781 y 1787) y contribuyeron a difundir el espíritu racionalista. Los tropiezos con la censura fueron constantes, de ahí que paulatinamente adquiriera carta de naturaleza el deseo de suprimir las trabas en este sentido. Durante el siglo XVIII, sin embargo, no fueron abundantes las manifestaciones públicas en favor de la libertad de imprimir, aunque existen planteamientos al respecto bastante claros debidos a León de Arroyal y a Valentín Foronda sobre todo.

El interés por la supresión de la censura previa para todo tipo de impresos se generalizó en 1809-10. Explican este fenómeno las razones antes apuntadas derivadas de la nueva situación política y del cambio de mentalidad operado en un buen sector de los intelectuales españoles. En esos años se producen muy diversas manifestaciones en pro de la libertad de escribir. Unas veces consisten en proyectos o peticiones dirigidas a las nuevas autoridades (tal es el caso de los escritos de Flórez Estrada, Calvo de Rozas, José Isidoro Morales, Antillón...); otras son llamamientos a la opinión pública realizados mediante folletos o la prensa periódica, algunos de cuyos representantes, como El Conciso y El Semanario Patriótico dirigido por Quintana, llevan a cabo, en especial durante 1810, una auténtica campaña propagandística en favor de la prensa libre.

En tales manifestaciones aparecen los mismos argumentos utilizados un poco más tarde por los diputados liberales en el Congreso para justificar su proyecto de ley de imprenta. Artola y Martínez Quinteiro han expuesto cumplidamente los rasgos esenciales de este movimiento en favor de la libertad de expresión anterior a las Cortes, por lo que no insistimos más en ello14. Sin embargo nos interesa detenernos en un hecho, menos resaltado por los historiadores mencionados, relacionado estrechamente con lo que venimos diciendo en estas páginas: en la práctica totalidad de las solicitudes en favor de la libertad de imprenta se reconoce que en los temas religiosos debe existir una limitación a esa facultad. Hay que tener muy en cuenta ese extremo, pues no sólo indica las características ideológicas de los españoles de ese momento, sino además adelanta lo que ocurrirá con la ley aprobada por el parlamento gaditano, en la que no se llega a reconocer la libertad para escribir sobre la religión. Los diputados de Cádiz contaron con una variada argumentación previa para defender el derecho a expresar libremente las ideas políticas y, de la misma manera, sobre ellos pesó esta limitación para las ideas religiosas.

El canónigo J. Isidoro Morales se pronunciaba en una Memoria, presentada a la Junta Central, en favor de la ausencia de la censura previa para todos los escritos, excepto en los relativos a cuestiones religiosas, para los que juzga necesaria la autorización previa de los obispos en cada diócesis. Más explícito fue un folleto anónimo aparecido en Sevilla al final de 1809: «Nada será más ventajoso que la libertad de la Prensa, sin más límites que el respeto de la religión y de las buenas costumbres»15. Casi idénticas palabras, aunque en un sentido más restrictivo, utiliza la Junta de legislación nombrada por la Central en su dictamen sobre el proyecto de Flórez Estrada. Tras reconocer la utilidad y provecho «para la mejora y prosperidad del Estado», concluye admitiendo la conveniencia de conceder en España una amplia libertad, aunque «prohibiendo bajo de graves penas escribir contra la religión, buenas costumbres...»16. Esta fue la tónica general en el momento de mayor interés por conseguir una imprenta sin las trabas de la censura previa. De ella se separa el asturiano Álvaro Flórez Estrada, un típico representante de ese cambio de mentalidad producido en el tránsito del siglo XVIII al XIX, distinguido por sus ideas políticas avanzadas (ya había sufrido persecuciones de algunas autoridades por este motivo) y entonces afincado en Sevilla, residencia en 1809 de la Junta Central. Al amparo de Jovellanos y del Marqués de Camposagrado trabajó con intensidad para la Junta, ofreciendo sus ideas en búsqueda de las soluciones políticas reclamadas por las circunstancias. Sobresalen en este sentido dos escritos suyos, uno referente a la libertad de prensa y otro dedicado a presentar un proyecto de constitución.

Flórez Estrada es el único autor de un proyecto que no establecía límites a la libertad de escribir. En sus Reflexiones sobre la libertad de imprenta (1809) entiende que abarca todos los temas, ya que no alude en absoluto a la censura religiosa, antes bien, declara tajantemente: «Los únicos reparos que contemplo se pueden hacer contra la libertad de la imprenta son la propagación de malas doctrinas y el temor de las calumnias».

En otra obra de carácter arbitrista, la Constitución para la nación Española, abunda en lo mismo. Defiende allí la libertad de creencias religiosas y reconoce, expresamente, que «Todo hombre es libre para pensar y exponer sus ideas; de consiguiente, la ley permitirá a todo ciudadano imprimir libremente cuando tenga por conveniente, bajo su responsabilidad»17.

El claro planteamiento de Flórez Estrada en cuanto a la libertad de exponer las ideas sobre la religión es un caso aislado en la época. El realismo político exigía suma prudencia en el tratamiento del tema religioso, pues no en vano será en nombre de la religión tradicional como se opondrán, cuando lo decreten las Cortes, los más graves reparos a la ley de libertad de imprimir. El mismo Flórez Estrada tuvo que defenderse de sus ideas permisivas nada más recibir la Central su proyecto. Concretamente, responde a varias objeciones que dos miembros de la Junta de Instrucción Pública, Bencomo y Gil de Bernabé, opusieron a su proyecto, en estos términos: la libertad de imprenta «en nada se opone a los preceptos del Evangelio, antes bien se conforma con ellos. Jesucristo jamás predica la violencia». Hace a continuación un claro elogio de la tolerancia religiosa, lo que confirma su modo de pensar18.

Conviene resaltar tres elementos en el planteamiento de Flórez Estrada en defensa de su proyecto: la tolerancia religiosa, la preocupación por hallar la verdad en todos los campos humanos y el recurso a argumentos religiosos para defenderse de las primeras críticas que recibe en nombre, precisamente, de la religión. Todo ello pone de manifiesto dos rasgos esenciales, tanto para entender el debate en torno a la libertad de imprenta, como para introducirnos en los planteamientos ideológicos básicos de las Cortes. Se trata, por una parte, del enlace con la tradición ilustrada europea (tolerancia y búsqueda de la verdad) y, por otra, el recurso a los argumentos religiosos, sea para defender o para atacar cualquier intento de reforma o avance revolucionario.

Para Flórez Estrada la libertad de imprenta es una consecuencia lógica de una actitud racional y una necesidad para el bien y la utilidad de todos los ciudadanos. La libertad, dice, habría impedido «los extravíos e injusticias del reinado de Carlos IV», la «arbitrariedad de nuestros tribunales» y la corrupción general de nuestro país: «Apresurémonos, pues, a abolir abusos que han sacrificado millones de víctimas inocentes y de que debe avergonzarse la razón humana». Además, la libertad de imprenta es condición indispensable para superar el momento crítico actual, tanto porque es un medio para infundir patriotismo al pueblo que está en guerra, como porque «sin libertad de imprenta no pueden difundirse las luces, y sin ellas ni puede haber reforma útil y estable, ni los españoles podrán jamás ser libres ni felices»19.

El entronque de los argumentos de Flórez Estrada con las ideas de la ilustración no puede ser más evidente. Veremos, más abajo, que cuando el tema sea debatido en el Congreso los diputados liberales insistirán repetidamente en ello. Esta actitud no nos interesa únicamente porque evidencia la herencia intelectual del liberalismo español, sino también, especialmente, porque constituye una toma de postura clara ante la nueva situación general del país.

Queda patente que para el pensamiento liberal del primer momento el obstáculo mayor para el progreso de las luces en España proviene de cierto sector de la Iglesia, que ejerce un doble sistema de opresión o control mediante los tribunales inquisitoriales y la censura en general: control ideológico de las conciencias y control efectivo de las publicaciones, importación y libre curso de las ideas. Quintana dijo que «sin romper este doble yugo que tenía oprimido y aniquilado el entendimiento entre nosotros, en vano era tratar de abrirle caminos para explayarse sus alas en las regiones del saber»20. Por consiguiente, el tema de la libertad de imprenta es incomprensible en toda su dimensión si no se le relaciona con la religión y el mundo eclesiástico, que es al fin y a la postre quien la controla. Este sector será también quien se oponga con mayor fuerza al ambiente de libertad que propician las Cortes.

Desde el primer momento la batalla de fondo se plantea en el terreno religioso. Cualquier avance en la modernización de España tenía que enfrentarse con la postura conservadora, presente en las Cortes en una amplia gama de diputados, siendo el sector más combativo el reducido grupo inicial de «servirles». Éstos recurren sistemáticamente a la condena de las innovaciones arguyendo desde la religión; a la vez, los partidarios de los cambios se defienden utilizando también argumentos extraídos de su manera de entender la fe religiosa. De aquí que el debate en torno a la libertad de imprenta, entendido por los liberales de las Cortes como requisito previo para acabar con las trabas generales del Antiguo Régimen, constituya el primer enfrentamiento de las dos posturas políticas. Con todo, las disputas son escasas, en lo relativo a esta cuestión, antes de las Cortes, pero cuando se aborde en ellas, comenzará toda la virulencia. Toreno ha escrito que «antes de reunirse las Cortes la libertad de imprenta apenas contaba otros enemigos sino algunos de los que gobernaban»21. Es decir, el tema interesó poco y, por supuesto, fue escasamente conocido, pues era un asunto más tratado por los intelectuales e interesante sólo para aquéllos. Las Cortes lo popularizaron porque, a pesar de todo, asumieron las exigencias de la opinión pública. Sus debates tuvieron mayor repercusión en el país de lo que muchas veces se ha mantenido. No fue sólo el enfrentamiento dialéctico de una minoría lo que allí sucedió, sino el encuentro de diversas formas de pensar que, más o menos, tenían su claro reflejo en el conjunto de los españoles. Hay que reconocer un protagonismo de primer orden en esta popularización de los debates y de los problemas políticos a la de prensa, tanto periódica como la que salió en forma de folletos y libelos.






ArribaAbajoCapítulo II

El debate parlamentario


En las sesiones de Cortes dedicadas a establecer la libertad de imprenta se centró el debate en dos grandes temas: las consecuencias que pudiera tener su reconocimiento para la religión y las razones políticas que lo justificaban. La posición de los contrarios al decreto de libertad basculó siempre en torno a su peligrosa incidencia en la religión; para los liberales, sin embargo, el asunto tenía un significado más amplio. Los males de España, decían estos últimos, provienen de la ausencia de libertades políticas (despotismo) y de la ignorancia, dificultades que podrían ser obviadas gracias a una prensa libre. De ahí la premura en dotar al país de libertades, entre las cuales era lógico ocupara el primer lugar la de la imprenta. La postura contraria acentuó significativamente la importancia de ganar la guerra, pues en ella cifraba, por su parte, el origen de las desgracias de España. Unos y otros parten de un distinto análisis de la realidad: para los conservadores las dificultades de 1808-1810 son pasajeras y están ocasionadas por la invasión francesa; para los liberales son vicios estructurales con siglos de existencia. Es decir, unos cuestionan la influencia extranjera en los destinos de España y otros los tiempos pasados, el Antiguo Régimen.

El trámite parlamentario de este asunto confirma la relevancia que le atribuye el sector liberal. Ya en el tercer día de sesiones, el 27 de septiembre (las Cortes fueron inauguradas el día 24), se constituyó una comisión encargada de entender en el tema, compuesta por varios de los más distinguidos liberales: Argüelles (ya había pertenecido a la homónima de la Central), Oliveros, Muñoz Torrero, Gallego, Pérez de Castro..., entre once miembros22. El proyecto de decreto fue presentado el 8 de octubre por Argüelles y se inició el debate el día 14, a pesar de la oposición de los diputados más conservadores, quienes intentaron infructuosamente demorar su comienzo alegando, según las crónicas de estas sesiones de El Observador y El Conciso, la ausencia de Cádiz de muchos diputados electos y la escasa preparación del Congreso para entrar en consideraciones sobre el asunto. Aunque se habló extensamente a favor y en contra del proyecto, fue aprobado por 68 votos a favor contra 32 el día 19 y salió publicado en forma de decreto el 10 de noviembre de 1810.


ArribaAbajoLos diputados

Constituye un lugar común en los estudios sobre esta época considerar a estas sesiones de las Cortes como el momento en que se produjo la división de los diputados en dos bandos debido, precisamente, el acaloramiento de los intervinientes en la defensa de sus puntos de vista y a las presiones ejercidas en ellos por la prensa y el público asistente a las sesiones en la Isla de León. Aunque los componentes del grupo liberal y los del otro sector, calificado de diversas formas (servil, realista, absolutista...), no son en todas las ocasiones los mismos, si se observa un claro alineamiento por bandos en el debate que nos ocupa. Por un lado se distinguieron en la defensa de la libertad de prensa Argüelles, Muñoz Torrero, Oliveros, Nicasio Gallego, Pérez de Castro, Luján y el americano Mexía; fueron, por otro, sus adversarios Aner, Morrós, Tenreyro, Jaime Creus, Rodríguez de la Bárcena, Valiente, Morales Gallego y Llaneras. En ambas listas se percibe la ausencia de personalidades destacadas en otros debates de esta legislatura (mencionemos a J. L. Villanueva, Fernández Golfín, Ruiz Padrón, Calatrava, Toreno, Antillón entre los liberales, y a Inguanzo, Gutiérrez de la Huerta, Borrull, Ostolaza, Cañedo, entre los realistas), pero no cabe duda de que en ellas existe una representación suficiente de las dos tendencias fundamentales de las Cortes de Cádiz. Precisamente por eso conviene detenerse, aunque con brevedad, en la personalidad de los diputados.

Descuellan por el grupo liberal en esta ocasión cinco diputados. Dos de ellos, Agustín Argüelles y Diego Muñoz Torrero, se convirtieron desde el primer momento en los portavoces de esta tendencia y están considerados por muchos los jefes de fila del liberalismo gaditano. El extremeño Muñoz Torrero marcó el rumbo político de las Cortes al pronunciar el discurso inaugural de esta legislatura. Defendió en él la idea básica del liberalismo político: el origen popular de la soberanía nacional. Su actuación parlamentaria, copiosa e importante, siempre se guió por este principio, asumido, a su vez, con todo el entusiasmo por el joven abogado asturiano Agustín Argüelles. Este hombre de 34 años llegó a Cádiz con una experiencia política nada desdeñable. Había trabajado como funcionario del Estado durante el reinado de Carlos IV, desempeñó una importante misión en Inglaterra enviado por la Junta de Asturias y trabajó en diversas comisiones en el seno de la Junta Central. Aunque en las Cortes entró en calidad de diputado suplente (téngase en cuenta que varios de los parlamentarios más distinguidos de esta legislatura, en ambos bandos, pero sobre todo en el liberal, tuvieron esta condición) enseguida se dio a conocer como un gran orador y fue precisamente el debate sobre la libertad de prensa el que le deparó esta oportunidad, pues Argüelles actuó de ponente del proyecto de ley y, a juzgar por las crónicas de la prensa del momento, sus parlamentos fueron los más extensos y frecuentes.

La relevancia de los otros diputados favorables a la libertad de imprenta es algo menor, aunque se trata de personalidades señeras. Entre ellas hay que destacar a tres juristas, dos miembros del antiguo Consejo de Castilla (José Zorraquín, diputado suplente por Castilla, y Manuel Luján, extremeño) y uno, Evaristo Pérez de Castro, oficial mayor de la Secretaría de Estado y futuro presidente del Consejo de Ministros. Constituyen estos hombres junto a Argüelles y a otros que alcanzarán notoriedad a medida que transcurran las sesiones de las Cortes, el sector de abogados liberales abiertos a las ideas políticas europeas y contrarios al ordenamiento político del Antiguo Régimen. Su condición de profesionales del derecho y su extracción social (casi siempre pertenecen a las clases sociales acomodadas provincianas; así, la familia de Argüelles poseía uno de los mayorazgos más prósperos de Asturias) deparaban las condiciones óptimas para acoger los principios liberales de propiedad privada, participación en la política y libertades individuales. No se trata, por consiguiente, de revolucionarios exaltados sino de hombres perfectamente identificados con la ideología burguesa. En ellos prendió la mentalidad racionalista a que se ha aludido en el capítulo introductorio y desde ella desarrollaron su actuación política en Cádiz.

También los clérigos alineados en el grupo liberal participaron de ideas similares. En la defensa de la imprenta destacaron, además de Muñoz Torrero, Antonio Oliveros y Juan Nicasio Gallego. Oliveros era canónigo de la Colegiata de San Isidro de Madrid, un centro famosísimo en el reinado de Carlos IV por ser foco de lo que se conoce como la secta jansenista española. Se calificó por esos años con este nombre a una corriente de intelectuales, en su mayoría clérigos, que pretendió la reforma en profundidad de la Iglesia del Antiguo Régimen y patrocinó una espiritualidad de carácter interior, desligada de supersticiones y más atenta a las virtudes burguesas de honradez y trabajo que a las vertientes trascendentales. A pesar del calificativo con que los conocemos, estos jansenistas nada tenían que ver con la heterodoxia teológica de Jansenio, aunque tenían predilección en teología por San Agustín. Fue un grupo muy activo, que supo conectar con personalidades relevantes de la última época del Antigo Régimen (Jovellanos, la condesa de Montijo, el obispo Palafox de Cuenca, etc.) y estuvo presente en la mayor parte de los proyectos renovadores eclesiásticos y culturales habidos en ese momento. Su proyección en las Cortes de Cádiz resultó fundamental, a través del mencionado Oliveros y, sobre todo, por el valenciano J. L. Villanueva, personaje éste ausente en los primeros debates sobre la imprenta debido a su tardía incorporación al Congreso.

El poeta Juan Nicasio Gallego, otro de los clérigos liberales (al incorporarse a las Cortes acababa de ser nombrado chantre de la catedral de Santo Domingo, en América) era el más relacionado, entre estos diputados, con los grupos combativos fuera de las Cortes en favor de la prensa libre. Gallego, amigo íntimo de Quintana, había formado parte de la tertulia dirigida por este último, centro de reunión, como testimonió uno de sus asiduos, Antonio Alcalá Galiano, de los españoles más favorables a las ideas de libertad política y religiosa. Allí se encontraron desde finales del siglo XVIII hasta 1808 personajes como Meléndez Valdés, Marchena, Eugenio Tapia, Arjona, Blanco White, Antillón, Sánchez Barbero..., típicos personajes de las ideas más avanzadas de la época y, varios de ellos, distinguidos periodistas en los años de la guerra. Mas debe resaltarse, sobre todos, a Quintana, no sólo porque en los años de las Cortes fue, según su mejor conocedor, Dérozier, «el teórico oficial del partido liberal», sino además porque combatió por la prensa libre más que nadie desde el Semanario Patriótico, influyente periódico dirigido por él. Igualmente relacionado con la prensa periódica estuvo el diputado americano Mexía y Lequerica, un hombre culto, casi siempre alineado con los liberales en las votaciones de esta legislatura y personalmente de ideas más avanzadas que las de aquellos en materia religiosa. Mexía tuvo fama en Cádiz de volteriano, extremo confirmado, al menos, por sus relaciones con La Abeja Española, periódico anticlerical de no escasa influencia en los medios liberales.

Se puede comprobar, tras estas breves alusiones, cómo confluyen en las Cortes varias tendencias renovadoras aparecidas en la crisis del Antiguo Régimen español. Aunque muchos de los rasgos biográficos esenciales de los diputados de Cádiz aún nos son desconocidos, debido a la carencia de estudios monográficos sobre ellos, es posible determinar su adscripción a las nuevas ideas europeas y constatar sus conexiones con las últimas corrientes ilustradas españolas. Muñoz Torrero había sido rector de la Universidad de Salamanca en 1787-89, momento en que circulaban por aquel centro docente las ideas europeas más avanzadas. Argüelles y el grupo de jansenistas a que pertenece Oliveros mantuvieron muchos contactos con Jovellanos, el hombre que simboliza, ha escrito Mestre, lo mejor de la ilustración española. El grupo de Quintana, por último, representa perfectamente el nexo entre la mentalidad ilustrada y las nuevas ideas. Por lo demás, todos están abiertos a Europa y no sólo a la experiencia revolucionaria francesa, sino también y de modo muy palpable al ejemplo de libertades políticas inglés, bien conocido por Argüelles y el grupo de Quintana.

Los diputados liberales, al proclamar la libertad de imprenta, desarrollaron hasta sus últimas consecuencias el espíritu crítico patrocinado en el siglo anterior por los ilustrados. Las nuevas circunstancias abiertas en 1808 exigieron este avance, que no constituye una ruptura con los planteamientos ilustrados, sino su aplicación a exigencias distintas a las del siglo XVIII. Y en este punto los españoles no se guiaron sólo por el ejemplo francés, sino más bien por la necesidad de mantener coherencia con el régimen político que pretendían establecer. En este sentido fue determinante la influencia del sistema político inglés, admirado por varios de los diputados que actúan ahora. Al adoptar legalmente la libertad de imprenta no se produjo, como ha dicho Sánchez Agesta, «en un claroscuro más hiriente el contraste entre las dos generaciones: la de ese honrado prócer de la Ilustración que es Jovellanos y aquellos jóvenes que llegaron a Cádiz con lecturas apresuradas de Rousseau, Montesquieu y Mably»23. Insistamos en que no es el influjo francés el único determinante y que los jóvenes liberales fueron tan fieles a las ideas ilustradas como coherentes en aplicarlas a la nueva situación española, sin desconocer las corrientes ideológicas de toda Europa.

Otra cosa ocurre entre los diputados contrarios a la libertad de expresión. Aunque por su condición social y sus actividades profesionales se diferencian en poco de los anteriores, sus planteamientos ideológicos los condujeron a un rechazo tajante de las propuestas novedosas. Son claros continuadores de la mentalidad del Antiguo Régimen y sus intentos se encaminan a evitar en lo posible los cambios. Por otra parte, tanto su nivel intelectual como su prestigio individual eran inferiores a los de sus colegas liberales.

El hombre más significativo en este debate dentro de esta tendencia es Jaime Creus, personaje fundamental en la Iglesia española durante el reinado absolutista de Fernando VII como Obispo de Urgel y Arzobispo de Tarragona, pero que ahora no pasaba de ser un oscuro canónigo de Urgel. Algo similar ocurre con otros eclesiásticos de menor rango como Francisco Morrós, párroco de Igualada, el mallorquín Antonio Llaneras y el andaluz Rodríguez de la Bárcena, aunque este último adquirió celebridad por ser el corresponsal de las famosísimas Cartas del Filósofo Rancio, enviadas a él desde su exilio en Portugal por el padre Alvarado, uno de los apologistas más aplaudidos de la lucha contra el liberalismo. Los hombres de leyes alineados en este sector presentan rasgos similares a los eclesiásticos. Descollaron Felipe Aner de Esteve, abogado catalán y José Morales Gallego, Fiscal del Tribunal de Seguridad Pública de Sevilla.




ArribaAbajoArgumentos en favor de la libertad de prensa

Los liberales basaron la defensa del decreto de libertad de imprenta en cuatro grandes argumentos: es un derecho del ciudadano, constituye un vehículo esencial para la ilustración del pueblo, es una garantía para atajar el mal gobierno así como a los gobernantes que se aparten del interés general y, por último, resulta necesaria en las circunstancias del momento. Estas ideas, presentes en su práctica totalidad, como hemos visto, en Flórez Estrada, se hallan de forma ordenada en un famoso discurso pronunciado por Muñoz Torrero el 21 de octubre24, mas fueron desarrolladas, siempre en el mismo sentido, por los diputados que intervinieron en favor del decreto.

El reconocimiento del derecho a la libertad de expresión es entendido fundamentalmente como un acto de justicia. Del convencimiento en la naturaleza libre del hombre se deduce la posibilidad de expresar sin cortapisas el pensamiento; por eso Luján afirmó que «ésta es una libertad racional». Insistiendo en el estrecho nexo entre el derecho a la libre expresión y la naturaleza humana, Morales Duárez, diputado americano, llegó a decir que «viene del cielo». Tal defensa recogía una idea popularizada en Europa y expresada en idénticos términos a los citados, aunque refiriéndose a la libertad en general, por Diderot, quien había afirmado en la Encyclopédie: «La libertad es un don del cielo y cada individuo tiene derecho a gozar de ella igual que goza de la razón»25.

De la formulación del derecho a una prensa libre se pasa, enlazando aún más estrechamente con el siglo XVIII, a considerarla vehículo privilegiado para difundir las luces. Desde el principio de las sesiones dedicadas al tema, Argüelles formuló la idea, luego muy repetida, de que debido a la censura de la imprenta «se estancaron los conocimientos, enmudecieron los sabios y caímos en la tiranía». El desarrollo de esta afirmación nos llevaría al planteamiento, harto vasto, de la decadencia cultural española, mas en este momento los liberales son prácticos en extremo aunque recurran a principios abstractos. Les interesa más bien subrayar el efecto positivo que una amplia información y una difusión de las ideas tendría en la educación moral y religiosa de los ciudadanos, como dijo Muñoz Torrero, preocupándose en remarcar este mismo diputado que la ilustración no era cometido exclusivo de los sabios, sino de todos los ciudadanos, pues éstos constituyen la auténtica opinión pública.

Las referencias a la opinión pública abundaron en el debate parlamentario porque los liberales cifraron en ella la garantía del buen gobierno. M. Cruz Seoane ha resaltado este extremo: el recurso a la opinión pública es «lo que distingue fundamentalmente a la política liberal del siglo XIX del absolutismo de la época anterior»26. Ramón Solís ha abundado en ello: la libertad de prensa fue una consecuencia inmediata del nuevo concepto de Estado forjado por los liberales, basado en la intervención popular en los destinos de la nación. Como quiera que ni existían cauces legales para intervención ni el pueblo contaba con experiencia en este sentido, fue decisivo el cometido de la prensa. El periodismo actuó como vehículo para hacer llegar al Congreso las inquietudes del pueblo y, al mismo tiempo, transmitió a los hombres de la calle lo que sucedía en las sesiones parlamentarias27.

Desde la primera de ellas varios periódicos, en especial el Semanario Patriótico de Quintana, El Conciso y El Observador informaron con apreciable amplitud y precisión de las actividades de las Cortes dando de esta manera un vuelco al periodismo español: si hasta ahora la prensa periódica había sido fundamentalmente literaria, en estos momentos se convertía en primordialmente política.

Esta mutación fue palpable y no cabe duda de que la tuvieron en cuenta los diputados en sus parlamentos sobre el decreto que ahora nos ocupa. Sin conocer las opiniones de los ciudadanos o despechándolas los gobernantes pronto son tentados por los métodos tiránicos, afirmaron varias veces. El ejemplo reciente de Godoy, un personaje tan odiado casi como Napoleón en la España patriota, estuvo presente en la mente de todos. La libertad de prensa podría evitar casos similares, como lo atestiguaba la experiencia inglesa. En distintas ocasiones citaron el caso Muñoz Torrero y otros diputados, como Oliveros, dando a entender que la estabilidad política británica y aun la moderación de las costumbres sociales en ese reino dependían en alto grado de la prensa libre, porque la función esencial de ésta en Inglaterra estribaba en el control de los diversos poderes. Entramos así en uno de los principios básicos del liberalismo, formulado con mayor claridad e insistencia en el debate que nos ocupa precisamente por el diputado que en la sesión inaugural de las Cortes habló de la soberanía nacional, Muñoz Torrero. Sus palabras no ofrecen duda: dada la naturaleza del poder del nuevo régimen «si el ejecutivo debía ser moderado por el legislativo, éste no podía tener otro freno que el de la pública censura».

La libertad de prensa, por consiguiente, se convierte en la garantía del futuro régimen político, al ser la única forma de controlar los poderes, por ser vehículo de las opiniones del pueblo. Muñoz Torrero, con gran sentido de la futura realidad política, insistió en ello apuntando: «en llegando Fernando (VII) tendrá mas fuerza que el poder ejecutivo y entonces si no hay opinión pública y los medios de restablecerla libremente, arruinará cuando quiera las Cortes y la Nación».

Todas esas argumentaciones traslucen una idea demasiado paradisíaca de las consecuencias de la libertad de imprenta, mas no olvidemos que nuestro primer liberalismo aún está en este punto, y en otros varios de su ideología, muy próximo a la mentalidad ilustrada. El ideal roussoniano de la convivencia social está presente en Cádiz en cierta medida, así como una visión un tanto idealizada del sistema político inglés. Los liberales de Cádiz pretendieron con la libertad de prensa asentar una de las bases más firmes según ellos del nuevo régimen, una opinión pública ilustrada y, a la vez, fácil de controlar. Tanta importancia concedieron las Cortes de Cádiz a estos extremos que, como ha hecho notar Seoane, al presentar el texto constitucional declaraban: «Como nada contribuye más directamente a la ilustración y adelantamiento general de las naciones y a la conservación de su independencia que la libertad de publicar todas las ideas y pensamientos que puedan ser útiles y beneficiosas a los súbditos de un Estado, la libertad de imprenta, verdadero vehículo de las luces, debe formar parte de la ley fundamental de la Monarquía si los españoles desean sinceramente ser libres y dichosos». En efecto, la libertad legal de la prensa cumpliría muchas funciones beneficiosas de cara a la transmisión y formulación de ideas y proyectos, tanto para el pueblo como para guiar a sus gobernantes, mas consistía asimismo en un modo relativamente sencillo para el poder ejecutivo de atajar las posibles desviaciones de las críticas provenientes del cuerpo social. El coronel Fernández Golfín, diputado por Extremadura, expuso de forma indirecta este principio: siempre resultaría más fácil de controlar los impresos publicados con los requisitos exigidos por la ley, aun cuando contuvieran los mayores despropósitos, que los manuscritos clandestinos a que estaba acostumbrado el pueblo dada la censura rigurosa de las publicaciones. Es decir, la prensa libre puede convertirse en medio para controlar el poder, mas al tiempo éste mantiene la posibilidad de controlar todo lo que se escribe. Así se perfila un instrumento más para configurar ese Estado liberal realmente poderoso deseado por los defensores del nuevo régimen.

Junto a las argumentaciones basadas en los principios generales del liberalismo se defendió el decreto recurriendo a las circunstancias concretas de 1810, es decir, a las exigencias de la guerra. Toda la España patriota estaba convencida, en el momento de reunirse las Cortes, de que el principal cometido de éstas debía ser expulsar a Napoleón, de ahí que los llamamientos al sentimiento patriótico fueran más que abundantes. Los partidarios de la imprenta libre vieron en ésta, precisamente, un medio de fomentar y consolidar el patriotismo. Muñoz Torrero dijo que ayuda a reunir los esfuerzos de la Nación «concentrando su energía en una opinión unánime, espontánea e ilustrada». Argüelles mantuvo que para luchar contra el francés era indispensable forjar un interés común de todos los españoles, lo que se lograría mediante la extensión de las luces. El diputado asturiano manifestó que la ausencia de libertad de prensa había dado «armas al tirano» francés, pues el desconocimiento de los hechos que estaban ocurriendo y las versiones parciales de los mismos sumían en la contradicción y en no pocas indecisiones a los patriotas. Luján acentuó este extremo, achacando a la ausencia de imprenta libre el avance territorial del enemigo y González pronunció una frase, según El Observador, que puede sintetizar todo este pensamiento: «El que se oponga a la libertad de imprenta no es un buen español». De nuevo hemos llegado a una visión idílica de la prensa libre, al identificar a sus enemigos con los de la patria.

De la creencia ilustrada en la necesidad de difundir las luces pasa el liberalismo de Cádiz a criticar los efectos nocivos de la censura de imprenta y a defender su eliminación para dar un fundamento al nuevo régimen político. Fue una labor relativamente llevadera mientras se atuvo a demostrar la bondad en general de la prensa libre. Hasta este punto los argumentos de los liberales no fueron refutados, como ha observado J. Cobos28. Los contrarios, es decir, los absolutistas o serviles (por emplear la terminología acuñada un poco más tarde de las fechas aquí consideradas) se emplearon a fondo solamente para denunciar los tremendos inconvenientes de esta ley para la religión. Fue aquí donde el sector reformista halló serias dificultades.




ArribaAbajoPrensa libre y religión

Los contrarios a la aprobación del decreto basaron la mayor parte de sus intervenciones en resaltar que el reconocimiento legal de la libertad de imprenta suponía contravenir determinados cánones de la Iglesia, que establecen la necesidad para las obras impresas de contar con la licencia de un Obispo o Concilio. Desde aquí desarrollaron diversos argumentos para convencer de la inviabilidad de tal medida. El Seminario Patriótico lo resumió así: «Antisocial, antirreligiosa y antipolítica, decían sus adversarios que era esta libertad. Con ella se destruía el respeto a la religión, a las autoridades civiles, a las costumbres y al decoro público»29.

Por ser ésta la objeción que desde el primer momento opuso el clero a la libertad de imprenta, tanto dentro como fuera de las Cortes, ya se preocuparon los partidarios de las reformas, antes de que se entrara en el tema, de manifestar que una imprenta libre no contradice en absoluto las verdades religiosas; en el transcurso del debate insistirán en lo mismo los liberales, como hizo Oliveros: «La religión santa de los Crisóstomos e Isidoros no se recata de la libre discusión; temen ésta los que desean convertir aquélla en provecho propio». En estas duras palabras está presente uno de los principios básicos que guía la actuación de los liberales: la búsqueda de la verdad, el espíritu crítico que proviene de la Ilustración, no puede ser contrario a las verdades religiosas. Es más, la libertad favorece la adquisición de conocimientos y esto -defendió Argüelles- conduce a la verdad, incluso la religiosa. Muñoz Torrero también fue claro en este sentido: «La educación pública es el verdadero preservativo contra la impiedad y la salvaguardia de las costumbres».

Para Oliveros, que continúa en esta línea, la ausencia de libertad es la principal causa de que prolifere el error, incluso en las cuestiones religiosas. Su exclamación resulta expresiva «¡Qué de horrores y escándalos no vivimos en tiempos de Godoy! ¡Cuánta irreligiosidad no se esparció! Y ¿había libertad de imprenta?». Las trabas a la libre prensa, es claro, conducen irremediablemente al error, tanto si se está bajo una autoridad despótica propia del Antiguo Régimen, como ocurrió con Godoy, como si el despotismo es de carácter revolucionario, como sucede en Francia. En este país, sigue Oliveros, desde que Napoleón suprimió la libertad de imprenta «han tomado incremento errores en materia de religión». Más tarde, cuando ya estaba aprobado el decreto, este mismo diputado recordó a las Cortes lo mismo: «V. M. ha dado un gran paso con el decreto de la libertad de imprenta, para que se aclaren algunas de sus verdades (se refiere a las de la religión) oscurecidas por la ignorancia»30.

El esfuerzo de los liberales se orienta a dar la vuelta al argumento principal de los contrarios a la libre expresión: no sólo no contradice la verdad católica, sino que la protege. El argumento es válido si admitimos, como creían aquéllos, que el espíritu crítico y la difusión de los conocimientos, de las luces, es el camino adecuado para la búsqueda de la verdad. La postura contraria no favorece la auténtica religión, sino los intereses personales o corporativos basados en ella, es decir, esa manera peculiar de entender la vigencia de la fe en el Antiguo Régimen en provecho de los estamentos privilegiados. Esto era evidente para Argüelles, quien denunció sin ambages las manipulaciones del hecho religioso en favor de los intereses estamentales del clero. Para él era necesario dejar libre el camino de la crítica al estamento clerical, paso decisivo para un replanteamiento social nuevo31.

La libertad de imprenta tenía que abarcar, según sus defensores, un amplio espectro social y, en consecuencia, entraba en su campo lo referente a la «disciplina eclesiástica». Ahora bien, la ambigüedad establecida entre todo lo eclesiástico (fuera temporal o no) y la religión impidió prosperase la claridad necesaria en este punto. Ello se puso de manifiesto cuando se entró en el debate del artículo 6 del decreto, cuyos términos son: «Todos los escritos sobre materia de religión quedan sujetos a la previa censura de los ordinarios eclesiásticos, según lo establecido en el Concilio de Trento». Sólo un diputado, Mexía, presentó objeciones. Partió de que debía abolirse todo tipo de censura, pues de mantenerse en algunos temas no podría considerarse concedida la libertad de imprenta, y apoyó su idea en una constatación que, a la vez que profética, resulta ser un análisis exacto de lo que había ocurrido en España desde que actuó la Inquisición. Aunque se sujeten a censura previa sólo los escritos sobre religión quedarán de hecho todas las publicaciones condicionadas, pues en nuestra sociedad está «religionizado, espiritualizado, consagrado canónicamente todo lo que se escriba». Es más, insistió, los censores religiosos tendrán buen cuidado en advertir que no existe nada, «ni una palabra, ni una respiración, ni un ademán», exento de miras religiosas. Las opiniones de Mexía ocasionaron considerable revuelo entre los diputados, sobre todo porque terminó recordando que ni Esdras, ni San Pablo ni San Agustín estorbaron jamás la libertad de escribir, y sería «una especie de irreligión» empeñarse en ser más religiosos que ellos. Llaneras, «escandalizado», según El Observador, las calificó de poco conformes a la religión y solicitó de las Cortes la inmediata recogida del papel de Mexía para hacer el uso conveniente, lo que motivó la intervención de Argüelles recordando la inviolabilidad de los diputados. No se puede ocultar el espíritu inquisitorial de que en ésta y otras ocasiones hicieron gala los diputados «serviles», aunque en realidad su postura era perfectamente acorde con la de la masa de españoles, que no había aceptado las ideas renovadoras de los ilustrados y seguía convencida, como ha escrito hace poco Jiménez Lozano, que «no había parcela social y humana que no tuviera trasfondo religioso, que no fuera religiosa, que no estuviera sacralizada»32.

Varios de los diputados liberales más combativos fueron conscientes de esta situación. Por ello, en el tema de la libertad de imprenta y en otros adoptaron una vía conciliadora y, a la vez, política. De ahí que no fueran pocas las concesiones, especialmente cuando se trataba de asuntos religiosos. En lo que ahora nos ocupa, Muñoz Torrero -claro exponente de la postura que acabamos de indicar- defendió los términos del artículo 6, «recordando lo que el Concilio de Trento tenía dispuesto acerca de los escritos en materia de religión; que la sujección a las decisiones de la Iglesia era inseparable de la nación española [...] y, sobre todo, que en el artículo 1 estaba ya decidido por las cortes que la libertad de imprenta se entendiese en materias no religiosas, y de consiguiente, éstas debían estar sujetas a la previa censura». Independientemente de lo que tengan estas palabras de táctica inteligente para no paralizar la reforma con una guerra inútil, es cierto que para casi todos los liberales los temas religiosos eran negocio de especial atención que trataron con mucho tacto. Por ello no irán en materia religiosa hasta posiciones tan avanzadas como en las políticas, a la vez que en no pocas disposiciones muestran un acusado talante conservador.

Con todo, el problema radicaba no en el terreno de los principios sino en el de la práctica. Una prensa libre permitiría abordar asuntos eclesiásticos considerados, hasta entonces, competencia exclusiva de la Iglesia como cuerpo jerárquico. Tales podían ser todos los atañentes a la posición económica y social del clero, los relacionados con la intervención de la Santa Sede en la Iglesia española (muchos de ellos insertos por completo en el orden temporal), o, como el propio proyecto del decreto mostraba, podría suponer la privación a la Iglesia de ciertas prerrogativas en la sociedad, cual era la censura de todos los escritos. Dejar libre la salida de publicaciones resultaba demasiado arriesgado para la Iglesia establecida, pues se enjuiciarían situaciones nunca puestas en duda hasta entonces y desconocidas para el pueblo. Por eso surgió la protesta del clero, mas también a esto se debe el interés del grupo reformista en dar pasos cautelosos. Este grupo deseaba abordar desde el poder temporal, en virtud de sus convicciones regalistas, muchos asuntos eclesiásticos, y darles un nuevo ordenamiento. La prensa libre sería un medio para ello, aun manteniendo la ambigüedad expresada en la ley. Por el artículo 6 obligaba a sufrir la censura del Obispo a los escritores sobre religión, pero en el artículo 19 se disponía que el ordinario no podía negar su licencia sin antes permitir al autor la defensa de sus ideas. De esta forma se avanzaba, bien es verdad que poco para el deseo de algunos, en el asunto más espinoso. Así lo entendió, años después, el Conde de Toreno, para quien el decreto de libertad de imprenta constituyó un paso hacia la tolerancia religiosa, tanto porque arrancaba de las manos de la Inquisición el importante cometido de la censura de escritos, como porque, a pesar de todo, la supresión de trabas en lo político podría suponer con el tiempo algo similar en los asuntos religiosos.

Este juicio trasluce en cierto modo la manera de pensar de los liberales de Cádiz. En primer lugar, el convencimiento de que las concesiones episcopalistas siempre eran un logro. Por otra parte, la extraña ambigüedad en que aún se mueven, no acabando de deslindar lo político de lo religioso. Por último, la obsesión de estos hombres por acabar con el poder del Santo Oficio, dando por buena cualquier medida que lo recortara33. De todas formas, los liberales fueron conscientes del sacrificio que realizaban, «en obsequio del clero exclusivamente», como escribió Argüelles34, pero acabaron por no presentar batalla en este punto, como tampoco la presentarán cuando se trate del artículo 12 de la Constitución35, en aras de la conciliación y la tranquilidad del Congreso. No obstante, a pesar de este ambiente marcadamente hostil, no puede decirse que los diputados liberales estuvieran muy disconformes con esta medida. La religión era para ellos asunto intangible. Aún no se habían radicalizado en este punto, y ello es evidente si se examina con detenimiento su obra en esta materia, aunque no cabe duda de que se deseaba iniciar el camino hacia la tolerancia y, en efecto, el decreto de libertad de imprenta fue una medida aperturista.

Los más combativos representantes del pensamiento tradicional arremetieron contra el decreto y, sobre todo, contra su aplicación por las Cortes, señalando precisamente estos extremos. El conocido fraile Vélez escribió: «El Congreso no aprobó en derecho el que se escribiese contra la religión, pero en el hecho lo llegó a permitir, y aun a defender. Cuatro años de desenfreno de la imprenta es la desgraciada experiencia que cito»36. Prescindiendo de su veracidad, estas afirmaciones reflejan con exactitud el juicio que la libertad de imprenta mereció al sector antiliberal.






ArribaAbajoCapítulo III

Las disposiciones legales


Tanto por el significado histórico que entraña como por su valor intrínseco la medida sobre prensa e imprenta más sobresaliente de las Cortes de Cádiz es, sin duda, el decreto de 10 de noviembre de 1810. Esta disposición constituye el punto de referencia permanente de las demás adoptadas por esta legislatura en la materia, y es el arranque de la legislación del liberalismo español sobre imprenta. Ciñéndonos a las Cortes de Cádiz, sus disposiciones fueron las siguientes, por orden cronológico:

La primera, es un decreto de 29 de abril de 1812 que prohíbe la reimpresión del texto constitucional sin permiso previo del gobierno. Es curioso, y sólo hasta cierto punto sorprendente, que tras la declaración de la libertad política de imprenta se comience legislando de modo restrictivo respecto al documento político por excelencia del nuevo régimen. Sus adversarios de entonces y de ahora lo han hecho notar, casi siempre con ironía. De todas formas es comprensible esta medida tanto por el carácter centralista del régimen liberal cuanto por el temor, fundado, a posibles reimpresiones tergiversadas o incompletas de la Constitución. En estas fechas, avanzado ya el año 1812, la lucha entre los dos bandos políticos del momento a base de escritos había alcanzado suficiente virulencia como para adoptar precauciones en este sentido.

El 25 de junio del mismo año se da otra disposición que en cierto modo igualmente provoca el equívoco. Se trata de una orden a las Juntas de censura mandando presenten una nota de todos los papeles censurados por ellas. Si el primer decreto quedaba justificado por el carácter de la Constitución, texto oficial que en principio sólo debía imprimir la Imprenta Real, de donde salió publicado por primera vez, el segundo presentó alguna dificultad, pues podía interpretarse como ingerencia fiscalizadora del poder legislativo en la labor de las Juntas de censura. Sin embargo, la necesidad de esta medida quedó patente, pues era un medio de evitar disparidades en la manera de proceder de las diversas Juntas, ya que debido a la incomunicación con ciertas partes de la Monarquía no era factible un conocimiento expreso y al día de las actuaciones de los tribunales de imprenta de todas las provincias. El motivo concreto que suscitó este decreto fue el proceso seguido contra el padre Espejo, del que se tratará más adelante, por el que se puso de manifiesto el peligro de las discordancias en los criterios censores de las Juntas territoriales.

Complemento de esta disposición es la del 28 de agosto siguiente, relativa a la obligación de remitir a las Cortes las listas de libros y manuscritos censurados y confiscados. En ese año aún salieron dos mandatos más, circunscritos a un aspecto económico relacionado con la imprenta: el 22 de septiembre se establecía una serie de contribuciones sobre los impresos, en un decreto atañente también a la lotería y a otros asuntos, y el 9 de diciembre se exceptuaron de aquel impuesto las dos publicaciones oficiales del momento: el Diario de Cortes y la Gaceta del Gobierno.

La actividad legislativa sobre imprenta en 1813 no fue más copiosa en órdenes aunque por su carácter reglamentista adquiere un significado complementario al decreto de 1810. El 22 de febrero, en coincidencia con la abolición del Santo Oficio, se dio un decreto prohibitivo de la introducción de libros o escritos contrarios a la religión. Fue ésta una medida teñida de cierto oportunismo, para dar a entender al pueblo y fundamentalmente a los cuerpos eclesiásticos el celo de las Cortes por el mantenimiento de la pureza de la fe católica, previniendo los ataques que habían de avecinárseles tras el conocimiento de la supresión del aparato inquisitorial. Otra orden, meramente administrativa en principio, aunque no dejó de suscitar algunas susceptibilidades, se dictó el 23 de abril, disponiendo la entrega a la Biblioteca de las Cortes de dos ejemplares de todo lo impreso en la Monarquía. En realidad su origen debe buscarse en la diligencia por acopiar todo tipo de publicaciones del bibliotecario del Congreso, el conocido bibliófilo Gallardo, pero para ciertos diputados apareció como un nuevo intento de las Cortes por controlar las ediciones españolas. Por último se aprobaron y promulgaron el 10 de junio dos adiciones al decreto de 1810, por las que lo modificaban en parte y concretizaban las funciones de las Juntas de censura, y otro garantizando la propiedad intelectual. Este último, desarrollo del derecho de propiedad en general, declaraba expresamente que los escritos son propiedad del autor, por lo que sólo a él corresponde imprimirlos. Muerto el autor pasaba este derecho a sus herederos por 10 años, al cabo de los cuales quedaba el escrito como patrimonio común.

Se comprueba, a tenor de esta enumeración de disposiciones legislativas37, que la obra de las Cortes de Cádiz queda centrada en el decreto de 1810 y en sus adiciones de junio de 1813.


ArribaAbajoEl decreto de 10 de noviembre de 1810

Este decreto supone un giro espectacular a la legislación española sobre la prensa, pues abandona el tono negativo de las disposiciones anteriores y proclama, con toda claridad, ha apuntado Almuiña Fernández, la libertad de expresión38. Los términos del artículo primero son inequívocos: «Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquier condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anteriores a la publicación...». Sobre esta base se asienta el resto del articulado orientado a reglamentar (los diputados casi siempre aludirán a este decreto como el «reglamento sobre libertad de imprenta») el ejercicio del derecho reconocido. Esto se realiza mediante la abolición de los anteriores sistemas de censura previa (art. 2) y el establecimiento de sendos procedimientos de actuación, uno para los escritos en general, otro para los dedicados a temas religiosos.

Dejando sentado, desde el artículo 3, el principio de la responsabilidad individual de escritores e impresores, en perfecta coherencia con la ideología general del liberalismo, se arbitra un procedimiento para el ejercicio de la libertad de expresión que resultó, en palabras de Almuiña, «enormemente optimista, liberal y confiado».

En las publicaciones de carácter no religioso sólo se exige conste el nombre del impresor (art. 8), pero no el del autor, aunque es obligación del primero saber de dónde proceden los manuscritos que publique. No existe ningún tipo de censura previa, pero se fija la existencia de una Junta de censura en cada provincia y otra Suprema a nivel nacional para atender las denuncias practicadas contra las publicaciones. Las Juntas, sobre las que volveremos con detenimiento más adelante, no tienen iniciativa para denunciar escritos, sino que reciben los que les envían el poder ejecutivo o el judicial. Cuando un impreso denunciado es censurado una vez por la Junta provincial correspondiente tiene derecho su autor a solicitar el texto de la censura y, en caso de desacuerdo con ella, exigir una nueva calificación. Si tampoco esta segunda censura es convincente puede recurrirse a la Junta Suprema, que está obligada asimismo a practicar, según el decreto de 1810, dos censuras (en 1813 se rebajó a una sola).

Las publicaciones sobre materias de religión tienen un tratamiento diferente, en virtud de lo dispuesto en el artículo 6, que las sujeta a la censura previa de los ordinarios eclesiásticos. Ahora bien, los obispos no pueden negar la licencia de impresión sin examinar previamente el escrito y oír al interesado (art. 19). En caso de que este último recibiera, a pesar de todo, la negativa para publicar, puede recurrir a la Junta Suprema, si bien ésta sólo puede en última instancia aconsejar al ordinario, si lo estimara así, mas no obligarle a conceder la licencia.

Teniendo en cuenta que este decreto se promulgó en 1810, cuando aún existía legalmente la Inquisición, aunque de hecho era inoperante, no cabe duda de que se trata de una medida revolucionaria. Almuiña la ha calificado como «la punta de flecha más en vanguardia de la legislación europea en materia de prensa en este momento». Con todo, las Cortes atribuyeron a la libertad de imprenta un carácter eminentemente funcional, hasta el punto de provocar la duda de algunos estudiosos actuales sobre si este decreto reconocía en realidad un derecho o sólo una facultad. Martínez Sospedra ha hecho este planteamiento, basándose en el preámbulo del decreto. Las Cortes consideran la libertad de imprenta como «facultad individual de los ciudadanos», dice el preámbulo, encaminada a poner freno a la arbitrariedad de los gobernantes, a ilustrar a la nación en general y a permitir el conocimiento de la opinión pública39. En el decreto de 1810 no se profundiza más. Sin embargo, varios diputados liberales estaban convencidos de que la libertad de expresión era un derecho de los ciudadanos y lo pusieron de manifiesto en el debate sobre este asunto. Las propias Cortes, más tarde, garantizaron la libertad de imprenta dándole rango constitucional: su protección era una de las facultades de las Cortes (art. 131 de la Constitución de 1812) y se reconocía, en el capítulo dedicado a la instrucción pública, esta libertad en idénticos términos a como quedó redactado en el artículo 1 del decreto de libertad de imprenta (art. 371 de la Constitución).

La libertad de imprenta fue acogida en 1810 con lógico alborozo en los sectores liberales, pero los medios conservadores se mostraron muy desconfiados. Inmediatamente aludirán estos últimos a la ligereza del decreto en cuanto a las sanciones previstas contra sus infractores y en verdad no les faltó razón, pues se especifica muy poco en este sentido. Sólo en el artículo 4 se trata del castigo con 50 ducados de multa a «los libelos infamatorios, los escritos calumniosos, los subversivos de las leyes fundamentales de la monarquía, inocentes y no perjudicales» e imponer otras penas, que no se llega especificar, a las publicaciones licenciosas, contrarias a la decencia pública y buenas costumbres. En otros artículos (del 9 al 12) se vuelve sobre las sanciones a editores y autores, pero tampoco se concreta nada.

Este excesivo optimismo del decreto no es probable proceda de la inconsciencia de los diputados, sino más bien de su confianza en la buena disposición de la sociedad española a aceptar la obra de las Cortes. También pudo influir, como ha comentado Eguizábal, el rechazo de los métodos habituales en la época anterior, tan explícitos en clarificar delitos y penas y tan parcos en reconocer derechos40. En cualquier caso, esta inconcreción del decreto exigirá más tarde, cuando esté vigente la ley de imprenta, la intervención de las Cortes en asuntos que, de otra manera, podrían haber sido resueltos en instancias inferiores.

La vaguedad en el sistema de sanciones apuntada41 y la concesión de la facultad de imponerlas sólo a los jueces y tribunales ordinarios (art. 5) suscitaron, al poco de proclamarse el decreto, serias dudas sobre el procedimiento a seguir en casos concretos. No se supo bien si había que recurrir en primera instancia al juez ordinario, o al poder ejecutivo, o a la Junta provincial de censura cuando se trataba de denunciar alguna publicación; se produjeron disparidades en las censuras de varias juntas ante infracciones similares, etc. Otro problema inmediato consistió en saber a quién correspondía la calificación de un escrito cuando atacaba directamente a una Junta de censura, pues no procedería la intervención de ésta por tratarse de juez y parte a la vez. Veremos en otros capítulos cómo estas dificultades se fueron presentando, bien por las características mismas del articulado del decreto de 10 de noviembre, bien porque se logró forzarlo hasta mostrar sus indudables defectos. En todo caso la práctica de la legislación de libertad de imprenta se movió mientras estuvo en vigencia en medio de estos escollos, y aunque las Cortes se percataron pronto de ello y trataron de remediar ciertos puntos mediante las disposiciones de 1813, ya resultó tarde porque los ánimos para esa fecha estaban lo suficientemente exaltados y las posiciones tan decantadas en bandos como para que no surtiera efecto una solución razonable.




ArribaAbajoLas adiciones de 1813

Las dos adiciones al decreto de libertad de imprenta promulgadas en 1813 no llegaron a clarificar la situación gran cosa porque no existió voluntad para ello. Sin embargo, llenaron los vacíos del decreto de 1810, en especial por cuanto se refiere al procedimiento a seguir en las denuncias y en las condenas o absoluciones de los escritos. Al mismo tiempo establecían un sistema para enjuiciar las publicaciones enormemente respetuoso con sus autores e independiente, con claridad, del poder político, dando lugar a un efectivo reconocimiento legal del ejercicio de la libertad de expresión. Puede afirmarse, en consecuencia, que estas medidas cierran la legislación sobre la imprenta de las Cortes de Cádiz guardando total coherencia con los principios generales de la ideología liberal y perfilando un procedimiento capaz de garantizar la libertad de escribir. La extrema concreción de estas disposiciones no permite, desde una consideración teórica al menos, duda alguna al respecto. Otra cosa fue, como tantas veces sucedió con las Cortes de Cádiz, lo que ocurrió en la práctica.

El primero de los decretos de junio de 1813 fijaba con apreciable claridad el sistema de censura de las publicaciones; el otro establecía un detallado reglamento para las Juntas, tanto provinciales como Suprema. Ambas medidas garantizaban la independencia de las Juntas y dejaban en manos de la justicia ordinaria la imposición de sanciones cuando hubiere lugar, cumpliendo de esta manera el principio constitucional de la división de poderes. Al mismo tiempo, determinaba un procedimiento muy claro para perseguir las infracciones a la ley.

Confirmando el decreto de 1810 quedaban integradas las Juntas provinciales por cinco miembros (de ellos, dos debían ser eclesiásticos) y la Suprema por nueve (tres eclesiásticos), además del personal administrativo y auxiliar necesario (secretario, escribiente y portero). La pertenencia a las Juntas quedaba considerada como un servicio honorífico, sin percibir sueldo alguno, y se vedaba a los prelados eclesiásticos, magistrados, jueces y a quienes estaban inhabilitados para ser diputados a Cortes, es decir, los miembros de las órdenes religiosas. Se muestra en estas exclusiones un empeño especial por conferir a las Juntas un acendrado carácter independiente. Las Juntas sólo son responsables ante las Cortes en el caso que en el ejercicio de sus funciones contravengan la Constitución o las propias leyes de imprenta, pero en lo demás ninguna autoridad puede mezclarse en su cometido. Se remacha su autonomía estableciendo el carácter inamovible de sus miembros, renovables por turnos cada dos años, y se acentúa su independencia respecto del ejecutivo porque corresponde a las Cortes, y no al Gobierno, el nombramiento de sus integrantes.

Para no dejar lugar a la arbitrariedad e impedir el retraso innecesario en el cumplimiento de sus funciones se llega a fijar, incluso, la periodicidad de las reuniones de las Juntas (una vez por semana de forma ordinaria) y se determina el sistema de votación para tomar acuerdos. Asimismo, en aras de la máxima garantía para el escrito objeto de censura, se exige a las Juntas un acta de sus decisiones, pudiendo formular sus integrantes los votos particulares que sean del caso. Con esto clarificaron las Cortes un extremo nada claro en el decreto de 1810 y que había dado lugar a reclamaciones y aun a debates de importancia, como sucedió con la causa contra España vindicada... de Colón, que examinaremos más adelante. El ánimo reglamentista de las Cortes llegaba, por último, a fijar el sistema para subvenir a los gastos tenidos por las Juntas en el cumplimiento de sus funciones. La Suprema percibiría una subvención anual de la Tesorería General, mientras que las provinciales serían financiadas por las Diputaciones respectivas.

El procedimiento a seguir en las causas contra las publicaciones susceptibles de infracción de la ley quedaba garantizado por el carácter de las Juntas, tan minuciosamente determinado, y por el cauce explicitado en estas disposiciones de 1813. Era el siguiente: la denuncia de los escritos corría a cargo de un fiscal, que debía ser un letrado nombrado por cada Ayuntamiento donde residiera una Junta, esto es, la capital de cada provincia. El fiscal pasa la denuncia al juez ordinario y éste solicita la censura correspondiente a la Junta provincial. La calificación de la Junta es devuelta al juez y al interesado, acompañada de una copia del acta de votación. El autor o editor del escrito denunciado tiene oportunidad, en este punto de la causa, de presentar las observaciones oportunas a esta primera censura si no estuviere de acuerdo y remitirla de nuevo por el conducto señalado a la Junta para la censura segunda. Si con ello no quedara satisfecho el encausado le resta el recurso a la Suprema, también por el conducto de la justicia ordinaria. La calificación una sola vez de la Suprema será definitiva e inapelable. No obstante, aún cabe al autor la posibilidad de publicar su defensa si recibiere calificación negativa, mas si ésta fuera positiva nadie podrá denunciar de nuevo al mismo escrito. Con esto se concede indudable importancia a la Junta Suprema, convertida en el máximo tribunal en los asuntos relacionados con la libertad de imprenta, y se acaba con la costumbre, tan arraigada en el Antiguo Régimen, de recurrir a diversos organismos cuando se pretende la prohibición de una obra.

Es patente el propósito de las Cortes de centralizar en las Juntas de censura todos los asuntos relacionados con la calificación de escritos y en asignar a la justicia ordinaria, y sólo a ella, la función de establecer las sanciones correspondientes, que una vez más tampoco se especifican en esta ocasión. Mas existe un aspecto que escapa a este intento y que, como otras decisiones de las Cortes de Cádiz, muestra a la vez las dificultades para la implantación del modelo político liberal en España y la importancia de la religión. Se trata, como es evidente, de las consecuencias derivadas en este caso de la excepción contemplada en el decreto de 1810 para los asuntos religiosos.

En junio de 1813 ya no existe legalmente la Inquisición y por consiguiente las disposiciones sobre la imprenta prescinden de manera absoluta de ese tribunal, al que había correspondido en los tiempos anteriores las principales funciones en la censura de impresos. Ahora bien, las Cortes habían creado, en el mismo decreto de 22 de febrero que abolió al Santo Oficio, unos «Tribunales Protectores de la Fe» a los que precisamente se le asignan amplias funciones para velar por la pureza de la religión. Estos tribunales, constituidos por el ordinario y los jueces eclesiásticos de cada diócesis, sustituyen a las Juntas en todas las publicaciones sobre materias religiosas, sin duda el conjunto más numeroso salido de nuestras imprentas en este tiempo.

La creación de los Tribunales Protectores de la Fe no supuso menoscabo en la función censora previa asignada a los obispos por el decreto de 1810 para los escritos religiosos, pero sí añadió una nueva facultad a los jueces eclesiásticos, consistente en elaborar una lista de los impresos contrarios a la religión que fueran prohibidos. Aunque en este cometido se intentan matizar las facultades de los jueces eclesiásticos, exigiendo el dictamen del Consejo de Estado para que tal lista adquiera rango de ley, queda patente su similitud con el Índice de libros prohibidos elaborado anteriormente por la Inquisición. De esta manera se sustrajo a las competencias de las Juntas de censura y de la justicia ordinaria un importantísimo sector de las publicaciones.

Las constantes excepciones relativas a los asuntos religiosos cercenan en gran medida la legislación sobre la imprenta, que en sus aspectos generales presenta, sin embargo, una faz moderna, indudablemente avanzada, y por sí constituye un reconocimiento expreso de los principios fundamentales del liberalismo. El esfuerzo de las Cortes en este sentido fue considerable y si los liberales no llegaron a más fue porque temieron, en esa constante labor transaccional que son las Cortes de Cádiz entre renovación y conservadurismo, por la propia posibilidad de dotar al país de la libertad de expresión. Es significativo en este sentido el logro de sujetar a los eclesiásticos en cuanto individuos a la legislación general de imprenta.

Uno de los motivos de litigio más graves entre el liberalismo y los cuerpos eclesiásticos, especialmente las órdenes religiosas, se suscitó a propósito del fuero particular. Para el liberalismo, que extiende la condición de ciudadanos a todos los españoles y concede igualdad de derechos a los ciudadanos, carecía de sentido el mantenimiento de fueros especiales. El eclesiástico, además, revestía singulares características por afectar a un colectivo muy numeroso y formar parte de un sistema de poder indudablemente fuerte, como era la Iglesia del Antiguo Régimen. Dejar a los clérigos en el uso de su fuero particular para todos los casos implicaba sustraer a las facultades del Estado una porción esencial de su competencia. De ahí que en todas las ocasiones posibles las Cortes trataran de igualarlos con el resto de los ciudadanos. Así procedieron en materia de imprenta. En 1810 no habían consignado nada en concreto en este punto, pero ahora en 1813 determinaban la total sujeción de los clérigos seculares a la ley, igual que los regulares, e incluso se especificaba que lo mismo debía entenderse para los prelados cuando actuaran como escritores particulares.

En el segundo semestre de 1812 las Cortes habían tenido una experiencia en este sentido que, sin duda, influyó en estas determinaciones. El padre Espejo, un cartujo del convento de Sevilla residente en Cádiz, publicó una Carta de nuestro muy amado Rey el Sr. D. Fernando VII a la serenísima señora Infanta doña Carlota que fue calificada por la Junta de censura de Cádiz como «atrozmente injuriosa» a las Cortes y al Rey y costó la cárcel al padre cartujo. Al intentar el juez competente tomarle declaraciones, el acusado se negó alegando su condición clerical y, en consecuencia, su derecho a ser juzgado por un tribunal eclesiástico. Al cabo de un tiempo (aproximadamente mes y medio) sin lograr avance alguno en la causa, el padre Espejo se dirigió a las Cortes alegando haber sido objeto de arbitrariedades y solicitando un pronto remedio. En ellas defendieron bien al encausado y la pervivencia del fuero eclesiástico dos diputados laicos del bando absolutista, el militar valenciano Esteller y Morales Gallego, aunque finalmente se impuso un dictamen de la comisión de justicia ordenando la prosecución del caso por los tribunales ordinarios42. Ésta fue una victoria en la práctica en favor de la igualdad jurídica de todos los españoles, recogida más tarde, como acabamos de ver, en las adiciones al decreto de libertad de imprenta.

Casos similares a éste tienen un reflejo específico en las disposiciones de 1813. Como las mismas Cortes declararon al promulgarlas, se dictaban «teniendo en consideración los varios recursos y consultas hechas», siendo propósito del Congreso evitar problemas como los vividos en los anteriores años de existencia de la imprenta libre. Varios de ellos habían derivado de algunas publicaciones de ciertos prelados y de sermones o escritos de las autoridades eclesiásticas. Por eso se especificaba ahora que estaban sujetos a la ley de imprenta incluso las pastorales y demás escritos emanados de la jerarquía eclesiástica en cumplimiento de su ministerio43. Esta medida refleja una postura defensiva ante la posibilidad de reproducción de ataques al sistema constitucional por parte de las autoridades eclesiásticas y, al mismo tiempo, recoge un principio característico de las Cortes de Cádiz en sus relaciones con la Iglesia. Se mostraron siempre celosamente continuadoras de la corriente regalista ilustrada española, una de cuyas manifestaciones más claras en la práctica política había sido el control de las publicaciones de la Iglesia. La legislación de 1813 sobre imprenta tiene una importancia singular, en definitiva, tanto porque cubre ciertas deficiencias del decreto básico de 1810 como porque amplia el derecho a la libre expresión e iguala a los ciudadanos en su ejercicio. Resulta difícil de mantener, en consecuencia, juicios como el siguiente: «Ninguna disposición posterior (a la de 1810), mientras tuvo vigencia la Constitución, vino a desarrollar este decreto, que quedó regulado sobre la base de ese decreto anterior a la declaración constitucional»44. No cabe duda que las Cortes se esforzaron por establecer el procedimiento más sencillo y eficaz posible en favor de la garantía de la libertad de imprenta aparte, como vimos arriba, de recoger en la Constitución este derecho sin modificación alguna.

Ha sido una constante en nuestra historia política, como es bien sabido, el contraste entre las disposiciones legislativas y la vida real del país. La libertad de imprenta en modo alguno podía ser excepción, en especial porque a ninguno de los contemporáneos se les escapó el significado que su pronta declaración entrañaba. La libertad de prensa, veíamos anteriormente, fue considerada por los liberales como una inmediata consecuencia del principio de la soberanía nacional. A este valor intrínseco se le añadió una serie de virtualidades que conducirían, por fuerza, a convertir este derecho en una posibilidad política de primer orden: era el paso inicial para emprender la obra transformadora proyectada por las Cortes. No cabe duda, por tanto, que debían producirse muchas contestaciones. Y, en efecto, éstas fueron más numerosas en el terreno de los hechos que en la sala del parlamento. Aquí se dijo poco en su contra si comparamos con lo mucho dicho a su favor; allí se hizo todo lo posible por obstaculizarla, a veces mediante el abuso de la propia libertad de escribir. También esto último es una característica de la vida política española.





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