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La literatura traducida: ¿es española?

Jean-François Botrel





La literatura traducida (se entiende que al español y en España): ¿es española?1

Sea lo que fuere la respuesta (¡no puede ser!, ¿por qué no?, sí lo es, etc.), conviene reflexionar sobre el estatuto de facto (deducible de la praxis) y de jure (sentado por el canon) de dicha literatura para poder entender las encontradas posiciones al respecto.

Limitándome a la situación del siglo XIX, partiré de una observación:

Ce qui a pu être appréhendé comme un symptôme honteux de retard et dépendance, a donné lieu à une intense activité autoriale et éditoriale autour des textes, visant à les rendre accessibles à défaut d'autres textes originaux susceptibles de satisfaire une demande croissante, en suscitant parallèlement de salutaires réactions ou sursauts.


(Botrel, 2006: 9.)                


Con la siguiente consecuencia:

Ce phénomène qui n'est pas propre à l'Espagne, invite à s'interroger sur la circulation par delà les frontières de quantités de textes, mais aussi d'images, rarement considérés pour ce qu'ils sont, c'est-à-dire des appropriations dans d'autres langues, d'autres formes et par d'autres publics que celles et ceux d'origine, et des contributions significatives à la configuration d'une littérature et de lecteurs moins attentifs, dans leurs pratiques, à l'appellation d'origine que ne le sont la plupart des historiens de la littérature.


(Botrel, 2006: 9.)                


A través de la historia de la edición, de la prensa y del libro, de la historia de la lectura y de la historia literaria del siglo XIX, analizando e interpretando los indicios paratextuales y textuales, los discursos editoriales y autoriales y las prácticas lectoras, o sea: desde un punto de vista pragmático y no dogmático, como hispanista francés y bretón, traductor e intermediario cultural, procuraré entender, pues, por qué, a pesar de ser literatura de españoles, sigue la literatura traducida en España sin incluirse en la literatura española.




Desde la historia de la edición, de la prensa y del libro

Una vez más, el punto de partida será lo de «nación traducida» aplicado a España por Mesonero Romanos, en 1843, y aquel furor traductoresco español denunciado en la época.

La ingente pregnancia de una literatura traducida de origen extranjero o de otros idiomas peninsulares durante todo el siglo XIX es en España (posiblemente más que en otros países) un hecho cultural incontrovertible, asentado ya por la historia de la edición y del libro (Infantes, López, Botrel, 2003: 627; Botrel, 2006: 10-12).2 Tanto la novela, como la literatura juvenil, la médica o la católica, por citar unos ejemplos, arrojan una fuerte proporción de textos traducidos -hasta el 80% para los folletines, un 50% para la novela en los años 1880-1990-, del francés fundamentalmente, al ser Francia entonces la nación de referencia dominante, hasta que a principios del siglo XX empiece a darse una clara diversificación de la literatura fuente.

Interesa comprobar que en las bibliotecas y colecciones publicadas por los editores españoles a duras penas se distingue el origen no español de las obras ofertadas: en las casi 900 inventariadas por ahora, la referencia explícita al origen extranjero de la literatura publicada solo interviene en menos de 20 casos,3 asociada a menudo con español,4 o deducible del calificativo «mundial», «internacional», «universal» y de la referencia a un origen geográfico,5 a comparar con las denominaciones de afirmación nacional de otras.6 En algunos casos, se precisa la característica como «Colección de novelas originales y traducidas...» (Botrel, 2001: 39), pero todo lo demás -que es la inmensa mayoría- resulta indeterminado e incluye, por supuesto, una inmensa cantidad de textos traducidos, a veces casi exclusivamente.7

En las secciones «Novelas y obras de recreo» de los catálogos de los libreros y editores Fe y Suárez (Botrel, 1988), tampoco se distinguen los autores extranjeros de los nacionales, lo traducido de lo original, y es probable que en las tiendas tampoco se distinguieran físicamente, y menos aún en los kioscos.

En los catálogos, como se sabe, hasta después de los años 1880, se solían anunciar las obras por los títulos (en español, claro está) y luego el autor, con nombres de pila a menudo hispanizados8 y, en su caso, no siempre invisible, el traductor.

Un examen bibliográfico analítico de los libros y de la prensa, permite observar que sí puede darse una referencia a la lengua original de la obra («novela escrita en francés», «traducida del francés/italiano») o a la traducción (sin mención de origen lingüístico) y a su autor («traducción de», «traducido por») y a la lengua meta («versión española/castellana de...); también puede precisarse: «tomado del francés» o «arreglado al castellano».9 Pero también se puede observar que faltan a menudo tales precisiones (más en los folletines que en los libros), que son menos frecuentes en las cubiertas que en las portadas, aunque, con el tiempo, al traductor se le va dando mayor personalidad e importancia (de la mención de sus iniciales, a menudo precedidas de «don», hasta el nombre entero) así como a la calidad y originalidad de la traducción («traducido expresamente para...).10

Muy sintomática de la pregnancia del modelo de la novela traducida es la frecuente y distintiva precisión: «novela original» (Botrel, 2001: 37-38).11

De lo dicho, se infiere que para los editores y libreros españoles, la literatura traducida e hispanizada -inclusive a nivel de autores- poco se distingue de la española: se confunde en la categoría Literatura o sucedáneos, aunque sí existen, subsidiarios, unos crecientes indicios que permiten la identificación de su extranjería.




Desde el punto de vista del lector

A partir de dichas informaciones suministradas por el propio libro o por los editores en sus catálogos, que ni editorial ni bibliológicamente permiten individualizar mucho la literatura traducida, ¿en qué medida el lector se entera de que se trata de una obra no española, como valor discriminante a la hora de elegir una obra?12

El lector, ¿se guiará preferentemente por el género editorial (una novela, por ejemplo)?, ¿se fijará en el título que, según la jerarquía por mucho tiempo vigente, como hemos visto, va primero en la cubierta y en la portada (Botrel, 2009b)? y ¿solo después en el autor?

Lo cierto es que en las cubiertas de los libros, los títulos dan pocos indicios sobre el origen de la obra traducida o no y, en la prensa, el examen de unos 70 folletines de los años 1880-90, permite observar que la precisión del traductor al menos al principio no era práctica corriente, aunque en el paratexto, sí pueden encontrarse precisiones que apunten al origen no español de lo publicado.

Del fenómeno de la progresiva hispanización/apropiación de los títulos y de los propios autores extranjeros dan cuenta algunos cambios significativos como Madame Bovaryl/¡¡¡Adúltera!!! y las huellas de la fonética en la ortografía.13

En el propio texto y contexto de la narración cuando de novelas se trata, los nombres suelen traducirse, pero no los apellidos (aunque también se pueden hispanizar14), ni la toponimia, unos elementos textuales que no bastan para calificar el origen de una obra ya que pueden ser un mero recurso, fuente de exotismo, a cargo de autores muy españoles aunque lleven a veces un seudónimo extranjero.

En cuanto a la presencia del traductor, además de la cubierta y de la portada, puede dar cuenta de él algún prólogo donde se suele marcar y destacar la diferencia entre la traducción y el original -caso de Zola y Hugo15- o, excepcionalmente, alguna nota.16

Tal vez sea la lengua que tanto tiene que ver con la identidad nacional, la que infunde mayor conciencia, por la lengua resultante de la traducción, de que se trata originariamente de una literatura y lengua extranjeras. No tanto por lo que dicen los traductores y críticos sobre lo difícil que resulta traducir tal o cual autor u obra, como por la lengua que, cuando de una traducción del francés se trata, suena a gabacha: aunque la traducción es un acervo de palabras y frases en español, se notaría, pues, que se trata de una obra traducida por la frecuencia de giros extraños, pero tal vez no más que en el caso de novelas en español de Hispanoamérica...

El problema -efectivo- de la mala calidad de las traducciones y de la adulteración del idioma es otro asunto. Contentémonos con registrar como elementos constitutivos de una opinión sobre las traducciones en el siglo XIX, las lamentaciones de los periódicos y de algunos periodistas conscientes (cf. Botrel, 2006: 14), a propósito de «las malas traducciones de originales malos que solo sirven para corromper la lengua y el gusto y algo que vale aún más» como escribe El Laberinto en 1844 (Fernández Sánchez, 1997: 292), de aquel «formidable aluvión de novelas bárbaramente traducidas». Según Ochoa, los traductores «desvirtúan la genuina índole de nuestro idioma nacional», «corrompen la lengua, depravan el gusto». En total -esta es la opinión de Mesonero Romanos,17 compartida por Alcalá Galiano-, parece que «algunas traducciones de Barcelona y no pocas de Madrid han quedado más gabachas que antes de pasar los Pirineos» (Montesinos, 1966: 96). A finales de siglo, el mismo discurso se puede encontrar bajo la pluma de Clarín quien ve en el folletín traducido -verdadero «contrabandista de locuciones y palabras extranjeras», según Sellés- el «microbio de la lengua» y comprueba el advenimiento de una nueva lengua, al lado del volapuk: le folletinpuk, «para que no lo entienda nadie» (Alas, 2006: 460.)

Las mismas observaciones podrían hacerse a propósito de los elementos visuales (icónicos) también importados bajo forma de ilustraciones para novelas u obras científicas e incorporados a menudo con una mínima transposición que contribuye a la percepción de un mundo de referencia solo imperfectamente hispanizado pero aparentemente aceptado (Botrel, 1996, 1997a) o a propósito de los conocimientos «tomados de...»

De lo observado, se deduce que para el lector español, nuevo o veterano, puede no existir la conciencia de que está leyendo algo no original, ni español que en cualquier caso es entonces lo dominante y que inclusive leer literatura de determinados autores extranjeros puede ser algo muy apetecible...




Desde el punto de vista de la historia literaria

Como decía Clarín, si «por los Pirineos se pasa, o por encima o por debajo, para las letras, no hay más paso que el túnel de la traducción... pero en esta sucede que el tren que entra en la cueva no es el mismo que sale por el otro lado». Así y todo, de un texto escrito en español por... españoles se trata y, como consecuencia de los procedimientos, explicitados o no, aplicados a los textos-fuentes (traducción libre, versión, arreglo, compendio, etc.), a veces por autores renombrados, para quienes la traducción también pudo ser un ejercicio de formación,18 y de los cortes, censuras, contrasentidos, reescrituras (cuando de condensar o ampliar el texto se trata) resultantes, podemos arriesgar que el texto resultante es otro texto, asaz alejado del original para llegar a ser en alguna medida otro texto original.19 Como decía Clarín, quien haya leído a Zola en español no ha leído a Zola, pero la mayoría de los lectores de Zola, ¿llegaban a percatarse de ello?

Convendría, como empezó a hacerlo Simone Saillard (1997) para los traductores de Zola y los textos azolados resultantes, hacer un estudio contrastivo de los textos-fuentes y de los textos-metas, pero también tener en cuenta el trabajo de escritura de los traductores y adaptadores que a veces también son escritores y creadores20 y someter los textos resultantes a un análisis lingüístico para poder -tal vez- caracterizar esta literatura traducida con respecto a una literatura «original» o «nacional» dentro de una Literatura.

En cualquier caso, el trabajo de apropiación y aclimatación de muchas obras literarias extranjeras o de elementos de literaturas extranjeras en la España del siglo XIX fue bastante más allá de una mera traducción, buena o mala.

En toda la literatura española traducida habría que buscar todo lo que pudo ser escrito teniendo en cuenta un gusto propiamente español, pues no todos los autores de traducciones fueron tan explícitos como El-Modhafer quien, en 1843, ofrecía al público español Adela: «Novela histórica acomodada al gusto de los españoles por El-Modhafer, acomodador ilustrado». Gracias a Simone Saillard (1997), se sabe ya cómo alguien tan radical aparentemente como Tomás Tuero pudo, a la hora de dar a leer en español tal o cual pasaje de Nana, ser más español que naturalista, reforzándonos en la idea de que la traducción es un metatexto original.

Por otra parte, las libertades tomadas con los originales pudieron, más allá de las naturales licencias del traductor, llegar hasta omitir la fuente del nuevo texto, lo cual deja a los investigadores -muy específicamente los de la literatura dramática (cf. Salaün, 2005)- un amplio campo de intertextualidades por explorar, base para un fecundo proceso de imitación, plagio o adaptación de motivos, ideas, argumentos o géneros asimilados,21 característico de cualquier literatura.

Conste que muchas expresiones españolas sobre asuntos vitales para el ser de España pudieron tener un origen francés, con fuentes o inspiradores franceses, incluso cuando de relaciones bilaterales y por ende neurálgicas se trataba: la Revolución,22 Napoleón,23 etc.

¿Cuál es la originalidad, quién es el autor de una obra, de un trabajo de compilación u/o ensamblaje, caso de La Cara de Dios de Arniches adaptada por Valle-Inclán quien, para mayor afirmación de su autoría subsidiaria inserta dos cuentos suyos (Satanás y Ádega) en el texto, pero también fusila, reproduciéndola con gran liberalidad, Ame d'enfant, la traducción-adaptación al francés por Halpérine-Kaminsky de Niétoschka Nezvánova (1849), la novela escrita en ruso por Dostoievski, traduciéndola al español? ¿En qué quedamos, con qué nos quedamos? ¿Con la denuncia de las páginas contaminadas o con la obra valleinclanesca resultado de un peculiar ensamblaje de un argumento de Arniches, textos suyos y ajenos pero al fin y al cabo concebido y escrito por él? o ¿con el resultado textual de la transformación de varios discursos en otro que los engloba con cambios notables, supresiones, adiciones? (Míguez Vilas, 1998: 53-61).

¿Qué decir del traductor mimético que es como otra voz del escritor, casi fusionado con él? ¿O del traductor y autor-bis casi superior al autor original?

En todas las situaciones evocadas se trata de textos en español, escritos casi siempre por españoles nativos, impresos por españoles, vendidos por españoles, etc., percibidas y a veces presentadas como españolas, pero excluidas las más de la literatura española.

De ahí el interés por evocar, fiablemente, las distintas percepciones y perspectivas que obran en el consumo de la literatura y en la construcción de una literatura nacional.




Percepciones de lo traducido

Sin pretender agotar el tema, podemos comprobar que para un editor, como el de La Guirnalda, primer editor de las obras de Galdós, publicar, en 1875, la «Biblioteca de buenas novelas», «una serie de novelas traducidas fielmente de distinta lenguas» es «prestar un gran servicio a la juventud del día»; que para efectos de autoría-bis y de propiedad intelectual, las obras traducidas y publicadas pueden ser del español que las tradujo y/o compró los derechos, y se sabe que bregaron algunos por asociar su nombre al de determinados autores con fama (caso de Zola o de Colette)... y pudieron granjearse beneficios económicos pero también simbólicos a base de eso en su propio país; que muchos aprendices de autores pero también autores de nombradía se dedicaron a traducir obras ajenas, lo mismo el Poema del Cid que A la recherche du temps perdu, en el caso de Pedro Salinas (y Quiroga Plá); que pocos lectores de Jules Verne en el mundo se habrán preocupado por el origen nacional o lingüístico de una obra fuente de conocimientos y de placer sin fronteras; que la misma crítica e historia de la literatura pudo reivindicar para España la obra de un Víctor Hugo «gran poeta franco español» (Lafarga, 2008: 126), 24 pero también la de Casimir Delavigne de quien, según Menéndez Pelayo (1947: 359-360), «algunas de [las] principales obras, traducidas generalmente bien y alguna vez de modo magistral por ilustres autores nuestros, como Bretón de los Herreros, Larra y Ventura de la Vega, alcanzaron triunfos ruidosos en nuestra escena y llegaron a tomar carta de naturaleza en nuestra literatura».

Así, pues, ¿qué es lo que le falta a una obra traducida en lengua española/castellana por españoles (a veces por autores españoles del canon), con toda la originalidad para bien y para mal de una creación textual sui generis, impresos y vendidos en España para unos lectores españoles y también hispanoamericanos que se la apropian desde unas expectativas también cultural y vitalmente españolas para que se la tenga por española?




Literatura traducida y literatura nacional

Volvamos a la pregunta inicial: La literatura traducida, ¿es española?

Recordemos primero que la traducción es mucho más que una técnica -es literatura-, que inclusive la literatura nacional no puede existir en su producción o construcción sin otras literaturas y es el resultado de una concepción restringida de la literatura, fruto de múltiples y sucesivas exclusiones, inclusive dentro del propio espacio nacional.

Que dentro de la literatura nacional, el traducir o el no traducir tiene una clara dimensión ideológica25 -casi filosófica26- y geopolítica, desde la activa o pasiva importación de textos hasta una política cultural de proyección hacia fuera.27

Como recuerda Pedro Aullón de Haro (Romero Tobar, 2008: 22-23),

es una mera realidad palpable de la vida cultural que las traducciones literarias conforman un cuerpo de obras que pasa a integrarse en la lengua que las recibe creando un modo de relación inmediata y de facto en virtud de la cual resulta engrosado el objeto preexistente. La traducción, que ciertamente amplifica y enriquece la superficie textual, representa un requisito de primer orden para el estudio de cualquier literatura nacional, al igual que para toda literatura comparada y por supuesto universal.



A pesar de esto, «la traducción no ha sido incorporada por el género de la historia literaria».

La literatura traducida sirve para revelar y cuestionar nuestras relaciones con la noción de autoría y de literatura y más aún con la lengua («nuestra» lengua); puede uno preguntarse si la relación inconscientemente mantenida con la «lengua materna» no es al fin y al cabo el factor más dirimente, lo cual explicaría que una obra escrita en catalán, gallego o español de Argentina no pueda tenerse por española.

Entre el dogma y la praxis se mueve/anda, pues, la literatura traducida: entre una visión o concepción autárquica, proteccionista o nacionalista y una visión «liberal» y más abierta; entre el canon literario nacional y las prácticas editoriales y lectoriales mayoritarias. Lo traducido no puede entrar en el canon literario de referencia y sin embargo está dentro de la literatura, inmerso, ni mejor ni peor que mucha literatura «genuina». Es lo que puede ayudar a entender la historia cultural al observar que en un mismo momento pudieron/pueden coexistir una aspiración por la emergencia y afirmación de una literatura original y nacional y unas prácticas de importación y consumo de unos textos «extranjeros» pero hispanizados,28 y que no hay -no puede, no debe haber- limpieza de sangre textual (ni siquiera lingüística)... ¿Jus sanguinis o jus soli? ¿Manuel Fernández y González y no Alejandro Dumás? ¿O los dos al mismo tiempo?

Una prudencial medida consistiría en reivindicar la traducción y lo traducido no solo como técnica sino coma parte del patrimonio literario, por ejemplo con el Diccionario histórico de la traducción en España (Lafarga, Pegenaute, 2009) o dedicándole una capítulo en las historias de la literatura: ya que la literatura traducida al ser de los españoles, también es española.






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