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ArribaAbajo- XXXVII -

Se cree generalmente que las grandes crisis morales prorrogan por un tiempo la vida de los tísicos con la energía nueva y ficticia que le dan a la circulación de la sangre. Será o no será cierto; pero el hecho, en nuestro caso, fue que, al volver de su desmayo, y al estrechar a su hijo contra su pecho, Manuela parecía una nueva mujer.

El júbilo sublime de la maternidad había vuelto a sus labios la sonrisa del contento, y una vitalidad expansiva animaba su descarnada fisonomía, como si el día hubiera recobrado nueva luz para sus ojos, y como si todo fuera risueño en derredor suyo.

Madama M..., no menos satisfecha, gozaba del inefable placer de haber hecho un beneficio de aquellos que enaltecen el espíritu humano hasta las regiones donde mora el espíritu divino. Se sentía algo así como el instrumento predilecto   —325→   de que Dios se había servido para atenuar una grande desgracia; y no se cansaba de mirar y de acariciar a la madre que le debía el hallazgo de su hijo; y al hijo, que ya fuera que hubiera de perder o que hubiera de conservar a su madre, era ahora como si fuese dos veces hijo suyo, por haberlo recogido antes sin madre, y por haber encontrado después a la amiga que le había dado el ser.

-Querida Manuela -le decía- es preciso que hagas ahora un esfuerzo para vivir: tienes a tu hijo, y me tienes a mí, que soy tu hermana y que soy su madre como tú. Dios te hace al fin feliz; y ya no tendrás que separarte jamás de él ni de mí.

-Todavía no me atrevo, generosa amiga, a levantar mis miradas hasta su santo trono. Me parece que cuando le quiero dar gracias con la profunda humildad de mi corazón y de mis desgracias, me miran todavía con enojo... ¡Ah, Dios mío, qué criminal y qué indigna de ti, Señor, he sido!... -dijo y soltó el llanto.

-No, Manuela, no; tú te formas una idea falsa de la infinita bondad del Ser Supremo; piensa que Él es todo misericordia y clemencia, que Él no nos juzga con la estrecha y brutal ley del mundo; y que delante de Él están abiertos nuestros corazones, y patentes las causas más ocultas que justifican y explican las debilidades y los errores de nuestra vida. Manuela mía, levanta   —326→   tus ojos hasta Él, contémplalo en toda su grandeza, y no confundas la inmensidad de su saber con los juicios necios y raquíticos del mundo. Su ley está en tu conciencia y en tu corazón. ¡Ya lo ves! Te ha devuelto tu hijo y te ha puesto en los brazos de una hermana. ¡Harto has sufrido y harto purgadas están las faltas que te reprochas! De hoy en más, que la alegría y el consuelo vuelvan a tu alma; y que cada beso de los que pongamos en los labios de ese niño, sea para ti un testimonio de que Dios te ama, y de que porque te ama te ha devuelto toda la felicidad que una madre puede pedir en la tierra.

-Hazme llamar, querida Pepa, al padre Ureta: él me había perdonado, y yo me he mantenido en el camino que él me puso. Yo estoy contenta; pero tengo miedo de mi propia felicidad, y necesito de un sacerdote aquí a mi lado... Yo no puedo vivir: estoy inquieta... Sin embargo, la muerte no me aterra, porque mi hijo quedará en tus brazos, y tú lo querrás como tuyo, ¿no es verdad, Pepa?

-Pero hija mía, te lo he repetido; te lo juro, y no creas que tengo grande mérito en eso, yo había adoptado ya a ese niño, sin saber quiénes eran sus padres. Temblaba de encontrarlos para que no me lo quitasen; ya ves, pues, con qué gusto lo hago mío desde hoy y para siempre. ¿Cómo se llama, Manuela? Yo no había querido que le dieran nombre hasta no dar con sus padres,   —327→   y le llamábamos el niño. ¿Cómo se llama?

-¡No tiene nombre!... Él no me permitió jamás hacerlo bautizar, ni quiso que se le llamase sino el muchacho.

Madama M... se puso reflexiva.

-¡Qué coincidencia! ¡Qué misterio! -dijo.

-¿Por qué? -preguntó la enferma.

-Porque el coronel N... me había prevenido que si el niño no estaba bautizado, quería que fuésemos sus padrinos.

-¿N...? ¿Quién es N... Pepa?

-Un coronel argentino, uno de los jefes más influyentes y poderosos de la nueva situación: un cúmulo de cosas que sería largo explicarte ha hecho que yo le deba servicios de un valor inmenso; es mi amigo, y no tardarás en verlo.

-¿Has hecho que me llamen al padre Ureta?

-Sí, y ha contestado que vendrá al momento.

Y en efecto, conversaban todavía las dos amigas, y madama M... había conseguido seguir retemplando el alma dolorida y oprimida de la enferma, cuando anunciaron la llegada del padre Ureta, que no se quedó poco sorprendido cuando madama que había salido a recibirlo, le informó de que había hallado a Manuela Solarena en la cárcel, y que la habían puesto allí sin más motivo que el de haberla encontrado oculta o asilada en la casa de don Manuel Imaz.

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Al oír este apellido, el padre Ureta se golpeó la frente como el que resuelve de pronto un problema.

-¡Imaz, Imaz!... -dijo-. Pues eso es lo que quería decirme Teresa cuando me hablaba de Tumás, tío más o algo así. ¿Y San Bruno estaba allí también?

-¡Oh, no señor! Me ha dicho Manuela que no ha vuelto a verlo desde que Su Paternidad la absolvió.

-¡Gracias sean dadas a Nuestro Señor Jesucristo! -exclamó el padre.

-¡Está moribunda, padre!... Difícil es que se salve; el doctor Zapata la ha visto y me ha dicho que no tiene remedio.

-¿Y de qué?

-Tísica.

-¡Pobrecilla! Será menester consolarla al menos y abrirle el camino del cielo... ¿Y el niño?

-Oh, el niño está con ella. Dios ha sido clemente y se lo ha devuelto por mi intermedio.

-¿Qué dirá Teresa? ¡Se va a enfurecer! Allá en las pasiones tenebrosas de su demencia, ella cree que Manuela no tiene derecho a ese niño, porque aunque es hijo suyo, su conducta... pues... ya comprende usted, señora...

-¡Padre, por Dios, no le diga usted nada de eso a la pobre enferma! Por lo demás, usted comprenderá también que Teresa está loca, y que no puede reclamar la entrega de ese niño.   —329→   Creo, por otra parte, que su ahínco no tanto es quitárselo a la madre, cuanto que no viva ni se críe entre realistas o españoles... Y si el coronel N... lo adopta, si yo lo adopto también... y si ella ve que esto es hacerlo feliz y criarlo patriotas...

Como el padre Ureta mirara con sorpresa a madama M... ella agregó con seriedad:

-Digo la verdad, señor; y puede Vuestra Reverencia estar seguro de que criado a mi lado, el niño se criará entre patriotas y para ser patriota. ¡Cada uno tiene sus secretos, señor!

Acababa de pronunciar estas palabras madama M..., cuando entraba el coronel N... en el salón donde ella estaba parada todavía con el padre Ureta.

El coronel, como sus amigos y compañeros, no era nada amigo, que digamos, de los hábitos talares y mucho menos del sayal de los conventuales; pero, como era muy culto y asaz cumplido, disimuló perfectamente el disgusto que le había causado aquel encuentro, sin poderse explicar el motivo con que el padre estaba allí con la señora. Ella, que conoció al instante lo que por él pasaba, le presentó al padre Ureta como uno de los sacerdotes más decididos por la causa de la independencia, y que mayores persecuciones había sufrido de parte de los realistas; lo informó después de todo lo que había ocurrido y de cómo la madre del niño había aparecido   —330→   y se hallaba en la casa, con todo lo demás que ya sabemos.

-¡Vea usted, señora, qué singular previsión la mía!... Ya sabe usted que yo quiero ser su padrino.

-Pues vea usted -le contestó la dama- yo he pensado después en otra cosa; y preferiría que el padrino fuese el general O'Higgins,

-Y de veras, que tiene usted razón.

-¡Me alegro que estemos de acuerdo! ¿Y cree usted que el señor general O'Higgins aceptará?

-¡Por cierto que sí! ¿No me dice usted -que este niño es hijo de un patriota sacrificado por San Bruno?22

-Sí; Manuela Solarena era casada con Samuel de la Concha, y el niño es hijo de ese infortunado patriota.

-Pues entonces, el señor don Bernardo aceptará con un placer sumo; y tomará como un deber de patriotismo el padrinazgo y la protección de ese niño, que se llamará Bernardo de la Concha.

-Y esto, padre Ureta, será del agrado de Teresa -dijo la señora dirigiéndose al padre- ya usted ve cómo todo va en el camino que deseamos.

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-Señora, desde que vive la madre -contestó- y desde que los grandes de la tierra encuentran la resolución del problema, nada tengo que decir. Mi ministerio me llama a la cabecera de la enferma que desea verme; y creo que en cualquier otra parte estoy de más.

Ofendida, pero sin darlo a conocer, madama M... condujo al padre Ureta al aposento de Manuela; y al volver al salón donde había quedado el coronel, dijo con enfado:

-¡Esta gente de sotana piensa siempre en el diablo más que en Dios!

-¿Y me habrá tomado a mí por Satanás?

-Habrá creído al menos que Satanás es quien nos ha hecho conocer y estimar. Ellos tienen por principio que las mujeres andamos siempre adelantadas en el camino del mal... sobre todo si... Y si deshicieran el mundo que Dios ha hecho, ¿cómo lo arreglarían ellos?

-¡Oh! -dijo el coronel-. ¡No hay cuidado! ¡Para ellos, lo harían como para ellos! ¡Como si no conociéramos su historia y lo que son!... Y al fin ¿quién es este fraile y qué le importa de todo esto?

-Es, en verdad, un sacerdote virtuoso: ¡de eso no se puede dudar! Pero dejemos esto... Es menester, N... que nos ocupemos del bautismo de nuestro niño; y que así que usted obtenga la conformidad del señor O'Higgins para ser su padrino, señalemos el día. La pobre madre no   —332→   nos dará mucho tiempo para que le proporcionemos este inmenso gusto.

Que el padre Ureta tuviera o no razón, el hecho era que la fuerza de las cosas iba estrechando demasiado la intimidad del coronel con madama M...; y que el sacerdote no había podido menos que notarlo con el dolor propio de sus principios. Pero, sin otra misión, allí que la de dar sus cuidados religiosos a la enferma que lo había hecho llamar, hubo de limitarse a cumplir con ese deber, guardando la reserva austera que le correspondía.



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ArribaAbajo- XXXVIII -

El bautismo tuvo lugar con un ceremonial modesto y privado, en el aposento mismo de la enferma, previas las dispensas requeridas.

El Padre Ureta oficiaba; y cuando repetía tres veces el nombre de Bernardo Samuel (de la Concha) con que el catecúmeno entraba entre los fieles de la Iglesia Católica Romana, viose aparecer de repente a la Loca de la Guardia y tomar su puesto en la rueda que formaban los asistentes. La Pepa Z... (madama M...) no pudo contener el ademán de zozobra que le causara esta aparición; Manuela quiso incorporarse en su lecho, pero no pudo sostenerse y se cubrió los ojos con las manos. Pero Teresa se desentendió de estas alarmas, y parecía tener contraída toda su atención a los actos del ceremonial y a los personajes que intervenían en él, austera y grave, como si fuera un testigo de piedra.

Terminado el acto, madama M... llamó a sí el   —334→   niño, que aún tenía en sus manos el general O'Higgins, y llevándoselo a Teresa, le dijo:

-Tómalo, abrázalo, bésalo, que tú fuistes la que lo salvaste primero.

Teresa la miró un momento, y como si su corazón le hubiese dicho algo, tomó al niño con un anhelo repentino y se puso a pasearlo a grandes pasos por la pieza, cantándole la cancioncita dormidera que le cantaba el día en que San Bruno la había sorprendido y arrojado el niño en el pantano. Al fin le dio un beso, pero rehusando entregárselo a la Pepa Z..., se lo dio a O'Higgins diciéndole.

-¡Es tuyo! -y soltó una carcajada estridente.

-¡M...! ¡M...! -repetía.- ¡La mujer M...! ¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¡ah! ¡ah! ¡ah! -y salió dejándolos bastante confusos a todos.

-¿Qué mujer es esa? -preguntó O'Higgins con enfado.

-Es una loca, señor general; es parienta del niño y toma por él un interés raro; su pasión era sustraérselo a San Bruno y criarlo entre patriotas.

-Señor general -le dijo el padre Ureta- es probable que Vuestra Excelencia haya oído hablar de ella, en el ejército la conocían por La Loca de la Guardia, según me han dicho algunas personas con quienes he hablado.

-¿La Loca de la Guardia? ¿Esa es la Loca de la Guardia? Necesito hablar con ella, que   —335→   me la traigan. Romo, Romo, corra usted y tráigame a esa mujer -le dijo a uno de los ayudantes que lo acompañaban-. Precisamente había dado orden de que la llevasen al despacho, porque me dicen que ella es la que puede descubrir mejor que nadie el paradero de San Bruno.

-¡Por Dios, señor general!... ¡El estado de esta infeliz no es como para soportar estas emociones! -dijo la Pepa señalando a Manuela, que en efecto, había pegado su boca a las almohadas y sollozaba con un profundo dolor.

-¡Es cierto, madama! No lo había reparado... Voy a la cuadra, porque tengo que hablar con esa muchacha.

-Tal vez crea, señor general, que la buscan para castigarla por lo que acaba de hacer; y me parece conveniente que yo vaya para tranquilizarla -observó el padre Ureta.

Pero Teresa no se había resistido; a la primera indicación que le había hecho el ayudante de que el general O'Higgins deseaba hablar con ella, se detuvo y contestó:

-¡Vamos!

El general la recibió con cariño diciéndole:

-Tengo noticias de que eres muy patriota, muchacha; me dicen que has acompañado la vanguardia de nuestro ejército enseñándole el camino. ¿Es cierto?

-Sí, he volado desde allá (señalando al lado de las Cordilleras) con los cóndores que me   —336→   trajeron en sus alas, y los lagartos huyeron... ¿Por qué te has quitado tú las plumas al cóndor que venía volando por delante de los demás?... Yo lo había puesto donde tú lo necesitabas.

-No te entiendo, muchacha, ¿yo le he cortado las alas a un cóndor que venía volando por delante de los demás?

-Y has hecho mal, porque te ha de hacer falta cuando los otros tengan que tomar su vuela ara allá -agregó señalando al sur.

-¡Ah! -dijo el general sonriéndose-. ¿Eres amiga del general Soler?

-Yo lo había puesto donde tú lo necesitabas; y él te abrió el camino.

-Te he llamado para que me digas si sabes donde está San Bruno -le preguntó el general, cambiándole el asunto.

-Los lagartos quedaron tendidos boca arriba cuando el cóndor que yo traía por delante te abrió el camino; he puesto mis ojos sobre todos. Los otros han ganado unas cuevas muy hondas; es preciso meter la mano; y mañana he de agarrar la cola de San Bruno para llevártelo colgado en el palo de una escoba y hacerlo bailar en el aire.

-Pero para eso necesitas de mí. Es menester que yo te dé mi gente para que te ayude a tomarlo, y para que no se nos escape.

-Déjame buscar y cavar: yo quiero buscar y cavar sola; tu gente mete mucha bulla con sus   —337→   talones, y los lagartos oyen desde lejos porque tienen miedo; yo no meto bulla; a mí no me oyen, ni me ven, porque ando sola. ¡Déjame; adiós!

-Espérate; quiero decirte que San Bruno está en una cueva aquí, no está entre los muertos ni entre los prisioneros, ni se ha escapado con los que se fueron para allá. ¿Sabes guardar un secreto?

La Loca le dirigió al general una mirada extraña y le dijo:

-¿Puedes tú ver mi lengua si yo no quiero abrir la boca?

-¡Muy bueno! Óyeme bien y contéstame: ¿conoces tú a un tal Imaz?

-¡Ah! -exclamó Teresa levantando la mano-. ¡Imaz! ¡Imaz!

-¿Lo conoces? ¿Sabes dónde vive?

-¡No!

-Vive en la callejuela que queda detrás de San Agustín; escarba por allí; mete bien la mano en la cueva, pero que no te sientan; y cuando hayas tocado la cola del lagarto, avísamelo; mis soldados meten mucho ruido con los talones, como tú dices muy bien, y no conviene que anden por allí, porque el lagarto podría oírlos y escaparse por otra cueva más lejos y más honda, ¿Me has entendido?

La Loca meditaba: había reconcentrado en el fondo de su alma misteriosa toda la perspicacia   —338→   de que era capaz. De pronto le tendió la mano al general.

-¡Adiós! -le dijo; y salió con resolución como si hubiera encontrado la luz que buscaba.

Dirigiose a lo de Tomasa, y entrándose como siempre, sin ninguna ceremonia ni permiso, se sentó en el estrado que circuía las paredes de la cuadra, a distancia de todas las costureras que allí estaban ocupándose con afán en confeccionar los trajes de madama M...

La alarma y la desconfianza que ocasionó al principio la entrada de la Loca, se calmó cuando vieron que tan lejos de mostrarse agresiva parecía tranquila y benigna.

Tomasa, cuyo natural simpático la movía siempre a ser servicial y compasiva, se levantó y, tomándola de la mano, le dijo:

-¿Quieres tomar algo, Teresa?

-Dame pan.

-¿Quieres leche? ¿Quieres api?

-¡Dame pan!

Tomasa misma le trajo el pan que pedía.

-Ya ves -le dijo- como somos amigas; yo no estoy enojada contigo, y te quiero mucho, mucho; nunca pensé en robarte tu... hijo; quise salvarlo para que no me lo quitasen... los lagartos, y ahora está en manos de los... cóndores. ¿No es verdad que estás contenta?

Sin responderle, Teresa le tomó las cintas celestes y los volados que Tomasa tenía en las   —339→   manos, y mirándolos con un gesto lleno de malicia.

-Para la M... -le dijo-. ¡Ha! ¡ha! ¡ha! ¡M..., M...! Las mujeres de los lagartos en el nido de los cóndores. ¡Ha! ¡ha! ¡ha!... ¡Cintas! ¡cintas! ¡Muy bonitas! ¡Ha! ¡hal ¡ha! Apriétalas bien, Tomasa, para que queden bien colgadas como la cola de los lagartos; me voy a colgar cintas en la cola de los lagartos; quiero vestirme como tú. ¿Me das un vestido y tu pañuelo?

-Al instante, querida Teresa.

Y después que se vistió con el traje ordinario de una mujer pobre, se echó por la cabeza el pañuelo; y se ausentó sin decir más.



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ArribaAbajo- XXXIX -

Don Manuel Imaz, a quien el general O'Higgins había indicado como ocultador y connivente de San Bruno, era un español vulgar y obscuro que se ocupaba en Santiago del comercio de menudeo. Había tenido, en efecto, relaciones frecuentes con los oficiales y soldados de su nacionalidad, ya porque les suplía algunas pequeñas sumas sobre sueldos que él cobraba después con usura, ya porque les compraba, para revenderlos, objetos de insignificante interés, y sobre todo algunas armas de las que andaban sueltas y desparramadas en manos de milicianos y de individuos sin responsabilidad directa. Tímido y débil de carácter, pero codicioso y algo avaro, se había captado la protección de Marcó, y más que todo, el favor de San Bruno, para medrar en estas operaciones de bajo comercio. San Bruno, a su vez, con el genio imperioso y brutal que tenía, con el desparpajo y la bravura que   —341→   le había dado tanto nombre y tanto influjo, ejercía una dominación absoluta sobre el ánimo sumiso y avaro de este menguado comerciante, y hacía de él lo que quería, como dueño y señor de su casa, de su persona y de su fortuna; bien es cierto que le daba una protección eficaz para sus cobranzas, aunque con provecho propio, de cuyo peso se desquitaba el otro en sus tratos mezquinos con los demás.

Tenía Imaz un pequeño almacén de baratijas, y una especie de barraca donde vivía, situada en una calle estrecha, detrás de la iglesia de San Agustín, que era entonces un barrio de los más apartados y solitarios, y de cuya lobreguez y silencio podrán sólo hacerse una idea aquellos que con su imaginación se transporten a un tiempo en que no había alumbrado público, ni veredas, en la mayor parte de las ciudades coloniales, y menos que en otras en Santiago de Chile, que entonces era una de las más pobres y desprovistas de comercio exterior.

Hacía unos días que Imaz había entregado a Manuela Solarena, como hemos visto, y serían como las once o doce de la noche, cuando se incorporó sobresaltado en el lecho en que dormía a los golpes cautelosos, pero urgentes y repetidos, que alguien daba con las manos en la ventana con rejas que tenía su almacén a la calle con la zozobra natural en que lo tenían los sucesos políticos que habían volcado toda la situación   —342→   que antes explotaba, Imaz sintió una profunda alarma, porque, a pesar de todo, la codicia que rompe el saco, como dice el refrán, y el hábito que forma una segunda naturaleza le habían hecho cometer ciertos pecadillos de alguna consideración. Y como uno u otro conocido o marchante antiguo lo había tentado ofreciéndole unos dos o tres sables y un fusil por pocos reales, se había animado a comprarlos, sin saber que el general O'Higgins, Director Supremo de Chile a la sazón, había expedido y mandado fijar por carteles en toda la ciudad un bando riguroso y explícito castigando con pena de muerte, nada menos, a los colectores oficiosos y ocultadores de armas de fuego y de guerra, de cualquier clase que fuesen. El infeliz no lo sabía, o si lo sabía, creyó que aquel rigor, por excesivo, sería de mero espantajo. El hecho es que, a pesar de sus inquietudes, incurrió en el vicio de comprar barato para revender a mejor precio, a que lo impelía fatalmente el largo hábito que tenía de hacerlo.

Sobresaltado, pues, con los golpes repetidos, pero cautelosos, que daban en su ventana, guardó silencio por algún tiempo escuchando con ansiedad.

Pero como no acudía, una voz contenida, pero angustiada, comenzó a llamarlo desde afuera, diciéndole:

-¡Manuel! ¡Manuel!... ¡Manuel! Ábreme la puerta.

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Sin animarse a responder todavía, y de más en más inquieto, Imaz se acercó a la ventana; y al querer abrir una rendija del postigo, que carecía de vidrios porque entonces eran tan escasos que sólo los muy ricos los tenían, el de afuera metió violentamente el brazo y lo abrió del todo, diciéndole con la misma voz prudente, pero con rabia:

-¿C...! ¿Qué no me oyes? ¡Ábreme la puerta, te digo!

Y vio entonces Imaz a dos hombres vestidos de mujer pegados a la reja.

-¡Virgen Santísima! -exclamó Imaz-. ¡San Bruno!

-¡Ábreme la puerta! -repetía el otro con urgencia y con imperio.

-¡Es imposible, señor mayor! ¡Busque usted otra parte donde esconderse! Aquí no puedo recibirlo sin perderme.

-¿Qué dices, canalla? ¿Que no puedes recibirnos? ¿Que no puedes recibirme a mí? ¿Y el dinero que me debes? ¿Y todos los favores que te he hecho?... ¡Ábreme la puerta, te digo, o juro que el diablo te va a llevar, infame, traidor!

Pero Imaz, aprovechando un buen momento, cerró con fuerza el postigo y logró echarle la aldaba, quedándose en escucha a un lado de la ventana.

San Bruno prorrumpió en amenazas, pero sin alzar la voz; y el que lo acompañaba le dijo, aterrado:

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-¿Qué hacemos? ¿Vamos a lo de Basaldua?

-¡Imposible! -dijo San Bruno-. Tiene la casa vigilada desde ayer.

-Entonces, ¿qué hacemos?

-No hay más remedio que saltar la tapia y meternos aquí, quiera o no quiera ese canalla.

-¿Y si nos entrega?

-¡No se ha de atrever! ¡Me parece que no se ha de atrever a tanto! -repitió después de haber reflexionado-. ¡Y c...! ¡Si me entrega, lo mato! ¡Yo no me entrego sin matar, mis pistolas no yerran fuego; y no hay cuidado, le he de apuntar bien!... Y si está de Dios que he de morir, moriré después de matar y de defenderme... Saltemos la tapia y metámonos dentro: yo conozco la casa; con una buena patada contra la puerta chica del frente, la echo abajo, y veremos lo que hace.

En efecto; mientras Imaz escuchaba ansioso el murmullo, de las dos voces sin alcanzar a oír lo que decían, San Bruno y su compañero se corrían hasta un lugar conveniente.

Trepándose a los hombros del otro, San Bruno se tomó del extremo de la tapia y se puso encima. Después de asegurarse bien, le dio las dos manos al compañero, y con una fuerza pujante lo levantó y lo sostuvo mientras afirmaba las rodillas en la pared, hasta que pudo defenderse también de ella. Se descolgaron enseguida al patio, que más bien era un corral por su   —345→   extensión, y por el descuido en que estaba, y dirigiéndose a la puerta que San Bruno había indicado, la sacudieron con tal violencia que hicieron saltar la tosca cerradura en que se aseguraba, y se introdujeron en la casa.

El primer sentimiento de Imaz fue esconderse, temiendo la saña de San Bruno; pero aterrado también de que se le descubriese en su casa, vino a encontrarlo en un lamentable estado de agitación.

San Bruno, que al verse dentro se había calmado, conoció que no debía exasperar a Imaz para evitar que los denunciase; y tomando el tono de un reproche afectuoso, le dijo al verlo:

-Imaz, por Dios, ¿es posible que hayas podido negarte a darme un asilo por una noche, por unas horas?

-Pero mayor, ¿no ve usted que me pierde? ¿Qué va a ser de mí cuando lo descubran en mi casa? ¡Esto es horrible, mayor San Bruno! ¡Yo soy un hombre pacífico y miedoso, señor mayor... y usted me pierde! -agregó dominado por un profundo pavor y soltando el llanto.

-¡Es que no nos van a descubrir, yo te lo juro! A dos cuadras de aquí está una arria de mulas de don Juan Alcalde, que tiene permiso para seguir hasta Talca; y mañana a la noche me voy a incorporar con ella; el capataz es un amigo, muy nuestro, y está convenido ya con nosotros para llevarnos entre los arrieros. No   —346→   te aflijas, Imaz: recuerda todos los servicios que te he hecho; recuerda que me debes algún dinero, y que con una pequeñez cualquiera que me des mañana, yo quedo pago y te quedo agradecido. Tú has sido honrado y buen amigo siempre. ¿Cómo puedes negarme una sola noche de asilo y abandonarme para que los insurgentes me tomen y me ahorquen?... Vamos, Imaz: veamos dónde nos podemos ocultar mejor, y aprovechemos el tiempo.

Débil, cobarde e incapaz de tomar una resolución propia, Imaz no tuvo energía para resistirse y para afrontar el furor de San Bruno; y después de haber buscado cómo ocultar a los dos prófugos, dijo:

-Al fondo del corral hay un pozo como de tres varas que quedó cuando se sacó la tierra para cerrar la tapia; podemos ponerle unas tablas y echar encima el maíz que tengo en el galpón. Es la única parte donde ustedes se pueden ocultar... pero no cuenten con comida ni con auxilio, porque yo no me acercaré más por allí

-¡Nos va a traicionar! -le dijo el compañero de San Bruno acercándosele al oído.

-Por lo pronto, no -contestó éste-. Después veremos y tomaremos otras precauciones: lo primero, por ahora, es ocultarnos... Me parece bien lo del pozo, Imaz... ¿Has conocido a mi compañero? Es tu amigo el lego Chaves.

Imaz pudo decir apenas:

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-¡Ah! ¡no lo había conocido!-. Pero en el fondo de su alma se decía: -¡Que no estuviese en el infierno contigo antes que aquí!

Reconocido el pozo y los demás lugares de la casa, vieron, en efecto, que aquel era el único lugar en donde podían eludir el registro y las miradas de los vecinos y marchantes que acostumbraban a entrar a todas horas a la casa de trato de Imaz a comprar maíz y los demás artículos de menudeo que él vendía.

Imaz estaba al otro día con el alma oprimida por el terror más profundo que puede sentir un hombre pusilánime en su caso; y la misma fiebre de la inquietud y del miedo le daba una rara actividad para atender con solicitud a todos sus marchantes. Cada uno de los que entraban le parecía un espía, y a todos lisonjeaba dándoles yapas y haciéndoles el gusto en cuanto le pedían. Si venían a comprarle maíz, él mismo los llevaba a la pila, debajo de la cual estaban ocultos San Bruno y el lego Chaves, y les daba lo mejor y más de lo que le pedían. Sin embargo, por momentos le venía la idea de sacudir una vez por todas el horrible peso que tenía en el alma, y de presentarse a denunciar a los prófugos que tenía en su casa; pero ni se resolvía ni desechaba la idea. Porque no sólo era de un fondo honrado, sino muy devoto y muy realista; para él, Rey y Religión eran dos cosas idénticas, y miraba a los insurgentes como enemigos   —348→   de las dos y como réprobos ante la ley divina; así es que vacilaba sin atreverse a tomar la resolución de salvarse por medio de una denuncia, que de momento en momento le parecía más necesaria y menos repugnante a medida que le urgía más el miedo que no podía sacudir.

Entre tanto, la autoridad tenía ya su ojo terrible sobre él; varios avisos le habían dado de que compraba armas; y por absurdo que fuese, se decía y se creía también que con esas armas se estaba fraguando una horrorosa conspiración para asaltar y destruir el ejército argentino; y se daba a Imaz como el agente que se entendía, para eso, con los realistas, y con un gran número de prófugos escondidos, quién sabe dónde, que, con San Bruno, Villalobos y otros nombres no menos siniestros y audaces, debían dar el golpe.

Entre los que habían tentado su codicia, era uno un vecino y paisano suyo que le veía con frecuencia. Este vecino había militado con los realistas, pero como era casado en una pobre familia del país, se había salvado de toda pesquisa y peligros metiéndose en la casa de su mujer, cuyas ventanas quedaban a un sesgo de la casa de Imaz. No se consideraba, sin embargo, bastante seguro, ni tenía su ánimo tranquilo.

Uno de estos días, le había ofrecido a Imaz venderle el fusil y una pistola que había salvado de la derrota, por una cantidad tan baja, que   —349→   apenas podía tenerse por precio; así fue que el incauto almacenero, alucinado por la ganancia, le compró las dos armas.

Pero en esa misma noche el dicho vecino sintió el rumor que San Bruno y el lego Chaves hacían en la ventana de Imaz; y aunque no alcanzó a ver nada, pudo comprender que allí pasaba algo oculto; y queriendo, congraciarse con el nuevo gobierno, se decidió a solicitar del Supremo Director una entrevista secreta para darle cuenta de que a pesar del bando, promulgado para impedir la retención de armas de guerra en manos de los particulares, Imaz le había comprado el día antes un fusil y una pistola que él había ido a ofrecerle para descubrirlo; y que a deshoras de la noche había tenido conciliábulos con enemigos de la patria, embozados, que se habían reunido con él de una manera sigilosa.

No bien se hizo la denuncia, se resolvió la prisión inmediata del infeliz Imaz. Un piquete de tropa veterano al mando de un oficial salió inmediatamente con la orden de prenderlo y de registrar la casa.

Grande emoción causó en el barrio la tremenda invasión que la fuerza pública hizo con una rapidez y con un vigor sin ejemplo en la morada del pobre hombre. La gente, conmovida y curiosa al mismo tiempo, se había aglomerado a lo largo de la calle; mas como se había impedido la entrada y aisládose la casa, lo único que   —350→   se alcanzó a ver fue a Imaz petrificado por el terror cuando, cruelmente amarrados los brazos detrás de la espalda, sin sombrero y en mangas de camisa, fue sacado y llevado entre los soldados que lo conducían, ante una comisión de sumarios procedimientos que debía juzgarlo en el día mismo; y que, en efecto, lo juzgó condenándolo a ser fusilado en la mañana siguiente y colgado en una horca como infractor del bando que había prohibido el comercio clandestino de las armas de guerra. Ningún otro cargo se le pudo probar; pero su sentencia se ejecutó al pie de la letra, causando una desastrosa impresión y clamorosas reprobaciones en la opinión pública. Los patriotas mismos la miraron como un atentado atroz.

Nada se encontró por el momento que justificase las sospechas de las conjuraciones y propósitos subversivos que se le habían atribuido a Imaz. Pero la casa permaneció bajo la custodia de un piquete de soldados a las órdenes del alférez Albarracín y del sargento Ontiveros, mientras se hacía un registro más prolijo de los papeles y de los lugares donde pudieran estar ocultos.

La Loca de la Guardia había tomado poca parte y ningún interés en la prisión de Imaz. No fue de la multitud de curiosos que siguieron a la víctima, y que se aglomeraron después en la plaza atraídos por el terrible espectáculo de   —351→   su ejecución. Por el contrario, silenciosa y reservada, andaba sola por las piezas sin manifestar signo ninguno de curiosidad o de aprensión. Sin embargo, parecía que una inclinación particular la llevara de cuando en cuando a la pila de maíz que ocupaba el más lejano rincón del corral; y como Ontiveros la viese reflexionando profundamente al parecer en ese lugar, le preguntó:

-¿Qué hace usted, niña, por aquí?

-¡El maíz no se deja así al aire ni a la humedad de la noche! -le contestó ella.

-¿Qué nos importa? El que lo puso ya no está vivo para cuidarlo.

La Loca no le contestó, y se alejó como si no quisiese hablar más. Pero al entrar la noche se vino silenciosa al mismo lugar, y se sentó contra la tapia a inmediación de la pila.

Sus ojos resplandecían con un fulgor raro en medio de la obscuridad que la rodeaba; ni por un momento los separaba del montón que formaba el maíz; y parecía que con una intuición profunda hubiera adivinado que allí, de bajo de aquellas espigas, estaba la cueva del enemigo que buscaba y cuyo castigo era la suprema ambición de su vida.

Pasaron, sin embargo, dos horas de una inmovilidad completa.

De repente la Loca estiró el cuello y puso el oído con una sensación visible de deleite y de   —352→   orgullo. Había percibido algo así como un rumor lejano de voces sepulcrales, pero tan indefinido, que era imposible determinar su verdad. Después de haber escuchado con ansiedad, Teresa pegó su oído al suelo. De improviso se levantó, y caminando en puntilla de pie; con el paso cauto de un animal felino que está en momentos de echarse sobre la presa, se dirigió al grupo de soldados que estaban en la puerta, de aquella casa, y tomando a Ontiveros por el brazo; lo sacudió y le dijo:

-¡Allí está San Bruno! -y apuntaba con el dedo el rincón donde estaba la pila de maíz.

Sorprendido el sargento, le preguntó:

-¿San Bruno?

-¡Sí, San Bruno! ¡Silencio, silencio! ¡El lagarto estaba en la cueva! ¡Vamos a tomarlo!

Y mientras Ontiveros y otros soldados iban a tomar sus fusiles, ella se volvía con la rapidez liviana de las fieras al lugar que había señalado; miraba al maíz en la actitud de una expectativa febril, y con una concentración poderosa de todos sus sentidos.

En efecto, las capas superiores del maíz habían comenzado a ondular y a hundirse con un movimiento inferior que les hacía cambiar base; y el cuerpo de un hombre surgía del suelo procurando ver con inquietud si estaba solo. Un alarido tremendo de victoria y de furor le atronó el espacio. La Loca había reconocido a   —353→   San Bruno; y al mismo tiempo, sin la menor dilación, un tiro de pistola la derribaba en el suelo bañada en su sangre.

El matador se lanzó a la tapia y la saltó, pero cayó del otro lado tendido en el suelo; y al levantarse para escapar, un formidable golpe de culata asestado sobre la espalda, lo dejaba inmóvil. Ontiveros lo había seguido y alcanzado por el mismo camino, y poniéndole la bayoneta de su fusil sobre la espalda, dio tiempo a que otros soldados argentinos acudiesen y trincasen al prisionero.

Entre tanto, la pobre Teresa, atravesado el pecho por una bala, yacía muerta o moribunda.

Ontiveros lloraba como un niño; y a no ser la presencia del oficial que lo contenía, hubiera hundido su bayoneta mil veces, hasta saciarse, en el pecho de San Bruno, para vengar «a la pobrecita niña», repetía desesperado.

Teresa, sin dar ya señal ninguna de vida, fue llevada a una de las piezas de la casa, mientras se traía un cirujano que hiciese constar su estado.



  —354→  

ArribaAbajo- XL -

La prisión de San Bruno produjo en Santiago una general satisfacción. La voz publica lo acusaba de espoliaciones, de asesinatos, de estupros, y de cuantas otras violencias puede ser capaz un bárbaro atroz, que no sólo se consideraba instrumento, autorizado de un poder arbitrario opresor, sino que se tenía él mismo por dueño de las vidas y haciendas de todos aquellos a quienes su exaltada y brutal imaginación le señalaba como enemigos de su causa o de su persona. En un documento oficial se dijo: «Este vil ofensor de la decencia pública ha ultrajado los más altos derechos, el honor nacional y el decoro privado de los hombres; jamás ha respetado los fueros de la naturaleza y de las instituciones sociales; y es, por fin, un monstruo que no puede confundirse con la clase de prisioneros de guerra».

Todo esto corría y se propalaba, refiriéndose   —355→   de él porción de hechos propios, en efecto, de una de esas almas que no conocen la piedad, y que sin regla moral conservan el tipo del animal carnicero y cínico, aun en el seno de las más adelantadas civilizaciones. Pero faltaban las pruebas escritas y justificadas, mientras no se pusiese la mano sobre los papeles de Estado que se habían pasado durante la restauración del gobierno realista, que tuvo lugar después de la derrota de Rancagua en 1814. Y lo singular fue que el mismo gobierno que había sacrificado a Imaz de una manera tan violenta y cruel, sin dar lugar a defensa ni a ninguna averiguación, y tan sólo por amedrentar a los realistas, quiso hacer del proceso de San Bruno un juicio de procedimientos justificados y formales; y se empeñó en buscar y sacar a la luz los documentos de prueba, que contaba hallar.

Al principio, San Bruno se mantuvo, pertinaz y soberbio en sus denegaciones. Sostuvo que, como simple mandatario de la autoridad, y sin otra responsabilidad que la que le imponía la obediencia militar, había cumplido las comisiones que se le habían dado de prender unos emisarios del gobierno de Mendoza, que había pasado a levantar montoneras en el sur de Chile; que no habiendo podido tomarlos donde se les creía ocultos, los había perseguido y alcanzado en una banda de paisanos armada, con la que se había batido, quedando allí muerto ese Rafael   —356→   Estay y los otros de cuyo asesinato alevoso se le acusaba.

Se le acusaba también de haber ejecutado, en la cárcel, una matanza de presos políticos, indefensos; y contestaba que en ese acto había sido su jefe el actual coronel M...; que los presos estaban armados y en momentos de sublevarse, y que era M... quien había dado la orden de asaltarlos y desarmarlos, orden que originó la muerte de algunos de ellos que se defendieron.

Entre tanto, el lego Chaves, menos experto y más cobarde, había sido examinado también por separado, como era del caso, y no había tenido la misma entereza. Careado con el padre Ureta, confesó de plano que había acompañado al guardián Quílez a retirar los papeles de San Bruno; y que se hallaban ocultos en uno de los subterráneos de la Recoleta; de donde, en efecto, se sacaron.

Al mismo tiempo se había hecho un registro más prolijo del archivo que se había tomado en el convoy de Marcó del Pont; y se habían encontrado allí las cartas particulares de San Bruno y de M..., que revelaban las perfidias y las alevosías con que habían sacrificado a un gran número de inocentes para robarlos y deshonrar sus familias.

San Bruno, que ignoraba todas las averiguaciones que se habían hecho y las pruebas que se habían recogido, persistía en sus negativas.

  —357→  

Al tomársele su confesión con cargos, el presidente del tribunal le preguntó:

-¿Es usted Vicente San Bruno?

-Sí -contestó él.

El Presidente.- ¿Cuál ha sido su profesión y su estado antes de ser oficial de Talaveras?

San Bruno.- Bajo la autoridad del rey, he sido oficial subalterno de Talaveras y después sargento mayor del mismo cuerpo. Lo de más alla, no es de la incumbencia de Vuestra Señoría.

El Presidente.- De los documentos y declaraciones que tengo a la vista, resulta que un Vicente San Bruno, oficial de Talaveras, había sido antes fraile dominico en Zaragoza de España, y el Tribunal quiere saber si usted es el mismo.

San Bruno.- He dicho que no es de la incumbencia de Vuestra Señoría.

El Presidente.- ¿Niega usted ser el mismo o lo confiesa?

San Bruno.-¡Ni niego ni confieso! Yo también me he sentado antes en el lugar en que está Vuestra Señoría y sé que hay preguntas que no son pertinentes. Por lo demás, si fui fraile antes, como usted dice, hoy soy militar, y si el cambio de estado fue una falta, corresponde juzgarla a los tribunales eclesiásticos, que en todo caso me condenarían a llevar otra vez hábitos. He oído que en el ejército insurgente hay oficiales que también han sido frailes.

El Presidente.- De lo único que se trata es de establecer   —358→   la identidad de la persona; y como Vicente de San Bruno está acusado de crímenes y de atentados contra el honor privado de familias y mujeres honestas, el Tribunal tiene el derecho de saber si el que se dice haberlos cometido había hecho o no votos religiosos.

El presidente ordenó entonces al secretario del Tribunal que leyera las declaraciones de prisioneros españoles y de otras personas que habían conocido a San Bruno en Zaragoza, y que aseguraban que había sido fraile dominico.

El Presidente.- ¿Tiene usted algo que negar?

San Bruno guardó un obstinado silencio.

El Presidente.- En sus declaraciones anteriores ha dicho usted que Rafael Estay y los demás patriotas que lo acompañaban habían perecido en un combate; y tengo aquí a la vista, además de las declaraciones de muchos testigos, una carta firmada por usted y dirigida a su amigo el sargento Villalobos, y confirmada por la declaración de éste, que prueba que Rafael Estay no había venido de Mendoza, ni anduvo jamás con gente armada, aunque es verdad que era perseguido como patriota y que se había ocultado.

San Bruno.- Yo tenía orden de tomarlo vivo o muerto; y se resistió.

El Presidente.- Usted se ha olvidado de lo que dijo en su carta. De ella resulta que estando usted en San Fernando de guarnición, dio un baile al que hizo concurrir con amenazas y violencias a las   —359→   niñas más decentes y honestas del pueblo, mezclándolas con mujeres de una vida inmoral y desastrada.

San Bruno.- Era un baile popular en festejo del cumpleaños del virrey Abascal; y yo entendía que todo el pueblo debía divertirse.

El Presidente.- Pero consta también que para esa misma noche le había usted tendido a Rafael Estay la celada en que pereció. Usted le escribe a Villalobos jactándose de ello, y numerosos testigos ratifican lo mismo que usted ha escrito.

San Bruno.- A Villalobos le escribí mentiras y jactancias, de aquellas con que un militar suele siempre valerse para divertir a los compañeros y hacerles coco con goces y jaranas que no han pasado, y los testigos de que Vuestra Señoría me habla, son enemigos, que aquí no deberían tener entrada.

El Presidente.- Entre tanto, vea usted lo que consta de todas esas piezas. Desde que usted llegó a San Fernando había usted puesto sus ojos sobre una joven llamada Manuela Solarena, que no hacía mucho tiempo que sus padres la habían casado con el hacendado don Samuel de la Concha, comandante de milicias antes del desastre de Rancagua. Usted había conocido a esta señorita en la casa de M..., poco tiempo antes, porque su marido había sido preso por patriota y traído a Santiago. Sirviendo usted los empeños de madama M..., y queriendo también complacer   —360→   a la joven esposa, con las miras que revelan sus hechos posteriores, hizo usted activas diligencias, y logró que La Concha fuese confinado a San Fernando, donde usted tenía su fuerza y su cuartel. ¿Tiene usted algo que negar o que explicar?

San Bruno.- En el fondo hay algo de cierto; conocí en efecto a Manuela Solarena en lo de M..., y le hice los servicios que Vuestra Señoría indica. Si en eso de mis miras quiere Vuestra Señoría dar a entender que la mujer me gustaba, nada tengo que decir, porque eso no es crimen. Era bonita, pero era un verdadero saco de lana sin espíritu para nada, incapaz de decir no, y a la mano del que la emprendiera, como hay tantas... Y como los militares no nos andamos con chicas, yo la busqué, y no me disgustaba que el gobierno mandase a su marido confinado a San Fernando.

El Presidente.- ¡Muy bien! Pero a poco tiempo, se forjaron unas cartas del patriota don Manuel Rodríguez dirigidas a La Concha desde Curicó, avisándole que estaba en armas, y que huyera a su hacienda para levantar sus inquilinos.

San Bruno.- Yo las intercepté. No se forjaron.

El Presidente.- El señor Rodríguez, careado con usted, ha declarado que son falsas.

San Bruno.- Ha mentido para perderme: es mi enemigo mortal.

El Presidente.- El capitán Arce, ayudante y secretario   —361→   de usted, ha confesado que son de su propia letra, y que usted le ordenó escribirlas, y aquí las tengo a la vista transcritas por el mismo capitán, y no hay duda de que los originales y sus copias son idénticas.

San Bruno.- ¡Arce es un miserable! Las cartas que Vuestra Señoría tiene a la vista son copias: los originales fueron remitidos al señor Marcó del Pont.

El Presidente.- Pero es que en su propia carta a Villalobos, usted mismo se jacta de toda la intriga, y de haberse apoderado de la mujer de La Concha, después que por las cartas esas lo hizo usted volver a la cárcel de Santiago, quedando ella en San Fernando enteramente desamparada y a merced de usted.

San Bruno.- No estaba desamparada.

El Presidente.- ¿Cómo no? Su padre había sido remitido al presidio de Juan Fernández. Su madre había seguido a dos de sus hijos que habían sido deportados a Chillán, y ella había quedado sola en San Fernando con su marido.

San Bruno.- Tenía allí otras parientas.

El Presidente.- Más desamparadas que ella: una tía anciana, y una prima que a la vez era su cuñada, porque era hermana de La Concha, y que se llamaba Teresa... Ahora iremos a esta otra parte de la confesión. El hecho es que en el desamparo de Manuela Solarena, usted se apoderó de ella, y la puso al fin en su casa como mujer propia.

  —362→  

San Bruno.- Ella me quería y era mía desde antes. En eso no hay crimen.

El Presidente.- Pero lo hay en las persecuciones inicuas y falsas contra el marido, en su prisión, y en su muerte posterior que usted perpetró con sus propias manos... Pero esto todavía no es del caso; volvamos al baile y a la celada, en que a usted se le acusa de haber asesinado a Rafael Estay. Consta, pues, por su carta, que por medio de Manuela Solarena, y fingiendo que cedía a sus empeños, había dado un salvoconducto a Rafael Estay para que visitase a su novia Teresa de la Concha, con tal que lo hiciese de noche, y de que no apareciese en público, para qué no hubiese denuncias que lo obligaran a usted a proceder contra él.

San Bruno.- ¡Es falso: yo no di semejante salvoconducto! Sabía que Rafael Estay estaba oculto en las arboledas inmediatas, para formar montoneras, y que, atraído por los halagos del amor, venía con frecuencia a pasar la noche con la muchacha Teresa, sin que lo supiese su tía. Yo no sé si eran novios, lo que sé es que se veían con frecuencia, y que ella no tenía nada que perder. Era una vagabunda que servía de espía y de bombero a los montoneros de Rodríguez y del bandido Neira; y con mucha frecuencia andaba yendo y trayendo los asuntos de ellos por el campo y por los cerros.

El Presidente.- Pero el salvoconducto que usted le   —363→   hizo pasar a Rafael Estay para la noche misma del baile, está de la letra de Arce; lo tengo a la vista; y Arce declara que lo extendió por orden de usted, lo que es evidente, pues tiene su firma.

San Bruno.- Ya he dicho que Arce es un miserable. Mi firma es sencilla, y Arce la falsificaba todos los días para mil menudencias de que yo no hacía caso.

El Presidente.- Pero la carta de Villalobos no la ha falsificado Arce; y en ella se jacta usted de haberlo entrampado a Estay. Allí dice usted que aparento concederle a la joven Teresa que no asistiese al baile, para que atrajese con más confianza al novio. Dice usted también que Teresa era preciosa, y de rechupete; son sus propias palabras; pero que cuando sus espías, le avisaron que Estay estaba con ella, la hizo venir por fuerza al baile, y un momento después tomó a Estay y a dos amigos que lo habían acompañado y los encerró en el cuartel. Arce declara esto mismo.

San Bruno.- Es cierto que habiendo tenido noticia de que unos montoneros se habían escondido en el pueblo con la mira de asaltarme durante el baile, los hice prender y traer al cuartel todo lo demás es falso.

El Presidente.- Pero es que usted mismo se lo refiere a Villalobos, y que muchos otros testigos lo confirman.

San Bruno.- Ya he dicho que fue una broma, y una   —364→   simple jactancia, por darme crédito de vivo y de diestro en la persecución de los enemigos de mi partido.

El Presidente.- Consta también que en altas horas ya de la noche y después de haber acalorado a los oficiales y sargentos, y a las mujeres allí reunidas, con bebidas mezcladas con ingredientes excitantes, dio usted la voz de «¡arrebatac apas!», y que aquello se convirtió en una orgía espantosa.

San Bruno.- Yo no di semejante voz... Fueron los otros oficiales y los soldados los que, no sé cómo, armaron la batahola; y como estábamos de fiesta y bastante bebidos, hubo en efecto un gran desorden que no se pudo contener. Fue entonces cuando me avisaron que la montonera de Manuel Rodríguez nos avanzaba, y cuando, armándonos a la ligera, encontramos a los enemigos metidos ya dentro del cuarto y los matamos peleando.

El Presidente.- No es eso lo que consta del proceso, sino cosa muy distinta.

San Bruno.- ¡Así será! Pero lo que yo digo y juro, es la verdad.

El Presidente.- Lo que consta es que usted y otros militares con quien usted estaba convenido, apagaron las luces y arrebataron a Teresa de la Concha llevándosela con otras mujeres a la sala excusada donde tenían maniatado a Rafael Estay y a sus dos compañeros, que a la vista de   —365→   estos las deshonraron; y que enseguida ultimaron a sablazos a los tres presos. Usted se jacta de haber tenido la principal y la mejor parte en la fiesta: son sus palabras.

San Bruno.- Yo estaba ebrio y no me acuerdo de nada de eso... Lo que sé y juro es que los enemigos se habían metido ocultos en el cuartel.

El Presidente.- Todas estas circunstancias de su carta a Villalobos están corroboradas, como usted ha visto, por numerosas declaraciones de las mujeres y hombres de su mismo regimiento que fueron testigos y actores.

San Bruno.- ¡Mienten! Lo que yo veo es que se han forjado todas esas mentiras para no tratarme como a soldado y oficial de guerra; y que se ha hecho y escrito todo eso para satisfacer odios políticos y sacrificarme como facineroso... Digo y redigo que todo eso es mentira; y que si me sacrifican, mis jefes y las autoridades realistas tomarán un desquite digno con los prisioneros insurgentes que tengan en su poder.

El Presidente.- ¿Y nada más tiene usted que decir sobre estos cargos?

San Bruno.- ¡Nada más!

El Presidente.- ¿Conoce usted la suerte que corrió después la joven Teresa de la Concha?

San Bruno.- Sé que ha seguido como siempre vagando por los cerros y llevando una vida perdida como antes.

El Presidente.- ¿No sabe usted que enloqueció?

  —366→  

San Bruno.- Loca fue siempre,

El Presidente.- ¿No la ha visto usted más?

San Bruno.- Una u otra vez la he sorprendido en mi casa, y la he arrojado; y después no la he vuelto a ver más hasta la noche en que me prendieron; ella quiso agarrarme y detenerme cuando yo fugaba, y de pronto le hice fuego para que me soltara; cayó, no sé si viva o muerta; en todo caso, ¡poco se pierde!

El Presidente.- ¿Puede usted darnos noticia de un niño que tenía Manuela Solarena?

San Bruno.- No.

El Presidente.- ¿Lo tenía usted por hijo suyo?

San Bruno.- No; cuando yo la tomé en mi casa, estaba encinta; y como me había engañado, le hice sacar la criatura de mi casa, y no sé dónde la llevó, ni quiero saberlo.

El Presidente.- ¿No se lo arrojó usted a la calle al salir a incorporarse al ejército de Maroto en Chacabuco?

San Bruno.- Pero la Loca lo levantó, y no sé dónde se lo llevaría.

El Presidente.- ¿Usted la vio?

San Bruno.- Me lo han dicho.

El Presidente.- ¡Muy bien! Pasemos ahora a otra parte de los cargos.

Se le hicieron y se le probaron a San Bruno otros muchos tan bárbaros y atroces como los que acabamos de exponer, pero que no hacen a las personas ni a los intereses de nuestra historia.   —367→   Pero no está en ese caso la horrible matanza de presos políticos, ejecutada en la cárcel de Santiago por él y por M... en enero de 1815.

El Presidente.- ¿Sabe usted dónde estaba el patriota don Samuel de la Concha, después que usted se apoderó de su mujer?

San Bruno.- Ya he dicho que yo no me apoderé de su mujer; si ella vivió conmigo, fue por su gusto y porque no quería a su marido, porque era guazo y viejo para ella.

El Presidente.- ¡Muy bien! No disputaremos sobre eso. ¿Sabía usted o no sabía dónde estaba?

San Bruno.- Todo el mundo sabía que estaba en la cárcel, porque se le habían descubierto comunicaciones y complicidad con la montonera de Manuel Rodríguez.

El Presidente.- ¿Quién había descubierto esos conatos y complicidades?

San Bruno.- Eso es cosa de las autoridades que mandaban entonces en el país.

El Presidente.- Sin embargo, tengo a la vista, usted la ha visto también, una comunicación de la letra de Arce y firmada por usted, de la que resulta que fue usted mismo quien hizo la denuncia remitiéndolo preso. En esta denuncia, usted da detalles para fundar la acusación, pero no aparece que usted hubiera remitido las pruebas escritas de que La Concha pensara en conjuración ninguna, ni hay tampoco referencia a las personas que le hubieran dado a usted motivos o datos para esa sospecha.

  —368→  

San Bruno.- El señor M..., sargento mayor entonces y jefe militar de la provincia, fue el que me dio aviso de las malas intenciones de La Concha, ordenándome que lo pasara preso a Santiago, como revoltoso y montonero.

El Presidente.- ¿Puede usted decir dónde está esa orden?

San Bruno.- Lo sabrán los que se han apoderado de mis papeles.

El Presidente.- Es que todos sus papeles se han encontrado ocultos en el convento de la Recoleta; y, como usted sabe, se encontraron allí porque usted se los entregó al padre Quílez.

San Bruno.- Yo no le he entregado nada.

El Presidente.- Al menos, si usted no se los entregó, el Tribunal tiene a la vista una larga carta que usted le dirigió desde Colina, el 8 de febrero último, en la que usted le dice al padre Quílez donde tenía ocultos esos papeles, y le ordena que los saque de allí, y que los ponga en seguridad.

San Bruno.- Pues entre esos papeles estaba esa orden del coronel M...; y si ahora no se halla, será porque la habrán hecho desaparecer para acriminarme. Si el coronel M... estuviera preso, ya estaría a la vista la orden que me dio, para caerle a él.

El Presidente.- Pero eso es suponer que el Tribunal la ha sustraído; y usted debe comprender que estando seguro el Tribunal de que no ha   —369→   cometido semejante sustracción, su causa de usted se empeora, porque resulta que usted no recibió denuncia ni orden para prender y encarcelar a La Concha, sino que fue acto suyo propio y voluntario.

San Bruno.- Lo que sé y repito es que recibí la orden; si se ha perdido, no me toca a mí decir cómo.

El Presidente.- Sin embargo, usted está en contradicción con Arce y con dos oficiales de la guarnición de San Fernando, Moroquilla y Antúnez. Ellos han declarado que una o dos semanas después de preso La Concha, usted les dijo que había sido un tonto en prenderlo y remitirlo a Santiago, porque el animal de Osorio (sic) no lo había querido fusilar como usted le había dicho que lo hiciera; y les agregó usted que a haberlo pensado bien, usted habría fusilado a La Concha para que lo heredase el hijo que Manuela Solarena tenía de él, y hacerse usted tutor y dueño, por fin, de sus bienes.

San Bruno.- Es falso, han mentido.

El Presidente.- ¿Han mentido? En el careo que usted ha tenido con ellos y con Villalobos, le han recordado a usted todos los incidentes de esa conversación.

San Bruno.- No he convenido en que no fuese cierta la denuncia y la orden del mayor M... Lo único que dije fue que, recibida esa orden, yo debía haber prendido y fusilado a La Concha. Pero   —370→   como no lo hice, aunque después me arrepintiera de no haberlo hecho, es prueba que no pensé en matarlo para robarlo.

El Presidente.- Pero aparece del proceso que después usted corrigió o aprendió mejor la lección; porque el mismo Arce, con los oficiales Moroquilla, Antúnez, Salgado y Robles, declaran que usted tramó con M... un complot para engañar a los presos políticos que estaban en la cárcel. Para ese complot se sirvieron ustedes de Villalobos y de muchos otros soldados y sargentos de Talaveras, que al entrar sucesivamente de guardia en la cárcel, fingían quejas e indignación contra sus jefes y contra el gobierno de los realistas, no sólo porque no se les pagaba, sino porque se les postergaba en su carrera. ¿Puede usted dar algunas explicaciones sobre esto?

San Bruno.- ¿Y qué quiere Vuestra Señoría que yo explique?

El Presidente.- Lo que usted sepa sobre estas quejas con que se engañaba a los presos.

San Bruno.- Yo creo que no los engañaban. Nadie ignora que en todos los ejércitos hay descontentos a montones de esa clase; y en el nuestro había muchos que hablaban y hablaban, y que, llegado el caso, quedaban fieles siempre a su bandera.

El Presidente.- Pero Villalobos, careado con usted, ha confesado y ha sostenido que todo fue una   —371→   intriga forjada por usted y por M... para exterminar a los patriotas, no sólo a los que estaban ya en la cárcel, sino a los sospechosos o indicados por la saña de ustedes, que se proponían también matar por las calles y en sus casas, a pretexto de la conjuración forjada en la cárcel.

San Bruno.- Villalobos ha tratado de ver si con esas revelaciones falsas consigue ser perdonado.

El Presidente.- Consta también que después de la matanza se hizo usted nombrar tutor del hijo de Manuela de La Concha; y que en esos mismos días hizo usted entregar a M... dos mil duros.

San Bruno.- ¡Es falso!

El Presidente.- No, no es falso; y usted lo va a ver. Señor secretario, alcance usted este recibo del coronel M... para que vea el reo.

San Bruno.- Ahí no dice que yo le haya entregado esos dos mil pesos.

El Presidente.- Es cierto que no lo dice; pero estaba entre los papeles de usted.

San Bruno.- Ya he dicho que esos papeles han andado en manos de mis enemigos, y yo no sé quién ha tenido la feliz idea de meter ese recibo entre ellos.

El Presidente.- ¿Pero es, o no es, todo él, de la letra de M...?

San Bruno.- Será; yo no lo sé.

El Presidente.- Pero usted conoce esa letra, y puede decir su opinión.

  —372→  

San Bruno.- Vuestra Señoría no tiene el derecho de preguntarme ni de hacerme decir mi opinión sobre el parecido de una letra y de una firma.

El Presidente.- Es cierto, así es que pasaré a decirle a usted que Manuela Solarena, examinada por su confesor el padre Ureta, no como confesor sino como comisionado ad hoc del Tribunal, en razón del estado de salud en que se halla, ha declarado que usted le hizo firmar una solicitud en esos días, para que mientras se regularizaba la testamentaría de su marido muerto en la cárcel, se le adelantase, como a madre legítima del único hijo de aquél, un permiso para venderle al gobierno los trigos y el maíz acopiados en su hacienda.

San Bruno.- No es cierto: esa mujer miente de miedo, porque es una imbécil que tiembla de todo.

El Presidente.- En ese caso tengo aquí el expedientillo seguido al efecto, y de él resulta que los granos se vendieron en seis mil pesos; y que usted los cobró al gobierno de los realistas.

San Bruno.- Pero le fueron entregados al general Osorio, porque los bienes de La Concha estaban confiscados.

El Presidente.- No se comprende con claridad cómo es que usted cobrase y entregase el dinero al mismo que lo pagaba.

San Bruno.- Ni yo lo comprendo tampoco; pero los que mandaban con el poder supremo, lo hicieron, y ellos responderán.

  —373→  

El Presidente.- Pero es que en la misma fecha del pago hecho usted aparece el recibo que usted tenía de M... lo que demuestra que de ese dinero le dio usted a M... los dos mil pesos que aparecen en el recibo.

San Bruno.- No resulta tal cosa, señor presidente; lo que resultará en todo caso, es que el gobierno le pagará a M... esa suma por sus sueldos.

El Presidente.- Pero es que el recibo aparece en manos de usted.

San Bruno.- Ya he dicho que no contiene mi nombre; y yo no sé quién lo ha introducido entre mis papeles.

El Presidente.- ¿De modo que usted no trató nada con M... sobre esto?

San Bruno.- Nada.

El Presidente.- Sin embargo, madama M... declara que en ese mismo día fue usted a su casa; que M... lo esperaba a usted en suma agitación, y que le entregó usted una suma de dinero en efectivo, cuyo ruido al contar pudo ella oír bien desde sus piezas particulares. Dice más, y es que ella había tenido un amargo desacuerdo con su marido por la parte cruel que había tomado en la matanza de los presos de la cárcel; y que ese entredicho duraba desde entonces, sin que ella quisiera ceder y volver a los buenos modos, porque estaba verdaderamente agriada...

San Bruno.- Esa ha sido siempre una mala mujer, que jamás ha vivido en armonía con su marido; si él la hubiera azotado desde el principio...

  —374→  

El Presidente.- No me interrumpa usted para cosas impertinentes; continuaré, Madama M... declara, pues, que oyó contar el dinero entre usted y M...

San Bruno.- ¡Miente!

El Presidente.- Que unas horas después, su marido, creyendo halagaría, le trajo una alhajas de valor; y que ella, sospechando que un dinero que venía de las manos de usted no podía venir de buen origen, las rehusó con indignación...; y ahora solicita que se le permita devolver la suma de lo suyo, porque no quiere que quede esa sospecha en el nombre de su marido.

San Bruno.- Pero ha dicho también que no sabe si el dinero era por sueldos, y que lo demás eran meras sospechas suyas.

El Presidente.- Es verdad, y consta; pero, como usted niega que haya sido usted quien entregara a M... ese dinero, por sueldos o por otro motivo, hay siempre una parte falsa en la confesión, y como en los papeles del gobierno no hay constancia ninguna de que se hubiera hecho pago de esa suma a M..., resulta también que fue usted quien se la pagó por la cooperación activa que le dio para la matanza de los presos políticos de la cárcel.

San Bruno.- Eso es lo que yo niego, y lo que Vuestra Señoría se empeña en vano en sacar en limpio.

El Presidente.- Muy bien: ¿era cierto o era falso   —375→   que La Concha y los demás presos hubiesen tramado una conjuración?

San Bruno.- Yo creo que debía ser cierto, porque mi cuerpo recibió orden de entrar a la cárcel y de atacar a los conjurados. Ellos estaban reunidos y habían violado los calabozos esperando el momento de dar el golpe.

El Presidente.- ¿Con qué medios se preparaban a dar ese golpe?

San Bruno.- Yo no lo sé.

El Presidente.- Villalobos declara que obedeciendo a las sugestiones de usted y de M..., hacía más de dos meses que él y otros de sus compañeros se fingían irritados y descontentos contra usted y contra M...; que de cuando en cuando llevaban algunos soldados chilenos incorporados en la guardia, y confabulados para decirles a los presos, y sobre todo a La Concha, que toda la campaña estaba alzada y llena de montoneras; que Neira era ya dueño de todo el Sud hasta San Bernardo, y que muy pronto iban a pasar las tropas de Mendoza; que con estas noticias excitaban a los pobres presos al mismo tiempo que los desesperaban con el hambre, con los rigores y con los malos tratos de los carceleros; que Villalobos se presentaba como pronto a sublevarse con los sargentos del cuerpo, porque ya no podían soportar la tiranía y los extremos a que se abandonaban usted y M...; que así fue haciéndose poco a poco el amigo y la esperanza   —376→   de los presos para recibir sus confianzas: todo de acuerdo con usted.

San Bruno.- Esa última parte es falsa. Villalobos estaba verdaderamente ofendido porque no le habían dado ascenso, y porque lo tenían de sargento, mientras que todos los demás éramos ya oficiales. Hablaba pestes de todos los jefes; y yo creo que, siendo un bruto como es, creyó realmente que podía hacer una revolución con el influjo de los presos y vengarse. Pero a medio andar vio su desatino, se desanimó y dio parte de lo que sucedía en la cárcel. El hecho es que el señor general Osorio nos ordenó que atacásemos la cárcel a sangre y fuego, porque los presos estaban sublevados.

El Presidente.- Muy bien: dé algunos otros detalles sobre ese hecho.

San Bruno.- La prueba de que Villalobos estaba de buena fe es que, conociendo que los presos tenían desconfianza de él, y teniéndola él también de que los presos le cumpliesen las ofertas que le hacían de cooperar y de levantar el pueblo, arregló que, para estar seguros los unos de los otros, era preciso jurar de una manera solemne; y se convinieron en pedir permiso para que se les dijera una misa en la cárcel, y que al alzar el sacerdote la hostia pusieran todos la mano izquierda en la frente, golpeándose el pecho con la derecha, en señal de que juraban por aquel sagrado cuerpo de Jesucristo que serían fieles a su compromiso.

  —377→  

El presidente.- ¿Y usted no sabía nada ni estaba informado de que todo era una intriga para hacer una matanza y escarmiento de patriotas; y sobre todo para deshacerse de La Concha?

San Bruno.- Sabía que se tramaba una conjuración en la cárcel, porque el mayor M..., hoy coronel, no había avisado que era menester estar prontos a caerles. Si Villalobos dice lo contrario, miente.

El Presidente.- Sin embargo, con fecha de diez días antes de la matanza de esos presos, escribió usted de su puño y letra una carta al reverendo padre Quílez, guardián de los Recoletos, pidiéndote que le evacuara una consulta sobre los dos puntos siguientes: 1.º, si un juramento solemnísimo imponía alguna obligación cuando había recaído sobre propósitos subversivos contra el trono y el altar; 2.º, sobre si era lícita y debía absolverse al que lo hubiese hecho para descubrir y castigar a los conjurados.

San Bruno.- Si Villalobos ha declarado eso, ha mentido; estoy cierto que no tiene esa carta, y que no se ha presentado a la causa.

El Presidente.- En efecto, él no la tenía, pero la tenía el obispo Ríos, a quien el padre Quílez le pidió la consulta; y recién se ha obtenido; señor secretario, pásesela usted al reo para que la examine.

San Bruno.- Es mía; yo la he negado porque de todo se quiere sacar cargo para presentarme como   —378→   facineroso y asesino; y porque aunque sé que se me va a sacrificar al odio de mis enemigos, quiero morir como militar español, víctima, pero no criminal. Lo que hubo fue que Villalobos comenzó a temblar de lo que estaba haciendo contra el gobierno por resentimientos personales, y que vino arrepentido a confesármelo todo, pidiéndome mi opinión sobre el pecado que cometería ante Dios denunciando a sus cómplices. Fue entonces que yo le dije que consultásemos al padre Quílez. ¿Qué crimen tengo yo en eso?

El Presidente.- Pero es que al trasmitirle usted la consulta del obispo, en que se le decía que el que servía a su rey y a Dios contribuyendo a desenmascarar sus enemigos ocultos, no cometía pecado, le dijo usted: «Ya ves que puedes jurar en la misa sin escrúpulos».

San Bruno. -¡Es falso! Yo no hice otra cosa que decirle que fuese a ver al padre Quílez para que le mostrase la opinión del obispo.

El Presidente.- Pero usted lo acompañaba.

San Bruno.- ¡No es cierto! Si el padre Quílez no se hubiese ausentado para el sur, declararía que yo digo la verdad.

El Presidente.- Villalobos y el lego Chaves declaran que usted acompañaba al primero; que usted le dijo esas palabras y que con esa confianza se prestó a jurar cuando el sacerdote que les dijo la misa a los presos levantó la hostia.

San Bruno.- Repito que es falso; yo no estaba con ellos.

  —379→  

El Presidente.- ¿Quién señaló el día para entrar en la cárcel con la tropa y matar a los presos?

San Bruno.- En esa noche me ordenó el mayor M... tener pronta la tropa para sofocar una conspiración; y de madrugada se puso él mismo a la cabeza y nos hizo marchar sobre la cárcel. Villalobos nos dirigió a las piezas altas donde los presos estaban armados y fortificados para salir a la calle. Se abrió la puerta, y M... dio la voz de fuego y de a la carga.

El Presidente.- Usted mató con su propia mano a La Concha.

San Bruno.- No lo sé, acometí como se me ordenaba, y murieron muchos de ellos.

El Presidente.- Y después ¿no se hizo usted dar la administración de los bienes de La Concha?

San Bruno.- Le correspondían a su hijo; y los abogados dijeron que la tutora era la madre.

El Presidente.- El señor coronel Urréjola, Mayor de Plaza entonces, ha declarado: que sabedor de la matanza que se hacía en la cárcel, y que M... y usted habían resuelto continuarla en las casas de los sospechados por patriotas, y en las calles, se personó indignado al general Osorio, y logré recabar de éste una orden perentoria para que la tropa regresase al cuartel inmediatamente. ¿Qué dice usted sobre esto?

San Bruno.- No sé nada: yo no era el jefe, sino el mayor M...

El Presidente.- El mismo señor Urréjola declara   —380→   que usted gritó: «No obedezcamos, M..., no hay tal orden», y que M... rehusó obedecer.

San Bruno.- Urréjola era enemigo mío, y ha faltado a la verdad.

El Presidente.- Dice también que horrorizado de lo que M... y usted se proponían hacer, consiguió que viniese a la cárcel el mismo Osorio, y que se produjo un atentado escandaloso con M... ¿Usted no lo oyó?

San Bruno.- Sí, oí algo de eso; pero yo no tomé parte, y obedecí la orden de retirar la tropa al cuartel.

El Presidente.- ¡Muy bien! Queda terminado el acto. Señor oficial de guardia, retire usted al reo.



  —381→  

ArribaAbajo- XLI -

Después de tres días acordados a la acusación y a la defensa, en la forma sumaria con que se ven y se sustancian estas causas, San Bruno y Villalobos fueron condenados a morir en la horca por mano del verdugo, y a que sus cadáveres permaneciesen colgados durante siete horas en la plaza principal.

Solemne, dicen los historiadores, que fue la ejecución de los dos reos. En la mañana de 12 de abril, un inmenso pueblo, todo Santiago, se puede decir, llenaba la plaza y los lugares desde donde podía descubrirse el patíbulo. El ejército, vestido de gala, y con sus músicas a la cabeza de las columnas, formaban alrededor.

Los dos reos atravesaron desde la cárcel al otro extremo de la plaza en donde estaba la horca, por enmedio del concurso, sin que voz ninguna, de odio o de conmiseración, alterase el profundo silencio que reinaba sobre aquellas miles de cabezas   —382→   allí amontonadas. No se oía más que el eco de los rezos con que el religioso que marchaba al lado de cada condenado los confortaba a morir arrepentidos y contritos, para merecer la clemencia y el perdón de Nuestro Señor Jesucristo.

Villalobos parecía más solícito de ese perdón; quizá estaba más imbuido que el otro en las creencias católicas. De cuando en cuando le tomaba la mano al religioso que lo exhortaba a morir arrepentido de sus pecados, y se la besaba con devoción, pero sin dar ninguna otra muestra de flaqueza. San Bruno marchaba con paso firme, con semblante ceñudo, pero sin levantar la vista del suelo ni aun en el momento fatal en que subido a la tremenda escala recibía del verdugo el espantoso empujón que lo debía dejar estrangulado entre los dos garrotes de la horca.

Redoblaron los tambores de cada regimiento por un instante, e inmediatamente después, el ayudante mayor de cada cuerpo le leyó a la tropa, con voz alta y enfática, una elocuente proclama en que el general O'Higgins, director supremo de Chile, les hacía sentir a los militares la diferencia que había entre el soldado que expone su vida y que toma la del enemigo defendiendo su bandera, y el malvado que usa de sus armas y de su poder para asesinar y deshonrar a las familias.

Enseguida tocaron las músicas, y las tropas   —383→   se retiraron a sus cuarteles, dejando fijados en cada uno de los pilares de la horca un ejemplar la proclama y la inscripción que declaraba cómplice y traidor al que osara retirar los cadáveres que colgaban de ella.



  —384→  

ArribaAbajo- XLII -

Una división argentina al mando del coronel Las Heras había empujado hasta los extremos del Sur a las tropas españolas; y después de los gloriosos triunfos de Curapaligüe y del Gavilán, las había obligado a encerrarse en la plaza fuerte de Talcahuano y a dejar libre toda la provincia de Concepción. Pero como para llevar a cabo el sitio y el asalto de Talcahuano se necesitaban mayores elementos, se creyó conveniente que el director supremo fuese a tomar el mando de las operaciones, porque siendo oriundo de aquellas provincias y de gran fama en ellas como caudillo, se esperaba que a su voz concurriesen los pueblos a acabar con los últimos restos de las fuerzas enemigas. El general O'Higgins salió, pues, de Santiago con estos fines llevando el batallón número 7 de Buenos Aires y un escuadrón de nuestros famosos granaderos a caballo.

Estaba ya estrechado y formalizado el sitio   —385→   de Talcahuano, plaza que, a la par de Montevideo y del Callao, era una de las tres plazas marítimas más fuertes que la España tenía en la América del Sur, cuando en uno de los días de mayo de 1817 se presentó en una de las avanzadas un oficial enemigo, diciendo que tenía que entregar al general O'Higgins una carta privada.

Puesto el oficial en incomunicación acostumbrada en estos casos, se le llevó la carta al supremo director de Chile, y vio que era una carta particular del coronel don Antonio M..., en la que, a nombre de la generosidad y cultura militar, solicitaba que se le permitiese entrar al cuartel general para asuntos de familia, que no le era posible tratar de otro modo que de palabra y en forma completamente confidencial.

Concedida la licencia, como era natural, se acordó que a las nueve de la noche fuese recibido M..., en el lugar que se indicó, por un sargento y dos soldados de la compañía del capitán Dehesa; y que vendados los ojos lo recibiese este capitán y lo condujese al cuartel general23.

Llevado hasta el caserío en que el director supremo tenía su despacho, e introducido a una de sus piezas, se le desvendaron los ojos, y M... se encontró en la presencia del general O'Higgins.

  —386→  

El coronel realista hizo una profunda reverencia, y pareció con la intención de adelantarse a dar la mano; pero el general, por un movimiento que, aunque estrictamente cortés, fue frío y significativo, lo contuvo, limitándose a indicarle un asiento que el coronel tenía inmediato.

Delante de aquel hombre, el general no podía hacer más que contener el desprecio que le inspiraba su carácter y el odio profundo que su conducta anterior había dejado en el ánimo de todos los chilenos; y como M... lo comprendiera, tomó a su vez un aire de reserva afectada.

-Ocuparé -dijo- muy breves momentos la atención de Vuestra Excelencia. Lo que me trae es una solicitud personal de aquellas que, según entiendo, no se niegan entre enemigos, cuando se respetan los vínculos morales de la familia, que no están de ninguna manera complicados en las operaciones y conflictos de una guerra regular.

-Así lo he comprendido por la carta en que usted me ha pedido que le oiga, y quisiera que en este momento los soldados del ejército independiente y los ciudadanos de la República de Chile no tuviesen que recordar que han sido tratados con otras reglas muy distintas de las que se practican, como usted dice, entre enemigos que respetan esos vínculos morales de la familia, que no están de ninguna manera complicados con los conflictos de una guerra regular.

  —387→  

-Sin agriar nuestra entrevista ni faltar al respeto que en este lugar debo a Vuestra Excelencia, espero que me sea permitido comprender las alusiones de Vuestra Excelencia y hacerle presente la diferencia fundamental que hay entre los procedimientos de una autoridad que gobierna un país rebelado, y los procedimientos que son de regla entre beligerantes.

-No supongo que el señor coronel pueda incluir entre los permitidos de la primera categoría, aquellos que tienen el carácter de crímenes privados y alevosos. Sirvase el señor coronel M... tomar mis palabras sin alusión especial, y entrar cuanto antes en el objeto con que me ha pedido que le oiga.

-De todos modos, las familias y las señoras no son responsables de las desgracias y de los actos políticos en que toman parte sus deudos y sus maridos.

-Es indudable; y si bien eso no ha tenido siempre aplicación en favor nuestro, forma, sin embargo, nuestra regla de conducta política.

-Sin embargo, señor general, a mi señora se la ha tomado prisionera, prisionera se la retiene; y se le ha dado la ciudad de Santiago por cárcel.

-No hay nada de exacto en eso.

-El señor general me permitirá que lo informe que un amigo mío, cuyo nombre respetable debo callar, por cuanto está declarado crimen de   —388→   alta traición tener comunicación con nosotros, que un amigo respetable, digo, me escribe que habiendo visto a mi señora en Santiago, para que solicitase de Vuestra Excelencia la gracia de que se le permitiera salir para el Perú, o venir a reunirse conmigo en Talcahuano, ella ha contestado que era imposible, porque Vuestra Excelencia le había impuesto la ciudad por cárcel.

-Su señora de usted no ha solicitado semejante cosa; y eso que usted dice de haberle dicho que quedaba con la ciudad por cárcel, y que ahora recuerdo, ha sido una simple broma de cortesía, cuando detenida en la cuesta de Prado por las fuerzas del coronel N..., me la presentaron en Santiago. Así pues, no ha habido tal orden ni más que una galantería con la que le expresé a la señora el gusto con que la recibía, y la plena seguridad con que podía permanecer entre nosotros.

-De modo, señor general, que si yo obtuviera de Vuestra Excelencia un salvoconducto para ir a buscarla, ¿Vuestra Excelencia me acordaría esta gracia?

-Eso no; un motivo como ese, tan especialmente privado, no justificaría el salvoconducto a que usted se refiere para penetrar en los lugares y ciudades ocupadas por nuestras fuerzas.

-Eso quiere decir, pues, que Vuestra Excelencia retendrá prisionera a mi señora.

  —389→  

-Ya le he dicho a usted que no... Ella puede solicitar su salida del país y se la concederé.

-¿Y si no la solicitase?

-No me corresponde a mí ni a nadie forzarla. Usted comprende que eso sería desterrarla, y como usted ha dicho antes, esas medidas no se toman jamás con señoras que observan una conducta regular y que no conspiran.

Permítame entonces el señor general ser franco. Mi señora se queja amargamente de que hay jefes en las tropas que Vuestra Excelencia manda que, aprovechándose de la situación precaria y desamparada en que se halla, atentan a su delicadeza asediándola con galanterías contra las cuales no tiene protección... y esto, señor general, es poco digno, y no se debe autorizar reteniendo allí a mi señora.

-Ya le he dicho a usted que nadie retiene a su señora; y que si ella solicita su salida del país, se le acordará al momento; lo que prueba que no puede haber emitido esas quejas que usted dice.

-En ese caso, Vuestra Excelencia debe permitirme, por lo menos, que yo mande un oficial subalterno, a buscarla.

-Aunque no lo considero regular, consiento en ello, para quitarle a usted las extrañas ideas que tiene sobre la situación de su señora en Santiago. ¿Qué oficial se propone usted mandar?

-Irá el teniente de dragones don Manuel   —390→   Amenino con un ordenanza, o más bien dicho, con un sirviente.

-Muy bien, que vaya por mar a Valparaíso, y se le dará orden al coronel Alvarado, gobernador de aquel punto, para que lo deje pasar a Santiago a entenderse con su señora, con tal que él y ella se embarquen para el Perú directamente y sin regresar ni comunicarse con usted mientras no lleguen a Lima.

-¿De modo, señor general, que es imposible que regresen a Talcahuano a reunirse conmigo?

-¡Imposible! Si ese teniente entra a Santiago, quedará incomunicado y obligado a ir a Lima antes con la señora. De otro modo no lo permitiría yo.

-¡Tengo que aceptar, señor general! -dijo M... después de haber reflexionado un momento.

-Quiere decir, señor coronel, que hemos concluido, y que está usted servido -agregó el general. Pero, para quien conociera su característica malicia, había en su cara y en su voz todo cuanto puede tener de terrible la ironía, disimulada con el formulismo más cortés y menos sincero.

-¿No munirá Vuestra Excelencia al teniente Amenino con un salvoconducto?

-No hay necesidad; cuando su emisario se presente en Valparaíso en busca de la señora, el gobernador del punto tomará las medidas necesarias   —391→   para que se entienda con ella, de acuerdo con lo que yo le escribiré, porque, como usted comprende, este es un asunto de simple interés privado y puramente confidencial.

-Y si mi señora...

Desentendiéndose el general O'Higgins de lo que M... iba a decir, llamó con voz alta al capitán Dehesa, y le ordenó que le vendara los ojos. Después de hecho esto, Dehesa lo condujo hasta su avanzada; y allí lo mandó con el mismo sargento y los dos soldados que lo habían traído, hasta el primer puesto realista.

El coronel Ordóñez, jefe de la plaza, era amigo íntimo de M..., aunque hombre muy superior por el talento y por la honorabilidad de sus procederes; y estaba naturalmente ansioso de que su camarada regresara, para informarse de lo que hubiera podido apercibir en el campamento de los patriotas y de las circunstancias detalladas de la entrevista.

-¿Cómo te ha ido?

-¡Mal!

-¿Has podido ver algo?

-¡Nada!... Tú comprendes que no son tontos; y sabes bien que tienen sus tropas en el mejor pie de guerra. En el más mínimo detalle se ve que ya no son de aquella gentuza aglomerada y confusa de los ejércitos de Carrera. Me recibió un oficial joven, pero tieso y positivo como un puntal de hierro: le di las buenas noches para   —392→   ver si hablaba, y se contentó con apretarme más la venda y con empujarme, sin violencia, pero con imperio, hacia adelante, para que marchara.

-¿Y nada, nada has podido ver?

-Ver no; por las voces de los centinelas me ha parecido que han aumentado mucho su fuerza.

-¿Y qué había alrededor de O'Higgins, o en el cuartel general?

-Ni eso he podido ver o comprender. El irlandés me recibió en un cuarto enteramente desnudo, donde no había sino dos sillas y una mesa bastante sucia con una vela; por supuesto que ese no era su despacho. Él estaba solo; y cuando me desvendaron, no vi más que al oficial que me había traído, y que se retiró al momento con el empaque más soberbio que yo haya visto en mi vida, y eso que es un muchachillo que tendrá apenas veinte años.

-¿Y de tu asunto?

-¡Mal! No me ha permitido que yo vaya a Santiago.

-¿Rehúsa entonces entregar a tu mujer?

-En apariencias no, pero en realidad sí. Lo único que me ha concedido es que mande al teniente Amenino con un asistente a buscarla; pero, como tú sabes, ella rehusará salir de allí.

-¿Y qué piensas hacer?... Si ella rehúsa, no hay lugar a represalias justificadas.

  —393→  

-Yo quería ir, porque estaba resuelto a armarle una disputa y en el despecho ahogarla como adúltera... Veríamos qué me hacían.

-¡Te ahorcarían!

-¡O no! Porque habiendo ido con salvoconducto, y siendo un caso enteramente marital, no podrían juzgarme ni ejecutarme; sería siempre un oficial del rey garantido por las leyes de la guerra... De todos modos -agregó-, yo voy como asistente de Amenino; lo más fácil es dejarme crecer toda la barba y disfrazarme de soldado. ¡Si ella rehúsa seguirme, la mato!

-Pero sacrificas a Amenino y te pierdes.

-¡Que me pierda no me importa!... Y puede ser que no, porque han de tener interés en tapar la infamia que me hacen; y en cuanto a Amenino, verán que es inocente y nada tienen contra él. Tú nos darás el pase, y no tienes que responder de que lo usemos engañándote.

-¡No, no! No es posible: te pierdes.

-Que tú quieras o que tú no quieras, estoy resuelto. Ella no se burlará de mí...; no sabes el volcán que hierve en mi corazón. ¡La mato! ¡La mato, o la arrastro a mi poder! Y en asunto de este género, tú no tienes ningún derecho a intervenir... ¡Dejaré el servicio en todo caso!

M... estaba, en efecto, en una de esas resoluciones extremas que cuando toman forma en uno de esos caracteres violentos y tempestuosos como el suyo, no obedecen a la razón, y van, como   —394→   se ve frecuentemente, hasta el crimen. Los celos, el amor propio, la soberbia, la dignidad viril ultrajada, el recuerdo altivo del poder que había ejercido antes, le hacían inconcebible siquiera que tuviese que resignarse y someterse a la resistencia y al abandono de su mujer. Dos orgullos intratables estaban en pugna: eran dos montañas inaccesibles, levantadas la una contra la otra; el coronel había resuelto ponerse sobre la que pretendía erguirse delante de él, y sujetarla a su imperio o derrumbarla con su brazo. La pasión, los intereses, el odio, el despecho, desgarraban su corazón y la tragedia no tenía ya más desenlace que la violencia y la muerte.



  —395→  

ArribaAbajo- XLIII -

Al día siguiente de la entrevista, el general O'Higgins le escribía en estos términos al coronel argentino don Hilarión de la Quintana, que había quedado en Santiago como delegado al frente del gobierno:

«Mi amigo muy amado: Me parece que nos viene de suyo la ocasión de ponerle la mano a uno de los pájaros más dañinos y feroces que han martirizado a nuestro país. El famoso M... se me ha presentado solicitando que se le permita ir a Santiago en busca de su madama. Yo se lo he negado, como usted debe suponerlo; pero he consentido en que se deje entrar por Valparaíso un oficial subalterno con uno o dos asistentes a desempeñar esa comisión. Me he apercibido, por un no sé qué, por una de esas sospechas que le vienen a uno al ver la cara de un hombre, que M... tiene la intención de aprovecharse de esta licencia para introducirse también, disfrazado probablemente de asistente; y   —396→   conviene no ponerle el menor obstáculo, para que venga así a pagar, por acto propio, los crímenes nefandos que ha cometido. Escríbale usted a Alvarado que facilite la entrada de esos hombres, haciendo de inocente y de descuidado; pero una vez en Santiago, manténgalos usted a vista corta y con buenos agentes encima; porque es indudable que si va M..., como sospecho, algo ha de pasar allí con su madama que lo ponga en transparencia; y que nos dé la ocasión de prenderlo, como espía e infractor del salvoconducto, para castigarlo de la manera que merece. Tendremos dos ventajas: la una, será hacer este castigo que reclama la vindicta pública en el socio y cómplice de San Bruno; y la otra, privar al enemigo de uno de sus jefes más peligrosos y emprendedores. Me parece indispensable que usted guarde la más estricta reserva. La madama no debe saber nada; porque, aun cuando pienso que se ha de resistir a seguir a su marido, podría tener la generosidad o el antojo de prevenirle que se le espera, y hacernos perder así el golpe. Sin embargo, haga usted vigilar cuidadosamente su casa, porque si resiste a seguirlo, me parece que puede verse en algún trance complicado.»

Entretanto, el coronel Ordóñez hacía todo lo posible para convencer a M... de que corría a su ruina si se introducía en Santiago al favor de un disfraz cualquiera.

  —397→  

-Deja que Amenino desempeñe tu comisión, y que en nombre de los sagrados deberes que pesan sobre Pepa y de la licencia que se le otorga para retirarse a Lima, obtenga su consentimiento.

-Es que si no voy yo, si ella no me ve, si no me oye, si no le doy yo mismo el testimonio de mi cariño, si no le digo que la perdono si ha sido criminal, y que la amo más si no tiene nada de que arrepentirse, rehusará salir con Amenino, porque temerá o sospechará que se la engaña.

-Pero lo mismo rehusará si habla contigo. Si te quiere saldrá de allí con Amenino; si no te quiere no saldrá con él, y teniéndote bajo su mano, te hará prender con más o menos disimulo.

-Es que yo no le daré tiempo... Ya te lo he dicho: no me estorbes en mi camino. Es necesario que yo la vea y que ella salga de Santiago, o que yo la mate. Viva no ha de quedar en manos de mis enemigos.

-Sería bueno si la víctima no hubieras de ser tú, como lo preveo.

-¡No temas! Yo conozco a Santiago; conozco a Chile todo entero, sus caminos, sus puertos: ni creas tampoco que me voy a lanzar sobre ella como un toro en media plaza pública, no. Si me convenzo de que es criminal, y si su resistencia a cumplir con su deber me dan esa evidencia,   —398→   yo caeré sobre ella cuando menos me espere; vengaré mi honor y me evadiré, pues tengo preparados los medios.

-Pero Amenino queda sacrificado y pagará por ti la infracción del salvoconducto. ¿No basta esto para detenerte?

-No quedará sacrificado. Amenino dará por terminada sin éxito su comisión, y se embarcará para el Perú en un buque extranjero. Yo me quedaré oculto, y obraré con eficacia y con prontitud.

-¡Imposible!... ¡Estás delirando! Los celos y la pasión te enceguecen.

-Oh que no; un asilo impenetrable y una de las mejores falúas del puerto irá de aquí a esperarme en lo más hondo de la caleta del Abrigo. En muy pocos momentos tomaré el puente del Maipo; y de allí me pondré en la costa antes que nadie haya salido de la sorpresa, y pensado en perseguirme. Ya lo verás. ¿Serías capaz tú de negarme el auxilio de la falúa número 3, con ocho marineros?

-¡Sí! Para impedirte un acto de demencia.

-¡No! No me la negarás cuando veas que he partido y que cuento contigo para salvarme.

-¡Duerme, M...! ¡Duerme esta noche! Espero que mañana te hallaré más racional y más positivo.

-¡Dormir!... Antes que el volcán se apague, es preciso que despida todo el fuego que lo ahoga.   —399→   Yo no necesito dormir, sino obrar y seguir mi camino... Por lo demás, tengo fe en mi estrella, y tú sabes que soy sereno y firme en el peligro. Ya verás cómo dejo bien puesto mi nombre y bien levantados mis derechos.

Tan lejos de que la noche perturbara la resolución en que parecía estar el coronel M..., no se dio otra tarea en toda ella que la de cavilar y coordenar con puntualidad los detalles de la aventura que iba a emprender; porque a pesar de todos los vicios de su carácter y de su mala índole, era hombre de valor y de resolución, sagaz y diestro para combinar los medios de salir con bien en los conflictos y en las aventuras de la vida agitada y militar en que se había educado.

Al otro día, con ánimo sereno, pero con una rara pertinacia, se puso de acuerdo con el teniente Amenino; y completó los preparativos de la partida, acomodando en una bolsa de lona un sayal de fraile agustino.

-Esto es indispensable -dijo en voz baja-. Los frailes son en Chile más abundantes que los... legos: son legión. Un fraile puede andar por todas partes, se acomoda y se asila donde quiere, duerme en todos los confesonarios; anda por las calles a todas horas, en la madrugada, a media noche, a pie, a caballo; no es uno, son mil que hacen lo mismo, al mismo tiempo, y sin que nadie pueda discernir si es éste o si es   —400→   aquél, entre los que vagan con la misma figura, con el mismo hábito y del mismo modo.

Si no lo dijo, lo pensó; y porque lo pensó fue que se proveyó del mejor disfraz que le cuadraba para su empresa.

Serían ya como las nueve, cuando M..., Amenino y un soldado de confianza entraban en un lanchón, con los cuatro marinos que lo debían maniobrar, y saltan del puerto de Talcahuano, bogando a lo largo de la costa, en la corriente y con la brisa que en aquella parte del Pacífico marcha siempre del sur al norte. La luna, ese testigo taciturno de los dramas y de las tentativas embozadas de la noche, que unas veces alumbra la ruta silenciosa de las pasiones y que otras da su luz a las expansivas alegrías de las fiestas, tendía ya sobre el espacio sus miradas melancólicas y frías, desde las cumbres del bosque colosal de las montañas, cuyos picos parecían un pueblo de gigantes postrados en el sueño bajo su dulce influjo; y el mar, aunque tranquilo, pero impenetrable y profundo como la perfidia de las fieras, rezongaba por debajo, al compás de las olas que por del momento velaban sus enojos, dando un camino fácil al esquife donde la saña de los celos y los propósitos de la venganza rugían también en el corazón del hombre que meditaba un drama de sangre y de venganza en pro de su derecho.



  —401→  

ArribaAbajo- XLIV -

El director delegado de Chile había recibido entre tanto la carta reservada en que el general O'Higgins le había participado sus sospechas.

Felizmente para las medidas que pensaba tomar, coincidía en aquellos días algo muy grave que las justificaba, permitiéndole ocultar su fin verdadero con pretextos que eran de toda notoriedad.

La elección que el general O'Higgins había hecho de un militar argentino para encomendarle el gobierno durante su ausencia, había causado una grande irritación entre los hijos del país. Quintana, aunque hijo de la nación que había redimido a Chile, y cuyas tropas formaban la única fuerza efectiva de la alianza, era al fin un extranjero; y la ofensa que daba lugar al descontento parecía tanto más justificada, cuanto que no faltaban chilenos que por su patriotismo y por sus aptitudes, habrían sido dignos del   —402→   honor y de la confianza de que se veían desposeídos. El agravio se había acentuado de día en día; y si no era cierto del todo, como se decía, que ya estuviera organizada una conjuración popular para reclamar por las armas lo que el amor propio nacional exigía, había incuestionablemente un concierto de influjos y de intrigas para que se arrojase de ese puesto al extranjero y se diese al gobierno una composición más en armonía con el sentimiento general de la opinión pública.

Muchos de los jóvenes más ardientes y más avanzados en este movimiento frecuentaban la casa de madama cuyo salón iba poco a poco reuniendo la mejor sociedad de hombres atraídos por la belleza, por las gracias, por la elegancia y por las simpatías con que ella se daba a la amistad y al trato de los patriotas, con una indiferencia habilísima en cuanto a las pasiones políticas de insurgentes y de realistas, de chilenos y de argentinos, de ohiginistas o carrerinos.

Después de haberse paseado, caviloso, por su despacho gubernativo, don Hilarión de la Quintana volvió a tomar de encima de la mesa la carta en que el general O'Higgins le anunciaba la probable tentativa de M... para introducirse en Santiago. La leyó de nuevo; y llamó a uno de los edecanes de servicio en aquel momento.

-Vaya usted -le dijo- casa de la Pepita   —403→   M..., y con toda la cortesía posible, dígale que tengo que hablar con ella, y que usted lleva orden de acompañarla.

El edecán partió en cumplimiento de lo que se le ordenaba; y una hora después regresaba al palacio del gobierno con la dama que había ido buscar.

El director delegado la recibió con extrema afabilidad; y pasados los cumplimientos de estilo y las galanterías de ceremonia que eran para él habituales por la esmerada educación que había recibido en el trato de la más distinguida sociedad, le dijo:

-Muy penoso es para mí, amiga mía, verme en la necesidad de tomar ciertas medidas precaucionales, que aunque de simple forma, van a ser sumamente desagradables para usted.

-¿Es posible, señor? -exclamó ella bastante sorprendida-. No comprendo que yo haya podido dar mérito a ninguna medida de precaución.

-Yo creo lo mismo; pero ¿qué quiere usted? Hay circunstancias políticas en situaciones agitadas y peligrosas en que un gobernante, por más convencido que esté de que no tiene razón, se ve obligado a dar satisfacción a sus amigos, que, no siempre se excusan de ser exigentes; y, si uno no acuerda algo a sus chismes y a la oficiosidad imperiosa de sus consejos, se ofenden, y levantan el grito acusando al que no los   —404→   complace de traidor, y de negligente cuando menos.

-Pero, señor director, cada vez estoy más confusa, por no decir más... contrariada, diré, de lo que Vuestra Excelencia me hace presumir, o temer. ¿Qué puedo yo tener de común con esos chismes, o consejos, que según Vuestra Excelencia se relacionan con mi persona?

-Si usted me lo pregunta, desde ahora le digo a usted que yo opino que usted no tiene nada de común con la agitación y las intrigas que se andan forjando contra mi persona...

-¡Y así es señor! Usted me hace justicia. Ni mi carácter, ni mi posición, ni mis simpatías, están ni estarán nunca con esos enemigos de Vuestra Excelencia y de su gobierno a quienes Vuestra Excelencia alude.

-Lo creo, lo creo. Pero no piensan así los que rodean e influyen en el círculo político que me apoya. Me informan de que en casa de usted se reúnen jóvenes imprudentes y exaltados que, sin tener presente las condiciones especiales en que se halla el país ni el inmenso servicio que le hacemos nosotros los argentinos, propalan ideas subversivas que pueden traernos grandes peligros, en un momento en que los ánimos debieran estar unidos y acordes, como en una familia de buenos hermanos.

-No puedo callar a Vuestra Excelencia que se suelen juntar en mi casa algunos caballeros,   —405→   como Pérez, Astorga, Cruz y otros que conversan francamente de sus opiniones y quejas; pero son reuniones fortuitas, inocentes, a las que asisten también muchos argentinos y ohiginistas que discuten en su sentido con amistad y estimación de los unos para con los otros, sin que allí se confabule, ni se forme propósito ninguno contra las autoridades públicas.

-¡Muy bien! Lo que yo deseo, pues, es que por unos días, por muy pocos días, y tomando cualquier pretexto, aleje usted las personas que ha nombrado; diciéndoles si usted quiere, que yo le he observado cariñosamente que conviene mucho suspender por el momento esas reuniones; y que usted me permita, por forma, y para no ofender a mis amigos, que coloque en casa de usted una especie de guardia, un sargento y dos soldados ¡nada más! Con esto se acallarán los temores de los que están alarmados por esas reuniones suponiéndoles el carácter de una conjuración contra el gobierno; y entre usted y yo quedará entendido que es un simple aparato, sin ninguna realidad.

-¡Señor director! ¡Debajo de la bondad y de la galantería con que Vuestra Excelencia me trata, hay una ofensa terrible para mí!... ¡Una guardia, señor, en mi casa!... Va a producir un grande escándalo en toda la ciudad; y sin ninguna justicia voy a quedar designada como enemiga peligrosa del gobierno, cuando puedo protestar   —406→   con mi conciencia que eso es hacerme la más terrible de las injurias que puede recibir una dama.

-Usted toma la cosa por un lado erróneo. ¿Quiere usted tener una condescendencia conmigo, que si fuera posible la pediría a sus pies... y casi estoy por hacerlo en este momento? -agregó el señor Quintana besando la mano de la dama con gracia exquisita-. Mire usted que me echo a sus pies aunque me sorprendan los edecanes, u otro curioso... ¡Digame usted que sí!... que va usted a condescender con mis deseos... no, con mis deseos no, sino con la necesidad indispensable de mi posición.

-¡Sí, señor, condescenderé! La amabilidad de Vuestra Excelencia es irresistible.

-¡Picarona!

-No, lo digo con toda sinceridad: ¡jamás he sido tratada con más benevolencia!

-¡Pues bien! Continúe usted con sus visitas, si gusta; pero permítame usted alojar en su casa un sargento de toda confianza con dos soldados, hoy mismo; irán disfrazados como gente vulgar, como sirvientes, para que no causen el escándalo que usted teme... ¿De acuerdo: no?

-Yo no puedo negarlo a quien, como Vuestra Excelencia, me lo impone con tanta bondad y cortesía.

-Pero guarde usted la más profunda reserva entre sus visitas... ¡que nada extrañen!

  —407→  

-Señor, alejaré mis visitas, porque pueden deslizarse en sus conversaciones sin saber que están vigilados.

-Le doy a usted mi palabra de honor que hombres no van como espías; que no repetirán a nadie, ni a mí mismo, lo que se converse o se haga en casa de usted... Van, se lo repito a usted en nombre de mi honra, de pura forma y sin ninguna prevención... de las que usted teme, al menos. Así, pues, no cambie usted nada en su modo de ser y de vivir. ¿Estamos de acuerdo?

-Sí, señor; ya que Vuestra Excelencia lo exige, me someto.

-Pero sin agraviarse conmigo, ¿eh?

-Con Vuestra Excelencia no; pero con otros tal vez que sí.

-Espere usted al tiempo para juzgar de la medida que me veo obligado a tomar. Los ha de perdonar y ha de ver que somos sus... adoradores de corazón -agregó el director conduciendo a la señora hasta la salida de su despacho.

A la tarde de ese día, un sargento y dos soldados disfrazados de sirvientes comunes, se alojaban en casa de madama M...

Pero ésta no estaba convencida de que semejante guardia, en forma tan extraña, no encubriera alguna celada con miras de política personal contra los descontentos con el delegado don Hilarión de la Quintana; y tomó por pretextos   —408→   una vez la jaqueca y otras veces el estado moribundo de Manuela, para alejar las visitas que de ordinario acostumbraban concurrir a su casa.



  —409→  

ArribaAbajo- XLV -

Al día siguiente de esta novedad, entró el coronel N... al despacho del señor Quintana.

-¿Qué andas haciendo? -le dijo éste.

-Vengo a ver a Vuestra Excelencia por un incidente que me ha sorprendido mucho. Madama M... me ha informado que le han puesto en su casa guardia de vigilancia como enemiga del gobierno.

-¿Y estarás tu dado al diablo de que no te hayamos encargado de esa guardia?

-Déjese Vuestra Excelencia de bromas: no son del caso ni yo las puedo admitir. ¿Es cierto o no es cierto?

-¡Qué diablos! Pues si ella misma te lo ha dicho, ¿cómo no ha de ser cierto? Pero no le hagas caso: son pamplinas de señoras.

-Es que tengo que hacerle caso: se trata de una amiga injustamente ofendida a quién estimo y respeto en sumo grado, y que me pide mi intervención en este asunto.

  —410→  

-Bueno; contéstale que me has visto y que pronto quedará satisfecha y agradecida.

-¿Quiere decir que Vuestra Excelencia va a retirar la guardia?

-¡Veremos!

-Pero ¿qué hay en esto, señor director? Porque, sabiéndolo yo, todo se allanaría y vería Vuestra Excelencia que le han engañado.

-No es caso para una cabeza de fuego como la tuya: lo echarías todo a perder.

-No entiendo. Esa orden...

-Esa orden, mi querido Marcelo, es una orden superior.

-¿De quién?

-¡De O'Higgins!... El mismo me la ha transmitido y yo la he cumplido... Pero te prometo reclamar contra ella, y mientras tanto la mantendré por pura forma. No te metas tú en nada y déjame el asunto a mi cuidado. Madama M... es demasiado altiva y quisquillosa. Yo mismo le he dicho cuanto era dable para tranquilizarla; y le he asegurado que esa vigilancia no era la vigilancia que ella supone, sino simple aparato, que no ha de durar ni le ha de inferir la más mínima ofensa.

-De todos modos, ella tiene razón para ofenderse, porque el señor O'Higgins y Vuestra Excelencia debían conocerla y saber que es más patriota que realista, y más argentina que chilena.

  —411→  

-Va, ya lo sabemos... y como tú andas en eso, lo será al fin.

-Quisiera que Vuestra Excelencia no me tocase ese punto... Esa señora merece la estimación que yo le tributo. Tiene un corazón franco y la firmeza de las almas abiertas que se justifican por la desgracia de su vida y por su propia dignidad.

-¡Ya, ya!... ¿Qué piensa del marido?

-¡No sé!

-Es claro; ¿lo nombra, lo recuerda?

-¡Será porque él no lo merece! Bien sabe Vuestra Excelencia que es un malvado, tan bruto como grosero.

-¡Pues ahí está el busilis, querido N...! Con ese hilo, sigue, sigue adelante: con él se ha de libertar a la nueva Ariadna; pero me temo que al fin hayas tú de enredarte, querido mío... Óyeme, y no olvides lo que te digo, porque has de saber que más sabe el diablo por viejo que por diablo.

-Me alegro de saber que Vuestra Excelencia sepa tanto, pues todavía no es bastante viejo, aunque sea bastante diablo, según dicen en las entradas y salidas del infierno.

-¿Estás enojado?

-No me cuadra la conversación.

-Mudémosla.

-Quisiera saber también por qué no se me da orden de marchar al sitio de Talcahuano.

  —412→  

-¡Ah, ah!... Te gustaría acercarte al coronel M... Dicen que ahí eres más necesario para la seguridad del Estado.

-Pero es que yo no soy comisario, sino soldado; y quisiera estar donde mis compañeros se baten contra el enemigo.

-Hijo, eso no depende de mí. Te mandaría para allá con el mayor gusto del mundo, porque te encuentro toda razón; ¡pero no convendrá!... Parece que don José tiene la resolución de mandarte a Mendoza a remontar los escuadrones para cuando abramos las nuevas campañas... Y no sé por qué, me parece también que quiere alejarte de Santiago para que Cleopatra no se apodere del ánimo y del corazón de Antonio... Este don José, como tú sabes, se mete en todo esto... y como en Salta...

-¡Basta!... Ya me lo han dicho... Qué cuide de lo suyo y que deje a los demás seguir su camino.

-¿A qué no se lo dices a él?... Tú lo conoces; y sabes que es amigo de hacer de padrino... y de papá reconciliador según la ley.

-¡Lo que es conmigo va mal! Mientras yo cumpla con mi deber en el cuartel, en la campaña y en la batalla, como él sabe que sé cumplirlo, no tiene que meterse en mis cosas.

-Entonces no extrañes, pues, que no te mande al sur con O'Higgins y que prefiera mandarte a Mendoza para desenredar el enredo fatal   —413→   en que te ve metido, pues para eso está en su derecho.

-En fin, señor director. ¿se retira o no la guardia de vigilancia?

-Ya te he dicho que no.

-¡Gracias!... ¡Quede Vuestra Excelencia con Dios!

-¡Señor coronel N...! -le dijo el delegado tomando el tono oficial del mando militar.

El coronel comprendió al instante su deber; y con la misma formalidad, se cuadró, y dijo:

-¿Puedo retirarme, Excelentísimo señor?

-¡Puede Vuestra Señoría retirarse!

Pero apenas se cerró la puerta, don Hilarión de la Quintana soltó la risa.

-¡Qué muchachos! ¡qué diablos! ¡y qué porvenir!... ¡que no haya yo nacido entre ellos!... La cosa me ha tocado ya un poco viejo; y no hay más remedio que maniobrar más arriba, cuando el alma rebosa de ganas de cosechar las flores de más abajo... -y siguió riéndose-. Don José -agregó- pierde su tiempo. Las Heras le dará gusto: es tranquilo, es reposado, y será buen padre de familia; pero éste, Martínez y los otros... jugarán toda su vida a la lotería del amor hasta que encuentren quién los amarre... Pues digo: la Pepita es muy capaz de apretar bien el cerrojo... ¡Este dice que yo no la conozco!... ¡Bah!... ¡Como si la estuviera leyendo en buen romance... y al muy tonto también!

  —414→  

Cambiando entonces de fisonomía, se acercó a una antesala.

-Obando -dijo-, ¿no ha venido el correo de Valparaíso?

-Sí, señor; aquí está la correspondencia.

El empleado la entregó y se retiró.

-Veamos -dijo Quintana cuando se quedó solo que nos dice Alvarado y tomó una de las cartas que el edecán le había puesto sobre la mesa.

-Por lo que me dice Alvarado, me parece que se le han quemado los libros a don Bernardo... Un teniente y dos soldados... nada más...

Era claro -agregó volviendo a leer- era claro: el bicho es demasiado bicho para que entrara en la trampa... «pueden ustedes estar seguros de que Morgado no va en la comitiva que ha bajado a tierra. He recibido al teniente y a los ordenanzas con los ojos vendados, teniendo a mi lado dos personas que conocen bien a Morgado. El parlamentario es realmente el teniente de dragones Amenino, del regimiento de Morgado; los ordenanzas son dos soldados rasos y nada más. Entre los tripulantes de la falda tampoco está Morgado, son cuatro por junto y los tengo detenidos. Dígame si los dejo pasar a Santiago a cumplir ante usted su comisión». -Creo que sí -dijo Quintana como si hablase consigo mismo...- tomando las precauciones necesarias... y que don Bernardo saque el provecho de ellos   —415→   que se propone sacar con sus artificios... Por ahora se ha chupado el dedo... lo han engañado... El bicho no es tan leso para meterse así no más en el garlito... Que venga el teniente: hablaré con él; y si trae pretensiones legítimas, dejaré que madama M... se entienda con él: que bien sé yo lo que dirá.

Mas como la situación del pueblo de Santiago se hallaba tan inquieta y tan descontenta con la presencia en el mando del argentino don Hilarión de la Quintana, se hizo indispensable que el general O'Higgins regresase inmediatamente a ocupar su puesto, no sólo para tranquilizar los ánimos, sino para imponer el respeto y el temor que inspiraba siempre la energía con que este rígido personaje sabía reprimir y castigar.



  —416→  

ArribaAbajo- XLVI -

Existía entonces en Santiago una vieja y cascada iglesia, consagrada con el nombre de San Agustín, situada en uno de los extremos más apartados y solitarios de la Cañada. Sólo tres sacerdotes y dos legos sirvientes vivían recogidos en ella, llevando hábito franciscano como si hubieran renegado del que correspondía a su orden. Los agustinos que habían edificado y consagrado esa iglesia y su convento, no habían podido consolidar el asiento de su secta en Santiago de Chile ni en la América española. Los obispos y las demás religiones conventuales, les tenían grande ojeriza, ya porque el género de estudios a que se consagraban olía a herejía, ya por la evidente superioridad de los estudios científicos que parecían ser de instituto fundamental en sus conventos. Los agustinos eran tildados en España y en las colonias americanas de practicar iniciaciones masónicas sobre   —417→   el orden físico del universo y sobre los principios morales del orden social. Se les tenía por socicianos; es decir, por adeptos a las doctrinas de Selio Sozzini, el famoso heresiarca del siglo XVI, que con una erudición teológica asombrosa había predicado y propagado la doctrina de que no había más Dios que el Padre Eterno -el creador y grande arquitecto del universo: causa y origen de todo lo creado e increado- y que Jesucristo no era hijo material del Padre nacido de mujer, sino espíritu venido al mundo en condiciones naturales, con misión profética para regenerar la humanidad y servir de modelo perfecto de la virtud. Y como el célebre Jansenio, jefe de una secta sociniana en Francia, había escrito doctrinas condenadas en un ruidoso libro titulado Augustinus, afirmose en el ánimo de los teólogos ortodoxos y del común de los creyentes el disfavor con que miraban a los agustinos, tachándolos de jansenistas, de socinianos, y quizá con mayor razón de masones. Los obispos de América y las demás religiones conventuales les habían cobrado una ojeriza intransigente; y este disfavor, extendido por rumores siniestros, se había hecho carne en las clases populares, y más que todo en las preocupaciones de la aristocracia colonial, celosa y fanática que formaba el espíritu reacio y reimbuido de aquellos tiempos. Allá por los años de 1804 a 1806, corrió la voz en Buenos Aires que uno   —418→   de estos agustinos expulsado de Chile había llegado oculto y que se había alojado en las piezas altas de una pobre casa sombría detrás del paredón de la Merced. Cien bobos, atraídos por la curiosidad de descubrir tras de los balconcillos, el pavoroso espectro del masón, pasaban el día abriendo la boca al frente de la casa. Los maestros y las maestras recomendaban a los chiquillos que no cruzasen por aquella cuadra, a fin de no quedar condenados con el ambiente infernal que allí se respiraba; hasta que un buen día, el presunto discípulo de Satanás tomó su vuelo, sin dejar rastro que haya alcanzado hasta nosotros.

De los tres agustinos transformados en franciscanos que habían quedado en la iglesia de San Agustín de Santiago de Chile, el principal y más anciano era hombre tranquilo y bondadoso, de nacimiento, italiano. Los otros dos eran españoles, realistas empecinados, que no se excusaban de mandar noticias al ejército español de Talcahuano siempre que la ocasión, se les presentaba. Los legos eran dos pobres chilenos que se habían cobijado al hábito sacerdotal para eximirse de servicios militares.



  —419→  

ArribaAbajo- XLVII -

Confiado en que los padres del convento le darían asilo mientras conseguía extraer de Santiago a su mujer al favor de la sociedad y del desamparo en que se hallaban aquellos caminos y tierras asolados por la guerra y por la emigración total de los vecindarios, el coronel realista Morgado se había separado del teniente Amenino al pisar en tierra en la caleta solitaria de San Antonio; y guiado de un experto por entre los rizos y las breñas que hacen de aquella costa un laberinto de picos y rajaduradas ya elevadas, ya profundas, pudo atravesar hasta los caminos practibles sin ser descubierto. Disfrazado de fraile colector, llevando a cuesta algunas aves y otras limosnas, el coronel realista pidió y obtuvo asilo en la cabaña de unos inquilinos (colonos) de la Hacienda de las Tablas; y al otro día continuó su camino hasta enderezar por la Cañada a la caída de la tarde, y tocar, entrada   —420→   ya la noche, en la puerta solitaria de la iglesia de San Agustín. Cuando el lego portero le abrió el postigo, el coronel Morgado se le acercó al oído y le dijo:

-Misterio y secreto; soy un hermano, vengo de Lima con un grave encargo: llame, hermano, al padre San Severo, con quien quiero confesarme.

El padre San Severo acudió en el acto. Oyó al peregrino: por un momento pareció trémulo y sorprendido.

-¡No vacile usted! -le dijo el coronel-. Usted sabe que si me pierde puedo yo también perderlo. He contado con eso, y no tiene usted más remedio que asilarme.

Abierta la portezuela con todo cuidado, el padre agustino condujo al coronel Morgado por un corredor sombrío; lo introdujo en un salón estropeado y obscuro que parecía haber estado abandonado por muchos años, y cerró la puerta, llevándose la llave en el bolsillo.

Pero el lego chileno que había sido el primero en abrir el postigo de la puerta principal, siguió de lejos al padre San Severo, y cuando éste regresaba después de haber dejado encerrado al misterioso huésped, se acercó a él, y bastante inquieto le dijo:

-Padre, el hombre tiene mala traza, aquella cabeza, aquellos ojos, no tienen nada de agustino que haya hablado con los libros que lee   —421→   Su Reverencia. En la puerta, al verme, me estiró la mano, y me hizo cosquillas en el puño24 como si yo fuese mujer y quisiera enamorarme.

-¿Y que así se enamora? -dijo el padre, sacando una desmedida caja de polvillo de tabaco, de la que ofreció una narigada al lego, atabacándose otra en su rojiza y gruesa nariz-. No te ocupes de lo que has visto: guarda completo silencio, que nada te va en ello.

-Yo pensaba que debía decírselo todo a nuestro superior fray Genaro Salvarríos.

-Eso no te corresponde a ti. El superior te castigaría por chismoso. En grandes secretos, eso me corresponde a mí; y cumpliré ahora mismo con mi deber de informar de todo al reverendo padre Genaro. Nada aventuramos procediendo con calma y con virtud evangélica. El reverendo padre Genaro oirá al viajero que ha tocado nuestra puerta. Si no corresponde al favor con que lo hemos recibido, lo pondremos puerta afuera; pero si es un desgraciado o emisario de algún prelado eclesiástico, como creo, haremos con él la obra de caridad que nos impone el ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Qué puede sucedernos? ¿que nos pongan en prisión? ¿que nos destierren?... Desterrados y presos andamos en este hondo y miserable valle de lágrimas.

  —422→  

Me parece que Vuestra Paternidad dice muy bien y muy lindo como sacerdote de Nuestro Señor Jesucristo... Pero un pobre lego como yo, que no tiene corona ni dice misa, estará quizás más expuesto a otra clase de castigos.

-¿Y por qué?... Tú guarda secreto. Llamaron a la puerta, y tu abriste el postigo. Te pidieron que me llamases y yo he ocurrido a ese llamado. Tú te retiraste; y nada más sabes. Todo, pues, vendría sobre mí... Guarda silencio: vete a dormir tranquila y nada temas, porque de nada te pueden culpar a ti.

Ofrecida y tomada otra narigada de polvillo, el padre San Severo tomó hacia lo interior del convento, dejando al lego bastante caviloso sobre las consecuencias del incidente.



  —423→  

ArribaAbajo- XLVIII -

A las siete de la mañana del día siguiente hallábase el supremo director don Bernardo O'Higgins sentado en su despacho; y como tenía vendado el brazo derecho a causa de la herida que había recibido, en Cancha-rayada, su secretario, el coronel don Ignacio Zenteno, sentado al otro lado de la mesa, le ayudaba, o mejor dicho, le suplía en la tarea de abrir y arreglar la abultada correspondencia y variadísimos papeles que ambos tenían por delante referentes a los gravísimos asuntos que se tramitaban en aquellos momentos, azarosos y definitivos, del mes de marzo de 1818. Bien se conocía el estado de agitación nerviosa y de inquietud moral que dominaba el ánimo del ilustre personaje. La fisonomía chata y redonda; el ojo abierto; la mirada agria y franca a la vez; el colorido rojizo y sanguíneo, las cejas gruesas; los párpados inmóviles y húmedos; el cabello   —424→   crespo, rubicundo y tostado; robusto y pesado el encaje, estaban revelando a cien leguas la sangre irlandesa que bullía a borbotones en sus venas. Y sin embargo, había en él todo un conjunto de fortaleza y de ánimo elevado que lo haría pasar por lo que en lengua francesa se dice un bel-homme.

Tomando el secretario un pliego, lo abrió diciendo:

-Es del general San Martín -y leyó enseguida:

«Cuartel general sobre el río Maipu. Amado compañero: Sin preámbulos, pues estoy abrumado de quehaceres reorganizando el ejército a toda prisa, le diré con franqueza que no me atrevo a ejecutar la operación que usted me indica. Si pasáramos al otro lado del río Maipu y marchásemos a encontrar al enemigo sobre San Fernando, no tendríamos cómo retirarnos a Santiago en caso de un contraste, ni cómo asegurarnos el camino de San Felipe para cubrir nuestra retirada a Mendoza protegiendo nuestro bagaje y la numerosa emigración que se apiñaría sobre nosotros. No desconozco, ciertamente, que con una marcha rápida y atrevida sobre San Fernando podríamos sorprender al enemigo e impedirle que se corra a Valparaíso a ponerse en comunicación con su escuadra y con Lima. Pero sería una operación muy aventurada, en el caso extremo y vidrioso en que nos encontramos.   —425→   No se olvide usted que nuestro ejército acaba de recibir un golpe tremendo, y que aunque es maravillosa la rapidez con que ha recuperado su brío y su energía, es prudente presumir que la moral y la confianza hayan quedado resentidas o disminuidas cuando menos. Conviene, pues, librar la batalla en las inmediaciones de la capital, y a una hora que nos permita contener al enemigo en caso de un contraste, y asegurarnos una o dos noches para ejecutar nuestra retirada por San Felipe de Aconcagua. A pesar de todo esto, mi opinión es que obtendremos un triunfo más o menos decisivo. Todo lo que observo, y lo que me dicen los jefes sobre un espíritu de la tropa es halagador; y creo que en el terreno en que pienso jugarla hemos de salir bien. La vanguardia del enemigo debe estar hoy sobre Quechereguas o San Fernando. Ellos nos creen abrumados y en plena retirada. Cuando nos vean bien a caballo sobre los dos caminos de Valparaíso y de la capital, han de pensar de otro modo. No descuide usted la recogida inmediata de cuantos caballos, mulas y bueyes le queden a su alcance en Santiago y San Felipe. Eso es vital para la persecución del enemigo, en caso que triunfemos, o para una firme retirada en caso que tengamos que ceder el terreno. Que Necochea esté pronto y bien montado para tomar con su regimiento la vanguardia en el momento mismo en que yo le llame; y vea usted cómo suplir su falta en la vigilancia   —426→   y en las patrullas que deben vigilar la capital y sus caminos. Mire usted que no es broma. En Santiago se conspira, se mantienen relaciones, avisos y correspondencia con el ejército enemigo, y tengo datos para sospechar que entran y salen emisarios y espías. Me dicen en un anónimo que el soldadote Morgado piensa pedirle a usted que le entregue a su señora en las avanzadas. Si valiera mi consejo, y sin meterme en cosas que no me van ni me vienen, yo le diría a usted que se la entregase. Cuando estuve en Salta, Olañeta me pidió la entrega de su señora: la Pepita Marquiegui, que según decían andaba también distraída con este mismo incorregible que figura en este nuevo enredo. Yo no me río ni hago chacota de estas cosas. En Buenos Aires hice de cura redentor en muchos casos que han pasado a ser casos de buena familia. Sólo el lancero Goyo Gómez Orcajo se me escapó por la misión que obtuvo de ir a Norte América a comprar buques de guerra. Verdad es que ese nene estaba mejor para andar como anda, que para padre de familia sedentario. Seré un retrógrado; pero soy purista en esto de costumbres privadas; y creo que en una época revolucionaria y guerrera como la presente los hombres públicos y los militares deben dar ejemplo de corrección»25.

  —427→  

Al terminar la lectura, O'Higgins y Zenteno reían.

-¿Y qué le contestamos? -preguntó Zenteno.

-Sobre el final del pliego, nada; en eso el general no admite bromas es su manía, y se indigna de que no se respeten sus consejos y sus amonestaciones. El adelanto social, la industria, el trabajo, el orden público y privado, todo depende, según él, de la moralidad de la familia en lo alto y en lo bajo de la sociedad. Sobre lo demás, contéstele usted que es tal nuestra confianza en sus resoluciones, que miramos como infalibles los buenos resultados de su plan; y que sólo por fervor de patriotismo y por las ansiedades del momento, se le sugirieron las ideas que él juzga poco aceptables; que se le avisara a Nuecochea; que se reúnen caballos, mulas y bueyes en todo el camino de San Felipe, y sobre todo al otro lado de Chacabuco, para tener fáciles los caminos de Uspallacta y de Putaendo. Que yo espero que en la nueva victoria no tendrá que extrañar la falta del fatuo, que anda pregonando en Buenos Aires, que él fue quien abrió en las Coimas el paso del ejército   —428→   libertador, y quien ganó la victoria de Chacabuco que nosotros dos teníamos perdida26.

Zenteno tomó los apuntes dictados por O'Higgins; tomó otro pliego, y al abrirlo hizo una repentina demostración de asombro y de sorpresa.

-¡Señor, esto es muy grave!... Morgado está en Santiago.

-¿En Santiago?... Por lo visto, el general estaba bien informado. El hombre es audaz y temerario, por lo visto... ¿Viene a reclamar su costilla, o es pretexto para cometer algún atentado?

-La comunicación es del jefe de las partidas sueltas de guazos, don Manuel Rodríguez, que recorren la campaña.

-Un tarambana -dijo O'Higgins.

-Avisa que se ha presentado un marinero arde Talcahuano que dice haber servido con Vuestra Excelencia y haberse quedado allí como botero; que allí, según cuenta, lo tomaron los godos, y que sabiendo que era muy baqueano de todas aquellas, costas, lo metieron en una lancha en una noche, en la que venía con otros un hombre con traje de sacerdote, a quien los demás le llamaban siempre coronel; que al día siguiente oyó a uno decirle coronel Morgado, y que entonces recordó un efectivo la fisonomía de este   —429→   jefe; que después de algunos días llegaron a una caleta, donde desembarcaron tres o cuatro; y que él, no queriendo volver a Talcahuano, y sabiendo que las partidas de patriotas andaban recorriendo la campaña, se esquivó de los demás marineros, y trató de tomar el rumbo de Valparaíso. Que asegura y jura que Morgado está en Santiago.

-¿Y por qué Rodríguez no ha remitido al hombre?

Zenteno tocó la campanilla y entró el edecán coronel don Modesto Sánchez, hombre dichero, y de trato íntimo con O'Higgins.

-¿Han traído un preso?

-Sí, señor; viene traído por uno que se llama oficial y dos guazos montoneros.

-¡Cómo se conoce que es usted argentino!

-¿Por qué?

-Por lo de montoneros: aquí no hay montoneros, sino partidarios y guerrilleros.

-Cualquiera diría que son iguales al verlos con los libes o voleadoras amarrados a la cintura, andrajosos y por el modo con que se cuelgan la lata.

-¿La lata?

-Sí pues, eso que ellos llaman espada y que es más bien una lata negra y sucia: Vuestra Excelencia debiera deshacer esa chusma y reclutarlos a la fuerza en un buen regimiento de caballería, y decirle a ese don Manuelito Rodríguez   —430→   que se deje de andar haciendo farsas de correrías por los cerros y venga a pelear en las líneas, donde se ganan las batallas y se puede perder la vida. Tenga cuidado, señor director, no sea que hoy o mañana aparezca don José Miguel alborotando todo eso, y tengamos aquí un huevo Artigas.

O'Higgins frunció el gesto con cierto aire siniestro; disimulándolo al momento, dijo:

-Después que derrotemos a los godos, que es lo urgente, se ha de remediar todo eso y algo más; que no es tan inmediato como usted lo teme.

-Así lo creo; pero ¿qué quiere, director? Me han hecho una impresión detestable esos... partidarios, que no creo que sean guerrilleros como nuestros salteños, sino faroleros que andan a salto y monte por libres de trabajo y temor del enemigo.

-Al grano, amigo don Modesto; ¿y el hombre?

-Como me pareció conveniente que no charlase, lo he enterrado con centinela de vista, e incomunicado, hasta que usted ordene.

-Hágalo usted entrar.

-¿Con los guazos... o los partidarios?

-Él solo primero: los otros después.

Puesto el hombre a su presencia, O'Higgins lo examinó con preguntas lacónicas, rápidas, incisivas y severas. El infeliz temblaba como un   —431→   azogado, y pasaba su vista con angustia de O'Higgins a Zenteno, y a Sánchez, como si quisiera invocarlos por testigos de lo que decía. Cuando daba algún detalle, O'Higgins le decía con tono brusco y repentino: «Sigue, sigue», y lo ponía en torturas para que no tuviese tiempo de pensar en lo que decía. Al fin resultó comprobado todo lo que había comunicado, el coronel Rodríguez.

-Dígale usted al oficial de guardia que ponga incomunicado a este hombre.

-¡Señor, por Dios!... Yo no soy culpable... he dicho, la verdad... Caí prisionero, en Talcahuano y me echaron a servir en las lanchas del puerto... La prueba de que siempre he sido patriota es que apenas nos arrimamos a la orilla, me aproveché de la obscuridad de la noche para huir y buscar a los nuestros.

-¿No has traído papeles?

-Ni uno, señor; pero ese que llamaban coronel traía un paquetito que parecía de cartas.

-¡Está bien!... Comandante, haga lo ordenado y vuelva.

El hombre, sumamente asustado, lloraba; y suplicaba que lo oyesen; el comandante lo tomó de un brazo, lo entregó al oficial de guardia y regresó. Inmediatamente se dieron órdenes para hacer venir dos o tres agentes de los más diestros que el supremo director ocupaba en casos graves de pesquisa. Se les recomendó   —432→   el mayor sigilo, se les dieron algunos datos sobre las casas que debían vigilar, sobre todo las de algunos miembros del ayuntamiento que O'Higgins tenía por enemigos suyos; y de otros de quienes sospechaba que por miedo del posible triunfo de los realistas, pudieran andar ya en manifestaciones propiciatorias o manejos de traición. Todo, pues, parecía confirmar los vagos ruidos que desde días anteriores corrían por la ciudad sobre la existencia de una doble conspiración; ya del partido carrereño para aprovechar la inquietud de los espíritus y recuperar su poder con la esperanza de levantar al país en masa en nombre de la dignidad nacional humillada por el dictador aborrecido, que con ningún otro apoyo contaba que el del general y el ejército argentino; ya del partido realista, reconvalecido con el deseo de encontrar en el restablecimiento del poder colonial la quietud, el orden, el respeto, la autoridad tutelar y la autonomía local que parecía enteramente perdida desde que el triunfo del ejército argentino en Chacabuco había improvisado, diremos así, un orden nuevo, sin más equilibrio que la fuerza, sin más sanción gubernativa que la del supremo director de Buenos Aires, la del general San Martín que la ejercía por delegación, y la dura presión de O'Higgins, enfeudado bajo esas dos influencias soberanas. Grande falta había sido por cierto la del general San Martín en haber   —433→   creado y empedernido al otro lado de los Andes esta intrincada y difícil situación. Debió haberla evitado, después de haber libertado a Chile, volviendo con el ejército a la obediencia del gobierno argentino, que reclamaba ese ejército, exclusivamente suyo, como necesario a su propia seguridad, y a la conservación del orden interior. Si Chile quería conservar la independencia que se le había devuelto, que se armase en masa, que la defendiese por sí propio y con sus propios recursos, en caso de ser otra vez amenazado. Si O'Higgins creía tener autoridad moral y fuerte partido, que se defendiese de sus rivales con lo suyo y con los suyos. El general San Martín debió haber obedecido a su gobierno: no incurrir en una negativa que no sólo era un terrible ejemplo, sino que podía ser causa, como lo fue, del desquicio general a este lado de la Cordillera, y de la catástrofe en que sucumbió todo nuestro organismo nacional, bajo la presión de la barbarie litoral sobre un gobierno que había quedado indefenso. No debió abandonar, al acaso de lo imprevisto y del desorden social, la suerte del país y del gobierno de quien dependía, con cuya bandera y con cuyos soldados había triunfado y cumplido con gloria inmarcesible la difícil empresa que se le había confiado. Fiel a su mandato, no debió haber caído en la tentación de hacerse, él también, independiente, personalizando en su persona   —434→   y en su arbitrio la empresa de libertar a la América del Sur sin bandera y sin mandato. Si hubiera regresado a las provincias argentinas a reorganizar el ejército, a robustecer el gobierno y marchar sobre Lima por el Alto Perú, aprovechando aquella ocasión única que la suerte le ofrecía en momentos en que los alzamientos germinaban por toda la sierra peruana desde el Cuzco a Cochabamba, y en que Güemes lo esperaba con una vanguardia de cuatro mil salteños vencedores de las tropas realistas, no sólo habría consumado con una marcha triunfal la grandeza y la gloria de la República Argentina, sino que también hubiera defendido eficazmente a Chile amenazando y coartando por la retaguardia las operaciones y tentativas que el virrey del Perú pudiera haber hecho por las costas del Pacífico.

De todos modos, dada la vidriosa situación en que se hallaba Chile después de Cancharayada, es claro que había muy serios motivos para tener sobresaltados los ánimos de los gobernantes. Sospechas y vivas desconfianzas hacían ver sombras enemigas, fantasmas y asechanzas alrededor de los sillones, de aquellos precisamente que más adulones y solícitos se mostraban en halagar a los que los ocupaban.

La entrada misteriosa del coronel Morgado, que con el pretexto de recabar la evasión o el rapto de su dama parecía tener también la   —435→   intención de tomar la dirección de los reaccionarios y de encabezar un golpe de mano contra la causa de la independencia, puso el colmo, como era natural, a la indignación iracunda de O'Higgins. Desde luego, los espías y delatores más aviesos y finos se pusieron en campaña; y para que los iniciados no se pusieran alerta, le ordenó que ninguno de los pesquisantes se acercase a la casa del gobierno; que no le viese el entrar y salir que en estos casos despiertan la atención, y que sólo dos personas de lal más cubiertas y difíciles de ser notadas tomaran a su cargo las urgentes averiguaciones que el caso imponía.



  —436→  

ArribaAbajo- XLIX -

En aquel tiempo prevalecía en Santiago una costumbre que ha durado hasta mucho tiempo después conservando su fisonomía esencialmente colonial, pintoresca, bulliciosa, alegre, confusa, movediza y plebeya en sumo grado. La plaza principal, el centro del municipio, se convertía todos los sábados desde las últimas horas de la tarde, en una feria curiosísima, sin fin premeditado, omni vendibili. La mercancía principal se componía de una doble fila de canastos de paja llenos de zapatos ordenadamente acomodados por dimensiones y formas. Para comprender la grande importancia de esta vendeja, es menester saber que ya fuera por la naturaleza del piso, o por otras causas imperiosas, el pueblo chileno, hombres y mujeres, anduvo siempre calzado, aunque de cargazón y de ordinario cordobán, por supuesto; pues ni zapaterías ni hormas francesas había en aquel   —437→   tiempo en ciudad alguna de la América del Sur. La duración del mencionado calzado chileno hecho a puntada larga por las mujeres del pueblo, en cuero de cabra o en badana teñida con hollín y grasa, ofrecía tan poca resistencia al suelo pedregoso y áspero en que se asienta aquella capital, que literalmente puede decirse que a fin de semana cada zapato de niño, de roto o rota y aun de personas de condiciones intermedias, presentaba mil agujeros, por donde asomaban los dedos como cabezas de viscachas El consiguiente consumo de calzado hechizo que se vendía en la feria de los sábados era, pues, enorme; y como el domingo era día de ir a misa con la posible decencia, en los pies al menos, la afluencia del gentío era tanta y tan variada en la feria del sábado, que podía uno muy bien creer que los cuarenta mil habitantes de la capital vagaban por allí en bullicioso y revuelto conjunto. Atraídos por la concurrencia, los rateros de pañuelos y bolsillos acudían, por supuesto, a ver lo que podían pilchar, entonando a gritos:

-¡Vendo una docena de broches, una pantalla (de papel o de pajitas), dos varas de cordón blanco o colorado, un pañuelo de hierbas o de seda, una llave perdida, un manojo de llaves encontradas en las calles, una cerradura fina, un cepillo, veinte plumas de ganso, una sartén, un platito con posillo!

  —438→  

-¡Oiga caballero; oiga, señorita: aquí están los finos zapatos de raso y de dos puntadas que le pintarán el pie para mañana en la misa mayor!

Y de cada canasto y de cada boca salían, gritos llamativos a la compra y a la oferta de un millón de baratijas imposibles de enumerar.

Instalábanse también mesas donde se ofrecía la rica chicha de miraflores, mistelas (licores azúcarados) de mil frutas, y sobre todo los famosos picarones, que así llamaban a una especie de buñuelos calientes que brillaban y saltaban al freírse en la grasa chirriante de la sartén. Abundaban, por supuesto, los gandules, llamados allí rotos, y que, dicho sea en verdad, nada tenían de rotosos; en invierno y verano vestían calzas blancas y limpias de calicot, camisa de lo mismo, sombrero puntiagudo de copa y una especie de esclavina, que llamaban poncho, de color almendrado y rayas azules en general. Todos a una voz vociferaban a plena garganta pregonando su mercancía por dentro de la callejuela que con veinte o treinta metros a lo ancho formaban las dos filas de canastos, alumbradas por el farol con que cada uno ponía su vendeja a la vista de los marchantes.

La escena era, por cierto, animadísima y divertida. Señoras y niñas de familia acudían también a surtirse o a pasear por el ámbito bullicioso. Quien durante la semana había perdido algo   —439→   vendible que no fuese robo mayor, ya un florero, u otra cosa de común servicio, podía cruzar aquel movedizo panorama poniendo su oído hasta encontrar de seguro quien lo anduviera pregonando como hallado en alguna calle, y por muy poco lo recuperaba. La concurrencia de señoras y de señoritas atraía, por consiguiente, la de galanes y pretendientes de todas clases de siete a diez de la noche en cada sábado, pues en otro cualquier día era prohibida la feria27.

A la singularidad de aquellas costumbres hay que agregar otra circunstancia no menos incitativa y novedosa: y es que la hora inicial de la feria coincidía con la hora de las novenas y rezos de iglesia, cuya asistencia en aquel tiempo era un hábito imperante tenido por deber religioso, y a la vez una distracción, una moda, que allí, como en todas partes, solía ser gaje y libertad por algunas horas, a causa del traje conque envolvían y disfrazaban sus formas y su fisonomía las devotas. A las iglesias de Chile nadie asistía antes, y quizás ahora tampoco, con la cabeza descubierta o con gorra. El rito aceptado imponía a toda señora o señorita la forma modesta y humilde del mantón, con el vestido talar forzosamente negro y de seda. El mantón   —440→   era, como su nombre lo dice, un paralelogramo o cuadrilongo de sarga malaguesa que medía vara y media de ancho por tres de largo. Por uno de sus costados se cubría la cabeza hasta la raíz de la nariz, dejando que el otro flotase por la espalda cubriendo por entero las formas del cuerpo. El traje, no puede dudarse, era esencialmente modesto, recogido y religioso. La mujer se presentaba en el templo disimulando todos sus atractivos y su belleza, moralmente envuelta en el sentimiento místico y religioso que la impulsaba; y bajo este aspecto, traje y estímulos eran cosa muy diversa de la saya y manto de Lima, en que precisamente se daba relieve a todo lo que no era visible, y se ocultaba únicamente la cara. Sin embargo, modesto, respetuoso y humilde, el manto y la túnica plegada del traje usado en los rezos religiosos, tenía el inconveniente de que fuera menester llevarlo por las calles al ir o al salir de los rezos de las primeras horas de la noche, y de que fuese un disfraz que para hacer completamente desconocida a la devota, aun de sus más intimas relaciones, nada más tuviera ella que hacer que tomarse un pliegue del manto sobre la nariz dejando alerta y vivaz uno de sus ojos: Honny soit qui mal y pense; pues estoy hablando de lo que pasaba ahora ochenta años, cuando el ejército argentino de los Andes campaba en Chile.

Las de largo manto, según hemos oído a los   —441→   que entonces actuaban, concurrían también a proveerse en la vendeja de los sábados; y aunque la parte intachable se bajaba el manto a los hombros para mercar, muchas otras no lo hacían, conservando su derecho a no ser conocidas ni seguidas.

Una de estas últimas se acercó a un personaje muy conocido en Santiago que paseaba tranquilo, al parecer, por la parte exterior y poco alumbrada de la feria; pero que al descuido observaba, y parecía estar en correspondencia de signos misteriosos con otros de más baja clase que andaban por lo interior del ámbito alumbrado. Aunque muy conocido, era hombre de mala fama; se le conocía por jugador, y se le reprochaban actos de bajeza y de fraude que al fin lo habían obligado a cobijarse como delator bajo la mano de O'Higgins para continuar a mansalva su vida incorrecta. La mujer que se le acercaba, bien cubierta con su manto tomado sobre la nariz, lo detuvo por el brazo.

-Ya sé en lo que andas -le dijo.

Él la detuvo por el manto, y ella, sin desasirse, volvió a decirle:

-No causes alboroto, porque echarías a perder lo que buscas. Tú no me conoces; toma ese papel, leedlo, llévaselo al supremo director; dile que te lo ha dado La Loca de la Guardia; y como él me conoce y sabe que he sanado, verás como recibe ese aviso con toda confianza. Déjame ir;   —442→   tengo que asistir a mi desgraciada hermana que está moribunda en donde doña Pepita Morgado.

Nuestro hombre, sin soltar el manto de la mujer, se acercó a un farol de la vendeja y leyó:

«Mañana en la misa de las diez se rezará un sacro rosario en la iglesia de San Agustín, lo que se avisa a los devotos por esquela por estar prohibida la llamada por campana. Ten presente que es entendido entre ellos que las horas indicadas como horas del día son horas de la noche. No se precipiten. Adiós.»

-Nuestro hombre siguió fingiendo su paseo tranquilo, como si aquello no hubiese sido sino una intriga personal de las que son comunes entre hombres y mujeres; pero cambiando de rumbo a poco andar, se dirigió al próximo palacio de gobierno, donde no cesaba la febril actividad de los agentes de pesquisa. En cuanto el supremo director se impuso de lo que ocurría, ordenó que todas las pesquisas de la ciudad cesaran; que se hiciera correr que todo había sido alarmas falsas y temores imaginarios; y que el gobierno estaba tan tranquilo y seguro del orden interior, que el coronel Necochea y los dos escuadrones de granaderos que vigilaban la ciudad iban a marchar al día siguiente a tomar la vanguardia del ejército en campaña. La única vigilancia ostensible quedó reducida a la que se hacía militarmente en los caminos exteriores, que nada ofrecía que pudiera extrañarse   —443→   dada la marcha que el ejército realista hacía con rumbo a la capital. Con bastante sagacidad se hizo circular esta desaparición de alarmas e indagaciones para descuidar a los supuestos conspiradores, cuyo lugar de reunión, ya conocido, aseguraba todas las probabilidades de dar un buen golpe.

Para darlo con acierto, llamó O'Higgins al comandante don modesto Sánchez.

-Modesto -le dijo-, quiero hacer las cosas sin que Necochea sepa mis miras; ¿qué oficial tienes en tu escuadrón, bastante audaz y resuelto a dar un golpe que debe terminarse inmediatamente con la ejecución de los culpables, tomando un pretexto cualquiera?

El comandante Sánchez pensó un momento, y contestó:

-El fraile Aldao es a propósito para eso... Pero puede excederse, porque tiene la costumbre de embriagarse.

-¿Pierde el sentido y la decisión?

-Al contrario, se vuelve más maligno y más cruel.

-Pues así es mejor, porque en todo caso, de hacer algo que sea de más, le echaremos la culpa a la embriaguez.

-Siendo así, ninguno mejor que él. ¿Qué quiere usted que le ordenemos?

-Por ahora nada, sino que lo tengas a mi disposición; mañana a la hora oportuna lo llamaremos,   —444→   y le daré las órdenes precisas que debe ejecutar.

El día pasó en una aparente tranquilidad. Corrió por todas partes la voz de que habían sido falsas las noticias de conspiraciones y entradas a la ciudad de realistas disfrazados. Pero apenas anocheció, O'Higgins hizo venir a su presencia al capitán de caballería don Félix Aldao, conocido en todo el ejército por el Fraile Aldao, que habiendo abandonado los hábitos de sacerdote que vestía, se había convertido en un oficial bravo y arrojado, pero feroz y sanguinario por apetito incorregible.

-Señor capitán -le dijo el supremo director-, póngase usted a mi disposición con seis hombres y un teniente de su entera confianza; a las diez y media en punto de esta misma noche, acérquese usted cautelosamente a la portería lateral de la iglesia de San Agustín. Oculte su gente a los lados de la pared, llame muy despacio, y cuando le abran a reconocerlo, asalte usted la puerta y apodérese de todos los que encuentre en la casa. No se cuide usted de las calles adyacentes, porque a esa misma hora estarán vigiladas y nadie podrá escurrirse por ellas. Haga usted que se descubra un coronel realista que usted encontrará allí dentro. Así que lo tome, sáquelo usted a la calle y páselo por las armas diciendo que corría a escaparse; solamente en caso extremo podrá usted hacerlo con los otros, pero   —445→   cuidado con excederse ¡eh!... ¡cuidado! Enseguida dé usted parte de todo. ¿Ha oído usted bien?

-Perfectamente.

El supremo director le repitió la orden acentuando bien cada detalle y cada palabra.

-¿Y la orden por escrito, Excelentísimo Señor?

-La única es ésta, no contiene nada más que el de aprestar la partida y tenerla a mi disposición guardando secreto. Lo demás no hay que ordenarlo: basta que usted dé parte de que lo ejecutado ha sido por tentativa de evasión. Para eso no necesita orden escrita alguna ningún militar que sepa cumplir con su deber en casos semejantes; y usted, que es hombre de acción y de resolución, menos que nadie. Lo que repito es que no precipite la hora, porque podría malograrse todo dando el golpe en falso antes que los delincuentes estén reunidos dentro de la trampa. ¿Ha oído usted?

-Perfectamente.

-Muy bien; puede usted retirarse.

La fisonomía del fraile parecía iluminada por dentro con la excitación de un placer febril: sus ojos revelaban fuego, con aquella animación extraña del hombre que recibe el encargo de actuar en un trágico suceso. Hizo el saludo militar y se retiró.



  —446→  

ArribaAbajo- L -

Eran las nueve de la noche. Un militar alto, delgado, elegante, embozado en una capa de vuelta entera, se acercaba a las puertas de la iglesia de San Agustín seguido de un subalterno y de seis soldados. Al tomar pie en la portería, tocó dos golpes lentos y casi sordos que denotaban una seña convenida. Al momento un lego abrió la ventanilla, el oficial se dio a conocer bajando el embozo de la capa, y el lego le abrió el postigo dándole entrada.

-¿Ha llegado alguno? -preguntó.

-Nadie.

-Me alegro. Cabo -agregó-, quede usted en la puerta del lado de la calle: si alguno viene a entrar, dígale usted que no se puede, que pase de largo y se retire; lo mismo le dirá usted a cualquiera que transite por la vereda.

-¿Y si resisten, mi coronel?

-No tenga usted cuidado: repita la orden,   —447→   que ellos o él se apresurarán a cumplirla deprisa; nada de violencia ni de arresto; ahí le queda a usted un soldado.

Dirigiéndose a la tropa:

-Sargento, entre usted con cinco hombres y siga mis pasos.

Todo esto se hacía en voz baja y con el mayor sigilo.

Dirigiéndose al lego:

-Llévanos, sacristán, a la pieza que ocupa el desconocido.

-Señor, hay que pasar por la que ocupa el padre San Severo.

-Bueno: a la de éste entonces; ¿dónde queda la puerta del desconocido?

-Inmediata a la del padre.

Adelantándose seguido de los cuatro soldados y del teniente Ravelo, el grupo marchó por el claustro, silencioso y sin hacer ruido hasta la celda del padre San Severo. El coronel empujó los batientes de la puerta del agustino, y mientras el padre se incorporaba conturbado, el bizarro coronel, con un ademán imperioso, le imponía silencio, fijándose el dedo índice sobre los labios, y le exigía la llave de la puerta donde estaba Morgado. Aterrado y trémulo, el infeliz sacerdote se la entregó, el oficial abrió la puerta y se introdujo de improviso en la pieza seguido de su escolta. El coronel realista corrió al   —448→   momento a una mesa donde tenía, cargadas y prontas, un par de pistolas.

Una sonrisa tranquila y halagüeña asomó al rostro del oficial argentino; y sin cambiar de ademán, le dijo:

-Señor Morgado, ¿de qué pueden servirle a usted esas armas? Somos seis hombres, y entre nosotros no hay ningún asesino. Serénese usted, que es lo que le conviene.

Morgado volvió en sí.

-Estoy, entonces, traicionado -dijo-; y antes de rendirme lo mataré a usted y me mataré enseguida.

-Pero reflexione usted que probablemente no dará en el blanco, y para lo que es suicidarse, tiene usted tiempo. Oígame usted antes: dentro de una hora vendrá un oficial mandado por el gobierno y acompañado de un número suficiente de soldados a tomarlo a usted aquí mismo y fusilarlo en la calle contra las paredes de la iglesia. Por motivos que yo sólo tengo, he querido salvar de una hecatombe a los infelices sacerdotes de esta iglesia, y a usted mismo, cuya imprudencia temeraria los ha expuesto a ser víctimas. Vista usted ese traje de granadero que el sargento trae exprofeso para usted; hágalo usted pronto, que no hay tiempo que perder; en la puerta tiene un buen caballo, y déjese usted conducir por este señor oficial, que tiene orden de sacarlo a usted de la ciudad y deponerlo en   —449→   el camino donde ha de encontrar usted a los suyos.

-¿No es una nueva celada que se me tiende? ¿Su nombre?

-Usted comprende que siendo oficial argentino no me es permitido revelarle a usted mi nombre en un incidente como este. -Y volviéndose al teniente que lo acompañaba, le dijo-: Haga usted venir al padre principal, y ordénele usted que no pronuncie mi nombre en presencia del señor Morgado.

Traído el padre Genaro, el oficial argentino se dirigió a él:

-Diga usted -le ordenó, sin pronunciar mi nombre, si Vuestra Paternidad me conoce.

-Sí, señor; conozco a Vuestra Señoría.

-¿Se puede tener confianza en lo que yo prometo?

-Absoluta, señor.

-Retírese Vuestra Paternidad.

El coronel Morgado, con la vista baja, parecía reflexionar. Pero en un momento de resolución, se desabrochó el saco religioso que lo disfrazaba, se calzó el uniforme y el morrión de granaderos a caballo, y dijo:

-Señor oficial, estoy pronto.

-Teniente Ravelo, incorpore usted al señor Morgado en el piquete. Con la orden y el pase de comisión reservada que usted lleva, condúzcalo por los callejones de abajo hacia el sur; y   —450→   como usted, señor Morgado, conoce el país, trate usted de salir a espaldas de la Hacienda de Espejo, en cuyas inmediaciones ha de encontrar usted a los suyos. El señor teniente Ravelo lleva orden de decirle mi nombre, con otras cosas, al dejarlo a usted en los parajes que se le han señalado.

El coronel Morgado salió del convento en su nuevo traje, montó a caballo, se incorporó en el piquete del teniente Ravelo, y el grupo siguió los rumbos señalados.

-Ahora, padre Genaro, es menester que yo los lleve a todos ustedes, sacerdotes y legos, a mi cuartel.

-Señor coronel, estamos resignados; y aunque no tenemos la menor culpa, sabemos que las apariencias nos condenan, y que somos víctimas de las obras ajenas.

-No se trata de eso: usted comprenderá que, salvado el principal enemigo, sería injusticia que el golpe de muerte cayera sobre ustedes. Dentro de pocos momentos, será asaltado el convento, y la evasión de Morgado será un motivo justo, en apariencia, para que ustedes sean ejecutados sin piedad. No hay más medio de salvarse que el que ustedes me sigan al cuartel, dándome tiempo a explicar mis actos y declarar que la evasión es obra mía y no de ustedes. Partamos todos; dejen ustedes abiertas todas las puertas del convento y de la iglesia.

  —451→  

Inmediatamente todos desalojaron el lugar y se abrigaron en el cuartel de granaderos a caballo.

Para cerrar el cuadro, agregaremos que a las tres de la madrugada, el teniente Ravelo le dijo al coronel Morgado:

-Tengo orden de dejarlo a usted un esta encrucijada.

-Oiga usted, señor teniente: yo soy coronel, y tengo Vuestra Señoría.

-En su campo será eso, o cuando usted esté desempeñando en el nuestro alguna comisión de honor. Ninguno de esos casos reza conmigo. Mis órdenes me mandan decirle a usted que debe su salvación y su vida al coronel don Mariano Necochea.

-¡Vive el infierno, c...! -exclamó Morgado.

Ravelo se sonrió con aire burlón.

-Y además -agregó, tengo que decirle a usted que tan lejos de que este servicio le imponga a usted la menor gratitud, el coronel le hace presente que su proceder ha sido un proceder de honra que usted comprenderá, y que como de su parte queda viva la mortal enemistad que le profesa, queda también a sus órdenes en los demás asuntos que les son comunes. Adiós. Gracias que puedo darle la espalda con la esperanza de que pronto nos encontraremos de frente -agregó Ravelo.

  —452→  

-En Cancha-rayada ya lo estuvimos.

-Esas zapalladas no se repiten. Granaderos, conversión a la derecha; trote largo... ¡Hasta la vista, coronel!



  —453→  

ArribaAbajo- LI -

No necesita decirse a qué grado llegó la irritación del director O'Higgins cuando el capitán Aldao se presentó a darle cuenta de lo que le había pasado. A la hora señalada, se había acercado al convento de San Agustín; encontró las puertas abiertas, penetró por todo el interior sin encontrar alma viviente. El primer desahogo del director cayó sobre el fraile Aldao: lo trató de bruto y de borracho, diciéndole que por culpa suya habría de haber sido el fracaso del golpe que se le había encargado. Comenzaron, por supuesto, las diligencias para averiguar tan extraña e inconcebible evasión, y se tardó muy poco en averiguar que había sido obra del coronel Necochea, en cuyo cuartel estaban recogidos los agustinos, sin que se supiera el paradero de Morgado. La sorpresa y el enojo del director llegó a su colmo. Inmediatamente resolvió arrestar y sumariar al coronel Necochea. El secretario de   —454→   la gobernación, coronel Zenteno, meditaba silencioso inclinado el rostro sobre la mesa, y golpeando acompasadamente la tabla con una regla que tenía a la mano, mientras O'Higgins se paseaba nervioso y agitado alrededor de la pieza. Antes de escribir la orden de procesar al coronel Necochea, Zenteno se detuvo como si no se animase a escribir una orden tan aventurada.

-No titubee -le dijo O'Higgins continuando en ir y venir a trancos-; que sea quien sea, merece un castigo ejemplar: yo soy aquí el soberano y he de hacer valer mi autoridad. San Martín ha de pensar como yo.

-Mi señor don Bernardo... dos palabras. Dentro de unos días vamos a tener que dar una batalla después de un desquicio y dispersión tremenda como el que sufrió nuestro ejército hace catorce días. ¿No cree usted que el arresto y el proceso de un jefe como el coronel Necochea, mirado por todo el ejército como el adalid número uno de la caballería, que manda además el cuerpo de caballería que constituye la base más sólida de nuestra línea, cuyo patriotismo no puede sospecharse, acusado ahora, en estos días críticos, como traidor, depuesto y arrestado; no cree usted, digo, que es resolver desde ya nuestra disolución y nuestra derrota?... ¿Por qué no empieza usted por llamar inmediatamente al señor Guido, y por conferenciar con él, hasta ver cuál será el proceder más prudente y más propio de las circunstancias?

  —455→  

O'Higgins no contestó: pasaron dos minutos... llamó a un edecán y le dio orden de ir en busca del señor Guido por asunto urgentísimo... Eran las siete de la mañana... La noche había sido borrascosa. Apercibido de que había alguna grande novedad, el señor Guido entró deprisa, con el franco andar de un hombre acostumbrado a entender en las intimidades del gobierno; y al imponerse del objeto de la llamada, estiró los labios cerrados hacia la nariz, abriendo los ojos con un aire teatral más que asombrado, como si se diese grande cuenta del enorme incidente. Cualquiera que lo hubiese observado bien habría podido sospechar que aquel aire de sorpresa exterior tenía algo de maliciosa sonrisa que traviesaba por dentro; travieso él también en sus buenas horas de solaz, comprendió a las mil maravillas las consecuencias fatales que engendran las travesuras de los demás; y de ahí que el general San Martín le escribiese por lo llano: «mi lancero». Meditó con aire reflexivo.

-Me parece, señor don Bernardo -dijo-, que en este caso no conviene poner al coronel Necochea en presencia de usted. Sería de temer un choque funesto, porque usted, con evidentísima razón, está indignado contra nuestro amigo el coronel, que al fin y al cabo ha cometido un desacato, que si no fuera él sería un crimen claro de alta traición.

-¡Y lo es, señor!... ¡Eso no tiene atenuaciones!

  —456→  

-Pero yo, señor don Bernardo, veo en el fondo del hecho un no sé qué de generoso y de hidalgo que no sienta mal en un oficial argentino, y mucho menos en un bravo soldado que es modelo de gallardía y de gentileza en nuestro ejército. Es claro que solamente razones de elevadísima honra militar y personal lo han empujado a cometer este acto, que de cualquier modo que se tome es un crimen... aunque visto de otro modo no ha de tener fatales consecuencias, porque al fin y al cabo, la evasión de un Morgado no ha de influir para nada en la buena o en la mala suerte que nos espera uno de estos días.

Viendo el señor Guido que parecía que sus palabras modificaban un poco la iracunda exaltación de O'Higgins, agregó:

-Mi opinión sería que en vez de llamar al coronel Necochea a la presencia de usted, se mandara al coronel Zenteno a pedirle explicaciones sobre su conducta e intimarle aquellas diligencias prudentes que usted quiera tomar sobre él.

-A mí me parece muy bien el consejo del señor Guido, pero preferiría que el señor director se valiera del señor Guido mismo, excusándome a mí de esa diligencia.

-No tengo inconveniente, mi amigo don Ignacio; si el señor don Bernardo quiere, iré.

O'Higgins siguió paseándose. De cuando en   —457→   cuando se comprimía el brazo herido como si lo afectase un dolor agudo. Todos callaban. Aunque disimulada con una seriedad convencional, notábase en el semblante de Guido aquella movilidad espiritual y picaresca que hacía tan vivaz su fisonomía, y que en aquel momento parecía una máscara obsecuente mas bien que un sentimiento sincero, o serio, de la gravedad con que O'Higgins miraba el caso. Este dio al fin su consentimiento; y Guido se marchó a verse con Necochea, evidentemente inclinado a concertar una solución fácil, solución de manga ancha, en una palabra, para salir del aprieto, que era lo que en el momento le parecía más conveniente y racional.

A su regreso volvió como desconcertado.

-Al llegar al cuartel -dijo-, me he encontrado con toda la tropa formada y teniendo por la rienda los caballos. En la puerta de la comandancia, Necochea y sus ayudantes estaban prontos a montar. «¿Qué es esto, coronel?» le dije. «Esto, mi amigo, es que acabo de recibir orden terminante de incorporarme al ejército sin pérdida de minutos»; y me estiró un pliego en que se le ordenaba eso, con otro para mí y otro para Vuestra Excelencia, traídos por el mismo ayudante del general, Mariano Escalada. Es probable que a usted le diga lo mismo que a mí. Ayer se han sentido las partidas avanzadas del enemigo haciendo reconocimientos por las inmediaciones   —458→   de la Hacienda de Espejo; y las avanzadas de Pepe Melián han tenido ya algunas guerrillas y escaramuzas con ellas. Vienen otros dos pliegos extensos en que el general entra en detalles de un género reservado, de los que hablaremos más tarde, pues se refieren a lo interior, al cuidado de la ciudad y a la vigilancia policial...

-¡Bonita la ha hecho el señor coronel Necochea!... ¡Cuando ahora podíamos tener todo bajo nuestra mano!... Conteste usted, Zenteno, dándole cuenta cabal al general de la conducta del coronel, y...

-Me parece -dijo el coronel Zenteno- que un poco de calma y mucha premeditación es lo principal en estos momentos. Por el lado del coronel Necochea no hay ya peligro, pues Vuestra Excelencia mismo, a pesar de su justa indignación, no puede llevar su enojo hasta desconocer su patriotismo... Eso no se puede ni pensar, ni suponer... Por otra parte, si Vuestra Excelencia lleva esta terrible queja hasta el cuartel general, el general San Martín va a tener un terrible disgusto que puede perturbar sus resoluciones y causar graves trastornos en el ejército, en momentos de tener que librar una batalla que va a decidir de la suerte de la América del Sur.

-Eso no temo yo -dijo Guido-; don José28   —459→   es demasiado cuerdo y fuerte de ánimo para aventurar nada por exaltación o por enojo... pero no por eso dejaría de causarle un profundo dolor la noticia de este incidente fatal sin tener tiempo de ir al fondo de las averiguaciones y confidencias con el coronel Necochea. Yo también creo que debe dejarse este asunto para después de la batalla. Es probable, es seguro, que Necochea hará tales cosas en ella que merezcan nuestros elogios, y que nadie se acordará después de la calaverada de anoche... Acabo de cambiar algunas breves palabras con él. Se vindica de lo que ha hecho, y de lo que, según él, repetiría una y cien veces, diciendo: «Que su nombre habría quedado manchado con una horrible calumnia si, sabiendo lo que pasaba, y la matanza que iba a tener lugar en la iglesia de San Agustín, no hubiera ocurrido a salvar a los que iban a caer víctimas de una celada bajo el brazo sanguinario del capitán Aldao: que hecho eso, su nombre y el de una dama a quien estima en mucho habrían pasado por ser los principales asesinos y explotadores de una venganza baja; que en su carrera siempre ha pasado por clemente y generoso; y que, a falta de las virtudes que otros tienen o fingen, él se contenta con que nadie le niegue estas otras, al menos. El señor O'Higgins verá las cosas bajo otro aspecto, yo las miro bajo el mío: sé que he cometido un atentado político. En la   —460→   próxima batalla buscaré mi disculpa y el perdón del general San Martín. Por lo pronto, quisiera que él lo ignorase todo hasta entonces». Estas han sido las palabras que me ha encargado de transmitir al supremo director de Chile; rogándole (y ha interpuesto mi empeño personal) que Vuestra Excelencia perdone a los sacerdotes agustinos; que no hay entre ellos ningún culpable, ningún consentidor o adherente a la conjuración; y que se les permita volver a su iglesia, aunque sea en el concepto de presos o confinados bajo guardia; que a su tiempo el general San Martín lo sabrá todo y concertará lo conveniente con el señor O'Higgins. Mi consejo es que Vuestra Excelencia acepte esta indicación.

-Y el mío también -dijo el coronel Zenteno-; eso es hoy lo más prudente.



  —461→  

ArribaAbajo- LII -

El 2 de abril de 1818, en las primeras horas de la mañana, comenzó a correr misteriosamente en el campamento, de los independientes un rumor siniestro. Decíase que el coronel Necochea acababa de ser gravemente herido en las avanzadas. Algo de muy cierto debía haber sucedido, pues el ilustre doctor don Diego de Paroisien acababa de salir del cuartel, general con todos los útiles y auxilios necesarios. Se contaba el incidente de muchos modos. Lo más corriente era que, habiéndose empeñado en hacer un reconocimiento peligroso del orden de marcha el enemigo, Necochea había dado con un escuadrón en cuyo combate había recibido un golpe de sable afilado entre la garganta y el hombro que le había corrido algo hacia la nuca, que había sido atraído con cierto engaño al lugar de la desgracia; y que repentinamente sorprendido por una emboscada, había   —462→   tenido que defenderse hasta que, auxiliado por dos oficiales y tres soldados que lo acompañaban, habían podido salir milagrosamente con vida. En compañía del doctor Paroisien había seguido un piquete y dos oficiales con orden de evitar la travesía por el campamento y de seguir a Santiago con el herido haciendo mantener la posible reserva sobre un hecho como éste, que podía tener funesto influjo al saberse la caída de un jefe tan caracterizado y tan necesario en los momentos inmediatos de una batalla definitiva. Entre estas versiones y muchas otras que se hacían del caso, nadie podía saber positivamente cuál era la verdadera; y lo singular es que no solamente entonces, sino después y hasta la fecha, se continúa en la misma duda.

Entre tanto, los momentos eran de una agitación y de una actividad extrema. Gran parte de la población de Santiago estaba haciendo sus preparativos para emigrar a Mendoza. Por todas las calles se veían hombres y señoras comprando artículos de viaje, cargando carretas, arreglando correajes, trayendo mulas, en un ir y venir que denotaba las angustiosas circunstancias en que se veían las familias. Se sabía que el enemigo, en número considerable, en fuerza vigorosamente organizada, y en marcha resuelta, soberbia, en cuyas filas brillaban los famosos regimientos: Talaveras, Burgos, Real de Lima,   —463→   Fernando VII, los dragones de Morgado, los húsares de Barañao y otros cuerpos de grande crédito, comenzaba a cubrir los campos de la Hacienda de Espejo, en marcha a trasponer el río Maipu y amenazar la capital. El general San Martín centuplicaba sus cuidados, reunía dos veces al día los jefes de sus cuerpos: a unos les ordenaba no esperar de pie, sino lanzarse sobre las líneas enemigas con brío y con arrojo así que las tuviesen a cincuenta pasos.

-Al Burgo de Morla es menester darle fuerte, porque ese es el cuerpo de esperanza que traen los godos, y es menester que nos mostremos mejores soldados que ellos; todo depende de los oficiales: la tropa nunca vacila cuando ve a sus oficiales avanzar con confianza.

Enseguida, a los jefes de división y de brigada les mostraba el croquis del terreno donde iba a dar la batalla, les designaba el puesto de cada uno, el orden de la batalla tal como él la concebía y les designaba la actitud y las operaciones probables o contingentes que podían tener lugar. Larga fue su conferencia con el coronel Las Heras.

-General -le dijo éste- me gustaría ese puesto de la izquierda en que Vuestra Excelencia coloca a Alvarado y a Enrique Martínez.

-Tuve el mismo pensamiento. Pero en ese terreno estaré yo, para reparar cualquiera contingencia; tendré allí a la mano la artillería de   —464→   Borgoño y la reserva con Hilarión; a usted lo necesito en el punto que acabará con la derrota del enemigo si somos felices, o que cubrirá nuestra retirada si tenemos que ceder el campo.



  —465→  

ArribaAbajo- LIII -

A las doce del día cinco de abril, se trabó la gloriosa batalla del Río Maipu, que fue, con toda verdad y justicia, la que aseguró para siempre la independencia de la América del Sur. Las demás, inclusa la de Ayacucho, no fueron otra cosa que consecuencias parciales de aquella inmortal jornada. Desde ese día la dominación colonial de España quedó confinada a puntos determinados, sin fuerza de expansión sobre el total de los dominios que ya había perdido; y por buena que hubiera sido la suerte que le hubiera tocado en el Perú, o en otras regiones, el cetro había quedado roto: la dominación del Mar Pacífico era ya cuestión de pocos momentos; y la insurrección de los otros virreinatos iba a contar con el apoyo que los vencedores del Campo de Maipu habían de llevarles para desahogarlos de la opresión colonial.

Derrotado en el primer combate del día 5 de   —466→   abril, el ejército realista se replegó sobre su retaguardia con fuerzas todavía imponentes. Pero considerándose sin medios para continuar su retirada, y perseguido de cerca por los vencedores y por la división Las Heras, que con tanto acierto había colocado el general San Martín para que desempeñara esta operación final, los jefes españoles libraron su salvación a un acto desesperado, heroico, y resolvieron hacer pie, a manera de reducto, en la Hacienda de Espejo, con la mira de ganar la noche para organizar su retirada. Pero seguidos hasta allí, y asaltados con igual valor y heroísmo ni que ellos emplearon en defenderse, fueron deshechos; y uno a uno todos tuvieron que rendirse.

Al caer la tarde, el coronel Las Heras, a quien correspondió el principal papel en esta segunda parte de la batalla, conversaba galantemente en el patio de la Hacienda con el brillante coronel Ordóñez, que era, sin duda, el oficial mas señalado del ejército enemigo. A su lado departían también con igual distinción Primo de la Rivera, Morla y algunos otros de los jefes prisioneros. A pocos momentos, un oficial argentino se aproximó al coronel Las Heras acompañando a otro jefe realista, y después del saludo militar le dijo:

-El señor coronel Morgado me pide que lo presente a Vuestra Señoría.

Brotó un destello rápido, aunque al momento   —467→   contenido, en la mirada del héroe argentino; hizo un saludo ceremonioso inclinando apenas la cabeza, y dirigiéndose con hidalguía a los otros jefes prisioneros, dijo:

-En cuanto de mí depende, caballeros, quedan ustedes recomendados a todo el favor que permiten y que imponen las leyes militares en casos desgraciados como el de ustedes. Señor comandante Guerreros, encárguese usted del alojamiento y demás servicios necesarios29.

A los muy pocos días, todos los jefes y oficiales realistas que habían caído prisioneros en Maipu fueron remitidos al presidio de San Luis, tenencia administrativa de la provincia de Cuyo, y lugar entonces tan solitario que podía mirarse como un rincón hundido en vasta extensión de las Pampas, sin más comunicación posible que la del expreso militar que de cuando en cuando la comunicaba con Mendoza, centro de la gobernación general de Cuyo.



  —468→  

ArribaAbajo- LIV -

Pocos días después de la victoria de Maipu, sintiéndose algo acatarrado, el general San Martín se había recogido a su apartamiento de la ciudad de Santiago. Daba un ambiente moderado a la pieza el relumbroso y habitual brasero de bronce donde ardían los sarmientos, combustible favorito de las personas acomodadas, cuyo calor y perfume se tenía allí por mágico remedio del asma y de otras afecciones bronquiales. Serían como las ocho de la noche; puesto el codo sobre la mesa, y apoyada la frente sobre la palma de la mano, el general revisaba un numero considerable de papeles o documentos que tenía a su alcance. Parecía absorbido en aquella tarea, unas veces sonreía, y otras daba con algo que parecía enojarlo. De cuando en cuando se levantaba, arrojaba algunos papeles al brasero, y volvía a tomar su asiento, la misma postura y la misma tarea.

  —469→  

En esto estaba, cuando tocaron algunos golpes a la puerta. Sin interrumpirse ni cambiar de posición, y sabiendo probablemente quien era el que llamaba, dijo: «adelante», y apareció con su bulto gigantesco el edecán irlandés O'Brien; hizo el saludo militar con la rigidez de un soldado.

-¿Qué hay, O'Brien?

-Los friales que Vuestra Excelencia mandastes llamar están ahí.

-Que entren...

O'Brien entreabrió la puerta lo bastante para que entrasen, uno a uno, dos sacerdotes. San Martín los envolvió en una mirada rápida: tomó dos papeles de los que tenía apartados, y dirigiéndose a ellos les dijo:

-Buenas noches, reverendos; había ordenado que los llamasen, porque deseo darles una comisión digna de su carácter sacerdotal, y del arreglo de un matrimonio que anda medio descompuesto. Esta no será ni una orden, ni una imposición, sino una simple comisión amistosa. ¿Cuál de ustedes es el padre San Severo?

-Yo, Excelentísimo Señor -dijo uno de los sacerdotes.

-¡Ah! ya lo había pensado: el señor debe ser el padre Genaro, o don Genaro, según el título usado entre agustinos. Su semblante me inspira más confianza, o mejor dicho, menos desconfianza. ¿Cuál de ustedes es el amigo del coronel Morgado?

  —470→  

-¡Excelentísimo Señor!

-Nada de títulos: general y basta.

-Señor general -dijo el padre Genaro-, en el tiempo del predicamento del coronel Morgado, hemos tenido ocasión de tratarlo.

-¿Con qué motivo?

-Señor general, nuestras relaciones con los hombres del orden común tienen siempre motivos y fines reservados.

El general tomó un aspecto serio y dijo con dureza:

-No siempre, padre; y la prueba de que eso no es siempre cierto, es que yo aquí, en esta mano, tengo ciertas cartas, avisos y circulares procedentes de la iglesia de San Agustín, donde se conspiraba por algunos de los religiosos, y quizá por todos. Si esos son los asuntos reservados a que Vuestra Paternidad se refiere, no son secretos religiosos, sino secretos criminales.

Los padres callaron consternados; y el general, desdoblando algunos papeles, dijo:

-A ver, padre San Severo, acérquese usted a esta luz. ¿De quién es esta letra? Si es de usted, no falte a la verdad: sería inútil. Si es de un tercero, puede usted decir que lo ignora, seguro de que yo no necesito que usted lo nombre.

El padre San Severo obedeció, y apenas puso su vista sobre aquellos papeles, dijo con terror:

-Es mi letra, Excelentísimo señor -y se arrojó   —471→   a los pies del general abrazándole las rodillas en un arrebato de confusión y de miedo.

-¿Quién le dictó a usted el contenido?

-¡No puedo hablar, Excelentísimo Señor!

-Padre Genaro -dijo el general-, tome usted esos papeles y arrójelos usted a ese brasero.

-¡Señor! -dijo el padre vacilando.

-Arrójelos usted, que yo se lo ordeno30.

El padre Genaro caminó hacia el brasero mirando asombrado al general, y arrojó al fuego los papeles. La viva llama se levantó iluminando la frente del ilustre guerrero; mientras el padre San Severo, absorto y abriendo tamaños ojos, miraba la escena con trémulo estupor.

-Levántese usted -le dijo el general empujándolo con cierta rudeza en el ademán-. Bien pueden ustedes dar gracias de que esos papeles no hayan caído en las manos de los hombres que aquí o en Buenos Aires tienen el deber de contener a los conspiradores. No han de ignorar, por cierto, que no hace mucho tiempo que el agustino o belermita fray José de las Animas fue ahorcado allá en media plaza. Pero en fin, apartemos esto; y vuelvo a mi pregunta. ¿Cuál de ustedes es el amigo más íntimo del coronel Morgado? O mejor dicho: ¿cuál es el que ha intervenido más frecuentemente como religioso, en los notorios altercados de ese coronel   —472→   con su señora? Ya ven ustedes que para mí no hay secretos.

-Yo, frecuentemente, y el padre Genaro en los casos graves -dijo San Severo, confuso y aterrado todavía.

-Pues bien, el caso es extremo. Usted, fray San Severo, quedará confinado en su convento hasta segunda orden. Usted, fray Genaro, debe ocuparse incesantemente de obtener que madama Morgado vaya a San Luis a acompañar y consolar a su marido. Hágale usted ver que este hombre está ahora en la más terrible soledad y desgracia; que la ley de Dios la ha unido a él para siempre; que debe hacer el sacrificio de perdonarlo si tiene agravios; y dar el sublime ejemplo a su sexo de la reconciliación, con otras mil cosas que a usted se le ocurrirán mejor que a mí como propias de su carácter y de su devoción. El viaje de esta señora es indispensable para la armonía y la moral de la disciplina de un ejército republicano como el nuestro, donde todo debe ser honorable y correcto. Hágale usted entender que procediendo así colmará mis deseos, y se evitará medidas mortificantes. El coronel Necochea está postrado en una cama y tendrá para toda su vida (si la salva) el amargo dolor de no haber contribuido a la victoria de Maipu. Eso no volverá ya a repetirse; y si esa señora no accede a nuestras indicaciones, quizá tenga ante Dios y ante nuestros compatriotas el horrible   —473→   escrúpulo de haber trozado la carrera de un hombre nacido para brillar entre los héroes de su país. Me han dicho, y usted debe saberlo mejor que yo, que hay en esto algo que puede ser una calumnia: que es una mujer bondadosa, caritativa, de afecciones fáciles y tiernas; que es susceptible de rasgos nobles y bien inspirados. Usted, que la ha tratado e intervenido en sus quebrantos, debe saberlo; ¿es así, o no es así?

Es exacto, Excelentísimo Señor: puedo dar fe de ello.

-Pues bien, me dicen que su marido, aunque brusco, torpe y violento, la ama. Vaya usted y repare todo lo malo que haya sobrevenido entre ellos. Veo que sin quererlo me he vuelto cura sólo por avivar el celo que a usted le corresponde en este lance.

Levantando los ojos al cielo y poniéndose las manos sobre el corazón, dijo:

-¡Prometo sobre la fe de Jesucristo y sobre esta Cruz que llevo colgada al pecho, que cumpliré con las indicaciones de Vuestra Excelencia hasta el último sacrificio!

-A propósito, padre Genaro; eso le iba a pedir a usted. Me dice usted que lo cumplirá hasta con el último sacrificio -dijo el general con un gesto impregnado de malicia-. Pues bien, convenza usted a madama Morgado, y haga usted el sacrificio de acompañarla y de presentarla a su marido. Dígale usted que nada   —474→   tema; que además de ir protegida por usted, será allí protegida personalmente por las autoridades del lugar, y por mis órdenes.

-En esas condiciones y con esos fines, el destierro que Vuestra Excelencia me impone es un gaje que realzará mis pobres obras ante el juicio del Dios de amor y de caridad que sirvo.

-Hágame usted la justicia de convenir en que yo también merezco como cristiano ese alto juicio, por la misión que le confiero, y por lo que usted ha visto en esta conferencia.

El general, sin esperar más, pegó unos golpes recios en el plato de bronce de su tintero. Apareció O'Brien.

-Conduzca usted a estos religiosos.

-¿A la cárcel, Excelentísimo Señor?

-Hasta la puerta, y déjelos usted en libertad.

A los pocos días, el padre Genaro, acompañando a la Pepita Morgado, como le llamaban en Chile, cruzaba la cordillera. De Mendoza pasaban a San Luis custodiados por un piquete de caballería, a fin de que los indios alzados de la pampa no pusiesen en riesgo sus personas. Aunque entrar en más detalles sería arrastrar nuestro asunto sobre el difícil tapete de la vida marital, la tradición es favorable a la conducta que la mujer observó con el marido caído en desgracia, y cuyo único solaz en aquel destierro era el hogar y la sociedad de sus compañeros,   —475→   atraídos por las gracias, por el talento vivaz y por el tacto social de la dama... Pero... el destino no había pronunciado todavía su última palabra.



  —476→  

ArribaAbajo- LV -

Después que triunfó en Chacabuco y que dio libertad a Chile, el ejército argentino quedó secuestrado por el general San Martín al otro lado de los Andes. El nuevo horizonte que se abría a su ambición perturbó el honrado criterio del ilustre vencedor. La triste situación en que había dejado a la patria, y los reclamos clamorosos con que su gobierno le pedía la reintegración de sus tropas para mantener y salvar la autoridad constitucional, eran como las enfadosas plegarias del acreedor menesteroso que perturba la quietud del deudor que necesita retener lo que se le cobra, y que está en situación predominante para hacerse sordo a su deber. Notoriamente resuelto a desobedecer las órdenes y las súplicas del gobierno argentino, el general, prescindía de todo lo que a la patria le debía por gratitud y por conciencia, y dejándose arrastrar   —477→   por otras deslumbrantes perspectivas, había resuelto constituir a Chile, sobre la base del ejército argentino, en centro político supremo de la dominación del Pacífico y de la conquista del Perú. Mientras tanto, la patria de los argentinos y su organización nacional eran abandonados a los furores insanos de los Artigas, de los Ramírez y de todos aquellos que, por la falta del ejército nacional, secuestrado en Chile, hollaban el suelo, antes culto y virgen, de la capital argentina y de las provincias Cultas que componían el Estado31.

  —478→  

Un rumor, que aunque sordo y vago al principio, acentuábase cada día más, introducía por todo el país el triste convencimiento de que el general San Martín había resuelto secuestrar en Chile el ejército argentino, y desobedecer las órdenes que el gobierno de Buenos Aires, puesto en mortales angustias, le daba con insistencia, de que viniese o remitiese esas tropas, para que unidas con los restos de las suyas que el general Belgrano traía de Tucumán, sirviesen a contener la anarquía que de todas partes se alzaba contra nuestra cultura y organismo constitucional. Por desgracia, las miras del general estaban fijas en otro ideal. Su plan era retener bajo su mano el ejército argentino: constituir a Chile en centro potencial de los intereses del Pacifico, y proclamar la independencia de Sudamérica   —479→   en la fastuosa CIUDAD DE LOS REYES, desde el dorado balcón en que Pizarro había proclamado la eterna soberanía de España sobre la vasta extensión del ORBE NUEVO.

Deslumbrado por esta radiante perspectiva, el general hacía caso omiso de la situación lamentable que pesaba sobre el orden público del Río de la Plata; y resuelto a cerrar los ojos y el corazón, pensaba abandonar a su mala suerte la mártir patria, a trueque de complementar una obra que, según él, había de levantarlo en alas de los aplausos y del entusiasmo de las naciones libres de América y Europa. ¡Qué error!... ¡Sin la República Argentina no le estaba deparado ese triunfo!... Cuando la buscó como cuestión de vida o muerte para él, las cosas habían cambiado. Los hombres, de 1822 le dieron la espalda, dejándolo perdido en manos de Bolívar, que le usurpó el último golpe de los dados de la guerra... Pero volvamos a nuestro cuento.

Fatal fue, como tenía que serlo, la primera consecuencia de este entredicho. La noticia de que el general San Martín se negaba a sostener al gobierno nacional resonó en todos los ámbitos de nuestro país como el toque de una trompa siniestra. Mientras los hombres de responsabilidad y de orden dejaban caer sus brazos desanimados, las montoneras del litoral y los anarquistas de los pueblos interiores puestos en ebullición   —480→   por el desquicio revolucionario, libres ahora del temor que les inspiraba la vuelta del ejército de los Andes, que hasta entonces los había contenido, se lanzaron como masas de vándalos sobre el gobierno nacional, que, encerrado e impotente en el recinto urbano de Buenos Aires, caía victima propiciatoria de los soberanos esfuerzos que había hecho para emancipar a Chile y al Alto Perú.

A raíz de esta fatal situación, tenía lugar en la provincia de San Luis un suceso bastante trágico y ruidoso que modificó por completo la suerte de los protagonistas de este nuestro cuento. Como ya lo dijimos, vivían allí confinados los prisioneros de Maipu y de Chacabuco. Se habían unido a ellos últimamente los padres agustinos Genaro y San Severo, que a influjos del general San Martín, por no decir que cumpliendo sus poderosas insinuaciones, habían acompañado a doña Pepita Moldes de Morgado y reconciliádola con su marido el coronel.

Era aquel presidio una aldea primitiva, y pobre, que vivía envuelta, dormida, diremos así, en las planicies inmensas de la yerta Pampa, donde la luz del sol hacía tan indefinidos y sombríos los horizontes, como las tinieblas de la noche. Nada se movía en aquella vastedad: nada so oía. Se habría dicho que la vida de la naturaleza estaba recogida y silenciosa en los incultos   —481→   pastizales de aquel nuestro lejano Oeste de entonces.


Gira en vano, reconcentra
su inmensidad, y no encuentra
la vista en su vivo anhelo,
do fijar su fugaz vuelo,
como el pájaro en el mar.
Doquier campos y heredades
del ave y bruto guaridas,
doquier cielo y soledades
de Dios sólo conocidas
que él sólo puede sondar.
A veces la tribu errante
sobre el potro rozagante,
cuyas crines altaneras
flotan al viento ligeras,
lo cruza cual torbellino
y asa, o su toldería
sobre la grama frondosa
asienta, esperando el día;
duerme... tranquila reposa...
La Cautiva».

He aquí el precioso y verídico cuadro de nuestras pampas, trazado por Echevarría. La fuga era allí de todo punto imposible: no sólo por la falta de rumbos a donde ir a buscar un asilo, un refugio, sino porque también era imposible atravesar a pie o a caballo por aquella tierra llana y uniforme que extendía sus ignotos confines, alcance fuera del como un inescrutable misterio, de la vista y aun de la fantasía humana.

  —482→  

Sin embargo, el clima era templado y saludable, perfumado el ambiente con las frescas emanaciones de los gramillales floridos y verdes que tendían su manto sobre el terreno. Aunque en escaso número, subsistía con las comodidades de la abundancia un vecindario de viejas familias de buen origen, inocentemente habituadas a la vida bonancible y candorosa que habían heredado de la raza española, de cuyo antiguo asiento procedían. Y tanto era así, que las mujeres y los hombres del medio social de San Luis gozaban de cierta fama de vistosa hermosura, que no desmentían, por cierto, algunos ejemplares muy conocidos en Mendoza, en Córdoba y en Buenos Aires. Los hombres del pueblo tenían todos, en cuanto puede decirse, la talla y la robustez de granaderos; y eran el encanto de las preferencias de San Martín.

La tierra era, como es todavía, de una fertilidad perfecta. Faltaba, por supuesto, en los campos, la grande y feraz agricultura. Pero los huertos y las quintas que rodeaban al pueblo producían flores de todas clases, frutas, tubérculos substanciosos y legumbres de las mejores especies. Los parrales daban una uva exquisita; y los jugos de primera fabricación, aunque embrionarios, bastaban a satisfacer el gusto de los habitantes. Los prisioneros españoles, hombres de buena sociedad en general, cortesanos algunos   —483→   de ellos, vivían en completa libertad dentro de la aldea, cultivaban jardines y huertos por placer y por distracción, y frecuentaban el trato que allí les brindaba con su llaneza natural a que la buena gente, no sólo en el seno de las familias, sino en la casa del teniente gobernador coronel don Vicente Dupuy. Bajo este punto de vista, la vida de estos caballeros era una vida celestial comparada con los tormentos que sufrían los prisioneros y muchos otros patriotas argentinos encerrados en los lóbregos calabozos de las Casas Matas del Callao.

Sin embargo, eran prisioneros... Y a pesar de todo, sufrían, como era natural, las torturas del aislamiento, los rozamientos del amor propio humillado, la inmovilidad, el cautiverio, esa amputación de la existencia, como decía Mirabeau: esa compresión, en fin, que acongoja el espíritu del preso y que le da ansias por respirar el aire de la libertad.

Mientras ellos llevaban esta vida coartada e indecisa, entregada a la voluntad prepotente del vencedor, les llegaba de boca en boca y por referencias viajeras, los ecos lejanos de la voraz anarquía en que hervían las campañas provinciales del litoral. La erupción volcánica de las masas insurrectas, cuya vorágine parecía tener conturbado todo el país al otro lado de los límites imaginarios del desierto, el desquicio interno   —484→   en que se hallaban todas nuestras provincias, la indisciplina de las tropas, la insurrección de los cuerpos militares y el ruido que hacían en este infernal alboroto los nombres de Alvear y de José Miguel Carrera, esos dos grandes enemigos de San Martín y de O'Higgins, resonaban como vivas esperanzas, en los oídos de los prisioneros españoles de San Luis; y como departieran a cada momento entre ellos de que al favor del desorden pudieran salvarse, acabaron por urdir el plan de un levantamiento. Pronto concibieron la posibilidad de derrocar y matar al teniente gobernador; de apoderarse de las armas, de libertar los treinta o cincuenta criminales comunes que estaban en la cárcel, de reunir la caballada del servicio local, y de atravesar la pampa, ya para unirse a Carrera, invadir a Chile y tomar revancha de San Martín y de O'Higgins, ya para salir al litoral y buscar camino a España, o para dirigirse a las fronteras del Alto Perú, donde podrían incorporarse a las fuerzas realistas de Olañeta.

Vago al principio, pero estudiado a cada momento bajo todos sus aspectos, el plan de la conjuración tomó cuerpo. El entusiasmo y la esperanza, obrando con mayor vehemencia por instantes en el ánimo fuerte de aquellos soberbios guerreros acostumbrados a la fiera lucha de las guerras sudamericanas, se convertía en una cosa real y factible, fácil también desde que   —485→   a su éxito se consagrase el valor y el deseo de salir bien, o de morir para acabar con el martirio insoportable que su derrota les había impuesto. Puestos de acuerdo jefes y subalternos, quedó convenido: 1.º, que los jefes irían en diversos grupos a visitar al teniente gobernador la mañana del día 8 de febrero de Dupuy en 1819; 2.º, que los subalternos, capitaneados por un capitán y un teniente, atacarían de improviso la cárcel y el cuartel adjunto a ella, que pondrían en libertad a los presos, y saldrían de allí a amedrentar al vecindario dando voces y disparando armas de fuego; a cuya señal los jefes reunidos en la casa del teniente gobernador se apoderarían de éste y lo matarían antes que pudiese llamar en su auxilio la pequeña guardia que custodiaba la pasa.

En efecto, a los primeros tiros y voces, los coroneles Morgado, Ordóñez, Morla y ocho jefes más se echaron sobre Dupuy, y entablaron con este atleta y sus ayudantes un ataque a puños y mano armada con malas pistolas que habían podido conseguir con suma dificultad. Pero lo terrible del caso para los asaltantes fue que en un abrir y cerrar de ojos había fracasado el ataque del inmediato cuartel y de la cárcel, y que la guardia, el vecindario y los presos, vociferando ¡maten a los godos! corrían a la casa del gobierno a dar parte de lo que ocurría. Desconcertados   —486→   los jefes conjurados, trataron de huir... pero ¿Adónde?... ¿por dónde?... Por dentro de las casas y por las calles perseguíalos la pueblada desenfrenada cazándolos a lazo y matándolos sin cuartel a palos y a puñal.



  —487→  

ArribaAbajo- LVI -

Sumisa a su nueva situación, vivía en San Luis, al lado de su marido y consolada por los consejos morales del padre Genaro, la Pepita Morgado. Aunque coqueta de genio voluble y atrayente como buena andaluza, tenía también, como las mujeres de su raza, un natural abierto y bondadoso, una alma simpática, olvidadiza y caritativa, que si bien pudiera haberla expuesto a seguir con alas de mariposa las halagüeñas y vívidas impresiones de una sangre asaz generosa, sabía también volverse con decisión repentina al culto del deber: sobre todo cuando ese culto se le presentaba bajo la forma de la abnegación, del sacrificio, del arrepentimiento... Y en eso era digna, por cierto, de las sublimes palabras con que el Cristo, desde lo alto de la cruz, había rehabilitado la belleza moral de la que pasa por prototipo de esos seres, cuyo perfume y cuyas espinas, reparten con igual prodigalidad   —488→   las delicias y los estragos en la vida humana.

Sobrecogida de repente por el espantoso alboroto que se oía en el pueblo, la señora de Morgado salió despavorida a las calles en busca de su marido; tras ella salió, como un mártir del deber y de la caridad, el padre Genaro, creyéndose obligado a protegerla en cuanto a él le fuese dado, de la muchedumbre embravecida y brutal que rugía en tumulto y en desorden feroz buscando víctimas que sacrificar a su enojo.

No anduvieron mucho sin encontrarse cara a cara con dos mujeres del pueblo, la una de edad madura que corría armada de una hacha, la otra una joven de quince años que seguía llorando a su madre. Al encontrarse, la primera se arrojó sobre la señora de Morgado levantando sobre ella el arma; pero que antes que el padre Genaro ocurriese a parar el golpe, la niña exclamó:

-¡No, madre mía!... Es la señora de Morgado.

-Sí, la mujer del que quizás ha degollado a tu hermano en este instante en la guardia de la cárcel.

-¡No, madre mía!... ¡Es la que me estaba enseñando a leer y a bordar!... No le hagas daño... ¡Mira que ella me quiere y que yo la quiero también! - decía la niña desesperada, mientras el padre Genaro, abrazando dulcemente a la mujer, decía:

  —489→  

-¡Oíd, señora a vuestra hija! ¿Por qué queréis garos sobre una inocente, que no tiene parte en lo que pueda haber sucedido, y que se había declarado la benefactora de esta bella criatura? -decía con santa unción el venerable agustino, estrechando casi por la fuerza, pecho a pecho, a la madre con la hija.

En este momento pasaba a caballo cerca de este interesante grupo un mocetón que llevaba en una mano una aguda lanza, y arrastraba con la otra un largo lazo.

-¡Ramón! ¡Ramón! -le gritó la niña Benigna-. Vení acá a sosegar a mi madre, decinos: ¿sabes algo del coronel español Morgado?

-Lo dejo moribundo y tirado en un rincón del patio del gobernador... -dijo Ramón tirándose del caballo, y tomando a su madre por la cintura para conducirla a su rancho.

-Ya ves, madre mía: Nonato32 está salvo; déjame acompañar a la señora. Nonato te llevará a la casa.

-De ninguna manera; tú no debes andar en esto; acompaña tú a mi madre, y yo llevaré, a tus amigos a la casa del gobernador -dijo Ramón saltando sobre el caballo-. ¡Síganme! -agregó tomando el trote.

En la puerta de la casa de gobierno estaba el   —190→   coronel Dupuy rodeado de gentes enardecidas y dando órdenes. A su lado hallábase un personaje civil de bella figura de empaque severo y adusto. Antes de que la señora de Morgado y el padre Genaro pudiesen acercarse a Dupuy, el personaje aludido insistía en que todos los jefes capturados fuesen ahorcados en la plaza, incluso los que aun estuviesen vivos. Dupuy accedió. Pero en ese momento madama Morgado se arrojó a él cubriéndole los pies con el cabello y abrazándole de las rodillas con ademán desesperado, exclamó:

-¡Piedad, señor gobernador!... ¡Piedad! ¡Piedad!

Las lágrimas sofocaban sus voces. El padre Genaro se arrodilló a su lado, y levantando las dos manos al cielo, exclamó:

-¡Clemencia, señor gobernador!... La clemencia es la virtud de los grandes de la tierra.

Siguiose una escena tierna y dolorosa. Excusamos narrarla por no acongojar nuestro espíritu y el de nuestras lectoras.

Al expirar en brazos de su mujer, algún destello de la clemencia divina conmovió el corazón del endurecido soldado, y con una voz desfalleciente.

-¡Gracias, Pepa! ¡Gracias, Pepa! -dijo apretando con la suya las manos con que ella le sostenía sobre su pecho... Pero... otra idea más cruel y terrenal atravesó inmediatamente el espíritu   —491→   vital que aún le quedaba-. ¡Ya eres libre! -agregó.

Quizás por lo mismo que estas dos últimas palabras salían de su boca, sombrías como un amargo reproche, conmovieron profundamente la sensibilidad de la emocionada mujer, que prorrumpió en abundante llanto, como si una sublime inspiración le hubiese dicho que sólo así podía amenguar la visión desgarradora que aquel reproche contenía. Ese «¡Ya eres libre!» quedó balanceándose en el corazón de aquella mujer como un eco fatídico que desprendido del mundo siguiera resonando y resonando por las inescrutables esferas de la eternidad, donde sólo la conciencia tiene oídos para escucharlo.



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ArribaAbajo- LVII -

Después de los sucesos de San Luis, el general San Martín apresuró los preparativos de su expedición; y el 20 de agosto de 1820 zarpó de Valparaíso en la escuadra que lo llevaba al terreno donde pensaba cosechar sus gloriosas ilusiones.

Como no es éste el lugar de reveer el proceso de esa precipitada aventura, a la que fue llevado el ejército argentino después de habérsele hecho abandonar sus banderas y desobedecer al gobierno de quien dependía, bastará decir, para los efectos de nuestro cuento, que ese ejército, compuesto de soldados argentinos, comandado por los mismos héroes que habían trasmontado los Andes y vencido en CHACABUCO y en MAIPU, fue el que ocupó a Lima el día 9 de julio de 1821.

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Por desgracia, y como era de esperar después del arbitrario rompimiento del general con el gobierno de su patria, los sucesos se precipitaron de una manera fatal. Contrariedades de toda clase paralizaron las operaciones y minaron las bases de la disciplina, al mismo tiempo que dos ejércitos realistas de primera importancia dominaban por un lado todo el norte de la Sierra, y por el otro lado todo el sur, hasta las fronteras argentinas. Conociendo al fin que había fracasado, el general, abandonó la partida en manos de Bolívar; y quiso el acaso que cuando los jefes argentinos regresaban a Buenos Aires, uno a uno, después de las victorias de Junín y de Ayacucho, fuera también cuando la República Argentina se precipitaba en la guerra del Brasil para emancipar a la Banda Oriental, que, postrada y deshecha a causa de los excesos del artiguismo, había sido conquistada por las tropas portuguesas y unida después a la corona imperial de Don Pedro I del Brasil.



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ArribaAbajo- LVIII -

Han pasado cinco años. En la pieza lateral de una casa modestamente amueblada se hallaba sentada junto a un brasero, alimentado por sarmientos de parra, una mujer que parecía enfermiza y decaída. En su rostro, surcado por una vejez prematura, se descubrían los rastros de una vida agotada por la fiebre. Brillaban sus negras pupilas en las concavidades de sus ojos; extensas ojeras aumentaban su fosfórica luz por el contraste de la sombra. Los párpados, como si estuvieran cansados de la vida, caían a ratos adormecidos, y se veía el esfuerzo con que la pobre mujer los levantaba para sacudir la pesadez que se los cerraba. Tenía el pelo gris dividido en dos trenzas por la espalda; un pañuelo negro de abrigo le cubría la cabeza, e inclinaba las espaldas buscando el calor del brasero.

-Mire, amiga -le decía otra mujer de aire vulgar, pero bondadoso, que la acompañaba con   —495→   aquella compasión indiscreta con que las personas que no tienen el criterio de la cultura, dan remedios y propiciaciones fáciles a los que sufren-. Créame, amiga, lo que le digo: esta virgen que le traigo es muy milagrosa, es Nuestra Señora de las Mercedes; y por experiencia puedo asegurarle que es más milagrosa que esa imagen del Carmen que usted tiene ahí sobre la cómoda. Usted no puede figurarse los milagros que ha hecho. Si usted le pone dos velas de cera de las que vende el padre fray Emeterio a cuatro reales, y si la besa tres veces al día, por la mañana, a mediodía y a la noche, verá usted que alivio tan grande va a sentir; mientras que esos venenos amargos que le da el mulato limeño Zapata no han de hacer sino empeorarla33.

La enferma la oía con dulzura y paciencia; mas como la otra insistiera en que siguiese sus consejos.

-Bueno, doña María: déjeme la Santísima Virgen... Muchas gracias... Quiero descansar.

-No se olvide, amiga, de las velas del padre Emeterio; y tenga cuidado de que no se apague la una sin encender antes la otra, para que la santísima imagen no se quede sin luz, sobre todo de noche.

-Muy bien.

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-Me parece que usted no me tiene fe.

-No crea eso, doña María: lo haré... Es que estoy cansada.

-Pues ya verá usted pronto, muy pronto, el poder milagroso de esta imagen bendecida por el santo prelado de nuestra iglesia en años atrás, su Ilustrísima... no me acuerdo del nombre, pero ahí en el cuadro está escrito. Pero ya le he contado el milagro con que salvé a mi hermano de un juez, injusto que le daba de chicotazos: uno de los golpes que quería darle le saltó a la cara del juez y le sacó un ojo. Usted ha de saber que cuando usted andaba... pues... diré... algo falta, se perdió Bernardito, su sobrinito. Unos forajidos de los dragones de Morgado, lo habían robado diciendo que el padre, un asesino español, lo reclamaba... Los cuyanos equivocaron el camino, pero mi compadre don Atanasio vino a casa, cargó con la virgen, y por la posta de Prado vio una nube blanquecina que corría por debajo de un cerro. Allá se fue como llevado por una fuerza de Dios. La virgen se le salía de las manos y miraba hacia allá siempre, hasta que en un portezuelo alcanzaron a los ladrones y rescataron al niño. ¿Usted no lo sabía?

-Recién lo oigo, doña María.

-Pues mire usted, no hay quién no lo sepa. Anoche no más, decía en casa que él mismo había andado en esas andanzas, un sargento que   —497→   ha venido de Lima con su coronel; y que fue a tomar mate a casa llevado por mi hermano, que lo conoció mucho cuando estuvo aquí con su regimiento. Yo se lo voy a traer para que él mismo le cuente el milagro... ¿cómo es que se llama?... Se llama... ahora no más voy a dar con el nombre... Es un buen hombre... Se llama... ¡Ah! ya lo sé... se llama Ontiveros.

-¡Ontiveros! -exclamó la enferma, echando atrás el pañuelo al oír este nombre, como si una chispa eléctrica la hubiera conmovido toda entera-. ¡Ontiveros!... ¿Dónde está? ¡Quiero verlo! ¡Tráigamelo ahora mismo, doña María, ahora mismo!

-Por Dios, doña Teresa... No se altere tanto: está usted muy débil y puede empeorarse. Sí, sí, ahora mismo voy donde mi hermano para que se lo traiga.



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Arriba- LIX -

En efecto: hacía dos días que Ontiveros estaba en Santiago, siguiendo siempre a su jefe el coronel don Román Antonio Dehesa, que pasaba a Buenos Aires a tomar parte en la guerra contra el Brasil.

La enferma había tenido tiempo de calmarse. Los instantes le parecían siglos. Muy poco después entra, Ontiveros al cuarto de la enferma. Gaucho de nacimiento, y sagacísimo como son todos ellos, conoció al instante a Teresa; pero al verse dentro de una pieza que denotaba decencia y cierto bienestar, se abstuvo de dar señal de que la recordaba. Se mantuvo parado al lado interior de la puerta, haciendo girar su gorra de manga entre los dedos de las manos con aire humilde y un tanto encogido, que más bien venía de lo singular de la situación y de los recuerdos, que de timidez verdadera.

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-Míreme bien, Ontiveros -le dijo la enferma- ¿Se acuerda de mí?

-¿Cómo no, niña?... Pero está tan cambiadita... pues... un poco estropeada por tanto sufrir en aquel tiempo.

-Así es, pues -respondía Ontiveros sonriéndose y haciendo girar su sombrero entre las manos.

-Venga acá, Ontiveros, venga acá; siéntese a mi lado. Usted no puede figurarse el inmenso gusto que siento al verlo sano y robusto.

-Y yo también, niña, lo tengo al verla así acomodada en su casita, y... sana.

-Me han dicho -agregó Teresa, sonriendo con una tierna franqueza- que hubo un tiempo en que delirante yo por ver castigados a los asesinos de mi familia, estuve enamorada de usted. ¿Será verdad, Ontiveros?

-¡Qué ha de ser!... Cuentos, niña... Es que como yo la cuidaba tanto, y como hija, usted me lo agradecía y buscaba siempre que la protegiera huyendo de los oficiales.

  —500→  

La antigua Loca de la Guardia Vieja se tomó de las dos manos callosas del sargento Ontiveros y se las besó.

-Usted ha sido mi salvador -dijo levantando los ojos al cielo-. No ha pasado un momento sin que lo haya tenido en mi corazón, y sin que no haya pedido a Dios que lo conservase sano y libre de los peligros de la guerra. Supongo que ahora va a descansar... Quédese aquí en Chile con nosotros.

-¡No puedo, niña!... Por nada abandonaré a mi coronel... Él va para la guerra, y yo voy, con él, hasta que nos mate una bala, o nos muramos los dos de viejos... Ya lo he jurado por esta santa cruz -dijo cruzando los dedos y poniéndoselos sobre los labios.

-Si es así, no le digo nada. Supongo que su coronel lo ayudará en su pobreza.

-Así, así no más: los dos somos muy pobres.

-Yo tengo algo. Me ha de hacer el favor de recibirme este regalo.

Y diciendo y haciendo le puso en la gorra una bolsita tejida de bolsillo, de las muy usadas entonces en Chile, con cierto peso de moneditas de oro.

Ontiveros estaba confundido; y dio las gracias con ojos lagrimosos y semblante sonriente. En esto entró como un ventarrón un niño vivo y bullicioso, de nueve a diez años. Venía de la   —501→   escuela. Tiró los libros que traía y se puso a revolver las gavetas de una cómoda con todo aturdimiento. Sin reparar en él, la enferma le preguntó a Ontiveros:

-¿Y usted tuvo en Lima algunas noticias mías?

-Sí, niña; las primeras que tuve de su buena salud las oí por casualidad a la llegada del señor don Bernardo O'Higgins.

El niño se dio vuelta como sorprendido al oír este nombre, y gritó:

-¡Viva mi padrino el general don Bernardo O'Higgins!... ¡Viva Chile! -agregó dirigiéndose a Ontiveros.

-Sí, niño -dijo este-, que vivan los dos; algo hemos hecho don José y nosotros... ¡y bien poco hemos sacado!

Teresa dio vuelta a la página como se dice, y le preguntó a Ontiveros:

-¿Ha visto en Lima a doña Pepita Morgado?

-¿Cómo no?... Todos los días; cuando yo iba a tomar una copita de pisco con los compañeros ordenanzas del general.

-¿Del general?... ¿Y que es de ella?

-¿Qué ha de ser?... Que se ha casado con el general Necochea.

-¡Alabado sea Dios!




 
 
FIN