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Acto Quinto

Cámara contigua a la habitación del Rey. Puerta a la derecha, cubierta con tapiz; otra en el foro; otra a la izquierda, en segundo término. Un reclinatorio en este mismo lado.



Escena I

La REINA, y a poco, el ALMIRANTE; después, HERNÁN. La REINA aparece orando, arrodillada delante del reclinatorio; transcurridos algunos momentos, sale el ALMIRANTE por la puerta de la derecha.

     REINA.- ¿Qué hay? ¿Se ha puesto peor? (Levantándose sobresaltada.)

     ALMIRANTE.- Su Alteza continúa en el mismo estado.

     REINA.- Os aseguro que ayer perdí las esperanzas; pero hoy todos hemos notado en él grande alivio; parece otro. ¿No es cierto, Almirante, que hoy tiene más vigor, más vida?

     ALMIRANTE.- Cierto es, señora.

     REINA.- ¿Conque también creéis como yo? (Con alegría.) Sí, no hay duda: la mejoría es evidente. ¿Quién no lo ve? ¡Qué dicha para mí, qué dicha para mi Felipe tener un amigo como vos! Porque también amáis al Rey. ¿Verdad que amáis al pobre enfermo?

     ALMIRANTE.- ¡Ojalá pudiera dilatar su existencia a costa de la mía!

     REINA.- La Virgen Santísima os lo pague. Yo estaba aguardando a que me trajesen... (HERNÁN sale por la puerta del foro con una salvilla, sobre la cual habrá una copa dorada.) ¡Ah, por fin! Dame. (Tomando la salvilla.) Dicen que esta medicina ha de aliviarle mucho. (A HERNÁN, que se va por el foro.) Se aliviará de fijo. Dios tendrá lástima de nosotros. (Dirigiéndose a la puerta de la derecha, por la cual desaparece.)

     ALMIRANTE.- ¡Qué hermoso y qué desdichado corazón!

     HERNÁN.- Entrad; allí le tenéis. (Apareciendo de nuevo en el foro con DON ALVAR. En seguida vuelve a marcharse.)



Escena II

El ALMIRANTE y DON ALVAR.

     ALMIRANTE.- ¡Don Alvar!

     DON ALVAR.- ¡Almirante!

     ALMIRANTE.- ¡Con qué impaciencia os aguardaba!



     DON ALVAR.- Considerad cuál habrá sido la mía por volver a este sitio.

     ALMIRANTE.- El Rey, para descargar su conciencia, quiere reconciliarse con vos antes de morir.

     DON ALVAR.- No bien recibí en el camino vuestro mensaje, torcí riendas, y apresuradamente he regresado a Burgos. Más y más al entrar aquí, se aumentó mi amargura. ¿Es posible que en tan breve tiempo se haya agravado la enfermedad del Rey, hasta el punto de poner en riesgo su vida?

     ALMIRANTE.- Ayer Su Alteza recibió los Santos Sacramentos; y aun cuando esta mañana parece haberse disminuido la horrible postración en que estaba, creo que sus ojos no verán la luz de un nuevo sol.

     DON ALVAR.- ¿Qué va a ser de la Reina?

     ALMIRANTE.- Los mismos que antes contra ella conspiraban, rinden a su dolor tributo de piedad y respeto. Ángel de la guarda parece, fija a la cabecera del lecho de su esposo. Nadie más que ella ha de acercar a sus labios los benéficos jugos que los médicos le prescriben; ella, adivinando todos sus pensamientos, ha de ser quien únicamente le sirva; y por temor de que turben su reposo, el vuelo de un insecto la irrita, el más leve ruido del aire la desespera. Sólo abandona al Rey cuando conoce que no va a poder reprimirse, y entonces ya permanece con la vista clavada en el suelo, sin dar señales de vida; ya recorre velozmente una y otra cámara, como si cambiando de sitio esperase encontrar consuelo; ya de pronto empieza a llamar a gritos en su ayuda a Dios, la Virgen y los santos. Si alguna vez logramos, a fuerza de súplicas, que admita el preciso alimento, al punto salpicado de lágrimas le rechaza. Y, sobre todo, nos inquieta y maravilla el que ni un solo instante, en tres días consecutivos, se le haya visto cerrar los ojos. ¡Ay, don Alvar, no hubo jamás en pecho humano aflicción más grande que la suya!

     DON ALVAR.- ¿Y teméis...?

     ALMIRANTE.- Temo que el trono se quede completamente vacío.

     DON ALVAR.- Si ha de perder a su esposo, preferible es que Doña Juana también se muera. Los ángeles, sus hermanos, se apresurarían a abrirle las puertas del cielo, y allí sólo pueden encontrar los justos reposo y ventura.

     ALMIRANTE.- La aflicción que en vuestro rostro se pinta no me sorprende, que yo, como vos, siento el corazón oprimido.

     DON ALVAR.- Sin que me cause rubor, me aflijo por mi infeliz señora; también por mi Rey.

     ALMIRANTE.- Sí, don Alvar; olvidemos hoy los errores del Soberano; compadezcamos el infortunio del hombre; admiremos y bendigamos la contrición del moribundo.

     DON ALVAR.- ¡Y quiere el triste reconciliarse conmigo; conmigo, que fui para con él tan culpado! ¿Por qué no me veo ahora entre el tumulto de una batalla?

     ALMIRANTE.- No es de valerosos pechos rendirse al infortunio. Me dijisteis un día que amabais en secreto: creo haber adivinado la causa de vuestra pena desmedida.

     DON ALVAR.- ¡Cómo! ¿Habéis adivinado...?

     ALMIRANTE.- ¡Ni una palabra más!

     DON ALVAR.- Ni una sola. Y Adara, ¿qué fue de ella? ¿Debo execrarla? ¿Merece compasión, por ventura?

     ALMIRANTE.- Purificará muy pronto su alma el agua del bautismo; hállase en un monasterio, donde con piadosos ejercicios y ásperas penitencias procura hacerse acreedora a ceñir el santo velo de las esposas de Jesús.

     DON ALVAR.- Él la proteja.

     ALMIRANTE.- Cumpliendo las órdenes de la Reina, envié a buscaros; yo, por más de un motivo, deseaba que volvieseis. Tranquilizad al Rey, consolad a la Reina; fuerza será que después nos congreguemos todos los buenos castellanos para cuidar de otra desventurada, que no creo que hayáis puesto en olvido. La Patria se verá muy luego en cruel orfandad; la Patria, que es antes que todo.

     DON ALVAR.- ¿Tan seguro estáis de que también perderemos a la Reina?

     ALMIRANTE.- Seguro estoy de que si vive, no vivirá para Castilla. La corona necesita dueño: vuelva de Italia, y cíñala otra vez el Rey Don Fernando.



Escena III

DICHOS, MARLIANO, el MARQUÉS DE VILLENA, prelados, nobles y médicos; a poco, DON JUAN MANUEL; después, la REINA; luego, HERNÁN.

     DON ALVAR.- ¿Y Su Alteza?

     MARLIANO.- Acaba de abandonar el lecho.

     ALMIRANTE.- ¿Con vuestro permiso?

     MARLIANO.- No he querido oponerme a que cumpla su gusto.

     ALMIRANTE.- Pero ¿sigue, acaso, en aumento su mejoría?

     MARLIANO.- Bien dije yo que ese repentino alivio era anuncio de su próximo fin. (Muévese el tapiz que cubre la puerta de la derecha.)

     DON ALVAR.- ¿No hay esperanza ninguna?

     MARLIANO.- Ninguna; mátale una calentura pestilencial incurable.

     ALMIRANTE.- ¿Y suponéis que dejará de existir hoy mismo?

     MARLIANO.- Esta misma mañana. (Óyese un lamento detrás del tapiz.)

     DON ALVAR.- ¿No oís?

     ALMIRANTE.- ¿Qué?

     DON ALVAR.- Nada; el corazón me engañó, sin duda.

     DON JUAN MANUEL.- Señores (Saliendo por la puerta del foro.): ya es urgente refrenar la audacia de los flamencos. Que el Rey muere de veneno andan divulgando por todas partes.

     MARQUÉS.- ¿Será posible?

     ALMIRANTE.- ¡Qué iniquidad!

     DON JUAN MANUEL.- Unos achacan el crimen a los agentes del Rey Don Fernando; otros dicen que la Reina es quien le ha envenenado en un arrebato de celos.

     DON ALVAR.- ¡Vive Cristo!

     REINA.- ¿Que yo he envenenado a mi esposo? (Saliendo de detrás del tapiz.) ¿Eso dicen? ¿Eso dicen? ¡Jesús! No se lo tome Dios en cuenta. (Cúbrese el rostro y solloza.)

     MARLIANO.- Nos estaba escuchando.

     DON ALVAR.- ¡Infeliz!

     MARLIANO.- ¡Señora! (Acercándose a ella con tierna solicitud.)

     ALMIRANTE.- No se aflija así Vuestra Alteza.

     REINA.- Con que... (Contiene los sollozos y hace, como para hablar, inútiles esfuerzos.)



     MARLIANO.- Hablad.

     REINA.- ¿Conque no hay remedio?

     MARLIANO.- ¡Qué no puede remediar la misericordia de Dios!

     ALMIRANTE.- Confiad en Él.

     REINA.- Y ¿por qué no en vosotros? Llegaos acá. (A los médicos, que se acercan a ella.) El Rey es joven, sólo tiene veintiocho años; debe haber medio de curar una dolencia cualquiera en cuerpo vigoroso. Recordad bien: posible es que hayáis olvidado precisamente el remedio que nos hace falta; sin duda, existe algún bálsamo, alguna planta con virtud suficiente para salvarle. ¿No bastaría toda mi sangre para reanimar la suya? Otro esfuerzo, mi buen Marliano, mis fieles amigos. No; no calléis. Decidme algo, por piedad.

     MARLIANO.- Ya hemos hecho por él cuanto estaba en nuestra mano.

     REINA.- ¿Y he de perderle? ¡Dios mío, qué enfermedad tan horrorosa! Ha breves días lleno de salud y de fuerza... Hoy, ¿quién le conoce? Mañana..., mañana... Parece imposible. Nunca imaginé que él se pudiera morir primero que yo.

     ALMIRANTE.- Conformidad, señora.

     REINA.- Bien procuro irme conformando poco a poco; pero, ¡ay! ¡No puedo conformarme, no puedo!

     ALMIRANTE.- Dominad vuestra aflicción como cumple a una Reina.

     REINA.- Por su vida cuanto poseo; mi cetro por su vida. ¿Verdad, señores, que todos me ayudaríais a sentar en el trono al que lograse evitar su muerte? Dicho está: el que codicie una corona, que le salve, que me le devuelva. ¿No sois médicos? ¿No es obligación vuestra curarle? Pues ¡ay de vosotros sí le pierdo! Don Juan Manuel, señor Marqués de Villena, creo que sin razón os ofendí el otro día. No me guardéis rencor, sed generosos con esta pobre mujer que tanto padece, ¿No se os ocurre medio ninguno que tentar? ¿No conocéis a alguno que sepa curar este linaje de dolencias? ¿A uno de esos nigromantes que hacen prodigios? Sí, buscad a uno de ésos y traedle para que vea a Felipe.

     DON JUAN MANUEL.- Al Altísimo pedid socorro.

     REINA.- Dios no ha querido oírme. Ni en la tierra ni en el cielo encontré piedad. Almirante, escribid a mi padre hoy mismo; decidle que venga, que Castilla se va a quedar sin Reyes, y mis pobres hijos sin padre y sin madre.

     DON ALVAR.- (Adelantándose.) Le escribiremos; vendrá.

     REINA.- ¡Don Alvar! No había reparado en vos. El Rey quiere veros.

     DON ALVAR.- Yo aspiro a la gloria de besar sus plantas.

     REINA.- (Con pena muy reconcentrada.) ¡Se muere, don Alvar, se muere!

     ALMIRANTE.- Considerad que todavía os quedan sagrados deberes que cumplir.

     MARLIANO.- A pesar vuestro, os salvaremos si es preciso.

     REINA.- ¿A mí podéis salvarme y a él no? ¡Acabarán con mi paciencia! Id señores; haced que ni un momento se interrumpan las preces en la capilla de Palacio. Orad por vuestro Rey. (MARLIANO entra en el cuarto del REY, y los demás se van por el foro.)



Escena IV

La REINA; después, el REY, MARLIANO y otro médico.

     REINA.- ¡Que tenga valor! Cuando a ellos se les esté muriendo la esposa o el hijo, iré yo también a decirles que tengan valor. (Medita en silencio.) No hay remedio. Se muere. Dios se le lleva; me le quita porque le quiero demasiado. Me enmendaré. ¡Le querré menos si vive! ¡Ay, Dios de mi alma, que si le pierdo voy a quererle más! (Otra breve pausa.) ¡Y no hago nada! Y ¿qué puedo hacer? Siento que no esté Adara aquí. Dice que se arrepiente de haberla amado. ¿Quién sabe? Quizá viéndola se reanime. ¿Qué no puede el amor? Si, muerta yo, me llamase él, creo que le respondería. ¡Que venga esa mujer, que venga al instante! (Da precipitadamente algunos pasos hacia el foro.) ¡Jesús! (Deteniéndose.) ¡Qué infame, qué horrible pensamiento! Loca estoy. Ahora sí que ya no es posible dudarlo. ¡Espantosa locura, que me deja conocer quién soy, qué me sucede, cómo y cuánto padezco! ¡Reina Isabel, madre y señora mía: si, como afirman tus pueblos, estás en la gloria de Dios, intercede con Él por esta hija infeliz que dejaste en la tierra: pídele que muramos juntos Felipe y yo!

     REY.- (Momentos antes habrá aparecido en la puerta de la derecha, apoyado en MARLIANO y otro médico. Ahora se acerca al proscenio y se sienta.) vivirás, aunque yo muera.

     REINA.- (Cambiando en apacible la expresión de su rostro.) ¿Tú aquí? ¿Es posible? (¡Ay de mí, qué semblante!) (Apartando de él los ojos, con terror.)

     REY.- (A los médicos, que se retiran.) Salid: que nadie venga.



Escena Última

La REINA y el REY; después, el ALMIRANTE, MARLIANO y DON ALVAR; luego, DON JUAN MANUEL, el MARQUÉS DE VILLENA, FILIBERTO DE VERE, prelados, grandes y médicos.

     REY.- Sí; tú vivirás, porque Dios te ordena vivir para un pueblo que en ti sola cifra todas sus esperanzas, y para nuestros hijos, que de hoy más necesitarán doblemente de tu ternura. Y cuando Carlos vaya a subir al trono, dile que al borde de la tumba, sólo por el remordimiento, es el Rey culpado más grande que los demás hombres; dile que si dirige a un lado sus ojos, allí se le mostrará el mal que hizo, cual fantasma implacable; que si los dirige a otro lado, allí, el bien que estaba en su mano haber hecho, le acosa y le aterra; que si los vuelve al cielo, ve entre su culpa y la misericordia divina el mar de llanto vertido por su pueblo. Dile todo el daño que por mí padeció Castilla; pero no le digas el daño que a ti te causé; que deteste al monarca, pero que no aborrezca a su padre.

     REINA.- (Arrodillándose a su lado y sosteniéndole con sus brazos.) No me hables de ese modo; calla, serénate.

     REY.- Dios me da fuerza para que pueda pedirte perdón.

     REINA.- ¿Perdón?... ¿De qué? ¡Te agitas! Calla, Felipe, calla.

     REY.- Al morir no se miente. Óyelo: te amo.

     REINA.- ¿Me amas?

     REY.- (Levantándose.) Con amor indecible. Quiere el cielo, para mi castigo, que cuando va a cesar de latir, empiece mi corazón a idolatrarte. Permite generosa que te estreche en mis brazos; que ponga mis labios en tu frente purísima. Mas, ¿qué digo? Vete, déjame solo: no merezco la dicha de expirar a tu lado. Vete y no llores por mí. Vete y... ¡Oh! (Cayéndose en el sillón.)

     REINA.- ¡Felipe!



     REY.- Llegó la hora de mi muerte.

     REINA.- No: te engañas; deliras...

     REY.- (Dejándose caer del sillón a los pies de la REINA.) Juana, perdóname.

     REINA.- ¿Qué haces? ¿Qué profieres?

     REY.- Pon tus manos sobre mi cabeza y perdóname, ya que tan grande es tu piedad.

     REINA.- ¿Yo perdonarte?

     REY.- Pronto; no te detengas.

     REINA.- (Poniendo sus manos sobre la cabeza del REY.) Pues bien, sí, te perdono; te perdono, Felipe mío.

     REY.- (Volviendo a sentarse, ayudado por la REINA.) Tu perdón quizá me redima.

     REINA.- (Alejándose, como con intención de pedir socorro.) ¡Oh!

     REY.- No; no te vayas.

     REINA.- (Volviendo a su lado.) ¡Ánimo, Felipe, valor!

     REY.- ¡Imposible!

     REINA.- Vive para tu padre, que tanto te quiere.

     REY.- ¡Padre mío!

     REINA.- Para tus hijos; para tu Carlos, para tu Isabel, para tu María. Y no ignoras que el cielo iba a concederte otra gran ventura: Felipe, si tienes corazón de padre, vive para ver, para abrazar al hijo que llevo en mis entrañas.

     REY.- La vida, Señor, la vida, para hacerla tan venturosa como hasta aquí la hice desdichada. ¡Oh, si yo pudiese vivir, cuánto te amaría!

     REINA.- ¡Señor, sólo Tú sabes lo que yo por él he padecido, y ahora que me ama, ahora vas a matarle! No, mentira, imposible. No puedes, no debes permitirlo. ¡Señor, que eres justo! ¡Señor, que eres misericordioso!

     REY.- ¡Mi Juana!

     MARLIANO.- (Apareciendo en la puerta del foro. Salen en seguida también por ella DON ALVAR y el ALMIRANTE.) Llegad.

     REINA.- (Yendo hacia él.) ¡Marliano, Marliano de mi corazón!

     DON ALVAR.- ¡Señor!

     REY.- Don Alvar, vuestra mano; seamos amigos, velad todos por ella, (DON ALVAR, arrodillándose, besa la mano que el REY le tiende.)

     REINA.- (Llevándose aparte a MARLIANO.) Pero ¿qué es eso? Habla. ¿Es que se va a morir?

     ALMIRANTE.- (Asiéndole una mano.) Fuerza es que nos sigáis.

     REINA.- (Rechazando al ALMIRANTE y corriendo al lado del REY. Cógele una mano, que, dando un grito, suelta en seguida.) Dejadme. ¡Oh, qué frialdad! ¡La frialdad de la muerte!

     MARLIANO.- (Después de haber tocado al REY. El ALMIRANTE se va precipitadamente por el foro.) Avisad, Almirante.

     REINA.- (Poniéndose delante del REY, como si tratase de cerrar a alguien el paso y dando señales de verdadera demencia.) Allí la veo, que viene a llevárselo. No, no pasará.

     REY.- ¡Juana!

     REINA.- ¡Pasa, pasa a través de mi cuerpo! ¡Se apodera del tuyo!

     REY.- ¡Juana! ¡Juana mía! ¡Qué horrible castigo! ¡Dios eterno, piedad..., perdón!... (Expira.)

     REINA.- (Arrojándose sobre su cuerpo.) ¡Felipe, Felipe!

     MARLIANO.- (En tono solemne, al ALMIRANTE y los prelados y caballeros que entran por la puerta del foro.) El Rey ha muerto.

     REINA.- (Dando espantoso grito y levantándose de pronto.) ¡Oh!

     DON ALVAR.- ¡Venid, por compasión!

     REINA.- ¿Adónde? El está aquí; yo con él.

     ALMIRANTE.- Ya es tan sólo un cadáver.

     REINA.- Pues con su cadáver. Su cadáver es mío. ¡Quitad! ¡Apartaos! (Todos se apartan con profunda emoción.) ¡Mío, nada más! ¡Le regaré con las lágrimas de mis ojos; le acariciaré con los besos de mi boca! ¡Siempre a mi lado! ¡Él muerto! ¡Yo viva! ¿Y qué? ¡Siempre unidos! Sí, muerte implacable, burlaré tu intento. Poco es tu poder para arrancarle de mis brazos. (Cambiando repentinamente de expresión y de tono.) ¡Silencio, señores, silencio!... El Rey se ha dormido. ¡Silencio!... No le despertéis. ¡Duerme, amor mío; duerme..., duerme!... (Quédase contemplando al REY con ternura inefable.)



FIN DEL DRAMA

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