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La madre Naturaleza

(Segunda parte de Los pazos de Ulloa)

Emilia Pardo Bazán






ArribaAbajoTomo I

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ArribaAbajo- I -

Las nubes, amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleída, fueron juntándose, juntándose, sin duda a cónclave, en las alturas del cielo, deliberando si se desharían o no se desharían en chubasco. Resueltas finalmente a lo primero, empezaron por soltar goterones anchos, gruesos, legítima lluvia de estío, que doblaba las puntas de las yerbas y resonaba estrepitosamente en los zarzales; luego se apresuraron a porfía, multiplicaron sus esfuerzos, se derritieron en rápidos y oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando los matorrales,   —6→   sumergiendo la vegetación menuda, colándose como podían al través de la copa de los árboles para escurrir después tronco abajo, a manera de raudales de lágrimas por un semblante rugoso y moreno.

Bajo un árbol se refugió la pareja. Era el árbol protector magnífico castaño, de majestuosa y vasta copa, abierta con pompa casi arquitectural sobre el ancha y firme columna del tronco, que parecía lanzarse arrogantemente hacia las desatadas nubes: árbol patriarcal, de esos que ven con indiferencia desdeñosa sucederse generaciones de chinches, pulgones, hormigas y larvas, y les dan cuna y sepulcro en los senos de su rajada corteza.

Al pronto fue útil el asilo: un verde paraguas de ramaje cobijaba los arrimados cuerpos de la pareja, guareciéndolos del agua terca y furiosa; y se reían de verla caer a distancia y de oír cómo fustigaba la cima del castaño, pero sin tocarles. Poco duró la inmunidad, y en breve comenzó la lluvia a correr por entre las ramas, filtrándose hasta el centro   —7→   de la copa y buscando después su natural nivel. A un mismo tiempo sintió la niña un chorro en la nuca, y el mancebo llevó la mano a la cabeza, porque la ducha le regaba el pelo ensortijado y brillante. Ambos soltaron la carcajada, pues estaban en la edad en que se ríen lo mismo las contrariedades que las venturas.

-Se acabó... -pronunció ella cuando todavía la risa le retozaba en los labios-. Nos vamos a poner como una sopa. Caladitos.

-El que se mete debajo de hoja dos veces se moja -respondió él sentenciosamente-. Larguémonos de aquí ahora mismo. Sé sitios mejores.

-Y mientras llegamos, el agua nos entra por el pescuezo, y nos sale por los pies.

-Anda, tontiña. Remanga la falda y tapémonos la cabeza. Así, mujer, así. Verás qué cerquita está un escondrijo precioso.

Alzó ella el vestido de lana a cuadros, cubriendo también a su compañero y realizando el simpático y tierno grupo de Pablo y   —8→   Virginia, que parece anticipado y atrevido símbolo del amor satisfecho. Cada cual asió una orilla del traje, y al afrontar la lluvia, por instinto juntaron y cerraron bajo la barbilla la hendidura de la improvisada tienda, y sus rostros quedaron pegados el uno al otro, mejilla contra mejilla, confundiéndose el calor de su aliento y la cadencia de su respiración. Caminaban medio a ciegas, él encorvado, por ser más alto, rodeando con el brazo el talle de ella, y comunicando el impulso directivo, si bien el andar de los dos llevaba el mismo compás.

Poco distaba el famoso escondrijo. Sólo necesitaron para acertar con él bajar un ribazo, resbaladizo por la humedad, y lindante con la carretera. Coronaban el ribazo grandes peñascales, y en su fondo existía una cantera de pizarra, ahondada y explotada al construirse el camino real, y convertida en profunda cueva; excelente abrigo para ocasiones como la presente. Abandonada hacía tiempo por los trabajadores la cantera, volvía a enseñorearse   —9→   de ella la vegetación, convirtiendo el hueco artificial en rústica y sombrosa gruta. En la cresta y márgenes del ribazo crecía tupida maleza, y al desbordarse, estrechaba la entrada de la excavación: al exterior se enmarañaba una abundante cabellera de zarzales, madreselvas, cabrifollos y clemátidas; dentro, en las anfractuosidades del muro lacerado por la piqueta, anidaban vencejos, estorninos y algún azor; los primeros salieron despavoridos, revoloteando, cuando entró la pareja. Siendo muy bajo el sitio, e impregnado del agua que recogía como una urna y del calor del sol que almacenaba en su recinto orientado al mediodía, encerraba una vegetación de invernáculo, o más bien de época antediluviana, de capas carboníferas: escolopendras y helechos enormes brotaban lozanos, destacando sobre la sombría pizarra los penachos de pluma de sus vertebradas y recortadas hojas.

Aun cuando el escondrijo daba espacio bastante, la pareja no se desunió al acogerse   —10→   allí, sino que enlazada se dirigió a lo más oscuro, sin detenerse hasta tropezar con la pared, contra la cual se reclinó en silencio, al abrigo de la remangada falda. Ni menos se desviaron sus rostros, tan cercanos, que él sentía el aletear de mariposa de los párpados de ella, y el cosquilleo de sus pestañas curvas. Dentro del camarín de tela, los envolvía suavemente el calor mutuo que se prestaban: las manos, al sujetar bajo la barbilla la orla del vestido, se entretejían, se fundían como si formasen parte de un mismo cuerpo. Al fin el mancebo fue aflojando poco a poco el brazo y la mano, y ella apartó cosa de media pulgada el rostro. La tela, deslizándose, cayó hacia atrás, y quedaron descubiertos, agitados y sin saber qué decirse. Llenaba la gruta el vaho poderoso de la robusta vegetación semi-palúdica, y el sofocante ardor de un día canicular. Fuera, seguía cayendo con ímpetu la lluvia, que tendía ante los ojos de la pareja refugiada una cortina de turbio cristal, y ayudaba a convertir en cerrado   —11→   gabinete el barranco donde con palpitante corazón esperaban niña y muchacho que cesase el aguacero.

No era la vez primera que se encontraban así, juntos y lejos de toda mirada humana, sin más compañía que la madre naturaleza, a cuyos pechos se habían criado. ¡En cuántas ocasiones, ya a la sombra del gallinero o del palomar que conserva la tibia atmósfera y el olor germinal de los nidos, ya en la soledad del hórreo, sobre el lecho movedizo de las espigas doradas, ya al borde de los setos, riéndose de la picadura de las espinas y del bigote cárdeno que pintan las moras, ya en el repuesto albergue de algún soto, o al pie de un vallado por donde serpeaban las lagartijas, habían pasado largas horas compartiendo el mendrugo de pan seco y duro ya a fuerza de andar en el bolsillo, las cerezas atadas en un pañuelo, las manzanas verdes; jugando a los mismos juegos, durmiendo la siesta sobre la misma paja! ¿Entonces, a qué venía semejante turbación al recogerse en la gruta?   —12→   Nada se había mudado en torno suyo; ellos eran quienes, desde el comienzo de aquel verano, desde que él regresara del instituto de Orense a la aldea para las vacaciones, se sentían inmutados, diferentes y medio tontos. La niña, tan corretona y traviesa de ordinario, tenía a deshora momentos de calma, deseos de ociosidad y reposo, lasitudes que la movían a sentarse en la linde de un campo o a apoyarse en un murallón, cuyo afelpado tapiz de musgo rascaba distraídamente con las uñas. A veces clavaba a hurtadillas los ojos en el lindo rostro de su compañero de infancia, como si no le hubiese visto nunca; y de repente los volvía a otra parte, o los bajaba al suelo. También él la miraba mucho más, pero fijamente, sin rebozo, con ardientes y escrutadoras pupilas, buscando en pago otra ojeada semejante; y al paso que en ella crecía el instintivo recelo, en él sucedía a la intimidad siempre un tanto hostil y reñidora que cabe entre niños, al aire despótico que adoptan los mayores y los varones con las chiquillas,   —13→   un rendimiento, una ternura, una galantería refinada, manifestada a su manera, pero de continuo. Ayer, aunque inseparables y encariñados hasta el extremo de no poder vivir sino juntos y de que les costase todos los inviernos una enfermedad la ausencia, cimentaban su amistad, más que las finezas, los pescozones, cachetes y mordiscos, las riñas y enfados, la superioridad cómica que se arrogaba él, y las malicias con que ella le burlaba. Hoy parecía como si ambos temiesen, al hablarse, herirse o suscitar alguna cuestión enojosa; no disputaban, no se peleaban nunca; el muchacho era siempre del parecer de la niña. Esta cortedad y recelo mutuo se advertía más cuando estaban a solas. Delante de gente se restablecía la confianza y corrían las bromas añejas.

Con todo eso no renunciaban a corretear juntos y sin compañía de nadie. A falta de testigos, les distraía y tranquilizaba la menor cosa: una flor, un fruto silvestre que recogían, una mosca verde que volaba rozando   —14→   con la cara de la niña. Impremeditadamente se escudaban con la naturaleza, su protectora y cómplice.

En la gruta, lo que les sacó de su momentáneo embeleso, fue observar la vegetación viciosa y tropical del fondo. La niña, gran botánica por instinto, conocía todas las plantas y hierbas bonitas del país; pero jamás había encontrado, ni a la orilla de las fuentes, tan elegantes hojas péndulas, tan colosales y perfumados helechos, tanto pulular de insectos como en aquel lugar húmedo y caluroso. Parecía que la naturaleza se revelaba allí más potente y lasciva que nunca, ostentando sus fuerzas genesíacas con libre impudor. Olores almizclados revelaban la presencia de millares de hormigas; y tras la exuberancia del follaje, se divisaba la misteriosa y amenazadora forma de la araña, y se arrastraba la oruga negra, de peludo lomo. La niña los miraba, estremeciéndose cuando al apartar las hojas descubría algún secreto rito de la vida orgánica, el sacrificio de un   —15→   moscón preso y agonizante en la red, el juego amoroso de dos insectos colgados de un tallo, la procesión de hormigones que acarreaban un cuerpo muerto.

Entre tanto llovía a más y mejor. Sin embargo, así que hubo pasado cosa de una hora, el chubasco se aplacó casi repentinamente, pareció que la gruta se llenaba de claridad, y una bocanada de fragancia húmeda la inundó: el tufo especial de la tierra refrigerada y el hálito de las flores, que respiran al salir del baño. También a los refugiados se les dilataron los pulmones, y a un mismo tiempo se lanzaron fuera del escondrijo, hacia la boca de la cueva.

Allí se pararon deslumbrados por inesperado espectáculo. La atmósfera, en su parte alta, estaba barrida de celajes, diáfana y serena: lucía el sol, y sobre el replegado ejército de nubes, se erguía vencedor, con inusitada limpidez y magnificencia, un soberbio arco-iris, cuyo arranque surgía del monte del Pico-Medelo, cogía en   —16→   medio su alta cúspide, y venía a rematar, disfumándose, en las brumas del río Avieiro.

No era esbozo de arcada borrosa y próxima a desvanecerse, sino un semicírculo delineado con energía, semejante al pórtico de un palacio celestial, cuyo esmalte formaban los más bellos, intensos y puros colores que es dado sentir a la retina humana. El violado tenía la aterciopelada riqueza de una vestidura episcopal; el añil cegaba con su profunda vibración de zafiro; el azul ostentaba claridades de agua que refleja el hielo, frías limpideces de noche de luna; el verde se tornasolaba con el halagüeño matiz de la esmeralda, en que tan voluptuosamente se recrea la pupila; y el amarillo, anaranjado y rojo parecían luz de bengala encendida en el firmamento, círculos concéntricos trazados por un compás celestial con fuego del que abrasa a los serafines, fuego sin llamas, ascuas, ni humo.

A la vista del hermoso meteoro, aproximose   —17→   la pareja, según la costumbre inveterada en los que se quieren, de expresarlo todo acercándose.

-¡El Arco de la Vieja! -exclamó en dialecto la niña, señalando con una mano al horizonte y cogiéndose con la otra a la ropa del muchacho.

-Nunca vi otro tan claro. Si parece pintado, así Dios me salve. Chica, ¡qué bonito!

-¡Mira, mira, mira! -chilló ella-. ¡El arco anda!

-¿Que anda? Tú estás loca... ¡Ay, pues anda y bien que anda!

El arco se trasladaba en efecto, con dulce e imponente lentitud, de manera teatral. Se vio un instante la cima del Pico recortada sobre el fondo de vivos esmaltes; luego, poco a poco, el arco dejó atrás la montaña y vino a coronar con su curva magnífica la profundidad del valle. Mas ya palidecían sus tintas espléndidas, y se borraban sus líneas brillantes, dejando como un vapor de colores, delicadísimo toque casi fundido ya con el firmamento,   —18→   casi velado por la humareda de las nubecillas blancas, que vagaban y se deshacían también.



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ArribaAbajo- II -

A caminar por la carretera, fastidiosa de puro cómoda, prefirieron seguir atajos en cuyo conocimiento eran muy duchos, y aun cruzar los sembrados, desiertos a la sazón, pero donde, durante la noche entera y la madrugada, cuadrillas de mujeres habían estado segando el centeno -a las horas de calor no se siega, pues se desgrana la espiga madura-. No se daban mucha priesa, al contrario, tácitamente estaban de acuerdo en no recogerse a techado hasta entrada la noche. Apenas comenzaba a caer la tarde. El campo, fresco y esponjado después de la tormenta y el riego de las nubes, oreado por suave vientecillo,   —20→   convidaba a gozar de su hermosura: cada flor de trébol, cada manzanilla, cada cardo, se había adornado el seno con un grueso brillante líquido; y grillos y cigarrones, seguros ya de que cesaba el diluvio, se atrevían a rebullirse en los barbechos, sintiendo con deleite la caricia del sol sobre sus zancas ya enjutas.

Vagaba la pareja sin rumbo cierto, cuando, casi debajo de sus cabezas, en un sendero que se despeñaba hacia el valle, divisaron una figura rara, que se movía despaciosamente. A un mismo tiempo la reconocieron ambos.

-¡El señor Antón, el algebrista!

-¡El atador de Boán!

-¿A dónde irá?

-Aventuro algo bueno que a casa de la Sabia.

-¿Quién te lo dijo?

-Tiene la vaca más vieja muy malita.

-¿Vamos a ver?

-Corriente. Hay que bajar por las viñas; si no, es mucha la vuelta.

  —21→  

-Por las viñas. Ale.

-Dame la mano.

-¿Piensas que no sé bajar sola?

El descenso era casi vertical, y había que escalar paredones y tener cuidado de no desnucarse al sentar el pie sobre los guijarros; pero las cuatro piernas juveniles alcanzaron pronto al estafermo, que caminaba dibujando eses al tropezar en cualquier canto de la senda. Iba el señor Antón en mangas de camisa (por señas que la gastaba de estopa): chaqueta terciada al hombro y un pitillo tras la oreja derecha. Los pantalones pardos lucían un remiendo triangular azul en el lugar por donde más suelen gastarse, y otros dos, haciendo juego con el de las nalgas, en las perneras; de puro cortos, descubrían el hueso del tobillo, cubierto apenas de curtida y momificada piel, y los zapatos torcidos y contraídos como una boca que hace muecas. Fuera del bolsillo interior de la chaqueta asomaba un libro empastado en pergamino, cuyas esquinas habían roído los ratones y cuyas hojas atesoraban   —22→   grasa suficiente para hacer el caldo una semana.

Al sentir ruido de gente, volvió el rostro, que lo tenía más arrugado que una pasa, más sequito que un sarmiento, y con todas las facciones inclinadas unas hacia otras, a manera de piedras de murallón que se derrumba: la nariz desplomada sobre la barba, esta remontada hacia la boca, y las mejillas colgando en curtidos pellejos a ambos lados de la pronunciada nuez. En los pómulos parecía como si le hubiesen pintado con teja dos rosetas simétricas; los labios se le habían sumido; y de la abertura donde estuvieron partían innumerables rayitas y plieguecillos convergentes, remendando el varillaje de un paraguas. ¿Paraguas dijiste? No hay que omitir que bajo el codo izquierdo sujetaba el señor Antón uno colosal, de algodón colorado rabioso, con remates y contera de latón dorado; ni menos debe callarse que honraba su cabeza, por encima de un pañuelo de yerbas, un venerable y caduco sombrero de copa   —23→   alta, de los más empingorotados y de los más apabullados también.

-Buenas tardes, señorito don Perucho y la compaña... -dijo el vejestorio al alcanzarle la pareja. Era su voz opaca y aguardentosa, pero no tan cascada como pedían sus años.

-¿A dónde va, señor Antón? -preguntó la niña.

-Para servir a vustede, señorita Manolita... ¡ahí a curar una vaca en casa de la señora María la Sabia...!

-¿Qué le duele?

-Parece ser que le ha salido, dispensando vustedes, una tumificación muy atroz en los cadriles... con perdón, carraspo, aquí donde las personas humanas tenemos el hueso llamado líaco...

-¿Un lobanillo?

-Propiamente hablando, sí, señorito, un lobanillo.

Riose Perucho, pues le hacía gracia la facha del algebrista y su manía de aplicar a todo los cuatro términos de anatomía mal   —24→   aprendidos en su libro ratonado. Moríase el vejete por dar explicaciones difusas acerca de los padecimientos de sus clientes, fuesen novillos, cerdos, canes o, como él decía, personas humanas, que a todos indistintamente les sabía reparar los desperfectos, con su ciencia heredada de encolar y recomponer la máquina animal. Ya llegaban al emparrado que sombreaba la casa de la Sabia.

Era una casuca baja y construida con piedras mal trabadas: adornábala principalmente un balcón o solana de madera, al cual nadie podía asomarse, por obstruirlo una barricada de enormes calabazas, de amarilla corteza, rameada de verde; en una esquina colgaban a secar ropas de recién nacido, y al través de ellas se abría paso una soberbia mata de claveles reventones, rojo coral, que florecía en una olla desportillada, con las raíces escapándose de la tierra negruzca que las mantenía. A la puerta de la casa, una mujer moza, de rostro curtido ya, desgranaba habas en una criba; a sus pies dos chiquillos de corta   —25→   edad, con pelo casi blanco de puro rubio, se revolcaban por el suelo jugando con las vainas de las habas. Cuando vio asomar al algebrista y a los que él llamaba señoritos, levantose la mujer con servilismo obsequioso, pegando un moquete a los chiquillos, sin duda con el fin de agasajar mejor a la visita; no contaban con él, y la misma sorpresa les impidió llorar.

La pareja entró. Tenía la casa piso de tierra; una escalera de madera conducía al sobrado o cuarto alto; y en el bajo se notaba una pintoresca mezcla de racionales e irracionales. El lar y la chimenea con asientos de madera bajo su campana; la artesa de guardar el pan; el horno de cocerlo; algunos taburetes con cuatro patas muy esparrancadas; la cuna de mimbres de una criatura y el leito o camarote de tablas en que dormía el matrimonio que la había engendrado, eran los muebles que pertenecían a la humanidad en aquel recinto. La animalidad invadía el resto. Al través de una división de tablones   —26→   mal juntos pasaba el hálito caliente, el lento rumiar y los quejumbrosos mugidos del ganado; gallinas y pollos escarbaban el suelo y huían con señales de ridículo terror, renqueando, al acercárseles la gente; dos o tres palomas se paseaban, muy sacadas de buche y muy balanceadas de cuello, esperando a que cayese alguna migaja; un marrano sin cebar, magro y peludo aún como un jabalí, sopeteaba con el hocico, gruñendo sordamente, en una tartera de barro donde nadaban berzas en aguachirle; un perro de esa raza híbrida llamada en el país de pajar, completamente tendido en tierra, dormía; al respirar, se señalaba bajo su piel la armazón del costillaje, y de cuando en cuando, al posársele una mosca encima, un estremecimiento hacía ondular todos sus músculos, y sacudía, sin despertarse, una oreja. Por un ventanillo, abierto en el testero, entraban las avispas a comerse los gajos de cerezas maduras que andaban rodando sobre la artesa; y si fuese posible prestar oído a unas   —27→   trotadas menudas que allá arriba resonaban, se comprendería que los ratones no andaban remisos en dar cuenta del poco maíz restante de la cosecha anterior, ni de cuanto encontraban al alcance de los dientes. En medio de esta especie de arca de Noé, reposaba inmóvil, sentada al pie de la artesa, con los naipes mugrientos al alcance de la mano, la vieja bruja de la Sabia.

Era su figura realmente espantable. Habíale crecido el bocio enorme, hasta el punto de que se le viese apenas el verdadero rostro, abultando más la lustrosa y horrible segunda cara sin facciones, que le caía sobre el pecho, le subía hasta las orejas, y por lo hinchada y estirada contrastaba del modo más repulsivo con el resto del cuerpo de la vieja, que parecía hecho de raíces de árboles, y tenía de los árboles añosos la rugosidad y oscuridad de la corteza, los nudos, las verrugas. Al ver entrar al algebrista y la compaña, la bruja se enderezó y salió a recibirles, no sin echarse con sumo recato un pañuelo de algodón   —28→   sobre los mechones de sus greñas blancas.

La moza, entretanto, sacaba del establo a la paciente, una vaca amarilla, y picándola con la aguijada, la empujaba fuera de la casa, a sitio descubierto y claro. Cojeaba el infeliz animal, por culpa del gran tumor que tenía en el ijar derecho; sus ojos estaban profundamente tristes, como los de todo irracional o niño enfermo. El sol pareció reanimar algo a la vaca, y se le dilató el hocico respirando aire puro. Ya salía tras ella el atador, poniendo la mano a guisa de pantalla ante los ojos, para que no le estorbase el sol que declinaba.

-Hace falta quien treme del animal -dijo, después de palpar aprisa el tumor-. Llama a tu hombre -añadió dirigiéndose a la moza.

Habiendo Perucho ofrecido su ayuda, convino el algebrista en que bastaría con él y con la moza para sujetar a la doliente, y ordenó que la señora María se encargase de preparar la bizma de pez hirviendo. Remangose Perucho las mangas de chaqueta y camisa, y arrodillándose, asió con puño de hierro la pata del   —29→   animal, asentándola y afirmándola en tierra a fin de que no cocease con el dolor. El brazo del mancebo era membrudo, atendida su edad, y la cuadratura de los músculos se diseñaba enérgicamente: sobre el cutis, fino como raso, rojeaba a la luz moribunda del sol un vello denso y suave. Su compañera le miraba con disimulo y atención, como si viese por primera vez aquella cabeza cubierta de ensortijados bucles, aquellas perfectas facciones trigueñas y sonrosadas, aquel cogote juvenil y fuerte como testuz de novillo bermejo, aquellas espaldas fornidas donde la postura y el esfuerzo para mantener inmóvil la pata del animal hacían sobresalir el omoplato. De chiquita, la costumbre de ver a Pedro le impedía reparar su hermosura; ahora se le figuraba descubrirla en toda su riqueza de pormenores esculturales, cosa que la turbaba mucho y tenía bastante culpa de la cortedad y despego que mostraba al quedarse con él a solas. Se avergonzaba la niña de no ser tan linda como su amigo; de ser casi fea.

  —30→  

También se recogió el atador las mangas de estopa, y sacó de la faltriquera del pantalón una reluciente navaja de afeitar envuelta en un trapo. Agachose bajo la paciente, y empuñando el instrumento, con brioso girar de muñeca y haciendo terrible fuerza en el pulgar, sajó casi en redondo el lobanillo. Bramó y resopló de dolor la vaca, intentando huir; pero estaba bien sujeta y el corte dado ya. Sin hacer caso de los mugidos angustiosos ni de las inútiles sacudidas de la bestia, el señor Antón comenzó a esgrimir la navaja casi de plano, desprendiendo la piel que cubría el tumor, y disecando poco a poco, con certera diestra, sus raíces, como quien desprende de un peñasco los tientos de un adherido pólipo. De rato en rato empapaba con trapos la sangre que corría y le impedía ver. Cada raíz encubría otras más menudas, y la navaja seguía escrutando los ijares del animal, persiguiendo las últimas ramificaciones de la fea excrecencia. Ya casi la tenía desprendida, cuando la vaca, que parecía resignada   —31→   con su suerte, dio de pronto un empuje desesperado y supremo, logró soltar las patas, derribó de una patada el sombrero de copa alta del algebrista y echó a correr furiosa. Ciega por el terror, fue a batir contra la muralla del emparrado, donde la alcanzó Perucho. La agarró del rabo primero, luego la cogió por los cuernos, y a remolque y a empujones y a puñadas la trajo otra vez a la clínica. El señor Antón acusaba a la moza de no valer nada, de haber aflojado la pata; y Manuela, con los ojos brillantes y la sonrisa en los labios, se ofrecía a sustituir ventajosamente a la aldeana.

-¡Jesús, alabado sea Dios, qué valiente de señorita! -tartamudeó la Sabia, apareciendo en la puerta.

-Las que nos criamos en la montaña... -murmuró la niña arrodillándose y ciñendo con ambas manos, no muy blancas ni nada endebles, el corvejón del animal.

-No hay cosa como las montañesas -declaró dogmáticamente el atador, encasquetándose   —32→   otra vez su abollada bomba, sin la cual, al parecer, no era dueño de todos los recursos de la ciencia quirúrgica.

-Remángate, Manola -aconsejó sin volver la cabeza Pedro-: si no vas a ponerte perdida.

Notando que él no la miraba, Manolita se remangó. Los chiquillos, rubios como el cerro, que presenciaban la operación absortos, con la pupila dilatada y chupándose el dedo índice, quisieron también cooperar al buen resultado, y vinieron a poner cada uno una manita en los corvejones de la mártir. Poco duró el suplicio. El señor Antón, con su rapidez y maestría acostumbradas, arrojaba ya triunfalmente hacia el campo más próximo una masa sanguinolenta e informe, que era el núcleo del lobanillo y su aureola de raíces. Entre un furioso y desesperado bramido de la vaca al sentir la pez hirviendo que le abrasaba los tejidos, y un ¡carraspo! del algebrista que se levantaba vencedor, se acabó la operación y la víctima fue de nuevo encerrada   —33→   en el establo. Echáronle en el pesebre un brazado de fresca yerba, y a poco su hocico húmedo, del cual se desprendía un hilo de baba, rumiaba con fruición la dulce golosina.



  —34→  

ArribaAbajo- III -

Sin embargo, aún le quedaban al señor Antón deberes facultativos que llenar en aquella casa. Le presentaron un ternero que andaba malucho de desgano y rehusaba las cortezas de pan y la hierba más apetitosa. Le abrió la boca al punto, sacole de través la lengua, y declaró que tenía el piojo. Pidió los ingredientes de sal y ajo, que metió en una bolsita de lienzo; mojola en vinagre, y frotó con ella los bordes de la lengua, para levantar las escamillas en que consistía el mal: sacó luego del bolsillo-estuche unas tijeras de costura, y cortó las escamas, dejando al   —35→   choto en disposición de zamparse todos los prados comarcanos. Tras el ternero vino un buey, cojo de la mano derecha: el doctor reconoció que tenía el pulgón y que era preciso meterle entre la pezuña un puñado de pólvora amasada y prenderle fuego. El caso era que no se encontraba pólvora allí.

-Que vayan por ella a los Pazos -exclamó servicialmente Perucho.

-Mientras van y vuelven llega la noche, señorito -exclamó el atador-, y de aquí a Boán hay camino. Ya pasaré por aquí mañana o pasado lo más tarde, que me cumple verle la yegua al señor Ángel. No hay duda, que no muere el buey por eso.

Quedó aplazada la voladura del pulgón, pero no consintió la Sabia en que se partiese el algebrista sin tomar un taco y echar un cloris. Limpiándose el copioso sudor con el pañuelo de yerbas, sentose el señor Antón a la mesa, ante el zoquete de pan de centeno y el jarro de vino. Entabló conversación con el ama de casa, no habiendo querido los señoritos   —36→   sentarse ni probar cosa alguna, porque les divertía más presenciar la cómica escena y oír, cruzando ojeadas y risas, la plática donosa que avivaban con sus preguntas. Estaba de buen humor el vejete, como siempre que terminaba felizmente una operación y se veía con el pichel de mosto delante. A las quejas de la Sabia, que se lamentaba de las enfermedades de los animales con tono de abuela cuando deplora achaques de sus nietos, respondía jocosamente el algebrista que, si no tuviese una riqueza en ganado, no se le pondría el ganado enfermo nunca.

-¿A que a mí no se me mueren las vacas? En no las teniendo... catá.

La bruja respondía a tan atinada observación con otra muy filosófica y cristiana:

-Todos habemos de morir, si Dios quiere.

De tal respuesta tomó pie el algebrista para procurar insinuarse, hablando del bocio de la vieja, y comprometiéndose a extirpárselo con tanta prontitud como el tumor de la vaca, fuera el alma. Contó que precisamente   —37→   acababa de realizar la misma operación en un labrador rico de Gondás. De cuatro a cinco tajos de navaja ¡zis, zas! (y al decir zis, zas pasaba el dedo por delante del cuello deforme de la Sabia) le había sajado el bocio perfectísimamente, plantándole, para atajar la morragia, un emplasto donde se misturaban trementina, diaquilón, confortativo, minio, litargirio, incienso, pez blanca, pez dorada y pez negra...

-Vamos, pez de todos los colores -dijo Perucho riendo.

-No haga burla, señorito, no haga burla... Pues emplasto fue aquel que apretó, apretó, apretó (y el algebrista cerraba y apretaba el puño con toda su fuerza) y a los quince días...

-¿Al campo santo?

-¡Quedó como si tal cosa, más contento que un cuco! ¡La sabiduría puede mucho, señorito!

La bruja no se resolvía a empecinarse. Tantos años con aquello, y al fin iba durando:   —38→   luego no era cosa de muerte. Los animales... no tiene que ver con las personas: si no se cuidan y se asisten, ni trabajan, ni dan leche, ni... En vista de que allí no necesitaban médico las personas humanas, el algebrista, después de dejar temblando el jarro, sacó el pitillo que llevaba tras la oreja, encendiolo en las brasas del lar, se terció la chaqueta, y con andar más que nunca dificultoso, tomó el camino del valle.

Acompañole la pareja, divertida con su charla. Era el señor Antón uno de esos personajes típicos, manifestación viviente, en una comarca, de los remotos orígenes y misteriosas afinidades étnicas de la raza que la habita. En el país se contaban muchos que ejercían la profesión de algebristas, componiendo con singular destreza canillas rotas y húmeros desvencijados, reduciendo lujaciones y extirpando sarcomas, merced a no sé qué ciencia infusa o tradición comunicada hereditariamente, o recogida de labios de algún compostor viejo a quien el mozo había tomado   —39→   los moldes; pero ninguno tan acreditado y consultado en todas partes como el atador de Boán, que tenía fama de poner la ceniza en la frente a los médicos de Orense y Santiago, habiendo persona que vino expresamente desde Madrid, cuando todavía se viajaba en diligencia, a que el señor Antón le curase una fractura. No desvanecían al vejete las glorias científicas; pero sí le daban pretexto a descuidar la labranza de sus tierras y entregarse a sabrosa vagancia cotidiana por riscos y breñas. Con su chaquetón al hombro en el verano, su montecristo de pardomonte en invierno, y siempre el pitillo tras la oreja, la chistera calada sobre el pañuelo, el paraguas colorado bajo el brazo y el libro grasiento en la faltriquera, recorría haciendo eses los senderos del país, sintiendo en la cabeza y en la sangre la doble efervescencia del aire puro y vivo de la montaña y de la libación de mosto o aguardiente hecha a los dioses lares de cada enfermo. La atmósfera candente, el cierzo glacial, las claras mañanas   —40→   primaverales, las templadas noches, la borrasca, la bonanza, le tenían seco y oreado como un fruto de cuelga, como esas manzanas tabardillas cuya piel se arruga y contrae y adoba más que el mejor pergamino; y también, lo mismo que en ellas, la pulpa se concentraba guardando toda su virtud y sabor. No había viejo mejor conservado, más templado y rufo que el señor Antón: asegurábanlo las mozas trocando maliciosos guiños, y lo confirmaban los mozos haciendo con la mano alzada y el pulgar inclinado hacia la boca el ademán del que se atiza un buen traguete. Nunca se le encontraba que no estuviese bajo la alegre influencia del jarro, o del sol, que tenía la virtud de hacerle fermentar en las venas la reserva de espíritus alcohólicos. Entonces se desataba su locuacidad, y le gustaba sobre todo platicar con los curas o con los aldeanos viejos y duchos, en quienes, a falta de instrucción, la experiencia de una larga vida ha desarrollado cierta inteligencia práctica, haciéndoles depositarios del   —41→   caudal del saber popular, ancho cauce de arena donde a trechos brilla alguna partícula de oro o algún diamante en bruto. El señor Antón tenía su filosofía allá a su modo, mitad bebida en tres o cuatro librotes viejos, en tomos descabalados de Feijóo, en el Desiderio y Electo, mitad inspirada por el espectáculo y la sugestión incesante de la madre naturaleza, de árboles y estrellas, ríos y nubes. En su cráneo estrecho y prolongado, verdadero cráneo céltico, bullían a veces viejas ideas cosmogónicas, bocetos confusos de panteísmo y restos de cultos y creencias ancestrales. Por lo cual, al meterse en honduras, solía decir muchos y muy peregrinos despropósitos, mezclados con dictámenes y sentencias que sorprendían al verlos salir de aquella boca plegada como la jareta de un bolsón, envueltas en vaho aguardentoso y subrayadas por la risa de polichinela que establecía inmediata comunicación entre su nariz y su barba.

Encontrándolo más alumbrado que de costumbre,   —42→   moríase Perucho por tirarle de la lengua, y le seguía, llevando el dedo meñique enganchado en el de Manuela y columpiando el brazo a compás, por hábito inveterado de contacto cariñoso.

Chupaba el señor Antón su apestoso papelito, sumiendo la boca de tal manera que, más que con los labios, parecía aspirar el humo con la laringe. Al mismo tiempo iba filosofando sobre las enfermedades, la vejez y la muerte.

-Mire, señorito, que esto de estar enfermo (aquí un traspiés), le tiene su aquel, ¡carraspo! Lee uno en libros, a lo mejor, que el hombre es, como quien dice, un gusano, y viene la soberbia, y replica: -No, gusano, no, que yo tengooo (ahuecó la voz enfáticamente), ¡lo que no tiene un gusanoooo! Pero llega la enfermedad, maina mainita (y remedaba los movimientos del que se acerca muy cautelosamente a otro), y ya no se diferencia el verme del hombre... ¡carraspo! Porque díganme: ¿uso yo una navaja para estripar, con   —43→   perdón, las tumificaciones de las vacas y otra para las personas humanas? No señor, que uso la misma, que aquí la llevo en el bolsillo (y se golpeaba con fuerza el pecho). El emplasto o la cataplasma, ¿se misturan de otro modo? ¡No señoooor! Y en vista de ello...

-¿Resulta, señor Antón, que a usted no le parece diferente un buey de un cristiano? ¿Eh? ¿Usted y yo valemos tanto como un jumento?

-No sea tan materialista, señorito, ¡carraspo!... Son poquitos los que se hacen cargo de estas cosas perfundas... ¡Hay que abrir el ojo! ¿Tiene ahí un misto? Se me apaga el condenado del pitillo. Estimando la molestia... Vamos al decir de que la gente como usted y como yo, y las bestias, dispensando vustedes, padecen de los mismos males, y en la botica no hay diferencias de remedios, y la vida se les viene y se les va del mismo modo, y todos pasan su tiempo de chiquillos, porque los perritos pequeños lloran y enredan como las criaturas, y luego a las personas humanas les   —44→   llega la de andar tras de las mozas, y andan que tolean, y también los perros se escapan de casa para perseguir a las perras, con perdón, y las buscan, y riñen por causa de ellas, y las obsequian como los señoritos a las señoritas... ¡Carraspoo!

Al llegar a este punto el discurso del atador, Pedro soltó los dedos de Manuela para reír a carcajadas, y la montañesa le acompañó, sofocando la risa en la boca con la punta del pañuelo.

-Pero eso ya se sabe, señor Antón... ¡Vaya unas noticias que da! ¡Fresquitas!

-Poco y poco, poco y poco... (se ignora si el algebrista lo decía pensando en que el camino tenía muchas piedras y él más vino en el estómago, o siguiendo la ilación de su tesis trascendental). Vamos a la custión... Digo, señorito, y no miento: un hombre valerá, estamos conformes, más que los animales; pero poder... Vaya, poder, no puede más que un buey; y cuando le llega la de cerrar el ojo, aunque sepa más que el rey Salimón, lo   —45→   cierra... y abur. ¿Lo cierra o no, señorito?

-Según y conforme... También los hay que se quedan con él muy abierto -murmuró Pedro para hacer rabiar al atador.

-Demasiado nos entendemos... -articuló este escupiendo, por el sitio en que algún día tuvo los colmillos, un chorro de saliva negruzca, cuya proyección cortó limpiándose el agujero de la boca con el dorso de la mano-. Señorito, escuche y perdone. ¡A lo que me da que pensar, carraspo! Esto del nacer, y del morir, y del enfermarse, y del comer, y del beber, ¡atención! (hizo aquí una ese más arqueada que ninguna), es un... un... un aquel que puede más que los animales y los hombres juntos, a modo de una endrómena muy grande, muy graaaande...

El algebrista tendía la mano y la giraba en derredor, señalando con amplio ademán circular la profundidad del valle de Ulloa, el anfiteatro de montañas que lo cierra, el río que espumaba cautivo en la hoz, todo lo cual se dominaba desde el sendero alto y escarpado.   —46→   Pedro y Manuela, que habían vuelto a enganchar los dedos por instinto, miraban hacia donde apuntaba el viejo, tratando de comprender la idea rebozada en báquicos vapores que desde el cerebro del señor Antón descendía trabajosamente hasta su lengua.

-Tan grande -añadía extendiendo ya los dos brazos para mejor expresar la inmensidad- que me parece a mí, señorito, con perdón, que es tan grande como el mundo... ¡Más aún, carraspo!

-¿Más que el mundo? ¡Quieto, vino, quieto! -exclamó Pedro, significando que por boca del algebrista hablaba la borrachera.

-Más aún, sí señor. ¿De qué se pasma? Demasiado nos entendemos. Un hombre ha leído algo... ¿Tiene otro misto? Disimule.

-Ahí va la caja. ¿Conque se ha leído mucho?

Una sonrisa orgullosa dilató los plieguecillos de la consabida jareta.

El saber, como dijo el otro, no ocupa lugar... No se burle, señorito, no se burle...   —47→   Demasiado tendrá usted leído lo que llaman el Treato... el Trato...

-¿Alguna comedia?

-¡Comedia! Lo compuso un fraile, hablando con respeto... un fraile de esta tierra, con más sabiduría que todos los de España y del mundo entero juntos... Pues allí dice, ¡sí, señorito!, que las estrellas del cielo son como nosotros... ¡con perdón!, como este universo mundo de acá... y que también allí nacen, y mueren, y comen, y andan atrás de las muchachas...

Al llegar aquí guiñó picarescamente el algebrista el ojo izquierdo a la bóveda celeste, y como si obedeciese a un conjuro, el hermoso lucero de Venus comenzó a rielar con dulce brillo en el sereno espacio.

-¡Hay que desengañarse, hay que desengañarse! -prosiguió el viejo moviendo la cabeza, que, al oscilar sobre el seco pescuezo, parecía una pasa pronta a desprenderse del rabo. Por muchas vueltas que se le dé, esta cosa grande, grande, grandísima (y reiteraba   —48→   el ademán de abarcar todo el valle con los brazos), puede más que vusté, y que yo, y aquel, y que todos, ¡carraspiche! Yo me muero, verbo en gracia; bien, corriente, sí señor; ¿y después? La cosa grande se queda tan fresca. Yo me divertí mis carnes; pero de yo ya propiamente no soy nada; se crían repollos, y patatas, y ortigas, y toda clas de hortalizas... ¿me entiende?

-¿También de mi cuerpo se han de criar repollos? -preguntó Manolita.

-Y ¡juy juy! -relinchó el algebrista, trompicándose en una piedra por culpa del arrechucho de galantería que le entró-. Del cuerpo de las señoritas buenas mozas se criará espliego, rositas de Mayo...

Adoptando de nuevo su gravedad filosófica, añadió:

-Pero no se ponga hueca... Le es igual... igualito... ¿Qué más tiene volverse chirivía o malva de olor?, carrás... Quiérese decir que las estrellas del cielo, y las tierras, y el mainzo, y el cuerpo de vusté, y el mío, y el del Papa,   —49→   con perdón, y el espliego, y los repollos, y las vacas, y los gatos, es todito lo mismo, disimulando vusté, y no hay que andar escoge de aquí y escoge de allí... Todo lo mismo señorita, todo lo mismísimo... ¡La cosa grande!

Al llegar aquí de su perorata le besó un canto en la espinilla, y llevose la mano a la pierna, exhalando un ay doliente; pero al punto mismo, después de refregarse la parte dolorida y tirar con rabia del cigarro, que se apagaba de vez, volvió a su tema, balbuciendo con lengua todavía más estropajosa:

-La co... la cosa grande... se ríe de todo, sí, señor, de todo... Allá anda, carraspo... haciendo la burla a quien nace... y a quien muere... y a los que buscamos las mo... mozas... de rumbo... ¡juy! La cosa... g... gran... no nació en jamás... ni se ha de morir... Buena gana tiene... A cada a... ño... está... más... fres... frescachona... ¡juy!, vivan las rap... rapazas... ¡Arde, cigarro, arde, condenado, si quieres, que... te... par... to...!

-Echemos por las viñas, Manola -dijo Pedro   —50→   a su compañera-. El algebrista va hoy como un templo. Ya no se le sacan del cuerpo sino barbaridades.

-¿Y si tropieza y cae al río?

-¡Qué disparate! Estaría muerto ya un millón de veces, mujer, si fuese capaz de caerse. Anda así toda la santa vida.



  —51→  

ArribaAbajo- IV -

Libres ya del atador, tomaron un sendero más practicable, que por entre tierras labradías y viñedos conducía al gran castañar del solariego caserón de Ulloa. Aunque la luna, en cuarto creciente, dibujaba ya sobre el cielo verdoso una fina segur, todavía la claridad del crepúsculo permitía registrar bien el paisaje; pero al ir entrando bajo la tenebrosa bóveda formada por el ramaje de los castaños, se encontró la pareja envuelta en la oscuridad, y en no sé qué de pavoroso y sagrado, y fresco y solemne, como el ambiente de una iglesia. El suelo   —52→   estaba seco y mullido, como suele estar en verano el de los bosques, y el pie lo hollaba con placer. No se oía más ruido que el rumor de las hojas, melodioso como una música distante de la cual apenas se percibe el acompañamiento. Instintivamente, Pedro y Manuela se aproximaron el uno al otro, y sus dedos se engancharon con más fuerza; pero el sentimiento que ahora los unía no era el mismo que allá en la gruta, sino una especie de comunión de los espíritus, simultáneamente agitados, sin que ellos mismos lo comprendiesen, por las ideas de muerte, de transformación y de amor, removidas en la grosera plática del vejete borracho.

-¡Perucho! -murmuró ella alzando el rostro para mirar el de su compañero, que en aquella sombra veía pálido y sin contornos.

-¿Qué quieres? -contestó él sacudiéndole el brazo.

-¿Qué me dices de todo eso?... ¡Cuántas bobadas echó por aquella boca el señor Antón!

  —53→  

-Está peneque, y chocho además.

-¿Me volveré yo rosa? ¿Malvita de olor?

-No tienes que volverte... Ya Dios te dio rosa y clavel y cuantas flores hay.

-No empieces a meterte conmigo... ¡Que me enfado! ¿Y eso que dice de una cosa muy grande, que está en el cielo, y en la tierra, y en todos los sitios?

-Muchos ratos también se me pone a mí aquí -murmuró Pedro deteniéndose y señalando a la frente- que hay una cosa muy grande... ¡y tan grande!... Mayor que el cielo. ¿Sabes dónde, Manola? ¿A que no lo aciertas?

-¿Yo qué sé? ¿Soy bruja o echo las cartas como la Sabia?

El mancebo le tomó la mano, y la paseó por su pecho, hasta colocarla allí, donde, sin estar situado el corazón, se percibe mejor su diástole y sístole.

-Aquí, aquí, aquí -repitió con ardiente voz, oprimiendo como para deshacerla la mano morena y fuerte de la muchacha, que se reía, tratando de soltarse.

  —54→  

-Majadero, brutiño, que me lastimas.

La soltó y ella siguió andando delante en silencio. De cuando en cuando se percibía entre las hojas el corretear de una liebre, o resonaba el último gorjeo de un ave. A lo lejos arrullaban roncamente las tórtolas, bien alimentadas aquellos días con los granos caídos en los surcos del centeno. También se escuchaba, dominando la sinfonía con sordina del follaje, el gemido de los carros que volvían cargados de haces de mies a las eras.

-Manola, no corras tanto... -exclamó Pedro con voz tan angustiada como si la chica se le escapase-. ¡Ave María, mujer! Parece que te van persiguiendo los canes. ¿Tienes miedo?

-No sé a qué he de tener miedo.

-Pues entonces, anda a modo, mujer... ¿Qué diversión se nos pierde en los Pazos? ¡Mira que es bonita! Padrino estará fumando un cigarro en el balcón, o viendo cómo arreglan las medas; mamá por allí, dando vueltas en la cocina; papá en la era, eso de fijo... las   —55→   chiquillas ya dormirán... ¡va buena que dormirán! Oye, chica, la mano.

Trabáronse como antes por los dedos meñiques y continuaron andando no muy despacio. El bosque se hacía más intrincado y oscuro, y a veces un obstáculo, seto de maleza o valla de renuevos de árboles, les obligaba a soltarse de los dedos, a levantar mucho el pie y tentar con la mano. Tropezó Manola en el cepo de un castaño cortado, y sin poderlo evitar cayó de rodillas. Pedro se lanzó a sostenerla, pero ella se levantaba ya soltando la carcajada.

-¡Vaya una montañesa, que tropieza en cualquier cosa como las señoritas del pueblo! Por el afán de correr. Bien empleado.

-Pero si no se ve miaja. Rabio por salir pronto de aquí.

-Para irte a la cama, ¿eh? ¿Para dejarme solito?

-Podías dar un repaso a los libros, haragán.

-Mujer... ¡para cochinos tres meses que tiene uno de vacaciones! Yo antes pasaba   —56→   contigo todo el año... ¿no te acuerdas? Siempre, siempre andábamos juntos... ¡Qué vida tan buena! Y bien aprendíamos reunidos, más de lo que aprendo ahora en clase... ¡Apenas tenemos leídos1 libros de la estantería! ¿Te acuerdas cuando te enseñé las letras por uno que tiene estampas?

-Pero de la mitad nos quedábamos a oscuras. De muchos sólo mirábamos las estampitas, aquellos monigotes tan descarados.

-Bueno, el caso es que estábamos más contentos, ¿eh? Yo al menos. ¿Y tú?

Calló la niña montañesa, tal vez porque un haz de arbustos nuevos y un alto zarzal le cerraban el paso. Tuvieron que retroceder y buscar entre los castaños la senda perdida.

-¿No me contestas? ¿Vas enfadada conmigo?

-No hay humor de hablar mientras esté uno en estas negruras.

-Y después que salgamos al camino de la era, ¿me das palabra de que rodearemos por los sembrados?

  —57→  

-Sí, hombre, sí.

-¿Manola?

-¿Quée?

Deslizábase a la sazón la pareja por un estrecho pasadizo de troncos de castaño, que apenas daba espacio a una persona de frente. La oscuridad disminuía; acercábanse a la linde del bosque. La niña alzó los ojos, vio la cara de su compañero y acompañó la interrogación de fingido mal humor con una sonrisa, y entonces él se inclinó, le echó las manos a la cabeza, y con una mezcla de expansión fraternal y vehemencia apasionada, apretole la frente entre las palmas, acariciándole y revolviéndole el cabello con los dedos, al mismo tiempo que balbucía:

-¿Me quieres, eh?, ¿me quieres?

-Sí, sí -tartamudeaba ella casi sin aliento, deliciosamente turbada por la violencia de la presión.

-¿Como antes?, ¿como allá cuando éramos pequeñitos?, ¿eh? ¿Como si yo viviese aquí?

-¡Ay!, me ahogas... me arrancas pelo   —58→   -murmuró Manola, exhalando estas quejas con el mismo tono que diría: -Apriétame, ahógame más-. No obstante, Pedro la soltó, contentándose con guiarla de la mano hasta que salieron completamente del bosque y en vez de árboles distinguieron frente a sí el carrerito que llevaba en derechura a la era de los Pazos. Pero el mancebo torció a la izquierda, y Manola le siguió. Iban orillando un sembrado de trigo, que en aquel país abundan menos y se siegan más tarde que los de centeno. Si a la luz del sol un trigal es cosa linda por su frescura de égloga, por los tonos pastoriles de sus espigas, amapolas, cardos y acianos, de noche gana en aromas lo que pierde en colores, y parece perfumado colchón tendido bajo un dosel de seda bordado de astros. Convida a tomar asiento el florido ribazo alfombrado de manzanillas, cuya vaga blancura se destaca sobre la franja de yerba; y allá detrás se oye el susurro casi imperceptible de los tallos que van y vienen como las ondas de una laguna.

  —59→  

Dejose caer Manola en el ribazo, sentándose y recogiendo las faldas, y Pedro se echó enfrente de ella, boca abajo, descansando el rostro en la mano derecha. Así permanecieron dos o tres minutos, sin pronunciar palabra.

-Debe de ser muy tarde -articuló la muchacha agarrando algunos tallos de trigo y empuñándolos para sacudir las espigas junto a la cara de Pedro.

-Silencio... ¿No te da gusto tomar el fresco, chuchiña? Esta tarde no se paraba con el calor. ¿O tienes sed?

-No -contestó lacónicamente.

Transcurrió un momento, durante el cual Manola se entretuvo en arrancar una por una flores de manzanilla, y juntarlas en el hueco de la mano. Al fin la impacientó el obediente mutismo de su compañero.

-¿Qué haces, babeco?

-Te estoy mirando.

-¡Vaya una diversión!

-Ya se ve. Como a ti ahora te ha dado por   —60→   no mirarme. Parece que te van a enfermar los ojos si me miras. Te has vuelto conmigo más brava que un tojo.

Ella, entre arisca y risueña, siguió arrancando las manzanillas silvestres. Un céfiro de los más blandos que jamás ha cantado poeta alguno, un soplo que parecía salir de labios de un niño dormido, pasando luego por los cálices de todas las madreselvas y las ramas de todas las mentas e hinojos, se divertía en halagarle la frente, inclinando después las delgadas aristas de la espiga madura. A pesar de sus fingidas asperezas, Manola sentía un gozo inexplicable, una alegría nerviosa que le hacía temblar las manos al recoger las manzanillas. Con todo el alborozo de una chiquilla saboreaba la impresión nueva de tener allí, rendido, humilde y suplicante, al turbulento compañero de infancia, el que siempre podía más que ella en juegos y retozos, al que en la asociación íntima y diaria de sus vidas representaba la fuerza, el vigor, la agilidad, la destreza y el mando. Al sentirse investida   —61→   por primera vez de la regia prerrogativa femenina, al comprender claramente cómo y hasta dónde le tenía sujeta la voluntad su Pedro, se deleitaba en aparentar malhumor, en torcerle el gesto, en llevarle la contraria, en responderle secamente, en burlarse de él con cualquier motivo, encubriendo así la mezcla de miedo y dicha, el ímpetu de su sangre virginal, ardorosa y pura, que se agolpaba toda al corazón, y subía después zumbando a los oídos produciéndole deleitoso mareo, al oír la voz de Pedro, y sobre todo al detallar su belleza física. Justamente, mientras corría aquel tan halagüeño céfiro, Manuela se absorbía en la contemplación de su amigo, pero de reojo. La luminosa transparencia de la noche permitía ver los graciosos rizos del mancebo cayendo sobre su frente blanca y tersa como el mármol, y distinguir la lindeza de sus facciones y de sus azules ojos, que entonces parecían muy oscuros.

-¿Cómo me querrá tanto, siendo yo fea? -decía para sus adentros Manola; y de repente,   —62→   cogiendo todas las manzanillas, se las arrojó al rostro.

-A casa, a casa enseguida, que son las tantas de la noche -murmuró arrodillándose, como si le costase trabajo incorporarse de una vez. Ya estaba allí Pedro para auxiliarla. Cuando eran chiquillos solía dejarla en el atolladero por algún tiempo hasta que pidiese misericordia, y reírse descaradamente de sus apuros... Ahora no se atrevería a hacerla rabiar: él era el esclavo.

Volvieron a tomar el sendero. A poco se encontraron en la era, vasto redondel cercado por una parte de estrecha muralla y de manzanos gibosos. Por la otra, sobre el cielo estrellado, se destacaba la cruz del hórreo, y más arriba subían las ramas inmóviles de una higuera. Alrededor, las medas o altos montículos de mies remedaban las tiendas de un campamento o la ranchería de una india. Ya no había allí nadie: por el suelo quedaban todavía esparcidos algunos haces de la cosecha del día.

  —63→  

Un perro, ladrando hostilmente, se abalanzó contra la pareja; mas al reconocerla, trocó los ladridos de cólera en delirantes aullidos de alegría, se echó al suelo, se revolcó, gimió, y por último, zarandeando la cola de un modo insensato, con la lengua fuera de las fauces, trotando sobre la seca hierba del sendero, y volviéndose a cada segundo, los precedió hasta los Pazos de Ulloa.



  —64→  

ArribaAbajo- V -

Subía la diligencia de Santiago el repecho que hay antes de llegar a la villa de Cebre. Era la hora de mayor calor, las tres de la tarde. La persona de más duras entrañas se compadecería de los viajeros encerrados en aquel cajón, donde si toda incomodidad tiene su asiento, el que lo paga suele contentarse con la mitad de uno.

Venía atestado el coche, que era de los más angostos, desvencijados, duros y fementidos. En el interior, hombro contra hombro del vecino del lado, e incrustadas las piernas en las del frontero, se acomodaban cinco estudiantes   —65→   de carrera mayor en vacaciones, una moza chata, portadora de un cesto de quesos, el notario de Cebre, y la mujer de un empleado de Orense, con el apéndice de un niño de brazo. La atmósfera del interior era sol, sol disuelto en polvo, sol blanquecino, crudo, implacable, centuplicado por la oscura refracción de los puercos vidrios, que ningún viajero osaba bajar, por temor de ahogarse entre la polvareda. La respiración se dificultaba: gotas de sudor rezumaban de los semblantes, y moscas y tábanos -cuyo fastidioso enjambre había elegido allí domicilio- se agolpaban en los pescuezos y labios, chupándolas. No había modo de espantar a tan impertinentes bichos, porque ni nadie podía revolverse, ni ellos, enconados por el ambiente de fuego, soltaban la presa a dos tirones. Al desabrido cosquilleo del polvo en las fosas nasales se unía el punzante mal olor de los quesos, y aun sobresalía el desapacible tufo del correaje y el vaho nauseabundo tan peculiar a las diligencias como el olor del carbón de piedra a los vapores.   —66→   A despecho de todas estas molestias y otras muchas propias de semejante lugar, los estudiantes no perdían ripio, y armaban tal algazara y chacota, secundándolos el notario, que sus dichos, más picantes que el aguijón de los tábanos, habían parado como un tomate las orejas de la moza, la cual apretaba su cesta de quesos lo mismo que si fuese el más perfumado ramillete del mundo. La mujer del empleado, aunque nada iba con ella, creíase obligada por sus deberes de buena esposa y madre de familia a suspirar a cada minuto levantando los ojos al cielo, mientras abanicaba con un periódico al dormido vástago.

No disfrutaban mayor desahogo los de la berlina. De ordinario era esta el sitio de preferencia; pero aquel día una especial circunstancia lo había convertido en el más incómodo. Al salir de Santiago muy de madrugada, los dos pasajeros que ya ocupaban las esquinas de la berlina entrevieron con terror, a la dudosa luz del amanecer, otro pasajero de dimensiones anormales, que se aproximaba   —67→   a la portezuela, sin duda con ánimo de subir y apoderarse del tercer asiento. Al pronto no distinguieron sino un bulto oscuro, gigantesco, que exhalaba una especie de gruñido, y se les ocurrió si sería algún animalazo extraño; pero oyeron al mayoral -viejo terne conocido por el Navarro, aunque era, según frase del país, más gallego que las vacas- exclamar, en el tono flamenco y desenfadado que la gente de tralla cree indispensable requisito de su oficio, y con la mitad del labio, pues el otro medio sujetaba una venenosa tagarnina:

-¡Maldita sea mi suerte! ¿Cura a bordo? Vuelco tenemos.

Casi al mismo tiempo el pasajero de la esquina izquierda, vivaracho, pequeño y moreno, tocó en el codo al de la derecha, que era alto, y le dijo a media voz:

-Es el Arcipreste de Loiro... Veremos cómo se amaña para pasar al medio... Nosotros no soltamos nuestro rincón... ¡Se prepara buen sainete!...

  —68→  

Mirole el otro viajero y encogiose de hombros, sin responder palabra. Entre el mayoral y el zagal procuraban izar la humanidad del Arcipreste hasta las alturas de la berlina: empresa harto difícil, pues requería que el enorme vejestorio pusiese un pie en el cubo de la rueda, luego otro en el aro, y luego le empujasen y embutiesen dentro por la estrecha abertura de la portezuela. El viajero pequeño reía a socapa, calculando el fracaso probable de la tentativa, por estar ocupado el rincón. Grande fue su sorpresa al ver que el viajero alto llevaba la mano a su gorra de viaje, indicando un saludo; y en seguida se corría hacia el asiento del centro, para dejar paso franco; y después, viendo que ni aun así conseguían introducir al obeso y octogenario Arcipreste, alargaba sus enguantadas manos y tiraba de él con fuerza hacia el interior, logrando por fin que atravesase la portezuela y se desplomase en el asiento del rincón, haciendo retemblar con su peso la berlina y llenándola toda con su desmesurada corpulencia,   —69→   al paso que refunfuñaba un -Felices días nos dé Dios.

De soslayo -porque después de entrar el Arcipreste nadie podía rebullirse y todos se encontraban estrictamente encajados, prensados como sardina en banasta- el viajero chico insinuó a su compañero:

-¡Pero hombre, que se ha fastidiado usted! Ahora tiene usted que aguantarse en el medio todo el viaje. ¡Ha sido usted un tonto! El entremés era dejarle, a ver qué hacía.

Enarcó las cejas el viajero de los guantes, dudando si mandar a paseo a aquel cernícalo o darle una lección. Al fin se volvió, como pudo, y dijo bajando la voz:

-Es un viejo y un sacerdote.

El viajero pequeño le miró con curiosidad, arrugando el gesto, y procurando discernir mejor, a la pálida luz del amanecer, las trazas del enguantado caballero. Parecíale hombre ya maduro, bien barbado, descolorido de rostro, alto de estatura, no muy entrado en carnes -sin ser lo que se llama flaco- y vestido   —70→   de un modo especialmente decoroso y correcto, por lo cual el observador pensó:

-Este me huele a título o diputado de los conservadores. ¿Quién será, demonios, que no lo he visto nunca? -Y después de reflexionar breves instantes:- De fijo -decidió- es algún forastero que va a la finca del marqués de las Cruces o la del de San Rafael... Claro. Allí todo el mundo se come los santos y les hace el salamelé a los curas... Pues el marqués de las Cruces no es, que a ese bien le conozco. El de San Rafael, menos... ¡ojalá! Nos haría reventar de risa con sus dichos... señor más ocurrente y más natural... ¿Será alguno de los maridos de las sobrinas? ¡Ca!, vendría la señora también con él. Pero, ¿quién rayos será?

Ya no tuvo punto de reposo el activo y bullidor cerebro del viajero chico, a quien no en vano daban amigos y adversarios (de las dos cosas tenía cosecha, a fuer de temible cacique) el sobrenombre significativo de Trampeta, queriendo expresar la fertilidad en   —71→   expedientes y enredos que le distinguía. Toda la potencia escrutadora del intelecto trampetil se aplicó a despejar la incógnita del misterioso viajero que cedía el asiento del rincón a los curas. Con más atención que ningún novelista de los que se precian de describir con pelos y señales; con más escama que un agente de policía que sigue una pista, dedicose a estudiar e interpretar a su modo los actos de su compañero de viaje, a fin de rastrear algo. Después de que arrancó la diligencia, el viajero no había hecho sino bajar un cristal, el que le tocaba enfrente, con ánimo sin duda de mirar el paisaje; pero al convencerse de que no se veían por allí sino los hierros del pescante y los pies zapatudos del mayoral, volvió a subirlo, y se recostó en el respaldo, resignadamente, no sin lanzar una ojeada, de tiempo en tiempo, hacia las ventanillas. Transcurrido un cuarto de hora, cuando ya habían perdido de vista el pueblo, sacó una petaca fina, y abriéndola, la ofreció a ambos compañeros sin hablar, pero con   —72→   ademán cortés. Trampeta alargó sus dedos peludos y cortos y cogió un cigarrillo diciendo: -Se estima-. El Arcipreste entreabrió un ojo (iba como aletargado, resoplando y con la cabeza temblona) y dijo que no con las cejas; al mismo tiempo deslizó la incierta mano, que de puro gruesa parecía hidrópica, bajo el balandrán, y exhibió una tabaquera de forma prehistórica, un gran fusique de plata, que arrimó a la nariz, sorbiendo con notoria complacencia el rapé.

-No toma sino polvo... Está más viejo que la Bula... Yo no sé cómo no ha reventado ya -exclamó Trampeta, sin cuidarse de bajar la voz; por lo cual el otro viajero le amonestó algo severamente:

-Mire usted que este señor puede oír lo que usted dice de él.

-¡Ca! Más sordo que una tapia -gritó Trampeta, como para probar su aserto-. Aunque le dispare un cañón junto a la oreja, ni esto. Siempre fue algo teniente; pero ahora, ¡María Santísima! La sordera, como usted   —73→   me enseña, es un mal que crece mucho con los años. Y vamos a ver: ¿dirá usted al verlo tan acabado, que este bendito Arcipreste fue un remeje que te remejerás de elecciones, que nos dejaba a todos tamañitos? Hoy no es ni su sombra... En sus tiempos era un demonio con sotana: no había quien se la empatase en toda la provincia. Cuentan que una vez dio un puntapié a la urna... Sin ir más lejos, allá cuando la Revolución, la gloriosa, ¿usté me entiende?, que andaban los carlistas muy alterados, como usté me enseña, por poco entre ese condenado y otros de su laya me hacen perder una elección reñidísima, y me sacan avante al Marqués de Ulloa contra el candidato del gobierno.

Al nombre del Marqués de Ulloa, el viajero enguantado, que hasta entonces escuchaba como quien oye llover, y sin ocuparse más que del cigarrillo suave que fumaba, prestó atención y aun intentó volverse; pero esto no era factible, atendido que cada vez iban más apretados, porque el Arcipreste, reclinando   —74→   la cabeza en la esquina, y cubriéndose la cara con un pañuelo blanco, adoptaba postura más cómoda, y ocupaba todavía más sitio.

-¿Dice usted que las elecciones en que figuró el Marqués de Ulloa?...

-Sí señor, sí señor... -repuso Trampeta, todo esponjado y contento de acertar con algo que interesaba al viajero y le hacía dar señales de vida-. Por cierto que después...

-El Marqués de Ulloa -interrumpió el viajero- es don Pedro Moscoso, ¿verdad?

-El mismo que viste y calza. Por cierto que...

-¿El yerno del señor de la Lage?

No era sólo atención, era interés muy vivo lo que revelaba el semblante del enguantado, y no pudiendo volver el cuerpo, torcía la barba sobre el hombro, clavando en Trampeta sus ojos garzos y grandes, de párpado marchito y enrojecido, como suelen tenerlo las personas que leen mucho o viven aprisa.

-Aajá -articuló Trampeta afirmando con cabeza y manos y con todo el rebullicio de   —75→   cuerpo que consentía la apretura-: ¡aajá! El mismito. ¿Al parecer usted lo conoce?

No contestó el de los guantes, pero dijo con las pupilas: -Siga usted-. Trampeta, aunque tan observador y ladino, no era capaz de darse un punto a la lengua cuando esta le picaba.

-¡Aquellas fueron unas elecciones... de la mar salada! Quedó que contar de ellas en el país para veinte años... Y como además de los líos que hubo en ellas, vino después la muerte del mayordomo del marqués, que fue una cosa atroz...

A pesar de la sordera del Arcipreste, aquí bajó la voz Trampeta, y sus ojos vivos, ratoniles, se posaron oblicuamente en el clérigo. Este roncaba ya, con ahogado resuello de apoplético. El cacique se tranquilizó y prosiguió:

-Lo despabilaron en un monte por mandato de los mismos suyos; ni visto ni oído... ¡Un balazo limpio, de esos que dejan sequito a un hombre!

  —76→  

-Ese mayordomo... -murmuró el de los guantes, fijando la vista en Trampeta, como si quisiera preguntarle algo; pero se contuvo y no prosiguió. Afortunadamente para él, Trampeta no era hombre de dejar cojo el cuento.

-Como usted me enseña, mi amigo, donde pasan ciertas cosas siempre hay misterios y demoniuras... ¿Usted conoce al marqués? Bueno: pues entonces ya sabe usted que vivía... mal arreglado, o enredado, o embrutecido, como se quiera decir, con la hija de ese mayordomo que mataron... ¡y qué moza era, me valga Dios! Como unas flores. Pues cuando el marqués determinó de casarse con la hija del señor de la Lage...

El enguantado hizo un movimiento.

-¿También lo conoció, eh? -preguntó Trampeta.

Dijo el viajero que sí con la cabeza, y el bueno del Secretario prosiguió:

-Pues, ¿usted me entiende? La boda del señorito no le hizo maldita la gracia al truchimán   —77→   del mayordomo, que tenía más conchas que un galápago, y como no pudo vengarse de otro modo, fue y, ¿qué hizo? Preparó las elecciones muy preparaditas, y cuando el marqués estaba cerca de triunfar, no sé cómo judas lo amañó...

Aquí la mirada de Trampeta se hizo más oblicua y casi torva.

-En fin, que vendió completamente a su amo, lo mismo que vende uno los cerdos en el mercado, con perdón: una jugarreta que le costó al señorito la diputación, ni más ni menos... Y como usted me enseña... al vengativo de Barbacana, que es más malo que la quina...

Pausa breve.

-¿Usted no sabrá quién es Barbacana? ¡Dios nos libre! Entonces era el tirano del país; uno de esos tiranones terribles, como usted me enseña... Ahora ya va de capa caída... los años le pesan... le tenemos metido el resuello en el cuerpo... vaya si se lo tenemos... ¿Usted irá a Orense?, ¡pues pregúntele   —78→   usted al gobernador qué apunte es Barbacana...!

Al decir esto observaba Trampeta el rostro del enguantado, a ver si la referencia al gobernador le producía efecto. Viendo que no, pensó para su sayo: -No debe de ser diputado, ni cosa así-. Y añadió:

-En fin, que se cree... ¿Usted me entiende?, que fue Barbacana quien... (Ademán muy expresivo de despabilar una luz con los dedos.)

-¿Dice usted que mataron a ese hombre, al mayordomo del marqués de Ulloa? -preguntó por fin el viajero de los guantes-. ¿Y dónde, y quién y por qué?

-¿Quién? Un satélite de Barbacana, un facineroso malhechor relajado que se llama el Tuerto... Así que Barbacana tiene una rachita2, ya anda él muy campante por el país, metiendo miedos a todo dios... ¡Uno de tantos escándalos! Pero ahora les hemos de atar corto de vez. ¿Dónde? En un monte, propiedad del marqués... por el día y por el sol.   —79→   ¿Por qué? Pues como dije, en venganza de que le hizo al marqués perder las elecciones.

-Y la hija de ese hombre... ¿qué ha sido de ella? -interrogó el viajero, acariciándose la barba con la enguantada mano, para simular indiferencia que no sentía.

-Ese es otro cantar... ¿Usted ya sabrá que el marqués enviudó de allí a poco?

Una tristeza, una angustia profunda se grabó en el rostro del viajero. Si Trampeta le mirase, ahora sí que vería la alteración de sus facciones. Pero Trampeta a la sazón encendía dificultosamente el cigarro.

-Enviudó, porque la señorita se puso tisis... Parece que le dio muy mala vida por causa de la raída de la moza, y que andaba San Benito de Palermo... Ella era poquita cosa; de poco estuche... Pss...

Aumentó la turbación del viajero al decir esto Trampeta, y la revelaron visibles señales. Sus ojos, que tenían más de pensativos que de brillantes, chispearon un momento; frunció el entrecejo, y por su frente despejada   —80→   corrieron una tras otra, como olas, tres o cuatro arrugas bastante profundas. Respiró tan fuerte y hondo, que Trampeta, volviéndose, le miró con mayor curiosidad aún.

-Parece que la historia le toca a este señor de cerca... Tate... Hay que ver lo que se habla... ¡Me caso! No se me quita el vicio de ser parlanchín.

Había amanecido del todo, disipándose la niebla; el sol doraba ya con alegre reflejo las cimas de los árboles, las aguas de los manantialillos que brincaban del monte a la carretera, los cristales de las casitas que de trecho en trecho se asomaban curiosas con su cerca, sus dos manzanos, su emparrado de vid, su meda de centeno junto al hórreo. A aquella hora, en que el calor no hostigaba todavía a jacos ni a viajeros, y la tierra despertaba impregnada de rocío nocturno, y el sol se bebía la ligera brétema, no molestaría ir en la berlina, a no ser por los ronquidos del Arcipreste, más hondos y atronadores cada vez, por su estorboso volumen, por las blasfemias   —81→   del mayoral, por el olor desagradable del forro del coche. La claridad diurna alumbraba las facciones del viajero de los guantes, descubriendo en su barba corrida, bien recortada y no muy recia, unos cuantos hilos de plata; en su dentadura una mella; en sus sienes lo ralo del pelo; en sus mejillas, de piel fina y coloración mate, la azul señal de algunos granos de pólvora incrustados bajo el cutis. A un lado y a otro de la nariz, los quevedos de acero que solía gastar le habían labrado una especie de surco, rojo o amoratado. Su mirada, intensa, dulce, miope, tenía esa concentración propia de las personas muy inteligentes, bien avenidas con los libros, inclinadas a la reflexión y aun al ensueño.

El cacique, en guardia contra las preguntas que se le pudiesen dirigir, esperaba; pero pasó un rato, y el viajero nada dijo; suspiró como quien desahoga el pecho, y limpió con el pañuelo los quevedos, cerrándolos cuidadosamente para no romperlos. Trampeta le atisbaba receloso.

  —82→  

-¡Borrico de mí! -pensó-. Dice que conoce al marqués... Será su amigo, y no querrá más chismes... Aunque don Pedro Moscoso, ¡qué ha de ser amigo de ninguna persona tan así... tan decente!

Ocupábase el viajero, después de bajarse con dificultad, en sacar de un cestito de paja un frasco blanco, forrado también de paja hasta el gollete, con reluciente tapadera de metal.

-¿Gusta usted un trago de vermut? -dijo al cacique.

-No señor... Se aprecia... Llevo anís estrellado y buen aguardiente, que es lo mejor para el flato estando en ayunas... Pero ya maté el gusano antes de salir.

Bebió el enguantado por un vaso oblongo, recogió todo, y desabrochando mal como pudo las correas de su manta de viaje, tomó de dentro un libro, amarillo, con las hojas sin cortar. Abrió como unas veinte o treinta sirviéndose de un cortaplumas, mirando a Trampeta como en espera de que terminaría   —83→   la crónica chismográfica tan brillantemente comenzada. Vacilaba y deseaba hablar. Se decidió por fin.

-La hija del mayordomo... -articuló.

¡Qué tentación tan fuerte para el cacique! Más fuerte que su virtud. Ya no pudo contenerse.

-Pues así que murió la señora, todo el mundo pensó que el marqués se casaba con ella... porque la muchacha tenía un chiquillo, y al marqués le había dado por tomarle un cariño atroz, de repente... así como a la hija verdadera, la que tuvo de su señora, no le hacía apenas caso... Y por cuanto salimos con que la moza apareció muy prendada y en tratos con un tal Ángel, el gaitero de Naya, un buen mozo también, y jurando y perjurando que el chiquillo era hijo del gaitero dichoso... No hubo fuerzas humanas que la disuadiesen: que me caso, que me caso, y va y se casa con su querido, y el marqués, por no apartarse del chiquillo, los deja seguir de criados en casa, al frente de la labranza...   —84→   y le da carrera al muchacho, y me lo trae hecho un señorito. Y unos dicen que si esto, que si aquello, que si lo otro, que si lo de más allá. Las lenguas, como usted me enseña, no hay quien las ate, ¿eh?, y usted, un suponer, no va a ponerle un tapón en la boca a todos.

Al llegar aquí Trampeta, el viajero frunció las cejas otra vez. Después de dudar un instante, dijo reposada y cortésmente:

-Con permiso de usted.

Y tomando a sus pies, de entre el lío de la manta, un libro, se puso a leer sosegadamente, aprovechando el paso de procesión con que la diligencia subía, ¡a la cumbre, a la cumbre!

Túvose Trampeta por chasqueado. Los indicios de curiosidad e interés del viajero prometían plática larga y tendida, de esas que de repente, en un coche de línea, convierten en amigos íntimos a los dos indiferentes que un cuarto de hora antes dormitaban hombro contra hombro. Y héteme aquí   —85→   que ahora el compañero se ponía a leer sin hacerle más caso. Echó una mirada sesga al libro, por si algo rastreaba: nuevo desengaño. El libro estaba en un idioma que Trampeta no conocía ni aun para servirlo.

¿Hay hablador curioso que se resigne a no chistar, dejando en paz a los que huyen de él refugiándose en un libro? Mil pretextos encontró Trampeta para distraer a su vecino y llamarle la atención. Ya le enseñaba un punto de vista, ya le nombraba un sitio, ya le bosquejaba en pocas palabras y muchos guiños de inteligencia la historia del dueño de alguna quinta. Fuese por cortesía o porque le agradase, el enguantado atendía gustoso. Cerraba el libro metiendo el dedo índice por entre dos páginas para no perder la señal, y escuchaba, inclinando la cabeza, las indicaciones topográficas y chismográficas del cacique.

Habrían andado cosa de tres horas, y ya el sol, el polvo y los tábanos comenzaban a crucificar a los viajeros, cuando Trampeta tiró   —86→   repentinamente de la manga al enguantado.

-A bajarse tocan -le advirtió muy solícito como quien presta un servicio notable.

-¿Decía usted? -exclamó el viajero sorprendido.

-¿No va a la finca del marqués de las Cruces? Pues aquel es el soto. ¡Mayoral! ¡Para, mayoraal!

-No señor. Si no voy allí.

-¡Ah! Pensé. Ha de dispensar.

La misma escena se repitió poco más adelante, en el empalme del camino que conduce a la soberbia quinta del marqués de San Rafael. Trampeta bien quisiera preguntar al enguantado -«¿A dónde judas va entonces?»- pero con toda su petulante grosería de cacique mimado por personajes muy conspicuos, dueño y señor feudal de un mediano trozo de territorio gallego, y por contera y remate, mal criado y zafio desde sus años juveniles, supo, a fuer de listo, notar en el semblante, modales y trazas del viajero misterioso cierto no sé qué sumamente difícil de   —87→   describir, combinación de firmeza, de resolución y de superioridad, que sin violencia rechazaba la excesiva curiosidad dejándola burlada.



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ArribaAbajo- VI -

Uno de los deleites más sibaríticos para el feroz egoísmo humano, es ver -desde una pradería fresca, toda empapada en agua, toda salpicada de amarillos ranunclos y delicadas gramíneas, a la sombra de un grupo de álamos y un seto de mimbrales, regalado el oído con el suave murmurio del cañaveral, el argentino cántico del riachuelo y las piadas ternezas que se cruzan entre jilgueros, pardales y mirlos- cómo vence la cuesta de la carretera próxima, a paso de tortuga, el armatoste de la diligencia. Hace el pensamiento un paralelo (fuente de epicúreos goces, sazonados   —89→   por el espectáculo del martirio ajeno), entre aquella fastidiosa angostura y esta dulce libertad, aquellos malos olores y estas auras embalsamadas, aquel ambiente irrespirable y esta atmósfera clara y vibrante de átomos de sol, aquel impertinente contacto forzoso y esta soledad amable y reparadora, aquel desapacible estrépito de ruedas y cristales y estos gorjeos de aves y manso ruido de viento, y por último, aquel riesgo próximo y esta seguridad deliciosa en el seno de una naturaleza amiga, risueña y penetrada de bondad.

No todos razonan y analizan esta impresión con lucidez; pero apenas hay quien no la sienta y saboree. Bien la definía y paladeaba el médico de Cebre, Máximo Juncal, entretenido en echar un cigarro, tumbado boca arriba en un pradillo de los más amenos que puede soñar la imaginación. El médico vestía tuina de dril y calzaba zapatos de becerro; ni cuello ni corbata tenía; su camisa de dormir, desabotonada, no tapaba unas clavículas duras y salientes como pechuga de gallo viejo ya   —90→   desplumado; en sus manos afianzaba el último número de El Motín, donde acababa de leer las picardigüelas de un curiana allá en Navalcarnero, enviadas al periódico por un corresponsal rígidamente virtuoso, que escribía «lleno de indignación».

Desde que por la carretera, bastante más elevada que el prado, vio Juncal asomar la nube de polvo que anuncia la proximidad de un coche de línea, interrumpió la para él sabrosísima lectura de los sueltos clerófobos, y alzando la cabeza, entre chupada y chupada, púsose a considerar atentamente las trazas del gran mamotreto. Oyó el repiqueteo de los cascabeles y campanillas, tan regocijado cuando el tiro trota, como melancólico cuando va a paso de caracol. Vio luego aparecer el macho delantero, y a sus lomos el flaco zagal, vestido de lienzo azul, con gorra de pelo encasquetada hasta la nuca, aletargado completamente bajo la influencia de un sol de brasa. Manteníase sin caer del caballo merced a un milagro de equilibrio y a la costumbre de andar   —91→   así, pero lo cierto es que dormía. Dormía también el mayoral; sólo que ese ya roncaba cínicamente, espatarrado en el pescante, con la bota casi desangrada bajo el sobaco, el mango de la tralla escurriéndosele de la mano, los carrillos echando lumbre y colgándole de los labios un hilo de baba vinosa. Y dormitarían los caballos del tiro, si se lo permitiesen los encarnizados y fieros tábanos y las pelmas de las moscas, infatigables en lancetarles la piel. Los infelices jacos se estremecían, coceaban, sacudían las orejas con frenesí, se mosqueaban con el rabo, y solían arrancar al trote, creyendo huir de la tortura.

-Bueno va -pensó en alto el médico, riéndose sin pizca de compasión-. El tiro campa por su respeto. ¡Y apenas va cargado el coche! No entiendo cómo no vuelca todos los días.

En efecto, desde lejos era el aspecto de la diligencia sumamente alarmante. La base de la caja parecía angostísima en relación con la cúspide, que la formaba una inmensa vaca   —92→   o imperial agobiada con cuádruple peso del que razonablemente admitía. Por todas partes emergían de la polvorienta cubierta enormes baúles, cajones descomunales, fardos de colchones, grupos de sillas, pues la mujer del empleado trasladaba su ajuar enterito. Del cupé, que también iba atestado de gente, sobresalían cestos con gabinas, y más líos, y más rebujos, y más maletas, y otra tanda de cajones. No se comprendía, al ver la penosa oscilación de la desproporcionada cabeza del carruaje sobre las endebles ruedas, que ya no se hubiese roto un eje, o que la mole no se rindiese a su propia pesadumbre. Algo que entrevió Juncal al través de los cristales de la berlina, completó su malicioso regocijo.

-Y para más, ¡dentro va el Arcipreste de Loiro! Diez o doce arrobas de suplemento. Lo que es hoy...

Al pensar esto el médico, llegaba el tiro a la revuelta de un puentecillo tendido sobre un riachuelo de mezquino caudal -el mismo que corriendo entre mimbrales y alisos regaba   —93→   la pradería-. Era la revuelta asaz rápida; el tiro, entregado a su propio impulso, la tomó muy en corto. Juncal se incorporó, soltando un terno. No tuvo tiempo a más, porque en un santiamén, sin saberse cómo, toda la balumba de coche y caballos se revolvió, se enredó, se hizo un ovillo, y al sentir el peso del carruaje, que se inclinaba con crujido espantoso, encrespáronse los caballos, relinchando de ira y susto, irguiose la lanza por cima del pretil del puente, y el macho delantero, con el zagal encima, y tras él un caballo de cortas, salieron despedidos con ímpetu, haciendo ¡plaf! en mitad del riachuelo, lo mismo que ranas. Avínole bien a la diligencia, que la misma fuerza del empuje rompió cuerdas y tirantes, impidiéndole precipitarse con el resto del tiro desde una altura no extraordinaria, pero suficiente para hacerla añicos. Su peso descomunal la sujetó, volcada al borde del puente y recostada en él.

Dicen personas expertas en esta clase de lances, que ni los testigos oculares, ni las víctimas,   —94→   son capaces de referir puntualmente las peripecias que se suceden en un abrir y cerrar de ojos, ni menos recordar de qué manera, guiado por el instinto de conservación, se pone en salvo cada quisque.

Yacía tumbado el coche; el mayoral había despertado rodando del pescante al suelo y abriéndose la cabeza, y sin duda por la descalabradura se le refrescó y disipó la mona, pues ágil ya y despabilado, se emperraba en aquietar y desenredar el tiro, metiéndose entre las bestias con intrepidez salvaje, lidiando cuerpo a cuerpo, a coces y puñadas, con mulas y machos, sin diferenciarse de ellos más que en las espantosas blasfemias que escupía. En ventanillas y portezuelas fueron asomando cabezas, brazos, hombros, hasta pies, pugnando por romper su cautiverio. Surgieron dos estudiantes, tiraron por la moza, y la sacaron arrastro; y como se empeñase en recoger sus quesos, vociferaron y la desviaron a empellones. La empleada salió pálida como la cera, apretando silenciosamente   —95→   al niño que lloraba sin consuelo; luego el notario, echando venablos; y por la portezuela de la berlina, poco menos amarillo que la empleada, saltó Trampeta con una mano sangrando de la cortadura de un cristal. Los del cupé, gente aldeana, descendían aturdidos de sorpresa. En el mismo instante llegaba Juncal, a todo correr, al pie de la diligencia volcada.

-¿Qué es eso, hombre?, ¿qué es eso? -preguntó Trampeta.

-Ya lo ve, Máximo... Hoy nacimos todos... -respondió el cacique sin poder hablar del susto-. Míreme aquí, hom, si tengo cortada la vena...

-Qué vena ni qué caracoles... Acudir a los que quedan dentro, hombre... ¿Queda alguien? A ver...

Con ayuda de los estudiantes, tenía ya el mayoral casi apaciguado el tiro, y sólo le faltaba reducir a una mula que, habiéndose cogido la cabeza entre dos correas, a fuerza de patear se empeñaba en ahorcarse. El médico miró hacia el fondo de la berlina. Salía de allí   —96→   un ahogado y entrecortado ronquido, tan hondo como el registro más grave de un órgano; y el médico vio a un viajero de buenas trazas metido en la ardua faena de mover la masa gigante del señor Arcipreste, y empujarla hacia la portezuela. Momentos antes Máximo Juncal se sentía animado de los más siniestros propósitos contra la Iglesia en general y el clero diocesano en particular; pero la vista del lastimoso cuadro le ablandó las entrañas, que más que dañadas tenía curtidas por la hiel de un temperamento bilioso, y sin hacer caso de la herida de Trampeta, que este liaba con el pañuelo, acudió en auxilio del viajero enguantado, a quien veía de espaldas, llamando al notario para refuerzo.

-Empújelo usted hacia acá... Yo tiraré por la pierna... ¡Eh!, señor escriba, aguante usted aquí... coja este pie... así... quietos... ya pasó un muslo... ¡Arráncate nabo! ¡Ey... que me hundo, que me hundo! ¡Apuntáleme, escriba de los demonios!

Salió en vilo, sostenida por los puños de   —97→   Juncal y los fuertes brazos del notario, la mole del desventurado Arcipreste, que dormido durante la catástrofe, no comprendía lo que pasaba, y se veía con sus compañeros de viaje encima, y una astilla de la destrozada caja hincándosele en un costado. Tal fue su estupor, que se le cortó el habla, y sólo exhalaba sordos ronquidos de agonía. Apareció hecho una lástima, con el rostro amoratado y congestionado, en desorden los venerables cabellos blancos, la cabeza y manos no ya temblonas, sino perláticas, y el balandrán roto. Juncal torció el gesto, y falló para sí:

-A sus años, esto echa a un hombre a la sepultura.

El caritativo viajero salió a su vez; tiempo era ya. De la brega tenía destrozados los guantes y descompuesto el traje; con los esfuerzos, se le había coloreado la tez y animado el rostro, quitándole, como suele decirse, diez años de encima, o mejor dicho revelando su verdadera edad, más alrededor de los treinta y pico que de los cuarenta. Aproximósele   —98→   Juncal muy solícito, y al fijar los ojos en él, se echó atrás admirado.

-Usted dispense... -pronunció-. ¡Soy capaz de aventurar algo bueno a que es usted de la familia de la difunta señora de Ulloa, doña Marcelina Pardo!

El viajero se sorprendió también.

-Su hermano para servir a usted -contestó-. ¿Tanto me parezco?

-Facción por facción, no señor: pero el aire, es una cosa, como dicen aquí, escupida... Conque es usted...

-Gabriel Pardo de la Lage, para lo que usted guste mandar. No cree usted que ahora convendría...

-Lo que conviene es que todos los pasajeros se vengan a Cebre, y allí se curarán los heridos, y los asustados tomarán un trago y un bocado para tranquilizarse... Al mayoral y al zagal les mandaremos gente que ayude a enderezar el coche, y a llevar los caballos a la cuadra, que falta les hace también. A bien que en Cebre ya de todas las maneras tenían   —99→   que mudar tiro... Hay herrero que empalme la lanza rota, y carpintero que eche un remiendo a la caja... El coche no ha sufrido grandes desperfectos... Fue más el ruido que las nueces... El que tenga que curar algo, a mi casa enseguidita... ¿Usted ha salido ileso, señor de Pardo?

-Noto un dolor en este codo... Alguna rozadura.

-Veremos... Usted no se va a la posada, que se viene a mi choza... Espero en Dios que podrá usted seguir el viaje.

-Mi propósito era bajarme en Cebre. Y en efecto me he bajado, sólo más aprisa de lo que pensé.

Sonriose al decir esto, y Juncal le encontró «templado» y simpático. La caravana se puso en marcha: los estudiantes, de los cuales sólo uno tenía un chichón en la frente, iban locuaces y jaraneros, metiendo a barato el percance; la moza, antecogiendo su cestilla de quesos, que al fin había logrado rescatar; la mujer del empleado cargada con su rorro, que se   —100→   abría a puros llantos, sin que la madre le diese más consuelo que decirle -calla que se lo hemos de contar a papá... a papaíto-, Trampeta con la mano liada, seguro ya de no desangrarse y nuevamente cebada la curiosidad al saber que el enguantado viajero era el propio cuñado del marqués de Ulloa; el notario de Cebre, tan arrimadito a la moza chata, como la moza a sus quesos; y el Arcipreste, cogido del brazo de Juncal, flaqueándole las piernas, temblándole el cuerpo todo, gimiendo y resoplando.



  —101→  

ArribaAbajo- VII -

Los que no tenían casa ni amigos en Cebre, hubieron de dar con sus molidos cuerpos en el mesón que allí toma nombre de fonda; el Arcipreste fue a pedir hospitalidad a su correligionario el cacique Barbacana; y al viajero de los guantes, o sea don Gabriel Pardo, se lo llevó consigo el médico, sin permitir que se cobijase bajo otro techo sino el suyo, porque desde el primer instante le había entrado el cuñado del marqués, -y cuenta que no simpatizaba fácilmente con las personas el bueno de Juncal.

Agasajó a su huésped lo mejor que pudo y   —102→   supo, diciéndole a cada rato que su señora estaba ausente, pero volvería dentro de un ratito, y entonces se sentarían a hacer penitencia. A pesar de las ideas avanzadísimas de Juncal, que con la revolución se habían acentuado aún más en sentido anticlerical y biliosamente demagógico, guardose bien de informar a don Gabriel de que la susodicha señora (nombre con que se llenaba la boca), había sido una panadera de las famosas del pueblo de Cebre: cierto que la de más almidonadas enaguas, limpias medias, rollizos mofletes y alegres y churrusqueiros ojos que tenía el país. Por sus muchos pecados, tropezó Juncal en aquel dulce escollo desde su llegada a Cebre, y al fin, después de unos cuantos años de enharinamiento ilícito, un día se fue, como el resto de los mortales, a pedir al párroco la sanción de lo comenzado sin su venia. Y justo es añadir que a su mujer, tan jovial y sencilla ahora como antes, se le daba un ardite de la posición social, y solía decir a menudo: -Cuando yo llevaba el   —103→   pan a casa de don Fulano, o de don Zutano...-. Hasta por un resto de afición a las cosas del oficio, había persuadido a su esposo a que adquiriese y explotase un molino, poco distante del prado en que el médico presenció el vuelco de la diligencia. Mientras el marido leía o descansaba, la buena de Catuxa, que así llamaba todo Cebre a la señora de don Máximo, era dichosa ayudando al molinero a cobrar las maquilas, midiendo el grano, regateando la molienda a sus antiguas colegas, charlando con ellas a pretexto del negocio, y viviendo perpetuamente en la atmósfera de fino polvillo vegetal a que sus poros estaban hechos.

Envuelta venía aún en flor de harina cuando entró en la salita donde la esperaban Máximo y Gabriel; traía los brazos remangados y el pelo gris como si se lo hubiesen recorrido con la borla impregnada de polvos de arroz, lo cual hacía más brillantes sus ojos, más límpido el sano carmín de sus trigueñas mejillas. Saludó sin cortedad, con expansiva   —104→   lisura, y don Gabriel por su parte empezó a tratarla con tan reverente cortesía como a la más encopetada ricahembra; pero en breve comprendió que la complacería mudando de tono, y hablole con llaneza festiva, sin renunciar por eso a mostrarse deferente y cortés. Ambos matices los notó Juncal, que no tenía pelo de tonto, y creció su inclinación hacia el viajero, que le parecía ahora tan discreto como caritativo antes.

Comieron en una ancha sala con pocos muebles: Catuxa cerró casi del todo las maderas de las ventanas, por las cuales se colaba una delgada cinta de luz, y ofreció a cada convidado una rama de nogal con mucho follaje, para que mientras comían no se descuidasen en espantar las moscas. No hizo ascos a la comida don Gabriel, y alabó como se merecían algunos platos muy gustosos, los pollitos tiernos aderezados con guisantes, las sutiles mantequillas trabajadas en figura de espantable culebrón, con ojos de azabache y una flor de borraja hincada de trecho en   —105→   trecho en el escamoso lomo. Tales primores gastronómicos revelaron a don Gabriel que la señora de Juncal trataba bien a su marido y le hacía grata la vida: así era en efecto, moral y físicamente, y por humillante que parezca esta confusión de fuerzas tan distintas, el genio apacible y las mantequillas suaves de Catuxa influían a partes iguales en sosegar las bilis del médico.

Mientras duró el festín, Juncal y su huésped hablaron mucho del lance del vuelco, del escándalo de que menudeasen tanto, de que en no multando a las empresas, estas hacían su gusto, riéndose de quejas de viajeros y piernas rotas. Informose don Gabriel de los antecedentes de su curioso compañero de viaje, y al referirle Juncal algunas de sus caciquescas hazañas, se rió recordando la indignación con que Trampeta condenaba en Barbacana otras muy parecidas. A los postres, notó el médico que su huésped parecía molestado, aunque haciendo esfuerzos para disimularlo.

  —106→  

-¿Usted no se encuentra bien?

-No es nada... Parece como si este brazo se me hubiese resentido un poco; me cuesta trabajo moverlo. No se apure usted ahora... Cuando nos levantemos de la mesa tendrá la bondad de reconocérmelo, a ver qué ha sido.

Quería Juncal verificarlo al punto, mas el huésped afirmó que no valía la pena de darse prisa, y el médico en persona preparó el café con una maquinilla de espíritu de vino, mientras Catuxa subía de la bodega una botella de ron muy añejo, guarnecida de telarañas. Tal regalo fue, como suele decirse, pedir el goloso para el deseoso; porque si bien don Gabriel no se negó a gustar el rancio néctar, el caso es que Juncal le hizo la razón con tanta eficacia, que se bebió de él casi la mitad. Siempre había sido Juncal, aun en tiempos en que no se le caía de la boca la higiene, grande amigo del licor de la Jamaica; pero desde que se unió en santo vínculo a Catuxa, la ignorante panadera le obligó a practicar lo que predicaba, cerrando   —107→   bajo siete llaves el ron y dándoselo por alquitara, o en ocasiones muy singulares, como la presente.

Alzados los manteles, retiráronse Juncal y don Gabriel al despacho del primero, donde había estantes de libros profesionales, una cabeza desollada y asquerosísima, con un ojo cerrado y otro abierto, que representaba el sistema venoso, estuches y carteras de lancetas y bisturíes, y no pocos números del Motín y Las Dominicales rodando por sillas, pupitre y suelo. Despojose don Gabriel de su americana de paño gris a cuadros; desabrochó el gemelo de su camisa y la levantó para mostrar el brazo lastimado. Lo palpó Juncal, se lo hizo mover, y observó concienzudamente, por las manifestaciones del dolor, de qué índole y en qué punto residía la lesión. Dos o tres veces notó en el semblante del viajero indicios de que reprimía un ¡Ay! Con seriedad e interés le dijo:

-No repare usted en quejarse... Estamos a saber qué le duele, y cuánto y cómo.

  —108→  

-Si he de ser franco -respondió sonriendo don Gabriel- me escuece unas miajas. Se conoce que al tratar de mover a aquel buen señor de Arcipreste, todo el peso de su cuerpo y del mío juntos cargó sobre este brazo, que hacía fuerza en la delantera de la berlina... Será una dislocación del hueso.

-No señor; creo que no tiene usted nada más que un tendón relajado, aunque el pronóstico de esta clase de lesiones es muy aventurado siempre, y se lleva uno cada chasco, que da la hora. Si usted fuese un labriego...

-¿Qué sucedería?

-Se lo voy a decir a usted con toda franqueza, por lo mismo que estoy hablando con una persona que me parece altamente ilustrada...

-Por Dios...

-No, no, mire usted que tengo buena nariz, y ciertas cosas se conocen en el olor. Pues lo que haría si usted fuese uno de esos que andan arando, sería llamar a un atador o algebrista, de los infinitos que hay por aquí...

  —109→  

-¿Curanderos?

-Componedores; son al curandero lo que al médico el cirujano operador. Justamente aquí cerca tenemos uno, el más famoso diez leguas en contorno, que hace milagros. Cuando yo llegué de la Universidad, llegué lleno de fantasía, y me enfadaba si me decían que los algebristas pueden reducir una fractura sin dejar cojo o manco al paciente; después me fui convenciendo de que la naturaleza, así como es madre, es maestra del hombre, y que el instinto y la práctica obran maravillas... Con cuatro emplastos y cocimientos, y sobre todo con la destreza manual, que esa raya en admirable...

Decía todo esto Juncal mientras aplicaba compresas empapadas en árnica y vendaba el brazo de don Gabriel.

-Creo -respondió el paciente- que usted habla así por lo mismo que domina su arte y no teme competencias. No todos los médicos pensarán como usted en ese punto...

-Pensar, tal vez, pero no quieren confesarlo;   —110→   hasta los hay que persiguen de muerte a los algebristas. Los más encarnizados aún no son los médicos, sino los veterinarios, -porque los atadores curan indistintamente a hombres y animales, no reconociendo esta división artificial creada por nuestro orgullo. ¿Eh?

El médico miró a don Gabriel como reclamando su aquiescencia a este rasgo de osadía científica. Don Gabriel sonrió. Se había terminado la cura, y bajaba la manga para vestirse otra vez.

-Y decir -murmuraba el médico ayudándole a pasar un brazo por una manga- que se ha llevado usted ese barquinazo por meterse a redentor de un hipopótamo de cura..., ¡de un parroquidermo! Suerte tuvo en dar con usted. Yo lo dejo allí en escabeche para toda su vida.

Esto lo insinuaba Juncal con la secreta esperanza de provocar al viajero a espontanearse en política, para saber cómo pensaba y tener el gusto de discutir; pero se llevó chasco,   —111→   pues don Gabriel no se dio por aludido, contentándose con hacer un leve ademán, que podía significar: -Usted y cualquiera persona regular obraría como yo.

-Ahora -ordenó Máximo- procure usted no hacer con ese brazo movimiento alguno, pues estas lesiones las cura la paciencia. Quietud y más quietud.

-¡Qué diablura! -exclamó don Gabriel incorporándose-. El caso es que para montar a caballo, tendré sin remedio que usar de él... Porque es el izquierdo.

-¡Bah! Las caballerías de aquí, lo mismo se rigen con la derecha que con la zurda. Mejor dicho, con ninguna de las dos. Ellas hacen lo que les da la real gana, y salen disparadas así que ven una hembra, y muerden, y bailan el walse, y otros excesos... ¿A dónde quería usted ir? Si no es indiscreción.

-De ninguna manera. Tengo que ir a la rectoral de Ulloa, y después a los Pazos, a casa de... mi cuñado.

En el rostro del médico se pintó un segundo   —112→   la irresolución, el temor de sobrar o faltar que tanto acucia a los que llevan mucho tiempo de vida campestre, sin trato que pueda llamarse social. Al fin se determinó, y dijo con cordialidad suma:

-Don Gabriel, no me creerá tal vez, pero desde que le vi me ha inspirado simpatía... vamos, yo soy así; soy muy raro; hay gentes que no me llenan nunca, y usted me llenó incontinenti... Estoy con usted ya como si le hubiese tratado toda la vida... No le pondero... Soy franco, y lo que ofrezco lo ofrezco de corazón... Hoy es muy tarde ya para ir a donde usted quiera; ni tampoco conviene que mueva el brazo, al menos en las primeras veinticuatro horas. Ya que está en mi pobre choza, tenga la dignación de quedarse en ella. Sábanas lavadas y cena limpia no le han de faltar. Mañana por la fresca, después que descanse, le doy mi yegüecita, que la gobernará con la punta de un dedo, cojo otra hacanea, y le acompaño hasta la rectoral de Ulloa... ¡o hasta el cabo del mundo, si se precisa!

  —113→  

No era don Gabriel hombre capaz de contestar con mil y tantos cumplimientos a una improvisación semejante. Tomó la diestra del médico, la apretó, y dijo con sencillez afectuosa:

-Aquí me quedo, amigo Juncal... Y crea usted que doy por bien empleado el percance.

Sintió Juncal que se ponía colorado de placer... Para disimular la emoción, echó a correr hacia la puerta, gritando:

-¡Catalina!... ¡Catalina!... ¡Esposa!... ¡Catalina!

Presentose la lozana panadera, de mandil blanco lo mismo que en sus buenos tiempos, con el pelo alborotado y una sonrisa complaciente en su bermeja y apetecible boca.

-Prepararás la cama en el cuarto del armario grande... Don Gabriel nos hace el favor de se quedar esta noche.

La sonrisa del ama de casa fue al oírlo más alegre todavía; sus ojos chispearon, y pronunció con el acento gutural y cantarín de las muchachas de Cebre:

  —114→  

-De hoy en un año vuelva a quedarse, señor, y que sea con salú.

-Tray un pañuelo de seda, mujer... -murmuró su esposo-. Hay que hacerle un sostén para el brazo malo.

Con prontitud y no sin gracia se quitó Catuxa el que llevaba a la garganta, que era carmesí con lista negra, y ella misma lo ató al cuello del forastero, diciendo mimosamente, con suavidad del todo galiciana:

-¿Queda así a gustiño, señor?

Don Gabriel agradeció sonriendo. El diminutivo, el calor de la seda que había estado en contacto con la piel de la arrogante moza, le produjeron el efecto de una caricia del país natal, a donde volvía por vez primera después de una ausencia muy prolongada.



  —115→  

ArribaAbajo- VIII -

El cuarto que dio Juncal a su huésped era en la planta baja, cerca del comedor, y tenía puertecilla de salida a una especie de patio o corral, donde por el día escarbaba media docena de gallinas a la sombra de un emparrado. Don Gabriel, al retirarse después de una cena no menos regalada que la comida, sintió deseo de respirar el aire fresco de la noche; apagó la vela, y alzando el pestillo se encontró en el corral. Sentose en el banco de piedra entoldado por la parra, y encendiendo un papelito y recostándose en la pared, tibia aún del sol de todo el día, empezó a mirar a la oscuridad. La cual era completa, intensísima,   —116→   sin que la disipase estrella alguna; una de esas noches como boca de lobo, en que le parece a uno más infinito el espacio, más alto e inaccesible el cielo, y la tierra menos real, pues al perder sus apariencias sensibles, sus variadísimas formas y colores, diríase que se funde y desvanece, sin que en ella quede existente más que nuestra imaginación soñadora.

En aquellas remotas y negras profundidades nada vio al pronto don Gabriel, pero al poco rato, fuese merced a los generosos espíritus del añejo ron de Juncal, o a que era para don Gabriel uno de esos momentos en que hace crisis la vida del hombre, y este se da cuenta exacta de que entra en un camino nuevo y el porvenir va a ser muy diferente del pasado, comenzó a alzarse del oscuro telón de fondo una especie de niebla mental, una nube confusa, blanquecina primero, rojiza después, y en ella se delinearon y perfilaron cada vez con mayor claridad escenas de su existencia.

  —117→  

Primero se vio niño, en un gran caserón de un pueblo triste, pero no en brazos de su madre, pues no recordaba haberla conocido jamás, sino en los de otra niña casi tan chica como él. Aquella niña era pálida; tenía los ojos grandes y negros, y algo bizcos; solía estar malucha; pero, sana o enferma, no se apartaba una línea de él. Acordábase de que le llamaba mamita, y la hacía rabiar y desquerer con sus travesuras. Un recuerdo sobre todo estaba fijo en su mente. Además de la niña pálida, vivían en el caserón otras niñas sonrosadas, enredadoras y alegres, que le trataban con menos blandura, y aun le cascaban las liendres con el menor pretexto. Un día -podría tener entonces Gabriel cinco años-, se le había ocurrido entrar en el cuarto de la mayor de sus hermanas, Rita, la cual poseía un canario domesticado que cantaba a maravilla y a quien llamaban el músico. Gabriel se moría por el canario, y soñaba siempre con imitar a Rita: sacarlo de la jaula, montarlo en el dedo, darle azúcar, y que se   —118→   pusiese a redoblar y trinar allí. ¡Era tan gracioso cuando meneaba la cabecita a derecha e izquierda, cuando se sacudía erizando las plumas de oro! Para lograr su deseo, aprovechaba la ocasión de un domingo por la mañana: todo el mundo estaba en misa: momento decisivo y supremo. Escurríase al cuarto de su hermana, y divisaba la jaulita de alambre azul balanceándose ante la vidriera, con su hoja de lechuga entre los hierros, y el pájaro que saltaba de la varilla central, descendía al comedero a triturar un grano de alpiste, y vuelta a la varilla. Contempló ansiosamente el lindo avechucho. ¿Cómo llegarle? Ocurriósele una idea luminosa. Poner una silla sobre la cómoda de su hermana. Mi dicho, mi hecho. Colocarla más o menos trabajosamente, trepar, encaramarse, echar mano al garfio que sujetaba la jaula, todo se hizo en un verbo. Sólo que la silla, mal afianzada, no conservó el equilibrio al inclinarse Gabriel, y ¡oh dolor!, cuando ya tenía en sus manos el deseado músico, ¡pataplín!, se fue de cabeza   —119→   al suelo, jaula en mano, desde una regular altura. Recibió el golpe en la frente, y quedose breves momentos aturdido. Al recobrar los espíritus se encontró con que tenía asida la jaula por la argolla... La jaula sí: ¿pero el músico? Gabriel miró hacia todas partes, y al pronto nada vio, o por mejor decir, vio algo que le paralizó de terror: en una esquina, el gatazo de la casa, tendido en postura de esfinge que acecha, contemplaba inmóvil un punto de la estancia... Gabriel siguió la dirección de aquellas pupilas de esmeralda, y divisó al músico, todo anhelante aún del golpe y del susto, hecho un ovillo entre los pliegues del cortinaje que cubría la vidriera... El niño perdió completamente la sangre fría, y loco de miedo, púsose a hacer lo más conveniente para el gato: sacudir la cortina y espantar al pajarillo. El aturdido músico revoloteó un momento, dio contra los cristales de la ventana, y dolorido y exánime, vino a caer sobre la almohada de la cama de Rita... ¡Horror!... el gato en acecho   —120→   pega un brinco de tigre... ¡Adiós, música!

Gabriel, como Caín después de matar a su hermano, había corrido a esconderse al cuarto más oscuro de la casa, en que se guardaban baúles y trastos, y donde no tardó en descubrirle Rita al volver de misa y encontrarse con la jaula por tierra y algunas plumas amarillas, espeluznadas y sanguinolentas, revoloteando sobre su lecho... -¡Pícaro, infame!, te he de desollar vivo, ¡muñeco del demonio!, ¡te he de estirar las orejas hasta que sangren!-. Los oídos de Gabriel apenas pudieron recoger el sonido de estas ternezas, porque al mismo tiempo diez deditos recios y furiosos le tiraban con cuanta fuerza tenían de las orejas... Y luego pasaban a los carrillos, escribiendo allí los mandamientos, y después bajaban a parte que es ocioso nombrar, y se daban gusto con la mejor mano de azotaina que recuerdan los siglos; y en pos las uñas, por no quedar desairadas, se ejercitaron en pellizcar y retorcer la carne, ya hecha una amapola, hasta acardenalarla de veras, y en   —121→   seguida, sin darle al culpable tiempo ni a gritar, le asieron de las muñecas, le llevaron arrastrando al desván, le metieron allí, echaron la llave... Al punto mismo se oyó en la puerta el altercado de dos vocecillas, y en pos la brega de dos cuerpos... Giró la llave otra vez, y la mamita pálida, la hermana protectora, entró anhelante, desgreñada y victoriosa, cogió en brazos a su niño, lo arrebató a su cuarto, lo curó, lo calmó, se lo comió a besos y a caricias...

¡Qué ojeriza le profesó desde aquel día Gabriel a la hermana mayor! ¡Cómo se acostumbró a envolverse en las faldas de la pequeña, hasta que fue adquiriendo su autonomía al desarrollársele el vigor masculino, con el cual, a los diez o doce años podía más él solo que lo que llamaba despreciativamente el gallinero de sus hermanas!

Se veía concurriendo al Instituto de segunda enseñanza, aprendiéndose por la noche de malísima gana la conferencia que había de dar al día siguiente, y merced a la fuerza   —122→   y precisión con que se nos presentan ciertos recuerdos, en la negra inmensidad nocturna veía destacarse, como en el cristal de un claro espejo, al estudiantillo inclinado sobre el libro enfadoso, dando tormento con nerviosa mano a los mechones de pelo que caían sobre la frente, o pintando soldados con fusil al hombro y barcos y todo género de monigotes sobre el margen de las páginas, mientras torturaba la memoria para incrustar en ella, por ejemplo, los pretéritos y supinos de la segunda conjugación, moneo, mones, monere, monui, monitum, avisar... que los compañeros de clase se apuntaban unos a otros de esta manera: mono, mona, monitos, monitas, micos... Al recordar semejantes puerilidades, se sonreía don Gabriel... ¡Cuántas veces recordaba haberse levantado y llamado a su hermana!

-Nucha, tómame la lección, que me parece que ya la sé.

Luego una impresión imborrable: la marcha de Santiago, el ingreso en el colegio de   —123→   artillería de Segovia, los días terribles de la novatada, la sujeción al galonista, el llanto de furor reconcentrado que le abrasó las pupilas cuando por primera vez tuvo que limpiarle y embetunarle las botas... Y siempre el recuerdo de su hermana, para la cual, más bien que para su padre, se hizo fotografiar apenas vistió, radiante de orgullo y alegría, el uniforme del cuerpo, y de la cual hablaba a sus primeros amigos de colegio con tal insistencia y exageración, que alguno de ellos, sin conocerla, se puso a escribirle cartitas amorosas que leía a Gabriel... Luego, la confusión abrumadora de los primeros estudios serios, de las matemáticas sublimes, de tanta abstrusidad como tenían que meterse en la divina chola para los exámenes... Ahora que Gabriel reflexionaba acerca de tales estudios y mentalmente pasaba lista a sus compañeros de academia, maravillábase pensando que de aquella hueste nutrida desde sus tiernos años con tanta trigonometría rectilínea, tanta álgebra y tanta geometría del espacio, no había   —124→   salido ningún portentoso geómetra, ningún autor de obras profundas y serias, ni siquiera ningún estratégico consumado, y al contrario, por regla general, apenas se encontraba compañero suyo que al terminar la carrera se distinguiese por algún concepto, o rebasase del nivel de las inteligencias medianas... Mucho caviló sobre el caso don Gabriel, y vino a dar en que la balumba algebraica, el cálculo, las geometrías y trigonometrías se las aprendían los más de memoria y carretilla, a fuerza de machacar, para vomitarlas de corrido en los exámenes; que los alumnos salían a la pizarra como sale el prestidigitador al tablado, a hacer un juego de cubiletes en que no toma parte el entendimiento; y que esta material gimnasia de la memoria sin el desarrollo armonioso y correlativo de la razón, antes que provechosa era funesta, matando en germen las facultades naturales y apabullando la masa encefálica que venía a quedarse como un higo paso. Todo esto se le había ocurrido a posteriori.   —125→   En el colegio estaba lleno su corazón de esa buena fe absoluta de los primeros años de la vida, y ni soñaba en discutir las opiniones admitidas y las fórmulas consagradas: creía cuanto creían sus compañeros, viviendo persuadido como ellos de que ciertos profesores eran pozos de ciencia, aunque no se les conocía lo bastante, por encontrarse un tantico guillados del abuso de las matemáticas... Con el pundonor innato que le obligaba en Santiago a repasar de noche la lección, Gabriel se aplicó a aprender todas aquellas diabluras del programa, y como su inteligencia era sensible y fresca su retentiva, adelantó, adelantó... Recordaba, no sin cierta lástima de sí mismo, que había hecho unos estudios brillantes. Le alabaron los profesores, despertósele la emulación, no perdió curso...

Sólo hubo una temporada, poco antes de salir a teniente, en que atrasó bastante, poniéndose a dos dedos de ser perdigón. Fue al recibir la noticia de la muerte de su mamita, su hermana Nucha... Se la escribió   —126→   su padre en persona, cosa que no ocurría sino en las ocasiones solemnes, pues el hidalgo de la Lage no se preciaba mucho de pendolista. Gabriel recordaba que en el primer momento sólo había sentido un asombro muy grande al ver que semejante desgracia no le producía más efecto. Con la carta abierta en la mano, miraba en torno suyo, pasando revista a todos los muebles del gran dormitorio artesonado, contando los hierros de las camas. Hasta recordaba haber acabado de abrocharse los botones de la levita de uniforme, faena interrumpida cuando llegó la carta fatal. Luego, de repente, daba dos o tres pasos vacilantes, sepultaba el rostro en la almohada de su lecho, y empezaba a llorar a gotitas menudas, rápidas, que se le metían entre el naciente bigote y de allí se le colaban a los labios, ¡con un sabor tan amargo!

¡Su pobre mamita! ¡Con qué vanidad le había él enviado su retrato; con qué orgullo había comprado, de sus economías, una sortija de oro para regalársela en su boda! ¡Qué   —127→   admiración gozosa, unida a unos asomos de infantiles celos, había sentido al saber que su hermana tenía una chiquilla...! ¡Monada como ella! ¡Una chiquilla! Y ahora... fría, callada, apagados aquellos dulces y vagos ojos, metida en un ataúd, muerta, muerta, ¡muerta!

Bien seguro estaba de no haber querido probar bocado en dos días. ¡Cómo le mortificaban los consuelos de sus compañeros y amigotes! Eran bien intencionados, eso sí; pero indiscretos, inoportunos, fuera de sazón, como suelen ser los afectos en la zonza e ingrata edad de la adolescencia. Empeñábanse en divertirlo, en llevárselo al café, o a ver una compañía de zarzuela... ¡De zarzuela! Gabriel necesitaba un médico. A los ocho días se le declaraba una fiebre nerviosa, en la cual le contaron que había delirado con su mamita, diciendo que quería irse junto a ella, al cielo o al infierno, donde estuviese... Pronto convaleció, y quedó más fuerte y más hombre, como si aquella fiebre hubiera sido   —128→   la solución de una crisis lenta de pubertad tardía, acaso retrasada por estudios prematuros... Salió a teniente, y recordaba el orgullo de los galones y el de un hermoso bigote castaño, ya poblado, que propuso no afeitar nunca.

Pasó de la academia al siglo con la entidad moral que imprimen los colegios de carreras especiales, y señaladamente el de artillería: segunda naturaleza, de la cual sólo se desprenden, andando el tiempo, los que poseen gran espontaneidad o cierto instinto crítico, y que sobrevive aun en los que se retiran, aun en los mismos que reniegan de la carrera y manifiestan que les causa hondo hastío el uniforme. Volviendo atrás la vista, Gabriel se asombraba de ser aquel muchacho que salió del colegio tan artillero, tan imbuido de ciertas altaneras niñerías que se llaman espíritu de cuerpo, tan convencido de la inmensa superioridad del arma de artillería sobre todas las demás del ejército español y aun del mundo, y en particular tan arisco, tan dado   —129→   a esa cosa particular que en el cuerpo llaman la peña, tendencia mixta de orgulloso retraimiento y de feroz insociabilidad, que en él llegaba al extremo de pasarse tres horas en la esquina de una calle de Segovia, atisbando el momento en que saliesen de su casa unas señoras a quienes su padre le ordenaba visitar, para cumplir con dejarles una tarjeta en la portería.

¡Y que apenas era él entonces reaccionario, como los demás individuos del noble cuerpo! Sentía un odio profundo hacia las ideas nuevas y la revolución, la cual justo es decir que se hallaba en su más desatentado y anárquico período. Lo que Gabriel no le perdonaba a la setembrina maldecida, era el haberle echado a perder su España, la España histórica condensada en su cabeza de estudiante asiduo y formal, una España épica y gloriosa, compuesta de grandes capitanes y monarcas invictos, cuyos bustos adornaban el Salón de los Reyes en el Alcázar. Gabriel se tenía por heredero directo de aquellos   —130→   héroes acorazados, esgrimidores de tizona. Arrinconados el montante y la espada, la artillería era el arma de los tiempos modernos. ¡Qué de ilusiones y de fermentaciones locas producía en Gabriel el solo nombre de batalla! A la idea de barrer a cañonazos un reducto enemigo, le parecía no caberle el corazón en el pecho, y un frío sutil, el divino escalofrío del entusiasmo, le serpeaba por la espina dorsal. En esta disposición de ánimo le incorporaban a una batería montada y le enviaban a la guerra contra los carlistas en el Norte...

Quince días a lo sumo recordaba que duraron sus fantasías heroicas. No eran aquellas las marciales funciones que había soñado. Si en las rudas montañas de Vasconia no faltaban las fatigas propias de la vida militar, los fríos, los calores, el agua hasta el tobillo, la nieve hasta media pierna, las raciones malas y escasas, el dormir punto menos que en el suelo, la ropa hecha girones, cuanto constituye el poético aparato de la campaña, en   —131→   cambio no veía Gabriel el elemento moral que vigoriza la fibra y calienta los cascos; no veía flotar la sagrada bandera de la patria contra el odiado pabellón extranjero. Aquellas aldeas en que entraba vencedor, eran españolas; aquellas gentes a quienes combatía, españolas también. Se llamaban carlistas, y él amadeísta: única diferencia. Por otra parte la guerra, aunque civil, se hacía sin saña ni furor; en los intervalos en que no se disparaban tiros, los destacamentos enemigos, divididos sólo por el ancho de una trinchera, se insultaban festivamente, llamándose carcas y guiris; también se prestaban pequeños servicios, pasándose El Cuartel Real y El Imparcial de campo a campo; y en los frecuentes ratos de tregua, bajaban, se hablaban, se pedían fuego para el cigarro, y el teniente de artillería guiri fraternizaba muy gustoso con los oficiales carcas, tan buenos mozos y tan elegantes y marciales con sus guerreras orladas de astracán, a cuyo lado izquierdo lucía el rojo corazón del detente, y sus boinas con borla   —132→   de oro, gentilmente ladeadas. A menudo hasta le sucedía a Gabriel dudar si el deber y la patria estaban del lado acá o del lado allá de la trinchera. A pesar de las burlas con que sus compañeros acogían los pepinillos carlistas, en el campamento se contaban maravillas de la improvisada artillería de don Carlos, organizada en un decir Jesús, por un par de oficiales que había ingresado en sus filas y algunos cabos y sargentos listos; cosa que inducía a Gabriel a pensar que no se necesitaban tantas matemáticas de colegio para santiguar al enemigo a cañonazos. Sí; Gabriel cumplía con su obligación; pero sin calor ni fe. Batirse, corriente, para eso vestía el uniforme; otra cosa que no se la pidieran. Un casco de metralla saltaba los sesos a su asistente, aragonés más cabal que el oro, a quien Gabriel profesaba entrañable cariño, y su muerte le causaba la impresión de haber presenciado un aleve asesinato, más bien que un episodio bélico.

Entre la oscuridad nocturna, Gabriel Pardo   —133→   sonreía a la reminiscencia de un recelo que le apretó mucho por entonces. Al encontrarse tan frío en medio de las escaramuzas, al conocer que le hastiaba la guerrilla y la tienda, recordó que se había interrogado a sí mismo con un miedo atroz... de tener miedo.

-¿Si seré un cobardón? ¿Si tendré la sangre blanca?

Al ver cómo le felicitaban unánimemente los jefes y los compañeros por su serenidad, comprendió que lo que padecía era atrofia del entusiasmo. Y así le cogió la disolución del cuerpo de artillería por decreto revolucionario. Casi se alegró. Ya no tenía cariño al uniforme. Y sin embargo, todavía el espíritu de cuerpo le dominaba. Le cruzó por las mientes irse al campo carlista, y no lo hizo, porque los compañeros habían determinado «aguardar, estar a ver venir». Se fue a Madrid, hospedándose en casa de unos parientes encumbrados, un título primo de su madre.

¡Cuántos recuerdos se le agolpaban! La noche oscura parecía poblarse de estrellas y   —134→   constelaciones, de centelleos misteriosos... Gabriel sentía una impresión, frecuente en las personas a quienes la viveza de la fantasía y de la sensibilidad hacen pasar, durante una existencia relativamente corta, por muchas y muy variadas fases psíquicas. Admirábase del cambio producido en él por aquellos meses de residencia en Madrid, y al mismo tiempo, se sorprendía ahora de lo que se había realizado en él entonces, y no creía ser la misma persona, sino evocar la historia de otro hombre. Él no fue ni pudo ser jamás el brillante y frívolo mancebo a quien tan especiales agasajos y tan lisonjera acogida dispensaron las damas de alto copete, que le obsequiaban por oficial del cuerpo hostil a la Revolución y por hidalgo provinciano, pero de vieja cepa, de veintitantos abriles y gallarda figura. ¡Cuán dulces bromas le habían sido disparadas entonces por risueños labios, recalcadas por el guiño semi-altanero y semi-picaresco de algunos flecheros ojos de rica hembra, a propósito de su afición a la peña, entonces erigida en sociedad   —135→   reaccionaria, ojalatera del alfonsismo! Gabriel en el fondo se sentía muy peñasco, igual que antes, y abominaba de saraos y visitas de cumplido, de andar poniéndose el frac y el ramito en el ojal, de saludos en la Castellana y bailes por todo lo fino; pero el asunto es que iba, iba, iba, seguía yendo, arrastrado por una blanca mano cuya piel suave le causaba mareos deliciosos... Era una viuda, hermana de la mujer de su primo, en cuya casa vivía; hermosa hembra de treinta y tantos, dotada de ingenio, oro y blasones... Gabriel no había tenido sino aventuras de alojamiento o de días de salida en Segovia. Volviose loco, y un día, con la mente y la sangre caldeadas, habló de bodas, para asegurar hasta el fin de la vida la dicha actual... Se le rieron blandamente, y como insistió, le pusieron de patitas fuera del paraíso. ¡Qué crujida, Dios! Gabriel, al pensar en ella, se admiraba de su juventud, de su sincera pasión y de sus románticos desvaríos. Lo de menos era no dormir, no comer, sufrir abrasadora   —136→   calentura, beber y jugar para aturdirse... ¿Pues no se le ocurrió cierta mañana mirar con ojos foscos y extraviados un par de pistolas inglesas?... ¡Aquello sí que tuvo gracia!, discurría hoy el hombre de pelo ralo acordándose de las fogosidades del teniente...

El caso es que con el desengaño amoroso, se había vuelto más peñasco que nunca. Por entonces, apartado ya del gran mundo y de sus pompas y vanidades, sin que le quedase más rastro que los buenos modales adquiridos, ese baño delicadísimo que sobre la corteza brusca del tenientillo recién salido de la academia derrama el trato con damas y el ingreso familiar en círculos selectos -baño permanente cuando se recibe en la primera juventud- empezaron para Gabriel estudios libres que se impuso a sí propio. Convencido de que podía beber bastante alcohol sin emborracharse, y de que la embriaguez en él jamás era completa, dejándole siempre cierta lucidez dolorosa; de que el fatal tapete verde no le divertía, y de que las mujeres, no queriéndolas   —137→   mucho, le eran casi indiferentes, se dio a la lectura por recurso, y en ella encontró la deseada distracción, y la convalecencia de aquella herida al parecer tan profunda, y que en realidad no pasaba de la epidermis.

Con los libros sí que se había emborrachado de veras. Eran obras de filosofía alemana, unas traducidas al francés, otras en pésimo y bárbaro castellano. Pero Gabriel, más reflexivo que artista, más sediento de doctrina que de placer, no se entretenía con la forma; íbase al fondo, a la médula. Las matemáticas del colegio le tenían divinamente preparado para las peliagudas ascensiones de la metafísica y las generosas quintaesencias de la ética. Eran sus actuales estudios lo que el riego a la planta tierna cuyas raíces penetran en terreno bien cultivado y removido ya. La inteligencia de Gabriel se abría, comprendiendo períodos enrevesados y diabólicos, y lisonjeaba su orgullo el que los demás afirmasen no poder entender semejante monserga.   —138→   Sus nuevas aficiones le pusieron en contacto con muchos jóvenes, prosélitos de la entonces flamante y boyante escuela krausista. Y resolvió que él era kantiano a puño cerrado, pero sin aplicar el método crítico del maestro, como entonces se decía, más que a las cosas de la ciencia; para las de la vida se agarró con dientes y uñas a la ética de Krause. No sólo renegó de las aventuras, los naipes y el absintio, sino que empezó a aquilatar con más que monjiles escrúpulos la trascendencia y móvil de sus menores actos, a tener por grave delito el asistir a una corrida de toros o a un baile de máscaras. Ponía cuidado especial en que no saliese de sus labios ni siquiera una mentira oficiosa, en no defraudar a nadie, en vivir de tal manera que sus acciones fuesen claras como el agua, honradas y serias... ¡La seriedad sobre todo!... Por las noches hacía examen de conciencia; por las mañanas elevaba, al despertarse, el pensamiento a Dios -¡al Dios impersonal y sin entrañas!- Reprimidos los impulsos y ardores   —139→   juveniles por la especie de fiebre filosófica que le abrasaba dulcemente el cerebro, sentía en las iglesias, a donde asistía con frecuencia suma, impulsos místicos, ternuras inexplicables, ganas de llorar, y entonces se creía íntimo con el ser...

¿Cuánto había durado? ¿Cuánto? Las cosas políticas se encrespan; la demagogia y el cantonalismo escupen fuego y sangre; los carlistas medran, pululan, brotan por todas partes con armamento y municiones; Castelar llama a los artilleros; Gabriel duda, recela, se alarma ante la perspectiva de verter sangre humana; por fin sus nuevas ideas liberales y una carta de su padre le deciden; va otra vez al Norte. Rodéanle sus antiguos amigos; en la maleta del teniente vienen sin duda la Analítica, la Crítica del juicio, la Crítica de la razón pura, la Teoría de lo infinito; pero a la primer marcha forzada, a la primer bocanada de aire montañés, al primer encuentro, a la primer tertulia en la tienda de campaña, parécele que entre él y los maestros de su entendimiento   —140→   se interpone una muralla, un velo oscuro, y que en su alma se derrumba, sin saber cómo, un edificio vasto. Y con el bienestar físico que producen el ejercicio y la actividad después de una vida contemplativa y sedentaria; y la reacción violenta, propia de los temperamentos nerviosos y los caracteres impresionables, a los pocos días el teniente no se acuerda de Kant, da al diablo los Mandamientos de la humanidad, y muy a gusto se deja arrastrar a las distracciones del compañerismo, a los lances de la campaña y los episodios de alojamiento. La guerra se hace ya con más empuje, en vista del desaliento y merma de las fuerzas carlistas: Gabriel bate el cobre con fe, persuadido de que el orden y la libertad están en las negras entrañas de los cañones de su batería; fraterniza con bandidos contraguerrilleros, lee con afán los periódicos políticos, vive de acción y de lucha, y todas las mañanas se levanta determinado a salvar a España... España le había dado en cambio la   —141→   efectividad de capitán. Mas el golpe de Estado de Pavía y luego la proclamación de don Alfonso, que tanto alegraron a todo el noble cuerpo, le cortaron las alas del espíritu a Gabriel Pardo, que era republicano teórico y andaba entonces vuelto tarumba por un orden de cosas muy recto y sensato, al modo sajón. Al otro día de recibir el grado de comandante, viendo la guerra próxima a su fin, desilusionado más que nunca y sin gusto para pelear, recordaba haber tomado el camino de la corte.

¡Qué vida tan sosa al principio la suya! Mal visto entre sus compañeros a causa de sus opiniones políticas; sin trato con sus antiguas relaciones; sin ánimos para volver a sepultarse en los libros de metafísica que eran hoy para él lo que la envoltura de la oruga cuando ya voló la mariposa, sintió de repente, convirtiendo los ojos hacia sí mismo, que no le quedaba en lo más íntimo sino descreimiento y cansancio. ¿Quién o qué le había demostrado la inanidad de sus filosofías? Nadie. La   —142→   fe no se destruye con razones: es error imaginar que hay argucia que eche abajo un sentimiento. La fe es como el amor -bien lo advertía Gabriel.

¿Hay en el mundo del pensamiento algún asidero firme? -discurrió entonces. Casualmente empezaban las corrientes positivistas: hablábase de realidades científicas, de doctrinas basadas en hechos de experimentalismo. El comandante se propuso estudiar a fondo alguna ciencia, como se estudian las cosas para saberlas de verdad, y adquirir la suspirada certeza. Tenía un amigo, ex-profesor de geología en la Universidad, de donde le expulsara el decreto de Orovio. Se puso bajo su dirección, y consagró seis horas diarias a trabajos de pormenor. Hacía unos cortes en las piedras y luego se desojaba mirándolos al microscopio. Se cansó a cosa de medio año. La certeza consabida, por las nubes. Encontraba relaciones lógicas y armoniosas entre lo creado, leyes impuestas a la materia por voluntad al parecer inteligente, dependencia   —143→   y conexión en los fenómenos; pero el enigma seguía, el misterio no se disipaba, la sustancia no parecía, la cantidad de incognoscible era la misma siempre. Gabriel tenía sobrada imaginación para sujetarse a la severa disciplina científica sin esperanza ni objeto, y fueron disminuyendo sus visitas al laboratorio de su amigo. ¿Y no había otra razón?... Pues, a decir verdad...

Muy aficionado a la música, Gabriel estaba abonado a una butaca del Real -tercer turno. Resplandecía el regio coliseo con la animación que le prestaba la buena sociedad ya completa y la restaurada monarquía: y, más que teatro, parecía elegante salón cuajado de beldades. Al lado de Gabriel sentábanse un machucho brigadier de artillería y su joven esposa, deidad murciana, de árabes ojos, que a cada acorde de la música, o a cada nota de los amorosos dúos, se posaban en los del comandante, deteniéndose un poco más de lo necesario. El brigadier, fumador empedernido, no recelaba salir en los entreactos   —144→   dejando a su esposa bajo la salvaguardia del subalterno. ¡Bendito señor, pensaba Gabriel, y cómo lo hizo Dios de confiado! A lo mejor el brigadier fue destinado a Filipinas, y partió llevándose a su cara mitad. Gabriel, medio loco, según su costumbre en casos tales, habló de pedir el traslado... La hermosa brigadiera se negó, afirmando que su marido ya tenía sospechas, que el viaje era celosa precaución, y que si se encontraba con el comandante llovido del cielo en Manila, habría la de Dios es Cristo. Y el enamorado la vio partir sin que nublase aquellos ojazos de terciopelo la humedad más leve... No, lo que es de esta vez, el comandante no hacía memoria de haber pensado en suicidios, pero cayó en misantropía amarga, rabiosa y prolongadísima que paró en un ataque de ictericia de los de padre y muy señor mío. Destinado a Barcelona... ¡qué temporada la que pasó en la ciudad condal! ¿Cómo es posible aburrirse tanto y quedar con vida? A enfrascarse otra vez en los libros: no de filosofía ya,   —145→   sino de ciencia militar, estudiando las propiedades formidables de las materias explosivas que nuestro siglo refina y concentra a cada paso, lo mismo que si el objeto supremo de tanto adelanto, de tanto progreso, fuese una conflagración universal. A leerse cuanto encontró sobre el asunto en revistas alemanas e inglesas, encargando obras especiales, y escribiendo dos o tres artículos en que lo resumía y exponía con bastante claridad, publicados en los periódicos y que le valieron ser citado como una gloria del cuerpo. Por más señas que entonces fue cuando se le chamuscó la cara probando pólvora, y se le metieron unos cuantos granos en la mejilla. Ocurriole la idea de gestionar que le diesen una comisión para el extranjero; lo consiguió, viajó por Francia, Alemania, Inglaterra, países que él creía cifra y compendio de la civilización posible. Al pronto, impresión pesimista: Francia era una gran tienda de modas, Alemania un vasto cuartel, Inglaterra un país de egoístas brutales y de   —146→   hipócritas ñoños. Pero al regresar a España, al notar el dulce temblor que sólo las almas de cántaro pueden no sentir en el punto de hollar otra vez tierra patria, mudó de opinión sin saber por qué: echó de menos el oxigenado aire francés, y le pareció entrar en una casa venida a menos, en una comarca semi-salvaje, donde era postiza y exótica y prestada la exigua cultura, los adelantos y la forma del vivir moderno, donde el tren corría más triste y lánguido, donde la gente echaba de sí tufo de grosería y miseria... Al acercarse a Madrid y atravesar los páramos que lo rodean, al subir por la cuesta de Areneros, al ver las calles estrechas, torcidas, mal empedradas, el desanimado comercio, al oír el canturrear de los ciegos y el pregón de la lotería, pensó encontrarse en uno de esos prehistóricos poblachones de Castilla, fosilizados desde el tiempo de los moros... ¡Madrid! Ese era Madrid... esa era España... ¡la España santa de sus ensueños de adolescente!

  —147→  

Empezó a hablar, mejor dicho, a perorar donde quiera que encontraba auditorio, proponiendo una campaña activísima, especie de coalición de todos los elementos intelectuales del país, a fin de civilizarlo e impulsarlo hacia senderos donde no quería el muy remolón sentar el pie... Un día, en el Centro militar, al caer la tarde, Gabriel sorprendió un diálogo de sofá a butaca.

-¿Y el comandante Pardo? -preguntaba el sofá-. ¿Le ha visto usted desde que ha llegado de su excursión por tierras de extranjis?

-Ayer me le encontré en la Carrera... -respondía la butaca.

-¿Y qué cuenta? ¿Viene entusiasmado?

-¿Entusiasmado? Decidido a que crucen por doquier caminos y canales. Siempre dije yo que se guillaba; pero ahora, me ratifico. Sonámbulo. Chifladísimo.

-De remate -confirmó el sofá.

No hizo falta más para que el gran reformador entrase a cuentas consigo mismo.   —148→   -¿Será cierto, Gabriel? ¿Serás tú un chiflado, un badulaque que se mete a arreglar lo que no entiende, que todo lo intenta y de todo se cansa, y que se acerca ya a la madurez sin encontrar ancla donde amarrar el bajel de la vida? Soldadito de papel, ¿cuántos caballos te han matado ya? Pero, ¿es culpa tuya si esos caballos no los montas frescos, sino rendidos y exánimes? ¿Has pedido tú tantas gollerías? Verbigracia: ¿qué le pediste al amor? Sinceridad y firmeza. ¡Qué diantre!, tú ibas derecho al término de la pasión, que se sobrepone y debe sobreponerse a intereses mezquinos... ¿Y a la filosofía, a la ciencia? Certidumbre: una regla moral para seguirla, un Dios en quien creer, a quien elevar el alma. ¿Y al uniforme que vistes, y a la patria a quien sirves, y las convicciones políticas que profesas? Un ideal a quien sacrificar todas las energías, todo el calor que te sobraba... ¡Vive Dios! Que a cada cosa le pedías tú lo justo, lo que puede y debe contener, y nada más. ¿Es culpa tuya si el amor es distracción frívola, la ciencia   —149→   nombre pomposo que disfraza nuestra ignorancia trascendental y la política farsa más triste y vil que todas?

Al llegar a esta parte de sus recuerdos autobiográficos, alzó Gabriel la vista al cielo, como buscando huellas del poder augusto que rige nuestro destino terrestre. Y eso que él sabía que aquel gran espacio oscuro que le envolvía por todas partes no era más que el firmamento astronómico, con sus millares de millares de soles, de planetas, de mundos chicos y grandes...

¿Tendrán razón los que creen que andan las almas viajando por ahí? -pensaba, al acordarse de la muerte de su padre. Por cierto que no la había sentido con la misma fuerza que la de su hermana, porque Gabriel y don Manuel Pardo eran naturalezas que no simpatizaban: pertenecían a dos generaciones muy diversas, y en realidad no se entendían; con todo, vino el dolor natural y justo, pues siempre hace su oficio la sangre. Bastante abatido llegó Gabriel a Santiago... Y apenas   —150→   hubo puesto el pie en el caserón solariego -ya suyo-, de los envejecidos muebles, de los cuadros cuyo asunto tenía clavado en la memoria, de las cortinas de apagado color, de los rincones familiares, se alzó radiante, amorosa, poetizada por la muerte y la distancia, la imagen, no de su padre, sino de su hermana Marcelina, la mamita, la única mujer que con desinteresado amor le había querido; y aquellas lágrimas que un día lloró el alumno, el mancebo colegial, subieron ahora más que a los párpados, al corazón de Gabriel, derramándose en benéfico rocío. Recorrió toda la casa: buscaba en ella no sé qué; tal vez un fantasma -¡el del tiempo pasado! El caserón estaba solitario, triste, sin otros moradores que una criada antigua, cuyas perezosas chancletas, así como el hálito de un cascado reloj de pared, era lo único que pugnaba con el alto silencio de los salones y corredores vacíos. Ninguna de las tres hermanas que tenía vivas Gabriel había acudido allí para acompañarle: todas estaban casadas,   —151→   la menor mal, con un estudiante de medicina, hoy médico de un partido; la otra con un hidalgo rico de la montaña; la mayor con un ingeniero andaluz, con quien residía en una provincia distante. Gabriel escudriñaba todas las habitaciones, tocaba con una especie de devoción y de pueril curiosidad los objetos que por allí andaban diseminados. En el que fue cuarto de su mamita encontró detrás del tocador horquillas, una caja de polvos, un alfiler grueso: lo manoseó todo: probablemente sería de ella. Sobre la cabecera del difundo don Manuel campeaba un ramo de pensamientos trabajado en pelo negro, encerrado en un marco de madera oscura: abajo decía en letrita cursiva y muy regarabateada: Nucha a su querido papá. Gabriel pegó los labios al cristal, besando religiosa y lentamente la reliquia. Después se dejó caer en una butaca que tenía los muelles rotos, vencidos del enorme peso de don Manuel Pardo de la Lage, y sus meditaciones tomaron un giro inusitado.

  —152→  

¿Cómo no se le habría ocurrido antes? ¿Por qué, hasta que circunstancias fortuitas le arrojaron al hogar viejo, no le cruzó por las mientes idea tan sencilla... perogrullada semejante? ¿Es posible que se pase un hombre la vida con la linterna de Diógenes en la mano, buscando sendas y probando derroteros, cuando la felicidad le está prevenida en el cumplimiento de la ley natural? La esposa, el hijo, la familia; arca santa donde se salva del diluvio toda fe; Jordán en que se regenera y purifica el alma.

Varias veces había notado don Gabriel la irresistible tendencia de su imaginación viva, ardorosa y plástica, a construir, con la vista de un objeto, sobre la base de una palabra, un poema entero, un sistema, una teoría vasta y universal, llegando siempre a las últimas y extremas consecuencias: propensión que le explicaba fácilmente los muchos desengaños sufridos y aquello que llamaba él caérsele muertos los caballos. Le sucedía también que la experiencia no le enseñaba   —153→   a cautelar, y cada nueva construcción la emprendía con igual lujo y derroche de ilusiones y esperanzas. En la vieja poltrona paterna, ante la cama de dorado copete donde tal vez había venido al mundo, comenzó a edificar un palacio conyugal, sintiendo el tiempo perdido y lamentando no haber caído antes en la cuenta de que todo sujeto válido, todo individuo sano e inteligente, con mediano caudal, buena carrera e hidalgo nombre, está muy obligado a crear una familia, ayudando a preparar así la nueva generación que ha de sustituir a ésta tan exhausta, tan sin conciencia ni generosos propósitos.

-Yo no soy un chiflado -pensaba don Gabriel, respirando sin percibirlo por la herida-. Yo soy víctima de mi época y del estado de mi nación, ni más ni menos. Y nuestro destino corre parejas. Los mismos desencantos hemos sufrido; iguales caminos hemos emprendido, y las mismas esperanzas quiméricas nos han agitado. ¿Fue estéril todo? ¿Hemos perdido malamente el tiempo? ¿Sentenciados   —154→   vivimos a no producir ni fundar cosa alguna? Cansados, sí, porque el cansancio sigue a la lucha; pero ¿no hemos aprendido, ni progresado nada? Yo, sin ir más lejos, ¿soy el mismo que cuando salí del colegio? ¿No ha ganado algo mi educación externa desde que frecuenté el gran mundo? El suceso de mis amoríos malogrados ¿no me curó y preservó de ilícitos y torpes devaneos? Aquellos libros que no me dieron la certeza, ¿por ventura no me cultivaron y ensancharon el entendimiento, no me hicieron más recto, más tolerante y más reflexivo? Mis sueños de gloria militar, mis rachas políticas, ¿no sirven, cuando menos, para probarme a mí mismo que aspiro a algo superior, que me intereso por mi raza y por mi patria, que siento y que vivo? No, Gabriel, lo que es de eso no hay por qué arrepentirse. Y a no ser por tus años de peregrinación y aprendizaje, ¿valdrías hoy para fundar casa, para contribuir en la medida de tus fuerzas a la regeneración de la sociedad y a la depuración   —155→   de las costumbres... para formar a tus hijos... ¡si Dios...!

Cuando el nombre divino surgía, ya que no de los labios, del espíritu del comandante, iba el crepúsculo lento de una tarde del mes de Mayo difumando los objetos y haciendo más melancólica la soledad del vacío dormitorio paternal. Sintió Gabriel que el corazón se le llenaba de ternura, y no sabiendo cómo desahogarla, llamó cariñosamente a la decrépita servidora, y en tono festivo, en voz casi humilde, pidiole que trajese luz.

Así que la bujía quedó colocada sobre la cómoda de su padre, fijáronse los ojos de Gabriel en el antiguo mueble, muy distinto de los que hoy se construyen. La cubierta hacía declive, y recordaba Gabriel que al abrirse formaba un escritorio, descubriendo una especie de templete con columnas, y múltiples cajoncitos adornados de raros herrajes, que ocultaban secretos. ¡Secretos! De niño, esta palabra le infundía curiosidad rabiosa y una especie de terror... ¡Secretos!   —156→   Sonriose, sacó del bolsillo un llavero, probó varias llavecicas... Una servía... Cayó la cubierta, y los dedos impacientes de Gabriel empezaron a escudriñar los famosos secretos de la cómoda, cual si en ellos se encerrase algún escondido tesoro... Los buenos de los secretos no tenían mucho de tales, y cualquier ratero, por torpe que fuese, lograría como Gabriel hacer girar sobre su base las dos columnas del templete, y poner patente el hueco que existía detrás. Calle... pues había algo allí. Rollos de dinero... Los deshizo: eran moneditas de premio, Carlos terceros y cuartos, guardados sin duda por su padre para evitarles la ignominia de la refundición... Y allá, en el fondo, muy en el fondo, un papel amarillento ya por las dobleces, atado con una sedita negra... Maquinalmente lo cogió, lo abrió, rompió la sedita. Cayó una sortija de oro con perlas menudas, y vio Gabriel, cuyo corazón literalmente brincaba contra la carne del pecho, que el papel era una carta, escrita con tinta   —157→   ya descolorida, y letra no muy suelta. Sus ojos, vidriados por un velo de humedad, leyeron casi de una ojeada: -«Querido papá, felicito a usted los días; sabe Dios quién vivirá el año que viene; hágame el favor, si me empeoro, de darle a mi hermano Gabriel la sortijita adjunta, y que mucho me acuerdo de él y le quiero; que si yo llego a faltar, ahí queda mi niña. Usted y él no dejarán de mirar por ella: moriré tranquila confiando en eso...». Una lágrima, una verdadera lágrima, redonda y rápida en su curso, se precipitó sobre la firma -«Su amante hija, Marcelina Pardo».

El comandante apoyó el papel contra los ojos al esconder la cara en las manos, y se reclinó en la cómoda, vencido por uno de esos terremotos del corazón que modifican las actitudes y las elevan a la altura trágica sin que lo advirtamos nosotros mismos... Pasados quince minutos, alzó la frente, con una firme resolución y una promesa.

La misma que repetía ahora a la majestuosa noche.



  —158→  

ArribaAbajo- IX -

Tan enamorado estaba Juncal de las buenas trazas y discreción de su huésped, que al día siguiente quiso entrarle en persona el chocolate, varios periódicos, un mazo de tolerables regalías y una calderetilla con agua caliente por si acostumbraba afeitarse. No le maravilló poco encontrar a don Gabriel ya en pie, calzado y vestido. ¡Qué madrugador! ¡Y en ayunas! ¿Qué tal el brazo? ¿Preferiría don Gabriel el chocolate en la huerta, debajo de los limoneros? Don Gabriel dijo que sí, que lo prefería.

Razón llevaba en ello, porque la mañanita   —159→   estaba fresca, el azahar trascendía a gloria, y sobre la rústica mesilla de piedra encandilaba los ojos y excitaba el paladar la vista de la bandeja con el pocillo de Caracas, la pella de manteca recién batida, que aún rezumaba suero, el vaso de agua serenada en el pozo, el pan de dorada corteza y las lengüetas rubias de los bizcochos finamente espolvoreados de azúcar.

-Su señora de usted es una gran ama de casa -observó jovialmente don Gabriel al sorber el último residuo del aromático chocolate-. Nos trata a cuerpo de rey. Es increíble el gusto con que se come en el campo, y qué bien sabe todo. Parece que se le quitan a uno diez años de encima.

Con efecto, fuese por obra del campo o por otras causas, semejaba remozado el huésped de Juncal.

-¿Usted quiere ir esta tarde a casa del cura de Ulloa, sin falta? ¿No sería mejor descansar otro diita en mi choza?

-Me urge, amigo Juncal. Pero si usted por   —160→   esa ojeriza que profesa al clero, no quiere acompañarme... -murmuró don Gabriel risueño, limpiándose los bigotes con encarnizamiento, a fuer de hombre pulcro.

-¿Quién?, ¿yo?, ¿a casa del cura de Ulloa? ¡Por vida del chápiro verde! Si todos fuesen como ese... me parece que acabaría por volverme beato.

-No todos pueden ser iguales, señor don Máximo, usted bien lo sabe.

-Mire usted, natural sería que el clero... Digo, creo que les tocaba dar ejemplo a los demás.

-El clero es el reflejo de la sociedad en que vivimos. No estamos ahora en los primeros siglos del cristianismo -replicó con cierta malicia discreta don Gabriel mirando a Juncal que echaba lumbres con un eslabón para darle mecha encendida, pues a causa del viento y de las caminatas, el médico había proscrito los fósforos.

-Ríase usted de cuentos... Bien gordos y repolludos andan los tales parrocetáceos   —161→   -refunfuñó Máximo empleando el vocabulario peculiar del Motín- a cuenta de nuestra bobería... Más tocino tiene el Arcipreste encima de su alma, que siete puercos cebados.

-Pues en realidad, la profesión es de las menos lucrativas que hoy se pueden seguir. ¿Por ambición, quién diablos va a hacerse clérigo? Amigo, seamos razonables. Antaño, decir canónigo era decir hombre de vida regalona y riñón cubierto; hogaño el canónigo a quien le alcanza el sueldo para comer principio y llevar manteos decentes, se tiene por dichoso. Un cura de aldea es un pobre de solemnidad: cuando más, llegará a donde llegue un labriego acomodado: a tener la despensa regularmente abastecida; y eso, para un hombre que recibió cierta instrucción y tiene por consecuencia necesidades que no tiene el labriego... ya usted ve... Esto lo sabrá usted mejor que yo, porque hasta ahora mi carrera me mantuvo alejado de Galicia.

-¿Es usted artillero, señor don Gabriel?

  —162→  

-Para servir a usted.

-Por muchísimos años. ¿Grado?

-Comandante efectivo. Hoy excedente, a petición mía. Convénzase usted: al clero no le podemos exigir tantas cosas.

-Pero usted también sabe de sobra... ¿porque usted habrá viajado?, ¿eh?

-Sí, he estado algún tiempo en el extranjero.

-En otras partes, la ilustración, la moralidad...

-Moralidad... Sí... Pero el hombre es hombre en todas partes. El clero protestante, en Inglaterra por ejemplo, alardea de muy moral; sólo que un vicario protestante, en resumidas cuentas, es un hombre casado, un empleado con buen sueldo y respetadísimo; ¿qué ha de hacer? ¿Tendría usted disculpa si incurriese en algún desliz, amigo Juncal, con esa bella, complaciente y hacendosa mitad, y esta dorada medianía que goza? Y además toma usted un chocolate... ¡Cuántas veces habrá usted echado en cara a los frailes   —163→   la afición a chocolatear! ¡Pues lo que es usted... no se descuida!

Dijo esto don Gabriel golpeando familiarmente en el hombro del médico, porque veía a éste colgado de su boca y oyéndole como a un oráculo, y no quería poner cátedra. Sucedíale a veces avergonzarse del calor que involuntariamente tenían sus palabras al discutir o afirmar, y para disimularlo recurría a la ironía y a la broma. Juncal se extasiaba encontrando tanta sencillez y llaneza en aquel hombre cuya superioridad intelectual, social y hasta psíquica le había subyugado desde el primer instante.

-Vamos -pensaba para su capote-, que aunque fuese mi hermano no estaría más contento de tenerle aquí. Y todo cuanto dice me convence... No sé disputar con él, ¡qué rábano! -Echose el sombrero atrás con un papirotazo del dedo cordial sobre la yema del pulgar, ademán muy suyo cuando quería explicar detenidamente alguna cosa, y añadió:- Mire usted, así que conozca al cura de   —164→   Ulloa y le compare con los demás... Se quita la camisa por dársela a los pobres: no alza los ojos del suelo: dicen que hasta trae cilicio... Apenas quiere cobrar a los feligreses ni oblata, ni derechos, ni nada, y su criado (porque ese no entiende de amas ni de bellaquerías) está que trina, como que les falta a veces hasta para arrimar el puchero a la lumbre.

-Bien, ese ya es un santo -repuso Gabriel-. ¡Si abundase tal género, qué mayor milagro! Pero en general, ¿qué va usted a exigirle, señor don Máximo, a una clase tan mal retribuida? ¿Qué instrucción, dice usted? ¿Sabe usted lo que cuesta la carrera de un seminarista? Una futesa, porque si costase mucho, la Iglesia no podría sostenerlos... ¡Instrucción! ¿Dónde se recluta la clase sacerdotal? Entre los labriegos o los muchachos más pobres de las poblaciones. La clase media, que es la cantera de que se extraen hoy los sabios, buena gana tiene de enviar al seminario sus hijos... Los manda a las universidades, y de allí, si puede, al Parlamento,   —165→   caminito del Ministerio, o al menos del destino pingüe... En las clases altas, por milagro aparece una vocación al sacerdocio: ¡los tiempos no son de fe! La aristocracia es devota, mas no lo bastante para producir otro duque de Gandía. Y los pocos que se inclinan a la Iglesia, van a las órdenes, en particular a los jesuitas. Así y todo, nuestro episcopado, señor de Juncal, le aseguro a usted que compite con cualquiera de Europa, en luces y en piedad... Y nuestro clero parroquial, aunque algo atrasado y díscolo, posee virtudes y cualidades que no son de despreciar.

-Es usted... -preguntó Juncal con la cara más afligida del mundo- es usted... neocatólico, por lo visto.

-No, nada de eso -respondió apaciblemente Gabriel-. Soy, platónicamente hablando, avanzadísimo; tengo ideas mucho más disolventes que las de usted solamente... Pero ¡qué limoneros tan hermosos!

Tomó una rama y respiró con delicia los   —166→   cálices blancos, de pétalos duros como la cuajada cera.

-Estoy encantado con mi tierra, don Máximo... Es de los países más poéticos y hermosos que se pueden soñar. Yo no conocía ni esa parte de Vigo, tan pintoresca, tan amena, ni esto de aquí; y lo poco que ya he visto, me seduce... El suelo y el cielo, una delicia; el entresuelo... gente amable y cariñosa hasta lo sumo; las mujeres parece que le arrullan a uno en vez de hablarle.

-¿Mecha otra vez?

-Gracias, no fumo más. ¿Vamos a saludar a la señora? Aún no le hemos dado los buenos días.

-Catalina apreciará tanto... Pero a estas horas... va en el molino, de seguro. Así que alistó el chocolate, le faltó tiempo para recrearse con aquel barullo de dos mil diablos que arman las parroquianas...

Una mariposilla blanca, la vanesa de las coles que abundaban por allí, vino revoloteando a posarse en el sombrero de Juncal.   —167→   Don Gabriel tendió los dedos índice y pulgar entreabiertos, para asirla de las alas. La mariposa, como si olfatease aquellos amenazadores dedos, voló con gran rapidez, muy alto, entre la radiante serenidad matutina. Don Gabriel la siguió con los ojos estirando el pescuezo, y el médico reparó en lo bien cuidada (sin afeminación) que traía la barba el comandante. Cada pormenor acrecentaba la simpatía en el médico, que estancado en la cultura de los años universitarios, arrinconado en un poblachón, olvidado ya, a fuerza de bienestar material y de pereza mental, de sus antiguas lecturas científicas, y sus grandes teorías higiénicas, conservaba no obstante la facultad de respetar y admirar, en un grado casi supersticioso, cuando veía en alguien la plenitud de circulación y el oxígeno intelectual que él había ido perdiendo poco a poco. Además, ¡era tan cortés, resuelto, despejado y afable aquel señor!

Gabriel permanecía con los ojos medio guiñados, como cuando seguimos un objeto distante.   —168→   Sin embargo, la mariposa había desaparecido hacía tiempo. El artillero se volvió de repente.

-Don Máximo, ¿me hará usted el favor de contestar francamente a varias preguntas que tengo que hacerle?

-Señor de Pardo, por Dios... Me manda y yo obedezco. En cuanto le pueda servir...

-Pensaba entenderme con el abad de Ulloa; pero por la descripción que usted me hace de él, temo... ¿cómo diré?... temo que sea uno de esos seres angelicales, pero inocentes y pacatos, que no le sacan a uno de dudas... y que además, por lo mismo que son buenos, conocen mal a la gente que les rodea. (A medida que hablaba don Gabriel, aprobaba más enérgicamente con la cabeza el médico, murmurando -¡por ahí, por ahí!) Usted es un hombre inteligente y honrado, Juncal...

Ruborizose este como se ruborizan los morenos, dorándosele la piel hasta por las sienes, y con algo atragantado en la nuez, murmuró:

  —169→  

-Honrado... eso sí... Me tengo por honrado, señor don Gabriel. Tanto como el que más.

-Pues yo fío en usted enteramente. Sepa que he venido aquí con objeto de casarme...

Abrió Juncal dos ojos tamaños como dos aros de servilleta.

-...Con mi sobrina, la señorita de Moscoso.

-¿La señorita de Moscoso? -exclamó el médico apenas repuesto de la sorpresa-. ¿Qué me dice, don Gabriel? ¿La señorita Manolita? ¡No sabía ni lo menos!

-Ya lo creo -repuso Gabriel soltando la risa-. Como que tampoco lo sabía yo mismo pocos días hace; ni lo sabe nadie aún. Es usted la primera persona a quien se lo cuento.

Juncal sintió dulce cosquilleo en la vanidad, y aturrullado de puro satisfecho, trató de formular varias preguntas, que Gabriel atajó adelantándose a ellas.

-Diré a usted, para que comprenda mi propósito, que la persona a quien más quise   —170→   yo en el mundo fue mi pobre hermana Marcelina, la que casó con don Pedro Moscoso; y si hay cielo -aquí le tembló un poco la voz a don Gabriel- allí debe estar pidiendo por mí, porque fue una... már... una santa. Al morir me dejó encargada su hija; no lo supe hasta que mi padre falleció. Yo me encuentro hoy libre, no muy viejo aún, sin compromisos ni lazos que me aten, con regular hacienda y deseoso del calor de una familia. Teniendo Manolita padre como tiene, un tío... no está autorizado para velar por ella. Un marido, es otra cosa. Si no le repugno a mi sobrina y quiere ser mi mujer... Estoy determinado a casarme cuanto antes.

Oía Juncal, y poniendo las manos en los hombros del artillero, respondió vagamente, cual si hablase consigo mismo:

-En efecto... no hay duda que... Realmente, ¿quién mejor? La verdad es...

Miró don Gabriel, sonriéndose de alegría, al médico. Su corazón se dilataba dulcemente con la confidencia, y se le ocurría que por   —171→   la serena atmósfera revoloteaba un porvenir dichoso, columpiado en el espacio infinito, como la mariposilla blanca, que una superstición popular cree nuncio de dicha. Clavó sus ojos garzos en el médico: la luz del día hacía centellear en ellos filamentos de derretido oro. Se había guardado los quevedos en el bolsillo, y parpadeaba como suelen los miopes cuando la claridad les deslumbra.

-Francamente, Juncal, no conozco a mi sobrina Manuela ni sé... ¿Cómo es?

-El retrato de su difunta madre, que esté en gloria -respondió muy cristianamente el tremendo clerófobo Juncal.

-¡De su madre! -repitió el artillero extasiado.

-Pero más buena moza, no despreciando a la pobre señorita... La madre era... algo bisoja y delgada... Ésta mira derecho, y tiene unos ojazos como moras maduras... Alta, carnes apretaditas, morena con tanto andar al sol... buenas trenzas de pelo negro... y bien constituida. No digamos que sea una chica   —172→   hermosísima, porque no tiene las perfecciones allá hechas a torno; pero puede campar en cualquier parte... Vaya si puede.

-Si se parece a Nucha, para mí ha de ser un serafín, don Máximo.

-Y a usted se parece también, no se ría, señor de Pardo... Ya sabe que a usted lo saqué yo ayer en el coche, por su hermana.

-Siempre hay eso que se llama aire de familia... Don Máximo, mire usted que aún no he empezado, como quien dice, a preguntar lo que quiero saber. Yo he sido franco con usted, ¿usted lo será conmigo?

-No faltaba más. Aunque me fuera la vida en responder.

-Diga usted. Mi cuñado...



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