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La mirada masculina y la conciencia en «La Regenta»

Germán Gullón


Universidad Carlos III (Madrid)



El estudio de la obra de Leopoldo Alas, Clarín, apenas ha comenzado: el principal esfuerzo de los investigadores se halla todavía en el período erudito del empeño, cuando tamizamos lo pertinente a su filiación literaria, sus antecedentes e influencias, o se preparan la biografía y los textos de la obra completa1. Los logros parecen significativos. Sin embargo, somos relativamente pocos los dedicados a hacer crítica sobre las obras2; de hecho, el estudio crítico de Clarín marcha por detrás del de Benito Pérez Galdós. Basta leer las historias literarias para comprobar la diferencia entre los estudios sobre el uno y sobre el otro3.

Mucho de lo escrito referente a Clarín, debido al estadio presente de la investigación, tiene un deje retórico, de acumulación de casos, que obstruye el libre acercamiento a sus textos, sepultados en demasiadas ocasiones bajo un sinfín de marbetes, que si krausismo o naturalismo, o tardo-romanticismo o moralismo. Los estudiosos los usamos con escasa moderación, pues resultan necesarios cuando hablamos de sus ideas, y porque con los ismos intentamos, bien seguro, captar en figuras explicativas unos libros elusivos, en especial sus novelas, que cabría denominar de página abierta. Su lectura nunca termina en una resolución total del sentido, al contrario, queda abierta, acrisolada, expuesta a las mil yuxtaposiciones argumentales de que es susceptible el texto narrativo clariniano.

Cuando leo las novelas, los cuentos de Alas, su crítica, o examino lo que sabemos de su biografía, advierto su enorme pertinencia para la situación actual, cuando la vida individual, el yo, el ego, parecen ceder hoy protagonismo al yo social, mundano, solidario con los demás. Por ende, la búsqueda de los contextos, de la experiencia común, parece una tarea crítica esencial, y la obra de Leopoldo Alas parece compartir del espíritu de mundanalidad de nuestro siglo. Frecuentemente las primeras interpretaciones de sus obras buscaban lo único, el acento original, mientras que el fuerte clariniano, visto desde el hoy, reside en su capacidad para conjuntar voces, contextos, de ser un gran receptor y expositor de ideas y percepciones. El intento de buscar la pureza ideológica o la singularidad de la inspiración de sus textos quizás distorsiona su carácter polifónico, heterogéneo, múltiple, de escritura de puertas abiertas.

Leopoldo Alas, como Galdós o Emilia Pardo Bazán, novelaron con una genialidad no siempre reconocida la vida española de su época, insisto por si una palabra tan usada se nos escapara, la vida de su época. Ellos no se dedicaron a esencializar en unas probetas verbales la moral de su época, ni las mejores ideas del momento. Lo que hicieron fue cargar la pluma en el barro humano y escribir sobre la vida que en él encontraron. Eso es la esencia, lo demás son las capas ideológicas que recubren el meollo. Es más, pienso que metieron la vida, su vida personal y sentimientos en la novela. Se inspiraron en sus propios sentidos y sensibilidad, o si prefieren lo digo de otra manera, dejaron que sus sentidos y sensibilidad formaran parte de ese impulso psicológico necesario para la creación que suele conocerse con el nombre de inspiración.

Los tres escritores llevaron existencias bastante movidas bajo cualquier estándar que se las mida. La Pardo Bazán tuvo un matrimonio difícil, y poseemos pruebas de su infidelidad matrimonial, y conocemos las señas de varios amantes. Don Benito igualmente, además de amante de la Pardo, mantuvo relaciones múltiples4, algunas tan complicadas como la habida con Concha Ruth Morell, que le sirvió de modelo para Tristana. Leopoldo Alas vivió situaciones personales complejas, familiares, hermanos necesitados de apoyo, su matrimonio con una mujer que sufría una pequeña minusvalía, la cojera, su vicio del juego, las peleas políticas y varias enemistades, etcétera. Las numerosas polémicas, en especial de Clarín, indican que su sensibilidad se encendía por poca cosa, le hacía perder fácilmente el control y no se paraba ante nada, incluso llegaba al insulto personal. Todo ello revela que a la hora de novelar eran gentes experimentadas en el arte de vivir, no artistas de salón. Porque nadie a estas alturas de la historia puede creerse que la imaginación puede suplantar a la experiencia en la creación novelesca. La puede complementar, pero jamás suplantar.

Al estudiar la obra de Clarín debemos auscultar la vida que yace en su centro. Recordaré de pasada algo elemental, por si lo tenemos olvidado, que La Regenta trata de la vida en Oviedo, de la capital asturiana donde vivía y trabajaba el autor, y que su propósito novelador resulta meridiano: denunciar el carácter retrógrado y malsano de los hábitos y mores de la provinciana española, del clero, de su alta burguesía, y que lo realizó con una fuerza y un poder artístico que permanece como una perenne representación y denuncia de aquella España decimonónica, de aquellas costumbres. Ahí reside, en mi opinión, su grandeza moral, en la fuerza y el coraje con que levanta el acta de la denuncia, sobre una ciudad y esa larga mirada masculina a la mujer que envilece al mirón y mancha al objeto reprimido del deseo.

Es más, una novedad de nuestros escritores realistas en plena edad de las ideologías, del XIX, y de Clarín en particular, reside en que representaron la existencia de sus personajes viviendo en el mundo, un universo ciudadano, donde existen gentes con profesiones y compromisos laborales, visten a la moda, leen periódicos, y donde los asuntos públicos ocupan un lugar en sus preocupaciones cotidianas. No es todo la vida del espíritu ni del alma, sino vida circunstanciada. Por eso no debemos leer sus novelas de acuerdo con un modelo de obra moderna modernista, donde los burgueses recrearon sus jardines del reino interior, sino de una etapa anterior, cuando el escritor realista estaba llevando a cabo ese difícil ajuste entre la existencia individual y las exigencias del mundo.

Oviedo fue el lugar elegido por Alas como escenario de la acción novelesca porque era el sitio que mejor conocía y el que más le importaba, su amado entorno natural. Sorprende la valentía del escritor, pues sabía perfectamente que las fuerzas vivas de la capital asturiana y la mayoría de la ciudadanía le reprocharían el haber ensuciado su propio nido. Y lo aún más difícil, el imaginar unos personajes, que a bien seguro muchos fueron diseñados de acuerdo a los patrones que le ofrecían algunos de sus conciudadanos. Aún más, pretendía con esos seres de palabras mostrar que ninguna ideología o dogma, ley o creencia, fuera reforzada por la razón o la fe, era capaz de contrarrestar los efectos de la naturaleza humana, que siempre se burla de quienes quieren dictarle maneras de comportarse, de ser. Es decir, Clarín debilitaba, según la apreciación del clero, del obispo en concreto, y de otros prohombres las defensas ideológicas de la ciudad.

La historia política de la época en que se escribió La Regenta coincide con el momento cuando se forman los partidos de la izquierda española, como el PSOE, para quienes el trabajo cuenta como número, y van a exigir que el sudor, el esfuerzo físico, sea contabilizado dignamente. La época propicia, por lo tanto, el paso del entendimiento del ciudadano a la manera tradicional, tal y como lo entendía la iglesia, el ejército y la política de las altas burguesías, ese ser que aunque viva encajonado en las clases bajas, sin derecho al voto, tiene abierto el camino al cielo. Los gobernantes administraban el opio al pueblo para mantenerlos adormecidos, como decían los marxistas. El despertar de la masa, del trabajador, trae a la vida de la época una mayor presencia de la corporalidad, del grupo. Podríamos pensar que las burlas con que trata a Pepe Ronzal son una parodia a la que podían llevar los extremos de la fuerza bruta enfrentada a la de la razón.

Todos los grandes novelistas españoles de la época, Emilia Pardo Bazán, Benito Pérez Galdós y Leopoldo Alas, novelaron la lucha entre la razón y la naturaleza humana, en Los pazos de Ulloa, en La desheredada y en La Regenta respectivamente. Hay algo muy profundo y arraigado en esa narrativa que les llevó a ficcionalizar la manera en que la naturaleza humana se declara en rebelión con los dogmas, costumbres o mandatos emanados de la razón. Son, si se me permite, más aristotélicos que platónicos, al revés que los escritores de la generación anterior, Fernán Caballero o Pedro Antonio de Alarcón, que pensaban que lo racional y lo corporal se afectaban mutuamente y eran capaces de producir efectos positivos. La Regenta viene a manifestar lo contrario, que el ser humano sufre determinadas inclinaciones y que es imposible, por mucho que se le diga y razone, modificar su conducta.

Galdós, les recuerdo, jamás cejó de novelar ese batallar humano, encarnándola en personajes como Isidora Rufete, que trata de convencerse, de dejarse convencer por Augusto Miquis y por otros de que el camino cómodo en la vida es el trazado por las leyes humanas, que dicta, entre otras cosas, que ella no es hija de una marquesa. Nadie es capaz de convencerla de tan razonable decisión, y en consecuencia caerá en el abismo de la prostitución. También Evaristo Feijoo resultará incapaz de convencer a Fortunata de las ventajas que acompañan al comportarse según manda la sociedad. La chulapa enamorada se niega en redondo a acatar que la verdadera esposa de Juanito Santa Cruz es Jacinta y no ella, lo que la llevará a enfermar y morir. Podríamos hacer un amplio recorrido y terminar con Tristana y su final con la pierna de palo, acompañando a don Lope a la iglesia y haciéndole dulces, derrota total de esa lucha con una sociedad que no admite excepciones a la regla.

La Regenta, o mejor dicho, Leopoldo Alas, su autor, presenta a los personajes viviendo, protagonizando esa lucha con su propia naturaleza, siendo derrotados por el impulso vital, y les conferirá unas características sensuales, condensadas en el beso de Celedonio a Ana al final de la obra. Clarín dota a su texto de una corporalidad, de una sensualidad que el lector experimenta en toda su vileza, porque la palabra viene impregnada de una fuerte contaminación y nos urge a sentir. No nos urge sólo a pensar, a conocer, sino a sentir asco, a la naturaleza humana en su peor cara, la cara irredenta. Clarín se adelantaba a escritores como Ramón del Valle-Inclán, en la Sonata de otoño. Me refiero a ese momento extraordinario en que Ana espera que Víctor le haga el amor, y ella antes ha estado fantaseando con el cuerpo de Álvaro Mesía, pero Víctor prefiere dejarlo para mejor ocasión (p. 60). Estas son las escenas donde Alas deja que el cuerpo hable en detrimento del alma, de los frenos de lo racional.

La lectura de esta novela exige un acercamiento donde lo intelectual y lo perceptual se complementen. Es posible que en el siglo diecinueve sus amigos, los contemporáneos, valoraran sobre todo el contenido ideológico, pero hoy, para este crítico al menos, la obra no se puede leer sin tener presentes otras claves latentes en la crisolada textual. Una, la mirada masculina a la mujer que supone esta novela, que comienza con la búsqueda de Ana hecha por el Magistral con un catalejo hasta la violación de quien la escuchaba desde la sombra, el campanero Celedonio. Segunda, la narrativa, la genialidad con que viene contada la historia novelesca, que oscila entre la descripción exterior el monólogo interior y el estilo indirecto, todo ello salpimentado con el uso de múltiples focalizaciones. Una tercera, que va unida a las dos primeras, es la sensualidad y la presencia de lo corporal en el discurso narrativo, ese permanente llenar el texto de olores, de colores y sonidos, para que los sentidos del lector permanezcan a flor de piel, sean sensualmente exhortados. Se nos quiere presentes en el texto en cuerpo y alma. La cuarta es la presencia del mundo en la vida de los personajes, el cómo lo que sucede a su alrededor, su condición social, les condiciona, les limita la vida interior. Todas las buenas intenciones de Ana o de Fermín se desvanecen cuando ambos se encuentran frente a frente con el objeto de sus deseos. La fuerza de voluntad o de la convicción racional nunca puede con la del destino trazado por el mundo.

Voy a comentar los dos últimos aspectos, el componente sensual del texto clariniano y el permanente acoso de la naturaleza humana llevado a cabo por las fuerzas oscuras que habitan las profundidades del ser humano, tocando algo los otros dos, la mirada y las técnicas narrativas.




El componente sensual del texto

En el mero comienzo del texto comprendemos que Alas cuenta la historia novelesca con un alto grado de novedad, pues a la lectura lineal del argumento debemos atender a nuestra experiencia emocional. Lo dicho hay que complementarlo con lo sentido. Elijo un pasaje bien conocido, la presentación del Magistral de la catedral, don Fermín de Pas, para acercarnos a esa peculiar sensualidad textual. El Magistral aparece en el campanario donde Celedonio y un amigo tocan las campanas. Dejo de lado el comentario del catalejo, que pone a Ana en la retina del Magistral, estudiado en otro lugar, y me limito a la descripción del rostro del clérigo.

«De Pas no se pintaba. Más bien parecía estucado. En efecto, su tez blanca tenía los reflejos del estuco. En los pómulos, un tanto avanzados, bastante para dar energía y expresión característica al rostro, sin afearlo, había un ligero encarnado que a veces tiraba al color del alzacuello y de las medias. No era pintura, ni el color de la salud, ni pregonero del alcohol; era el rojo que brota en las mejillas al calor de palabras de amor o de vergüenza que pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el hierro de la sangre [...] En los ojos del Magistral, verdes, con pintas que parecían polvo de rapé, lo más notable era la suavidad de liquen; pero en ocasiones, de en medio de aquella crasitud pegajosa salía un resplandor punzante, que era una sorpresa desagradable, como una aguja en una almohada de plumas. Aquella mirada la resistían pocos; a unos les daba miedo, a otros asco.»


(p. 12)5                


La descripción del rostro y de los ojos presenta una novedad en el contexto de la narrativa española, porque contiene el mencionado componente sensual que dirige la atención del lector a través de lo físico hacia el color de la cara. Alas en vez de emplear los términos tópicos para explicar el encarnado de las mejillas del canónigo, la salud (rojo como una manzana madura) o el vicio (a causa del vino), habla de que es «el rojo que brota en las mejillas al calor de palabras de amor o de vergüenza que pronuncian cerca de ellas». La anatomía y la fisiología le interesan menos que el sarpullido de color que se levanta en ciertas pieles sensibles cuando una palabra de amor o una confidencia las roza con su aliento. La reacción es, pues, sensual.

Los ojos son verdes liquen, aunque lo que les caracteriza es que en ocasiones aparecen acariciantemente suaves y en otras sale de ellos un resplandor punzante, como si apareciera una aguja en un almohadón de plumas. Aquí vemos al narrador ir directo, una vez dicho que son de color verde, a definirlos, y a que los lectores sintamos la manera de mirar, y lo dice bien expresivamente, como si de pronto, cuando menciona un almohadón de plumas, que invita a la molicie, de su centro mismo surgiera un pincho amenazante. La lectura produce un sobresalto, sentimos a través de la imagen lo peligroso de la mirada.

El efecto logrado con la inclusión de lo sensorial en el texto refuerza a su vez el efecto diversificador de las variadas técnicas narrativas empleadas por el autor. Según dijimos con anterioridad, el texto de la novela combina hábilmente el discurso directo con el indirecto, lo dicho por el narrador y lo comentado por los propios personajes, y que al mismo tiempo viene preñado de focalizaciones, de miradas, de perspectivas sobre lo que sucede de muchos otros personajes. A esas voces, de los narradores, las miradas, perspectivas de quienes observan la acción, se superpone el nivel sensorial del texto, que abre nuevas posibilidades al texto, lo sitúa en otro nivel expresivo, porque lo colora emotivamente. Así, la narración clariniana matiza la acción y la conducta de los personajes con una riqueza expresiva ausente de los textos en que falta este suplemento sensual. La comentada descripción de Fermín de Pas resulta un excelente apoyo para ahondar en la comprensión de su carácter. Este hombre doble, sensible, con alma capaz de sonrojarse y, a la vez, llena de un «frío y calculador egoísmo» (p. 13).

La utilización de los sentidos en la prosa narrativa en lengua española, que va al menos de Gustavo Adolfo Bécquer a Ramón María del Valle-Inclán y Gabriel Miró, sirve para ampliar el repertorio de creación del personaje y su mundo, permite salir de lo meramente fisonómico y de la descripción tipológica, combinando reacciones y caracteres distintos, en el caso del Magistral la mencionada doblez, la capacidad de sentir, de dejarse halagar por las urgencias del cuerpo, y de ser inflexible como el acero con sus subordinados, los curas del obispado que cometen alguna torpeza.

He estudiado en otro lugar cómo Fermín de Pas es un ser para quien el deseo corporal le saca de su piel, le hace rugir como a un león, según hará en la famosa escena del confesionario al final de la obra, y al tiempo sabe mantenerse frío cuando las urgencias de lo mundano lo cercan. Son los sentidos, la tentación del cuerpo, lo que le trastorna6.

Algo parecido le sucede a Ana Ozores, cuyo cuerpo supone una prisión y un escape al confinamiento en que vive. La encontramos cuando está acostándose.

«Ana corrió con mucho cuidado las colgaduras granates, como si alguien pudiera verla desde el tocador. Dejó caer con negligencia su bata azul con encajes crema, y apareció blanca toda, como se la figuraba don Saturnino poco antes de dormirse, pero mucho más hermosa que Bermúdez podría representársela. Después de abandonar todas las prendas que no habían de acompañarla en el lecho, quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los pies desnudos, pequeños y rollizos, en la espesura de las manchas pardas. Un brazo desnudo se apoyaba en la cabeza, algo inclinada, y el otro pendía a lo largo del cuerpo, siguiendo la curva graciosa de la robusta cadera. Parecía una impúdica modelo olvidada de sí misma en una postura académica impuesta por el artista. Jamás el Arcipreste, ni confesor alguno había prohibido a la Regenta esa voluptividad de distender a solas los entumecidos miembros y sentir el contacto del aire fresco por todo el cuerpo a la hora de acostarse. Nunca habría creído ella que tal abandono fuese materia de confesión.

»Abrió el lecho. Sin mover los pies, dejóse caer de bruces sobre aquella blandura suave con los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes.»


(pp. 51-52)                


Así en ese estado Anita se deja llevar por los recuerdos de cuando era niña, cuando en realidad su propósito era hacer examen de conciencia para la confesión general que en breve haría con el Magistral. Leo unas líneas más.

«Salió descalza de la alcoba, cogió el devocionario que estaba sobre el tocador y corrió a su lecho. Se acostó, acercó la luz y se puso a leer con la cabeza hundida en las almohadas. Si comió carne, volvieron a ver sus ojos cargados de sueño; pero pasó adelante. Una, dos, tres hojas..., leía sin saber qué. Por fin, se detuvo en un renglón que decía "Los parajes por donde anduvo..."

»Aquello lo entendió. Había estado, mientras pasaba hojas y hojas, pensando, sin saber cómo, en don Álvaro Mesía.»


(p. 53)                


Al momento se le volverá a presentar la figura del «esbelto» presidente del casino de Vetusta (p. 57), que interrumpe su reposo o, dicho sin ambages, aparece el cuerpo, la figura del hombre que despierta sus deseos más profundos, los de estar con el hombre. El examen de conciencia, los recuerdos de la infancia, todo ello queda pospuesto, y lo que se presenta con urgencia es el deseo femenino insatisfecho.

Aunque apenas estoy de acuerdo con casi ninguna de las ideas de Harold Bloom, el ayatolá del fundamentalismo estético, si coincido con él en la creencia de que las grandes obras de la literatura se dejan influir unas a otras, y que en cierta manera concluyen o continúan las anteriores. En La Regenta entreleo bastante de Galdós, de Doña Perfecta, por ejemplo, y en Valle-Inclán veo bastante de la maestra clariniana que nos ocupa, entre otras la continuación de este sensualismo de Alas en las Sonatas.

Digo esto porque esa dicotomía entre el ser pensante y el sensual que establece Clarín me parece fundamental, y supone una enorme contribución a la narrativa española, pues establece la dualidad esencial de la naturaleza humana con un polo positivo y otro negativo. Desde luego, en el caso de Ana no cabe duda de que en ningún momento se presenta negativamente su sensualidad, sus deseos, ni tampoco sus inclinaciones a refugiarse en la religión para poder salvar el escollo de la censura social. Mas bien al contrario, lo peculiar es la frialdad cerebral con que actúa su marido, que cuando ella le pide amor, él piensa que sólo le quedan dos horas para dormir antes de que llegue su amigo Frígilis para salir de caza. Fermín de Pas posee una parte fría, antipática, que es presentada como negativa.

Esto sucede porque la sensualidad, la fuerza con que son representados sus sentidos y sexualidad desequilibra la fuerza del espíritu, el más firme refugio del hombre moderno. La espiritualidad ha sido corrompida, entre otros por los siervos de Dios, esos canónicos vetustenses que no piensan mas que en maldecir los unos de los otros. La única excepción es el obispo, un Nazarín, una Benina, el don Apolinar de Sotileza, de Pereda, apóstoles de lo mejor que tiene el cristianismo su fuerza interior, el contacto del hombre con su trascendencia, que se manifiesta siempre en una grandeza de alma que incluye una profunda solidaridad con el prójimo.

Aquí reside la grandeza y la novedad de los tres grandes de la novela española del XIX, pero Clarín es quien la lleva más lejos, porque al incidir en la sensualidad toca la raya por la que entrará en una parte de la producción literaria modernista, la representación de las conductas de seres con conflictos internos. Si comparamos los conflictos de Fermín de Pas y de Ana Ozores con el de Augusto Pérez comprendemos enseguida el peso diferente que los sentidos tienen en la creación del personaje. Augusto Pérez está hecho sobre todo con ideas, mientras los dos protagonistas clarianianos poseen un fuerte componente carnal.

La literatura modernista se ha interpretado en muchas ocasiones como una huida del mundo, de la fealdad del entorno de la época del vapor, que conforma un refugio para el burgués donde expandir sus horizontes por la vía ideal donde lo cotidiano apenas juega papel alguno. Clarín tocará temas tan poco elevados como son la enfermedad, la pobreza, los deseos incontrolados, el engaño, la trapacería, la mentira. Todo ello podríamos ponerlo bajo la rúbrica del naturalismo, y cabe, por supuesto, aunque prefiero dar un paso adelante y decir que Clarín, siendo un intelectual, fue como Zola, un escritor que nunca deja que el ideal levante los pies del suelo a ninguno de sus personajes, porque la realidad está siempre presente, exigiendo su canon, como en Cervantes.7




La realidad adopta la figura de un sapo

Ana Ozores tras confesar con el Magistral por vez primera necesita repensar la experiencia, por lo que cuando a punto de entrar en casa cambia de idea. El cuerpo y el espíritu le piden expansión que el hogar apenas ofrece y decide prolongar el paseo. Se acerca con Petra a un lugar apartado, la fuente de Mari-Pepa. Mientras Ana sentada da vueltas a la confesión y a su nuevo consejero espiritual, de Pas, Petra escapa de una carrera a visitar a Antonio el molinero, primo suyo, con quien piensa casarse llegado su momento, cuando éste sea más rico y ella más vieja. Sus visitas al primo tienen el propósito de mantener viva la llama del futuro esposo.

La escena tiene un mucho de bucólica, Ana está en el bosque y allí se deja llevar por las palabras dichas en la confesión, «le zumbaba todavía en los oídos aquella voz dulce que salía en pedazos, como por tamiz, por cuadrillos de la celosía del confesonario» (p. 171). De entre el enrejado sale aquello de «me abstengo de señalar dónde está el oro y dónde está el lodo... y de hacerle ver que hay más oro de lo que parece» (p. 172). «El Provisor -recuerda ella- le había sonreído con la voz» (p. 172). Aunque lo mejor fue la conformidad de la fe y la razón, que todo lo aceptado gracias a la fe se puede explicar racionalmente. «Aquella conformidad de la fe y de la razón encantaba a la Regenta» (p. 172). Por ese camino Ana se eleva en la divagación ideal y pierde la noción del lugar. «El lugar [Vetusta] era lo de menos; la variedad, la hermosura, estaban en las almas [...] yo tengo espíritu y volaré con las alas invisibles del corazón, cruzando el ambiente puro, radiante de la virtud» (p. 175).

Cuando se halla en ese éxtasis. «Se estremeció de frío. Volvió a la realidad» (p. 175) «¡Petra! ¡Petra! -gritó. Estaba sola. ¿Adónde había ido su doncella? Un sapo en cuclillas miraba a la Regenta encaramado en una raíz gruesa, que salía de la tierra como una garra. Lo tenía a un palmo del vestido. Ana dio un grito, tuvo miedo. Se le figuró que aquel sapo había estado oyéndola pensar y se burlaba de sus ilusiones.» (p. 175)

Esta escena hay que leerla en su contexto. Mientras Ana se eleva por los ámbitos del ideal, pensando que la razón puede explicar incluso las cuestiones de la fe, el narrador le ha tendido una celada, porque mientras ella coge el escudo de la religión contra sus deseos, la inquietud que la trae enferma, disatisfecha, Petra retoza con su primo en el molino, como las ropas desarregladas atestiguarán cuando responda a los gritos de la dueña. El contraste entre los propósitos de la criada, quien enciende la candela de la pasión del primo, para entrenerle unos años, mientras ella disfruta de la juventud y saca ventaja de su empleo y roce con las gentes adineradas de Vetusta. Por el contrario, Ana vive del ensueño producido por las palabras exentas de mayor realidad del Provisor. Ha de aparecer la naturaleza, tomando la forma de un sapo, para que sienta frío y miedo, para que la despierte los sentidos.

Petra contrasta además con su dueña de otra manera. La Ozores se presenta exhibiendo su segunda naturaleza, la que los seres humanos nos forjamos para poder andar por el mundo, la que toma formas varias, desde la cortesía y el civismo hasta el extremo del disimulo. Diremos que es la naturaleza humana proviniente de la educación. En cambio, de Petra conocemos sobre todo la primera naturaleza, la instintiva, la que desborda cuantas convenciones y ataduras pone la educación, la costumbre y el buen ver.

La mirada del sapo que conmueve a la Regenta simboliza, y según sabemos por la aparición del mismo símbolo al final de la obra, la fuerza de la primera naturaleza. El animal produce miedo, porque le da asco esa cosa informe, o su viscosidad y fealdad, como las oleadas de deseo que llegan incontroladas a la superficie del consciente. Por supuesto que el beso final es mucho más asqueroso, porque no se trata de una mirada, sino de una experiencia verdadera en que los sentidos de la víctima siente en la propia piel el indeseado contacto. Curiosamente, Petra la criada sabe manipular en su favor los deseos, tanto con el primo como con el Magistral de quien desea ser criada, para disfrutar con el joven cura de las ventajas económicas que tal situación le podría reportar.

Ana resulta la auténtica víctima de esa mirada, la mirada viscosa del hombre, que desde el comienzo de la obra, desde la niñez cuando el amante de su institutriz la buscaba con ojos lujuriosos, hasta el Magistral que la busca desde la torre de la catedral con el catalejo, y ya en ese momento el lúbrico campanero Celedonio sabe a dónde apunta el cura; luego, los canónicos que se la disputan para hacerla suya, hija de confesión o sometida que era lo mismo. Luego, el círculo de hombres del casino con Álvaro Mesía al frente, y quienes como el hijo del Marqués de Vegallana que sueñan con heredar amantes desdeñadas por el donjuán vetustense. Y siempre el Magistral deseando poseerla.8




El vaivén de la conciencia

Parece ser el sino del ser humano vivir esclavizado por su pasión. Clarín lo sabía de sobra, pues él vivió esclavizado por el vicio del juego; a veces permanecía la tarde entera atado al verde tapete en el casino, y para cubrir las pérdidas se veía obligado a ocultar a su esposa las remuneraciones que recibía por los libros.

Le damos así la vuelta otra vez a la novela, y la acercamos a la vida del escritor. No podemos obviar, me parece a mí, la humanidad latente del artista, porque gracias a ella él supo penetrar en esas galerías de la entraña humana, donde lo animal se debate con las conductas aprendidas. Esa eterna batalla que gana la conformidad en el mundo burgués, pero que la novela viene a decir que es una victoria aparente, porque lo viscoso de la existencia, lo que asusta permanece siempre al acecho. De seguro que Leopoldo Alas en numerosas ocasiones salió del casino jurándose evitar el juego en lo sucesivo, pensando que él era de otra manera, capaz de poner en acción a su yo respetable.

Será precisamente el canónigo de Pas el personaje elegido por Clarín para representar la conciencia en la novela, y ésta se manifestará en un perpetuo vaivén entre el sentirse virtuoso y culpable. Ahí es donde la novela parece quedar suspendida, entre la mirada culpable, lasciva del hombre a la mujer, y la conciencia del hombre que eternamente intenta justificar su deseo y que en ocasiones se siente culpable.

«Yo soy un hombre que ha aprendido a decir cuatro palabras de consuelo a los pecadores débiles, y cuatro palabras de terror a los pobres de espíritu fanatizados; yo soy de miel con los que vienen a morder el cebo y de hiel con los que han mordido; el señuelo es de azúcar, el alimento que doy a mis prisioneros, de acíbar; yo soy un ambicioso, y lo que es peor, mil veces peor, infinitamente peor, yo soy un avariento, yo guardo riquezas mal adquiridas, sí, mal adquiridas; yo soy un déspota en vez de un pastor [...] yo soy un miserable, señora [de Ozores]; yo no soy digno de ser su confidente, su director espiritual. Aquella elocuencia de ayer era falsa, no salía del alma, yo no soy el vir bonus, yo soy lo que dice el mundo, lo que dicen mis detractores.»


(p. 226)                


El Provisor se deja rodar por la cuesta abajo de la culpabilidad, pero en un momento la autoincriminación le resulta demasiado fuerte, porque le aleja demasiado de la Regenta, le impide aproximarse a ella, y entonces siente «una reacción en su conciencia, reacción favorable a su fama. "Hagamos más justicia", pensó sin querer por el instinto de conservación que tiene el amor propio.» (p. 226)

El péndulo ahora va al otro lado. La madre resulta entonces la mala, la culpable, la que atesoraba riquezas por avaricia. Su pasión, en cambio, no era mala. Tenía la tendencia a dominar, que le parecía noble y justa, pues se merecía ser el primero en la diócesis. «El Obispo ¿no le reconocía de buen grado esa superioridad moral?» (p. 226) De seguro que Ana le absolvería de los pecados, porque los gordos y de verdad, los mundanos eran de la madre. En fin «tales pensamientos le atormentaban y consolaban sucesivamente.» (p. 226)

Esa parece ser la condena del hombre, del clérigo, que presenta la duda profunda de la conciencia humana, insegura, cambiante, frente a esa otra implacable y siempre igual mirada que los hombres dedicamos a la mujer, mediante la que la perseguimos, ejercemos nuestro poder e intención de dominio. La larga mirada masculina a la mujer, que conforma la estructura profunda de La Regenta, parece que Clarín la presenta como el consuelo sensual a la insatisfacción e inseguridad que la conciencia nos hace experimentar a los hombres. El Magistral intenta justificar en su conciencia lo injustificable: su incontenible deseo por poseer a Ana Ozores en cuerpo y alma.







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