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- XIV -

Si el marqués pudo darse cuenta de que se moría cuando se estaba muriendo de veras, y si, penetrado de esta idea, se conceptuaba relativamente dichoso, porque le sorprendía la muerte en la más alta y esplendorosa ocasión de todas las ocasiones de su larga y aprovechada vida (muerte de guerrero ilustre, sobre el campo de batalla y bajo una balumba de gloriosos laureles), cosas son muy difíciles de averiguar; pero que si, después de muerto, se le hubiera permitido recobrar la vida para contemplar la despedida que le hicieron sus deudos y amigos, otra explosión de su vanidad hubiera vuelto a quitársela de repente, desde luego puede afirmarse, conociendo, como conocimos nosotros, aquella naturaleza que se nutría de oropeles y se emborrachaba con relumbrones. ¡Tales y tantos fueron los que se consagraron a honrar su memoria entre los vivos!

No cupo mayor pompa en el escenario en que se representan esas farsas en honor de las notabilidades de alquimia, y todo se hizo ajustado al más solemne y ostentoso ceremonial: la exposición del cadáver en la capilla ardiente, entre largos blandones y negras colgaduras de tosca bayeta; el triste clamóreo de la prensa periódica rindiendo «el último tributo de justicia al prócer insigne, al varón íntegro, al padre amoroso, al ciudadano ejemplar, al celoso representante de la patria, al protector generoso de las artes y de las letras, al orador de honrada palabra», etc., etc., y haciendo la pintura de su muerte inesperada, con descripciones minuciosas de lugares y accesorios, y con glosas y comentarios de los elogios que momentos antes del triste suceso habían dedicado al aún vivo personaje los hombres más «conspicuos» de la política, de las armas, de las letras y de la banca; el simbólico catafalco, cargado de emblemas y atributos, tocando casi en las bóvedas del templo, entre una hoguera de luces sobre ricos y enormes candelabros; las naves atestadas de «mundo»: allí los vistosos uniformes de las más altas jerarquías políticas y militares; allí la severa etiqueta civil, las gentes de la aristocracia y de los «salones elegantes», y allí, en fin, en apretados grupos, las matronas del «gran mundo» ricamente ataviadas de negro, con la mirada repartida entre el devocionario y la concurrencia, agitando maquinalmente los abanicos mientras, desde el coro, llenaba de resonantes armonías los ámbitos de la iglesia, la mejor capilla de Madrid.

El entierro no había sido menos ostentoso. Detrás del carro fúnebre, teatral y ridículo artefacto, también el duelo, a pie, salpicado de grandes uniformes; después, la interminable fila de carruajes, con casi otras tantas libreas diferentes, desde las de los «cuerpos colegisladores», hasta la de don Mauricio el Solemne; y, por último, a uno y otro lado de la fila, otras filas más espesas y compactas de curiosos desocupados, y en todos los balcones de la carrera más espectadores y espectadoras en apiñados racimos.

En el Senado, la obligada declaración de «profundó sentimiento», tras un pomposo elogio de los méritos y virtudes del difunto, hecho por el presidente. En el Congreso de Diputados, poco menos; y tomando motivo de estos actos, nuevos ditirambos de la prensa periódica al «llorado prócer». Por último, su retrato en la primera plana de La Ilustración, con la correspondiente biografía un poco más adentro... y una elegía elegantemente triste del poeta Aljófar.

Tenía razón el buen marqués, creyendo que «a los hombres públicos los forman las circunstancias, el hado, un momento de la vida». Lo malo para él fue que ese momento no le llegó hasta la hora de su muerte. Pero del mal el menos: sí vivió sin levantar un punto sobre la talla de los hombres vulgares, por morir a tiempo logró asociar a las vanidades de su familia el esfuerzo de la cosa pública, para merecer los honores póstumos tributados a los grandes hombres.

Por eso dije al principio que si el marqués hubiera resucitado para ver esto, hubiera vuelto a morirse de una explosión de vanidad satisfecha; y añado ahora, que sin que alcanzara a evitarlo la reflexión (si por ventura se la hacía, aunque bien a la vista estaba el hecho) de que entre las grandes conquistas de su muerte no había una sola lágrima con que humedecer la efímera hojarasca de su tumba.

No hay para qué hablar del fúnebre aparato escénico a que obligaba, de puertas adentro, la mal fingida pesadumbre de la familia. Lo que importa para nuestro sencillo relato es saber que el ajetreo, más que la pena, agravó por unos días la enfermedad de la marquesa, y que, pasado el novenario y vuelta la vida a regularizarse, aunque dentro del nuevo orden de cosas, los tertulianos de confianza quedaron reducidos, en número, a los más íntimos de entre los íntimos, por expreso deseo de la viuda, que debía quitar toda ocasión de profanar la santidad de sus tristezas con recreos demasiado alegres... mientras no los autorizara la costumbre; pero que, entre tanto, no quería verse sola.

Entre los electos quedaron todos nuestros conocidos de la antigua tertulia. En las primeras noches no se trataron en la reducidísima asamblea congregada en el gabinete de la dolorida viuda, otros asuntos que los que tuvieran alguna relación, por remota que fuese, con «el inolvidable suceso»; verbigracia, su resonancia en la opinión pública; este dicho o el otro comentario, en son de alabanza, por supuesto; los funerales, el entierro, la estadística de los concurrentes, de los carruajes y de las libreas; los pésames oficiales recibidos... ¡hasta de Palacio!, los telegramas, las cartas, las tarjetas, los recados; cuántos y cuántas, de quiénes y de dónde; las visitas, en cuerpo y alma, de este Grande y de aquel senador, del ministro X y del general Z, de la duquesa H y de la princesa J..., y así hasta el infinito; pues como «todo Madrid» anduvo metido en el ajo, según resultó de la cuenta, ya hubo paño en que cortar para entretenimiento de la viuda y no desagrado de la hija; en modo alguno por honrar más la memoria del muerto, que les tenía sin cuidado, sino porque con todo ello se halagaba la vanidad de su familia, en lo cual estaban perfectamente acordes ésta y los tertulianos, aunque no lo declaraban por derecho.

Cuando se agotaron estos temas por cansancio, y porque se agotaron también muy pronto afuera y adentro los motivos que les daban color de actualidad, es decir, cuando la persona y la muerte y los pomposos funerales del marqués se borraron, para siempre, de la memoria de los vivos, la tertulia fue invadiendo poco a poco el terreno mundano; y saqueando en él una noticia ahora y un escandalillo después, repartíase todo como pan bendito entre los tertulianos, que hincaban los dientes en la respectiva tajada, con el aguzado apetito de quien no le ha satisfecho en quince días. La primera vez que se habló allí de impresiones y aventuras del reciente veraneo, tuvo Verónica la curiosidad de preguntar en crudo al banquero que cómo le habían sentado las aguas de Interlacken para su dolencia, «cogida de repente en lo alto de la calle de Alcalá». El hombre se puso verde y amarillo con la pregunta; y ya se tiraba de la patilla para sacar la respuesta, cuando Leticia acabó de atolondrarle afirmando muy seria que los aires de Spá le habían sentado mucho mejor que aquellas aguas.

Oír el general Ponce nombrar a Spá y no traer a cuento el desafío del subsecretario con el príncipe ruso, era cosa imposible. Como que ese y el de Peñas Pardas eran los únicos encuentros en que se había hallado en toda su vida. Describió el lance con gran lujo de pormenores; y júzguese de la impresión que causarla en la tertulia el relato de un suceso que era popularísimo en Madrid, con todos sus precedentes y motivos. Leticia aguantó el golpe con la serenidad de una estatua de piedra, con gran asombro del banquero, que se gozaba en el castigo que hallaba su injustificada mordacidad con él, en la imprudente alusión de su propio marido.

En cuanto a Verónica, ofendido y todo por ella don Mauricio, no pudo éste menos de admirar la destreza con que estuvo al quite de aquella feroz embestida del general, y sacó del angustioso apuro a su mujer, llevando la conversación a otro terreno. En el cual se mencionaron los sesenta mil duros perdidos en Baden-Baden por Gonzalo Quiroga, y los triunfos de Sagrario en las mismas aguas, y se discurrió largamente sobre lo que acontecería después al elegante matrimonio, cuyo paradero se ignoraba a la sazón, aunque se sabía que había estado también en Constantinopla por exigencia terminante de Sagrario.

De este aire y de este corte fueron los asuntos que ocuparon a los contadísimos tertulianos de la marquesa durante muchas noches; y como éstos eran pocos y rara vez asistían juntos, porque había que atender a todo, y los modos de entretenerse allí tan limitados, el tedio llegó a invadirlos y tuvo la marquesa que templar un tantico la rigidez de su programa fúnebre, echando otra leva entre sus íntimos y tolerando en casa ciertos recreos de poca baraúnda.

En esto del tedio, hay algo que advertir por lo que toca al banquero, por de pronto. No se divertía don Mauricio gran cosa que digamos; pero de aquella misma insubstancialidad de conversaciones, de aquella pequeñez de concurrencia, sacaba él atrevimientos y familiaridades de que estaba muy necesitado para contrarrestar los invencibles titubeos de su naturaleza. El haber sido testigo presencial de la muerte del marqués, y hasta «la casualidad» de haberle «precedido», inmediatamente «en el uso de la palabra», le proporcionaron motivos para entretener largamente a aquellas señoras con minuciosos pormenores sobre el lamentable acontecimiento, cuando no se hablaba en la casa de otro asunto. Esto solo le envalentonó mucho y le despejó el camino por donde fue aproximándose poco a poco al trato casi familiar con la viuda y con su hija. Pensaba que tenía una gran «misión de consuelo» y hasta de amparo que cumplir allí, desde que vio el buen éxito de sus fúnebres narraciones, y ya se movía con desembarazo delante de Verónica, hablaba con ella sin que se le atravesaran las palabras en el gaznate, y dedicaba largos ratos a conversar con la marquesa en voz baja y, al parecer, en la mayor intimidad. Por este lado, pues, el banquero no tenía motivos para lamentarse de la insipidez de la tertulia.

Harto más arraigado estaba e invencible parecía el tedio de Verónica. Desde la muerte de su padre, o mejor dicho, desde que pasaron con los primeros días siguientes a ella los estrépitos del ceremonial del duelo y los trámites minuciosos de la preparación de los lutos, que le tuvieron cautiva la atención, había vuelto a caer en aquellas tristezas que le asaltaron de pronto al volver de su viaje de verano. Las causas, según su propio discurso, eran las mismas de entonces, en lo fundamental del fenómeno; pero, según mi desapasionado entender y con los autos a la vista, puede haber un error muy considerable en aquel diagnóstico, por lo que toca a las fuentes mediatas de la enfermedad. En la primera invasión de ella declaraba la enferma que podía haber contribuido mucho a su alivio la presencia del único hombre de fuste y de consejo que conocía entre los amigos de su casa. En la recaída tiene a este hombre a su lado, que se afana por entretenerla, que la aconseja bien y lleva sus miramientos y delicadezas al extremo de olvidar, o de aparentar que olvida, que hay entre ambos un duelo galante convenido y aun comenzado. Nunca la conversación de Guzmán ha sido tan varia, ni se le ha visto tan decidido a utilizar las provisiones de su memoria de artista y los recursos de su juicio de filósofo práctico, para que no decaiga el interés de sus relatos y comentos... Porque es indudable que Pepe Guzmán está convencido, o parece estarlo, de que las preocupaciones y tristezas de Verónica tienen el arraigo en el pasado suceso, en el temor de otro semejante y en algo que se relaciona inmediatamente con todo esto, que es lo mismo que la propia enferma acepta como fundamento y origen de su enfermedad; y sin embargo, y mientras él la habla y en tanto discurre por aquellas alturas, ella, con una impaciencia y un disgusto que disfraza con síntomas de su desconcierto nervioso, va pasando: «¡no es eso!..., ¡no es eso!» Y cuando él se despide, muy ufano, ella se queda más contrariada; no porque vuelve a verse sola, sino porque tampoco entonces se la ha hablado de algo de que debiera hablársela; «porque Pepe Guzmán tiene que convencerse de que en la situación de ánimo en que ella se encuentra, no pueden interesarla relaciones de casos extraños, por bien hechas que estén». Y Pepe Guzmán suele responder a estas anhelaciones faltando dos y tres noches seguidas a la tertulia.

Con lo cual se exacerban los males de Verónica, que tienen su asiento en la desarreglada máquina nerviosa, y recuerda, es decir, vuelve a pensar que hay entre ambos un grave asunto pendiente, del que parece haberse olvidado él, o lo que es peor, que trata de olvidarse; y entonces juzga que su conducta es muy poco galante, quizás desleal, si bien se mira. Hay en el caso hasta señales de menosprecio y desdén hacia ella, y esto, esto solo, es lo que la desazona, en el estado de irritabilidad en que se halla por un capricho de su naturaleza. Que se reanude el litigio, que se ventile entre los dos, o que no se ventile por completo; pero que se ponga en tramitación de nuevo, y eso esparcirá muchos de sus nublados y dará alguna entonación al cordaje destemplado de su máquina... Todo eso la debe el desertor, hasta por obra de misericordia. ¿Llegará a pagárselo? Y si no se lo paga por buenas, ¿debe reclamárselo ella... de cierto modo? ¿Autoriza esta conducta la importancia de lo tramitado hasta allí? Y en caso negativo, ¿no se encuentra ella en condiciones excepcionales que justificarían eso y mucho más?... Se miraba al espejo, y veía las huellas de sus extrañas melancolías en la palidez de su rostro, destacándose con doblada intensidad sobre el fondo negro mate de su luto rigoroso; y como nadie la oía, se confesaba a sí propia que valía más así, con su palidez interesante, sin haber perdido la corrección y turgencia de sus formas, que con la peste de salud y bienestar que se reflejaba antes en su cara. Esto no podía desconocerlo Pepe Guzmán, que era hombre de buen gusto. Además, a una mujer agobiada, como ella, por las tristezas, le era sumamente fácil ir eslabonando, en la larga cadena de sus preocupaciones, esbozados sentimientos de todas castas; apuntar insinuaciones, conmover hasta con el acento y la actitud... Pero ¿no resultaría esto ridículamente sentimental, impropio de una mujer de su carácter y de sus precedentes, y no produciría, por tanto, el efecto contrario al que se buscaba? ¡Tendría que ver un resultado así! ¡Cabalmente era Pepe Guzmán el hombre cortado para tomar en serio esas farsas de los galanteos románticos del año treinta y siete!

Pero algo había que hacer, si el otro no lo hacía espontáneamente; porque aquello no podía quedar así, en la situación de ánimo en que ella se encontraba. Antes lo necesitaba para satisfacción de su femenil curiosidad; entonces le era indispensable para curarse de aquella inquietud nerviosa que no admitía otra medicina y era un simple fenómeno de su ridícula enfermedad.

Tales son los hechos que arrojan los autos, en virtud de los cuales bien cabe deducir, como antes afirmé, sin gran temor de equivocarse, que se pudo engañar la enferma en el diagnóstico de su recaída, hasta el punto de ver las cosas enteramente al revés de como pasaban.

Y continúo ahora diciendo que Pepe Guzmán volvía a la tertulia tan fino, tan cortés, tan elegante y tan buen mozo como siempre; tan atento, deferente y cariñoso con Verónica; pero que del litigio pendiente con ella, ni una palabra; y que Verónica, en quien se aumentaban las impaciencias con las dificultades, llena de heroicos propósitos de tirarle de la lengua cuanto más él la escondía, nunca hallaba ocasión de practicarlos, por sus invencibles temores a salirse de la raya.

Así fueron corriendo los días y las semanas y aun los meses; llegó a ajustarse la tertulia, aunque siempre de confianza, a otro ceremonial menos insípido, y casi bastó para ello la vuelta de Sagrario, que traía impresiones que relatar, hasta de entrevistas con el Gran Turco, mientras su marido, más gangoso que nunca, y alicorto y desvaído, como gallo desplumado, apenas daba señales de lo poco que antes fue, para sacar algunas veces de sus centros al solemne don Mauricio, que no se desconcertaba allí tan fácilmente como solía; jugaban ya las cotorronas al tresillo, y, con excepción de la música y del baile, se hacía allí a todo lo del año pasado entre los íntimos, siendo la enfermedad gravísima de la marquesa obstáculo que no estorbaba para nada, porque, de puro sabido, nadie reparaba en él.

Una noche, conversando Pepe Guzmán con su amiga, y cuando ya ésta comenzaba a curarse de sus impaciencias mortificantes con la cuerda reflexión de que no hay tesoro que merezca este nombre si cuesta adquirirle más de lo que vale, con la serenidad y el aplomo de quien cumple así lo establecido en un programa, hizo él malicioso y experto galán punto redondo en los temas vagos que hasta allí le habían servido desde algunos meses antes para entretener las displicencias de Verónica, y la condujo de repente al terreno que tanto ambicionaba ella; quiero decir, volviendo al símil tan repetido, que la retó de nuevo y que hasta se puso en guardia.

La retada sintió entonces una fuerte sacudida en lo más hondo y sensible de su pecho, y algo como reacción de todo su organismo físico y moral; chispeáronle los ojos, asomó la sonrisa a sus labios, y con la decisión de un valiente avezado a jugarse la vida en esos lances, aceptó el reto sin excusa y ocupó su terreno sin tardanza. Llegaron a cruzarse los aceros; pero en el instante en que parecía que iba a empeñarse la lucha con todo encarnizamiento, suspendió Pepe Guzmán sus acometidas, miró el reló, tendió la diestra a Verónica, puesto en actitud de marcharse, y la dijo con singular expresión de acento y de mirada:

-Tenemos que hablar de estas cosas muy despacio. Hasta mañana.

Y se marchó, tan fino, tan elegante y tan «correcto» como había entrado.




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- XV -

En aquella memorable noche, ¡con qué lentitud corrieron para mí las primeras horas de ella! Desde la muerte de mi padre me acompañaban a la mesa dos solteronas, primas de él, y no muy sobradas de recursos, aunque sí de bambolla: los parientes más cercanos que me quedaban por la rama paterna, pues por la materna los había tan próximos y más abundantes, según mis noticias, aunque yo no los conocí jamás, porque, también según informes oficiosos, hubo invencible empeño en ello de parte de quien tenía el deber de empeñarse en lo contrario. Pues comiendo conmigo aquella noche las dos parientas mencionadas, estuve a pique de cometer con ellas los mayores desatinos. Me sabía de memoria su fealdad, sus presunciones y bambollas, su incurable fisgoneo, y estaba bien avezada a sus bachilleradas y pegoterías, sin que nada de ello influyera desfavorablemente en el sentimiento, de compasión más que de otra cosa, que las pobres señoras me inspiraban; pero en aquella ocasión me pareció, su fealdad insoportable, me repugnaba el buen apetito con que comían, y me causaban escalofríos y convulsiones su voz, sus palabras y sus ademanes. Sin poderlo evitar, las remedaba con mis gestos; y para contradecirlas, que era en todo cuanto hablaban, remedaba también sus voces con la mía. Las hubiera tirado con los platos de muy buena gana, y no me diera por satisfecha sin arrojarlas a escobazos del comedor.

»¡Y todo ello porque comían muy despacio, y hablaban mientras comían y mientras descansaban entre servicio y servicio, creyendo las pobrecillas que cuanto más hablaran y más comieran, mejor se acomodaban a mis deseos; y a mí se me figuraba que por comer y por hablar ellas tanto, no corrían las horas lo que debían correr, y correrían indudablemente en cuanto cesaran aquella masticación inacabable y aquella charla insufrible!

»Consigno estas puerilidades para dar una idea de la tensión en que se hallaba «mi curiosidad» desde que Pepe Guzmán, dejándome la noche antes a media miel, se había despedido de mí «hasta mañana» para «hablar muy despacio de esas cosas» ¡Y qué natural y sin trastienda me parecía a mí aquel ansia por ver en qué paraba la porfía galante que yo tenía empeñada (y era la primera en toda mi vida) con el hombre de más prestigio entre las damas de aquel tiempo!

»Terminó la comida en menos de tres cuartos de hora, aunque yo hubiera jurado cosa bien diferente, y continuó la noche, a pesar de ello, andando, para mí, a paso de carreta.

Encerreme en el tocador, por segunda vez en pocas horas, y pasé largo tiempo (que de esto sólo hubiera jurado yo que se trataba) consultando con el espejo las innumerables combinaciones de toilette que se me ocurrían con los escasos elementos que me prestaba el luto, algo aliviado, que aún vestía. ¡Cosa más singular! Cuanto más combinaciones inventaba, más semejanzas iba hallando con las cataduras de mis tías. Concluí por reírme de mis alucinaciones estrambóticas; salí del tocador, y ayudé, sin ser hora todavía para ello, a arrastrar a mi madre en su sillón hasta el saloncillo en que recibíamos las visitas.

»Al fin, comenzaron allegar algunas de ellas: las viejas del tresillo; después, los hombres que les hacían la partida; luego, la condesa viuda de Picos Pardos, mi madrina, ¡gran charlatana!; en seguida, Aljófar, «nuestro poeta», que ya nos tenía ensordecidos de oírle plañir elegías a la muerte de mi padre, y cansados de atacarle el estómago de pastas y amontillado; Leticia, con su marido... y el subsecretario de Gobernación; Luzán de los Airones, caballero de la más preclara nobleza, pero simple de remache; Sagrario, con un hermoso turco recién llegado a la Legación de Constantinopla, al cual se permitió presentamos, contraviniendo a las órdenes de mi madre, con la disculpa de que aquella noche no era de tertulia casera, sino una de las tres semanales en que se recibía, «con más o menos descaro»; tras esta pareja, otras gentes más o menos simpáticas... En fin, todos menos él..., ¡hasta don Mauricio Ibáñez, con una cantera de pedrería sobre su cuerpo, reluciente, bruñido, acicalado e insinuante, como nunca le había visto yo! De puro cumplido, le faltó muy poco para besar la mano a mi madre, como los paladines de teatro. Conmigo fue un caramelo tierno.

»Mientras la tertulia se rebullía sin orden ni concierto, yo andaba de acá para allá, poco dispuesta a entretenerme con frivolidades de corrillo o cumplimientos resobados. En una de estas evoluciones de zigzag, introdújeme en el gabinete frontero, abierto de par en par, y púseme a desarreglar cachivaches y muñecos que estaban bien colocados. En esta ocupación me entretenía, cuando se me aproximó el banquero ofreciéndome su ayuda. Le di las gracias con la menor sequedad que pude, y me pidió la merced de un cuarto de hora para escucharle lo que tenía que decirme. Me hizo estremecer la súplica. Yo debía barruntar algo por el estilo en cuanto vi llegar al hombre a la tertulia tan cargado de joyas y de alientos; pero no lo barrunté. El asalto ocurrió junto a la chimenea del gabinete; es decir, a la vista de la mayor parte de los tertulianos, y frente a frente del sillón de mi madre.

»-Pues hable usted -le dije, apoyándome en el borde de la meseta de la chimenea para quitarle a él hasta la tentación de sentarse.

»Y «rompió a hablar» el hombre, a su manera, entre bascas y trasudores, gemidos y apoyaturas; y habló así (a medir el tiempo con mis impaciencias, más de dos horas), según el reló inmediato, los diez minutos bien corridos de su instancia. Sin embargo, todo lo que dijo no fue más que el prólogo de lo que pensaba decirme. Y de lo dicho deduje que tenía un caudal «atroz», y una suerte báaarbara para los negocios, por lo cual esperaba acrecentar sus caudales hasta lo absuuurdo; que no era el mismo hombre «tope a toope» con una dama como yo, que «cara a caara» con el ministro de Hacienda «para plantear un asunto de sus especulaciones... y tal y demás», y hacerse plaza y lugar entre los más respetados en aquellas regiones y las circunvecinas, porque no todas las gentes servían para todo; que si le faltaban prendas para brillar entre las damas tanto como campaba en el «mundo financiero», no era esa una razón para que él renunciase al propósito, bien honrado, de que lucieran en gloria y bienestar de una mujer de su agrado, «de estas prendas y las otras... y tal y demás», los esplendores de sus caudales; y que si no, ¿para qué los quería? Porque él podía ser ambicioso, pero no tanto como hombre de sano corazón y de nobles miras.

»Todo esto le comprendí; todo esto deduje de sus intrincados períodos, y todo ello me dio bien claro a entender a dónde pensaba ir a parar por aquel camino. ¡Eso sólo me faltaba! ¡Y en qué ocasión venía! ¡Estar soñando con néctar de los dioses, y despertar con aquella melaza entre los labios!

»Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Le felicité por sus caudales y por sus honrados pensamientos, y traté de que no pasara de allí el asunto, aparentando creer que aquello era todo lo que el banquero tenía que decirme... Ocurrióseme también la idea de abreviar el suplicio dándome por entendida de la instancia y plantando en seco al exponente; pero ¿podía ser yo tan descortés con un hombre que no me había dado motivos para ello? ¿Y no me exponía también a que él me diera una lección, hasta de prudencia, afirmando que yo me curaba en sana salud, porque jamás había soñado con temeridades como la supuesta por mí? No tuve más remedio que resignarme a oírlo todo, cuando, deteniéndome en una de mis acometidas para marcharme, me dijo, casi lloroso de puro dulzón y suplicante:

»-Falta la segunda y última parte de mi pretensión, o, mejor dicho, la pretensión enteera. Le juro a usted que se la expondré en cuaaatro palabras.

»Y me la espetó, el condenado, en muy pocas más... ¡La misma con que yo contaba!

»En aquel instante vi entrar a Pepe Guzmán en el saloncillo. Este rudo contraste acabó de desconcertar la máquina de mis nervios. Claro que yo tenía que responder que no a las terminantes pretensiones del banquero; pero debía, siquiera, mostrarme deferente con sus buenas intenciones; darle la píldora, eso sí, pero no sin dorársela un poco, y para ello se necesitaba tiempo y serenidad, y hasta buen humor, y todo esto me faltaba a mí: el tiempo, porque me urgía para asuntos más de mi agrado; y la serenidad y el buen humor, porque no era posible poseerlos en una situación como la mía después de haber recibido a quemarropa un disparo como aquel. Adopté, pues, un temperamento mixto: el cumplido ramplón, las generales del Manual de la joven pudorosa y bien educada, suponiendo que exista... «Me sorprendía la pretensión..., carecía de precedentes..., hasta de merecimientos... El asunto era gravísimo... aun para expuesto de aquel modo, cuanto más para tratado a la ligera... A mí me iba bien con la vida que traía..., no había pensado en abandonarla tan pronto... y, en fin, que ya se presentaría ocasión más oportuna para hablarle yo del caso, con toda libertad y con mayor franqueza...»

»Con lo cual y una forzada sonrisa, el correspondiente ademán y la disculpa de que me llamaban desde la sala, escapéme del gabinete sin estudiar con los ojos la impresión que mis respuestas habían causado en las profundidades del banquero.

»Al pasar, noté que conversaban, en correcto francés, junto al piano cerrado, Leticia y el hermoso turco; y en los pocos instantes que me detuve con ellos, se acercó Sagrario a nuestra amiga, cuyo tipo componía admirablemente con el castizo oriental, para decirla en castellano:

»-Te recomiendo mucho que le trates como a cosa mía; pero no abuses.

»¡Qué presentes tengo hasta las pequeñeces de aquella noche!

»Pepe Guzmán me salió al encuentro con la misma serenidad y aparente indiferencia que si no hubiera entre nosotros lance alguno pendiente. ¡Y a mí me temblaba la mano al sentir el contacto de la suya! Hubiera jurado en aquel instante que me daba miedo su compañía. Tal era mi ofuscación, que ya comenzaba a darme un poco en qué pensar; y no es extraño enteramente: al fin y al cabo, aquel lance era el único aceptado por mí en todos los días de mi vida.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»¿Cómo empezó la escena? Hay que advertir que, con los preliminares orillados ya, quedaba en ella muy poco asunto que ventilar: digo mal, quedaban pocos trámites que seguir, porque el asunto, entero y verdadero, estaba contenido en lo que faltaba por esclarecer. Traduciéndole al lenguaje llano de la verdad, sin metafísicas ni sentimentalismos; considerándole fría y prosaicamente desde afuera, se trataba de que Pepe Guzmán me declarara que todos los elementos que él creía necesitar para que se fundieran los convenidos hielos de sus desilusiones, se reunían en mí, y de declararle yo, a mi vez, que en él se hallaban las prendas que me obligarían a renunciar a mi propósito, tan bien seguido hasta entonces, de no tomar en serio los galanteos. Todo ello, expuesto así tan desnudo, resulta cursi, y hasta el detenerme yo a declarar que lo es, pues por sabido debiera callarse; pero de algún modo ha de saberse que otros toques, más cursis aún para referidos, como lo de las condiciones que necesitaba él en una mujer para salir de su escondite, y lo de las prendas de que había de estar adornado un hombre para que yo me decidiera a quererle, etc., etc., ya se habían dado en el cuadro con toda la premeditación y hasta el ensañamiento y la alevosía que caben en un galán muy listo y escarmentado, y en una dama no tonta y menos dispuesta a perder el tiempo en juegos insulsos.

»Y a tal extremo llevo yo estos mis temores a lo cursi, que aun contando con que cualquiera que estos Apuntes lea tendrá su alma en su almario y sabrá dar a las cosas la necesaria luz y el apetecido temple, renuncio a reproducir el diálogo literalmente, tal como lo conservo en la memoria. Precisamente comenzó la escena por ahí; es decir, por manifestarme Pepe Guzmán su convencimiento de que el lenguaje, como expresión de afectos íntimos y delicados, que tienen su principal incentivo en el fulgor de una mirada o en el contacto sutil de dos epidermis, estaba todavía sin hacer; tanto, que, en su concepto, hablar de lo que íbamos a hablar nosotros con los términos usuales del diccionario vulgar, era como empeñarse en tejer hilillos del rocío con palitroques sin pulir. Me pareció algo extremada la comparación, pero también muy al caso; y por lo que en ella me correspondía, se la agradecí de todo corazón. Por de pronto, nos dieron motivo estas y otras sutilezas semejantes para entrar en materia por caminos poco trillados por el vulgo de los que platican de amores; y este nuevo encanto tuvo para mí aquella escena memorable.

»Pero ¡qué diestro era el maldito en esta clase de empeños!, y yo, a pesar de mi fama de insensible y de mi reputación de traviesa, ¡cómo me dejaba conducir por donde él quería llevarme! Al principio su misma frescura me desalentaba algún tanto, porque llegué a temer que en aquel combate a muerte no hubiera más ardimientos que los míos, y que terminara por ir a clavarme yo, como una tonta, en la punta de su espada; pero bien luego observé que me engañaba, cuando vi reflejada en sus ojos, en su voz, en cada uno de sus ademanes, la elocuencia fascinadora del lenguaje que no se habla ni se escribe, pero que se deja leer y penetrar hasta lo más hondo de su sentido. Jamás había visto a Pepe Guzmán así, ni, por consiguiente, tenido ocasión de estimar la fuerza arrolladora que cabía en este nuevo aspecto de su trato conmigo. Halleme, pues, desprevenida e indefensa en aquel inesperado trance de prueba; perdí mi poca serenidad, y pareciéndome que el castillo no se desmoronaba tan aprisa como lo querían mis desatinadas impaciencias, yo misma puse mis manos en él, y me atreví a arrancar sus sillares, uno a uno, hasta dejarle arrasado. El trabajo fue rudo, pero la conquista más señalada. Los recios muros, que parecían inexpugnables, estaban convertidos en escombros, el hielo proverbial se había fundido.

»El conquistado paladín, al verme dueña y señora de su última trinchera, reclamó el derecho de tomar el desquite en la que me restaba de las mías, y reconocísele yo de buena gana. Comenzó el asalto; pero no necesitó grandes esfuerzos, porque bien pronto me declaré rendida.

»Entonces...,¡oh!, entonces, si mintió en lo que me dijo, no hay verdad que valga lo que aquellas mentiras. Si todo era una comedia, ¡qué bien la representaba! Pero, fueralo o no para él, para mí era una hermosa realidad de la vida la parte que desempeñaba yo en la escena con todo mi corazón.

»Y ¿a dónde íbamos los dos por la florida senda en que acabábamos de encontramos como dos pastores de un idilio algo realista? Ni él me lo había dicho, ni yo se lo había preguntado, ni, en honor de la verdad y de la buena casta de mi ardoroso sentimiento, por no decir amor, se me ocurrió semejante pregunta. En determinadas situaciones, nacidas de circunstancias y precedentes como los que habían creado la nuestra, no se discurre como en los trances ordinarios de la vida. Se aceptan a ciegas para no retroceder... El paradero, Dios le sabe.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»Cuando hubo salido de nuestra casa el último de los tertulianos, me llamó mi madre a su habitación. Estaba ya acostada gran rato hacía.

»-Siéntate -me dijo en cuanto me tuvo delante-, y cierra esa puerta, porque tenemos que hablar despacio sobre cosas que no deben ser oídas.

»Extrañome la advertencia; pero cerré la puerta y me senté sin decir una palabra.

»-¿Sabes -me preguntó en seguida-, cómo ha quedado nuestro caudal a la muerte de tu padre?

«No lo sabía a punto fijo, aunque sospechaba que no debía de haber quedado muy floreciente, y así se lo manifesté a mi madre.

»-Pues no te equivocas -añadió-, aunque es difícil que adivines hasta qué punto llegan las mermas de lo que habla, y el desbarajuste de lo que nos queda. Una semana ha necesitado Simón..., mejor dicho, he necesitado yo, para que él me ponga al corriente de todas esas cosas en que estoy obligada a entender desde que falta tu padre. ¡Qué despilfarros, hija mía, y qué barullos!... Lo que Simón dice: «aquí no se ha tratado más que de pedirle dinero; grandes sumas, cada vez más grandes, sin pararse a considerar que no siempre lo hay disponible, y que cuando no lo hay así, el adquirido de prisa cuesta muy caro; y de este modo se van eslabonando unas trampas con otras... hasta que se llega al punto a que se ha llegado en esta casa». No vayas a creerte, hija mía, por esto que te digo, que estemos a pique de salir a pedir el pan que hemos de comer mañana; pero lo cierto es que el estado de nuestra fortuna es, relativamente, muy grave; que llegará a serlo mucho más si no se le pone luego el remedio que necesita, y que hay que decidirse a ponérsele, sin la menor tardanza.

»A mí se me ocurrían muchas cosas que decir a propósito de estas juiciosas ideas de mi madre, que parecía no acordarse de que habían sido sus enormes despilfarros la causa principal del desastre de que se lamentaba. Pero seguí callando y oyendo, hasta ver en qué paraban sus reflexiones y sus planes.

»-Simón -continuó diciendo-, no sé si es todo lo leal y sencillo que parece, o si de nuestro río revuelto ha logrado sacar las buenas ganancias que se le ven, y otras mayores que, según dicen, están ocultas; por de pronto, me consta que a tu padre le daba buenos consejos, y que él no quería tomarlos en consideración: tenía el pobre bastante bambolla, y esto le perdía. En dándole dinero abundante para satisfacerla, ya todo le era igual... Pero vamos al caso: sea Simón lo que fuere y valiendo lo que vale como inteligente administrador, no basta él para lo que hay que hacer aquí; porque ese milagro no ha de hacerse sólo con inteligencia, sino también con buenos puntales y con cierto interés... En una palabra, hija mía: en esta casa se necesita un hombre, rico, muy rico, que reemplace, no a Simón, sino a tu padre, en la dirección de ella... ¿Me comprendes bien?

»Creí comprender algo, que no me molestaba ciertamente, porque no estaba reñido con el recuerdo que llenaba mi memoria e informaba entonces todos mis pensamientos; pero, por si me equivocaba, respondí a mi madre que no. Pareció algo contrariada con la respuesta, y añadió:

»-Es necesario que te persuadas de que todo esto que te digo y lo que aún he de decirte, y los cuidados que me preocupan, no tienen más objeto que tu bien. Si de mí sola se tratara, muy distinto sería mi modo de pensar... Es tan poco lo que me resta de vida, que, por escasos que sean mis caudales, ha de sobrarme lo más de ellos... porque tengo el convencimiento, hija mía, de que he de vivir muy poco tiempo, ¡muy poco!, mucho menos de lo que tú te figuras..., y por lo mismo, me afano tanto hoy; porque si me muriera yo dejando las cosas en el estado en que se hallan, seria muy desdichado tu porvenir. El legado de tu abuelo no alcanza a cubrir tus necesidades en el pie en que estás educada y has vivido hasta aquí; y en cuanto a lo restante de nuestros bienes, tan embrollado hoy, ¿cómo estaría mañana en manos de una mujer sin experiencia y sin amparo? Porque tú, muerta yo, te quedarás sola..., enteramente sola; y esto, aun con mucho dinero y grandes rentas, es muy triste... En una palabra, hija mía, y para cansarte menos, ese hombre que se necesita aquí, inteligente y rico, no ha de ser un administrador, ni un asociado como otro cualquiera, sino tu marido. ¿Me entiendes ahora?

«Era lo mismo que yo había sospechado antes; y como no salía con ello de mis dudas, dije a mi madre que continuara explicándose, si es que tenía más que advertirme, como me lo iba temiendo yo; y añadió entonces:

»-Tengo ese hombre inteligente y rico que tanta falta te hace.

»Desde luego aposté en mis adentros a que no era el único que yo aceptaría, y hasta supuse quién podría ser el que me proponía mi madre.

»-No hace aún dos horas que me ha pedido tu mano -continuó aquélla, viendo que yo nada decía.

»Don Mauricio -apunté sin temor de equivocarme.

»El mismo -repuso mi madre.

»No me dio algo allí, porque, después de mi entrevista con el pretendiente, ya no podía admirarme nada que fuera de la especie de lo que le había oído a él; pero en la acogida que habían merecido a mi madre sus pretensiones, no dejaba de haber motivo para sorprenderme, y así se lo manifesté a ella.

»-Contaba con eso -me replicó-, porque desde luego supuse que sería una ofuscación suya lo de los grandes alientos que, según me dijo, le habías dado en tu respuesta; pero también contaba y cuento con tu buen juicio, con tu serenidad... y con el aprecio que has de hacer, por lo mismo, del consejo de tu madre, que no puede desear para ti sino lo mejor...

»Aquí comencé yo a tomar la cosa por lo serio, y se entabló una porfía, muy tenaz por mi parte; la cual atajó mi madre diciéndome con desusada dulzura:

»-Todo eso será verdad, y más que me cuentes; pero ¿y qué? ¿Serías la primera mujer joven y hermosa, y aun noble y rica, casada con un Creso feo... y hasta vicioso... y hasta ridículo, si quieres? De esto se ve todos los días, porque hay muchos motivos y grandes razones para que se vea... Quiero concederte todavía más: quiero suponer que tuvieras el corazón interesado por un joven hermoso, discreto, noble..., en fin, lo contrario enteramente de don Mauricio; y no quiero suponerlo, sino creerlo, porque así es la verdad, o yo no tengo ojos en la cara; supongo, pues, digo mal, creo que tienes el corazón interesado por un hombre así..., por Pepe Guzmán, en una palabra... Pues mejor que mejor para mis planes, y para tus conveniencias por consiguiente.

»Aquí me asombré ya mucho más que antes. Conociolo mi madre, y continuó así:

»-Te lo repito y te lo demuestro. Los hombres como Pepe Guzmán, no sirven para lo que tiene que servir aquí tu marido; y aunque sirvieran, no querrían, porque los ejemplares de esa casta... no se enamoran para casarse.

»Me ofendió el dicho como debe ofender un bofetón.

»-Eres una novicia todavía -añadió mi madre al notarlo-, aunque te juzgas y te juzgan los que no te conocen tanto como yo, llena de malicias y de experiencia. Yo soy vieja ya, y tengo de todo eso mucho más que tú para estas cosas del mundo. No se enamoran para casarse los hombres como Pepe Guzmán; y te añado que aun cuando éste quisiera ser contigo una excepción de la regla, tú no deberías consentirlo.

»-¿Por qué? -exclamé sin poderme contener.

»-Por... varias razones -respondió mi madre muy serena y bajando más la voz-. Y vamos a tratar este punto con toda franqueza, porque en él se encierra toda la cuestión. Por de pronto, los hombres de cierta pasta..., como la de ese, son una calamidad para maridos de las mujeres a quienes han amado solteras: la razón es que los hábitos adquiridos en el mundo en que han vivido los hace incompatibles con lo que se llama, muy fundadamente, «prosa de la vida conyugal». Comienzan por desencantarse y por aburrirse, y acaban por desviarse... Es ley infalible: la cabra tira al monte... Y lo que digo del hombre de esas condiciones, es aplicable a la mujer... de las tuyas. ¿Amas a Pepe Guzmán? Pues ten por seguro que dejarías de amarle si te casaras con él.

»-Pero, Señor -pensé aturdida al oír esto-, ¡también mi madre!... Porque esta es la teoría de Sagrario... y la de Leticia, o yo no estoy en mis cabales... ¿Es que hay algún mal espíritu encargado de conducirme a donde yo no quiero ir?

»-¿Te asombras? -preguntome mi madre, conociendo lo que me pasaba -. Acaso no me haya explicado bien; porque en mis intenciones no hay motivo para ello. Si te hubiera puesto el ejemplo de tus dos amigas más íntimas, y de tantas otras que conozco y que conoces lo mismo que yo; si te hubiera dicho: «te conviene para marido el hombre que te he propuesto, por lo mismo que es raro y tiene vicios y mala fama; o lo que es igual, todo lo que necesita por pretexto una mujer de mundo para lograr de casada, con cierto derecho, lo que no le es lícito a una soltera»; si hubiera pretendido yo que aceptaras al banquero antipático para sostén y pantalla de debilidades y caídas con los galanes de tu gusto; si fueran estas mis intenciones al decirte lo que te he dicho, tendrías razón para sorprenderte; pero se trata de cosa muy distinta y más honrada. Don Mauricio es hombre del día; entiende sus conveniencias, y por ello respetaría las tuyas..., porque tú no habías de pretender nada que no fuera usual y admitido entre las mujeres de tu rango; y como no le amas ni puedes amarle, no hay que temer en ti los desencantos ni las terribles consecuencias que éstos traen en los matrimonios por amor. Por añadidura, serás libre y considerada, y tendrás quien guarde y prospere tu hacienda, y te mantenga en la abundancia que necesitas para vivir sin contrariedades ni privaciones. Esto quiero para ti; esto puedo proporcionarte, y con esto te brindo... ¿A qué respetos falto, ni a quién ofendo con ello?

» ¡A qué respetos faltaba!..., ¡a quién ofendía con ello! ¡Y a mi se me amontonaban en tropel las respuestas que estaban reclamando aquellas preguntas inconcebibles en labios tales; corolarios artificiosos, o, cuando menos, muy mal deducidos de unas teorías repugnantes a mi naturaleza de mujer de honradas inclinaciones y a mis sentimientos de enamorada! Y pude dominar mi indignación, por respeto a las intenciones de mi madre, que no eran, que no podían ser las que cualquiera tendría derecho a leer en la letra descarnada de sus precedentes advertencias, encomios y recomendaciones; cualquiera menos yo, que conocía hasta qué punto cegaban a aquella señora las pompas y vanidades del mundo, y con qué facilidad transigía con los riesgos más graves, si la costumbre los autorizaba y si sus planes de bambolla los pedían. «¡Dinero, dinero a todo trance, y mundo esplendoroso en que lucirle! « Este venía a ser, en substancia, el objeto, el fin, la aspiración única, y hasta la religión de mi madre, y por eso, creyendo de buena fe que en ello trabajaba por mi felicidad, al ofrecerme por marido a don Mauricio, intentaba, con tan poca prudencia, desvanecer los escrúpulos que yo tuviera para aceptarle.

»Respondí, pues, lo menos que pude; pero aun así, estuve dura con ella.

»Continuó la entrevista un buen rato todavía, hasta que me dijo:

»-No puedo más, hija mía. El hablar me fatiga mucho, como ves, y las molestias y los dolores se me agravan. Estoy hecha una ruina..., vivo de milagro, no hay que darle vueltas... Dejémoslo aquí por hoy; y ahora, recógete... y medita; pero con serenidad, con todo tu discernimiento. Pésalo y mídelo todo bien... y ya verás cómo, al fin y al cabo, vamos a estar de acuerdo.

»¡Qué horas las de aquella noche, Dios mío! ¡Y yo que, muy pocas antes, esperaba encontrar en ellas los más regalados sueños de mi vida!

»¡Que pesara..., que midiera!... Y ¿en qué otra cosa que en pesar y en medir lo que mi madre quería, podía yo emplear aquellos siglos de tinieblas en la tortura de mi lecho?

»No es para descrita, por su complicación y colorido de pesadilla, mi batalla mental; pero merece apuntarse el hecho de que cuando las primeras claridades del alba vinieron a orientarme en el antro y a desvanecer las últimas visiones de mi enardecida fantasía, sobre el montón de ruinas a que en ella habían quedado reducidos los abigarrados ejércitos de fantasmas, comencé yo a levantar los cimientos de otro plan que pensaba poner en obra muy en breve.

»¡Que Dios le libre a un hombre de bien de que se ponga en tela de juicio su derecho a la camisa que lleve puesta; porque con eso solo, está en muy grave apuro de perderla!




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- XVI -

Se sorprendió mucho mi madre cuando entré en su habitación a saludarla. Contaba con hallarme en el temple en que me había despedido de ella la noche antes, y me veía tranquila y sosegada, como si nada me hubiera pasado.

»-¿Has dormido bien? -me preguntó.

»-Muy bien -respondí tan ufana como si fuera verdad.

»-Luego no has meditado...

»-Ha sobrado tiempo para todo.

»-¡Yo he pasado muy mala noche!

»-Y debía ser cierto, porque parecía un cadáver; pero, así y todo, dudo que su noche fuera más mala que la mía. Díjela que lo sentía en el alma, y me preguntó, sonriendo a la fuerza:

»-Y ¿qué has resuelto?

»-Esperar.

»-¿A qué?

»-Alo que resulte del plan que yo también he formado.

»-¡Has formado un plan?

»-¡Yo lo creo! Y ¿por qué no había de formarle?

»-Efectivamente:¿por qué no habías de formarle? Y ¿va a ser obra larga?

»-Pienso que sea muy breve.

»-Más valdrá así.

»Muy poco más que esto hablamos entonces. Antes de almorzar, envié, bajo sobre cerrado, una tarjeta a Pepe Guzmán, con el ruego de que no faltara por la noche a mi casa. Este trámite era del programa formado por mí. Un detalle que recuerdo bien: al escribir en la tarjeta lo poco que necesitaba, anduve tanteando fórmulas hasta encontrar una en que no se diera tratamiento alguno a mi amigo. ¡Y de qué buena gana le hubiera tuteado! Pero la noche antes había quedado nuestra amistad en el punto en que el , aunque se impone ya, todavía asoma con mucha timidez a los labios.

»Durante el día me hizo mi madre muchas insinuaciones acerca de la naturaleza de mis planes; raterías que se caían de inocente, para tirarme de la lengua. ¡A buena parte venía!

»Como las horas se me hacían eternas en casa, salí en carruaje con una de mis tías, mientras la otra se quedaba acompañando a mi madre, no sé cuántas veces, a comprar cosas que no necesitaba y a visitar iglesias en que ni rezaba ni leía. Y lo cierto es que mejor estaban mis negocios para encomendados a Dios, que para otra cosa. Pero andaban, a la sazón, mis pensamientos tan a flor de tierra, que no se me ocurrió elevar una súplica al único juez que podía fallar en justicia el pleito que me desvelada.

»En estas idas y venidas, cuidaba mucho de no encontrarme con gentes conocidas, o de fingir que no las había visto, si el encuentro era inevitable. ¡Y cuántas de ellas vi! Parecía que el diablo se empeñaba en ponérmelas delante y que se había encarnado en mi tía; porque, como si no me acompañara para otra cosa, no cesaba de apuntármelas con el dedo, ni de exclamar: «¡Mira Fulano!» «¡Mira Menganita!...» «Casa-Vieja te saluda...» «Agur, Ramiro». ¡La hubiera arrojado por la ventanilla de muy buena gana!

»Llegó la hora de comer, y comí tan poco como la víspera, porque aunque los motivos eran diferentes, la mortificación de las impaciencias que me desganaban era la misma un día que otro. También me encerré en mi tocador en cuanto me levanté de la mesa: igual que el día antes; pero esta vez no fue para estudiar en el espejo afeites ni aliños que me embellecieran, sino para afirmarme en mis ya bien firmes propósitos, dando un repaso mental a lo que me tocaba hacer y decir para cumplimiento de la más delicada e interesante cláusula de mis planes.

»En fin, y viniendo a lo que importa, a la hora acostumbrada llegó Pepe Guzmán a mi casa. Como no era noche de tertulia, había en ella muy poca gente; y yo, sin pararme a considerar si faltaba o no a «las conveniencias», y atenta sólo a lo que me interesaba, le conduje al gabinete mismo en que el banquero «se me había declarado»; elegí un sitio en él donde pudiéramos hablar sin servir de espectáculo a la gente del saloncillo; senteme allí, y roguele a él, con una mirada y un golpecito con la mano en el sillón inmediato, que se sentara también. Sentose; clavó en los míos sus ojos, dulces y elocuentes, como si en ellos quisiera mostrarme estampado todavía el idilio de la noche anterior..., y me encontré sin ánimos para decir la primera palabra. Todas las fuerzas con que contaba para llevar a cabo mis proyectos, me habían faltado de repente. Sentí vibrar y conmoverse dentro de mi algo que era como la luz y el estímulo de la vida, y mis flaquezas de mujer hicieron una de las suyas, llenándome los ojos de lágrimas y el pecho de sollozos, que a duras penas logré sofocar.

»Viéndome así Pepe Guzmán, tomó una de mis manos entre las suyas; y envolviéndome en una mirada, que fue para mí lo que el rayo de sol para un cuerpo aterido, díjome con expresión y acento de cariñosa ironía, disimulo evidente de otras impresiones muy distintas:

»-Aquí pasa algo muy grave, por las señas de esas lágrimas después de tu recado de esta mañana... Veamos lo que es...; se entiende, si me es lícito saberlo.

»Rehíceme casi en el acto, por empeñarme en ello, antojándoseme que tenía algo de ridícula aquella crisis histérica; volví a recobrar la resolución perdida; y retirando mi mano de las de Guzmán, con el pretexto de necesitarla para enjugarme los ojos, dueña ya de mi serenidad, enterele de todo lo que ocurría..., de todo no, puesto que omití lo del parecer de mi madre sobre los casamientos por amor.

»-Mientras hablaba, iba observando yo el efecto de mis palabras en el atento escuchante.- También este trámite estaba apuntado en el programa.- Ni un músculo se contrajo en todo su cuerpo, ni el menor gesto alteró la expresión serena de su semblante. Como si se tratara de una historia del otro mundo.

»La que yo le relataba, no podía tener en mis labios más que un objeto solo: el de dársela a conocer como una desventura mía, necesitada del dictamen sesudo y de los consuelos cariñosos y desinteresados de «un buen amigo». Mi derecho no alcanzaba a más..., ni siquiera a disminuir un poco los motivos que yo tenía para sentir allá dentro, muy adentró, el frío de aquella inalterable serenidad, por más que este detalle fuera suceso previsto como posible en mi programa.

»Después que se enteré de todo, me preguntó, sin abandonar su expresión de irónica afabilidad:

»-Y ¿por qué te has apresurado tanto a informarme de ello?

»-Porque es caso de urgencia -respondí-, y necesito un consejo.

»-¿Precisamente el mío?

»-Precisamente el tuyo (¡con qué gusto usaba ya este pronombre!); pero el tuyo sólo, entiéndase.

»-¿Por pura curiosidad?

»-Para seguirle al pie de la letra..., a ojos cerrados, sea cual fuere. Lo he jurado así.

»-¡Pobrecilla, y con qué decisión me lo dice!

»-Como todo cuanto te he dicho y prometido.

»-Mira que si me arguyes de ese modo, vas a hacerme perder la cordura que necesito para que el consejo sea digno de quien me le pide.

»-Pues venga pronto el consejo..., porque no respondo de mí.

»Omito, en obsequio a la brevedad, la ortografía que usábamos mi interlocutor y yo para este lenguaje hablado. De la intención de lo escrito aquí en determinados pasajes, se desprende con harta facilidad.

»Vuelta a enjuiciarse la escena, continuó de este modo Guzmán:

»-Según me has dicho, es grande el empeño de la marquesa...

»-Hasta el entusiasmo.

»-Y tú, por tu parte, sin contar con extraños auxiliares, ¿no has hallado en la repugnancia que la idea de ese casamiento pueda producirte, fuerza de convencimiento y resolución bastantes para resistir?

»-Repugnancia y convencimiento, y fuerza y decisión para resistir tuve, y todo lo empleé inútilmente.

»-No lo entiendo, tratándose de en carácter como el tuyo.

»-Pues con todo eso y algo más, que no es de este momento y me llega muy al alma, me di a cavilar anoche..., ¡qué horas aquéllas, Virgen santa!..., y cavilando sin cesar, y pensando y midiendo, como quería mi madre..., ¡que Dios te libre, de la tentación de pensar demasiado, cuando necesites decidirte pronto y a tu gusto! Yo ya no sé a qué atenerme sobre ciertas cosas; qué se entiende por bueno ni qué por malo; si el error está en mi modo de ver, o en la manera de conducirse los demás; si soy yo la mala cuando pienso que obro bien, o si son ellos los buenos cuando me parecen una canalla; cuál es lo noble ni cuál es lo vil. Decídelo tú, que ves mejor en esas confusiones que a mi me ofuscan; y lo que decidas, eso haré. Ya sabes que lo he jurado.

-Aplaudo esos alientos -me dijo Guzmán entonces, sonriendo, pero no tan impávido como aparentaba-, porque, o yo me equivoco mucho, o has de necesitarlos muy pronto. Y vamos ahora al consejo. Un enamorado de estos de la turba multa, digámoslo así, de pensamientos levantados y cristianos procederes, al oír a su dama llorar cuitas como las que tú me has confiado, y al pedirle ella el consejo que tú me has pedido, tocaría el cielo con las manos; la negaría hasta el derecho de dudar en tal conflicto, porque entre la exigencia del tirano y los mandatos del amor, nunca vacilan los que bien aman, y acabaría la escena por decidirse ella a arrostrar el hambre, las mazmorras y aun la muerte, antes que consentir en ser de otro, y por jurarla él, viéndola tan firme y tan constante, que con los dientes sabría arrancar los clavos mismos de las puertas que la encerraran. Pero en nuestro mundo, hija mía, pasan las cosas de muy distinto modo que en el mundo de aquellos inocentes: hay otros móviles y otros fines, otras luces y otros horizontes; y tú y yo, si bien nos miramos, en nada nos parecemos a los enamorados de mi ejemplo... En virtud de lo cual (que yo te explanaré, si lo deseas), y en vista de lo que arrojan los autos de tu pleito, es mi parecer, hijo de mi larga observación en ese linaje de conflictos, y muy principalmente del interés que tengo en tu felicidad, tan eslabonada con la mía, que te avengas a los deseos de tu madre y aceptes la rica mano que te ofrece don Mauricio.

»¡Esto si que no estaba previsto en mi programa! Que Guzmán no me abriera las puertas de su casa al saber lo que me ocurría, previsto como posible lo tenía yo; pero que él mismo me empujara hacia la casa del banquero, eso ya no cupo en mis presunciones. Pues bueno: con este desencanto y todo, que me dolió como una puñalada en el corazón, no sentí esas sublevaciones de la «dignidad ofendida», que tanto juegan en las pasiones de teatro. Sería así la calidad del hechizo con que me había fascinado aquel hombre; sería un milagro de la fe con que le oía, o un contagio de la peste que respiraba..., yo no sé lo que sería; pero así sucedió, y así lo confieso, aunque se tenga el caso por absurdo... ¡Absurdo! ¡Como si hubiera algo con lógica en los enredos de la farsa de nuestra vida!

»Conoció el desengañado consejero la honda impresión que produjo su descarnado consejo, y acudió solícito a templarla, a intentarlo, mejor dicho, con una detenida exposición de razonamientos que me es imposible reproducir aquí al pie de la letra, por falta de memoria para tanta minuciosidad; pero cuya substancia, que recuerdo bien, y no debe omitirse en este pasaje de la historia de mi vida, era la siguiente:

»Si el matrimonio no fuera más que una carga de sacrificios y un palenque de proezas, donde un caballero demostrara a cada instante la firmeza del amor que sentía por su dama, él, Pepe Guzmán, por remate de nuestro idilio de la víspera, con lo que acababa de contarle yo o sin ello, se hubiera apresurado a implorar de mí el mismo favor que con tan rendidas ansias había implorado el banquero para sí. Pero no había que olvidar quién era yo y quién era Pepe Guzmán; en qué medio nos habíamos formado; a qué costumbres estábamos hechos; qué mecanismo era el de nuestro mundo, y por qué leyes se regía. Y teniendo esto presente, ni él ni yo podíamos desconocer que había en aquella patriarcal unión, por las condiciones esenciales de ella, un riesgo gravísimo en que indefectiblemente habíamos de caer nosotros. Si tomábamos el trance por lo serio, con todo su formulario de procedimientos ejemplares y virtuosos, el hastío era inevitable. Si por huir de él faltábamos a aquellas santas reglas de los perfectos casados, y conveníamos en que cada cual campase por sus gustos e inclinaciones, apuntarían entre nosotros las desconfianzas y las discordias, y con ellas los resabios groseros de la bestia, que, aunque se tapan y se doman, no se extirpan con la educación de la inteligencia. En ambos casos, el desprestigio de un cónyuge a los ojos del otro, y, por consiguiente, el desamor y la antipatía, cosa de muy mal gusto; y nosotros, nacidos para caer de muy alto en la locura de escalar el cielo, no debíamos morir de aquella prosaica y terrena enfermedad.

»Muy bien dicha me pareció la parrafada, pero muy poco conveniente para mí, que era la mosca de estos ditirambos de la araña. Aun acomodándome a ciegas a los propósitos que se transparentaban en la disertación; aun dando por bueno y por elevado (¡que no era poco dar!) todo lo que por elevado y por bueno daba él, ¿cómo se compaginaban aquellas sublimidades que me predicaba, con la prosa del banquero, que me ofrecía como una necesidad? No le apuró gran cosa el reparo...;verdad es que, quizás por llamar mi atención hacia otra parte más risueña, puso, como introito de su réplica, la extensa genealogía de su amor, con entretenidos comentarios sobre las diferencias esenciales entre el modo de nacer y desarrollarse la pasión que le había vencido, y los agradables entretenimientos que hasta entonces habían sido la única necesidad de su corazón; y como si hubiera adivinado mis «curiosidades» y se anticipara a satisfacer mis deseos, él mismo trajo a la colada algunas historias que a mí me interesaba conocer en toda su verdad: pecadillos sin malicia las más de ellas; rumores sin fundamento serio las restantes, como lo de Leticia, por ejemplo... Pues le creí, así como suena..., ¡yo, que tantas veces me había reído del candor de otras mujeres en casos parecidos!... Si no hay que darle vueltas: el corazón humano, «que nunca se engaña», es un odre henchido de equivocaciones en cuanto se apasiona un poco.

»Con esto, cuando llegó la ocasión de replicar a mi reparo, ya estaba yo mejor dispuesta a comulgar con ruedas de molino. ¡Bien lo sabía él! Despachose a su gusto derrochando primores de sofistería apasionada, esbozando proyectos, suavizando asperezas, dulcificando amargores..., en suma, exponiendo y sustentando, pero con nuevas razones y los más peregrinos vislumbres, la sempiterna teoría..., la de Sagrario, la de Leticia, la de mi propia madre; la que, desde la noche anterior, sentía yo en el aire que respiraba y en los rumores que oía. Sólo faltaba que me la repitiera él, y ya me la había repetido, sin que tampoco al oírla yo brotar de sus labios, trémulos por la pasión, saltaran a mi rostro «las lavas del volcán de mi dignidad ofendida». El mal espíritu me ataba de pies y manos para que fueran inútiles mis instintivas, resistencias.

»-¿Esa es tu última palabra? -pregunté, por conclusión, a Pepe Guzmán-. ¿Te ratificas en ella? ¿Estás bien seguro de que el consejo que me has dado es el que yo debo seguir?

»-Es mi última palabra -me respondió con la mayor entereza-; en ella me ratifico, y estoy seguro de que el consejo que te he dado es el que nos conviene que sigas.

»-Pues yo voy a cumplir mi juramento de seguirle al pie de la letra-, dije levantándome de pronto y sin saber si lo que sentía dentro del pecho entonces era el impulso de la decisión que me arrastraba, o el latir de un corazón dilacerado.

»Con la vehemencia con que se toman siempre las grandes resoluciones que pueden fracasar si se meditan mucho, entré en el saloncillo y busqué a don Mauricio, que con otras personas estaba haciendo la tertulia a mi madre en el gabinete frontero al en que yo había conversado con Pepe Guzmán. Me curaba muy poco de que pudiera llevar en la cara las huellas de la tempestad que aún no se había calmado dentro de mí; me era indiferente que mi casi encierro con aquél hubiera o no chocado a los demás tertulianos..., ¡pues podían venírseme con melindres de beata los que me estaban enseñando a pactar con el demonio para venderle la conciencia! Yo no veía más que los fantasmas de mi pesadilla, y, por el momento, a aquel hombre ridículo que acompañaba a mi madre. ¡Cielo santo! Por allí tenía que pasar yo para llegar a donde mi destino me arrastraba; y pasar por allí, por aquel, hombre, aunque no fuera más que pasar de largo, era, para una mujer de mi estómago, ir al patio de una cárcel, a la picota, a los cubiles del circo..., a las fieras mismas.

»Llaméle aparte en la primera ocasión de ello que tuve, y le cité para el día siguiente, después del almuerzo. Lo inusitado de la cita y de la hora, movió en alto grado su curiosidad. Intentó satisfacer siquiera una parte de ella, echándome memoriales de un dulzor empalagoso; pero no me di por entendida.

»Al despedir más tarde a Pepe Guzmán, le encargué mucho que no faltara la noche siguiente, para darle cuenta minuciosa del cumplimiento de uno de los trámites más importantes de mi plan.

»Por último, al retirarse mi madre a su habitación, la advertí lo de la cita al banquero. Preguntome ansiosa que para qué, y me excusé de complacerla, recordándola nuestro convenio de no descubrirla mi plan hasta que estuviera ejecutado. En hablando a solas con el banquero, lo estaría... en lo que a ella le interesaba. Algo que llevaba yo bien a la vista en mi actitud, y, sobre todo, en mi cara, debió de darla a entender hacia qué lado me inclinaba en el asunto que tanto me había recomendado ella, porque no insistió en la pregunta y se despidió de mí muy afectuosa.

»En seguida me encerré yo en mi dormitorio... a velar, a padecer, a aturdirme con el pensamiento volteando entre las ondas de la tempestad que ya no me cabía en la cabeza.




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- XVII -

Según lo convenido con mi madre, al otro día, en cuanto el banquero llegó, salí yo sola a recibirle. En la penumbra del salón, donde aguardaba, parecía el hombre una noche de verano: de tal modo relucían y titilaban sobre él verdaderas constelaciones de pedrería, hasta con su caminito de Santiago; que bien podía desempeñar este papel allí la enorme leontina de oro entretejido que trepaba por el hemisferio de su estómago. Además, apestaba el salón a patchouli y a pomada de geranio. No sé qué cara me puso, aunque me lo imagino, ni recuerdo en qué términos me saludé, ni las palabras con que yo le respondí. Sólo tengo presente lo que pasé después, estando los dos sentados, frente a frente, aunque con cerca de dos varas de alfombra de por medio; y lo que pasó dio principio en la siguiente forma, palabra más o menos:

»-Anteanoche -le dije, sin pararme a disimular la repugnancia con que abordaba aquel asunto- me insinuó usted ciertos propósitos...

»-Tuve, en efecto, esa dicha -me interrumpió, bastante desentonado por las emociones que debía de sentir en aquel instante.

»-Poco después acudió usted con las mismas cuitas a mi madre, sin aguardar a que yo le respondiera, como se lo tenía prometido.

»-No creí que se estoorbaran lo uno y 1o otro.

»-Mal creído. Pero, en fin, ya está hecho. Y ahora, asómbrese usted: he resuelto despachar su pretensión... favorablemente.

»Es imposible pintar aquí las cosas que hizo y las finezas que me enderezó mi pretendiente, al oírme hablar en aquellos términos. Le faltó muy poco para darme las gracias de rodillas.

»-Todavía no -le dije conteniéndole-. Hay que deslindar antes los campos, y poner cada cosa en su sitio y a la necesaria claridad. Para ello, yo le hablaré a usted con toda la que piden las circunstancias, y usted no será menos explícito conmigo, en la inteligencia de que, siéndole o no, lo que aquí establezcamos ha de ser en adelante la ley de nuestra vida común.

»-Leyes son siempre para mí hasta los menoores deseos de usted. ¿Qué mayor dicha, qué mayor...?

»-Muchas gracias, y óigame ahora: usted es hombre que tiene vicios, no muy buena fama, y ya pasó de mozo algunos años hace... No se moleste usted en hacerme reparos, porque es perfectamente demostrable todo esto que afirmo.

»-Siga usted.

»-Sigo, y continúo afirmando que un hombre con todos esos contrapesos, por poco entendimiento que tenga, no puede creerse merecedor del cariño ni de la lealtad de una mujer como yo.

»-Repare usted que, sin hacer las debidas salvedades... y tal y demás, resuulta eso..., ¿cómo lo diré?, un poco... vamos... exxxtremaaado.

»-Resultará lo que usted quiera; pero hay que oírlo. Por consiguiente, al pedir usted mi mano, no espera, no puede esperar, que le dé con ella ese cariño, ni las llaves de mi corazón, ni el derecho de preguntarme siquiera por lo que yo tenga encerrado en él.

»-Lo que yo pido -díjome aquí el banquero, con una serenidad y un aplomo que no dejó de sorprenderme en él-, lo único a que aspiro, y usted no podrá negarme, porque no tengo yo la culpa de que no sea la envoooltura digna del tribuuto que la he tendido a usted con alma y vida... y tal y demás, es que lo pooco o muucho que me conceda sea de buena voluntad; porque, bien mirado el caaso, yo no he puesto a naaadie un puñal en el pecho para que se acepte lo que he ofrecido a caambio... de lo que usted quiera darme... y tal y demás.

»-Cierto; pero la misma gravedad de ese... caso, y el singular aspecto que presenta para mí, y hasta las mutuas conveniencias, no lo dude usted, me obligan a ser desengañada, sin temor de pecar de dura, con un hombre que con tan poco se conforma en negocio de tan grande entidad... En substancia, y para concluir, señor don Mauricio: yo acepto su mano de usted, con la terminante condición de que he de tener en usted la menor cantidad posible... de marido, con todos los privilegios e inmunidades que de este hecho se desprendan en beneficio de la libertad e independencia compatibles con el rango que ocupo en la sociedad, y con mis gustos e inclinaciones.

»Creí sorprender una sonrisa extraña en los resecos labios de mi pretendiente; el cual, y mientras se tiraba de la patilla derecha con mayor suavidad de la que podía esperarse de su naturaleza espasmódica, me dijo:

»-Y en virtud de esa condición tan... tan adsooluuta y exxteeensa, ¿no me sería permitido añadirla, antes de aceptarla, siquiera una salvedad..., pedir ciertas garaaantías?...

»-Doy, y no es poco, la de mi buena educación. ¿Le satisface a usted?

»-Como la mejor escritura púuublica -me respondió tendiéndome la manaza, que no rechacé porque fingí tomar el suceso como señal de despedida, y aproveché tan buena coyuntura para levantarme y dar por terminada la conferencia.

»-Para lo que falta que hacer -dije entonces-, entiéndase usted con mi madre..., que siente mucho no poder recibirle hoy.

»-De manera -preguntome él, muy cerca ya de la puerta del salón, poniéndose otra vez tierno y pegajoso-, que esto es ya cosa resueelta?

»-Enteramente resuelta.

-Y... ¿para cuáaando..., si no peco de...?

»-Para mañana, si fuera posible. Y sírvale a usted de gobierno, por lo que pueda importarle.

»No oí lo que me dijo en demostración de su contento, porque mientras un criado que había acudido a mi llamada le entregaba en el vestíbulo el sombrero y el bastón, yo buscaba, retrocediendo por el estrado, el camino del gabinete de mi madre, para darla cuenta del definitivo resultado de mis planes.

»Asombrose al conocerle, y no era para menos; pero le aplaudió de buena gana. Llevábamos aún medio aliviado el luto por mi padre, y la rogué que no fuera esto un estorbo para aplazar las bodas. Otro motivo de asombro para mi madre.

»Sin detenerme a sacarla de él con explicaciones que no eran del caso... ni muy fáciles de dar, salí del gabinete y me encerré en el mío... ¡a batallar de nuevo contra vestigios y fantasmas!... ¡Ociosas y bien excusadas mortificaciones!...

»Sagrario, Leticia, mi madre, Pepe Guzmán, todos mis «dulces enemigos» estaban complacidos ya. Ya estaba extendida mi respectiva patente de corso. De un momento a otro me la pondrían en la mano, y comenzaría a verse con qué «hígados» contaba yo para servirme de ella. Porque, si no era para esto, ¿para qué me la daban? Pepe Guzmán, en quien menos debía desconfiar yo, podría engañarme en cuanto a la sinceridad de su exposición de motivos; pero no en cuanto a la intención práctica de su consejo. Si éste no tenía el alcance que yo pensaba, era preciso convenir en que a mi consejero le faltaba el sentido común; y cabía dudar del corazón de aquel hombre, pero no de su gran entendimiento. Volví a poner toda la luz de mi discurso sobre esta mancha de su conducta conmigo; deseaba conocerla en toda su extensión para «indignarme» contra él: desesperado recurso de náufrago entre las bascas de su agonía; extender los desfallecidos brazos en busca de un asidero que no han de hallar; gastar las últimas fuerzas en inútiles tentativas, para hundirse primero. Eso me pasaba a mí: cuanto más me agitaba, más me hundía; cuanto más examinaba la mancha, menor la encontraba. Con el trabajo que empleaba en engrandecerla, acabé por borrarla... Y ¿por qué no? ¿Qué quitaba ni qué ponía en la intensidad de la pasión de Pepe Guzmán, un detalle de más o de menos sobre el modo de legalizarla ante las gentes? No había que confundir los impulsos del corazón con las rutinas sociales. Si lo principal era entre nosotros conservar vivo el fuego sacro, yo no tenía por qué escandalizarme de que él necesitara, para alimentar el que había en su corazón, ritos y procedimientos distintos de los que yo hubiera preferido.

»¡Ay, si llegaran a caer estos papeles en manos de una mujer de espíritu cristiano, que no olvide que voy pintando a la luz de aquellos negros días, y discurriendo al tenor de las leyes por que me gobernaba entonces!

»Pero ¡qué misterioso engranaje!, ¡qué mecanismo tan singular el de la máquina de las ideas! ¡De qué modo tan extraño se eslabonan en el cerebro las negras con las blancas, las tristes con las risueñas, las fúnebres con las cómicas! A mí se me ocurrió de pronto, entre la lobreguez de mis cavilaciones, que nuestro poeta Aljófar, cuando supiera lo que iba a suceder en breve, compondría una nueva variante (allá para sus adentros, porque al público no se atrevería a ofrecérsela) sobre la socorrida metáfora de la flor y la babosa. Yo sería la flor, por supuesto; flor nacida para «lucir sus colores y derramar sus aromas junto al enamorado clavel...» Y a propósito: ¿no se le había ocurrido a éste, quiero decir, a Pepe Guzmán, la misma o parecida comparación poética, con todas sus consecuencias realistas? Cierto que el banquero sería la menor cantidad posible de babosa; pero, al cabo, sería babosa, con su diente asqueroso y su estela repulsiva...; ¡Vaya si se le habría ocurrido! Y, ocurriéndosele, ¿qué habría pensado de esos rastros que las babosas dejan sobre las flores si no se madruga a recogerlas?... ¡Oh, qué diabólica idea se enredó con esta otra, de repente, y penetró en mi discurso, como ladrón artero en casa mal cerrada! ¡Cómo se revolvía entre las demás, y rebuscaba los escondrijos para saquearme el repuesto y hacerse dueña y señora de mi juicio!... Y ¡qué recio voceaba, allá dentro, muy adentro!... Y ¡qué afanes los míos para acallar sus voces, como si temiera que las ondas del aire las llevaran hasta él! ¡Desdichada de mí si las oía, o el diablo le inspiraba igual idea!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»Por la noche hablé con Pepe Guzmán, según lo convenido entre los dos. Le di cuenta de lo acordado con el banquero y con mi madre; y como mi resolución era más poderosa que mis fuerzas, los desfallecimientos de éstas se reflejaban demasiado en el ritmo de mis palabras y hasta en el color de mi rostro. Estimó mis torturas, ponderó mi heroísmo, ensalzó mi lealtad; pero no se compadeció de mí en aquellos decisivos instantes, en los cuales aún era posible imprimir nuevos rumbos a mi destino, cuando no lo intentó siquiera. Lejos de ello, y para mantenerme en los que él mismo me había trazado, desplegó nuevas pompas de su singular dialéctica, y encendió nuevas llamas con las cuales le costó bien escaso trabajo quemar los pobres restos de las alas con que aún pretendía yo volar por los espacios de mi deseo.

»Aquí debía darse por terminada nuestra entrevista; la última, por decreto de «el bien parecer», y hasta por conveniencia mía. En adelante, por lo menos hasta que la amarga copa se apurara, nos trataríamos como «buenos amigos» delante de las gentes... y nada más. De esto comencé a hablarle, cuando el demonio puso en sus labios una frase que me pareció el primer eslabón de la cadena a cuyo extremo había de salir engarzada la infernal idea; aquella que tanto me atormentaba en mi cerebro por el solo temor de que cupiera en el de mi enemigo.

»Y salió, ¡Virgen María! ¡Qué momento aquel! Ciega, insensible para cuanto me rodeaba, sólo veía y oía lo que pasaba dentro de mí. El corazón, fuera de sus quicios, me aporreaba el pecho, y sus golpes me parecían llamadas de medroso desamparado; sentíalos repercutir en lo más profundo de mi cabeza, y llamaradas de fiebre subían a caldearme las mejillas; estremecíanse todas las fibras de mi cuerpo, y veladuras fantásticas iban turbando la clara luz de mis ojos, al compás de los latidos del corazón.

»Nada pensé, nada dije, nada respondí. Toda la noción que me quedó de mi propia existencia, la invertí en recoger de aquella escombrera a que instantáneamente habían quedado reducidas vida y alma, los alientos necesarios para apartarme de allí. Y eso hice a duras penas.

»Pasé un día, dos y tres, sin pensar en nada, a fuerza de pensar mucho que no me interesaba, para no caer en las fauces de los pensamientos que temía. Durante aquella batalla, y hecho ya público el proyecto de mis bodas, al suplicio de ella se añadió el más insoportable de consolarme del forzoso alejamiento de Pepe Guzmán, con las tiernas finezas del banquero, señor legal de mis preferencias y atenciones, y las incisivas enhorabuenas de mis amigos y conocidos. Todo esto era superior a mis fuerzas. Pedí, rogué a mi madre que, si no había modo de vivir en nuestra casa sin la tiranía de aquellos testigos de mi tortura, anticipara todavía más el suceso que era la causa fundamental de ella. Y mi madre no comprendía cómo buscaba yo el remedio contra las hieles de una pócima sin fin, apresurándome a beberla; pero yo sí lo comprendía.

»Entre tanto, iba agotándose el caudal de pensamientos que cabían en mi cabeza, y a cuyo amparo acudía para defenderme del que tanto me espantaba y más me perseguía cuanto mayores eran mis mortificaciones... y más largas las ausencias de Guzmán. ¡Tal despilfarro hacía yo de ellos, sobre todo en las largas horas de mis desvelos! Ya no sabía en qué pensar, y entregaba el discurso a lo primero que se me entraba por las mientes.

»Una noche, por remate de la larga cadena de ideas incongruentes que había estado arrastrando, di en una bien extraña ocurrencia: la de hacer una imaginaria excursión por los interiores entenebrecidos de mi propia casa. ¡Qué grande era para la poca gente que la habitábamos! Además de grande, estaba muy mal ocupada por nosotras. Entre el dormitorio de mi madre y el mío, había dos salones, un pasadizo y mi cuarto de tocador. Mi madre se recogía antes que nadie, y quedaba al cuidado de una antigua sirvienta, vieja ya, muy fiel, pero muy dormilona. Cerca de mí, en un cuartito contiguo al tocador por un lado, y por otro al vestíbulo de ingreso a la casa, dormía mi doncella, muchacha muy leal, muy cariñosa, capaz de arrojarse por mí por el balcón a la calle; pero alegrilla de ojos y demasiado lista. El resto de la servidumbre ocupaba un sotabanco que mi padre había alquilado con este objeto, en su horror instintivo al tufo y al desaseo de la plebe. De manera que para dos parejas de mujeres tan separadas una de otra, aquella casa, durante las altas horas de las noches de invierno, en las que escasean los ruidos de la calle, con la espesura de las alfombras en el suelo y la abundancia de macizos cortinones que apagaban el rumor de las pisadas y hasta el sonido de la voz, era un completo páramo con su muda e imponente soledad. Un hombre mal intencionado podía ocultarse muy fácilmente... en el cuarto de mi doncella, por ejemplo, en el instante de disolverse la tertulia, cuando es menos notado cualquier movimiento y menos extraña la presencia de una persona; salir de su escondrijo en hora conveniente; hacer lo que se había propuesto, y aguardar en otro escondite a que los criados bajaran del sotabanco, abrieran las puertas, después de abierta la de la calle, y largarse a ella muy tranquilo. ¡Pues si la doncella estuviera de acuerdo con el ladrón!... ¡Qué espanto! Era precisó tratar de que durmiera abajo un criado, y, sobre todo, de aproximar mucho más mi dormitorio al de mi madre. Las cuatro mujeres reunidas sabríamos defendernos mejor de cualquier peligro... ¡Gran miedo pasé aquella noche!

»Pero ¿hasta dónde alcanzaban las raíces de estas ideas? ¿De dónde vendrían las semillas que las produjeron? Porque en el mundo moral, lo mismo que en el físico, nada nace de la nada, y cada cosa engendra su semejante.

»Aquellas preguntas y esta reflexión me hice entonces también, y sin respuesta se quedaron, quizás por ignorancia, o acaso por repugnarme ahondar en la materia con el análisis.

»Lo primero que al otro día me dijo mi madre fue que si persistía yo en mis deseos de que se anticipara la boda, estaba en su mano complacerme. Respondila que sí, cerrándome el camino a toda reflexión. Por la noche estuvo Guzmán en mi casa. ¡Qué daño me hacían sus estudiados y convenidos alejamientos de mí! Al despedirse, deslizó en mi mano un papel en muchos dobleces, que yo guardé con ansiedad de avaro, para entretener lo más triste de mis incurables desvelos, con el regalo de su contenido, fuera el que fuese, aunque casi le adivinaba.

»Llegó la hora, y desplegué la carta temblándome las manos. Era muy extensa, y estaba escrita en un papel muy tenue y con la letra muy apretada. Comencé a leerla, y al punto di con lo que yo más me temía...: la idea, ¡la diabólica idea! Allí estaba, saltándome a los ojos como chispa de volcán. Toda la carta no era otra cosa que el aliño estimulante en que venía preparada. ¡Qué astucia de Satanás! Rompí el papel en cien pedazos..., ¡como si con este pobre recurso borrara su contenido de mi memoria, y la voz del que le había estampado allí no resonara en mis oídos, ni el fulgor de su mirada penetrase por mis ojos hasta el fondo del corazón!

»El incendio se produjo otra vez; pero las fuerzas de mi discurso para huir de él por las callejuelas de extraños pensamientos estaban agotadas ya. Resolvime a contemplar el peligro cara a cara y a defenderme de él en mi última trinchera..., es decir, a poner el caso en tela de juicio.

»Valiéndome de un símil harto viejo, pero que me es aquí muy necesario para hacerme comprender más fácilmente, en aquella suprema ocasión me encontraba sobre el borde de un precipicio, sola, sin alientos para retroceder y comenzando a sentirme dominada por el vértigo de los abismos. Todos cuantos en el mundo tenían obligación de socorrerme, me habían empujado para colocarme allí: nada podía esperar de ellos; a lo lejos, sólo veía curiosos que se asombraban de mis resistencias y se reían de mis vacilaciones; abajo, en el fondo del precipicio, la algazara de las mujeres que me habían precedido en la caída; en derredor de mí, envolviéndome, asfixiándome como anillos de serpiente, una atmósfera de insanos elementos, narcótica, enervante; sobre la atmósfera, sobre mí, sobre el mundo entero, allá en lo Alto, donde debía de existir un código de moral como yo le presentía cuando me dejaba gobernar por mis propios instintos, inclinados a lo menos corrompido, ya que no a lo más honrado..., nada tampoco que viniera en mi auxilio... El Dios que a mí me habían hecho conocer en mi casa era «un caballero anciano, de muy buena sociedad»; algo serio por razón de su jerarquía, pero muy fino, muy complaciente y de una moral muy elástica; dispuesto siempre a incomodarse con la gente de poco más o menos, pero incapaz de faltar en lo más mínimo a las señoras del gran mundo que le honraban confesándole de vez en cuando y en los ratitos que las dejaban libres sus devaneos de hembras «eximias» del género humano...; un señor, en fin, por el estilo de mi difunto padre, aunque quizás no tan elocuente ni de tan distinguido porte como él... ¡Y nadie ni nada más a donde volver los ojos!

»Y, entretanto, al aceptar las reflexiones de mi madre y el consejo de Pepe Guzmán, ¿no había suscrito yo, implícitamente, un contrato de deslealtades y perjurios por el resto de mi vida? Y la que estaba resuelta a lo más, ¿por qué se detenía ante lo menos?

»Sobre estos ejes rodó todavía largo rato la desquiciada máquina de mi discurso..., hasta dar conmigo y con él en las negras profundidades del abismo.

»¡Oh, qué sola, qué triste y qué desamparada me vi!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»Veinticuatro horas después se realizaba en mi casa, por primera vez, lo más temeroso de mi imaginaria excursión por los interiores de ella; sólo que no era un ladrón de caudales el hombre que se escondía por la noche en el cuarto contiguo al de mi doncella y se escapaba al amanecer.»






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Parte II


ArribaAbajo

- I -

Este era un Círculo o sociedad que había en Madrid por entonces (creo que ya no hay de esas cosas allí), en el cual círculo sólo tenían ingreso los aspirantes que pudieran acompañar a su instancia una ejecutoria de sangre azul, y, a ser posible, una buena garantía de responsabilidad pecuniaria; porque con ser de gran monta los gastos reglamentarios de cada socio, llegaban hasta lo incalculable los imprevistos. Como que se trataba allí de matar los interminables ocios de la vida entre los hombres del blasón y del dinero..., ¡que ya es matar!

Ocupaba la sociedad una gran casa, de suelo a cielo, en una gran calle de lo mejor entre lo más caro de la villa y corte; y en la gran casa había grandes cocinas, grandes cuadras y grandes cocheras, con muchos y muy lujosos carruajes, abajo; y grandes salones de conversación, de juegos lícitos y de lectura; grandes salas para otros usos, hasta sala de esgrima, y grandes comedores y cuartos de tocador y gabinetes para vestirse, para escribir y para jugar a lo que no debía verse, arriba; y lo de arriba y lo de abajo, y lo de acá y lo de acullá, con todo el lustre de decorado y servidumbre que la institución y sus destinos requerían.

Claro está que una cosa de tal índole no podía ser bautizada a la española: por eso se llamaba Sport-Club, nombre que, tras de ser inglés, dejaba traslucir ciertas aficiones de la gente de adentro a un espectáculo que no se concibe en España más que en caricatura. Lo mismo que si en Londres estableciera la «alta sociedad inglesa, un Club con el nombre de Círculo taurófilo, o de aficionados al toreo, para que me entiendan mejor los que no tienen muy hecho el oído a estas jergas grecolatinas. En fin, bien o mal bautizado, ello es que había en aquel entonces en Madrid ese Sport-Club, y que, a juzgar por lo que en él se contenía y pasaba, era como la casa de todos los que no la tenían, o no querían tenerla, o la frecuentaban muy poco. Por el Club iban sus socios a todas partes, y de cualquier parte que vinieran daban en el Club. Lo que hacen los simples mortales con el propio domicilio.

Comenzando a contar por los balcones de la fachada principal, que eran otros tantos «coches parados» a ciertas horas de la tarde, en aquel edificio había estimulantes para todos los gustos de los concurrentes desocupados: revistas verbales de paseos, salones y espectáculos..., se entiende, de lo tocante a las hermosas damas de «su mundo» que se hubiesen exhibido en ellos; murmuraciones subsiguientes con ampollas; lecturas breves, bien ilustradas y muy picantes; El Fígaro de París, con sus crónicas escandalosas del demi-monde, por Gacela; la esgrima del florete, de la espada o del sable, no como ejercicio higiénico, sino como artículo de posible necesidad entre gentes que vivían a dos pasos del campo del honor; para el que fuera inclinado a los placeres del estómago, el restaurant: los licores, los vinos exquisitos, las pastas más regaladas..., cuanto se pidiera por la boca; para los temperamentos profundamente enervados por la holganza regalona, el juego; si no entretenían bastante el tresillo o el ecarté, el monte o el bacarrat o el treinta y cuarenta; si abundaba el dinero en casa, para que la emoción resultase, se apuntaba fuerte; y si no lo había y apuraban los compromisos, fuerte también para salir de ellos cuanto antes, o acabar de hundirse en la ruina; en efectivo, si lo había a mano; o en cosa que lo representase, si quedaba crédito bastante, en opinión de aquellos caballeros que se agrupaban allí para desplumarse mutuamente con todas las reglas y cortesías del oficio; para el gomoso enamorado o el hombre presumido, si tenían en poco la librea de la sociedad para ponerse en pública exhibición, estaría a la puerta de la casa y en hora conveniente el exótico cuartago con el blasón de familia en cada metal de sus arreos, en el cual bucéfalo cabalgaría el elegante para dirigirse al Retiro, medir aquella pista a zancadas unas cuantas veces, y desfilar al anochecer por la Castellana a medio galope de podenco; y lo que digo del caballo acontecía con el coche.

Más tarde, y después de comer en el Club y de vestirse allí también, al teatro más de su gusto, con el billete de abono de la misma sociedad, o a los salones de su preferencia, o a lo uno y a lo otro, porque para todo daban las noches y las costumbres de su mundo. Después de los salones y del teatro, al Club, otra vez indefectiblemente: a cenar, si había ganas, o a tomar un piscolabis, si no las había, y a «cambiar sus impresiones», que no faltaría con quién. Allí estarían ya, dejando escapar las suyas, recientemente adquiridas, el mozuelo imberbe, más cargado de vicios que de años, y el viejo disipado centelleando lascivias y torpezas por sus ojuelos lacrimosos, y mascullando obscenidades entre los pedruscos de su dentadura postiza. Desde allí, ¡vaya usted a saber a dónde irían aquellos caballeros hasta las tres de la tarde, hora en que reaparecían un momento en la vía pública... para volver otra vez al Sport-Club, a observar, a murmurar, a comer, a jugar, a vestirse, etc., etc.! Y los más de ellos eran casados o «hijos de familia».

Amén de estos recreos al pormenor, y los que no se puntualizan aquí, porque no hay para qué puntualizarlos, la sociedad tenía otros en común, como ciertas algaradas de estruendo, ora en el Hipódromo en los días de carreras, ora en la del Prado y de la Castellana, disfrazados los socios de canes lanudos, y amontonados y latiendo en sus perreras, en las tardes de Carnaval. Esto era el colmo de lo chic, de lo pschut y de lo becarre.

Andando el tiempo, no pudo el Club con la carga de sus gastos, y le fue necesario barrenar sus estatutos para atraerse la ayuda de la aristocracia de las talegas, siempre que ésta supiera competir con la de adentro, cuando menos en saber gastarlas y lucirlas. A montones parecieron los aspirantes. Podrá faltarles abolengo conocido a las notabilidades de esta especie; pero vicios y afición a exornarlos con todos los recursos del dinero... ¡a buena parte iban con la cláusula los de la pata del Cid!

Lo que nunca se ha puesto en claro es de qué enfermedad vino a morir el Sport-Club, cuando con este ingreso de ricos despilfarradores parecía haber asegurado su existencia por largos años. Porque el Sport-Club de que yo voy hablando dejó de existir hace mucho tiempo. Y es bueno que conste así.

Pues bien: en el Sport-Club, a las dos de la mañana, y en una sala de las más concurridas a aquellas horas en que duermen y reposan las gentes ordinarias que todavía conservan los resabios del trabajo y del hogar, departían afectuosamente, arrimados a una mesa, Manolo Casa-Vieja y Paco Ballesteros, después de haber tomado chocolate a la vainilla el uno, y el otro buena ración de biftec con media botella de Burdeos. Ballesteros era recién llegado a Madrid: se había encontrado aquella noche con su antiguo amigo Casa-Vieja en el teatro Real, y se habían venido juntos al Sport, del cual era socio el último, y lo había sido el primero antes de su salida de España.

Andarían allá, ten con ten, en edad: de treinta y dos a treinta y cinco. Casa-Vieja era blanco, de pelo castaño y lacio, de mirar displicente; no feo, pero muy marchito de cara, en la cual descollaba un gran bigote, desmayado también, y del color del escaso pelo de la cabeza. El cuerpo, bien conformado y correctísimamente vestido, por el modo de caer en la silla y el ritmo de todos sus movimientos, acusaba la propia dejadez reflejada en los ojos y en el gesto. Parecía, en suma, y lo era en verdad, lo que se llama un hombre gastado fuera de sazón.

Su amigo Ballesteros era lo contrario en lo físico y en lo moral, sin ser menos perdido: moreno lavado, de barba recia muy recortada, y negra como los ojos y el pelo; vivo de mirada y de frase, suelto y expresivo de ademanes, y bien trazado de contornos.

Formaban ambos un contraste completo. Casa-Vieja hablaba casi todo lo que tenía que hablar, que era lo menos que podía, con el sombrero sobre la sien izquierda, la mejilla derecha en la mano del mismo lado, el codo correspondiente sobre el velador, el enorme puro, con sortija, en la boca, cuando no en la otra mano, y la mirada errabunda y desdeñosa, sin interés ni codicia por nada. Ballesteros hablaba con los dos antebrazos sobre la mesa, y con los ojos clavados en el medio perfil de la cara de su amigo.

-Figúrate -llegó a decir aquél a éste- si tendré ansia de saber cosas de mi tierra y de mis gentes. ¡Once años bien cumplidos fuera de la patria, con pocas noticias de ella, y ésas vagas y a retazos, que es peor que no saber nada! Luego, con el arrastrado oficio que uno trae y la vida que uno se busca para ir tirando con él sin morirse de pesadumbre..., ya ves tú, se borra muy pronto de la memoria todo lo que no cala muy adentro. Por desgracia tuya y fortuna mía, eres la primera crónica que pesco a mano desde mi llegada a Madrid; porque no miento si te juro que me largué al Real con el polvo del camino, después de cumplir con la dispersa familia con dos apretones de manos y tres abrazos a escape.

-¡Crónica yo! -respondió Casa-Vieja, quitándose el cigarro de la boca para sacudirle la ceniza-. Si la quieres negra... Aquí no se gasta otra cosa. Pero, ante todo, vamos a ver, ¿qué demonios has hecho tú por ahí fuera, sin maldita la necesidad la mayor parte del tiempo? Porque la madre patria ha podido pasarse muy bien sin tus servicios diplomáticos..., llamémoslos así.

-Y yo mucho mejor sin ella, Manolo: créeme. Pues me cogió la gorda, la de Septiembre, en Londres. Vino el Gobierno provisional, y conseguí, es decir, me consiguieron aquí que se me revalidara la credencial de agregado, trasladándome a París..., ¡miel sobre hojuelas!, y allí serví al nuevo orden de cosas con la misma lealtad y el propio celo con que había servido al anterior. De París fuí a Lisboa, y en Lisboa juré a don Amadeo, y le serví con igual celo y la propia lealtad que a todo lo precedente..., hasta que se proclamó la República.

-Y dimitiste, como buen aristócrata.

-Pues ahí verás tú: me dimitió ella, como era de esperar, siendo yo de los que se mudan la camisa todos los días. Sin embargo, hubo por acá tentativas de reválida, que no colaron. Ya ves que soy franco. Hasta que llegó la restauración y volvimos con ella a nuestros destinos todos los leales.

-Conformes, hasta en eso de la lealtad; pero entre la proclamación de la República y el estampido de Sagunto pasó tiempo sobrado para que te dieras una vuelta por tus lares.

-¿A qué, Manolito de mi alma? ¡Me iba tan bien por ahí afuera! Eso sí: todos los días me despertaba con los mejores propósitos. «Hay que volver a la patria, a la querida patria», me decía yo muy a menudo; «al suelo nativo», que dicen los cultos. Pero ¡buena estaba la querida patria entonces para que volvieran a su regazo hijos de tan blando corazón como yo!... Porque tú no puedes figurarte lo que a mí me afligen estas inacabables desventuras de nuestra hidalga tierra, «la tierra proverbial de los caballeros», como siguen afirmando los españoles seriamente cultos. Por otra parte, la familia no me tiraba gran cosa que digamos... Bien sabes tú la vida que traía mi ilustre padre. Mis hermanas estaban casadas, y mi hermano Ramiro gastando el último soplo de vida en endosar honradamente sus deudas a sus colaterales, y en despabilar a la última de las mujeres que a tal extremo le habían llevado en lo mejor de la vida.

Añade a todo esto que, al largarse de España don Amadeo, triunfaba yo de las esquiveces de una princesa polaca que había conocido en París, ¡obra magistral de la naturaleza... y del arte! Tuve que volver con ella a la gran capital, al «cerebro de Europa». Allí, tres meses de invernada. Después fuimos a Florencia, y a Roma, y a Berlín... y a los quintos infiernos... y hasta que nos cansamos de viajar juntos, y nos separamos. Buena ocasión aquella para tornar a los patrios lares, con un poco de ánimo para ello; pero ocurrió entonces lo de la austriaca...

-¿Cuál de la austriaca?

-Ciertos disgustos pasajeros con un... magyar de guardarropía; tres meses de largos viajes con ella..., y así sucesivamente, hasta la restauración.

-¿Con la misma austriaca?

-Y con otras... por el estilo.

-¡Gran vida!

-Pero muy cara, créelo. Me ha derretido un costado y la mitad del otro. Ahora me doy al ahorro, haciendo la vida del hombre bueno. Vivo, hasta nuevo traslado, en Viena, como un tudesco ejemplar; ya ves, hasta me resuelvo a tornar a la patria querida con una licencia de dos meses... y el propósito de que me asciendan a primer secretario... Et voi-là tout. Y ahora que conoces mi historia, venga algo de la tuya. Te casaste, ¿verdad?

-¡Uffff!...

-Y ¿qué es de tu mujer?

-Por ahí anda.

-Poco entusiasmado te veo.

-Todo lo que cabe en justicia... No congeniamos..., como era de esperar. Ella tenía sus resabios de casta, y yo los míos; y como no me gusta incomodarme, poco a poco y con cierta diplomacia nos fuimos restituyendo mutuamente la querida libertad, hasta hacer cada uno la vida que más le agrada.

-¿Tienes hijos?

-Sí, tuve... dos o tres: tres fijamente.

-Es decir, ¿que se te han muerto?

-No he dicho tal: viven los ángeles de Dios, pero con su madre.

-¿Luego no hacéis vida común?

-Hasta cierto punto: bajo el mismo techo, pero con distintas horas y diferentes costumbres. Quise decirte que los chicos están al cuidado de su madre y sin apego maldito a mí.

-Y eso ¿no te produce celos de padre amoroso?

-¿Para qué ni por qué? Antes, me alegro de ello, porque me exime de toda responsabilidad en lo que ha de suceder mañana.

-¿Qué temes que suceda mañana?

-No temo, sino que doy por hecho que esos pedacitos de mi corazón, de todas maneras han de salir unos perdidos, como tú y como yo. No puede dar otra cosa el terreno...

-Oye un instante; ese que entra, ¿no es, Monteoscuro?

-El mismo señor duque.

-Y ¿qué se hace ahora?

-Lo de costumbre: gastarse las rentas alegremente. En este momento histórico se las chupa una ribeteadora, que de seguro da en todo quince y raya a tus princesas, por hermosas, elegantes y despilfarradoras que puedan ser. Últimamente le ha sacado a tenazas un chateau en Bélgica. Es una sanguijuela que se pasa de fina.

-¿Y su mujer?

-Pues su mujer acepta heroicamente las situaciones como se las presentan, y le venga como el diablo le da a entender. Lo peor para ella es que se va envejeciendo demasiado, y esta fatal circunstancia le dobla las dificultades, porque carga sobre la infeliz la mayor parte del trabajo.

-Y a propósito de estas cosas, ¿qué ha sido de nuestro contemporáneo Sierra-Calva?

-¡Valiente estúpido!

-Lo fue siempre, bien me acuerdo.

-Pues así acabó.

-¿Ha muerto?

-Valiérale más. Se casó, siendo una criatura, con una huérfana insípida, educada entre monjas.

-Me acuerdo también de ello... Decían que era muy rica.

-Y lo decían con razón. ¡Pues esa fue la madre del borrego! Un casamiento de conveniencia... para él, que ya tenía una mina de oro solamente en lo heredado de su padre. Al año de casado murió su madre. Otro platal a la hucha. Nunca podrás formarte idea de las barbaridades a que se entregó al verse dueño de tanto dinero y de una mujer que no sabía más que rezar y afligirse por los desenfrenos de su marido..., porque fue un cerdo, créeme; un glotón soez de todos los vicios. Tuvo, a los dos años, un hijo medio podrido, que no vivió más que el tiempo necesario para heredar a su madre. Pues hoy Sierra-Calva no tiene que comer si no se lo prestan los amigos.

-Pero ¿en qué lo ha gastado tan pronto?

-Ya te lo he dicho: en barbaridades, en mujeres de desecho, en mamarrachadas de habanero cursi, en francachelas con toreros de invierno y chulas de la peor especie..., en todo lo más bajo y soez que puedas imaginarte... y en jugar. Aquí, aquí, solamente aquí, en este augusto templo que hemos erigido los varones de la sangre azul para dar culto a ciertas nobles necesidades de nuestras refinadas costumbres, le limpiaron un caudal.

-Según eso, ¿continúa en la casa la afición?

-Y para continuar. Aquí no se hace otra cosa, y se despluma en un credo al lucero del alba. No sé qué demonio de escoba misteriosa hay en estos ámbitos para el dinero. En cuanto entras en ellos con guita, te la barren, a pocos deseos que traigas de probar fortuna. Créete que, en buena ley, esto debía arder por los cuatro costados.

-¿Por qué lo frecuentas, si tan malo te parece?

-Porque no sé otra cosa; porque somos así todos los que aquí venimos.

-¡Ay, Manolo! Todavía no sabéis vivir en España los hombres del «gran mundo»; tomáis ciertas cosas demasiado a pechos, y hay en vosotros exceso de rutina.

-Te equivocas; nosotros sabríamos vivir al pelo, como los más listos de allá fuera; lo que hay es que nos falta teatro para tantos vicios como tenemos. Esto es poco y angosto todavía; y si has de moverte dentro de ello, tienes que pasar cien veces por un mismo sitio y codearte a cada paso con unas mismas personas.

-Dime otra cosa...: debe de haber mucha gente tronada de la nuestra, con ese vivir en perpetuo despilfarro, sin apego a ninguna ocupación seria...

¡«Mucha gente tronada»!... Toda la que bulle y anda en el ajo de nuestras aventuras; y si hay alguna excepción entre ella, es por un milagro de Dios. Aquí todo el mundo gasta mucho más de lo que puede. Y ¡ay del que se quede rezagado por cansancio, o por deseo de no ser tan mentecato en esta puja de locas disipaciones! Le arrollan..., o le silban, que es peor. Y es natural, ¡qué diablo! Quien debía dar la nota dulce y armónica en este desconcierto de malas pasiones, es la mujer; y bien sabes tú qué agallas tiene la nuestra. Por eso ya no hay familia sino entre las gentes obscuras y de poco más o menos.

-A propósito de hembras denodadas y valerosas: estando yo en Bruselas, en comisión del servicio, llegó allí Sagrario Miralta. No hacía dos años aún que se había casado. ¡Qué moza, Manolo! ¡Y qué intención... y qué arte!... En ocho días no dejó un flamenco en su sano juicio. Casi hubo que echarla de allí por obra de caridad y cuestión de orden público No acabó de confesármelo ella; pero me consta que se llevó la palma de sus preferencias un potentado y hermosísimo albanés, con zaragitelles y todo. Iba (no el albanés, sino Sagrario) acompañada de su marido, que volvía de Spá. ¡Cómo estaba el infeliz! Había que cogerle con tenazas. ¿A quién demonios se le ocurre unir a julio con febrero? Ese casamiento no debía valer. Fortuna que Gonzalo parecía entonces bien provisto de correa para llevar en santa calma todo lo que acontecía. ¿Qué es de ellos?

-Sagrario, como decía el otro, sigue continuando; y si me apuras un poco, más hermosa que cuando tú la viste en Bruselas, a pesar de los años que van corridos; y en cuanto a Gonzalo, hace ya larga fecha que tuvo la buena ocurrencia de morirse.

-¡Se murió!...

-Después de inficionar a Archena y de beberse medio Panticosa. Nada le alcanzó. Pues figúrate lo que será su mujer, viuda, libre, rica y casi jamona, sabiendo lo que era de casada.

-¿Sigue dando juego?... ¿Se crece al castigo, como decís los aficionados?

-¡Horrores, Paco..., verdaderos horrores!

-¿Y su amiga Leticia?

-Viuda también, y tal para cual. Sólo que ésta, con ser tan voraz y antojadiza como la otra, es más discreta y disimulada.

-¿Y de qué murió su marido?

-De un balazo.

- ¡Demonio!

-Y por la espalda. Nada más merecido. Estuvo en el fregado del sesenta y seis, la cuartelada de San Gil, con el honrado intento de ganarse el tercer entorchado y la cartera de Guerra...; por de contado, detrás de la cortina, como siempre... y fuera de su casa y bien disfrazado. Después del fracaso de la intentona, y andando ya O'Donnell barriendo las calles de Madrid a metrallazos, no creyéndose bastante seguro en su escondite, salió en busca de otro, con su disfraz de carbonero; y en este viaje le alcanzó una peladilla y le tendió boca abajo. Por disposición testamentaria, hecha pocos días antes a ruegos de su mujer, hereda ésta su enorme fortuna; y no quiero decirte qué vida se estará dando con ella y con lo mucho que ya tenía propio. Pues con ser tanto en conjunto, aseguran que no le alcanza, ¡y que se mete en cada lío, y manipula cada enjuague!... También hay quien dice que es avara, y que lo de los apuros es un pretexto para disculpar los enjuagues y los líos, que ya son famosos en Madrid. ¡Vaya usted a averiguar lo cierto en ese arcano viviente con puntas de Mesalina!

-Leticia y Sagrario, las inseparables amigas, me traen el recuerdo de otra amiga de las dos, que me gustaba a mi mucho, por cierto:

Nica Montálvez, la hija del estúpido marqués...

-Reventó de vanidad en un banquete.

-¿Quién? ¿La hija?

-El padre.

-Ya lo sabía yo, con algo más que no me han explicado bien o se me ha olvidado. ¿Qué le pasó a la hija?

-Esa es una historia de fondos tan indecentes y criminales como las otras; pero menos antipática por lo que toca a la protagonista. Esta criatura fue de lo más honrado de la clase, dicho sea sin ofensa de nadie, y nació para buena, y aun creo que lo habría sido, a no caer entre un padre tonto y una madre sin educación y sin entrañas, y una caterva de pillos y de bribones. Era moza de talento y afamada de insensible con los hombres que la galanteaban. Por lo menos, tenía el buen gusto de reírse de todos ellos sin hacer maldito el caso de ninguno. Sospecho que tú puedes certificar, por la parte que te alcanzó...

-Certificó.

-Hasta que dio con un mozo que le pareció muy otra cosa que todos los demás, y se rompió el hielo. El mozo era Pepe Guzmán. Otra prueba de su buen gusto. Cuando más en punto estaba el idilio, se presentó el traidor de la comedia: un banquero estúpido y feo y más ladrón que Brunelo, con dos avaricias insaciables: la del dinero y la de los blasones. Ambas cosas debían de abundar en casa de Nica Montálvez, sobre todo desde la muerte de su abuelo, un traficante muy listo que dejó al imbécil de su yerno una renta de cincuenta mil duros. El susodicho traidor, que aunque robaba al Estado por el ministerio de Hacienda, no lograba desembrollar la suya, porque lo que es obra del diablo no tiene compostura por ninguna parte, empezando por engolosinar al marqués en los negocios, para tantearle la bolsa (que estaba ya menos repleta de lo que el pícaro creía), acabó por deslumbrar a la marquesa metiéndole por los ojos cada diamante como un puño y cada leontina como un cable, y echando por la bocaza, a todas horas, espantos de millonadas. En seguida se alió con ella para que le ayudara a conquistar la mano de su hija. Y la conquistó al cabo, ¡pásmate! Pudo consistir en la fuerza del empuje de los dos aliados, en debilidad o terror de la víctima, o en encogimiento, por cálculo, de Pepe Guzmán... o en las tres cosas juntas; pero la verdad es que el banquero se salió con la suya, aunque un poco tarde, y aceptando unas condiciones, impuestas por la interesada, de padre y muy señor mío. Se celebró la boda fríamente y sin viaje de novios, y comenzaron las catástrofes. La marquesa, como si sólo aguardara a tener por yerno, a don Mauricio Ibáñez, se murió a los pocos días de ser su suegra. Entonces cayó el banquero sobre el caudal hereditario con ansias de buitre en ayunas, y vio y palpó que sólo quedaban ruinas de lo que él había soñado filón inagotable de onzas acuñadas. A todo esto, vivía como un extraño en casa de su mujer, la cual, con una premeditación que delataba el consejo y la ayuda de Guzmán, tomando por pretexto una de las impuestas condiciones y ciertos autógrafos del banquero, testimonios irrecusables de los enredos de éste con una pingona de tres al cuarto, al día siguiente al de la boda, es decir, a la primera y única noche de novios, «ahora -le dijo, con las pruebas del enredillo en la mano- hasta el valle de Josafat. Usted a un extremo de la casa y yo al otro, y como si nunca nos hubiéramos visto». Cuentan que el banquero pudo haber replicado algo muy contundente para la conciencia de Nica; pero, o no lo respondió, o no lo supo, o su mujer hizo muy poco caso de la réplica; porque el hecho es que la decisión de Nica se cumplió en todas sus partes. Nadie los vio juntos nunca. Cada cual tenía sus negocios y sus horas.

Entre tanto, Pepe Guzmán continuaba siendo amigo de la casa y visitándola de vez en cuando. ¡Y pásmate ahora otra vez!: a los ocho meses de casada, tuvo la hermosa Nica Montálvez una niña como unas perlas. Entonces andaba viajando Guzmán; y se cuenta que al volver a Madrid, teniendo ya la niña cerca de un año, en la primera visita que hizo Pepe a su amiga, le colocó ésta delante de un espejo y puso al lado de su cara la cara de la niña. Asómbrate ahora por tercera vez: las dos caras se parecían como un huevo grande a un huevo chico.

-Si el caso pide asombro, creo yo que el asombrado debió ser Guzmán.

-Pues aseguran que no se asombró cosa maldita.

-¡Y querías que me asombrara yo! Quien debió llegar hasta el éxtasis del asombro fue el padre.... quiero decir, el marido de la madre.

-Ese no podía asombrarse de nada desde que había aceptado las estupendas condiciones matrimoniales que le impuso la novia, y veía pagado el timo que pensó dar en aquella casa, con otro tan morrocotudo que le había dado a él la difunta marquesa. No solamente estaba su caudal mermado en lo más jugoso y medio en quiebra el resto, sino en manos de un administrador que se pasaba de listo y de aprovechado. De modo que no fueron de gran resistencia los puntales que pudo sacar de allí el banquero para sostener la balumba de sus trapisondas de agiotista. Por único consuelo se daba como un desesperado a la borrachera de su segunda ambición, y tenía la corona de marqués hasta en los faldones de la camisa; pero el afán de sostener este nuevo lustre de clase, así como su crédito en la Bolsa, le costaba enormes dispendios que le hundían en mayores abismos.

Así fue tirando hasta que triunfó la revolución de septiembre. Entonces sonó, o creyó él oír que sonaba muy recio, la trompeta de su mala fama; era cobarde, como todos los de su ralea; Madrid estaba sin gobierno y con todas las pasiones buenas y malas en mitad del arroyo; apoderose de él un pánico invencible, y de la noche a la mañana se escapó de aquí, dejando sus negocios en quiebra y hechos un bardal. A duras penas logró después su mujer salvar del concurso sus bienes dotales y cuanto en buena ley podía y debía salvar. Fue a parar a donde van todos los pícaros gordos que huyen de la justicia de su patria: a los Estados Unidos; y allí murió dos años después, de un torozón que le evitó ser linchado, y cuando comenzaba a recoger el fruto de una empresa que había fundado en compañía de otros dos estafadores a la alta escuela.

-¿De manera que también Nica Montálvez está viuda?

-También viuda y también muy guapa.

-¿Y continúa bajo la protección del amigo Guzmán?

-Protección... algo lejana, sí, porque hay motivos para ello. En esa mujer hay, indudablemente, un fondo honrado y decente; pero al cabo es hembra, hija de su madre y curada por ésta, aunque a la fuerza, de ciertos escrúpulos. Por de pronto, es manirrota para el dinero, y mayores son las ansias que siente de gastarlo, cuanto más negras las dificultades que la pinta Simón, el sempiterno mayordomo de la casa. Al principio andaba por ella Pepe Guzmán anticipándose delicadamente a las grandes crisis; pero llegó a parecerle un tantico pesada la delicadeza, y se dedicó a viajar más a menudo y más largamente que antes. Estas ausencias pusieron a Nica en gravísimos apuros en muy señaladas ocasiones. En Madrid... y en el mundo entero hay quien sabe explotar a maravilla esta clase de conflictos; y la marquesa de Montálvez, que estaba obligada a mirar por el patrimonio de su hija y sabía muy bien cuán cerca estaba de cero la temperatura amorosa de Guzmán, no teniendo para qué pararse en barras de menos con amigos y protectores que la habían enseñado a saltar sobre lo más, hizo alguna vez lo que tantas otras mujeres: dejarse explotar por los explotadores de conflictos económicos, lo más decorosamente posible; quiero decir, quitando la odiosidad de lo útil con el pretexto de lo agradable. ¿Me comprendes?

-¡Pues digo!... ¿Y estás seguro tú de que sean ciertas esas explotaciones... decorosas?

-Segurísimo; así como de que han sido muy contadas.

-¿Dónde está, pues, ese fondo «honrado y decente, que la concedías antes?

-Donde debe estar. Ponme una santa rodeada de perdidas y de bribones; persíganla sin tregua ni descanso con ejemplos y sofismas; denle el veneno hasta en el aire que respire.... y la misma santa caerá, cuanto más una criatura de la cepa de esa infeliz.

-Concedido... por un momento. ¿Lo sabe Pepe Guzmán?

-Lo sabe, y no se extraña de ello... ni debe extrañarse, puesto que él la preparó para esas caídas y para otras que lógicamente han de seguirlas, sin un milagro de Dios. Hasta ahora no es Nica Montálvez, en ese particular, una mujer viciosa; pero llegará a serlo, por educación, como sus amigas lo son y lo han sido por naturaleza. Lo que hace Guzmán es alejarse de ella cuanto puede, pero sin perderla de vista.

-¿Luego algo le queda todavía en el fondo del corazón?

-Por ella, nada absolutamente; pero le queda, a no dudar, por la niña.

-¿De modo que la niña vive aún?

Y es la criatura más angelical, de alma y de cuerpo, que pueda haber sobre la tierra..., y al mismo tiempo el mejor testimonio de que existe en su madre ese fondo de honradez en que no te atreves a creer tú. Cómo y lo que la marquesa quiere a esa niña; la escrupulosidad que pone en su incesante cuidado de que no manche sus alitas de ángel ni un átomo del polvo de las impurezas de aquella casa; de que tenga a su madre por la más amorosa y honrada de todas las madres, y de que no sepa cómo se vive en el mundo a que nació destinada, es imposible que puedas imaginártelo. Se necesita tener un alma de oro para sentir estas delicadezas en medio de tantos vicios... Y basta de crónica, amigo Paco, que ya me has hecho hablar en una hora mucho más de lo que he hablado en todo el año. Créete que me he hecho muy avaro de palabras, desde que he caído en la cuenta de que no las merecen la mayor parte de los hombres a quienes trato. ¡Dichoso tú si piensas todavía de otro modo!

Diciendo esto, se iba incorporando Casa-Vieja y levantándose de su asiento. En seguida pidió su abrigo.

-Ahora... -añadió perezosamente.

-¿A casita?-le interrumpió con socarronería su amigo.

-A terminar mi ronda, si no te opones. Después... el demonio dirá, si es que el demonio no tiene a mengua el meterse en nuestros fregados.

-Pues yo me quedo para ir a las tres y media al ministerio de Estado, donde me ha dado cita el ministro.

-Hasta la vista, entonces, y bien venido.

-Hasta la vista, Manolo, y bien hallado.




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- II -

Todos los informes dados por Manolo Casa-Vieja a su amigo Paco Ballesteros sobre lo ocurrido a los personajes de nuestro relato, desde que los despedimos en el último capítulo de la primera parte de él, eran la pura verdad. En los Apuntes autógrafos que me sirven de guía, constan también, aunque en otra forma menos interesante, por descolorida y difusa; razón por la cual, y por el sabroso aderezo que llevan en el diálogo de los dos amigos, le he reproducido al pie de la letra, con preferencia al otro texto, para llenar un requisito que había de llenarse más temprano o más tarde, y es bien que se haya llenado donde se llenó, porque esa luz de más tendremos para llegar más fácilmente a donde vamos...

Por de pronto, a casa de nuestra amiga la marquesa de Montálvez, que ya no es la indigesta, doliente y envejecida matrona de antes ni vive en el suntuoso principal de la calle de Alcalá, donde tantas veces penetramos el lector y yo: ahora se trata de su hija, la cual, si ha perdido mucho en frescura con el cambio de vida y el roce de los años, ha ganado otros atractivos no menos poderosos con la vigorosa acentuación de sus formas, que ha modificado su belleza, pero sin destruirla, y vive en la calle del Barquillo, desde la fuga del banquero, en otro principal bastante más barato y más pequeño, o mejor dicho, bastante menos caro y menos grande que el de la calle de Alcalá. No hay dentro de aquél el lujo llamativo y hasta charro que hubo dentro de éste; pero, en cambio, hay mayor elegancia y mejor gusto, sin que falte nada de cuanto debe haber, así en cantidad como en estilo, en la morada de una mujer de los vuelos de nuestra heroína.

La cual ha vuelto a adquirir la expresión risueña, el mirar malicioso y el picante gracejo de sus mejores días, señales evidentes de que su espíritu ha recobrado también la serenidad y el vigoroso temple que pasajeras vicisitudes le habían hecho perder; y es la verdad, así como lo es también que esta reconstitución moral irradia sobre el físico de la marquesa ciertas luces de estival hermosura, que justifican bien el elogio que de ella nos hizo Manolo Casa-Vieja; es, en suma, y como diría un distinguido barbián del Sport-Club, «una gran mujer que comienza a ajamonarse, pero sin el menor síntoma de embastecerse».

Aunque con menos estruendo que en la calle de Alcalá, vivía en grande en la del Barquillo. Se quedaba en casa una vez por semana, y otras dos comían con ella algunos amigos. Más de tarde en tarde, y alternando con las de Sagrario y de Leticia, espléndidas soirées en sus salones; turnos en el Real y días de moda en otros teatros, como en tiempos de su madre; y viajes de verano, como entonces, aunque con mayor libertad y mejor aprovechado todo; completa y bien adiestrada servidumbre, dos carruajes serios (landó y berlina) y uno de fantasía, con dos troncos de media sangre; y a este tenor la mesa y el arreo. Un dato que el lector apreciará como mejor le parezca: conserva a su servicio la misma doncella que dormía en el cuarto contiguo a su tocador, en la casa de la calle de Alcalá, aquella noche que se menciona en el último párrafo de la primera parte de esta verídica historia.

En opinión de su mayordomo, tampoco el presupuesto de gastos de la marquesa cabía en el de sus ingresos, aunque los primeros estuvieran reducidos a menos de la mitad de los del tiempo de su padre, porque también habían disminuido los segundos en más de otro tanto; pero o se era o no se era una gran dama de las principalísimas de la corte, o se vivía o no se vivía a la altura de las demás congéneres; pues adelante con los gastos, que ni siquiera era de buen tono eso de apurarse por dinero una mujer de su clase y de su estampa. Además, ella no sabía otra cosa. Eso la habían enseñado, en eso había nacido y en eso tenía que morir. Mirar por la hacienda de vez en cuando; sondar sus llagas, y hasta ver por dónde se la puede hincar el diente sin producir otras nuevas ni enconar las antiguas, menos mal, y eso ya lo hacía ella por la cuenta que le tenía; pero reducirse, pero obscurecerse, pero arrumbarse cuando era viuda, cuando era libre, a lo mejor de la vida, cuando su estrella, cuando su sino o el mismo Lucifer encarnado en las gentes que debieron defenderla y ampararla, la habían arrancado del fondo de su alma, con horribles dolores, el sentimiento del bien, la noción de lo justo y de lo honrado, la conciencia entera..., hasta la idea de Dios, ¡qué locura! En último caso, por donde fueran otras, iría ella; y lo que otras hicieran, lo haría ella también. Todo menos detenerse.

Tal era la conducta, tales eran los pensamientos y tales los propósitos de la mujer mundana (en el mejor sentido del vocablo). Ahora vengan aquí todos los fisiólogos de la tierra, y hasta esos otros señores que han dado de poco acá en la flor de empeñarse en convencernos de que los que matan y los que roban, todos los criminales, en fin, son unos pobres locos irresponsables ante las leyes divinas y humanas, porque loco es igualmente el vate que crea y canta, y hasta, por la regla, lo soy yo también mientras me entretengo en emborronar estas hojas; vengan aquí, repito, los unos y los otros señores, y díganme, en presencia del ejemplar exhibido, cómo pueden en una sola pieza una mujer de su temple y una madre como la que a ver vamos.

Ya nos dijo Manolo Casa-Vieja que era de admirar «cómo y lo que quería» a su hija la marquesa de Montálvez; y era de admirar, en efecto. Desde que la vio en el mundo, desde que la tuvo en sus brazos, su primer pensamiento fue el que asaltaría a un infeliz menesteroso metido hasta la cintura en una charca infecta, y a quien le cayera de pronto entre las manos el pan de toda su vida, en un tesoro envuelto en armiños: «Señor, ¿en dónde pondré yo esto para que ni se corrompa ni se me manche?» Ese fue el pensamiento de la marquesa entonces, y ese continuó siendo después a todas horas y todos los días; porque la charca de sus aprensiones no tenía límites, y más se ensanchaba a sus ojos cuanto más andaba por ella y más iba creciendo su hija. ¿Dónde ponerla para que no se la corrompieran o se la mancharan? Y miraba con espanto a su propio hogar, que le parecía lo más cenagoso y lo más profundo de la charca; y todo se le ocurría, menos el fácil recurso de cerrar sus puertas a la peste de afuera, purificarse ella misma arrojando de su cerebro la podredumbre de sus ideas y trocarlas por otras más dignas de aquel purísimo sentimiento que la naturaleza había infundida en su corazón.

Y este es el fenómeno que yo sometería al examen de los susodichos señores, tan dados a compaginar contrasentidos y desembrollar monstruosidades.

En cuanto la niña comenzó a dar claras señales de que ya alboreaba en los limbos de su cabecita la luz de la inteligencia, su misma madre, trayendo a la memoria lo que casi tenía olvidado por desuso, o adquiriéndolo con prolijos afanes donde lo había, la enseñaba a rezar las primeras oraciones que balbuce la infancia en los crepúsculos del sueño, iluminada la mente candorosa con la visión plácida y celeste de la Virgen Purísima y del Ángel de la Guarda. No fiándose de nadie, y mucho menos de su doncella, a costa de imponderables indagaciones y pesquisas adquirió una niñera por el estilo de la que ella había tenido, y a esta niñera encomendó el cuidado incesante de su hija. Ambas habían de vivir en casa, apartadas de todo trato y comercio con la servidumbre de ella, y de todo roce con el ceremonial mundano que en ella se seguía. Y es de advertir que cuando de tarde en tarde visitaba Pepe Guzmán a la marquesa, lejos de tachar por extremado aquel celo de la madre, se le estimulaba con preguntas y advertencias que no suelen hacer los hombres corridos, por el bien del primer rapazuelo con quien topan. También se preocupaba mucho el despreocupado galán con los lodazales y las charcas.

-Es cosa peregrina -le dijo la marquesa en una de estas ocasiones- ver al lobo pidiendo que se encierren las ovejas.

-Pues ya ves que se dan casos -respondió Guzmán.

-Sí, en casos de hartura..., como el de un lobo que yo conozco.

-Lo cual no es exacto.... y bien lo sabes tú.

-Séalo o no, siempre será para mí muy de lamentar que no le tocara a la madre tan buen consejero como el que le ha caído en suerte a la hija.

-Pues mira, y a propósito de buenos consejos: no dejes de sacarla de aquí en cuanto tenga edad para ello. Tienes la casa demasiado llena de lobos..., empezando por ti, para que pueda vivir en ella sin dar con alguno esa inocente corderilla. Créeme: estos aires no son los mejores para hacer sangre honrada a los niños.

-¡Ah, si yo pudiera hacer correr los años a mi gusto!

-Pero en tu mano está purificar los aires, que es lo mismo.

-¡Tunante!

-¿Por qué me lo llamas?

-Porque lo eres..., con algo más que no quiero llamarte ahora, porque te lo está llamando la conciencia con mejor derecho.

-¡Injusta! Y ahora, en castigo de tus durezas, mándala venir para que yo la dé un beso.

-¿De lobo?

-Corriente; pero con el corazón entre los labios.

-¡Que no pudiera acabar yo de aborrecerte!

Y vino la niña. Luz se llamaba, y jamás hubo nombre mejor colocado. Todo era luz en aquella criatura: un rayo de sol de primavera sobre un vaso de cristal lleno de rosas y azucenas; luz de las glorias de Murillo, henchidas de ángeles con cabelleras de oro y blancas alitas transparentes; luz irradiaban sus ojos azules; luz sus mejillas nacaradas; luz sus rizadas guedejas rubias; luz los húmedos corales de sus labios sonrientes; luz las mutiladas palabras de su fresca boca; luz el argentino timbre de su voz infantil; y una aureola de luz del amanecer de un día de mayo era la indescriptible expresión de angélica inocencia, de dulce ingenuidad que resultaba del conjunto de todas las perfecciones de aquella cabeza, colocada sobre un cuerpecito que parecía delineado por las hadas de los cuentos orientales.

Guzmán se quedó extático delante de la hermosa criatura: devorábala con los ojos como si no se atreviera a tocarla. Al fin, la tomó en sus brazos; separó después los dorados rizos que caían sobre su frente, y estampó en ella un beso en que debió tomar el corazón mayor parte que los labios, por lo que fue de sonoro, de apretado... y de repetido. Después pidió a Luz que le besara a él; y Luz, buscando lo más despejado de barbas en la mejilla más cercana a su boca, besó allí una, dos y hasta tres veces, y hasta mil hubiera besado sin satisfacer todavía el deseo del cortesano Guzmán, que más que de ello tenía entonces, por su cara dulzona y zarandeando la niña en el aire, de padrazo ramplón del vulgo pedestre. Por último, lejos de soltar a Luz, corrió a ponerse con ella delante de un espejo. La marquesa, que sin decir una palabra, aunque expresando un libro entero con los ojos, había estado muy atenta a la escena de los besos, en cuanto vio lo que estaba haciendo Guzmán, le quitó la niña de sus brazos; llamó a la niñera y se la entregó para que la sacara de allí. Tanto miedo tenía a una imprudencia de su amigo.

Cuando estuvo a solas con él, le dijo:

-De lo que tú buscabas en el espejo, va quedando ya muy poco, y me alegro.

-Te equivocas también en eso: queda todo lo que cabe entre lo divino y lo humano, entre el cielo y la tierra. ¡Qué criatura, Nica! Dios debe de habértela dado, o para tu gloria, o para tu castigo. Cuida de elegir a tiempo y lo mejor.

-¡Miren el diablo metido a fraile!

-Hasta en el diablo cabe un buen consejo.

-¡Pregúntamelo a mí, consejero diabólico! Pero cuando a mí me tuesten por ese pecado, ¿qué será de tu pellejo?

-Dime tú, entre tanto, ¿por qué te alegrabas de que fuera borrándose aquella supuesta semejanza?

-Porque en cuanto desaparezca del todo, me será más fácil aborrecerte.

-Y ¿por qué deseas aborrecerme?

-Porque es de necesidad que yo te aborrezca.

-No será por el estorbo que te hago.

-Pero sobra con el daño que me has hecho.

-Es mayor el beneficio que me debes, si sabes utilizarle. Con que, en buena justicia, no puedes aborrecerme, aunque llegues a olvidarme.

-¡Eso sí que no es tan fácil, embustero, como lo ha sido para ti!

-¡Ojalá tuvieras razón!

-Pero no será el milagro obra mía.

-Y en este ejemplo, ¿qué más da el tronco que la rama? Todo es árbol.

No solían profundizar mucho más que esto las breves conversaciones entre la marquesa y Guzmán, en las pocas visitas que éste la hacía. Jamás le había dirigido ella un cargo serio y formal, con tantos motivos como tenía para hacérsele, ni él la había dado las menores señales de estar arrepentido, ni de creerse culpable siquiera: al principio, por entereza y altivez de la una, y por malicias y conveniencias del otro; después, porque caídas las cosas del lado a que se habían inclinado entonces, ¡y caídas tan abajo!, el uno y la otra tenían grandes motivos para no volver los ojos hacia atrás, y frescura sobrada para tratar el caso medio en broma, cuando el caso llegaba por si sólo a clavárseles en la lengua.

Es muy difícil de presumir qué conducta hubiera seguido Guzmán con la marquesa si, al verse ésta viuda y libre, se hubiera contenido en los límites que parecían trazarle sus honrados antecedentes, aquel amor nobilísimo y extremado que sentía por su hija, y el sentimiento que la movía a defenderla de la peste de su propia casa. Pero está fuera de duda que sus desatinados vuelos por el ancho espacio de su recién adquirida libertad, y aquellas «muy contadas», pero nuevas fragilidades de que hablaba Casa-Vieja a su amigo Ballesteros, desencantaron de tal modo a Guzmán, que sin el vínculo (también mencionado por el displicente orador del Sport-Club) que le dejaba ligado por el corazón a la marquesa, hubiera llegado muy pronto hasta olvidarse de ella.

Por eso se trataban en la tessitura que hemos visto. Quizás quedaba en ella mayor cantidad de chispas de aquel fuego sacro de otros tiempos, que en él, en quien sólo había un puñado de cenizas calientes; pero en los dos era el mismo el propósito de no intimar gran cosa en el trato, no solamente porque así convenía a los fines pudibundos de la madre en cuanto se relacionaba con la hija, sino por recíproco impulso de las respectivas conciencias, a cual más remordida y desencantada. Guzmán iba allí a lo que hemos visto, y nada más; y eso porque sentía en su alma cierto extraño apetito que no se calmaba sino con aquel sencillo manjar, que él pagaba, no siéndole permitidos mayores lujos, con los más caros y caprichosos juguetes que hallaba en Madrid o en cualquiera parte del mundo por donde anduviera.

Tomando pretexto del ardiente amor de la marquesa a su hija, solía en ocasión oportuna extender sus discretas advertencias al capítulo de los gastos ruinosos.

-Eres una manirrota -la decía-, como toda tu casta, y vas a dejar a tu hija en la miseria, después de quererla tanto, o te falta juicio, o te sobra amor. Elige.

-Me falta juicio -respondió la marquesa.

-Pues recóbrale.

-Que me le devuelva quien me enseñó a perderle. No te canses en predicarme, porque por donde quiera que tomes el punto, estás desautorizado para ello.

-Déjate de cuchufletas, y atente a lo que te importa. El gastar más de lo que se tiene, obliga a malvender lo que queda..., y algo más que no se recobra con nada. Yo no tengo derecho para aconsejarte que te pongas a ración, porque de lo tuyo gastas; pero sí para recomendarte que no te dejes robar de usureros y de cómplices suyos, que quizás comen de tu pan. Esto se consigue siempre que se quiere.

Respondía ella que todo se arreglaría del mejor modo posible; y con otra cuchufleta, más o menos punzante para su amigo, daba por terminada su conversación con él.

-Entretanto, iba creciendo la niña, y con ello los sobresaltos de la madre; porque, a mayor inteligencia, correspondían mayores riesgos en aquel semillero de peligros. A Sagrario y a Leticia las temía de lumbre; y cada vez que una de ellas sentaba a Luz sobre sus rodillas para besarla, resonaban los besos en sus oídos como el chapoteo de las ondas cenagosas, y hasta veía la tersa y pura frente de la niña salpicada del fango de la charca.

Cuando Luz llegó a tener siete años, su madre no pudo esperar más. ¡Eran tan precoces la inteligencia y el juicio en aquella criatura! Había que decidirse a sacarla de casa. ¿A dónde? Bien pensado lo tenía ella. A un colegio..., que no fuera colegio precisamente, donde se la guardaran, por de pronto, durante el día, y la enseñaran lo que ella dispusiera, más por entretenimiento que por cultivo; donde hallara un cariño y unos cuidados y unas compañías que sustituyeran, en todo lo posible, el amor y el amparo de su madre, y, sobre todo, donde no corriera los riesgos que la amenazaban en su propio hogar.

Pero ¿querría la niña? ¿Podría, aunque quisiera, aclimatarse a aquel extraño modo de vivir?

Por de pronto, quiso, sin revelar esfuerzos de voluntad ni violencias del espíritu; y buscando entonces su madre con perseverancia, halló cuanto creía necesitar, y bien cerca de su casa. Parecíale que se quedaba sin corazón cuando llegó la hora de salir de ella con su hija, por más que sólo debían estar separadas, por algún tiempo, durante el día; pero no era esto lo que la apenaba, sino la idea de lo extraño, de lo desconocido para la pobre Luz, que jamás había volado fuera del nido materno sin la sombra y el amparo de las alas de su madre. Y ¿qué valía este sacrificio comparado con los que tendría que hacer después? ¡Adelante, y con los ojos cerrados, que para otras empresas mayores y más negras los había cerrado también!

Todo cuanto tenía que prevenir y encarecer sobre el carácter y necesidades de la educanda, se lo había prevenido y encarecido ya cien veces a la señora bajo cuya dirección, amparo y vigilancia iba a ponerse Luz. Pues todavía, después de entregársela, la llamó aparte para decirla una vez más:

-No me la atosiguen, no la atareen demasiado. Pocos libros, poca gramática por ahora..., es mejor el Catecismo, pero bien explicado..., hasta que conozca a Dios, al verdadero Dios, al Dios de los pobres; al Dios que los riñe, los castiga y los premia según sus leyes inmortales, que no se mudan ni se corrompen como las leyes del Dios de ciertos personajes. Que no sepa aquí en qué mundo ha nacido, ni cómo es ese mundo, ni qué vida hacen las gentes en él. Búsquenla para amigas y compañeras las niñas más humildes de nacimiento y de carácter; no para que ella se crezca a su lado, sino para que sufra el contagio de sus pensamientos y de sus obras, hasta que las imite y las iguale. Todo lo demás lo hará ella por sí sola, porque es incapaz de obra mala ni de torpe pensamiento... Pero puede morirse... ¡Dios misericordioso, lo que me duele hasta suponerlo!..., o, cuando menos, puede enfermar, si su naturaleza de ángel no encuentra aquí lo que necesita para vivir risueña... Pues bien: el jugo, el rocío de esa azucena, es el amor, el cariño siquiera. ¡Que no le falte un solo momento!

Y cariño y amor tuvo Luz en aquella casa, y vida tan acomodada a sus inclinaciones, y amistades y compañías tan de su gusto, perfectamente ajustado a los deseos de la marquesa, que, mucho antes de lo que ésta pensaba, logró que se quedara en el colegio como educanda interna. Ella la visitaba casi todos los días, y eran muy contados los en que la sacaba para comer en casa, pero solas las dos a la mesa.

Cuando Luz vivía a su lado, tenía que llevarla consigo en sus viajes de veraneo, por no saber dónde dejarla más segura. Pero esta atadura cortaba sus vuelos de peregrina elegante, y dejaba su paladar de cortesana a media miel. Ahora sería muy distinto el caso. Con el seguro refugio de su hija, era ella más libre para ese y otros menesteres de su vida; y mañana, cuando Luz necesitara otro refugio más lejano y por largo tiempo, lo sería más aún.

Apunto estas reflexiones, porque son las primeras que la marquesa se hizo en cuanto dejó de padecer con el recelo de que su hija no llegara a aclimatarse a la vida de colegiala. Cotéjense estos pensamientos de madre cariñosa con aquellos otros de mujer desjuiciada; considérese que son dos eslabones gemelos de una misma cadena de ideas, y vuelvan a venir aquí los fisiólogos de marras para apuntar este nuevo fenómeno en su libro de curiosidades psicológicas.

Y como lo pensó lo hizo la marquesa durante los tres años, bien corridos, que pasó su hija en aquel colegio de Madrid. Recorrió medio mundo, sin más trabas ni cortapisas que las instintivas repugnancias de su naturaleza, que no era del temple de la de Sagrario.

En sus últimas excursiones a Francia había buscado mucho, y hallado al fin, en una de sus ciudades, más nombradas, otro refugio donde guardar su tesoro por largo tiempo, cuando le sacara del escondite de Madrid.

Esta ocasión se iba acercando por instantes. Luz había cumplido ya los diez años, y necesitaba completar su educación... y alejarse mucho de su casa, hasta que, determinado y bien definido su carácter, y en completo desarrollo su inteligencia, cultivada en sano terreno, hallara en sí misma la posible fortaleza para luchar contra el enemigo que la aguardaba en el mundo de su madre. Porque ésta, lejos de curarse de sus aprensiones, cada día las agrandaba en su imaginación. En Luz, por raro y singular capricho de la naturaleza, se iban desenvolviendo a un mismo tiempo las bellezas del cuerpo y las del alma: todo crecía en ella con prodigioso equilibrio, sin descomponerse ni desfigurarse. La marquesa no podía considerarlo sin admiración, pero tampoco sin miedo. ¿Hasta dónde podía llegar aquella criatura? ¡Qué flor, y en qué terreno!

Acordada hasta la fecha del viaje con la niña a Francia, la marquesa, por una sucesión de pensamientos muy lógica, volvió su consideración al estado de su hacienda. Había que resolverse a mirar por ella con mayor detenimiento que hasta allí. Las advertencias de Guzmán sobre este caso le parecían muy atendibles. Hablaría con él y se acomodaría a sus dictámenes.

Llegada muy pronto esta ocasión, Guzmán insistió en que el mayordomo sempiterno era la mayor sanguijuela que había en casa.

-¿Cómo se explican entonces sus resistencias a proporcionarme extraordinarios cuando se los pido?

-Creyendo que esas resistencias son la capa con que se encubre para hacer su juego a mansalva. Ponderando mucho las dificultades, se justifican las innecesarias hipotecas, que han sido vuestra ruina y la de todos los perdularios. Para obtener cuatro en el momento, se hipoteca una cosa que vale doce o diez y seis. Llega el vencimiento; no hay con qué pagar lo prestado (lo cual sucede siempre que quieren los mayordomos, con la disculpa de los dispendios de sus señores), y se vende la hipoteca al desbarate. Esto es lo que se buscaba. Ya tiene el prestamista una finquita que vale doce o diez y seis, por poco más de cuatro; la cual finquita se distribuye después, en partes proporcionales, entre el que preparó el negocio y el que le remató; es decir, entre el mayordomo y el usurero...; más claro: entre Simón y su cómplice.

-Pero se le descubrirla el juego hecho así, por la prenda misma.

-No hay tal. Simón tomará su parte en dinero, para invertirlo en lo que mejor le parezca... Por eso es hoy más rico que tú.

-Pero un ladrón, si eso fuera cierto.

-¡Psch!; no sé yo hasta qué punto obliga a serlo la ocasión en que se le está poniendo en esta casa tantos Años hace. Sea lo que fuere, y ya que no te resignas a no gastar más que tus rentas, ni te sea fácil desprenderte por ahora de ese hombre, a cuya mano estás hecha, es indispensable, ante todo, que sepas lo que tienes y lo que debes; y después, que cuando necesites dinero, te le dé un prestamista honrado, entendiéndote con él directamente y con la garantía de tu crédito.

-¿Y hay prestamistas honrados?

-Pocos, y yo conozco uno de ellos.

-Pues venga ese.

Guzmán sacó de su cartera una tarjeta; escribió con lápiz al respaldo de ella el nombre y las señas del domicilio del sujeto, y se la entregó a su amiga, diciéndola:

-Ahí está.

La marquesa leyó: «Don Santiago Núñez. Imperial, 15, 2º, derecha». Después dijo a su amigo:

-Está bien. Pues ahora voy a comenzar... por el principio. Las cosas, o hacerlas bien, o no hacerlas.

Y mandó llamar a Simón.

Se marchó Guzmán, y entró a muy poco rato el mayordomo.




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- III -

Así estaban las cosas, con un pasito más que luego conoceremos, al invitar yo en los comienzos del capítulo precedente al lector amable y pío, a que me acompañara al nuevo domicilio de la marquesa de Montálvez. Reprodúzcole aquí la invitación; y puesto que no la desaira, vamos adentro con todas las cortesías y comedimientos del caso.

Hela aquí, bien iluminada por la luz directa de la calle, aunque templada por la interposición de vidrieras y cortinajes entreabiertos, en el instante de atravesar el saloncillo que separa su gabinete de la elegante pieza que le sirve de despacho. A ver si hay castellana de leyenda que mejor arrastre la fimbria de su vestido; ni que con más lindo ni mejor calzado pie hunda más gallardamente el espeso vellón de una alfombra; ni cuerpo en que mejor caiga una bata de paño de seda gris con encajes de Bruselas; ni curvas de más valiente trazo para lucir las hechuras de una prenda semejante; ni cabeza más airosa sobre cuello mejor colocado.

El despacho era una monada, por lo pequeño y lo primoroso. Parecía el interior del estuche de una joya. Oro, blanco, rosa y azul. No había más colores allí. Azul y oro, en el tapizado de las paredes; oro y blanco, en los muebles de menuda talla, estilo Luis XVI, y rosa, blanco y azul, en alfombras y colgaduras.

En la penumbra del cortinón medio recogido de la puerta de escape hacia el interior de la casa, aguardaba una persona, a la cual mandó entrar la marquesa un momento después de sentarse en el precioso sillón de su mesa de escribir. La persona que aguardaba en la penumbra del cortinón, manoseando suavemente un rollo de papeles, era Simón, que no se dobló en dos mitades al acercarse a su señora, como se doblaba al ponerse delante del difunto marqués, ni se notaron en su cara ni en su voz los reflejos y las inflexiones de entonces. Los tiempos habían cambiado y las circunstancias también; y lo que halagaba mucho ciertas debilidades del padre, no lo aceptaba, por instintivas resistencias, la hija. Simón lo sabía sin que nadie se lo hubiera dicho, y lo había tomado muy en cuenta para ajustar su conducta a los nuevos gustos. En lo demás, el mayordomo, fuera de las canas que habían acabado de blanquearle la cabeza, y cierto sello de contrariedad mal disimulada que se pintaba en su fisonomía, era el hombre de siempre, hasta con la misma ropa.

-La señora marquesa -dijo con voz segura, pero mansa y reverentemente, cuando se le autorizó para hablar- está servida en el encargo que se dignó encomendarme antes de ayer.

En esto, desarrollaba los papeles que traía en la mano, y volvía a arrollarlos en sentido inverso para que perdieran el vicio: eran unos cuantos pliegos en folio, metidos bajo una carpeta bien rotulada. En seguida puso el cuadernillo en manos de su señora.

-¿Está aquí todo lo que yo he pedido? -preguntó la marquesa volviendo la primera hoja.

-Todo -respondió el mayordomo, inclinando el busto sobre el papel y apuntando a la página con la diestra, medio extendido el brazo, siempre a cierta distancia respetuosa-. En el primer pliego hallará la señora marquesa la lista de todas las propiedades y valores de su pertenencia. (La marquesa volvió otra hoja.) En el segundo papel consta, por separado, cuáles de esas propiedades están libres y cuáles no, y qué gravamen pesa sobre cada una de las que no lo están. (Otra hoja vuelta por la señora.) En el tercer pliego verá la señora marquesa un estado comprensivo de la situación actual de los bienes libres, en producto, con algunas observaciones para la debida inteligencia. (Nueva hoja vuelta por la marquesa.) En el folio siguiente está bien especificado, y partida por partida, el número de cargas que pesan sobre los bienes hipotecados, su importe anual y vencimiento de la correspondiente hipoteca. (La marquesa volvió el quinto folio.) Y, por último, en la hoja restante, una sencilla comparación de lo que se debe, con los productos líquidos de lo que hay; y al pie, la diferencia a favor de la señora marquesa. Ajustándome a su expreso mandato, lo he puesto así, cosa por cosa y en papel separado cada una. Me alegraré de haber acertado.

-En efecto -dijo la marquesa-, está todo como yo lo mandé. Puede ocurrir hacer uso de algo de ello, y no hay necesidad de que nadie se entere de lo restante...¡qué tiene que ver! En substancia, y sin meterme ahora a sondar estas llagas de mi hacienda, que ya se hará también, resulta de este triste expediente que mis rentas hoy, reales y efectivas, no pasan de... doscientos sesenta...

-De trece mil duros mal contados -interrumpió Simón, sabiendo que el duro era la unidad monetaria que usaba la marquesa en sus cálculos y libramientos.

-¿Y con esta miseria hay que vivir y recobrar lo hipotecado, si no me resigno a perderlo?

-Es seguro, por triste que parezca.

-¡Bien se ha robado en esta casa, Simón, desde la muerte de mi pobre abuelo!

Simón aguantó esta acometida al pecho, con la imperturbabilidad de un soldado ruso; y como si el golpe nada tuviera que ver con él, dijo a su señora compungiendo bastante la voz:

-¡Cuántas veces previne al difunto señor marqués y a la también ya difunta señora marquesa, que cierto sistema de gastos llevaba los caudales a las manos de los usureros, y que caer en estas manos era punto menos que caer en una lumbre!... Después, quisiera yo que recordara la señora lo que costó la irremediable desgracia de su igualmente finado esposo: allí quedó mucho entre los escombros, y casi otro tanto en poder de la justicia, que no deja de ser fuerte de manos para agarrarse al dinero. También espero de la señora marquesa el favor de no haber olvidado algunas indicaciones que oportunamente me he atrevido a hacerla, en cumplimiento de mi honrado deber... De modo, y salvo el merecido respeto, que a este caudal todos han sido a rozarle (valga la comparación, si no ofende) y nadie a reponerle; y así, como sabe muy bien la señora marquesa, hasta las peñas se acaban.

La marquesa miraba de hito en hito a Simón mientras éste iba hablando; pero en Simón caían aquellas miradas, que no eran de miel, como chispas de pedernal en un montón de nieve. En seguida le dijo:

-Insisto en que se ha robado mucho en esta casa; mucho más de lo que se ha gastado en ella..., y hasta sé cómo se ha robado...

-Perdone la señora marquesa que, como administrador...

-El administrador, para cumplir con su deber, no ha hecho bastante con administrar... a su modo, sino que ha debido impedir que otros roben a sus amos..., a los que le daban de comer..., a los que le han hecho rico..., más rico que yo.

-¡Señora!...

-Lo dicho, señor administrador..., y dejemos aquí este punto escabroso, por ahora; que, entre los dos, no es a mí a quien más conviene que no pase adelante la porfía.

-Siempre acatando humildemente los mandatos de mis señores y dueños; pero, salvo el respetable parecer de la señora marquesa, quisiera yo..., me atrevería yo, mejor dicho, a suplicarla que se dignara tener en cuenta que cuando a un hombre, ya encanecido, le abonan treinta y ocho años, bien largos, de incesantes, aunque modestos servicios en una sola casa como me abonan a mí, se puede disculpar..., creo que es de necesidad y de justicia, que este hombre se muestre lastimado de cualquier expresión...

-¿Le han dolido a usted algunas de las mías?

-Si la señora marquesa me lo permite, le responderé que sí.

-Pues me alegro; y si el dolor es tal que no puede resistirle sin el remedio que pretende y yo no le he de proporcionar, queda usted libre, desde este instante, de ponerse en situación más independiente y segura. ¿Me comprende usted?

-Paréceme que he penetrado la idea; y por lo mismo, quiero decir, por el alcance que tiene, me atrevo a recelar que es la señora marquesa la que no me ha comprendido a mí... No quise llegar tan allá...

-Pues como si hubiera querido, o para cuando llegue..., y sin llegar, valga lo dicho, téngalo en cuenta y acabemos.

-Ordene la señora marquesa..., menos que se despoje a este viejo edificio de sus hiedras.

-¡También sentimental y culto! Pues me gusta la imagen, vea usted; aunque yo quizás la hubiera presentado al revés, por parecerme así más verdadera... Abreviando, señor administrador: lo que ordeno es que desde mañana, desde hoy mismo, no ha de haber en mi casa otro dueño de mi hacienda que yo. Usted continuará administrándola como hasta aquí, pero nada más que administrándola. ¿Comprende usted lo que esto quiere decir? Las cuentas, bien justificadas, cada tres meses; y para lo restante, quiero decir, para lo imprevisto, para lo extraordinario que pueda ocurrir, yo sola y como mejor me parezca.

-¡Oh!, si treinta años hace se hubiera tomado en esta casa tan sabia determinación, ¡qué ahorro de sinsabores para el leal administrador!

-¡Y qué ahorros para mí!... Pero ya no tiene remedio, y más vale tarde que nunca. A otra cosa. ¿Qué dinero tiene usted disponible?

-¿Para cuándo?

-Para dentro de seis u ocho días.

-Lo más indispensable para los gastos ordinarios de la señora marquesa..., si alcanza.

-Está bien. ¿Queda usted enterado de todo cuanto le he advertido?

-Perfectamente, señora marquesa.

-Pues hemos concluido.

Y con esto y un ademán muy expresivo, hizo entender al sensible mayordomo que estaba de más allí. El cual mayordomo salió del despacho por la puerta de escape, casi andando hacia atrás, y sin que a la vista más sutil le fuera posible leer en su cara enjuta la impresión que le habían causado más adentro las palabras Y la determinación de su ama y señora.

Ésta, en cuanto se quedó sola, escribió una carta en un papel muy majo, muy recortadito en forma apaisada, muy perfumado y con la correspondiente corona por membrete; la metió en un sobre por el estilo, cerrole y copió en él lo mismo que había escrito con lápiz Pepe Guzmán dos días antes al dorso de su tarjeta. Llamó y acudió en seguida un criadito muy guapo y muy bien embutido en su media librea. Le entregó la carta y le dijo:

-Inmediatamente... y que aguardo la respuesta.

Que tardó una hora larga en llegar; porque el señor don Santiago Núñez estaba con un ataque reumático hacía una semana, y, aunque ya se levantaba, no podía salir a la calle: gracias que arrastrando, arrastrando, lograba llegar desde el dormitorio a su despacho. La rodilla, la pícara rodilla derecha, que no acababa de jugar los goznes como la otra, tenía toda la culpa. Pero si la señora marquesa tenía algún asunto apremiante que tratar con él, allí le encontraría a su disposición, a todas las horas del día y de la noche, la persona a quien la misma señora marquesa tuviera la dignación de encomendar el encargo..., porque él se creería muy honrado y satisfecho en servir a la señora marquesa, que tan recomendada le había sido por el señor de Guzmán... Y todo esto y todo aquello y algo más, se creyó obligado don Santiago Núñez a decírselo a la señora marquesa, y se lo dijo en una carta escrita a pulso y con reglero..., porque «a todo señor, todo honor».

Y la marquesa, aunque algo contrariada por la noticia, sin apurarse gran cosa por la dificultad, arrojó la carta sobre el escritorio; volvió a llamar, acudió el mismo criadito de antes, y le dijo levantándose:

-La berlina en seguida.

Mientras se la preparaban, volvió a su gabinete y llamó a su doncella para que la vistiera para salir.




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- IV -

El era nativo de la provincia de Burgos, no se sabe a ciencia cierta si de Huermecos o de Castrojeriz, duda que importa bien poco en esta historia que vamos relatando; no tenía su padre, labrador honrado a carta cabal, muchos bienes, y sólo pudo darle larga escuela en la mejor del pueblo, y una tintura de segundas letras por mano de un clérigo que no sabía mucho más. El chico no era un lince, pero tampoco lo contrario; y como no pecaba de robusto, y lo aprendido hasta allí era demasiado para un labrador y muy poco para buscarse la vida con ello, se adoptó en consejo de familia un término prudente entre los dos extremos, contando con la natural condición placentera y bondadosa del muchacho y con algunas buenas amistades de su padre. En fin, que se logró colocarle de mozo de mostrador en una droguería de Madrid, con poco sueldo por entonces, pero bien hospedado y mantenido en la propia casa de su dueño.

Allí, con su buen carácter, mucha paciencia y grande aplicación, fue haciéndose lugar y acrecentando su peculio, gastando menos según iba ganando más; hasta que a los quince años de droguero y a los veintiocho de edad, creyéndose bastante rico y por otros motivos que se sabrán, su amo le cedió la droguería con unas condiciones que, sin dejar de ser buenas para el cedente, eran un filón de plata para el ahorrativo e inteligente castellano.

Entonces fue cuando éste se casó con Ramona Pacheco. Nada mejor acordado ni más merecido. Era como la cosecha sazonada de una larga labor de honrados pensamientos. Ramona Pacheco era una sobrina lejana que su principal había recogido huérfana y casi niña, y hembra bien singular ciertamente. No era fea, y lo parecía; era más joven que Santiago, el droguerillo, y representaba diez años más que él; estaba bien metida en carnes, y aparentaba lo contrario; tenía excelente corazón y el alma en su correspondiente almario, y parecía una estatua de pedernal. Y todo consistía en que era de una rigidez, de una tenacidad de pensamientos y propósitos, y de una casta de moral tan extremadas y enteras, que la iban llevando poco a poco toda la vida hacia adentro; y allí la guardaba como el avaro su tesoro, y, también como el avaro, sospechaba de todo lo que en torno suyo se movía. Por eso su cara, más que reflejo de lo mucho y excelente que había detrás de ella, era simplemente una losa puesta de intento allí para taparlo, con dos ametralladoras por ojos para defenderlo, y una boca que sólo se abría para dar el abasto de la metralla de los ojos. Y éstos eran negros y bien rasgados, y la boca muy bonita.

Ocurría, además, que Ramona tenía una afición desesperada a hacer media, y sólo haciendo media se entretenía, en cuanto no quedaba en la casa un suelo que bruñir, ni un átomo de polvo sobre un mueble, ni un trasto fuera de su sitio, ni un descosido sin coser, ni cosa alguna que trajinar, para los cuales menesteres era una pólvora por la actividad y un asombro por la limpieza. En estas ocasiones era algo más expresiva de palabra y de gesto; pero con los muebles y las ropas y los cachivaches de la cocina, porque no quedaban a su gusto, o porque se lucía en algo de ello su trabajo, o pensando en la criada, o en el amo, o en el otro, que, a su juicio, rompían o manchaban. Para hacer media se sentaba junto a las cortinillas de las vidrieras del balcón, en una silla baja, tiesa, muy tiesa, y con la mirada fija en el tejemaneje de las manos, que parecían un argadillo. Así se pasaba horas enteras, si no tenía otra cosa más precisa en que ocuparse. Que la hablaran entonces, que la preguntaran por algo que estuviera cerca de ella; que entrara o que saliera alguien: una mirada rápida hacia el objeto o hacia la persona, y vuelta a clavarla en el incesante moverse de las agujas, y lo menos posible de palabras para responder.

Es indudable que este hábito de trabajar así, de abstraerse en la contemplación de su obra, de mirarla incesantemente, con la cabeza erguida y los ojos bajos, acentuó en gran manera la natural rigidez de su continente.

Era preciso vivir mucho tiempo a su lado para convencerse de que no era fea ni mala ni insoportable; y averiguado esto, se iba cayendo poco a poco en la cuenta de que era todo lo contrario, y hasta una alhaja para mujer de un marido de pocas necesidades intelectuales y mucho apego a la vida honrada y laboriosa de puertas adentro. Y esto le pasó a Santiago cuando ya le cabían en la mollera pensamientos de cierto linaje. El primer paso le costó lo indecible; pero le dio como un valiente, y se conformó con que Ramona tomara en cuenta la insinuación sin mostrarse agraviada. Pero le advirtió que no insistiera mientras ella no lo autorizara de algún modo bien explícito. Tres años pasó Santiago sin saber a qué atenerse y temiendo siempre lo peor. Yo creo que todo ese tiempo necesitó Ramona para estudiar a fondo las malicias de Santiago y el terreno a que éste pretendía conducirla. Un día le dijo que continuara hablándole de aquello de que había comenzado a hablarla. ¡Como si hubiera sido la víspera! Y Santiago, que, «por casualidad», no pensaba en otra cosa, tomó el punto donde le había dejado entonces, y continuó hablando de ello, con cuantas amplificaciones y distingos le parecieron del caso y bien acomodados a la rectitud y santidad de sus miras. Fue bien recibida la instancia, y hasta bien hablada la respuesta; súpolo el tío de Ramona, gustole el intento de su pretendiente, y aun le hizo saber que su sobrina contaba con una buena dote que le daría él, lo cual no desagradó a Santiago, hasta por lo mismo que lo ignoraba; y con la sola condición de que éste, y «por el bien parecer», cambiara de domicilio hasta que el casamiento se efectuara, quedó arreglado y convenido para muy luego. Hay razones para creer que la idea de este suceso movió al viejo droguero a traspasar a Santiago su droguería mucho antes de lo que tenía pensado; tanto más, cuanto que se sabe que su dependiente apuntó cierto escrúpulo que tenía de casarse sin estar arraigado completamente a su gusto, con la advertencia de que esto del arraigo no lo estimaba él en una riqueza, que no merecía, sino que algo como..., verbigracia: una droguería bien montada que fuera de su propiedad absoluta, para lo cual no daban sus ahorros por entonces.

Celebrado el casamiento y hecho en regla el traspaso de la droguería, el viejo droguero cedió hasta la habitación a sus sobrinos, y se largó a su tierra, en la Rioja, a disfrutar las primeras vacaciones que había logrado en su vida, perfectamente libre y descuidado. Si no le engañaba el pensamiento, por allá se quedaría hasta dejar los huesos en el terruño nativo; si le engañaba, volvería a Madrid cuando mejor le pareciera, o gastaría en ir y venir el poco tiempo que le restaba de vida.

Pocas veces se ha casado una mujer con menos conocimiento práctico del mundo que Ramona Pacheco. Cuando era niña, en su pueblo (el mismo de su tío), ya estaba cansada de saber que la gente de Madrid se componía de políticos relajados, de generales facinerosos, de señoronas perdidas, de señoras a medio perder, de vividores sin vergüenza y de un populacho soez, asesino y ladrón. Y fue a caer en Madrid sin haber echado de su meollo una sola de estas ideas. ¡Ella, que era creyente a puño cerrado, honesta y honrada hasta la manía, y testaruda y tenaz en sus obras y pensamientos, por carácter y por educación! Mandarla pisar las calles de la corte, era, en su concepto, como decirla: «Métete en esa leonera; arrójate en esa lumbre». Se necesitaron heroicos esfuerzos de su tío y de las personas a quienes éste encomendó la ardua tarea de educarla hasta donde fuera posible, para que afinara, nada más que para que afinara, aquellas sus escabrosas ideas. Llegó a conceder excepciones: la posibilidad de algo bueno entre tantísimo malo; pero ¡fuera usted a sacar la anguila del saco de culebras! Y escondía la mano por horror instintivo; quiero decir que, sin una indispensable necesidad, no ponía los pies en la calle. En tal estado de experiencia se casó.

Y comenzó a tener hijos. Y tuvo el segundo y perdió el primero; y tuvo el tercero y perdió el segundo, y así sucesivamente hasta el octavo. Esto acabó de agriar su carácter, la acartonó sin tiempo y empalideció sus carnes hasta la lividez; quiso templar sus amarguras maternales con algún entretenimiento que se las distrajera, y se encenagó en el vicio de hacer calceta. Llegó a hacer una cada día, sin faltar a sus deberes de mujer hacendosa; y esta gran manifestación de su genio calcetero, casi casi la envaneció. Se le había cansado mucho la vista con los disgustos y las tareas, y también había perdido la mitad del pelo, por lo cual usaba anteojos mientras trabajaba, y cofia a todas las horas del día. Los anteojos eran de gruesa armadura blanca, con cristales redondos, y la cofia, de tul negro con cintas moradas. ¡Era cuanto había que ver doña Ramona haciendo media, desde que necesitaba anteojos y papalina!

Pero ni la pasión por la media, ni el orgullo de hacer una cada día, alcanzaron arrancarla de sus tristes meditaciones en el silencio y la soledad de su casa, y se atrevió a pretender de su marido que la pusieran una silla en un rincón de la droguería, detrás del mostrador y junto al atril que allí había para los apuntes provisionales (pues el escritorio estaba en la trastienda, con luces a un patio). Don Santiago se alegró de aquel atrevimiento de su mujer, y la dispuso el trono como para una reina; lo mejor que se pudo con lo que había a mano: una silla de Vitoria sobre un felpudo casi nuevo.

Y este trono ocupó doña Ramona desde el día siguiente; y allí la vieron con admiración los marchantes, rígido y empinado el cuerpo vestido de obscuro, casi negro; medio cubierta la cabeza con su cofia; las cejas enarcadas; los sombríos ojos clavados, por detrás de los cristales de las gafas, en las manos de piel lívida, como la de la cara; la calceta y las agujas entre los dedos, y sin otras señales de estar viva que el movimiento vertiginoso de las manos y tal cual mirada zurda que lanzaba por encima de los anteojos, bajando un poco la cabeza, cuando alguien entraba o salía, o mientras tiraba con la diestra del hilo que terminaba en un grueso ovillo que andaba rodando, tan pronto sobre el mostrador como encima del felpudo, o hecho una maraña entre las uñas de un gato, debajo de la silla. Doña Ramona la ocupaba todos los días, dos horas antes de comer y tres antes de cenar. En su casa se comía a la antigua española.

En esta salida, al cabo de veinticinco años de escondite, se puso doña Ramona, por primera vez en su vida, en contacto y roce con el mundo. El mundo eran para ella las gentes que pasaban por la calle, las que entraban en la tienda, y el rumor que se oía más a lo lejos, como bramido de ondas agitadas que arrojaban aquellas espumas hasta allí. Todo era el mismo mar, agua de la misma fuente. No había olvidado las advertencias de su tío y de sus maestros; pero, sin agravio de ellas, bien podía suponer que cada marchante fuera un pillo, y un ladrón disfrazado cada transeúnte. ¿Traían en la frente alguna señal que demostrara lo contrario? Pues, en la duda, cara de perro a todo bicho viviente.

En poco tiempo, y aunque parecía que en nada se fijaba, llegó a ponerse al corriente de aquel laberinto de cajones rotulados, a hacer el oído a los enrevesados términos del ramo, y a conocer cada droga por su nombre y con sus precios. Entonces, cuando la concurrencia era mucha y no alcanzaba la gente de mostrador adentro a servirla al punto, se alzaba ella poco a poco de su silla y despachaba también, con una mano sobre lo pedido, como garra de león sobre la carne palpitante, cuando hay quien le mire, y en la otra la calceta, hasta que veía en el mostrador, y bien contado con los ojos, el dinero que valía la droga aprisionada. Si después de verla el parroquiano la quería más cara o más barata, o prefería otra equivalente más de su gusto, hasta dos veces lo llevaba doña Ramona con paciencia, pero a la tercera, recogiendo la droga que nunca había soltado por completo de su diestra, contestaba secamente y volviendo la espalda: «No lo hay», aunque estuviera llena de ello la droguería. Algún comprador erudito la puso por entonces la Esfinge, y con este mote se quedó en el barrio.

Al contrario de su mujer era don Santiago. Éste se pasaba el día dando vueltas por la tienda, tan pronto dentro como fuera del mostrador, poniéndose y poniendo a sus dependientes en incesante comercio de gustos y de palabras con los compradores, a la mitad de los cuales tuteaba: a los unos, porque los conocía, y a los otros, porque debía conocerlos al cabo de tantos años de vender allí. Era un pobre hombre, bueno como el pan, campechano y complaciente hasta lo inverosímil. Tenía sus penas allá dentro, como su mujer; pero mejores lentes para observar los sucesos de la vida.

Doña Ramona tuvo el noveno hijo; y como tampoco falló la costumbre esta vez, en seguida perdió el octavo. Y todavía llega a tener el décimo; y también la acechaba entonces la suerte negra, y le mató el noveno. Este golpe dejó a la pobre señora para no llevar otro sin sucumbir. Era mujer de gran espíritu y arraigada fe. Dios le daba los hijos y Dios se los quitaba. Disponía de lo suyo. Pero su naturaleza era de carne mortal, y sus hijos pedazos de sus entrañas, y tenía que dolerle mucho allí cuando se las desgarraban fibra a fibra. Dios no pedía cuentas de estas tribulaciones a sus criaturas.

Desde aquellos días se entenebrecieron más sus ideas sobre las gentes y las cosas del mundo, y le parecieron lo más abominable de él las mujeres casadas de más alegre y más lujosa vida. ¿No habrían perdido tres hijos..., dos, cuando menos; uno siquiera? Pues ¿dónde estaban las señales de su pesadumbre? No podían ser buenas madres las que olvidaban a sus hijos muertos. Y con esto y con aquellas alucinaciones que nunca logró echar por completo de su cabeza, acabó por cobrar aborrecimiento a las señoronas sin haber visto una sola en todos los días de su vida.

Mientras tanto, había muerto también el ex droguero; y con lo mucho que les dejó, lo que representaba la droguería y lo que en ella habían ganado los sobrinos del difunto, al perder el hijo noveno eran ricos, pero muy ricos.

-Y ¿para qué?-exclamaba el pobre don Santiago, devorándose las lágrimas y paseando maquinalmente alrededor de su cuarto, con las manos en los bolsillos del pantalón, y el gorro de panilla azul caído sobre el entrecejo.

-Sí..., ¿para qué? -repetía desde su silla con voz de sepulcro doña Ramona, que, si ya no se llamara la Esfinge, hubiera habido que llamárselo desde entonces, al verla tiesa, pálida, inmóvil y misteriosa, clavada en su asiento como escultura egipcia en su pedestal.

El marido y la mujer miraban ya con desaliento las prosperidades de la tienda, que parecían una burla de su desgracia. ¡Tanto dinero para un hijo solo..., contando con que Dios no se le llevara también! ¡Y aquella casa, tan triste y tan llena de cadáveres; con aquel olor a drogas, que ya les parecía el tufo de la muerte, el olor de los cadáveres de sus hijos insepultos! Al cabo tomaron aversión a la droguería y a la casa, y resolvieron abandonar ésta y hacer con aquélla lo que antes había hecho el viejo droguero: traspasarla a un buen dependiente, que no faltaba tampoco entonces. El resto del pingüe capital estaba bien colocado en fincas y valores sanos. Quedaba un pico flotante, y ese le aprovecharía don Santiago para ciertos negocios sencillos que le entretuvieran sin atarearle; verbigracia, descuentos de pagarés con buenas firmas, y algún préstamo sin usura ni abuso que se le pareciera. Porque a don Santiago se le harían las horas eternas con un hijo solo y sin negocios que le preocuparan. No sabía otra cosa.

Quedaba también un bolsón bien repleto y que nunca se desocupaba, aunque se hacía mucho uso de él, a disposición exclusiva de la Esfinge, para sus obras de caridad, que eran muchas y muy ignoradas; pero yo sé que la merecían especiales preferencias las madres sin amparo y los hambrientos de levita, que son los dos aspectos más horribles de la miseria de las ciudades; y también me consta que ninguna dádiva estimaba en tanto la señora de don Santiago como la de un par de medias de las que ella hacía. ¡Cómo las ponderaba y se las encarecía al pobre a quien se las regalaba!, ¡ella, que sacaba del bolsón la mano llena y cerrada, para ignorar lo que valía la limosna! Porque en el bolsón andaba revuelta la plata con el oro.

Se hizo el traspaso de la droguería, y en seguida la mudanza de los trastos de la habitación a otra de la calle Imperial (15, segundo, derecha). Allí comenzó don Santiago Núñez a funcionar, por entretenimiento, en sus proyectadas especulaciones; y allí, en su propio despacho instaló la Esfinge su pedestal, para hacer media sin parar las manos, acompañar a su marido y distraerse un poco más, observando de reojo lo que en la estancia acontecía.

Así fue corriendo el tiempo, y, con él, calmándose la pesadumbre del marido y haciéndose la mujer a la carga de las suyas. Ya no había que contar con el undécimo retoño, y el décimo iba creciendo y esponjándose que daba gusto, y era bueno y listo y hermoso como si Dios se hubiera complacido en reunir en este solo hijo cuantas prendas simpáticas cabían dispersas en los anteriores. Este pensamiento, con el arraigo que tomaban todos en la mente de doña Ramona, fue un gran confortante para su espíritu.

Pero, en cambio, en la escuela del nuevo tráfico de su marido; con lo que allí observó; con lo que fue aprendiendo, con este indicio y aquella declaración terminante, sobre la índole de ciertos apuros y las causas productoras de ciertas necesidades en determinadas personas y jerarquías, ¡cómo le engordaron en el meollo las nunca desvanecidas ideas que tenía de las gentes de Madrid! Ya no podía negársele que había mujeres que derrochaban tesoros para vivir entre lujos y deshonestidades; «mujeronas empingorotadas» que escandalizaban al mundo y se burlaban de la ley de Dios; mujerzuelas de más abajo que arruinaban a sus maridos por el vicio de ser tan escandalosas y desarregladas como las de más arriba; hombres que perdían a una carta en un instante la hacienda de todos sus hijos..., ¡y casi siempre la bambolla y la lujuria, de más cerca o de más lejos, danzando en los enjuagues del dinero y en las angustias del plazo! Y esto en su casa, donde el interés no era rosca que asfixiaba al deudor; donde había prórrogas para los apuros, y eran los préstamos favores de amigo más que negocios de prestamista inexorable. ¡Qué no sucedería, qué llagas no se verían al descubierto en los antros de la usura, a donde se acude en los grandes ahogos, y se pactan, a trueque de salir de ellos, los mayores saqueos y pillajes? Y aquel hijo que ella tenía llegaría a ser un hombre, y a saber que era rico, muy rico, y tal vez a envanecerse, y de seguro a rozarse con la peste tramposa y desvergonzada que todo lo corrompía; y, sin embargo, no quería ella hacer de su hijo un ignorante droguero, porque valía para mucho más y debía serlo. ¡Qué pulso, qué tino, qué vigilancia había que tener con él para que el diablo no le conquistara!

Y como si viera al diablo en cada prójimo, había hecho un verdadero exorcismo de su cara.

Tenían serias y largas discusiones don Santiago y su mujer sobre el punto referente a la educación de su hijo. ¿Por dónde comenzarían para no equivocarse? Y después, le harían abogado, médico, ingeniero, cura, ministro, general, emperador..., pontífice?... Porque los alientos de los padres alcanzaban a todo eso, o poco menos, y los merecimientos que suponían en el hijo, a mucho más.

Por de pronto, le matricularon en San Isidro; y después, curso tras curso y con regular aplicación y bastante aprovechamiento, llegó el estudiante a las vísperas del bachillerato al cumplir los catorce años de edad. Tenía entonces su padre cincuenta y cinco, y su madre..., ¿quién era capaz de saberlo, ni para qué cansarse en averiguarlo? La Esfinge lo parecía ya de verdad; y cuando se llega a ese estado de petrificación y de dureza, se vive una eternidad, y no se cuenta por años, sino por siglos, como para los monumentos de los Faraones.

Hacia aquellas fechas (no las de los Faraones) fue cuando don Santiago Núñez escribió a la marquesa de Montálvez la carta cuya substancia conocemos.

Hablando del suceso largamente, llegó a decir la Esfinge:

-Otra nueva trapisonda tenemos. Basta con oler la carta para convencerse de ello, Todas esas mujeronas huelen a lo mismo.

Y don Santiago se reía como unas castañuelas, porque era así. Estaba embutido en su sillón, con la pierna derecha entrapajada por la rodilla y descansando sobre una banqueta.

Buena ocasión era esta para describir el físico del droguero, y en ese deber estaba yo, y a cumplir con él iba ahora mismo; pero me obligan a renunciar a esa tarea las mismas condiciones del sujeto: no hay por dónde tomarle para que resulte pintoresco, porque era la misma insignificancia el bueno de don Santiago Núñez.

Estando en aquellos comentarios ya largo rato hacía el matrimonio, hízose anunciar la marquesa; y poco después entró, llenando el despacho de fragancia, de crujidos de seda cara, y de esa luz especial que irradian, en las moradas tristes y descoloridas, las mujeres hermosas y elegantes.

La Esfinge no se movió de su pedestal ni dejó de hacer calceta; y sólo dio señales de vida para responder a la ceremoniosa cortesía de la marquesa con un gesto no difícil de traducir en palabras para los que estaban avezados a leer en aquel arranciado pergamino. El gesto quería decir:

-¡Pufff!... ¡Qué Peste!




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- V -

. . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Y como don Santiago no podía levantarse de su asiento sin gran trabajo, no hubo allí quien presentara una silla a la marquesa, la cual se sentó, muy campechana (porque afortunadamente era mujer de gran correa para esos lances), en la que, entre excusas y hasta cabriolas, le ofreció el aturdido reumático desde su potro de tortura.

-¡Oh, señora marquesa! -decía don Santiago, tambaleándose entre el escritorio y el sillón-: si yo hubiera sabido..., si pudiera presumir que esta casa había de ser honrada por usted y no por otra persona de su confianza, yo me habría prevenido, habría esperado, y en la sala, como es de...

-Gracias, gracias, señor de Núñez -respondía atajándole la gran dama, entre sonrisas picarescas-; no tiene usted por qué lamentarse: lo conozco todo; me pongo en todos los casos.

-La rodilla, señora, esta pícara rodilla que no me permite levantarme de pronto, ni andar sin muchísimas dificultades -añadía don Santiago, que todo le parecía débil para excusa de su falta-, y hasta la poca salud de mi esposa (y señalaba hacia ella), que también la impide...

-Nadie ha incurrido aquí en falta más que yo -repuso la marquesa, mirando tan pronto muy risueña hacia el reumático, como con asombro hacia su mujer, que no chistaba-; yo, que he venido a molestar a ustedes sin tener esos inconvenientes en cuenta...

-¡Molestarnos usted, señora marquesa! ¿Cuándo más honrados ni más...?

-Me parece -apuntó aquí la Esfinge con su voz de fantasma- que sin tanto cumplimiento nos entenderíamos mejor y mucho antes.

La marquesa cayó en un nuevo asombro al oír la voz de aquella estatua; y si hubiera sabido con qué mote se la conocía, quizás habría tomado la cosa más en serio, creyéndose transportada a los tiempos fabulosos.

-Tiene razón esta señora -atreviose a decir la dama, sin apartar sus ojos de ella-. Dejémonos de cumplidos y hablemos del asunto que me trae aquí.

-Estoy a las órdenes de la señora marquesa -dijo don Santiago Núñez haciendo una cortesía.

Pero la marquesa no empezaba a hablar, ni concluía de mirar a la Esfinge. Era indudable que la presencia de ésta la contrariaba tanto como la sorprendía.

Conociolo bien pronto doña Ramona, y enderezó a la otra estas palabras, acompañadas de dos saetazos por encima de sus anteojos:

-Yo no estorbo aquí, señora; téngalo usted entendido. Entre mi marido y yo, como no hay pecados, tampoco hay secretos. Somos un alma en dos cuerpos, por la gracia de Dios.

-Mil enhorabuenas -respondió la marquesa entre burlona y picada- por esa felicidad; pero crea usted que no era la cosa para tanto. Verá usted cómo, aunque pecadora, me atrevo a confesar aquí el motivo de mi visita, y sin escándalo de nadie.

Don Santiago estaba en ascuas con las crudezas de su mujer, y no sabía cómo disculparlas sin provocar otras más incisivas. Al mismo tiempo, la marquesa, desde que conocía a la Esfinge, ardía en curiosidad de saber de dónde procedían las intimidades de Guzmán con aquella singular familia; pues estaba segura de que a su amigo le sobraba siempre el dinero, y no podían ser necesidades de esta clase los motivos del conocimiento. Hizo en el acto, y como introducción a su particular negocio, la pregunta a don Santiago, y le respondió éste, alegrándose en el alma de que se distrajera por allí el otro tiroteo:

-¡Ah!, el Condesito, como yo le llamo..., porque aunque el conde es su tío, mucho más merece serlo él, hasta por la estampa: ¡guapo mozo! Pues la estimación con que nos honra el señor de Guzmán viene de lejos: nada menos que de su padre con mi principal y tío de mi señora, al cual hizo muchos y muy grandes favores en los tiempos en que comenzaba a vivir por su propia cuenta. Un hermano de nuestro tío había sido muchos años empleado en la casa de los señores de Guzmán..., y de aquí nació lo otro. No era ingrato el favorecido; sabía, además, hacer buen uso de los favores; y con todo ello, la estima del favorecedor llegó hasta una buena amistad, como entre iguales: vea usted, señora marquesa, ¡como entre iguales! Y esta buena amistad del padre la continuó el hijo, don José Celestino Guzmán, el actual Condesito. Como se quedó huérfano siendo un muchacho, y llegó a ser mozo independiente y libre con un caudalazo atroz, se aconsejaba muy a menudo de mi principal para la colocación de sobrantes y otros asuntos por este orden. Andaba yo muy cerca de ellos en esos casos; y como los dos me estimaban en más de lo que yo valía, obligábanme de vez en cuando a meter mi cuchara en la conversación. Tuve la suerte de acertar casi siempre; y ya lo mismo le daba a don Pepito Guzmán encontrarse en la droguería con el principal que con el dependiente, cuando de higos a brevas iba por allá con los motivos de costumbre. Retirose nuestro tío, y se murió bien pronto, y continué yo mereciendo todas las atenciones y hasta la amistad que él había merecido del señor de Guzmán. Muy de tarde en tarde nos vemos, porque son muy distintos los mundos por donde andamos, y él es ya hombre que no necesita para nada los consejos de nadie, y aun puede dárselos sobre todas las cosas a medio Madrid; pero nos honra con una buena amistad, que nosotros le pagamos como se debe. Anteayer me pasó una esquelita diciéndome que usted quizá me necesitaría para tratar de un asunto de intereses conmigo, y que procurara servirla lo mejor que pudiera y como si se tratara de él mismo. ¡Figúrese usted, señora marquesa, si aunque no sea más que por este solo motivo y sin contar lo que usted por sí propia se merece, estaré yo dispuesto a servirla en cuanto esté al alcance de mis posibles!

-¡Gracias mil, señor de Núñez -respondió en seguida la señorona, visiblemente complacida con el candoroso ofrecimiento de aquel pobre hombre, y acaso, acaso, y quizá más, con la espontánea recomendación de su amigo-. Y ahora, sin nuevas digresiones que nos distraigan y le roben a usted el tiempo y a su excelente señora la paciencia, allá va la historia en pocas palabras: Ha habido en mi familia un gran caudal; pero cuando llegó a mis manos ya no lo era tanto. Despilfarros y vicisitudes lo quisieron así. Poseo, sin embargo, lo suficiente para vivir con holgura en la esfera en que he nacido y me han educado; pero no tengo la virtud del ahorro ni otras virtudes que acrecientan los caudales. Antes, soy un poco abierta de mano, y no peco de previsora. Con estos defectos, no es de extrañar que algunas veces resulten desproporciones entre las salidas y los ingresos, como dicen ustedes los hombres de negocios. En estos casos, hay que resignarse al contratiempo o conjurarle de cualquier modo, si la necesidad lo exige. A mí me lo ha exigido varias veces, y siempre me han costado muy caros los conjuros; porque, según me afirman, no debí hacerlos nunca por intermediarios. Me he convencido de que esto es verdad, y estoy resuelta a cambiar de sistema, recorriendo esos trámites por mí misma cuando sean de necesidad. Por si llegaran a serlo de un momento a otro..., y antes de pasar más adelante, quiero advertirle a usted que le doy todos estos pormenores para anticiparme a sus deseos y evitarle el trabajo de inquirirlos, y porque sería una inocentada el empeño de esconderlos cuando no resulta desdoro en confesarlos.

El ex droguero escuchaba con la boca abierta a la hermosa y elegante dama, cuyos donaires y gracejo le tenían cautivo; mientras, la Esfinge la miraba de reojo y a hurtadillas, por no tener a mano lanzón de mayor fuerza para pasarla de parte a parte. La marquesa se enteraba de todo y se deleitaba grandemente con ello. Sin dar tiempo a que don Santiago apuntara las corteses rectificaciones que ya la sagaz interlocutora le había leído entre los labios, continuó así, tras una breve pausa:

-Por si llegara ese caso, repito, de un momento a otro, deseo y necesito saber, señor don Santiago, qué condiciones impone usted para un anticipo a las personas de reconocida responsabilidad, como yo; responsabilidad, se entiende, en inmuebles, como ustedes dicen también, y de cuya existencia, libre y desempeñada, se puede certificar cuando sea necesario.

Lanzó entonces la Esfinge una mirada de acero a su marido (que ya contaba con ella), como diciéndole: «Mucho ojo con esta víbora»; y respondió el buen hombre, después de prepararse mucho con algún carraspeo y tres cambios de postura en el sillón:

-Mire usted, señora marquesa: en primer lugar, yo no soy un prestamista... por oficio, ¿me entiende usted?... Corriente. Tengo un piquillo suelto que dedico a descuentos lícitos, quiero decir, sin explotar ahogos ni conflictos de nadie..., servicio por servicio, ni más ni menos. Que ocurre entretanto algo de lo que usted desea: me entero de la calidad del apuro; resulta honrado, puedo sacar de él a la persona; y a la buena de Dios y como entre caballeros, «toma lo que apeteces, y venga el resguardo», con las cláusulas que se establezcan y por un interés que no pasará del seis aunque me ahorquen. Que llega el vencimiento y no hay con qué recoger el testimonio de la deuda. ¿Hay razones que lo justifiquen? ¿El apuro es honrado también? Pues, señor, no he de llevar al pobre hombre a la cárcel, ni le he de malvender la hacienda para cobrarme. O hay buena fe, o no la hay. ¿La hay? Se da una prórroga de dos, de tres meses... o más, si se necesita. El hombre respira, y yo no me ahogo; él se beneficia, y yo no me perjudico. ¿No fuera pecado mortal obrar de otro modo? Pues, señor, lo que yo digo: si el dinero no ha de servir más que para irle amontonando, o para sacar la entraña a mi vecino, vaya a la porra ese metal, que nunca debe ser metralla para nadie. ¿Se va usted enterando, señora marquesa?

Aquí era la marquesa la cautivada, porque cautiva la tenía la noblota ingenuidad del hombrecillo. Juraría entonces que aquella era la primera vez que veía de cerca un corazón de oro. ¡Y en qué cuerpo le hallaba, y de qué retórica se servía!

-¡Siga usted, siga usted!-le dijo la marquesa radiente de curiosidad, y bien sabe Dios que sin pizca de interés por lo que personalmente le alcanzaba en el desusado prospecto de aquel singularísimo prestamista.

-En segundo lugar -continuó don Santiago-, yo no puedo establecer esas condiciones generales por que usted me pregunta, porque, como ya he tenido el honor de manifestarla, el capital que dedico a las operaciones de préstamos es de poca importancia, al paso que son incalculables las atenciones que necesitaría cubrir si no las limitara al tenor de los casos. De modo que según sea lo que se solicita y quien lo solicita, así lo doy o lo niego; y si lo doy, con arreglo a las bases que se establecen entonces de común acuerdo, y según las circunstancias, pero del seis no se pasa nunca, como también he tenido el honor de indicar antes; y esta es la única condición que puede estipularse de antemano.

Por lo demás, y si sólo se mirara el beneficio material, a sacar el redaño al prójimo, crea usted, señora marquesa, que no habría tenaza mejor que el oficio de prestamista sin entrañas. Me he convencido de ello con la experiencia de estas vecindades suyas. ¡Es un espanto lo que sabría usted si contaran estas cuatro paredes la mitad de lo que han visto y oído! Porque aquí se han llorado lástimas de todos los colores, y se han descubierto fregados que tumban de espaldas. ¡Y siempre por el lujo, por el juego y por todos los vicios más abominables! ¡Qué agonías tan congojosas y tan complicadas, y qué pasar por todo las infelices gentes, si yo hubiera sido capaz de aceptarlo por el ansia de recoger onzas de oro mañana, sembrando ochavos morunos de presente! Porque eso hace la usura con los desdichados que se ahogan en apuros. De algunos de ellos me he condolido; y por evitar que otros los robaran, casi me he dejado robar yo a ojos vistas. Pero a los más les he enviado enhoramala, porque no merecían caer en manos de un hombre de bien. Y ¡qué porte el suyo! ¡Qué caballeros tan de punta en blanco!... ¡Y qué señoronas de primer lustre! Y saldrán a la calle con un palmo de hocico y atropellando a la gente menuda, cuando ellos merecían un grillete, y ellas la Galera de Alcalá... Yo sé todas estas cosas al pormenor, porque la misma resistencia mía a servirlos los forzaba a exponer sus miserias sin disfraces, para moverme mejor. ¡A buena parte venían!

En la marquesa se notaban, durante esta parte del relato del buen Núñez, las mismas señales de curiosidad que durante la anterior, pero no tantas de complacencia; y quizás tenía algún parentesco con las causas de esta diferencia, el motivo que la obligó a interrumpir al relatante, aunque muy afable y risueña, en la siguiente forma:

-De manera que si no me precede a mí la recomendación de nuestro amigo el señor Guzmán, Dios sabe a qué presidio destina usted mis pretensiones, después de oír lo que con tanta franqueza le he declarado hace un instante.

Atarugose un poco don Santiago con la observación de la marquesa, y miró hacia su mujer, la cual le socorrió con una ojeada que quería significar: «¡Ahí le duele a la bribona!... ¡Duro en ella!» Por fortuna, no era tan áspero de veta el uno como la otra, y esto libró allí a la elegante dama de que la pusieran entre los dos para pelar. Lejos de ello, don Santiago, temiendo haberse corrido demasiado allá en sus palabras, y reparando por primera vez en que había, aunque remota, alguna semejanza entre los casos maldecidos por él y el caso de la marquesa, se apresuró a responder:

-Nada hay en el relato de usted, mi distinguida y respetable señora, que merezca esa pena tan dura. Gastar en ocasiones un poco más de lo que se puede, no es una virtud, ciertamente; pero tampoco un horror de esos horrores de que yo hablaba. Las cosas en su punto. Conviene distinguir, y es de justicia que se distinga. La recomendación del señor de Guzmán nos ha abreviado el camino, sin duda alguna; pero le aseguro a usted que sin ella hubiéramos llegado también al punto a donde desea llegar la señora marquesa, y le aguarda para recibir sus órdenes este su inútil servidor.

-Acepto de todo corazón la excusa, señor Núñez -respondió la dama con una sonrisa que confirmaba la sinceridad de lo que decía-, hasta como modelo de excusas corteses y delicadas...

La Esfinge cortó aquí los cumplidos con el espadón de su palabra de hierro, y lanzó a su marido otra ojeada con la que le pedía estrecha cuenta de aquellas sus debilidades. La marquesa se dio por entendida con un movimiento de cabeza dirigido a la mujer, tan lleno de donaire como de mala intención, y dijo, volviéndose hacia don Santiago, que estaba en ascuas con las genialidades de aquélla:

-¿Me permite usted que concretemos un poco más el punto de mis pretensiones para que nos entendamos mejor?

-Repito a la señora marquesa que estoy enteramente a sus órdenes.

-Figúrese usted que yo necesitara dentro de ocho días..., mañana..., hoy mismo, una cantidad determinada...

-¿Cuánto? Porque, como he tenido el honor de advertir hace un momento a la señora marquesa...

-Por lo mismo que no lo he olvidado, iba a fijar la cantidad cuanto usted me ha interrumpido. Pongámosla en números redondos: tres mil duros.

-Puedo con ellos, y los tendría usted.

-¿Garantías?

-La firma de la señora marquesa, y nada más, con el plazo que desee y el interés que ella marque, si le parece mucho el seis por ciento.

-¿Y si me viera yo precisada, más adelante, a acudir a usted con idéntico motivo que hoy?

-En ese caso, señora marquesa, sucedería, sobre poco más o menos, lo mismo que está sucediendo ahora.

-¿Y si continuaran mis visitas a esta casa por no cesar los motivos?

-Ya sabe la señora marquesa que, sin la enfermedad que me impide salir de aquí, la hubiera ahorrado yo la molestia de visitarme.

-Muchas gracias, señor Núñez; pero es igual para mi ejemplo que yo le visite a usted, o que usted me visite a mí.

-Concedido.

-¿Y bien?

-En castellano claro y por derecho, señora marquesa, pues creo haber penetrado la intención de usted al hacerme esas preguntas: yo no la he de malvender a usted jamás sus propiedades: en primer lugar, porque no la considero capaz de abusar de mi buena fe hasta el punto de arrastrarme a aquel extremo, y después, porque, aunque lo fuera, tampoco lo conseguiría.

-¿Por qué?

-Porque abusando, abusando... En fin, señora marquesa, ya he tenido el honor de manifestar a usted hasta dónde me interesan las necesidades del prójimo, y desde dónde comienzan a parecerme abominables, y cuál es mi modo de proceder en cada uno de los casos.

-Pues bien, señor Núñez -dijo entonces la dama con inequívoca lealtad-, he querido estirar el ejemplo hasta este límite, porque en eso mismo con que otra dama, por un falso pundonor, se ofendería, hallo yo un goce que jamás he saboreado.

-No me lo explico.

-Ni es fácil, porque entre ustedes, quiero decir, entre las gentes de su condición de usted, lo que yo he encontrado aquí no es un hallazgo.

-Si usted se explicara más, señora marquesa...

-No hay para qué, señor don Santiago. Yo me entiendo bien, y esto sobra para mí. Para usted, bástele la seguridad de que no he de encomendar a la justicia el trabajo de liquidar las cuentas entre ambos. Podré ser gastadora, pero no desagradecida.

La Esfinge la miró entonces con ojos de curiosidad. Parecía sentir temores de hallar algo bueno en aquella mujer. De pronto la preguntó:

-¿Ha perdido usted algún hijo?

Como si estas palabras fueran un rayo que la marquesa hubiera visto sobre la cabeza de Luz, contestó estremeciéndose toda:

-¡Ni Dios lo permita!

-Parece que duele ahí -repuso la Esfinge, bajando otra vez la mirada a su calceta-, y sólo con el supuesto. ¿Cómo será el dolor cuando los hijos se mueran de veras!

-¿Le ha sentido usted, a lo que veo? -se atrevió a decir la marquesa, medio aturdida bajo el peso de aquel inesperado incidente promovido por tan extraño ser.

-Nueve veces, señora -respondió tétrica, sepulcralmente, la Esfinge-; nueve... ¡nueve mil puñaladas! Para las últimas, no había en el corazón un sitio sin una herida ensangrentada.

Ya no le parecía a la marquesa tan fea ni tan extraña aquella mujer. La carga de tales y de tantos dolores lo justificaba todo a sus ojos. Volviolos de pronto a don Santiago, sin atreverse a hacer a ninguno de los dos un a pregunta que se le escapaba de los labios; y como si la hubiera leído allí, dijo el pobre hombre:

-Nos queda un hijo solo... Eso sí: vale, por bueno y por gallardo, los nueve que le han precedido, por mucho que éstos valieran; pero por lo mismo que es solo y vale tanto, ¡qué miedos tan horribles de perderle!

-O de que se pierda, ¿no es verdad?-añadió aquí la marquesa, con un vigor de acento y de mirada que sorprendieron a la Esfinge misma.

-¿Cuántos tiene usted?-la preguntó ésta.

-También uno solo... Una hija.

-Pues no eche usted en olvido -continuó la mujer sombría- que el honor de las hijas depende del buen ejemplo de las madres.

Don Santiago acudió rápidamente a suavizar el efecto que esta nueva aspereza de su terrible mujer pudiera haber causado (y causádole había muy hondo) en la marquesa, dando otro giro al diálogo.

-Pero aún es usted muy joven -expuso con la mejor de las intenciones y el más desastroso de los éxitos.

-Después de haberse casi solemnizado un contrato entre los dos, no debía usted ignorar que... soy viuda.

Esto tuvo que responder la dama, con iguales repugnancias que si descubriera con ello toda la urdimbre de aquel tejido de enormidades que se llamó su casamiento, con sus cenagosos y consiguientes antecedentes.

-¡Bestia de mí!-exclamó el sencillo burgalés, dándose con las dos manos en la frente-. ¡Pues no me había olvidado?... Perdone usted, señora marquesa, esta distracción, que, bien mirada, no es de extrañar. En oyendo hablar de hijos, ya está todo en mi cabeza patas arriba.

«¡Viuda y con ese pelaje y la vida que trae!...», dijo en sus adentros la Esfinge (que no había caído tampoco en lo olvidado por su marido, y no estaba tan obligada como él a recordarlo), y enviando el dicho a la marquesa en una mirada fulminante.

La marquesa había perdido el tino ya. No salía de un bochorno sin verse presa de otro mayor. Pensaba haber dado de improviso en la charca de sus pesadillas, y que aquel empecatado matrimonio se deleitaba en zambullirla en lo más hediondo de ella. Y era de admirar que el caso, con tanto como le dolía, no la indignaba contra nadie. ¿Por qué echar la culpa a quien no la tenía? La culpa estaba en ella, en ella sola, y el peso de esa culpa era lo que la turbaba y remordía. En aquel instante hubiera trocado su belleza, su juventud, sus galas y los encantos de su mundo, por la fealdad y la tristeza y la soledad de la Esfinge, si con todo esto le daba también el sosiego de su conciencia. Porque era una triste gracia que una señorona como ella lo pudiera todo, menos hablar de cosas tan triviales delante de un matrimonio de drogueros, sin caérsele la cara de vergüenza.

Por salir cuanto antes de esta mortificación, se levantó rápidamente de su asiento, y dijo con aire de querer echar el asunto hacia otra parte:

-Es harto triste esta materia, que a ustedes les trae muy amargos recuerdos y a mí muy negros temores. Dejémoslo aquí, si les parece; y pues que no me sobra el tiempo tampoco, tenga el señor don Santiago la bondad de decirme en qué quedamos de nuestro negocio.

-Pues en lo dicho, señora marquesa, si usted no dispone otras bases más a su gusto.

-Yo acepto cuantas usted estime por buenas y equitativas.

-Pues el día en que usted necesite el dinero, me pasa una esquelita por persona de su confianza, diciendo cuánto y por qué tiempo; le envío yo la suma en efectivo con el documento para que tenga usted la bondad de firmarle; me le devuelve después... y santas pascuas. No necesita usted incomodarse.

-Es usted un hombre incomparable, señor don Santiago; y yo nunca pagaré bastante a nuestro amigo el señor Guzmán el favor de habérmele dado a conocer.

-No haga la señora marquesa, a fuerza de elogios, que tenga yo que echarlos a mala parte. Estoy acostumbrado a mucho menos.

-Pues no le dan a usted lo que merece; y le juro que no le digo más que lo que siento. Deme ahora su mano por despedida... Gracias. Y perdone si se la oprimo tan de veras, porque nunca se ha creído tan honrada la de esta su buena amiga.

En seguida, y mientras quedaba el droguero como fascinado, con los ojos muy abiertos y la mano en el aire, volviose hacia la Esfinge; la hizo una elegante reverencia; y, sin acabar de enderezar el talle, salió por donde había entrado, acompañada de unos cuantos campanillazos que se oyeron, en virtud de otros tantos tirones que dio a un cordón la Esfinge desde su asiento, para que abrieran la puerta de la escalera; de un sin fin de excusas del complaciente Núñez, y de estas pocas palabras entre dientes, con que la droguera contestó al saludo.

-... serrrvir a usted.

En cuanto se quedaron solos don Santiago y su mujer, se levantó ésta y abrió las vidrieras del balcón.

-¿Qué haces, alma de Dios?-preguntola el pobre hombre, a quien asustaban entonces los aires colados.

-Purificar esto. ¿No hueles la peste?

-Tienes grandes virtudes, Ramona -la dijo su marido cubriendo la rodilla enferma con el faldón del gabán-; pero en ciertas debilidades, eres incorregible... y tremenda.




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- VI -

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Resabios de mis buenos tiempos de doncella pudorosa; algo que queda todavía en el fondo, entre las cenizas. Pues no pensaba yo que fuera tanto como para brotar al primer choque. Y ello es poco, pero molesto cuando aparece. Ya se irá apagando también..., porque señales de lo contrario no deben de ser. ¡A buen tiempo!... Sin embargo, no me resignaría a que ese pobre hombre me apuntara en su libro verde con suficientes motivos. ¡Vea usted cómo puede haber un grano de arena que cierre el paso a una mujer que nunca se ha detenido delante de una montaña!... Es raro eso... Pero ¡qué criatura aquélla! Yo he visto algo semejante en el teatro saliendo por escotillón, envuelto en un sudario... Un espectro. Eso es ella, con su misma lividez y con la misma voz y el mismo miedo que infunde. Y ¡qué ojos los suyos! Me parecía que con la mirada me iba sacando todas las ignominias de mi vida para arrojármelas al rostro entre maldiciones. Y el caso es que este temor me tenía sobresaltada. De este ser no me habló Pepe Guzmán. Y será capaz de decirme, cuando yo se le mencione a él, que es un saco de virtudes; y acaso tenga razón... ¿Cómo habrán podido amalgamarse dos naturalezas tan opuestas entre sí, como la del espectro y la de su marido, para formar un matrimonio ejemplar?... Porque yo vi señales de que aquél lo es. Otro caso raro... para mí, que no sé leer más que en un libro... Lo que no ofrece duda es que hasta en las personas que se creen más despreocupadas hay un fondo sensible que llega a lo romántico... Yo lo había observado en el público que se convierte en fiera en la plaza de toros, y se enternece en el teatro con las dulcedumbres de una comedia ejemplar. Hoy lo he experimentado en mi propia. A poco más que me apuren, me confieso de todas mis culpas delante de don Santiago Núñez, y arrojo mis arreos mundano! a los pies de su mujer... Y ahora casi me asombro de aquella flaqueza. ¡Qué contrastes tan raros!... ¿Cuándo estará en lo suyo la pícara condición humana? Porque tampoco tiene duda que somos masa dispuesta para todo; y hasta el espectro debe de ser de la misma opinión, cuando me dijo que «el honor de las hijas depende del buen ejemplo de las madres». Me parece que fue esto lo que me dijo. Lo recuerdo bien, porque me dolió muy adentro... Otro caso raro: somos del mismo parecer el espectro y yo en lo tocante a la educación de los hijos; nos espantan igualmente los temores de sus extravíos, y usamos procederes diametralmente opuestos en el modo de vivir. Sin embargo, me parece que aquí la lógica está con ella más que conmigo... y Dios también... Pero ¿no se ha convenido en que somos «barro frágil», y en que a la edad y a las circunstancias (¡pícaras circunstancias!) hay que darles lo que les pertenece, y dispensarlas por lo que se llevan de más? Pues he ahí mi caso. Yo vivo como vivo y soy lo que soy, porque no puedo ni debo vivir ni ser de otra manera. Por este lado me arrastran las «circunstancias» y las inclinaciones, obra de ellas; y por este lado me dejo arrastrar... hasta donde me lleven. Nada de ello impide que yo reconozca las ventajas que tienen otros caminos sobre este camino mío: bien a la vista está que no cabe punto de comparación entre una madre como yo y otra madre de esas que pueden hablar delante de un matrimonio honrado, sin sonrojarse, de los secretos de su hogar, y ofrecerse a sus propias hijas por modelo de conducta. Yo no puedo hacer nada de esto, y bien sabe Dios las angustias que me ha costado hoy en casa del espectro, y las que me cuesta en la mía a cada hora, desde que vino mi hija a ella..., pero ¿qué remedio tiene? El barro y las circunstancias lo piden así... y adelante con la vida hasta que no se pueda con ella. Por fortuna, o por desgracia, no voy sola por estos derroteros.»

Así discurría, sobre poco más o menos, la marquesa de Montálvez dos horas después de salir de casa de don Santiago Núñez, mientras se desnudaba... para vestirse otra vez con mejores galas, antes de sentarse a la mesa, porque aquella noche le correspondía el turno en el Real, cuya temporada había de concluir pronto; con lo que se declara que había empezado ya la primavera, húmeda y desapacible, por más señas.

Apunto este detalle, porque sólo aguardaba la marquesa a que el tiempo sentara para emprender el viaje a Francia con su hija. Todo lo tenía dispuesto y preparado ya para marchar a cualquier hora, y Luz esperaba el recado en su colegio. No debía volver a casa ya sino para entrar por una puerta y salir por otra, como suele decirse.

La marquesa había elegido esa estación del año, porque se prestaba mejor que otra a sus intentos.

No había motivo racional ya para dejar a Luz en Madrid un verano entero, ni su madre podía resignarse a pasarle en la calle del Barquillo, ni tampoco a viajar con el estorbo peligroso de su hija; y como a ésta lo mismo le importaba entrar en el nuevo colegio con la primavera que con el otoño, la marquesa había preferido la primavera, de la cual pensaba hacer algo como prólogo de su excursión de verano; excursión planeada hasta la nimiedad, durante el invierno, con Leticia y con Sagrario, que habían de representar grandes papeles en ella.

Y llegó el día esperado; y la marquesa recogió su tesoro del escondite de Madrid, y le trasladó al otro escondite que le tenía preparado en Francia. Y al guardián de allí, casi los mismos encarecimientos y advertencias que al guardián de acá. No era ya prudente ni posible sostener a Luz en completa ignorancia de su categoría social; pero, en cambio, convenía redoblar el empeño para que desconociera los usos y más salientes costumbres de la clase. Que se habituara a considerarlos sometidos a las reglas generales de la ordinaria vida social; y de este modo, cuando no pudiera evitarse que los conociera, por sí misma, sería obra fácil convencerla de que todo lo malo que la sorprendía por inesperado, era excepción de la regla; y con esto bastaba, por de pronto. Las demás advertencias, ya lo he dicho, como en Madrid: pocas retóricas, buena moral, escogidas amistades, «el Dios de los pobres» y un buen equilibrio entre la salud del cuerpo y la del alma. Otra variante que se me olvidaba: no fue tan penosa la despedida de la madre en Francia como lo había sido en Madrid, después de encerrar a su hija. Cuatro años de separación la habían ido acostumbrando a vivir lejos de ella con sosiego.

Cumplido este importante negocio, a París con la doncella, con la de marras. Un mes pasó allí. ¿Qué hizo? Contra su costumbre, está poco explícita la marquesa en este pasaje de sus Apuntes: acaso porque la materia no daba de sí para cosa mejor; quizás por todo lo contrario. De todas maneras, es de extrañar este laconismo de nuestra heroína, que sabe entretener la pluma en asuntos bien insignificantes, y no se muerde la lengua cuando tiene que declarar faltas enormes. Pero en materia de escrúpulos, ¡hay tantas rarezas incomprensibles!

Quien pudiera sacarnos de la duda era su doncella; pero ni la conozco, ni existe, que yo sepa, la historia de su vida y milagros.

Lo único que hace saber terminantemente la marquesa, es que al acabarse mayo llegó Sagrario a París, según lo convenido entre ambas; que pasaron juntas quince días en aquella capital, «bien disfrutados» (textual), y que se fueron después a Viena para reunirse con Leticia, según lo convenido también.

Y vean ustedes otra prueba que yo creo tener de que lo de París no sería cosa mayor, por lo mismo que se lo callaba la marquesa, en la despreocupación con que da cuenta, aunque no minuciosa, de todas las restantes aventuras de su viaje desde que se reunieron las tres amigas en la capital de Austria. Allí se pertrecharon, como quien dice, de nuevos alientos y propósitos, y de allí salieron para hacer una verdadera razzia por todo lo más cogolludo de la Europa elegante, unas veces juntas, otras separadas, según «las circunstancias y las necesidades»; pero siempre en cabal inteligencia, como divisiones aguerridas y bien disciplinadas de un mismo ejército. ¿Por qué fue Viena el punto de partida, y no París, verbigracia? ¿Por qué se reunieron las tres aventureras en aquella ciudad austriaca y no en esta francesa? La marquesa culpa de esta singularidad, que no la desagradó, a la caprichosa y siempre impenetrable Leticia.

El hecho es que de allí salieron, como pudieron haber salido de otro punto cualquiera, y que nunca como entonces pudo decirse con mayores visos de verdad, que por donde iban no dejaban títere con cabeza. Y yo creo que esto debe entenderse, siquiera en la mayor parte de las ocasiones, en el mejor de los sentidos; quiero decir, en él menos candente de cuantos quepan en la malicia del lector. Porque, según parece, hubo grandes estragos donde no son de temer los de cierto género. Los machuchos cancilleres, los estirados diplomáticos, los ministros desposeídos, los grandes agitadores expatriados, todo lo más alto, en fin, y lo más serio de las notabilidades europeas que abrevaba en lo selecto de las aguas de nuestro continente, sintió, en más o en menos, el influjo diabólico del paso de los tres astros errantes; y es sabido que si no volvieron a Madrid con una reata de celebridades de tal calibre por tiro de su carro triunfal, fue porque no se les puso en el moño la ocurrencia.

De la índole de estos estragos deduzco yo que sólo se trataba, por las causantes, de una ostentación o alarde de travesura, nada increíble en tres mujeres hermosas, sin el freno del escrúpulo y en lo mejor de la vida.

En Ems, ya muy avanzado el verano, se halló la marquesa con Pepe Guzmán. No le gustó el hallazgo cosa maldita.

-A mi paso por Francia -la dijo sin preámbulos- he visto a Luz.

-¡La has visto?-exclamó la marquesa sin poder disimular la impresión desagradable que éste súbito recuerdo de su hija la produjo en la conciencia.

-La he visto, sí. ¡Qué hermosa, qué angelical está!... Me preguntó si sabía por dónde andabas; si estarías ya en Madrid; si te vería pronto yo...

-Y tú ¿qué la respondiste?

-Yo la respondí..., no lo recuerdo exactamente, porque estaba oyendo desde allí el ruido de tus ligerezas imperdonables, y temía que Luz le oyera también...

-¿Es cierto que le has oído?

-¿Pues de qué le conocería, si no?

-¡Qué temeridades, Dios mío! ¿Por qué hará una estas cosas! -exclamó entonces la dama sinceramente espantada de su propia labor. De pronto se trocó su espanto en ira, y lanzó a la faz de su amigo estas frases:

-¡Y pensar que yo no había nacido para eso!, ¡que estoy en ello porque a ello me han arrastrado contra mi voluntad, y que la única persona que me pide cuentas de mi caída sea la que más fuerte me empujó para caer!

-¿Eso es un cargo para mí?

-Es un cargo para ti, porque no puede ser otra cosa cada grito que me arranca esta herida hecha por tu mano, y que no acaba nunca de cicatrizarse.

-¡Ay de ti y de tu hija inocente el día en que esa herida no te duela!

-¿Qué quieres decirme, consejero de Satanás?

-Que no cabe avenencia entre tus inquietudes de madre cariñosa y tus... locuras de mujer mundana; y que tienes que decidirte pronto por lo mejor, en la inteligencia de que ambas cosas dentro de ti no han de tardar en producir el mismo fruto que si te decidieras por lo más malo.

-¿Qué fruto?

-El que más temes, Nica.... y el que acaso mereces por castigo.

-¡Por castigo!... ¡Y me lo dices con una frescura como si tú no le merecieras más ejemplar todavía!

-¿Quién sabe si le estoy sufriendo ya!

-¡Tú!

-¿Crees posible que suceda lo que temo sin que resultemos castigados los dos?

-¡Siempre egoísta!... Vete, déjame en paz, y que suceda lo que Dios quiera.

-Esto significa que te espanta la verdad, y me alegro de ello.

-Di que me repugna en tus labios, y estarás en lo justo.

-Pero, al fin, siempre será verdad, y conviene que la reconozcas de vez en cuando.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Y este fue el único tropiezo que halló la marquesa de Montálvez aquel verano en el ancho, florido y dilatado campo de sus travesuras y regocijos de buen tono.

En París se separó de sus dos amigas; hizo na visita a Luz en su refugio, y gran acopio en ella de excelentes propósitos de enmienda, que se le entibiaron mucho con los aires del amino hacia su casa; y entró en Madrid, en septiembre, tan tranquila y sosegada como si no hubiera roto un plato durante el verano ni en todos los días de su vida.



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