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- VII -

Desde aquí comienza un período que fue el más escabroso, si no el más largo, de los varios que tuvo la vida mundana de la marquesa de Montálvez. Según ella misma lo declara, tan escabroso fue, que él solo la daría para un libro entero, si se propusiera referir tan enorme catálogo de cosas. Pero da por sentado que el público madrileño conoce las más salientes de ellas y presume las restantes; y a esto se atiene para considerar ocioso un trabajo más desleído, porque valor y resolución la sobran para echar a la calle todas esas barreduras de su conciencia.

Yo podría suplir las omisiones, porque me es bien conocida la materia; pero esta conducta no sería galante ni acertada, por contravenir a aquel prudente acuerdo y caer en el peligro, que también teme la marquesa, de que resulte plato de estímulos insanos lo que debe resultar muy otra cosa. Aténgome, pues, al texto de los Apuntes, confirmación exactísima de los rumores de la fama, y aun eso sólo he de darlo en extracto para llegar cuanto antes a la narración de otros sucesos harto más dignos de la atención de los lectores.

Se cansó muy pronto de las fiestas caras y ruidosas que daba en su casa. En su temple de jamona fresca, con su aprovechada experiencia, su buen gusto y claro ingenio, necesitaba algo de más jugo, de más substancia que aquella insípida y continua exposición de mujeres frívolas y de hombres mentecatos, cargados de perifollos; fiestas en las que, tras de costarla un sentido, todos se divertían menos ella. En fin, que echó la gente a la calle y dio por terminadas las reuniones de fausto en sus salones.

Para llevar a cabo sus nuevos planes, eligió lo que había de aprovechable entre lo arrojado de su casa y lo que conocía de lo de fuera; después autorizó a los escogidos para que escogieran a su vez, sin pararse en pelillos de linaje: podían espigar en varios campos, en todos los que se dieran ingenios bien educados, desde la presidencia del Consejo de ministros, hasta el humilde rincón de la obscura gacetilla. Que no se reparara en edades ni en estampas: viejos y mozos, altos y bajos; todo servía, con tal de no carecer de ingenio ni de desparpajo; tupé, que dicen otros. Para todos habría que hacer allí.

De mujeres (éstas eran de elección suya exclusivamente), pocas y malas; quiero decir, de buen pico y mejores tragaderas.

Y así se fue haciendo.

Cuando le anunciaban un presentado, preguntaba ella al presentante:

-¿Vale?

Respondíanla que sí.

-Pues que venga.

Y valer, en aquellas ocasiones, significaba ser cualquier cosa, menos hombre indigestamente grave, corto de genio, feo sin gracia, ignorante sin osadía, galán ruboroso..., y así por el estilo; porque allí, hasta el saber macizo y serio había de derramarse en dosis muy concentradas y con mucha sal y pimienta: todo menos la pesadez y la petulancia. Y valiendo, todo era lícito con tal de estar bien hecho; la grosería en las formas estaba igualmente proscrita. En el pensamiento, no tanto.

Dicen los que lo conocieron, que aquello tuvo que oír... y que ver; y lo llamo aquello, porque no sé qué nombre darlo. La marquesa, por llamarlo de algún modo, lo llamaba tés íntimos; pero es lo cierto que aunque todas las noches del invierno, ya muy cerca de la madrugada, había ese en su casa, aquello no tenía horas fijas ni aspectos determinados, y chisporroteaba de mil modos: entre pocos, entre muchos, en tertulia plena, con media docena de ellos convidados a comer, o con otros tantos al humor de la chimenea a cualquier hora de la tarde. Más que té, era al modo de sierpe de muchas cabezas que alcanzaba con la punta de la cola a muchas cosas y a muchas partes..., hasta las casas de Leticia y de Sagrario. Porque estas dos criaturas de tan buen estómago, en cuanto lo cataron en la de la marquesa pidieron el turno correspondiente; y no era cosa de que las desairaran aquellos hombres tan corteses y campechanos de suyo.

Como en estas reuniones de imponderable confianza se vivía en perpetuo comercio de malas intenciones, de malicias y de travesuras de lenguaje, el natural ingenio de la marquesa adquirió gran desarrollo, y su bien acreditado humorismo se empapó en nuevos y más picantes jugos. Llegó a tener frases felices y a pintarse sola para crucificar en una semblanza a un prójimo desventurado, o para hacer en otro marca indeleble con un dicho que repetía después todo Madrid. De aquella fábrica salieron tantos y tantos que aún continúan siendo famosos entre las gentes encogolladas, vagabundos de levita y estudiantes desaplicados.

Por entonces comenzó a llamársela la Montálvez, llaneza que acreditaba su bien adquirida popularidad, como en otro tiempo la había acreditado, entre la juventud de rechupete, otra llaneza, algo más fina y culta: Nica Montálvez. Lo cierto es que Madrid se llenó de cosas de la Montálvez, y que hasta las que rodaban por tertulias y cafés sin madre conocida, se le atribuían a ella. Privilegio de las popularidades bien fundadas.

Su casa, por las gentes que la frecuentaban, llegó a ser registro exacto de los secretos pecaminosos, hazañas y picardías de todo Madrid: allí se conocía la clave de los misterios, chicos y grandes, de la política fullera, y el hilo de muchas marañas inexplicables de la Hacienda pública; había palancas para remover obstáculos que las gentes legas conceptuaban irremovibles, y el don de muchos prodigios de fortuna en todas las carreras del Estado, que dejan atónito y confuso al vulgo sencillote.

Los maldicientes que se creían mejor informados, referían de las tres Gracias verdaderas enormidades en los corrillos del público voraz. Las tres Gracias, y por añadidura en conserva, eran las tres viudas verdes: en una palabra, la Montálvez y sus dos amigas Leticia y Sagrario. De cada una de ellas se contaban anécdotas que ardían; caprichos libidinosos que traían su filiación de la Roma corrompida de los Césares.

No niega fundamento la Montálvez a estos rumores, pero se sacude violentamente de ciertos hechos; y quiere que conste que todos los comprobables de aquel calibre pertenecen a Leticia y a Sagrario. La misma salvedad hace con respecto a los dichos. De éstos, unos eran referentes a personas y otros a cosas; unos, al modo de dictámenes; otros, al de motes y semblanzas; los había cruelmente ingeniosos, y los había también indecentes. Se atribuye gran parte de los primeros; pero rechaza hasta con asco la propiedad de los segundos.

Y la creo, no solamente por el valor con que se acusa de otras cosas bien graves, sino porque había en su naturaleza un componente pudoroso que la impedía ser grosera: y hasta como pecadora, lo fue sin el aguijón del apetito; y por eso quiere que se la tache por lujo de pecar, pero no por lujosa en el pecado. Lo primero no edifica, seguramente; pero tampoco degrada ni corrompe tanto como lo segundo.

Por ese lado se explica también que, entre las tres cómplices de estas fechorías, fuera ella la que se cansó primero, o, mejor dicho, la única que se cansó; porque las otras dos no se cansaron pizca: al contrario, deshecha la mancomunidad que sostenía a las tres en cierto orden de equilibrio, cayeron Sagrario y Leticia, por su propio peso, despeñadas hasta lo más hondo, aunque cada cual a su manera: Sagrario fue siempre la mujer de los caprichos estrepitosos; Leticia el modelo de las caprichosas solapadas y de las amigas temibles. Se la atribuían hasta perfidias de tan mala casta, que rayaban en crueldades. Serían o no serían ciertas: la marquesa cree que sí, porque tuvo grandes y especiales motivos para no dudarlo.

Como tampoco duda, antes confirma terminantemente, lo que ya sabíamos por Manolo Casa-Vieja: que era muy avara; pero, según la marquesa, avara de la peor especie: tenía el vicio del trapicheo, y media docena de comadres negociando de su cuenta, por las casas de vecindad, sus vestidos de desecho y hasta los trastos de la cocina. En este bajo comercio era tramposa y desleal; y se desvivía y aguzaba el ingenio por el gusto de robar media peseta a una chula en un dije de similor. Creíase que eran muy mal adquiridas muchas cosas de mérito que se admiraban en su casa, particularmente obras de arte; y maravillaba el lujo de raterías que se daba por empleado para apoderarse de ellas. ¡Y esta mujer tenía un caudal enorme y era espléndida en sus gastos! Hay muchas almas de alquimia que tienen roñas así.

Volviendo a la marquesa, digo que ese azaroso tramo de su vida pecadora duró seis años.

Guzmán, que era por entonces un señor bastante gordo y entrecano, pero siempre de gran ver, iba poco, muy poco, por la casa de su amiga; y cuando iba, era para reprenderla.

-Te empeñas en que te oiga -la dijo más de una vez-, y al fin te oirá. Y aunque no llegue a oírte, por el rastro que va dejando aquí la vida que haces, tendrá que conocerla.

-Es el último estruendo de ella -respondía la pecadora sonriendo-. No lo dudes: estoy preparándome para ser juiciosa.

De tarde en cuando desaparecía por una temporadita para visitar a Luz. Dos veces la trajo a Madrid durante aquellos seis años, pero por muy pocos días; y entonces fue su casa un modelo de sosiego y de buen orden. Se la presentaba a sus amigas menos temibles, y la llevaba consigo a algunos sitios de recreo.

Entre la primera y la segunda venida a España dio Luz un estirón que sorprendió mucho a su madre. La encontró hecha una mozuela que se salía de sus angostos hábitos de colegiala. Se lo hicieron notar también sus amigas de Madrid; y la dijeron que era un pecado mortal no vestirla ya «de señorita» y no sacarla del encierro donde no parecía bien.

La marquesa comprendía demasiado que sus amigos tenían razón; pero ella las tenía también muy respetables para echar por otros caminos diferentes; y por eso llevó a Luz a Francia otra vez, donde nunca había estado como verdadera colegiala.

Desde este viaje es cuando apareció la Montálvez notablemente transformada.

Con disculpas bien buscadas, fue disolviendo sus tés íntimos y sus tertulias verdes, y escatimando su asistencia a las de sus amigas. No por ello se hizo huraña ni melancólica; pero si muy escogida en las personas para el trato continuo, y muy sobria en los recreos de puertas afuera.

Rebasaba ya bastante de los cuarenta años: había dado de repente el bajón de que no se libra bicho viviente, por mucho que se emperejile y se defienda; y a este fracaso se atribuyó la retirada, creyendo que la Montálvez se apresuraba a dejar el mundo antes que el mundo la dejara a ella.

No era cierta la suposición ni bien fundado el motivo. A la marquesa le quedaba todavía un otoño muy agradable que explotar, si hubiera querido apurar las cosechas hasta la vendimia inclusive. Contaba aún con muchos, con muchísimos golosos; porque más varios que las estaciones de la vida son los gustos de los hombres viciosos y desarreglados. Dijéranlo, si no, sus compañeras de glorias y fatigas mundanas, Sagrario y Leticia: más invernizas y deshojadas que ella iban poniéndose, miradas a buena luz, y aún triunfaban y lucían y se consideraban a lo mejor del camino, soñando, porque volvían la espalda al invierno que las espantaba, que corrían hacia la primavera.

No se fundaba, pues, la resolución de la Montálvez en aquel fracaso de su belleza, aun que coincidió con él.

Ya se sabe que no estaba formada del peor de los barros posibles; que no entraba el vicio como verdadera necesidad en su naturaleza, y que, aunque la divertía ser viciosa, no la llenaba. Desde que nació su hija, luchaban en ella dos pasiones que se aborrecían como el perro y el gato, una buena y otra mala: la de madre escrupulosa y amante, y la de mujer de mundo, alegre y despreocupada. Mientras la hija estuvo en edad de vivir escondida, la madre pudo entregarse de lleno a sus placeres mundanos; pero llegada la hora de traer a Luz a su lado, tenía que decidirse por el gato o por el perro; y esa hora llegó, y la madre escrupulosa triunfó sin lucha de la mujer liviana. Cierto que Luz estuvo en el escondrijo dos años más de lo justo; cierto que el momento de decidirse la madre ocurrió en aquella crisis de su edad y después de un hartazgo de desórdenes que bien pudiera tomarse por el hartazgo de Marta; cierto es igualmente que en estas coincidencias hay base sobrada, tomando las cosas en su primer aspecto, para la suposición de las gentes; pero es la pura verdad también lo que yo afirmo con el testimonio de la marquesa misma, y a esta opinión hay que atenerse.

Puede haber quien pregunte: «Y si el momento de decidirse hubiera ocurrido cuando tenía la marquesa seis años menos, ¿por cuál de las dos pasiones se habría decidido?»

Paréceme la pregunta un exceso de curiosidad y un lujo de mala fe; pero conste que yo me inclino a lo más favorable para aquella dama, cuyo desmedido amor a su hija daba para ello y otro tanto más.

Volviendo a lo que importa y dejándonos de escarbar tan adentro, porque, si a eso fuéramos, sabe Dios qué cosas se hallarían en el alma de muchos que creen tenerla como los ampos de la nieve, digo que la transformación de la marquesa después de llevar a Francia por última vez a su hija fue tan de veras, que no se contentó con deshacer sus tertulias y despejar la casa de gentes nocivas a la buena moral, sino que, en cuanto la puso en orden, se consagró a orearla y a limpiarla de todo rastro de impurezas. Hasta de sus propios resabios trataba de sacudirse, se le figuraba que de sus fechorías más recientes le quedaban algunos en el estilo, y temía que por aquellas espumas se descubrieran, las pasadas tempestades. ¡Mujer más singular!

Estos preparativos duraron cerca de dos años, y aun con este paréntesis no se creía bastante alejada de sus últimas locuras para no temer que, cuando menos lo pensara, se le prendiera alguna en el vestido.

Durante este tiempo hizo una visita a Luz. ¡Cómo iba completándose aquella criatura! ¡Con qué amor iba la naturaleza formando a la mujer sobre la armadura de la niña!

A Guzmán le gustaba mucho ver a la marquesa tan afanada en aquel esmero de policía doméstica.

-¿Te parece bastante? -solía preguntarle ella.

-Todavía no -respondíala él.

Y en eso estaban.

Un día, después de hacerle ella la misma pregunta, se quedó Guzmán pensando mucho la respuesta.

-Voy sospechando -le dijo la marquesa- que nunca te ha de parecer esta casa bastante purificada.

-¿Por qué?

-Porque eres hombre de buen olfato; y mientras estés tú en ella, siempre has de hallar tufo de peste. Es el único que anda ya por aquí... en cuanto tú vienes.

Sonriose Guzmán y respondió, poniéndose el sombrero para marcharse:

-Puede que tengas razón... Vete, vete cuanto antes por ella.

Y muy pocos días después salió de Madrid la marquesa para traer de Francia a su hija.




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- VIII -

Luz tenía diez y ocho años cuando su madre se decidió a sacarla para siempre de su escondrijo. A ésta le remordía algo la conciencia, por parecerle demasiado larga la prisión; a la prisionera le daba lo mismo irse que quedarse, si es que no prefería aquella vida de invernadero en que se había desarrollado, a las intemperies de un mundo que desconocía.

Grandes fueron los temores y sobresaltos de la marquesa, como ya se dijo, cuando por primera vez tomó en sus brazos a su hija; pero fueron mucho más grandes al trasponer las puertas de su encierro con ella, ya mujer, y mujer que parecía modelada en la mente de un escultor enamorado. Tan singular era su belleza. De niña la conocimos recibiendo las caricias de Guzmán; y también sabe el lector, bajo la fe de nuestra palabra, que tres años después todo había crecido en ella con prodigioso equilibrio: lo físico y lo moral, las perfecciones del cuerpo y las del alma. Pues a los diez y ocho era eso mismo, en las debidas proporciones.

Vida de invernadero hemos llamado a la suya, y es la verdad en casi todo el rigor de la frase: como lo es también que marquesa, atenta sólo a lograr determinados fines, acertó sin proponérselo, dando a aquella excepcional naturaleza el único medio en que podía desenvolverse sin deformarse. No a todas las plantas conviene el cultivo al aire libre y a cielo abierto. En lo humano, era Luz una de estas plantas. No es de extrañar que al salir de su estufa sintiera la impresión de otro ambiente más frío, y que esta impresión no le fuera agradable.

Hay que decir algo sobre la realidad envuelta en estos simbolismos de jardinería, para que el lector no extravíe su juicio sobre el carácter que debe conocer a fondo entre la hojarasca de las imágenes. Hablábamos del mundo al cual iba Luz a salir de pronto y por primera vez, y casi aseguraba yo que esta salida no era muy de su gusto, o, cuando menos, que no la necesitaba...-Y, entre paréntesis, quiero que valga este ejemplo, que es el que hallo más a mano, por otros cien que pudieran citarse para pintar el modo de ser de la hija de la marquesa de Montálvez en la ocasión de que se trata. -Por razones que se conocen, la habían dicho cómo era el mundo que a ella le convenía imaginar, no el que en realidad le estaba destinado: un mundo que no era bueno, aunque no tan malo como el que le ocultaban; pero, al cabo, era un mundo práctico, con sus hombres y sus mujeres, y sus cuestas abajo y sus cuestas arriba; el mismo que ella veía por los resquicios de su encierro, y en las historias que aprendía para instruirse, y en los pocos libros de imaginación que se le daban para entretenerse. Y todo esto sería verdad, pero le gustaba muy poco; no porque adoleciera de sensiblerías románticas, sino por razones bien opuestas: por obra de aquel equilibrio prodigioso que existía entre todos los elementos que la constituían, de cuerpo y de alma.

En aquel conjunto todo era paz, armonía y sosiego, y cabía el sentimiento de todo; pero no la pasión por nada sin el concurso de un agente perturbador que rompiera el equilibrio; el cual agente había de venir de afuera, porque dentro no había lugar para él. En otra criatura formada de distinto barro, el cultivo artificial o de invernadero, como hemos llamado al de Luz, hubiera producido contrarios efectos, porque en lo común de la naturaleza humana, las veladuras sobre los ojos son alicientes de los deseos y despertadores de la curiosidad; pero en una pasta tan dúctil y placentera como la de aquella niña, el artificio de su educación moral contribuyó grandemente a la perfección casi mecánica de la mujer; mecánica en cuanto a la estructura, digámoslo así, a la trabazón de las piezas componentes de su ser moral, no en cuanto a las funciones del conjunto, que éstas ya dependían de la pasta fundamental, del temple nobilísimo del alma, obra de un Artífice más alto.

Quiero decir, antes que nos extraviemos entre sutiles metafísicas, que aún me parecen más inextricables que los laberintos de la botánica, que Luz, con su equilibrio de agentes íntimos, no era un reló que andaba bien, ni una soñadora que bebía vinagre y suspiraba por «el reposo de la tumba», sino una mujer de carne y hueso, con muy pocas ambiciones y muy apaciguados deseos; porque había en los ojos de su imaginación unas lentes que le presentaban los objetos exteriores con un colorido sumamente dulce y a una luz suave y tranquila, como la de un crepúsculo de otoño. Habituada a este modo de ver, no es de extrañar que la repugnaran los colores vivos y todo linaje de desentonos y de aberraciones, lo mismo en el orden físico que en el orden moral. Y así era lo cierto. Esto no impedía que Luz estuviera dispuesta a tomar lo que la dieran; pero, autorizada para elegir, muy pocas veces se decidiría al gusto de las mujeres de su edad.

Apurando el ejemplo que tenemos entre manos, he de añadir que esto del mundo del que tanto se la hablaba y que ella hubiera adivinado aunque nada le hubieran dicho, porque la humana naturaleza es una parlanchina que todo lo descubre, y, más o menos recio, habla a la imaginación, aunque se la pongan candados en la lengua y se la confine a las soledades de un desierto; que esto del mundo, repito, la dio bastante que pensar desde que traspuso las fronteras de la niñez y entró con paso más firme y con doblados alientos de vida y con mayores fuerzas de visión, en los términos de la juventud.

¿De qué la servía, si no todo, la mayor parte del mundo que iba columbrando, y además le descubrían en libros y en advertencias de palabra?... De maldita de Dios la cosa para las especiales ambiciones que la dominaban y las cortas necesidades que sentía. Sí a ella la hubieran dicho: «Forma uno a tu gusto y para tu exclusivo recreo, donde vivas en cuanto salgas de aquí», ¡qué cosa tan distinta de lo que le esperaba hubiera construido!

Por de pronto, nada de multitudes humanas, ni de ruidos incómodos, ni de hacinamientos de casas formando calles sombrías y angostas; nada de ceremoniales mentirosos para cultivar amistades que no se necesitan entre personas que no se pueden ver; ni de espectáculos públicos, en los cuales se exhiben las gentes embanastadas de medio abajo, y en ringleras, como muñecos de escaparate; nada de sonrisas forzadas, ni de saludos maquinales, ni de corsés muy apretados; nada, en fin, de ese cúmulo de esclavitudes y de molestias en que viven las gentes «bien educadas», cuando se dice de ellas que hacen una vida regalona. Luz se hubiera contentado con muchísimo menos: con un pedacito del mundo, precisamente de la parte de él más desdeñada de las gentes mundanas; algo así como cuadro de primavera campestre: praderas rozagantes, copudos robles, matas de rosales, senderos blandos y retorcidos entre los árboles y los rosales y las praderas; un sol cernido a través de las espesuras; fuertes contrastes de luz y sombra; rumor de brisas en el follaje y de aguas fugitivas entre márgenes de madreselvas y laureles bravíos; pájaros cantadores, y en lo alto, pero no lejos del río, sobre una base de roca blanquecina medio envuelta entre carrascas, hiedras y escaramujos, una casita, no como la choza rústica y grosera de los idilios, no tanto: podía ser un chalet muy cómodo y muy lindo, hasta con su salita de estudio y un buen piano en ella, y un terradillo desde el cual se descubriera una gran parte del panorama y se entrara en tentaciones de recorrer lo que no se veía...

La segunda vez que se asomó Luz con los ojos de su imaginación a esta azotea (porque este cuadro primaveral no fue obra de un acaso ni contemplado un día solamente), descubrió, ¡extraño suceso!, al alcance perfecto de su vista, junto a un árbol de los más próximos al río, una figura que ella no había puesto allí. Se atrevía a jurarlo. Era la de un hombre en lo más verde y lozano de la juventud: gallardo de cuerpo y hermoso de cara; poco bigote todavía) pero muy negro, como los ojos y como el pelo, suelto y abundante; muy bien ataviado, pero no compuesto.

¿Debía Luz borrar aquella figura del cuadro, solamente por no ser obra suya? Fueran cuales fuesen su procedencia y su destino, el detalle inesperado componía muy bien donde estaba; y componiendo bien, no debía borrarse. Además, aquellos fondos, aunque bellos, eran demasiado para una mujer sola. Podía llegar a sentirse allí hasta el miedo, porque la soledad es imponente, por hermosa que sea; y aunque no se llegue al miedo, las impresiones recibidas en la contemplación de lo bello no se completan si no son comunicadas con alguien; y hasta se daba el caso entonces de que aquel mancebo, por ta expresión de su mirada intensa, la dulzura de su sonrisa y lo varonil de su persona, parecía la encarnación del sentimiento, de la bondad y de la fortaleza; como que metida ya Luz de plano en estas fantasías hasta se le antojó (salvando la irreverencia que creía cometer en la comparación) que el tal mancebo podía pasar, donde estaba, por algo así como arcángel guardador del misterioso paraíso. ¡Si compondría bien la figurita en el punto del cuadro en que había aparecido «de repente»!

A la tercera vez que se asomó Luz a la azotea, también vio al mancebo en el mismo sitio; pero ya no se contentaba, para dar entretenimiento a sus miradas, con el lujo de la naturaleza que le envolvía; también la miraba a ella, a Luz, y aun con mejores ojos que a las bellezas inanimadas del paraíso; y como el mancebo era, en opinión de Luz, «el sentimiento de la bondad y la fortaleza», y hasta «el arcángel guardador» de todo aquello, que ya era «de los dos», Luz bajó del terrado, sin miedo y sin escrúpulos, y el mancebo la salió al encuentro; y ella apoyó su brazo en el brazo que le presentó él, y se fueron juntos por el sendero adelante; y mientras andaban así, a Luz le parecía más radiante la del sol y que eran más olorosas las flores y más blandos los senderos; los ruidos más armoniosos, el ambiente más saludable y los pajarillos más alegres. Después, en la soledad de su casita, todo lo hallaba más cómodo y risueño; y al poner sus manos sobre el teclado del piano, le arrancaba del fondo notas de una vibración como jamás había arrancado de aquellas fibras de acero.

Pues bien: algo así, con este cuadro primaveral por base, podía ser la vida de una mujer como Luz, si la dijeran: «Escoge un mundo a tu gusto para ti sola, o para los dos a lo sumo». No pediría ella otra cosa. Y, sin embargo, se guardaría muy bien de descubrir estos deseos en medio de las realidades de su vida, porque estaba cierta de que habían de ser calificados de locura.

Pero, locura o no, soñó largo tiempo con el cuadro, no sé, ni ella lo supo, si despierta o dormida; y de tanto soñar con él, llegó a salir del colegio con grandes dudas de si aquellos fondos de la naturaleza y aquel mancebo guardador del paraíso de sus sueños, que tan conocidos le eran ya, los había visto ella en alguna parte.

No sé si el lector habrá comprendido bien todo cuanto llevo dicho, o si yo no habré sabido explicarme, para llegar a conocer el fondo del carácter de Luz; pero seguro estoy de que, por muy mal que me haya salido la tarea, se puede sacar de ella todo lo que se necesita para convenir conmigo en que la marquesa de Montálvez no tenía motivos para alarmarse al presentar en el mundo a su hija, hecha una mujer, por el lado de sus pensamientos y naturales inclinaciones. Y no se alarmaba por lo tocante a este lado. Pero por el otro, es decir, por el de su belleza, ¿cómo evitar los riesgos que temía? ¿Qué más daba que ella se fuera sola hacia el cenagal, o que el cenagal la buscara a ella, si lo importante era que el uno y la otra se pusieran en contacto inmediato? Pensar en recluirla de nuevo, teníalo hasta por inhumano, además de ridículo. Era de necesidad, no solamente «echarla al mundo», sino también lucirla en él. Y en este caso, ¿cómo impedir que aquella gentileza de Venus púdica, o mejor dicho, aquella realizada idealidad de virgen cristiana, atrajera sobre sí todas las voracidades de los hombres descorazonados y todos los venenos de las mujeres envidiosas, y que fuera esta lepra inficionando poco a poco a la inocente? ¿Cómo evitar, cuando menos, que con el continuado roce con tantas y tan diversas intenciones se destruyera el artificio y quedaran de manifiesto a los ojos de Luz las negras realidades que la marquesa le escondia hasta dentro de su misma casa?

Los temores de la madre no podían ser más fundados; pero había que cerrar los ojos y seguir adelante. Y adelante fue.

Luz hizo su entrada en el mundo con la serenidad de quien nada teme en una región que no le interesa. Todo cuanto iba viendo le parecía natural y corriente, porque cuando allí lo ponían, allí debería de estar. Tomaba las cosas en el valor que a sus ojos tenían, y a ese precio las pagaba; y como le sobraba en discreción mucho más de lo que le faltaba en experiencia, siempre salía muy airosa en estos tratos de su forzado comercio con las frivolidades mundanas.

A más de por hermosa en el grado especial en que lo era, por la historia que tenía, fue su aparición en los salones mucho más notada que otras semejantes: la mordieron las envidiosas con la saña de las grandes ocasiones; la compadecieron a gritos las pecadoras en secreto; los hombres la tuvieron quince días sobre el tapete en sus debates naturalistas, y los revisteros de salones soltaron toda la trompetería más sonora de sus órganos, en honra y gloria de la recién llegada al único mundo en que, según ellos, se podía vivir debajo de la luna. Aljófar, que todavía cantaba porque aún tenía estómago insaciable que se lo exigía, entonó en letras de molde una silva de media vara, en que hubo más juegos de luz que en un «cuadro disolvente». Ni de las murmuraciones a escondidas ni de las alabanzas en público, tuvo noticias Luz; porque las primeras no se oían, y cuidó mucho su madre de ocultar las segundas con el sabio propósito de que desconociera su hija, mientras esto fuera posible, aquella mala costumbre de poner a las gentes en ridículo queriendo hacerlas un favor.

Tomando por pretexto las pocas aficiones de la novicia a los estruendos mundanos, la marquesa se guardaba muy bien de empujarla hacia ellos; antes, la mantenía discretamente en sus inclinaciones al sosiego, y hasta las explotaba en cuanto la convenía para sus fines particulares.

Por ejemplo: Luz seguía fuera del colegio las prácticas cristianas a que se había acostumbrado en él. Iba a la iglesia a menudo y tenía sus rezos en casa. Pues a todos estos actos piadosos la acompañaba su madre. Algo la mordían sus amigas, y con gran donaire se sacudía ella de las zumbas; pero seguía yendo a la iglesia y rezando con su hija, muy a su placer.

Con todo esto y lo que ya se ha dicho en el capítulo precedente sobre oreos y desinfecciones, que continuaban en la necesaria medida, la casa de la marquesa, sin dejar ésta de ser la dama de distinguido y ameno trato, no era conocida ya. Aquellos profanados interiores de la Montálvez habían adquirido el honrado aspecto de un hogar de familia.

Algo retrasadas andaban estas medidas de regeneración; pero nunca es demasiado tarde para abrir a Dios la puerta de casa, después de haber barrido de ella al demonio.

Guzmán, que era ya Excelentísimo señor don José Celestino, senador del reino, columna del partido conservador, consejero de Estado, embajador probable, ministro posible y todo lo que quisiera, si lo quería con gran empeño, pasaba la pena negra desde que Luz había llegado a Madrid. Temblaba por ella, y a su lado se hubiera puesto para ampararla de día y de noche contra los peligros en que veía el tesoro de candor que se encerraba en aquel estuche primoroso; pero no alcanzaban sus derechos a donde llegaban sus impulsos. Era harto sabida en Madrid la leyenda de la semejanza, con todos sus antecedentes, y hubiera sido una profanación inicua someter aquel ángel a nuevas comparaciones y nuevos comentarios del público mordaz. Por eso se creía más obligado a alejarse de ella cuanto mayores eran sus deseos de acercarse. La admiraba y la protegía a prudente distancia; pero esta prudencia se parecía demasiado en sus tramites al desvío de un extraño, y él no podía conformarse con tan poco.

Ya sabemos que había vuelto a frecuentar la casa de la marquesa desde que se andaba en ella a escobazos con el diablo. En una de sus visitas, estando ya la desterrada joven en Madrid, halló a su amiga muy alarmada. Luz sabía desde muy niña que su madre era viuda, y de quién lo era y desde cuándo; pero en lo que jamás había dado, dio en las primeras conversaciones que tuvo con su madre, recién llegadas las dos de Francia: en pedirla noticias y pormenores íntimos de «su padre». ¡Figúrese el lector en qué aprietos no se vería la aristocrática viuda de don Mauricio Ibáñez para salir limpia y sin manchar a nadie, de aquel nuevo lodazal en que la arrojaba de pronto el natural deseo de su hija! Salió bastante mejor que hubiera salido otra pecadora con menos ingenio y serenidad que ella; pero salió muy dolorida y alarmada.

Refirió el caso a Guzmán, muy en voz baja y después de registrar hasta los rincones, temiendo que la oyeran, y también culpó a su amigo de este nuevo fruto de su vida de iniquidades y contubernios.

-No es ya hora -la dijo Guzmán- de liquidar esas cuentas tan envejecidas. Tomemos el caso como una advertencia más del celo que se necesita aquí para que no descubra Luz lo que jamás debe serle conocido, y eso nos baste, que no es poco en gracia de Dios. El bien de tu hija debe ser el móvil de todos tus actos y pensamientos. Yo te ayudaré con los míos, en cuanto me sea posible y lícito, a la distancia a que me hallo de vosotras. Olvido absoluto de todo lo demás..., hasta en sueños, si dable nos fuera; y desde este instante no se pronuncie una sola palabra entre nosotros que no pueda ser oída de Luz sin asombro de su ignorancia y de su inocencia; porque fuera caso peregrino que lo que tratas de ocultarla entre las desenvolturas de las gentes extrañas, se lo descubrieran en su propio hogar tus mismas imprudencias.

A la marquesa le pareció muy cuerdo el dictamen de Guzmán, y desde aquel día se acabó entre ambos el tratamiento llano de sus intimidades; quedó proscrita toda alusión a lo pasado, y no fue en la casa de Luz ni fuera de ella el antiguo amante de la hermosa Nica Montálvez, más que un amigo muy afectuoso y atento de la ajamonada viuda del arruinado banquero don Mauricio Ibáñez.




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- IX -

La marquesa había dicho a su médico que probablemente necesitaría tomar, durante el verano que se acercaba, algunas aguas sulfurosas y quizás también algunos baños de mar; pero «caserito todo ello, y a lo pobre». Quería dar a entender que en puntos de poco ruido aristocrático y en España. En seguida expuso las razones en que se fundaba para creer de necesidad lo que decía (fundamentos que bien pudieran haber sido inventados por ella). El amable doctor, después de escucharla atentamente, la respondió muy risueño que estaba enteramente conforme con su parecer. Entonces añadió la marquesa que ella sabía de una provincia española donde se hallaban ambos remedios, y a muy corta distancia el uno del otro.

-Pues a esa provincia -repuso el complaciente médico-. Tome usted muy poco de lo sulfuroso y cuanto pueda resistir de lo del mar; y si Luz no tiene miedo a las olas, que se columpie en ellas también siempre que le dé la gana, pues hasta en naturalezas tan saludables como la suya sientan esos tónicos a maravilla.

Y por estas razones, con alguna más que ella conocería, y que bien pueden sospecharse sabiendo su nuevo modo de pensar sobre las vanidades de su mundo, se hallaba la marquesa de Montálvez con su hija, en el rigor de aquel verano, tomando los baños de mar en una de las playas más hermosas, aunque no la más nombrada, de la Península.

Se encontraba muy bien allí. La concurrencia era abundante, pero no de primer lustre. Precisamente lo que la marquesa quería. Gentes de buen pelaje: de tierra adentro las más, pero sin llegar a Madrid. Como no había etiquetas, aunque si mucha presunción, entre los bañistas, la marquesa vivía entre ellos con la mayor holgura, casi en traje doméstico; y no suprimía el casi, porque no se tomara su desaliño a desdén de gran señora. El aire de la playa, el rumor de las olas, la inquietud de la mar, el abrupto perfil de la costa, las puestas del sol entre celajes de fuego y sumergiéndose el astro y apagando su luz poco a poco en lo último de aquellas aguas sin fin... Cien veces lo había tenido delante de los ojos en otras playas de Europa, y no lo había visto hasta entonces. ¡Qué saludable y qué hermoso le parecía!

Creían hacerla un gran favor aquellos corteses bañistas cuando la invitaban a las fiestas con que entretenían los ocios de la temporada; y no podían imaginarse hasta qué extremo la molestaban poniéndola en el deber de aceptarlo todo. ¡Fiestas a ella, que venía huyendo de las que le habían envejecido el espíritu a lo mejor de la vida!

Pero no se trataba de ella sola: se trataba de Luz, a quien indirecta, pero principalmente, iban enderezadas las invitaciones, y era muy justo no desairarlas, así por la buena intención de los invitantes, como por lo inofensivo de lo brindado. Podía la hermosa novicia hasta saturarse de ello sin temor de daño alguno.

Lo peor era que Luz no lo apetecía mucho más que su madre. Habían hecho que lo tomara casi en aborrecimiento las intemperancias galantes de aquellos donceles que la miraban, que la seguían y que la requebraban implacables, y de aquellas damas que buscaban su trato incesantemente para alabarla cuando hablaban con ella, para ponerla defectos las más, en cuanto se alejaban un poco, y para imitarla todas, al fin, hasta en el modo de andar.

Pero lo que su madre le decía: «estás aquí, y en la edad de divertirte, y tienes hasta que hacer que te diviertes con lo que aquí se divierten los demás». Y Luz lo aceptaba todo con el mejor de los deseos, y en todas partes aparentaba divertirse mucho, aunque en realidad se divirtiera muy pocas veces. Sin embargo, tampoco se aburría; y quiero que conste este dato para que no se confunda con el melindre indigesto lo que era hasta abnegación de una naturaleza sobria y delicada de gustos.

La marquesa, por vecindades en la mesa redonda del hotel en que se hospedaba, había trabado amistad con una señora de buen aire, la cual señora tenía dos hijas muy guapas: la una y las otras eran, además, muy discretas y muy distinguidas de porte. Tampoco eran de Madrid -condición muy del gusto de la marquesa-; pero sin ser de Madrid se puede ser guapo, y hasta listo y elegante. El caso es que si las dos señoras simpatizaron entre sí, las chicas de la una se entendieron con Luz y Luz con ellas, como si toda la vida hubieran andado juntas y en paz. En muy pocos días llegó a haber entre ambas familias toda la intimidad que cabe en los tratos de esta especie. La marquesa, particularmente, estaba como niño con zapatos nuevos con la amistad de aquella señora, que era afable sin fingimientos, y buena sin doblez. Nunca se había visto en otra la gran dama; y este sencillo y honrado placer se le debía a la mujer de un magistrado cesante. ¡Y ella se había pasado la vida pagándolos a precios exorbitantes en las grandes cúspides sociales, sin adquirir uno solo que no la dejara rastros de amargura y de remordimientos!

Luz y sus dos amigas paseaban juntas muy a menudo, juntas se bañaban y juntas asistían a bailes, jiras y conciertos. Las del magistrado habían visto y aprendido más cosas de la vida que ella, y la entretenían mucho con sus relatos de sucesos (limpios, se entiende) recogidos siguiendo a su padre de la Ceca a la Meca, por azares de su destino. Luz, en cambio, nada por el estilo podía contarlas; porque hasta de su mundo, al cual era recién llegada, sabía mucho menos que ellas, aunque sólo le conocían de oídas.

Y hablando, hablando, llegaron las confianzas al último límite, y resultó que la mayor de las dos hermanas estaba ya para casarse, y muy enamorada. Él era un joven muy guapo, recién graduado de doctor en Medicina; rubio, con toda la barba, pero muy recortada, lo mismo que el pelo; muy alegre por carácter, y muy cariñoso: a ella la quería atrozmente. A la hora menos pensada se presentaría por allí: se lo tenía prometido. En la última carta, que era de Madrid, la anunciaba una gran sorpresa. Debía de ser su llegada. Ya tenían puesta la casita, muy mona, en la mejor de las calles de la ciudad. Él era buen músico y algo pintor, y ella tocaba regularmente el piano. Habían comprado uno nuevo, vertical: como mueble, muy elegante.

Luz oía todas estas cosas con gran atención, y no negaba que el novio de su amiga fuera muy guapo, con su barba rubia y su pelo recortado; pero a ella le gustaban más los hombres de pelo negro y abundante y con bigote solo, y no largo ni muy espeso. Bien estaría la casita de los novios; pero no tanto cómo el chalet que ella tenía en lo alto de «su mundo»; y en cuanto al piano, por superior que fuera, ¿a que no sonaba tan bien como el suyo, cuando se ponía a tocarle después de dar un paseo por las tortuosas veredas de su paraíso, con «el arcángel» que se le custodiaba?

Por supuesto que Luz no decía nada de esto a sus amigas, ¡quién se lo mandara!, pero lo iba pensando y hasta lo creía. ¿Y qué mal había en ello?

Aquella noche había baile en el gran salón que uno de los hoteles tenía destinado a esa clase de fiestas. Las tres amigas, seguidas a corta distancia de las dos madres, se dirigían a él, algo más peripuestas de lo que habían pensado por la mañana, porque a última hora se supo que acababa de llegar un gran contingente de bañistas de buen humor, que no faltarían al baile. No era bastante motivo este para emperejilarse más las mujeres que asistían a otros tales muy bien vestidas; pero la idea nació de la novia del doctor de barba rubia; y hay motivos para creer que tomó por pretexto la asistencia de gente desconocida al salón, para presentarse en él bien engalanada, sospechando que su novio le había de dar allí la anunciada sorpresa. Por lo mismo que ya no bailaba más que con él, quería, si sus sospechas se realizaban, hacerle en aquella ocasión los honores en toda regla.

Y fue verdad que hubo gente nueva en el baile, y bastante, y de muy buen porte; y también se confirmaron las sospechas de la hija mayor del magistrado cesante: allí se le apareció de golpe su novio, tal como ella le había descrito, con la barba y el pelo rubios y recortados, alegre y cariñoso, a juzgar por las muestras del momento. Comenzaron en seguida las presentaciones y los mutuos cumplimientos; tocose luego a bailar, y con este motivo la novia se colgó del brazo que el novio la ofrecía y, se largaron juntitos por el salón adelante.

Luz (que se excusaba de bailar siempre que podía) estaba sentada entonces, y desde su asiento seguía con la mirada a los novios, asociando, sin poderlo remediar, a algunos pormenores de aquel suceso otros detalles semejantes de sus imaginaciones paradisiacas. En aquel encuentro y en aquel paseo, ¿no había un extraordinario parecido con los encuentros que ella tenía y con los paseos que se daba bien a menudo en las arboledas de su retiro? Cierto que los fondos eran muy distintos entre sí; pero las figuras... También en las figuras, en las de ellos, encontraba grandes diferencias. Este era rubio y poco esbelto, al paso que el otro...

Y al llegar aquí la candorosa Luz con sus comparaciones mentales, se quedó abismada en el mayor de los asombros... junto a la puerta de entrada al salón, en el mismo sitio donde ella tenía puesta la mirada, casi rozándose con el novio de su amiga, que pasaba por allí en aquel momento, acababa de aparecer... el otro, el mancebo de sus imaginaciones; la figura de su cuadro, con su gallardía de continente; con su pelo negro, suelto y abundante; sus rasgados ojos tan negros como el pelo y el sedoso bigote; su boca risueña y su mirar dulce y profundo. ¿De dónde venía? ¿A qué iba allí?... No cabía duda: venía de su paraíso... y en busca de ella. ¿De qué otra parte podía venir, ni qué otra cosa, sino a ella, podía buscar en el salón con aquel modo de mirar tan suyo?... Ya la había encontrado. ¡La misma sonrisa de allá; la misma expresión de ansias bien satisfechas, en los ojos; el mismo andar que cuando iba hacia la roca blanquecina medio envuelta entre carrascas, hiedras y escaramujos! Si Luz hubiera estado entonces sola en su azotea, habría bajado de ella en seguida para salirle al encuentro; pero no estaba sola, ni en la azotea, y esperó a que llegara él.

Y llegó, y la invitó a bailar; y Luz, sin dudar un solo instante, se levantó de su asiento, enlazó su brazo con el brazo que le ofrecía el mancebo, y se fue con él por el salón adelante... ¡Lo mismo que cuando se iban por los tortuosos y blandos senderos de su mundo!

No bailaron..., ¡qué habían de bailar?

Lo que Luz no recordaba bien era el timbre de la voz de su acompañante de allá; pero en cuanto oyó hablar al otro de carne y hueso, exclamó para sí con nuevo asombro: «¡El mismo!»

Este otro la dijo que había ido a buscarla allí, porque una corazonada le había declarado que allí la encontraría. Luz no se atrevió a preguntarle dónde se habían conocido los dos, ni qué era lo que le movía a buscarla con tanto empeño; y él la enardeció todavía más los deseos, declarando que la conocía mucho, ¡muchísimo! Jurara que de toda la vida, aunque la había visto muy pocas veces, y sólo sabía de ella que se llamaba Luz.

¡Y Luz, en cambio, con haberle tratado tanto, ignoraba todavía cómo se llamaba él!... Se atrevió a preguntárselo.

-Me llamo Ángel -respondió el mozo.

¡Ángel! Por arcángel le había tomado ella muchas veces al contemplarle en su imaginado paraíso guardándole las puertas. ¿Qué venía a suponer esa leve discrepancia de jerarquías? Siempre resultaba el mismo «guardián».

Pero ¿dónde la había conocido? Eso es lo que ella quería saber para acabar de orientarse en aquel laberinto de coincidencias tan de su agrado. Y al fin lo supo también. Ángel la habla visto con admiración desde lejos, entre otros que también la admiraban. Por lo que les oyó decir, averiguó que se llamaba Luz, nada más que Luz. ¿Y no era eso bastante? No volvió a verla en el mundo de la realidad, por más que la buscó; pero se forjó él otro mundo a su capricho, en el cual la veía a todas horas; porque aquel mundo era para los dos solos, Y viéndola allí y admirándola sin cesar, le parecía que volaba el tiempo que había de correr hasta que la encontrara de veras; porque este encuentro había de ocurrir necesariamente. Lo creía con ciega fe. Dios no infunde en el corazón humano sentimientos tan dulces, tan puros y tan hondos como los que había infundido en el suyo, para que se conviertan en semillas de negros y dolorosos desencantos. Por eso se habían realizado allí sus esperanzas de encontrarla. El sitio era lo de menos, porque en alguno de la tierra había de ser. Como creía llevar los pensamientos en los ojos, y entre estos pensamientos estaba hecha a vivir la Luz de sus ilusiones, no se asombró de que la Luz de la realidad los leyera en las miradas con que la buscaba por el salón, ni de que no temiera acercarse a ellos para vivir también un rato entre tan buenos amigos. Esta era la verdad; y si no se la decía, ¿para qué había ido él allí?

Lo mismo opinaba Luz. ¿De qué había de hablarla a ella aquel hombre sino de esas cosas y en aquellos términos?... Pero ¿cómo sería el mundo que él también se había forjado a su capricho? Casi se atrevía a jurar que era muy semejante a su paraíso. La duda la impacientaba bastante, y se decidió a salir de ella preguntándolo.

-Ese mundo -respondió el mancebo -se concibe mejor que se pinta, como todo lo que se siente por anhelos del alma. Desde luego no es un mundo de cal y canto como el que han ido construyendo los hombres para nido de sus vanidades dispendiosas y malsanas; es un compuesto de primores de la naturaleza en su más dulce reposo: auras de Mayo, rosas, follaje, pájaros..., ¡qué sé yo!, y, sobre todo ello, y para alumbrarlo, vivificarlo y embellecerlo, la Luz de mis ilusiones, del hada de aquellos encantados jardines.

-¡Los conozco! -exclamó aquí la joven sin poderse contener; y añadió a la pintura, a grandes rasgos, de los jardines del otro, algunos detalles de los del suyo.

-¡Eso mismo!-dijo el pintor idealista; y en el acto preguntó a Luz que de qué los conocía; y Luz tuvo que responder que también ella había vivido mucho tiempo en un mundo de aquella traza.

-¿Sola?-la interrogó entonces el confidente, con fogosa vehemencia.

Y a esta pregunta no pudo responder Luz de pronto, porque le dejó sin ánimos para ello una sensación que hubiera creído de miedo, a no parecerle tan agradable.

-Sola...,sola no -llegó a decir, bajando los hermosos ojos y con las mejillas muy sonrosadas-: con él.

Y de aquí no pasó ya la pobre chica. Verdad es que el otro no porfió mucho para que pasara, respetando aquellas pudorosas resistencias que lo impedían.

Ni ¿para qué pasar? ¿No era preferible la elocuente actitud de la interrogada, a la más terminante de las frases?

Luz, siguiendo la conversación y no hallando en su memoria un motivo real y verdadero de donde derivar el enlace lógico de tantas y tan singulares coincidencias, convino con su amigo, al volver éste sobre lo ya tratado, en que cuando Dios infundía ciertos sentimientos en un corazón, bien podía infundirlos iguales en otro, si entraba en sus designios que ambos corazones se encontraran, por apartados que estuvieran, para formar uno solo...

No podía darse mayor conformidad de pensamientos entre Luz y su amigo, ni realidad más parecida a la hermosa ilusión forjada en dos cerebros juveniles. ¿A qué pedir más por entonces?

Lo peor era que las gentes se regían allí, en el salón del baile, por leyes muy distintas de las del mundo ideal de los dos enamorados; y era ya preciso que ella volviera a sentarse y que se separaran, después.

Y se separaron, tan pronto como Luz se sentó donde antes había estado sentada, entre su madre y su amiga sin novio. La que le tenía continuaba paseando todavía con él.

Con serle tan conocido a Luz cuanto la rodeaba, todo le parecía nuevo, por más hermoso: hasta el piano le sonaba mejor. ¡Lo mismo que le sucedía en la casita de la azotea después de pasear con él por las veredas blandas y retorcidas de su edén!

Ángel, después de dejarla sentada, había desaparecido del salón. La marquesa, que no le había perdido de vista un solo momento, deseaba saber quién era; y ni se lo pudieron decir sus amigas ni la misma Luz, a quienes se lo preguntó. Luz sólo sabía que era él, y esto no debía respondérselo a su madre; la cual, por lo mismo que lo había sospechado por lo que había visto y lo que estaba observando en el arrobamiento y turbación de su hija, tenía mayor empeño en saber algo más; y repitió la pregunta al novio de la hija de su amiga cuando pasó cerca de ella.

Según este declarante, el sujeto en cuestión era madrileño, muy rico, abogado por lujo, y se llamaba Ángel, Ángel Sánchez, o Pérez, o López..., un apellido así, de los más llanos y corrientes. Sabía esto porque habían venido juntos desde Madrid, por casualidad. Parecíale un joven sumamente despejado y discreto..., y no sabía otra cosa de él, ni buena ni mala.




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- X -

Ángel desapareció del salón del baile aquella noche, pero no de la playa. Al otro día se dejó ver instalado en el mismo hotel en que vivía la marquesa. Habló con Luz en el comedor y en el jardín, y dondequiera que le fue posible y le pareció lícito, y Luz se le presentó a su madre a título de amigo suyo, como «el mejor de sus amigos». Así le calificó.

Se necesitaba tener los ojos muy poco avezados a estudiar fisonomías, escasa luz detrás de ellos, menos mundo y demasiada carga de malicias, para recibir mal a un presentado de aquel corte; y como a la marquesa le sobraban mundo, luces, experiencia, buen gusto y hasta motivos especiales, «el mejor amigo» de su hija fue recibido por ella muy cortés y cariñosamente.

A los pocos días Ángel era también «el mejor amigo de la casa», y el compañero inseparable de Luz y sus amigas en corrillos, fiestas y paseos. No podían pasar las cosas de otro modo con un carácter como el del «guardián del paraíso» de Luz.

«Era un conjunto -escribe la marquesa- de enterezas y formalidades de hombre, de sinceridades de niño y de entusiasmos de artista, envuelto en un cendal de los más nobles y honrados pensamientos; pensamientos que se le leían, aunque callara, como si su cerebro fuera urna de transparente y limpio cristal. Era imposible no franquear todas las puertas de la casa a un huésped como aquél, que llevaba todo su caudal de sentimientos y de ideas a la vista y sin cerrojos.»

Ya conocía la madre el génesis novelesco de la amistad de su hija con él, y había hecho suma gracia a sus malicias de mujer de larga historia; y le conocía porque Luz, que se había arriesgado a declararla lo más, no tenía para qué ocultarla lo menos. Por cierto que se vio la pobre en grandes apuros para pasar con el idilio entre las sonrisas cáusticas de su madre, siguiendo el fantástico camino por donde habían llegado las cosas al punto en que se hallaban.

Pero, idilio o no, el desenlace era un hecho positivo y de una realidad bien simpática para la marquesa, hasta aquellos momentos. En adelante ya vería, según fuera descubriéndose lo mucho que aún ignoraba. Luz le había presentado el mancebo con su nombre y apellido; pero como éste le había sonado poco a fuerza de parecerle vulgar, ya se había olvidado de él, hasta por costumbre de llamar al presentado por su nombre de pila, que tan bien le cuadraba. Y esto era muy poco saber todavía.

Las amigas de Luz y el novio de la mayor, desde la noche del baile se bebían los vientos olfateando noticias del aparecido en el salón, por supuesto que con la mejor de las intenciones; pero nada averiguaban de fundamento, aunque por la playa corrían ya las versiones más estupendas y contradictorias acerca de la procedencia y vicisitudes del novio de Luz; que por esto solo, es decir, por ser el novio de la bañista más hermosa y más visible de cuantas por allí se exhibían, tenía el triste privilegio de atraer sobre sí todos los rigores de la curiosidad desocupada.

Entretanto, él y ella habían ido trocando poco a poco las tintas ideales de sus alegorías, y buscando la comunicación de sus mutuos sentimientos por otros carriles más humanos, aunque menos pintorescos; se amaban a la manera de los mortales del mundo sublunar que se aman de veras, sin afirmarlo a cada instante, pero sin vacilaciones ni recelos, ni ansiedades locas ni exigencias ridículas. Luz hallaba menos cargado de poesía este cuadro de la realidad que el otro de su fantasía; pero, en cambio, le parecía más substancioso, y por ello no se lamentaba del trueque. Verdad es que Ángel sabía mantenerla en tan buena conformidad pintándola a menudo, y para lo porvenir, hasta panoramas enteros, que no por desenvolverse en el prosaico mundo «de cal y canto», dejaban de ser llamativos para la venturosa pareja que había de habitar en ellos.

Cuando la marquesa comenzaba a echar de menos los pormenores que Luz no podía darla sobre la procedencia del «mejor amigo» de ambas, se anticipó el interesado mismo, en una ocasión bien elegida, cuando vino muy a pelo, a sacarla de su apuro, relatándola con noble, sencilla y hasta elegante ingenuidad, su filiación entera y verdadera.

Esto ocurrió una tarde, en la intimidad de una conversación habida en el mirador del gabinete de la marquesa entre ésta, su hija y el relatante, al blando rumor de las ondas que venían a morir, deshaciéndose en ancha faja de espumas, sobre la playa inmediata. He aquí la substancia de su relato:

Ángel era el menor de varios hermanos suyos, a quienes no llegó a conocer, porque murieron siendo muy niños. El temor de que también él se muriera, fue causa de que le guardaran sus padres como oro en paño. Cualquier otro en su lugar se hubiera perdido con lo que se hizo con él por el afán de conservarle. A él le salvó su naturaleza, francamente refractaria a vivir bajo fanales. Nunca fue niño mimoso ni asombradizo, aunque sí muy avaro del calor del hogar y de la familia. No llegó a perdulario, ni con cien leguas; pero rompió muchos zapatos jugando en las plazuelas con otros camaradas; se descalabró bastantes veces, y no volvía a casa, de retorno de la escuela o del paseo, con la ropa más limpia ni más entera que la de cualquier otro muchacho de buenas agallas. Lo que nunca hizo fue negar en casa lo que había hecho en la calle, ni quejarse contra nada ni contra nadie por sucesos de que él solo tenía la culpa. Esta sinceridad le valió nuevas largas de quien tenía derecho para atarle corto; pero él no las quiso, es decir, no usó de ellas, porque le bastaba con las que ya tenía para expansión necesaria de las fuerzas de su temperamento. Cumplió bastante bien con sus deberes escolares. No descolló gran cosa entre sus condiscípulos de primeras y segundas letras, pero tampoco fue de los últimos. Se creía muy en su puesto estando donde estaba, y por eso jamás tuvo celos de los que le precedían, ni miró con desdén a los que iban detrás.

Cuando llegó el momento de elegir una carrera, hubo grandes porfías en su casa. Todo parecía poco para él, y él, entretanto, tenía bien limitadas las ambiciones sobre este particular; no sólo porque era cosa convenida que no necesitaba la carrera para vivir a expensas de ella, sino porque no quería echar sobre su cabeza mayor carga de la que pudiera sufrir con desahogo. Fue siempre un enigma indescifrable para él la convenida claridad de las matemáticas. Excusado era enderezarle por este camino. Aun suponiendo que hubiera sido capaz (que no lo fue) de penetrar los alambicados y abstrusos conceptos de la metafísica, reputaba por perfectamente inútil en la práctica de la vida toda esa jerga filosófica que ha tenido siglos enteros en perpetua disputa a la mitad del mundo sabio, sin que haya quedado más fruto positivo y tangible de tan larga y encarnizada batalla que un rimero de infolios en latín, que van royendo poco a poco los ratones y las polillas. No tenía estómago bastante fuerte ni entrañas del temple necesario para médico, amén de que, como carrera de lujo, la de Medicina le parecía la menos a propósito de todas las carreras. Y así, por este sistema de exclusión, llegó a demostrar a su padre que él no podía ser otra cosa que jurisconsulto, la carrera en que caben todos, los grandes y los pequeños, los listos y los tontos, y los que se buscan el título como puerta para salir a todos los campos de las humanas ambiciones, que no eran pocas a la fecha.

Y se hizo abogado en unos cuantos años de estudiar regularmente y de asistir a cátedra con bastante puntualidad, sin pedir, por iniciativa propia, más vacaciones que las de reglamento, ni perorar en los motines universitarios, ni fomentar huelgas ni manifestaciones escolares de ninguna especie, aunque obligado a servir de comparsa en las que le tocaron en suerte.

Siendo abogado a los veintidós años, ya no supo qué hacerse, y por hacer algo tuvo serias tentaciones de abrir su correspondiente estudio; pero no cayó en ellas, en primer lugar, porque con los aires de un largo viaje que hizo por entonces para acabar de convencerse de que en el mundo hay algo más que Madrid y sus afueras (lo cual no quieren creer todavía algunos madrileños), se le modificaron mucho las ideas sobre el bufete de letrado; y, en segundo lugar, porque ya le chisporroteaban en la mente ciertos reflejos de otras regiones más altas y serenas que las del foro; reflejos que, con el roce y continuo trato de personas avezadas a vivir en ellas, llegaron a ser clara luz con la cual descubrió nuevos mundos que le despertaban grandes apetitos en su fantasía, y en los cuales eran desconocidos los procuradores y el papel. sellado.

Felizmente, conservaba Ángel en toda su pureza la buena pasta de sus primeros años. Continuaba conformándose con lo que en buena ley le correspondía, y teniendo por precepto de ella el volverse a su puesto, muy tranquilo, después de malogrársele su intento de valer un poco más, bien convencido de que no todos los viandantes servían para todos los senderos. De otro modo, no hubiera ganado para sustos, contrariedades y descalabros; porque el mozo, en este particular, siempre fue curioso y decidido.

Antojósele que «también él» era poeta, porque era sensible y veía claro en el espacio de las ideas. Allí estaban, y suyas podían ser como de cualquier otro. Decidiose, y se apoderó de unas cuantas que mejor le parecieron. Trabajo inútil. Lo que tan hermoso se le antojó disperso y revoloteando en los cielos de su fantasía, entre manos profanas no era más que un puñado de cosas descoloradas y deformes. Le faltaba el arte con que vestirlas para que fueran la expresión exacta de lo concebido en la mente, y esto no era ser poeta.

Ya siendo estudiante se había creído capaz de ser pintor, porque sentía y amaba a la naturaleza, y tributaba admiración y hasta saboreaba las obras de los grandes maestros. Además, la herramienta de este oficio le parecía de mayores recursos y más entretenida que la pluma, Otro desengaño. ¡Siempre la idea desfigurada y confusa entre la obscuridad de un arte deficiente! La misma dificultad con los colores que con las palabras. Cuanto más trabajaba para dar relieve a las formas de su pensamiento, más le desvanecía y le ahogaba entre la balumba de las frases huecas o de los colores resobados. Esto no era ser artista.

Otro en su lugar no se habría dado por vencido en estas luchas, y hubiera inundado de coplas y de monigotes a España entera, para ofrecernos en cada disgusto un testimonio de que él era tan poeta y tan pintor como los mejores, o de que si no lo era todavía, lo iría siendo poco a poco; pero Ángel, para honra suya y tranquilidad de los españoles incautos, aprovechó las caídas para estimar el valor de lo que a él le estaba vedado, y empleó las fuerzas que otro hubiera gastado en odiar a los que eran lo que él no podía ser, en admirarlos quieta y sosegadamente, porque sabían expresar las más altas ideas con los procedimientos más sencillos. Y esto era ser poeta y ser artista.

Antes que en pintor, había querido picar en músico; y en este intento, aunque no llegó a dominar el arte, sacó mejores frutos que en los otros: tenía paciencia, mucha maña y buen gusto, y el piano era un almacén de sonidos hechos. De este modo, si no creaba, cuando menos se divertía extrayendo del depósito las notas, concertadas por el orden que se le señalaba en un papel. Llegó a ser un regular pianista.

Después de su fracaso de poeta, quedábale el recurso de la prosa, que parece ser el prado del concejo para todos los aficionados a retozar en los campos acotados de las letras, y aun de las artes, las pedestres inclusive. Ángel no llevaba a tal extremo sus aprensiones, porque esto no cabía en un mozo de tan buen sentido; pero muy cerca le andaba cuando consideraba el caso desde lejos. Por de pronto, creía que sin las trabas del metro y de la rima, el ropaje de la idea era mucho más fácil de cortar. En la prosa, el arte, si arte se necesitaba para manejarla bien, era llanote y campechano; las pruebas abundaban, al decir de las gentes, de que en España bastaba querer para convertirse un zapatero en literato distinguido; y esto no sería del todo exacto por lo tocante a los zapateros; pero podía serlo por lo tocante a él, que había cultivado la inteligencia, conocía bastante bien la lengua en que pensaba, y hasta sabía distinguir los libros escritos con arte de los emplantillados por zapateros.

Y se atrevió con una novela, cuyo asunto vela bastante claro en su cabeza. Cuestión de coger aquellos personajes, decir cómo eran, dónde vivían y de qué modo; de qué pie cojeaba cada uno, y moverlos de acá para allá, lo mismo que se mueven las gentes en el mundo, al compás de sus necesidades y según lo pidan sus virtudes o sus pasiones. Nada más sencillo ni hacedero. No se lo parecería tanto sí se tratara en la novela de cosas del otro jueves: de laberintos de sucesos, de lances inesperados, de sorpresas deslumbradoras y espantables, obra para la cual se exige una fuerza inventiva de todos los demonios, y hasta un acopio de auxiliares mecánicos que no se hallan ni se construyen en los talleres de un novelista cualquiera.

La armazón de la novela de Ángel era la siguiente: un comerciante muy rico tenía una mujer muy guapa, la cual mujer era, además, ligera de cascos. De este matrimonio nació una hija que llegó a ser moza, sin que, su madre se recatara de ella todo lo que debía para entregarse a sus liviandades, que iban de mal en peor y al cabo llegaron a matar de pesadumbre y de vergüenza al pobre comerciante. A la hija la pretendió un abogadete poco aprensivo; la pretendida le quiso y llegó a casarse con él; al poco tiempo de casada la galanteó un coronel muy guapo: a ella le gustaba mucho el coronel, que era mejor mozo que su marido; y porque le gustaba y estaba muy hecha a considerar, en el ejemplo de su madre, que el ser mujer casada no impide enamorarse de otro más, aceptó los galanteos del coronel, el cual desorejó en un duelo al abogado ofendido, por habérsele quejado éste de la ofensa. Cuando se cansó del coronel, amó a un ingeniero civil, y después del ingeniero a un periodista, y así sucesivamente hasta un torero de fama; porque el público llevaba una cuenta minuciosa de todas esas prodigalidades amorosas, aunque la pródiga pensaba que nadie se las veía. Con este caso bien podía darse a entender, sin declararlo con la pluma, que, sin un milagro de Dios, de madre mala no puede nacer hija buena, porque aun sin contar con lo que influye en las inclinaciones de las segundas el mal ejemplo de las primeras, hay quien cree que los vicios se heredan como las escrófulas y la tisis. Pero la esposa del abogado tuvo también una hija, y ésta hija era guapa y parecía muy buena. Por de pronto, se había educado de muy distinta manera que su madre: lejos de ella y del ruido de los escándalos. De esta chica se enamoraba un forastero, ignorante de todo lo que pasaba y había pasado en aquella familia; el forastero era guapo mozo, muy honrado y sumamente noble y sencillo de carácter, por todo lo cual la chica llegaba a quererle con todo su corazón... Y aquí entraba la dificultad que había sumido al autor en grandes dudas. ¿Qué hacía con la pareja de enamorados? ¿Conservaba al novio en su ignorancia y los casaba, exponiéndole por toda su vida a la conmiseración ultrajante del público, que estaba en autos, cuando no a más graves peligros si la cabra tiraba al monte a lo mejor? ¿Le enteraba de todo? Y en este caso, ¿qué hacía el pobre muchacho después de poner en horrible lucha a su corazón con sus naturales repugnancias? ¿Renunciaba a la hija, que era buena, por los pecados que había cometido su madre? Y en caso afirmativo, ¿disculpaba su resolución con la verdad? procediendo así, ¿qué hacia ella? ¿Le culpaba a él, o culpaba a su madre? ¿La mataban el dolor y la vergüenza, o se resignaba y vivía? No había lucha ni vacilaciones en el novio después de descubrir lo que ignoraba, y entraba con todas, porque su amor le cegaba: ¿era su papel, en este supuesto, más airoso que el de casado en la ignorancia de lo que ahora conocía? ¿Salía buena su mujer, o salía mala? ¿Cuál era lo más natural, lo más humano, lo verdadero, teniendo en cuenta que su obra no había de ser un libro de tesis, sino la exposición amena de algunos sucesos arrancados de la realidad de la vida?

Dejando estas dudas sin aclarar por de pronto, y muy confiado en que la fuerza misma de las cosas al tratar de ellas le daría resueltas las dificultades, comenzó a escribir la novela... ¡Otra sorpresa más y un nuevo desengaño! Con saberse todo el Diccionario de la Lengua y conocer al dedillo personas y lugares, los retratos y pinturas de ellos, más que cuadros de color, le resultaban inventarios de escribano. También allí hacia falta el arte, y mucho arte; porque hasta que lo tocó con las manos no pudo convencerse de que lo más sencillo y trivial a la simple vista, lo que estamos contemplando a todas horas, porque vivimos entre ello, es lo más difícil de pintar en un libro.

Entonces arrojó la pluma pecadora y se curó de toda tentación de meterla en donde no la llamaran; pero, en cambio, fue desde aquel momento un devoto, hasta lo místico, del arte en todas sus verdaderas manifestaciones, sin temores ni barruntos de que pudiera incurrir jamás en el feo vicio de profanarle con atrevimientos de aficionado, y con la lícita vanidad de ser el único español que, pudiendo, no había molestado a la paciencia pública con una sola «muestra de su menguado ingenio».

Yo no sé si parecerá bien a los lectores de cierta contextura, que un mozo como Ángel les fuera con aquellas puerilidades y estas retóricas a dos señoronas de Madrid que estaban pasando una temporada en una playa de baños, y entretenidas en ver desde el mirador de una fonda cómo rompían las olas del mar, allí cerca; pero, poniéndome en el peor de los casos, quiero que consideren aquellos caballeros que de todo se puede hablar con señoras, por aburridas que estén, hasta del teorema de Sturm, que es la materia más desabrida que yo conozco; porque el peligro de cansar al prójimo no está en lo que se le cuente, sino en el modo de contárselo, y puedo certificar que el relato de Ángel, por lo fresco, por lo natural, ingenuo y desenfadado, fue oído por las damas sin desperdiciar punto ni coma. Por otra parte, ¿de qué había de hablar en aquella ocasión un mozo sin historia, a dos mujeres que estaban interesadas en conocer hasta su modo de dormir?

¡Vaya si les iba cautivando la atención! Tenía que leer la cara de la marquesa, particularmente cuando el relatante expuso el plan de su malograda novela y apuntó las dudas que le asaltaron en lo más interesante. No parecía sino que se había ideado para ella ¡Qué demonio de chico, por dónde había ido a tomar el punto; y de qué manera tan fácil podía llegar a ser un hecho la ficción aquella, sin haberse escrito todavía, y a resolverse en su casa, por la marcha fatal de los sucesos, la dificultad que no había acertado a resolver él en sus especulaciones imaginativas! ¡Tendría que ver eso!

Luz, aunque nada temía por este lado, no por ello se interesaba menos que su madre en los relatos de Ángel. Veíale entre ellos adelantar rápidamente en su ya comenzada metamorfosis de ente ideal en hombre vivo y efectivo, y no la desilusionaba pizca la realidad que se iba descubriendo.

Siguiendo el mozo su historia, dijo que entre sus tentativas de poeta y de novelista fue cuando conoció a Luz, al salir ésta un domingo de las Calatravas. Se metió en el carruaje que la aguardaba en frente, y desapareció calle abajo. Ángel sólo tuvo tiempo para admirarla y para saber su nombre. Le oyó pronunciar en un corrillo de desocupados que la conocían. Otra vez la vio en un teatro, al cual había él llegado a última hora. Ninguna de las pocas personas a quienes pudo preguntar sabían quién era. Esto no debía extrañar a la marquesa. Su mundo estaba muy lejos del mundo de Ángel, y los amigos de éste eran muy contados, porque muy pocos eran también los que se avenían a su manera provinciana de vivir en la corte.

Y no volvió a ver a Luz; pero lejos de borrársele su imagen en la memoria, más se ahondaban sus trazos cada día al calor del pensamiento, que no se apartaba de ella un solo instante. Llegó a creer que en aquel señorío que el recuerdo de Luz había hecho de su corazón y de su fantasía, había algo de inspiración sobrehumana. Aceptolo así; y con ando a esta idea todos los entusiasmos que cabían en su alma virgen, llegó a convertirla en culto fervoroso y apasionado. Esto podría tener sus puntas de romántico y sus lados de inocente; pero así era la verdad, y verdad muy agradable para él. Tenía ciega fe en que había de hallar a Luz algún día, y en que, después de hallada, no había de desconocerle. Y salió a buscarla, sin impaciencias, por aquel camino que eligió a la casualidad. Apenas llegó, oyó hablar de ella y hasta supo cuál era su linaje. No se desanimó al conocerle, ni dudó que aquella Luz de que hablaban pudiera ser otra Luz que ella. Y así sucedió.

Lo demás no tenía para qué referirlo, porque ya lo sabía Luz... y su madre también.

A estos informes particularísimos de su persona añadió algunos otros que pudieran llamarse de familia.

Su padre era un bendito de Dios, y su madre otra que tal, en el fondo, pero algo más áspera y sombría en las formas. El uno y la otra no vivían ya sino por él y para él. No querían que se contagiara de la vida que ellos hacían, modesta y retirada; les gustaba que fuera más corriente y algo mundano, y al mismo tiempo temían verle muy metido en el mundo por los peligros que soñaban en él, particularmente su madre, que era demasiado recelosa y aprensiva. Ángel procuraba acomodarse a este tira y afloja a que querían someterle, y lo conseguía sin gran esfuerzo, porque tenía todo lo suficiente para sus necesidades mundanas, escogiendo entre lo mucho lícito y honrado que en el mundo había.

Por aquellos temores, más llevaderos en el padre que en la madre, ansiaban los dos porque el hijo tropezara pronto con su media naranja. Solamente viéndole casado, y bien casado, se atreverían a conceptuarle seguro.

Y aquí se calló el relatante, porque ya no tenía más que decir, a su juicioso entender. Sin embargo, la marquesa echaba de menos un detalle de gran monta allí; detalle que si Ángel no le había omitido, ella le había olvidado ya. En la duda, le preguntó con dulcísima afabilidad:

-¿Cómo dijo usted -porque soy muy flaca de memoria para nombres- que se llamaba su padre?

Y Ángel, que tampoco se acordaba si lo había dicho o no, y temiendo en este último caso que se atribuyera la omisión a un motivo que no cabía en la nobleza de su alma, aceptó con gusto la fórmula que le dio en su pregunta la marquesa, para responder cuanto podía venir allí muy al caso, sin que se tomara en mal sentido la respuesta:

-Santiago Núñez, antiguo droguero de la calle de la Cruz, y hoy dedicado a negocios de pasatiempo, en la calle Imperial, 15, segundo, derecha, que es la casa de ustedes, con permiso de mi padre, que no desautorizará mi ofrecimiento.




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- XI -

Un mozo rico, muy guapo, de alma noble, de claro y bien cultivado entendimiento, sin gota de sangre azul en las venas y sin trato ni conexiones de ninguna especie con el «gran mundo», era cuanto, puesta a soñar, hubiera soñado la Montálvez para novio de su hija. Y este novio existía de verdad, y amaba a Luz, y Luz estaba enamorada de él.

Hasta aquí el asunto iba rodando sobre carriles de seda y oro. Pero Ángel, el autor de aquella novela nonata, en la cual se hilaba tan delgado a propósito de las hijas buenas de madres malas, resultaba, a última hora, pedazo de las entrañas de aquel espectro que parecía no tenerlas para las madres pecadoras, y que la marquesa no podía olvidar, con no haberle visto más que una vez; y con este resultando y aquellas dudas novelescas del mozo, ya el asunto cambiaba de aspecto y de marcha, y hasta cabía pensar en que descarrilara, si el diablo se metía por medio con una de las suyas. Por de pronto, solamente al diablo se le podía haber ocurrido la idea de que tantas y tan buenas prendas estuvieran reunidas en un hijo de aquel otro demonio, y que este hijo se le hubiera metido a ella por las puertas, y hasta en lo más hondo del corazón de Luz. ¿Por qué no le había parido otra madre más humana? Y ¿cómo se concebía que pudiera nacer tan hermosa rama de tan feo tronco? Caprichos de la naturaleza.

A todo esto, la marquesa estaba ya, de vuelta de sus baños, en su casa de Madrid; la cual casa frecuentaba mucho Ángel, porque para eso le había sido ofrecida por la amable señora. ¡Y qué bien se acomodaba el mozo a aquellos ambientes refinados que tan nuevos eran para él! Verdad que, fuera del aparato escénico que ya nos es conocido, no había en las costumbres de la casa de Luz la menor singularidad que pudiera extrañarle ni aturdirle.

La mayor parte de las noches la madre y la hija se las pasaban sin salir y eran contadísimas las personas que las visitaban: señores mayores, muy sosegados y juiciosos, y muy atentos y muy amables con él. Algunas señoras por el estilo andaban por allí de vez en cuando, y, más de tarde en tarde, dos, como de la edad de la marquesa, jamonas tan de buen ver todavía como ella. La una era rubia, condesa viuda de Camposeco; pero la marquesa siempre la llamaba por su nombre de pila: Sagrario. Gastaba muy buen humor, y solía decirle cuchufletas; lo mismo que a los demás. La otra, también viuda y también titulada, aunque por derecho propio, marquesa de Espinosa, y también llamada por la de Montálvez por su nombre de pila, Leticia, era muy distinta de Sagrario: menos estrepitosa, más seria y, quizá, mejor tipo. Tenía unos ojos negros y escrutadores que punzaban al mirar, correctísimas facciones, algo morena, y muy esbelta todavía. Observaba mucho y hablaba poco; pero esto poco resultaba esculpido. Con él, con Ángel, estaba sumamente amable, y cuando no le hallaba hablando con Luz, le llamaba para que se sentara a su lado. Le hacía muchas preguntas sobre su modo de vivir, sobre el origen de su enamoramiento y sobre el de Luz, y parecía interesarse profundamente por los dos, y con este motivo le daba consejos, y muy juiciosos; a veces, hasta le floreaba todo cuanto cabía en una señora tan discreta y tan... últimamente mostraba gran empeño en que fuera de vez en cuando por su casa. No le pesaría. Había en ella buenos cuadros, bronces de mérito, encuadernaciones y grabados que merecían verse por un hombre de tan nobles aficiones y de tan buen gusto como él; sólo que Ángel, aunque muy reconocido a tan inmerecidas deferencias, no se atrevía a abusar de ellas ni juzgaba que debía hacerlo por entonces. Temía adquirir nuevos compromisos de sociedad, cuando su trato con la marquesa de Montálvez era todo cuanto podía soportar sin trastorno considerable del método de vida que se hacia en su casa. Más adelante ya sería otra cosa... y hasta conveniente para él. ¿Quién dudaba que era provechosa la amistad bien cultivada de una persona tan distinguida, discreta e influyente como aquella señora?

Además, o era aprensión suya, o la marquesa de Montálvez no ponía tan buena cara a estas dos amigas como a otras que también la acompañaban a ratos; y por si el recelo era fundado, trataba de intimar lo menos que podía con ellas, y jamás hablaba a la marquesa de las confianzas y deferencias con que Leticia le distinguía.

También era visita de la marquesa el señor don José Celestino de Guzmán, el amigo de su padre... y de él, salvas las debidas distancias. ¡Con qué gusto le vio aparecer allí una noche! ¿Y quién se lo había contado? Porque el señor de Guzmán lo sabía todo, a juzgar por algunas cosas que le dijo entonces, y otras varias que le fue diciendo después. Preguntole una noche, sonriendo, si lo sabían en su casa, y Ángel le dijo que no. Otra vez, y también muy risueño, le preguntó si creía que podría servirle de algo... para allanarle el camino, por ejemplo; y Ángel, sin detenerse a poner en claro de qué camino se trataba, apresurose a responder que sí; pero a su tiempo, si fuera necesario: por de pronto, quería ser él quien diera la sorpresa a su familia, y contaba con que la sorpresa fuera grata.

Con ser Guzmán el que menos andaba por allí, en opinión de Ángel era el mejor recibido de todos los visitantes de la casa, particularmente de Luz. ¡Cómo le quería... y cómo la mimaba él!... Lo mismo que hija y padre. ¡Y qué bien le sentaba al señor de Guzmán el papel de padre de una hija como aquella! ¡Si, por una rara casualidad, hasta se parecían... y mucho! Según le refirió la marquesa, a Luz la había conocido y tratado él desde que era muy niña. Por eso se querían tanto. Lo que era una compasión, a juicio de Ángel, que siendo viuda la marquesa y soltero su amigo, no hubieran tenido la ocurrencia de casarse. Formarían una excelente pareja...

Pero ¿de dónde habían sacado las personas que Ángel trataba fuera de allí, que las gentes del «gran mundo» eran unas tales y unas cuales? ¿De dónde lo había sacado su madre, que las tenía siempre entre cejas? A juzgar por lo que iba observando él en aquella muestra, ¿qué mayor llaneza, qué mayor afabilidad en el trato, ni qué mayor sencillez de costumbres? Cuidado que en aquella casa hasta se rezaba bien a menudo. Varias veces había llegado él en ocasión de estar la madre y la hija en el oratorio; porque hasta oratorio tenía la casa de la marquesa de Montálvez... ¡Ah!, si las personas mal informadas, si su aprensiva madre pudieran ver lo que él iba viendo tan despacio y tan desapasionadamente, ¡qué diversos serían sus juicios sobre aquel delicado particular!

Muchas veces estuvo a punto de hablar con ella de estas cosas; pero siempre había concluido por considerarlo fuera de sazón todavía. Por eso ni su padre ni su madre estaban al tanto de lo que pasaba. Sospechaban que había algo, porque Ángel era muy otro de lo que fue, por el desarreglo de sus horas, por sus arrobamientos y preocupaciones y hasta por el modo de vestir; pero nada más. Echábanle saetillas bien intencionadas en la mesa y en los ratitos de conversación que había a menudo entre los tres; pero la buena parte iban con indirectas ¿No le veían risueño, no le veían gozoso y no estaban siempre hurgándole para que saliera en busca de su media naranja? Pues si de estar buscándola ya se trataba, como ellos iban sospechando, y le veían lúcido, sano y contento, ¿qué más necesitaban saber por de pronto? Ya se andaría lo que faltaba por andar; ya les daría la sorpresa de las sorpresas cuando fuera la hora de dársela...

Pero ¿por qué lado la tomarían entonces? Estaba seguro de haber oído hablar más de una vez en su casa de la marquesa de Montálvez, no recordaba si para bien o si para mal, ni con qué motivo, porque no se fijaba nunca en el tema de las conversaciones que no le interesaban probablemente sería para mal, porque, para bien, jamás tomaba en boca su madre el nombre de ninguna señorona. Manías sin importancia de la pobre mujer.

Entretanto, que continuara aquella casi muda porfía que aguzaba los apetitos de la curiosidad de los cariñosos viejos con lima de mayores dientes cada día (y ya duraba cerca de cuatro meses la labor destructora), y que le dejaran apurar hasta la última gota de la miel de sus amores castos, la cual le brindaba nuevas dulzuras a cada momento.

Porque Ángel, artista de corazón y con el pecho atestado de impresiones vírgenes y profundas, estaba maravillado de ver cómo aquella flor purísima iba desplegando sus hojas al calor del nuevo sol, y absorbiendo con avidez la luz y el ambiente del desconocido mundo, a medida que se ensanchaba y crecía sobre su tallo oscilante.

Estas metáforas eran de Ángel. Luz era la flor; el amor de Ángel, es decir, Ángel entero y verdadero, el sol que la esponjaba; y el ambiente y la luz, los cuadros de humana realidad con que él iba despertando a la cándida soñadora de paraísos alegóricos.

Ya habían concluido entre los dos los temas de aquel colorido fantástico: se habían bajado a la tierra de los mortales; y era de admirar el relieve y la vida que había adquirido la belleza de Luz con este cambio de residencia y de clima. Hasta se sonreía cuando Ángel evocaba aquellas imágenes idílicas para compararlas con las realidades presentes.

-Y has de concluir por borrarlas de tu memoria -la dijo una vez el entusiasmado mozo.

-¡Eso no! -respondió Luz con gran vehemencia-. ¡Cómo he de olvidar yo que por allí vinimos?

Y Ángel no acertó a responder con palabras, ni se atrevió a sustituirlas con el único medio, sobrado terrenal, que se le ocurría, de beberse la respuesta de Luz para refrescar sus ideas.

Así fueron corriendo estos trámites, que parecían no tener fin, porque en un alma como la de Luz siempre hallan tesoros nuevos corazones tan honrados y tan novicios como el de Ángel; pero si no se columbraba el fin, había que salir a buscarle; y Ángel dio los primeros pasos con esos rumbos, bien resuelto a no detenerse en el camino. Lo que él entendía por su deber, que acaso fuera una necesidad mal comprendida, le imponía esta resolución.

Luz no se desorientó tampoco en el nuevo terreno a que la llevó la consulta de Ángel. No llegaba su inocencia al extremo de ignorar a dónde se iba por donde ellos andaban con un mismo impulso y una sola voluntad. ¿Pensaba él que ya era hora de poner fin a aquella placentera jornada de su viaje y de emprender otra nueva y más agradable todavía? Pues bien pensado estaría. Todo era creíble para Luz, menos que Ángel y ella no fueran una misma cosa, con un mismo corazón y un mismo pensamiento; que lo que les estaba pasando a los dos no fuera lo que debía pasar, ni que hubiera en el mundo suceso ni contrariedad destinados a impedirlo. ¿Quién, ni qué se resiste contra el ambiente que se respira y el sol que alumbra? Pues como el sol y el ambiente eran para ella la vida y el amor de Ángel: elementos naturales y necesarios de su propia existencia.

Y esto se lo contaba ella a él a su modo; pero tan sencilla y desembarazadamente como si el ocultárselo le fuera tan imposible como dejar de verle cuando le estaba mirando. Con lo que Ángel acabó de perder los estribos, y se fue poco después, despidiéndose con desusado acento «hasta mañana», dejándola el corazón entero en una frase, y llevándose la energía de los grandes héroes en un propósito.

Recién llegada Luz de su expedición de verano, se había hecho retratar a gusto de Ángel: de cuerpo entero y con un vestido de falda bien plegada, sin pabellones, frunces ni embutidos en ninguna parte; la caída natural de los paños, y el cuerpo ajustado y descubierto; la cabeza sin más adorno que una flor, y el pelo sin artificios piramidales, ni greñas de estúpido ganapán sobre la hermosa frente; la actitud sencilla y la mirada fija en él. Esto le pareció un poco difícil de conseguir a Luz no estando presente Ángel; pero Ángel, que ya contaba con la dificultad, tenía bien estudiado el modo de vencerla, y de vencerla al tenor de sus deseos. «Para retrarte así, la encargó, vuélvete con la imaginación a tu paraíso, y mírame desde la azotea de tu chalet». Y eso hizo Luz, de muy buena gana; y por eso resultó su cara en el retrato con la expresión de la de una virgen ideal de las Catacumbas, en sus arrobamientos celestiales.

Ángel llevaba siempre consigo y sobre el corazón un retrato de estos; y en contemplarle en la soledad de su cuarto se le iban las horas muertas: de modo que, con las que invertía en conversar con el original, casi se le pasaba el día sin separarse de Luz... y la noche también, porque en cuanto se dormía el bendito de Dios, ya estaba soñando con ella.

Pues bien; en la virtud de este retrato confiaba grandemente el hijo de don Santiago Núñez para facilitar sus primeras exploraciones en el ánimo de su madre.




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- XII -

Sobre este apreciable matrimonio apenas se veía la huella del tiempo corrido desde que el lector le conoció, con motivo de una visita que le hizo la marquesa de Montálvez. Un poco más enjuto y encanecido don Santiago, y menos entregada a su vicio calcetero la indestructible y petrificada doña Ramona. En todo lo restante, lo mismo que siempre: los mismos entretenimientos, las mismas costumbres y hasta los mismos muebles en el despacho del antiguo droguero... y las mismas alternativas reumáticas, aunque algo más acentuadas de gotosas cada vez, en la misma simpática persona; en el cual despacho acababan de desayunarse marido y mujer en el momento en que vuelvo a poner al lector en su presencia.

La noche antes había llegado Ángel a casa más desasosegado y distraído que de costumbre: cenó poco, habló menos y sin venir al caso; tan pronto sonreía como se le nublaba el gesto y se estremecía todo... Y así se fue a la cama.

De eso estaban hablando cabalmente su padre y su madre todavía, cuando se les presentó Ángel muy risueño, pero no muy tranquilo, a juzgar por ciertas señales. El tal mozo era la alegría de la casa, y no hay para qué decir cómo fue recibida allí su sonrisa, después de los extraños celajes de la noche anterior. Pero extraña era también, en las costumbres domésticas de Ángel, la visita al despacho de su padre a aquellas horas; y en ello convinieron don Santiago y su mujer con una mirada que cambiaron entre los dos, y que al propio tiempo quería decir: «¿qué diablos le pasará a este chico?»

Y el chico comenzó a dar cuenta de lo que le pasaba, poniendo en manos de su madre después de estamparla un beso en la frente, como lo tenía por costumbre, y de recibir otro en cada mejilla, el retrato de Luz.

-Vea usted eso -dijo con voz temblorosa y sonriendo al entregárselo.

La Esfinge tomó la tarjeta, púsola a conveniente luz, y clavó en el retrato la vista a través de sus anteojos, con una fijeza tan inalterable y dura, que Ángel hubiera jurado que le hacía daño en el pecho y que por eso latía su corazón tan desacompasadamente.

Don Santiago, vencido por la impaciencia, levantose del sillón, y por encima del hombro de su mujer se puso a contemplar también el retrato. Y así se estuvieron un par de minutos sin decir palabra: la Esfinge, con su ceño indescifrable; su marido, con la boca desplegada y los ojos muy abiertos, y Ángel mirando al uno y a la otra, temblándole las piernas y con el corazón dale que dale.

Al fin se movió doña Ramona para alejar un poco más la fotografía; y, sin dejar de contemplarla, exclamó con un entusiasmo que no era de esperar en ella:

-¡Dios mío, qué criatura más angelical!

-¡De verdad es primorosa! -dijo don Santiago cogiendo la tarjeta y acercándose al balcón para examinar el retrato más a su gusto.

-¡Y qué humildemente vestida y peinada está! -añadió la Esfinge al soltar de su mano la tarjeta.

-¡Y qué dulzura de semblante y qué mirar de Niño-Dios! -dijo don Santiago desde el hueco donde estaba embutido ya.

Ángel sintió en su pecho cuatro porrazos seguidos y tremendos, uno por cada exclamación, que le retumbaron en la cabeza. Pero aquellos golpes no le dolían ni le incomodaban.

-Corriente -dijo en seguida su madre, mirando al extasiado mozo, y como si respondiera a las palabras de él cuando la entregó el retrato-; y ¿qué significa... esto?

Entonces Ángel se sentó a su lado; y con muchas zalamerías, convirtiendo con gracia y con habilidad el tema de la media naranja, tan repetido en su casa, en disculpa y germen de todo lo sucedido después, comenzó la historia de ello; pero desde muy atrás: desde el punto y hora en que conoció a Luz a la puerta de las Calatravas, callándose discretamente apellidos y seriales para que no saliera lo tapado antes del momento en que debía salir.

Ya estaban los padres de Ángel enterados de casi todo lo que deseaban saber: por qué trasnochaba; por qué se vestía con tanto esmero; por qué andaba como desvaído a veces, y a veces hecho un cascabel, y hasta sabían por qué había llegado a casa la noche antes tan atolondrado y nervioso. Y no sólo lo sabían, sino que lo aprobaron y aun lo aplaudieron.

Corriente; pero ¿a qué puertas había ido a llamar Ángel? ¿Quién era ella?

Y Ángel, que no tenía motivos racionales para callarlo ya, lo dijo hasta con entusiasmo.

La Esfinge dejó caer de sus manos la media que había cogido para entretenerse mientras hablaba Ángel, y don Santiago, que, aunque, vuelto a su sillón, todavía lanzaba ojeadas al retrato de Luz colocado sobre la mesa, volvió la mirada, mirada de angustia y desconsuelo, hacia su mujer, cuyo rostro daba frío, pero frío de tumbas y de subterráneos.

-¡Hijo mío!-exclamó llevándose las manos de esqueleto entrelazadas hasta cerca de su boca-, si lo que nos has descubierto es la verdad; si la quieres como nos aseguras, más te valiera no haber nacido; y ya que naciste, más nos valiera a todos que te hubieras muerto sin penas, a la edad en que se llevó Dios a tus hermanos.

Ángel pensó entonces que la luz del sol se apagaba para él, y que la tierra se hundía bajo sus plantas. Contaba con que su madre había de poner tachas a Luz tan pronto como conociera de qué tronco procedía, porque las tachas de este linaje eran la manía de la obcecada señora; pero en aquellas palabras, en aquella actitud, en la angustia bien visible de su padre, había mucho más que un resabio que se vence con la reflexión y la fuerza del cariño: había escollos infranqueables, simas negras en que ya se vela precipitado el pobre chico con la carga dulcísima de sus primaverales ilusiones. El instinto de la vida, porque lo contrario era su muerte, le dio alientos para asomar los ojos al abismo y medir con la mirada su verdadera profundidad. Pidió a su madre la razón de sus palabras, tan preñadas de obstáculos desconocidos para él, y su madre, más justiciera que compasiva, ahondó el abismo clavando a la marquesa de Montálvez en la picota de su indignación y acribillándola allí con una granizada de crueles vituperios.

Quedábale al hijo el pobre recurso de atenuar la gravedad de los cargos con la supuesta propensión de su madre a pensar mal de ciertas señoras, y eso trató de hacer; y como también contaba con el amparo de su padre, a él volvió los ojos suplicantes, mientras hablaba lo poco que se le ocurría.

Y el padre, aunque no estaba menos angustiado que su hijo, también tuvo una nueva puerta que cerrarle y un nuevo clavo que hundir en su corazón.

-No, no es eso que tu crees, hijo mío. ¡Ojalá lo fuera! Tu madre, desgraciadamente, no habla ahora sin muy graves fundamentos. Yo no iré, sin embargo, en ciertas cosas, tan lejos como va ella; pero estamos enteramente conformes en cuanto a lo principal, que es muy grave; tanto, que necesitas conocerlo, y lo vas a conocer sin tardanza, por mucho que te duela oírlo y a mí me aflija el contártelo.

Y aquí comenzó el buen hombre a referir cosas que dejaban espantado al pobre mozo, no sólo por lo que de espantable llevaban las cosas en sí mismas, sino también por oírlo de unos labios de los cuales había esperado él, no heridas nuevas, sino bálsamo para curar las que le habían hecho las palabras de su madre.

-Pero esas noticias -dijo con voz poco segura Ángel, resuelto a defender uno a uno todos los portillos de su arruinada fortaleza-, pueden ser inexactas..., lo serán indudablemente. Yo sé cómo se vive en casa de esa señora: allí no hay rasgos ni vestigios de esas enormidades que usted me ha referido; se hace una vida sosegada y metódica, una verdadera vida de familia..., se reza.

-Sí -clamó entonces la voz lúgubre de la Esfinge-: también el diablo, harto de carne, se metió a fraile; pero diablo fue siempre.

-Se rezará, no lo dudo -dijo don Santiago interrumpiendo a su mujer-, y se hará la vida ejemplar que tú has visto, hijo mío; pero lo hecho, hecho está, y la obra del demonio a la vista queda para escándalo de las gentes honradas, aunque la pecadora se vuelva a Dios cuando ya no sirve para el mundo. Con todo, entiéndelo bien, yo no te culpo ni te acrimino: eres mozo sin experiencia, y te enamoraste a los primeros pasos que diste fuera de tu hogar: no es extraño que hayas sido y todavía seas ciego y sordo, y que no veas ni oigas lo que tanto suena y has tenido delante de los ojos. Yo también dudé al principio, porque conocía a esa señora..., la conocí aquí mismo, ahí donde estás tú sentado; y aunque la vi derrochadora, no la creí capaz de otros pecados más feos. Tuve varios negocios con ella, y éstos me obligaron a visitarla en su casa muchas veces; y en su casa andaba una víbora de las que muerden el seno que las ha dado calor: un mayordomo que, según informes que después adquirí, había perdido la confianza de su señora, con grandes motivos para ello. Este mayordomo, nada conforme con que la marquesa tratara directamente conmigo negocios que antes arreglaba él a su gusto con usureros, para estafarla entre todos, fingiendo llorarme lástimas de ella como para interesarme más, pero con bien contrarias intenciones, me fue imponiendo minuciosamente de los percances más gordos de su azarosa vida. Ya era administrador y mayordomo de la casa cuando nació la marquesa: ¡figúrate si, estaría bien enterado! Sin embargo, me resistía a creerle; pero como me importaba salir de dudas, por la índole misma de los negocios que traíamos entre manos esa señora y yo, acudí a otras fuentes; y bien pronto me convencí de que el pícaro administrador todavía se había quedado corto en sus informes. Tan sonada era en Madrid la fama de la marquesa, que todos los informantes se extrañaban de que no la conociera yo. ¿Qué había de conocer metido en estos rincones, tan apartados del bullicio de las gentonas como del otro mundo! Lo del banquero, lo sabía; es decir, sabía que era un bribón y que se había largado de la noche a la mañana temiendo que le desollaran vivo en la Puerta del Sol; pero ¿qué me importaba a mí si era casado o soltero, ni cómo recordar el título con que se pavoneaba últimamente, si es que alguna vez le oí pronunciar, que lo dudo? En cuanto a lo del señor de Guzmán, ¿cómo sospecharlo siquiera? Una vez me la recomendó como persona de responsabilidad y amiga suya; pero ¿qué había en esto de particular ni de sospechoso, sobre todo después de haber observado que los informes eran exactos, porque la marquesa ha ido cumpliendo fielmente todos sus compromisos conmigo? ¿Qué me tocaba a mí hacer, aun después de descubierto el potaje, sino mostrarme ignorante con la marquesa y seguir tratando con ella siempre que lo ha necesitado, por respeto al señor de Guzmán, a quien tampoco he dicho una palabra? Tu madre y yo hemos hablado muchas veces aquí de esos fregados; pero no eran asunto que debía quitarme el sueño, ni cosa de llamarte a ti para que te fueras enterando... ¡Ojalá lo hubiéramos hecho!... Y he aquí, hijo mío, por qué no te culpo de lo que te pasa, y las razones que tengo para apoyar a tu madre en lo que te ha dicho.

El pobre Ángel tenía la cabeza hecha un laberinto de fuego y de visiones diabólicas; pero entre todo y sobre todo lo que se revolvía y abrasaba, alzábase flotante y como la esperanza de un celestial consuelo, la imagen de Luz; de Luz, que no estaba, que no podía estar manchada con el fango de aquel lodazal en que había nacido. ¿Qué justicia, qué ley autorizaría la infamia de castigar en un ángel las culpas de una mujer pecadora!

Y en este sentido y con toda la energía de su alma dolorida, habló a su padre, porque nada esperaba de la inclemente rigidez de su madre.

Don Santiago, más compasivo, le respondió, descubriendo en su voz y en sus miradas la honda pesadumbre que le afligía:

-Yo tampoco soy de los que creen que los vicios se heredan como las enfermedades, ni de los que tienen por justo que paguen los hijos inocentes las faltas cometidas por sus padres; pero se dan casos a menudo en que se teme lo peor, como si fuera lo probable, y la necesidad se impone con su fuerza de consideraciones y respetos humanos, y obliga a proceder ajustándose más a las leyes del mundo que a los mandatos del corazón. Porque así somos, hijo mío, y por nuestra culpa..., porque nuestras son las leyes que nos amarran a los escrúpulos de los demás. Cierto que las hacemos y las promulgamos con el piadoso fin de molestar al prójimo; pero hechas quedan y a las barbas nos saltan en cuanto los delincuentes somos nosotros. Y nada más justo.

-Bien está eso -interrumpió Ángel, que no podía con el martirio de sus impaciencias-; pero en el caso mío...

-A él iba sin parar -contestó su padre, saliéndole al encuentro-. El caso tuyo...

-El caso tuyo -dijo la tremenda voz de la Esfinge, haciendo callar a la de su marido -es de los que reclaman todo el valor que cabe en el corazón de un mozo de vergüenza para irle olvidando, porque no tienen otro remedio.

-El caso tuyo -insistió don Santiago, queriendo atenuar el efecto causado en el hijo por las durezas de la madre-, no es para resuelto en cuatro palabras en un momento de fiebre como la que te abrasa ahora, hijo mío, de pies a cabeza: es para meditado en frío y con calma..., cómo le has de meditar tú seguramente, tomando los puntos donde deben tomarse: no en las alturas de la pasión, sino abajo, abajo en este pícaro suelo que se pisa, y entre la gente con quien uno se codea en cuanto sale de casa.

-Pero ¿cómo!, ¿cómo! -preguntó Ángel, anhelando llegar cuanto antes a lo desembarazado y concreto.

-A eso vamos, hijo, a eso vamos -le repitió suavemente su padre-. Déjate de andar a vueltas con lo de que si el mundo es justo o es injusto en esto o en lo otro; o si las madres pecadoras por aquí, y si las hijas inocentes por allá, y considera lisa y llanamente lo que a ti te pasa. Hay una joven que no tiene pero en lo tocante a ella misma: es muy guapa, muy recogida, muy bien educada..., una santa de Dios, vamos. De esta joven te enamoras tú, y ella se enamora de ti. Deseáis casaros, y resulta, en primer lugar, que no es hija de su padre..., quiero decir...

-Tiene derecho perfecto al apellido que usa.

-Por la ley, pero no por la naturaleza; y esto lo sabe todo Madrid, el Madrid que bulle en lo alto, y habla recio y escribe, y es oído y leído, y murmura y desuella al sursumcorda, y da y quita reputaciones a su antojo. La madre que hizo esa fechoría tuvo por marido, es decir, por padre legal de la novia, a un estafador, huido de su patria después por temor a la justicia; y esto lo sabe también ese Madrid que murmura y alborota; la misma mujer, que fue desleal, infiel, antes de casada, continuó siendo esposa adúltera; y cuando enviudó, no tuvo el diablo por dónde desecharla. Y eso también es público en el Madrid que hace y deshace reputaciones... ¿Te vas enterando?

-Adelante -dijo el pobre mozo con heroica resolución, medio tragado ya por la boca del negro abismo.

-Pues bueno -añadió su padre espantado de que tuviera que ser él quien le empujara para arrojarle hasta el fondo-: a pesar de todos estos inconvenientes, te decides a casarte porque Luz es una santa, según hemos convenido. Luz, por hermosa y por hija de su madre, es muy visible en el mundo, en el Madrid que murmura y despelleja, y te la tomas del brazo para entrar con ella en ese paraíso que habéis soñado los dos... Mira, Ángel, será injusto, será inicuo, todo lo que tú quieras; pero es la pura verdad que ese Madrid maldiciente y sinvergüenza; ese Madrid que acaso tiene la culpa de que la marquesa de Montálvez no sea una mujer sin tacha, arroja sobre su hija, y como regalo de boda, todos los escándalos de la madre, y, por consiguiente, sobre su marido, sobre ti, que eres un hombre de bien (y, por serlo, vas por donde vas y con quien vas), todos los sambenitos de tu mujer, entre algazara y chacota. Ahora bien: por grande que sea tu obcecación; por hermoso que se te pinte en los ojos lo que hay del lado de allá de la puerta, ¿te atreverás a entrar por ella con tal fardo de ignominias a la espalda? Esto es lo que has de meditar, hijo mío, con la cabeza fría y el corazón sosegado.

Ángel no quiso oír más ni añadir una palabra. ¡Tan honda y tan negra le iba pareciendo la sima! La Esfinge, implacable, trató de ennegrecerla y ahondarla todavía más. Su marido se lo impidió con una mirada que tuvo toda la fuerza de un discurso para su corazón de madre. Ángel se levantó aturdido y mudo para retirarse de allí, y al mismo tiempo extendió el brazo para recoger el retrato de Luz, que estaba sobre la mesa.

-Tómale, hijo mío -le dijo su padre adivinándole la intención y apoderándose de la tarjeta antes que él-. Pero aguarda un poco. (Don Santiago volvió a contemplar el retrato.) Sí..., ¡clavada!... Bien decía yo antes para mí: «¿a quién que yo conozco se parece esta cara?» ¡Claro!, ¿a quién había de parecerse?... ¡Si me asombra que por este rastro, y sabiendo lo que ya sabía, no hubiera yo dado en el quid antes que tú me le descubrieras!...

-Esos parecidos -dijo la Esfinge -son el sello que pone la mano de Dios en las obras del demonio, como esa desdichada criatura, para aviso de las gentes honradas...

-¡Mujer!...

-Para que duela lo digo, Santiago, para que duela..., porque esa clase de heridas no se curan con bálsamos dulces: se curan a fuego, entre martirios como el que estoy padeciendo yo viendo al hijo de mis entrañas, al regalo de mis ojos, entre las uñas de Satanás. ¿Merecía él ese destino? ¿Le hemos criado tú y yo para eso?

-No, mujer, no -díjola don Santiago en santa calma-; pero a un solo fin se puede ir por diversos caminos... Déjame por donde voy ahora, que yo sé que no voy mal y que he de llegar antes y mejor que por donde tú quieres que vaya.

Luego, volviéndose a Ángel, que continuaba mudo y cada vez más aturdido, dijole entregándole el retrato:

-Tómale, hijo, ya que le deseas..., como es natural; pero procura no tenerle delante cuando medites sobre lo que te he dicho, para resolver lo que te conviene.

Ángel recogió la tarjeta, y salió, con ella en la mano, del despacho de su padre; y es cosa averiguada que en cuanto se vio solo y encerrado en su gabinete, desahogó las fatigas de su pecho regando con lágrimas ardientes y devorando a besos resonantes aquella imagen fidelísima de la más hechicera «obra del demonio».




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- XIII -

Y mientras besaba el retrato y le mojaba con lágrimas, el pobre chico pensaba..., ¿en qué había de pensar sino en la desdichada semejanza de su conflicto con el conflicto de la novela que había intentado escribir él? ¿Quién le hubiera dicho cuando se perdía en la maraña de aquella ficción; cuando exponía las dificultades a la marquesa (que debieron de saberla a rejalgar), y a la inocente Luz, que le oía embelesada; cuando, ¡mil veces necio, y estúpido y mentecato!, apuraba la materia delante de ellas, por la pueril vanidad de encarecer el valor de la obra de su ingenio, que había de ser él, el propio Ángel Núñez, vivo y efectivo, quien tuviera que resolver el problema, no como novelista, sino como persona comprometida en un lance verdadero, exactamente igual al lance de su novela?

¡Resolver el conflicto! Pero, después de bien mirado el caso, ¿dónde estaba el conflicto? El conflicto existe cuando el ánimo no ve salida clara para la angustia que le acongoja; pero en el caso de él no cabían dudas ni vacilaciones, porque había una puerta franca y expedita, nada más que una, una sola: la única que podía haber. ¿Cómo no vio el torpe novelista lo que tan palpable debió estar delante de sus ojos? Ella y nada más que ella, con ella y para ella por todos los días de la vida. Eso era el deber, eso el honor y eso la felicidad.

Y Ángel, discurriendo de esta suerte, beso va y lágrima viene sobre el retrato de Luz. Así pasó muy largo rato y desahogó lo más negro y lo más amargo, de sus penas. Eran las primeras que tenía en su vida, y además muy dolorosas y profundas. Hay que hacer justicia al pobre chico.

Cuando se halló más desahogado y tranquilo, guardó el retrato donde solía y comenzó a pasear a lo largo de su gabinete y a reflexionar como su padre deseaba, «con la cabeza fría y el corazón sosegado». Porque Ángel se consideraba ya en aquellos instantes con el juicio y la sangre en su ordinario nivel.

Después de orear un poquito más todavía el meollo por este procedimiento de exploraciones generales alrededor del abismo, que ya no le asustaba tanto como antes:

-Veamos ahora -se dijo- las cosas a su verdadera luz, y ajustemos la cuenta partida por partida y como deben ajustarse todas las cuentas en casos de mucho apuro, como este. En primer lugar, los informes que le han dado a mi padre sobre la marquesa, pueden muy bien no ser exactos: no lo son; desde luego lo afirmo; y lo afirmo porque la verdad se desfigura, y siempre en mal sentido, a medida que va pasando de boca en boca. Eran, pues, ya exagerados los informes cuando mi padre los adquirió. Mi padre me los transmitió a mí bajo una mala impresión y teniendo gran interés en que me causaran el peor efecto posible; luego es indudable que mi padre exageró mucho y por su propia cuenta lo que había recibido muy exagerado ya. Esto es la evidencia misma.

Pero resulta de estos mismos informes que hay un milagro entre los muchos que le cuelgan a la marquesa, en el cual no caben ni el más ni el menos, porque, por su propia índole, tiene que verse y que sonar lo mismo a todas luces y en todas las bocas: el lío de la semejanza de Luz y del amigo de su madre; es decir, la causa de este parecido con todas sus concausas y accidentes. ¿Es verdad lo que sobre todo ello se asegura? ¿Cómo se prueba que lo sea, ni con qué derecho se intenta probarlo? ¿Adónde iríamos a parar si bastara un indicio como ese, que puede ser obra de la casualidad, para que sea meritorio poner en pleito el honor de un matrimonio y de toda una familia? Puede, por consiguiente, en justicia y en conciencia, negarse el hecho nefando, y yo le niego.

Otra mácula que ya está más a la vista y no puede negarse: que el padre legal de Luz fue un banquero tramposo que huyó de Madrid por temor de que le despellejaran en la calle. ¡Válgame Dios con los pudibundos y asombradizos! ¡No parece sino que el señor don Mauricio Ibáñez ha sido el único ricacho tramposo y estafador! ¿Pues no hemos convenido, tiempo hace, y cansado estoy de oírlo y de leerlo, con ser tan mozo como soy, en que andan por esas calles de Dios docenas de acaudalados personajes con títulos y condecoraciones, influyentes poderosos, que debieran estar en presidio arrastrando una cadena? ¿No se citan sus nombres y se les apunta con el dedo, y, sin embargo, viven y triunfan y hasta regatean el saludo a los hombres de bien, porque se consideran a mayor altura que ellos, en virtud de que así se lo hace creer, con sus acatamientos, e incensadas, el mismo público que desde lejos y en voz baja los condena a presidio con grillete? Y estos ladrones consentidos y acatados, ¿no tienen mujer con historia negra, e hijas con parecidos extraños? Y estas hijas, sin ser santas ni servir ninguna de ellas para descalzar a mi inocente Luz, ¿no se ven bien codiciadas de los guapos mozos, y a sabiendas, y no se casan sin que las gentes se escandalicen ni se junte el cielo con la tierra? Pues mi caso y el de Luz no llegaría, ni con cien leguas, al menos cenagoso de estos casos.

Las restantes máculas de la marquesa, ¿por qué no han de ser, no ya exageraciones, sino imposturas de las gentes? ¿No acaba mi padre de afirmar, con el piadoso fin de intimidarme, que hay un Madrid que hace y deshace famas y reputaciones? Y ¿qué sabe el inexperto señor si en el presente caso se ha deshecho con calumnias lo que estaba bien hecho con virtudes? Si tan notorios han sido los pecados de la marquesa, ¿cómo no he dado yo con algún rastro de ellos en su casa? ¿Cómo la frecuentan personas tan distinguidas y juiciosas, y se juzgan muy honradas con el trato y la amistad de la abominable pecadora? No tienen, pues, estos hechos todo el fundamento que necesitan para ser creídos; pueden negarse..., los niego en absoluto.

Y ahora veamos el supuesto conflicto mío por otra cara. Cierto que, decidido yo a casarme por cálculo y a sangre fría, al echarme a la calle en busca de mujer, no hubiera trepado a las alturas del «gran mundo», ni elegido entre las que tienen madres de las que pueda decirse lo que se dice de la madre de Luz; pero aquí han pasado las cosas muy de otro modo: yo no he salido de mi casa para olfatear una novia por esas calles de Dios. Luz y yo nos encontramos por obra de una casualidad, o porque estaba decretado así...; creo que fue porque estaba decretado. El hecho es que nos encontramos, que nos comprendimos y que nos amamos, y que Luz, que me había deslumbrado por hermosa, acabó de enloquecerme por buena, por inocente..., por santa. Resulta ahora que esta Luz sin tacha es hija de una madre llena de pecados, y que aunque la hija los ignora y es incapaz de cometer otros semejantes, yo debo renunciar a ella por los que su madre ha cometido. Ésta es la teoría de mi padre, fundada en una ley que, según parece, rige en el mundo entre las gentes que se creen honradas.

Pues supongamos que yo llego a considerarme obligado también a acatarla, y que, en virtud de ello, me decido a apartarme de Luz y a romper todo trato con ella, precisamente cuando está aguardando a que yo le señale la hora de estrechar todavía más el que tenemos. Para poner en práctica esta resolución, se necesita, o que comience yo por no volverla a ver desde ahora, o que invente un pretexto rebuscado, o que la descubra toda la verdad. Con lo primero, la daría una puñalada a obscuras y a traición; con lo último, se moriría de espanto y de vergüenza. De todas suertes la mataba. Pero, aunque no la matase, ¿no sería cualquiera de estos procederes míos cien veces más vil y más odioso que todos los pecados juntos de la marquesa, suponiéndolos ciertos y comprobados? ¡Y mi padre, tan honrado y tan bueno, no lo ve así! ¿En quién estará la ceguera?... En él, en él solo, que no ha meditado el caso «en frío y con calma», como quiere que yo lo medite y como, ya lo estoy meditando... También él le meditará así, y entonces estaremos de acuerdo los dos. ¿Pues no hemos de estarlo! Mi madre seguirá en sus trece y tocará el cielo con las manos; pero es mi madre, y todo su corazón le parece poco para quererme; es buena y compasiva en el fondo; jamás ha puesto a prueba el arraigo de esas repugnancias que son su manía; le pondrá ahora, porque se trata, de mí, y verá claro y se convencerá..., ¿pues no ha de convencerse!... Y no habrá conflicto, porque no puede haberle; y las cosas irán como y por donde iban ayer, que es como y por donde deben ir.

En esto oyó que se hablaba recio en el despacho de su padre. Entreabrió la puerta de su gabinete y escuchó. Su madre quería llevar las cosas a sangre y fuego; tenía a pecado imperdonable las blanduras y contemplaciones de su marido. «Cortar, cortar por lo sano, antes que la gangrena lo inficione todo.» Don Santiago la recordaba su obligación de ser clemente con su hijo, sin dejar por eso de ser madre celosa y justa: llevando las resistencias tan a punta de lanza, hasta podía enfermar el pobre chico con la batalla que traía en la cabeza.

Se sonrió un poco Ángel oyendo esto, porque consideró lo ridículo que estaría él si las circunstancias le obligaran a hacer el papel de niño mimoso contrariado. Al mismo tiempo cerró la puerta, porque aquellas durezas de su madre, mal de su grado, ahondaban demasiado en el abismo que él tenía ya a medio llenar.

Volvió a pasear por su cuarto y a meditar, pero sobre otro tema diferente. -¿Qué le tocaba hacer a él por de pronto? Porque, aun suponiendo que la gran dificultad se resolviera a su gusto, esa labor no era de pocos días, y Ángel había dejado su negocio con Luz pendiente de una decisión que debía comunicarla al otro día, que ya era hoy para él. Fue demasiado optimista en medio de su fiebre amorosa, no previendo algo siquiera de lo que estaba ocurriéndole; pero, ocurrido ya, ¿qué podría decirle a Luz sin que ella le leyera sus disgustos en la cara, ni presumiera tropiezos que la indujeran a descubrir otros mayores? No había que pensar en acercarse a ella mientras los horizontes de sus ideas no se despejaran algo más. Necesitaba irse acostumbrando a verlo posible para darlo por hecho, y con esto solo ya tenía lo sobrado para estar sereno. Cuestión de aquel día, quizás del siguiente..., porque era mucho lo que confiaba en su padre. Entre tanto, disculparía su ausencia de casa de Luz advirtiéndola que estaba ligeramente enfermo, muy constipado: esa era la disculpa usual y corriente para todos los que deben y no quieren o no pueden ir a alguna parte.

Mas no le bastaba con esto: sus cálculos estaban bien formados; pero eran cálculos al fin, que podían fallar, contra tantas probabilidades de que no fallaran: su situación, por consiguiente, era grave, gravísima; y lo probaba, además, aquella tirantez de espíritu en que él vivía, aquella opresión de su pecho, aquel nudo de su garganta que le parecía el manantial de donde fluían las lágrimas que le brotaban de los ojos en cuanto los ponía en la imagen de Luz, o el pensamiento en que pudiera perderla para siempre; y por ser tan grave la situación, no era para arrostrada por él, a solas con su inexperiencia y cargado de pesadumbres. Necesitaba auxilios y consejos. Pero ¿dónde hallarlos? Sus pocos amigos eran tan inexpertos como él, además de que él no había de profanar tan santas penas confiándolas a chicuelos presuntuosos. Se acordó de Guzmán, que ya estaba en autos; pero después de lo que había sabido, ¿con qué cara iba él a aquel señor con tales coplas! Porque Ángel, al hablar de su pleito, tenía que exponerle con todos sus pelos y señales, y hasta se prometía, jugando bien este recodo, ganar informes exactos sobre la conducta pasada de la marquesa. De modo que su confidente, tras de conocerla mucho, no debía estar ligado a ella por vínculos que quitaran prestigio a sus dictámenes ni los hicieran sospechosos.

Y he aquí el camino por donde Ángel fue a parar con el pensamiento a Leticia. Leticia, en opinión de Ángel, era «una gran señora», de mucho entendimiento, y amiga y contemporánea de la marquesa; se interesaba vivamente por la suerte de Luz, y parecía quererle mucho; a él, a Ángel, no se diga..., hasta vergüenza le daba no haber correspondido, con una triste visita siquiera, al cariñoso empeño con que ella se las pedía cada vez y donde quiera que le encontraba... Cabalmente la víspera, yendo él por la Carrera de San jerónimo hacia el Prado, subía ella en carruaje. Pues se detuvo cuando Ángel la saludó, y hablaron allí largo rato... y sobre Luz la mayor parte del tiempo, por saber ella lo que este tema le gustaba a él. De modo que tenía muchísima razón la buena señora cuando, al despedirse y después de haberle ofrecido de nuevo su casa, le llamó, con una sonrisita y un ademán muy maliciosos, «¡ingrato!» ¿Quién, pues, como Leticia, para oírle con cariño, informarle sin pasión y aconsejarle con acierto?

En estas y otras tales, ya llegó la hora de comer, y Ángel tuvo que sentarse a la mesa. Comió poco y no habló nada, porque tampoco le hablaron a él. Por la tardé se vistió con gran esmero, y salió decidido a visitar a la amable señora para confiarla sus cuitas.

Y andando, andando, cuanto más andaba más remolón se iba haciendo; porque según oreaba los propósitos con el aire de la calle, menos cuerdos le parecían. No era tan urgente el caso que no le diera un respiro de veinticuatro horas; y en veinticuatro horas podía cambiar de aspecto un conflicto como el suyo, y hacer inútil la consulta que él iba a hacer: y había una noche entera y larga de por medio; y una noche así daba para todo: para que le hablaran en su casa o para hablar él a los demás; y si nada de esto sucedía, para engolfarse en un mar de pensamientos un hombre que no duerme.

No hizo la visita, y la aplazó para el día siguiente, si la conceptuaba necesaria. Al anochecer mandó a Luz dos carillas de renglones llenos de dulzuras, para enterarla de que estaba constipado.

Después se fue a casa. En la cual nada ocurrió para bien ni para mal de su pleito: nada le dijeron; nada dijo tampoco. ¿A quién le tocaba sacar la conversación, y quién huía más de ella?

A la hora acostumbrada se acostó; pensó un poco en lo que Luz pensaría de su constipado, y, ¡cosa rara!, se durmió como un bendito... hasta el amanecer.

El despertar fue terrible, ¡eso sí!... Todo lo ganado antes del sueño en una batalla de muchas horas contra las negras ideas, se pierde en un instante al despertar. Esto lo saben todos los hombres que han tenido tempestades en la cabeza. Ángel, que era uno de éstos, se halló entre sus manos las ruinas del edificio que había construido con amargos sudores antes de dormirse. En reconstruirle se le pasó la mañana. Y gracias que lo consiguió; porque no todos lo consiguen.

A la hora de comer, tampoco adelantó un paso su negocio; y en ciertas situaciones de la vida, no adelantar equivale a retroceder. Había que hacer la visita.

A media tarde se vistió, aún con mayores atildaduras que el día antes.

¡A casa de su buena amiga sin parar!




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- XIV -

Llegó sereno, llamó con brío, preguntó lo que es de costumbre; y sin aguardar la respuesta, para ganar tiempo y economizar trámites, dio su nombre y apellido antes que se los pidieran. Como si sonaran allí a muy conocidos, abriéronle la puerta de par en par; rogáronle que entrara; le condujeron a un salón que estaba enfrente, y le pidieron el favor de que aguardara unos instantes.

El tal salón era un completo museo de riquezas de buen gusto; pero Ángel no tenía los suyos en disposición de entretenerse contemplando aquellas pompas de la vanidad mundana. Miraba sin ver lo que tenía delante de los ojos, y sólo estaba atento a los minutos que corrían sin que saliera la señora cuyos pareceres iba buscando él allí; porque hasta temía que con una larga espera en tan extraño lugar se le fueran entibiando los propósitos y acobardando los bríos.

Y minuto tras minuto, corrió más de media hora hasta que llegó, no Leticia, sino una doncella para rogar al guapo mozo que la siguiera a donde su señora tendría el gusto de recibirle.

Siguiola Ángel muy complacido en que de cualquier modo se pusiera término a sus impaciencias; y atravesando salas y pasadizos, detuviéronse ante una puerta medio oculta entre, los paños de un doble cortinaje, quiero decir uno por dentro y otro por fuera. Recogió más una de las mitades de éste la doncella, y apareció Leticia haciendo lo mismo por la parte de adentro. Avanzó Ángel, muy cortés, entre las elegantes angosturas del boquete, y en cuanto pasó al otro lado se corrieron de nuevo las cortinas, y hasta oyó que se cerraba la puerta.

Se quedó muy sorprendido delante de Leticia: parecía una sultana; y esta idea se la sugirió al gallardo visitante, no tan sólo el tipo de la visitada, que adquiría mayor acento oriental con la caprichosa y rica bata que vestía y el estilo de todos sus restantes ornamentos, sino también el lugar en que se hallaba: un salón con anchos divanes, grandes cojines, maderas olorosas, alfombras turcas, cueros marroquíes, espejos venecianos, bronces desnudos, tibores japoneses y ¡qué sé yo! Aquello era un harén preparado al gusto europeo: sólo faltaban los pebeteros y las pipas de largos tubos de seda; y así y todo, trascendía el aposento, a molicie africana.

Leticia condujo a uno de los divanes al sorprendido mancebo, que también tenía mucho de oriental entonces con lo lánguido y ojeroso que le habían dejado sus pesadumbres, y se sentó a su lado. Casualidad sería; pero al sentarse quedó fuera de la fimbria de su bata medio piececito primorosamente calzado con una babucha de raso, muy escotada, sobre una media de seda azul con rayas blancas.

Hubo en seguida lo de «yo no debía recibirle a usted, porque es usted un ingrato», y lo de «usted me estima en mucho más de lo que yo merezco»; «usted no viene aquí por tal y cual cosa»; «pues sepa usted que no he venido sino por esto y por lo otro»; «que sí», «que no», etcétera, etc.; porque, mutatis mutandis, en estos preludios de visita siempre se dice lo mismo y no se adelanta un paso, por más que muden los tiempos y se ilustren los actores. Pero, en fin, hablando, hablando, Ángel sorteó con habilidad los estorbos de la introducción, y llegó lo antes que pudo al tema de sus angustias.

Tardó bastante, pero lo expuso bien, sin ocultar un ápice de cuanto sabía. De todo habló, unas veces conmovido y otras veces animoso, pero siempre con buen arte; y Leticia, mientras le estaba oyendo, parecía devorarle con los ojos. Tanto le interesaba la relación.

-Y bien -le dijo, muy cariñosa, cuando ésta fue acabada-, ¿qué me toca hacer a mí en ese triste proceso? ¿De qué modo puedo yo tener la suerte de hacer algo por la causa de usted?

-Por de pronto -respondió Ángel-, diciéndome (porque usted debe saberlo, o no lo sabe nadie) qué hay de cierto en lo que se refiere de la marquesa de Montálvez; si es o no tan... pecadora como se la pinta.

Leticia bajó algo la cabeza, sin dejar de sonreírse, y se rascó un poquitín la sien derecha con un dedo, muy mono por cierto. Después se enderezó; y mirando valientemente a los ojos mismos, grandes, negros y melancólicos, de su interlocutor, respondiole:

-En eso de rumores públicos, ¡es tan difícil saber a qué atenerse! ¡Se abusa tanto de ellos!... A Cristo le crucificaron, conque figúrese usted.

Y Ángel tuvo que sonreírse, porque a ello le obligaron esta salida y la singular expresión de que fue acompañada.

-No es broma, aunque lo parezca -añadió Leticia-. Las gentes son así: por natural inclinación, muy malas; y el resobado símil de la bola de nieve, es la pura verdad a cada hora del día. No afirmaré que mi amiga sea una santa; ¿quién lo es ya hoy, tal y como van las cosas en el mundo! Pero entre no ser santa y lo que de ella se dice... El caso de Guzmán, por ejemplo..., ¿en qué le fundan? En amistades íntimas del tiempo de las mocedades de los dos, ¡como si Guzmán no hubiera sido antes amigo de otras mujeres!, y en cierta semejanza de fisonomía, que yo no veo, entre Luz y él, y que, aunque exista, nada resuelve... Luz se parece a Guzmán por una casualidad, como pudo parecerse al Nuncio. ¿Y también en este caso íbamos a suponer...? ¡Pues decente estaría! En fin, que lo de Guzmán puede ser y puede no ser. Yo creo que no lo es. Lo de su marido... ¿Le eligió ella, por ventura? ¿No se le impusieron? Y ¿en qué se diferencia ese pobre hombre, tan difamado, de otros muchos ladrones muy respetables que yo conozco? Pues únicamente en que fue más torpe que éstos en el oficio de robar. De modo que, a juzgar por lo que se ve en estos y otros varios ejemplos que citar pudiera, la opinión pública sólo castiga a los grandes bribones cuando no saben serlo. ¡Y a este tribunal sin conciencia ha de someter usted los honrados consejos de la suya?

-Pues eso mismo pienso yo -exclamó Ángel, enardecido con aquel dictamen tan favorable a su causa.

-Y piensa usted como un sabio -añadió Leticia- y, además, como un valiente; porque valor se necesita para seguir pensando bien entre gentes que piensan y obran tan mal.

-Y de todo lo restante que se refiere de la marquesa -dijo el impresionable mozo, más impaciente por llegar a donde deseaba cuanto más llano le ponía el camino su amable interlocutora-, ¿puede presumirse también...?

-¿Que tiene escasos fundamentos de verdad?

-Eso mismo...

-Con grandísimas razones. ¿Quién lo ha visto? ¿Quién puede certificar de ello?... Mire usted: la mayor parte de lo que se dice en ese sentido, procede de aspirantes desairados; el resto lo inventan los que ni para ese triste papel sirven. Los afortunados, cuando los hay, se guardan muy bien de decirlo; porque si los hubiera, lo publicaran, serían unos majaderos; y la marquesa tiene sobrado buen gusto para que, resuelta a perderse, se dejara caer en tales manos.

-Eso me parece a mí también.

-Y eso es lo que debe parecerle a usted, porque es de sentido común. Así sucede tan a menudo que de ciertas mujeres pecadoras todo se cuenta menos la verdad... Porque hay mujeres pecadoras, ¡y muy pecadoras, amigo mío!

-¿Quién lo duda!

-Y las hay de todos los linajes: por pasión, por temperamento, por lujo, por moda..., hasta por necesidad; pero ninguna es tan necia que publique sus propios pecados por el gusto de dar cebo a las lenguas maldicientes, y la menos aprensiva trata, por egoísmo de viciosa, de no quitar al pecado el incentivo del secreto. De igual modo tienen que proceder sus cómplices; porque si la misma causa no les indujera a ello, les obligaría, como ya le dije a usted, la necesidad de ser reservados si querían ser favorecidos. También esto es de sentido común. Hay excepciones en la regla, como en todas las demás; pero las excepciones solas no dan bastante materia, en el caso de mi amiga, para formar un proceso tan voluminoso como el que el público le ha formado a ella..., y a otras amigas suyas también. De modo que, por el precepto establecido, si en la vida de la marquesa de Montálvez hay pecados de esa especie, o son muy pocos, o no los conoce el público.

-¿Y eso es lo que debo creer? -preguntó Ángel con el ansia de todos los que temen que no sea bastante cierto lo que se les asegura.

-Pues ¿para qué se lo estoy contando? -respondiole Leticia riéndose muy de veras.- ¿O piensa usted que me divierto en engañarle?

-¡Eso no!-repuso el vehemente mozo, temiendo haber dicho una impertinencia-, porque es usted demasiado buena para hallar gusto en tales entretenimientos.

-Gracias por la fineza.

-Lo digo como lo siento,... y, si no, ¿cómo la hablara yo de estas cosas?

-Es la verdad. Pues adelante.

Ya estaba resuelto aquel punto, y muy a satisfacción del interesado. Faltaba otro de mayor entidad para él; porque el primero le daba apoyos en que fundar buenas esperanzas, pero no le sacaba del atolladero en que se veía, y de esto era necesario tratar inmediatamente.

Mientras en su casa se llegaba a juzgar a la marquesa de Montálvez con el mismo criterio bondadoso con que ellos dos acababan de juzgarla, ¡que ya era esperar!, ¿qué hacía el novio de Luz? ¿Continuar acatarrado? ¿Visitarla como antes? Y en este caso, ¿la hablaba o no del punto que quedó pendiente la última vez que se habían visto? Y si la hablaba de él, ¿qué la decía? ¿Con qué mentiras la engallaba?

Estos y otros parecidos fueron los nuevos puntos sometidos por Ángel al dictamen de su experta amiga.

La cual, después de enterada, tomó de pronto una actitud enteramente distinta de las que había tomado hasta entonces; se acercó más a su embelesado interlocutor, y eso que ya estaban bien juntos, y le habló así:

-Vamos a ver eso con mucha serenidad. Lo primero que hay que hacer aquí es ponerle a usted en el peor de los casos; quiero decir, en el que llama usted peor.

-¿Y usted no?

-Allá veremos. No hay modo de convencer a sus padres de usted de que la marquesa de Montálvez no sea la mujer más perdida y más escandalosa del mundo, o se convencen de que es una señora como otra cualquiera; pero se empeñan en que basta su mala fama para que usted no deba casarse, y no se case, con su hija, lo cual es lo mismo para usted. De todos modos se oponen, y hasta le amenazan con las iras del cielo si no son obedecidos en sus píos y honrados mandatos, y usted, que es buen hijo y, aunque otra cosa piensa ahora, algo temeroso de la opinión pública, se encoge y tiembla y padece, porque no tiene resolución para atropellar los obstáculos devolviendo tesón por tesón y amenaza por amenaza... ¿No es esto?

-Cabalmente.

-Y usted padece, tiembla y se encoge, porque en la batalla se juega a Luz, que es hermosa y dulce y hasta santa, según dicen, y no se resigna usted a perder ese tesoro... Vamos a ver, ¿y qué que se pierda?

-¡Señora!...

-Lo dicho: ¿y qué que se pierda? Es usted muy joven todavía, y por eso ignora lo que influye el punto de vista en el conocimiento de las cosas. El amor de Luz es el primero que usted siente, y cree imposible hasta la vida si ese amor se le malogra. Todos los hombres creen y sienten lo mismo la primera vez que se enamoran; pero después, andando los años, van cambiando de parecer, y el obstáculo que de novicios se les antojó desventura sin ejemplo, ya con muchas barbas, le consideran como una dádiva de su buena suerte. No lo dude usted: hay algo de inhumano en eso de amarrar a un mozo que comienza a vivir al macizo carro del matrimonio, y decirle: « tira, y anda por ese camino áspero y obscuro que tienes delante, y por donde jamás has andado», porque se cree que el amor lo suple todo, y esto es una lamentable equivocación. En primer lugar, el amor del alma se confunde muy a menudo con los antojos del cuerpo; pero, aunque no se confunda, el amor, o lo que sea, se acaba luego, porque no duran más los incentivos que le producen; o si se conservan, pierden el encanto por la costumbre de verlos; el resultado es el mismo; lo que se llama amor, desaparece, y la venda se cae; y entonces, cuando los ojos contemplan asombrados lo muchísimo desconocido que tienen delante, la codicia de ello inflama los apetitos, y el hombre más sesudo y morigerado olvida sus deberes y se hace un glotón de cuanto ve. Es decir, cae, y de mala manera, que es mucho peor que caer..., porque también los vicios tienen su estética... ¿Se sorprende usted de lo que digo?... Pues está usted en la obligación de resignarse, porque yo no me comprometí a halagar sus ilusiones, sino a darle mi parecer después de examinar el punto por todas sus caras. Ahora estamos en la fea... Ya le veremos por otra mejor, si es que la tiene.

Ángel estaba, en efecto, sorprendido, y aun admirado, de ver por dónde tomaba la cuestión su consejera, y hasta de la cara que ésta ponía cuando le hablaba, que no era cara de susto, ciertamente: ¿adónde diablos iría a parar por aquellos caminos, tan distantes de los deseos del enamorado mozo? Ya se vería. Y comenzó a verlo en el acto, porque en el acto le dijo Leticia, después de contemplarle en silencio unos instantes, y como substancia y producto lógico de sus apuntadas reflexiones:

-Creo, pues, que no se halla usted en edad ni en condiciones de casarse.

El aludido brincó sobre el diván, y, sin poder contenerse, dijo con marcado disgusto:

-¡Pero eso es peor aún que defender la causa de mis contrarios!...

-Esto es defender lealmente la causa de usted- respondió Leticia con acento y mirar blandos y cariñosos-. Y si no, a la prueba... Pero déjeme usted concluir sin enfadarse. Contando con que usted, si no me lo dice, piensa, por sellarme la boca, que sin casarse con Luz, porque la ama, no comprende la vida, me anticipo yo a sostener que un amor, aunque sea como el de usted, se cura con otro... Esto, como regla general; pero concretándome al caso presente..., ¡usted, tan joven, tan... (no quiero que me llame lisonjera) tan bien dispuesto para el mundo, rico, independiente, con tan larga y risueña vida por delante!...

Aquí empezó Ángel a sentirse incómodo y desasosegado. Quiso interrumpir a Leticia sin acabar de comprenderla todavía; pero Leticia le contuvo con un ademán enérgico y estas nuevas palabras:

-¡Usted, repito, con todas esas ventajas, llorar como una desventura el recelo de que se le malogren unos intentos como los que le preocupan! Yo doy hasta por indiscutible que el amor de Luz sea el más hechicero de todos los amores... de la misma clase; pero -y con esto vuelvo a lo que quedó pendiente- ¿sabe usted todavía lo que son otros amores? ¿Sabe usted que no son los más sabrosos los que más lo parecen a la simple vista?

Ángel llegó a sentir latidos en las sienes y a cobrar cierto miedo al hablar incisivo y al mirar fulgurante de Leticia; la cual, como si se envalentonara con los encogimientos de su interlocutor, se tiró más a fondo, de esta suerte:

-Usted no sabe aún que los amores, como otras muchas cosas, se mejoran con la salsa de la experiencia; quiero decir que para un paladar de buen gusto, son más sabrosos los más experimentados...

Y como al decir esto Leticia, su voz, su mirada, sus ademanes y el agitado ondular de su alto seno revelaran una emoción y un fuego que no pedía el punto que se había comenzado a tratar allí, Ángel receló ya de todo..., hasta de la bata y de las babuchas de Leticia; del motivo de su tardanza en recibirle, y de la ocurrencia de recibirle entre el aparato moruno de aquella estancia misteriosa; y dejándose llevar de tan malos pensamientos, también sospechó de los que pudo tener aquella dama para insistir un día y otro en que él la visitara a menudo, y aun entrevió los motivos de que la marquesa de Montálvez no tratara a aquella amiga con la afabilidad que a otras suyas... ¿Quién sabe hasta dónde fueron a parar las sospechas del ingenuo mozo en brevísimos instantes!

Lo cierto es que los escozores le llegaron tan al alma, que, sin poder contenerse, se alzó del diván. Entonces Leticia, leyéndole en la actitud lo que le estaba pasando por dentro, quiso salvar su ociosa imprudencia, si es que la había cometido, que yo no lo sé, cambiando súbitamente de aspecto y diciéndole con la mayor serenidad y sin levantarse:

-¡Si no hemos concluido todavía!

A lo que respondió el otro con voz glacial:

-Ya lo veo; pero como el punto que usted toca no es el que yo deseaba ventilar... Sin duda, me ha comprendido usted mal, o yo no he sabido explicarme bien. De cualquier modo, mil perdones por el tiempo que la he robado, y mil gracias por sus bondades.

Hízola una fría reverencia y se fue, estremecido de espanto al considerar que quizás había arrojado todo el rico tesoro de sus cuitas en un hediondo basurero.

Leticia le siguió con la vista; y si el pobre mozo hubiera vuelto la suya entonces, más grandes habrían sido sus terrores al leer lo que expresaban los ojos y el continente de su afectuosa consejera.




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- XV -

Desde que la Marquesa de Montálvez era juiciosa y administraba sus caudales por sí misma, tenía un regaladísimo placer en encerrarse en su despacho, hojear sus libros de cuentas, tomar notas, calcular gastos e ingresos, apuntar cantidades en dos columnas, sumarlas, restar una suma de otra, y ver al fin que, sin privarse de nada de lo necesario, le resultaban sobrantes para imprevistos, después de destinar un buen puñado para amortizar censos procedentes de su mala vida pasada. «Es preciso verme, pensaba algunas veces la marquesa riéndose de sí propia, aquí, y en el oratorio rezando con mi hija, para creerlo. ¡Vaya si he dado vuelta y soy mujer arregladita y hacendosa! ¡Si hasta me creo capaz de llegar a ser mística y avara! Explíquese usted estos arrechuchos de la vida, o estos misterios del corazón humano, como diría Aljófar, que, aunque desdentado y ronco, todavía canta y engulle.»

Y volvía a sonreírse, y continuaba haciendo cálculos y sumando guarismos.

En eso se entretenía y casi del mismo modo pensaba la mañana siguiente al día en que ocurrió lo que se refiere en el capítulo anterior.

Después que despachó su tarea, se dio a pensar en su hija, que en aquellos momentos estaba en su tocador. Luz andaba algo preocupada con la indisposición de Ángel: cosas de chicuelas enamoradas. -La marquesa ignoraba lo del grave punto que había quedado pendiente la antevíspera entre los dos interesados. De otro modo, quizás hubiera dado mayor importancia a las preocupaciones de Luz, mejor dicho, a la ausencia de Ángel; porque en Luz no cabían recelos de cierta especie. -Si ella (la marquesa) estaba satisfechísima del novio que le había tocado en suerte a su hija, Guzmán no lo estaba menos; pero entrambos temían, porque si siempre se teme cuando se desea, en aquel caso estaban más en su punto los temores por motivos que el lector, conoce bien. Y ¿qué hacer? ¿Hay negocio en la vida que no esté sujeto al vaivén de las contrariedades y de la fortuna? Y, sin embargo, muchos se logran como fueron calculados. ¿Por qué no había de ser uno de ellos el negocio de Luz?

Dándolo por hecho, como lo daba casi siempre, la marquesa puso su consideración en el cuadro venturoso de la vida de aquella pareja incomparable, lejos, muy lejos, todo lo más lejos que ella pudiera, de la peste del «gran mundo». Luz le detestaba, y Ángel no le conocía. No cabía temor de que se necesitaran esfuerzos para apartarlos de él; y en apartándose, el ejemplo de los demás impulsaría hacia lo bueno al que de los dos tuviera la desdicha de sentir tentaciones de no serlo. La vida de familia, el ambiente del hogar, el apego a los hijos, la atención esclava del detalle doméstico, y Dios en el corazón más que en la lengua... Este era todo el saber, toda la ciencia que daba por fruto en los matrimonios hombres útiles y mujeres honradas. Y ellos seguirían esa, misma ley, y serían dichosos, y ella lo vería; y si algún día los vientos de la maldad llevaban hasta los oídos de Luz el ruido de los pecados de la madre, o no los daría crédito la hija, o si se le daba, ya habría en su corazón la necesaria fortaleza para perdonarla después de llorarlos. Pero no irían nunca tan allá esos aires de muerte, porque no abundaban las almas de Lucifer capaces de conducirlos. Por de pronto, las cosas iban del mejor modo posible, y la marquesa reconocía que Dios era demasiado bueno con ella dándola lo que la daba por fin y remate de una vida como la suya.

Lo que sucedió poco después, va a referirlo la marquesa misma:

«Se abrió rápidamente la puerta de escape, y apareció Luz delante de mí, de la manera más extraña: el pelo destrenzado y flotante sobre la espalda, y recogido lo demás en ancho lazo sobre cada sien; el blanco peinador mal ceñido a su cuerpo; entre las manos, convulsas, un papel, y la cara..., ¡oh!, el espanto, la ira, el dolor, la sorpresa, el desconsuelo... todo esto se podía leer en su cara transfigurada, y en su actitud resuelta e indecisa al mismo tiempo.

»Me quedé estupefacta al verla así, y ella permaneció un instante sin acertar a pronunciar una sílaba y mirándome con la agonía en los ojos.

»De pronto díjome con voz muy desconcertada, pero con gran energía:

»-Ya sé por qué no ha vuelto desde entonces...

»-Y ¿qué es lo que sabes, hija mía? -preguntéla con el alma suspensa.

»-¡Todo..., todo! Pero es una cosa enorme... que yo no quisiera creer..., que no la creo -respondió estremeciéndose; y en seguida, con un timbre de voz indefinible, porque me sonaba a todo lo siniestro, desde la maldición hasta el quejido, preguntome, con sus ojos anhelantes fijos en los míos asombrados-: Dime, madre, ¿es verdad que tú eres... mala?

»-¡Mala yo, hija de mi vida!-exclamé bajo la sensación de un escalofrío mortal-. Pues ¿no me conoces todavía? ¿No sabes lo que te quiero..., cómo te trato?...

»-¡No es eso, no, lo que yo te pregunto! -añadió con una entereza y una decisión que me aterraron-: te pregunto si es verdad que eres mala, pero mala... de otro modo..., ¡mala mujer!

«¡Ciega yo, torpe mil veces, que, con pensar tanto en ello a todas horas, no sospeché de qué se trataba entonces hasta que sonaron en mi oído estas tremendas palabras!

»Dicen que dos grandes poetas han apurado todos los horrores que caben en la imaginación para pintar los tormentos que padecen los condenados en el infierno. Es imposible que entre tantos suplicios imaginados haya uno solo comparable al que yo padecí en aquel terrible instante. Espantábame el siniestro resonar de aquella afrentosa pregunta en una boca tan casta; pero aún me atormentaba más la vergüenza de merecerla.

»No sé si por eludir la contestación con una evasiva, tregua ilusoria de un condenado a muerte delante ya del patíbulo, o porque así lo pedía el tumulto de mis ideas, dejando a la pobre niña en las garras de sus dudas mortales, atrevime a preguntarla, aparentando un valor que no tenía:

»-¿Quién te ha dicho eso?

»-Esta carta -me respondió, entregándome el papel que traía en la mano.

»-¿Cuándo la has recibido y de quién es?

»-No tiene firma ni fecha, y la he recibido poco antes de entrar aquí. Me la trajeron de su parte; de parte de él...

»-Justo, para que, como cosa suya, cayera en tus manos y no en las mías. ¿Y tú crees que sea obra de Ángel?

»-Ángel podía llegar a olvidarme, pero no a herirme de este modo.

»¡Y todo este diálogo, con mucho más que no hay para qué reproducir, le sostenía yo para ir alejando el instante de fijar la vista en el papel, que me abrasaba las manos! Fuera de quien fuera, ¿qué más daba, si era la delación de mis delitos al juez que más me intimidaba en el mundo!

»Al fin, puse mis ojos en la carta, y tuve alientos para enterarme de todo su contenido. ¡Qué infamia! ¡Y yo dudaba poco antes que hubiera almas bastante viles para cometerlas tan grandes como aquella!

»La letra estaba desfigurada; pero así y todo, yo veía en aquellos renglones contrahechos, sobre la fina superficie del papel, un cierto tufo diabólico, un rastro que me delataba una mano conocida que no acababa yo de descubrir.

»Pero allí constaba todo, ¡todo! ¡Y con qué astucia más infernal! El móvil de la carta parecía ser un hermoso sentimiento de cariño a los dos enamorados. Luz podía estar inquieta por las ausencias no explicadas de Ángel; podía hasta desconfiar de su lealtad; y por eso y porque se suponía a Luz enterada de la historia de su madre, se la hacia saber lo que le pasaba al pobre chico. Sus padres me conocían al pormenor, ya hacía tiempo; y al hablarles el hijo de sus propósitos de casamiento con Luz, le habían presentado como obstáculos insuperables..., y aquí empezaba la lista minuciosa de todos mis pecados, reales y supuestos; con un lujo de colorido sobre sus calidades y resonancia, que no había más que pedir. El oprobio de mi casamiento se escapaba del papel. Donde más se podía escandalizar la inocencia y el candor de la hija, allí se hundía el trazo para afrentar más a la madre. Y esta sarta de iniquidades se hacía para venir a parar a que, no siendo el asunto tan grave como a Ángel se le antojaba, muy pronto se vencería el estorbo, reflexionando los padres que faltas como las mías eran demasiado corrientes y toleradas en el mundo, para que se opusieran como impedimento a la felicidad de dos enamorados tan dignos de ser felices.

»Todo esto leí; de todo esto me enteré, gastando en ello todas las fuerzas de mi voluntad. Pero era preciso hablar, responder de algún modo a aquellos cargos terribles; y para esta empresa ya no tuve alientos. Luz, entretanto, continuaba pidiéndome una respuesta con los ojos. ¡No los apartaba de mí! Estaba trémula, convulsa, la desdichada.

»¡Cómo ciega y aturde el peso de una conciencia cargada de iniquidades! Yo, la mujer desenvuelta, fría y despreocupada de los salones; la dama de los grandes recursos para la intriga; la afamada humorista de las ocurrencias felices, ni siquiera di en el sencillo intento de deshacer con una negativa terminante aquella tempestad de desdichas que bramaba sobre mi cabeza..., porque me hubiera bastado eso solo para conseguirlo: después me he convencido de ello pensándolo con serenidad. Pero entonces, en las pocas preguntas y en la actitud indescriptible de mi hija, yo no sé qué oí, qué vi de extraño, de sobrenatural, como si fuera el rayo de la justicia de Dios que comenzara a castigarme.

»Y me aterré más todavía; y cuando Luz, pareciéndole siglos los instantes que yo tardaba en responderla, me dijo, con la voz de su angustia desesperada: «¡Habla, aunque sea para acabarme de matar!, yo enmudecí y bajé la cabeza, cerrando los ojos. Quería ocultarme en aquella ilusoria obscuridad, ya que el suelo no se abría bajo mis pies para devorarme. Oí entonces sollozos y quejidos: la agonía de un alma. ¡Desventurada! ¡Cuánto perdía con aquel silencio mío, que era la declaración de los escándalos de su madre!

»El remordimiento, el dolor de herirla tan hondo y en tantos sitios a la vez, produjo en mí una súbita reacción. Ardíame la sangre que momentos antes era hielo desleído; zumbábanme las sienes, y el corazón no me cabía en el pecho; abrí otra vez los ojos, y tuve que cerrarlos de repente, porque los sentí deslumbrados por las mismas llamas infernales que me abrasaban el rostro. Un ciego impulso de mi amor de madre me arrastró hacia Luz con los brazos extendidos; pero otro impulso más fuerte de la conciencia me detuvo allí... No me atrevía a abrazarla, porque abrazarla era poner en contacto su inmaculada pureza con las escorias inmundas que imaginaba yo ver salir a borbotones de mi pecho. En tan negro desamparo, elevé mi pensamiento hacia Dios; y tampoco halléel consuelo que buscaba, porque no tuve fuerzas para llegar a tan alto en tan mala compañía. La conciencia de mis culpas me cerraba todos los caminos que yo intentaba seguir mendigando un instante de sosiego. ¡Como si le mereciera! Entonces, en el paroxismo de mi desconsuelo, sin mirar a Luz, sin ver si quedaba viva o muerta, huí de su lado y corrí a esconderme, con el peso de todos los tormentos en el alma y sin el consuelo de una lágrima en los ojos.

»No sé cuanto tiempo permanecí en mi gabinete aturdida bajo aquel torbellino de pensamientos desquiciados y de visiones febriles, porque no hay medida para los huracanes del espíritu. El infeliz que los padece siente los estragos, pero no estima las horas. Y eso me pasó a mí.

»Cuando el cansancio de tan ruda batalla prestó un poco de sosiego a mi discurso, comprendí que, con haber pensado tanto, no había pensado en nada útil, y que era preciso pensar en algo, buscar una puerta para salir de aquel antro sombrío, si es que el antro tenía salida que no fuera para conducirme a otro más tenebroso.

»Y discurrí, y fatigué la enardecida máquina de mis ideas..., todo para la pobre víctima de mis enormes faltas: yo, su verdugo, no tenía derecho ni a disculparme para moverla a que me las perdonara. ¡Pero era tan estrecho el círculo en que se revolvían mis pensamientos por la naturaleza misma de las cosas meditadas!, ¡había un enlace tan íntimo entre lo que era irremediable y lo que podía tener algún remedio! Al fin, la necesidad, la obligación de hacer algo, me sugirió una idea que ya había entrevisto yo flotando a ratos en el oleaje de la pasada tempestad. No era todo lo que se necesitaba en una obscuridad como la mía; pero era algo, era un proyecto, una salida, un camino, el único camino que veía, y me decidí a seguirle sin perder un solo instante.

»Llamé, pedí el carruaje y comencé a vestirme para salir... ¡No me atreví a preguntar por mi hija, y no la echaba de la memoria un solo instante! ¿Qué haría, la desdichada, desde que yo la había dejado en el suplicio de su honda pesadumbre y sin alientos para llorar! Quería verla, necesitaba verla, porque su dolor me atormentaba más que los míos; pero me faltaba valor para ello: temía agravar sus angustias con mi presencia..., y temía, hasta el espanto, leer mi desprestigio en sus ojos. Quien haya tenido hijas buenas y enamoradas de su madre, que diga si hay puñal que más hondo hiera, ni azote que más afrente que la mirada que yo temía.

»Me vestí muy pronto y salí de puntillas hasta el gabinete de Luz, que no distaba mucho del mío. La puerta no estaba bien cerrada y había un resquicio entre las dos hojas. Miré por él, latiéndome el corazón y temblándome todo el cuerpo; y la vi, allá en el fondo y en el mismo desaliño en que yo la había dejado en mi despacho, recostada en un sillón; el rostro, descolorido; los ojos, enrojecidos y secos; la mirada, perdida en el cúmulo de los pensamientos; la expresión, de honda tristeza, y las manos, abandonadas sobre el regazo. ¡Qué dolor!... ¡y qué corazón había elegido para anidar! ¡Y todo aquel estrago era obra mía; de mis maldades, de mis escándalos!

»Esta idea me hirió como un rayo: sentí la sacudida en el pecho, y una oleada de lágrimas inundó mis ojos: ¡el primer beneficio que me otorgaba el duelo implacable de aquel día! Porque no oyera Luz mis sollozos, intenté cerrar la puerta; pero notó su débil rechinar y volvió la cara. Por si me había visto, me resolví a entrar, dispuesta a todo. De cualquier manera, yo no podía vivir así.

»No se mostró sorprendida al verme, ni me miró con dureza. Esto solo me dio un gran consuelo y fuerzas bastantes para atreverme a sentarme a su lado; pero no supe qué decirla. Temblaba yo como una hoja de otoño próxima a caer de la rama sin jugos.

»Estando en estas indecisiones, reparó ella en mí traje, y me preguntó con voz algo empañada y muy débil:

»-¿Vas a salir?

»-Sí, hija mía -respondí.

»-¿Adónde?

»-Muy cerca..., para un asunto que nos interesa..., que te interesa a ti, sobre todo.

»Se encogió de hombros y volvió la cara hacia el balcón. La silla que yo ocupaba era más alta de asiento que su butaca: de modo que su cabeza quedaba algo más baja que la mía. Siempre que yo me separaba de Luz con cualquier motivo, nos dábamos un beso... ¡Qué hambre tenía yo del beso de aquel día! No atreviéndome a pedírsele ni pudiéndome resignar a irme sin él, quise robarle con una astucia, a la cual se prestaba la diferencia de alturas de nuestros asientos. Me fui deslizando del mío poco a poco, y bajando, bajando, hasta verme de rodillas delante de ella. ¡Aquel era mi puesto!, ¡así debía estar yo, y más abajo todavía, y pisoteada por sus pies! Fingí hacer lo que hacía para observar más a mi gusto su cara.

»-Estás casi en ayunas -la dije-, y necesitas tomar algo que te conforte... ¿Quieres que almorcemos antes de salir yo?..., porque ya es hora.

»-Estoy muy bien -me respondió impasible. -No necesito nada, sino quietud... y silencio.

»-De manera que yo he venido a molestarte... Perdóname por la buena intención que tuve... Como voy a salir..., me dejé llevar de la costumbre: ya sabes cuál es...

»Y la miraba a través del velo de la mantilla que me había echado sobre la cara.

»-No me molestas -me dijo sin acercar la suya tanto como yo quería.

»-Pero tampoco me necesitas, ¿no es cierto? -repliqué devorándola con los ojos.

»-Y ¿sé yo -respondiome sacudida por una gran emoción -qué es lo que deseo ni qué es lo que necesito; qué es lo que menos me daña ni lo que más me conviene!... ¡Si todo me parece ahora del mismo sabor!

»Acudí presurosa a contener aquel torrente de dolor que se desbordaba, con los pocos recursos de que podía disponer.

»-Cierto, cierto -la dije, acariciando una de sus manos, que había cogido entre las mías-, y yo soy una imprudente, una egoísta, preguntando esas cosas... Ya vendrá tiempo de tratarlas como se debe; y para que llegue cuanto antes, voy a salir en seguida... Porque ya te dije que iba a salir..., ¿lo has olvidado?

»-No.

»En esto avisaron que el coche aguardaba.

»Ya lo oyes -la dije, acercando más todavía mi cara a la, suya-, y si he de volver pronto... Conque ánimo, que Dios, aunque aprieta, nunca ahoga... En cuanto vuelva, dentro de una hora lo más, te informaré de todo lo que me haya ocurrido... Será bueno para ti..., para las dos, no lo dudes. Entre tanto, dejaré advertido que te den una sopita clara..., un caldo siquiera..., porque no puedes estar así... ¡Ea!, adiós, hija mía...

»Pero yo no me incorporaba ni alejaba mi cara de la suya.

»-Adiós -me dijo, al fin, estampando un beso, frío y maquinal, en mi frente.

»Pero así y todo, me pareció aquel beso un regalo celestial; hízome la impresión de un rocío benéfico en la sequedad de mis amarguras; y dejándome llevar de los impulsos del corazón, tomé la cara de Luz entre mis manos y se la cubrí de besos y de lágrimas. No pensé ya en que pudiera mancharla el rastro de mis liviandades. El llanto de mis remordimientos lo lavaría todo; y, además, yo necesitaba aquello para vivir.

»Salí en seguida con mayores alientos y mejores esperanzas; hice a mi doncella los encargos que juzgué convenientes para atender al cuidado de Luz, y bajé al portal. El aire, el sol, el ruido y el movimiento de la calle me produjeron una impresión tristísima. Parecíame que el velo de mi mantilla no era bastante tupido para evitar que las gentes leyeran en nu cara lo que me estaba pasando.

»Al entrar en la berlina, dije al lacayo en el momento de ir a cerrar la portezuela:

»-Imperial, 15.»




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- XVI -

Mientras rodaba el coche se me iba ocurriendo que podía no ser verdad que las ausencias de Ángel de mi casa consistieran en lo que decía el anónimo; mas como para aclarar la duda se necesitaba un trámite, no corto, y no andaban mis asuntos para prodigar el tiempo en lujos de preliminares, y si lo del anónimo no era la pura verdad, podría serlo, lo sería a la hora menos pensada, lo que yo iba a hacer hecho estaría, y eso tendríamos adelantado. ¡El anónimo!... Pero ¡de quién era la mano que le habla escrito? No podía dar en ello por más que cavilaba, y casi casi la estaba viendo delante de los ojos.

»Detúvose el coche y bajé. Sólo otra vez en mi vida había estado yo en aquella casa, ¡y en qué situación de ánimo tan diferente! Subí la angosta y larga escalera sin tomar un respiro, y llamé.

»Esta vez fuí recibida en la sala, pieza triste y pobre, sin otro lujo que el aseo, el cual relucía hasta en los damascos descoloridos de los muebles. Apareció el matrimonio a los pocos momentos de estar yo aguardando. La mujer era el mismo espectro de la otra vez, pero sin la calceta, aunque no por eso me pareció menos terrible. Dispuso con un ademán de los suyos que me sentara en el centro del sofá, y senteme allí. Delante del sofá, a sus dos extremos y mirándose frente a frente, había dos butacas. La mujer se sentó en la una y el marido en la otra. Colocados así los tres, el espectro estaba a mi derecha.

»El bueno de don Santiago había estado muy afable y cortés conmigo... y también un poco desconcertado al saludarme. Su mujer fue la de siempre y lo que yo esperaba que fuera en aquella ocasión; pero ni me alentaba lo uno, ni me intimidaba lo otro. En la enormidad de mi cuita, no debía reparar yo en pequeñeces de más o de menos.

»Sin detenerme en excusas ociosas ni en preámbulos atenuantes, referí lo del anónimo y hasta le relaté casi al pie de la letra, y pregunté en seguida si era cierto que entre ellos (mis dos oyentes) y su hijo hubiera pasado lo que en el papel se declaraba. La mujer respondió al punto, seca y muy acentuadamente, que sí; el marido, cuando me volví hacia él, humilló un poco la cabeza, pero no dijo que no.

»Ya sabía a qué atenerme con toda certidumbre; y a continuar iba en mi empresa, fundada sobre esta base, cuando se me anticipó el espectro para decirme:

»-Ya supondrá usted que en esta casa, donde con tanta lealtad se habla y se procede, no hay nadie que sea capaz de cometer tales felonías...

»-No había necesidad de esa advertencia, señora -la dije de todo corazón.

»-Es que cómo la carta, según usted ha referido, fue entregada de parte de mi hijo...

»-Razón de más para creer que no era obra suya, puesto que no la firmaba.

»-Eso mismo pienso yo -dijo don Santiago, y eso solo debiera bastar como prueba decisiva, si hubiera alguien capaz de atribuirle...

»-Señor don Santiago -le interrumpí-, todas esas salvedades están fuera de su lugar...

»-Pero es extraño -dijo su mujer-, ¡muy extraño!, que una cosa tratada aquí, a puertas cerradas, entre nosotros solos, hace dos o tres días, se sepa a estas horas donde se sabe. ¿Cómo ha podido saberse?...

»-¡Oh, por el amor de Dios! -repliqué fatigada con aquella ociosa digresión-, no se preocupen ustedes ahora con eso... Ya se sabrá todo..., y si no se sabe, ¡qué importa! No es eso lo que a mí me duele ni por lo que he venido.

»Calláronse entonces; y como los vi dispuestos a escucharme, díjeles al punto, palabra más o menos:

»-Hay en el anónimo ese un alcance más hondo que el que se ve, tomado el papel en la sencillez de su contenido. Parece la obra de un amigo indiscreto, y es un puñal envenenado que ha producido en mi casa dos heridas mortales. Para eso fue escrito, y como puñal le esgrimió, la mano alevosa. De una de las dos heridas no hay para qué tratar: es la mía; quizás la merezco, y poco importa. Pero de la otra, que es la de mi hija inocente... ¡Dios bendito!... Yo no sé si habrá en el mundo remedio que alcance a cicatrizarla: sospecho que no; pero sé de algo que puede combatir el veneno y amortiguar los dolores; y con esto, aunque mal, ya se vive... Pues ese bálsamo milagroso está aquí, en una palabra, en una mirada, en un latido del corazón de ustedes; y yo vengo a preguntarles: ¿a costa de qué sacrificios, de qué humillaciones, de qué penitencias, le puedo adquirir para que viva la desventurada Luz?

»-No me respondieron una palabra. Don Santiago me había oído sin apartar de mí sus ojos compasivos; pero su mujer era una roca.

»Convencida de ello, abandoné por inútiles los toques al sentimiento de aquella inexorable criatura, y acometí de frente la empresa llamando a las cosas por sus nombres. Lo que pretendía, lo que yo suplicaba era que no se pusieran obstáculos a los proyectos acordados entre Ángel y mi hija.

»-Quisiera yo que la señora marquesa considerara -dijo al oírme don Santiago, en tono muy afable -que cuando se tratan en familia asuntos como el que nuestro hijo vino a tratar con nosotros, no debe extrañarse que los padres, mirando por el bienestar y por...

»-¡Si yo no me extraño de nada de eso, amigo mío! Ustedes han hecho muy bien en lo que hicieron, pensando que lo que hacían era lo mejor; pero entonces ignoraban...

»-Mi hijo -interrumpiome la implacable madre -nos ha oído cuanto necesita saber en este caso, y a ello se atendrá, como nosotros también nos atendremos.

»-Pero su hijo de usted ignora -díjela yo- lo que sucede en mi casa, y no sospecha todo lo que puede suceder.

»-Mi hijo -insistió con voz tremenda el espectro- no tiene obligación de saber esas cosas, ni sus padres la tienen tampoco: lo que saben los padres y el hijo, porque son bautizados y no han renegado nunca de serlo, es que hay que bajar la cabeza cuando pasan las iras del cielo, como pasan ahora para castigo de usted. Quien la hizo, que la pague. Resígnese y sufra, y no pretenda que la ayude nadie a enmendar los decretos de Dios.

»-¡Mujer, mujer! -exclamó aquí el bueno del marido-, ¡caridad siquiera!

»-¡Oh!, déjela usted decir, que no me duele por lo que de ello me toca: eso y más merezco. «Quien la hizo, que la pague»: ha dicho muy bien esta señora; nada más justo. Yo la hice: yo acepto el castigo sin protesta, para pagar todo lo que debo; pero por lo mismo que esta es la ley, me parece que la infringen los que castigan en una hija inocente, como la mía, los pecados de una madre como la suya. Vengan sobre mi cabeza todas las iras del cielo, toda la indignación y todo el menosprecio de ustedes; pero déjenme que implore un poco de misericordia para la desdichada, que no ha cometido otro pecado que el haber nacido de mí.

»Aquella mujer no se ablandaba: quizás no me comprendía; acaso no daba más valor a mis instancias que el que tiene cualquier otro fracaso de casamiento ventajoso. Por si no me equivocaba, conté la historia de Luz desde que tuvo uso de razón, desde el día en que vino al mundo; su carácter, su inocencia; mis incesantes afanes porque la conservara, porque no supiera jamás entre qué inmundicias había caído..., en fin, porque no se pareciera a su madre ni tomara en su ejemplo la menor disculpa para no ser buena, si algún día se obraba milagro de que aquel corazón tan puro llegara a corromperse: de todo esto hablé; y después de hablar de ello, hablé de sus extrañas fantasías, origen de unos amores que, por nacer como nacieron, parecían providenciales; de mi súbito cambio de costumbres, de mis esperanzas..., de mi soñada felicidad, que sólo consistía en que jamás turbara la de Luz el ruido de los escándalos de su madre. Ya no era posible evitar esto, porque la infamia se había consumado; pero ¿por qué al dolor de esta puñalada se había de añadir otro más hondo todavía? ¿No era sobrada crueldad herirla, para que también se pretendiera matarla? ¿En qué me rebelaba yo contra las iras del cielo, que castigaban mis pecados, pidiendo la vida de la inocente?

»Pues tampoco labró toda esta triste y larga plegaria en el corazón de aquella mujer. Según ella, la justicia divina, cuando se dejaba sentir, hería en lo más sensible. Por eso me había herido a mi donde tanto me dolía. Sería cierto; pero ni aun así creía yo faltar a ninguna ley divina ni humana implorando lo que imploraba al precio de sufrir yo sola todas las amarguras decretadas para las dos.

»Don Santiago no desplegó sus labios, porque harto tenía que hacer con ocultar de mí las impresiones que le estaban dominando.

»-Yo no pido a Ángel -concluí- porque es bueno, porque es hermoso, ni porque es rico: le pido, le imploro, porque ama a Luz y es la vida de mi hija, que le merece.

»-Y yo no se lo negaría a usted -respondíame el espectro -si Luz fuera pobre, fea y necia; él la quería, bendijérasela Dios, con tal de que fuera honrada. Pero se la niego, se la negamos... porque su madre no lo es.

»-Lo sé ya, señora -repliquéla-, y en eso estábamos al principio; pero llegando a donde he llegado yo con mis explicaciones y mis súplicas, la pregunto a usted ahora, y a usted, mi buen amigo don Santiago: a cambio de ese gran beneficio, ¿qué reclaman ustedes de mí?, ¿qué testimonios desean para creer que si escandalicé como mujer deshonesta, puedo edificar como arrepentida?, ¿qué martirios, qué humillaciones?... Díganmelo: yo lo haré todo..., todo, sin repugnancia, con la sonrisa en la boca y besando el azote que me castigue.

»La mujer se callaba. El marido me dijo, si no recuerdo mal, algo como esto, y muy conmovido:

»-Señora mía, yo la compadezco a usted con todo mi corazón; yo no dudo de la sinceridad de cuanto nos dice; yo la creo a usted capaz de todo lo que promete, y la aseguro que haría los imposibles por poner las cosas en donde debían estar, si las cosas esas tuvieran remedio a la hora presente; pero con estos mis buenos deseos, que son los de mi mujer, créame, aunque no lo parezca así...

»-Tu mujer -saltó ésta- nunca se ha mordido la lengua para decir lo que siente, si lo que siente va con la ley de Dios, como sucede ahora; y lo dicho, dicho queda, porque no se opone a esa ley; pero aunque se opusiera, también el mundo tiene sus leyes, bien o mal hechas, y hay que respetarlas...

»-¡Ahí está!-dijo con gran viveza don Santiago-: a eso iba yo a parar cuando tú me interrumpiste. El mundo tiene sus leyes: en el mundo vivimos; él nos ha formado a su modo, señora marquesa..., y por esas leyes..., en fin, póngase usted en nuestro caso.

»-¡Ah! -exclamé yo entonces-, ¡si usted se viera en el mío!.. Pero también acepto esas leyes que me son tan desfavorables en esta triste querella. ¿Qué teme usted del mundo en el caso implorado por mí?: ¿que caiga sobre Ángel la ignominia de la madre de su mujer? También para estas tempestades hay conjuros. ¡Yo me arrastraré como penitente donde me han visto triunfar como pecadora!, ¡yo confesaré a voces mis pecados donde quiera que haya gentes honradas que me oigan!... ¿Qué más puedo hacer? Jesús no pidió tanta penitencia a la cortesana arrepentida, y había escandalizado más que yo.

»Se miraron uno a otro, y díjome después don Santiago muy conmovido:

»Ni nosotros, pobres pecadores, le pediríamos a usted, llegado el caso, todo lo que nos ofrece... Aquí hay caridad, señora, gracias a Dios, aunque haya miramientos también, ¡y muchos miramientos!, que respetar, sin que se falte por eso a la ley divina...; pero ¿sabe usted, sabemos nosotros, si asintiendo a lo que usted desea y pide, y es muy natural que lo pida y lo desee, se avendría también nuestro hijo, con lo cual no contamos?

»-Pues ¿no hemos convenido -repuse- en que lo que se afirma en el anónimo es cierto en todas sus partes?

»El buen hombre contestó que sí.

»-Y ¿no se afirma en él que el único obstáculo que encuentra Ángel para el logro de sus ardientes deseos, es la oposición de sus padres? Porque de no contar con esto yo, no les hubiera molestado a ustedes con lo que les he dicho.

»-Es verdad, es verdad -respondió el bendito-: fue un reparo el mío sin fundamento; pero de buena fe. Desgraciadamente para nuestros propósitos..., quiero decir, para los de sus padres, la decisión de Ángel en ese punto es a prueba de inconvenientes: es firme como una muralla. Lo cierto no hay para qué ocultarlo, ni es justo que se oculte.

»¡Cosa rara! Su mujer no hizo el más leve reparo, ni con la palabra, ni con el gesto, ni con un ademán a esta declaración de su marido; declaración que podía tomarse por una señal de triunfo para mí, aun por una persona menos interesada en él que yo.

»Temiendo perder lo ganado, pero resuelta a que quedara donde fuera fructificando bien, no insistí en que llegáramos a un acuerdo terminante, aunque hablé un buen rato todavía y con no mala fortuna; pues o me engañaban mucho las señales, o el espectro se iba humanizando poco a poco.

»Ángel, presente allí, quizás hubiera logrado que yo me llevara hecho lo que, en opinión mía, quedaba en buen camino de hacerse; pero ni se presentó, ni me pareció muy cuerdo preguntar por él entonces.

»En resumen: al concluirse aquella batalla, en que gasté las pocas fuerzas que me había dejado la tremenda fatiga de mi casa, me pareció que el bueno de don Santiago Núñez, más que un enemigo, era ya un aliado mío, y que en la dureza de la mujer quedaba una mela por donde, si su hijo sabía golpearla, llegaría hasta el corazón.

»Al despedirme, el marido me estrechó con efusión la mano entre las dos suyas. No me atreví a tendérsela en seguida a la mujer; pero, en cambio, ¡qué asombro!, me tendió ella la suya. No se la besé, porque no lo juzgara sospechoso por excesivo; pero mis ojos, mal enjutos todavía, volvieron a llenarse de lágrimas.

»En el momento de salir, me advirtió don Santiago que su hijo no había vuelto aún a casa, pero que no tardaría, porque era ya la hora de comer para ellos; le rogué que no le ocultaran que había estado yo allí, y comencé a bajar la escalera.

»Al llegar a la meseta del entresuelo, me encontré con Ángel, que subía. Dios, aunque me castigaba, no me dejaba todavía de su mano.

»Antes que él saliera de la admiración de verme allí, y eso que lo sospechaba por el carruaje que aguardaba en la calle, comencé yo a darle cuenta, en voz muy baja y con el mayor laconismo que pude, de todo lo que le interesaba saber sobre lo que ocurría en mi casa y en la suya. ¡Pobre chico! ¡Qué rato le di y qué horas le preparé! «Pero ¿por dónde se supo? ¿Qué mano ha escrito eso?» La misma pregunta que arriba; la misma que me hacía yo. ¿Y quién podía indagarlo mejor que él?

»De pronto se dio una palmada en la frente, y en seguida me refirió, con muy curiosos pormenores, una visita que había hecho el día antes a Leticia.

»-¡Esa es la mano! -dije sin titubear-. De ella es el rastro que yo veía sobre el papel. No andando suelto por la tierra Satanás, sólo en Leticia, contrariada y ofendida, cabe una felonía como esa. ¡Qué desalmada!

»El fracaso de sus proyectos en aquella visita, dejándole desamparado y con su secreto descubierto en lugar tan sospechoso, le había movido a pedir el auxilio y el consejo de Guzmán. Tres veces en pocas horas había estado en su casa, y se volvía a la suya sin hallarle.

»Díjele que se pasara muy pronto por la mía, donde era más necesario que en ninguna otra, y nos separamos despidiéndonos «hasta luego».

»¡Guzmán!..., la única criatura de cuantas hollaban la tierra, que me parecía más criminal que yo!, ¡el hombre que merecía, en buena ley, que llovieran sobre él solo todas las amarguras que habían entristecido mi hogar! Porque él era la fuente, el origen y el único causante de todas mis desdichas; el demonio sagaz que había socavado mi fortaleza, para arrojarme después hecha jirones al lodazal de las gentes corrompidas. ¡Y con saber esto, y con no poder amarle ya, todavía no lograba aborrecerle! Otro de mis castigos.

»Pensando así, llegué a mi casa una hora más tarde de lo que había calculado. Felizmente, no creía haber perdido el tiempo. Llevaba siquiera una gran esperanza con que alentar, en parte, los abatidos ánimos de Luz.

»Levantarlos por completo, era tan imposible como borrar con un soplo de la memoria de las gentes la mala fama de su madre.




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- XVII -

No me sorprendió la noticia que me dieron al entrar en mi casa: la estaba temiendo desde que salí de ella. Los martirios del alma de la pobre Luz se habían dejado sentir también en su cuerpo. La hallé tendida sobre la cama, y con la habitación medio a obscuras. Le molestaban la claridad y los ruidos; sentía dolorida la cabeza, y una impresión muy desagradable en todas las coyunturas. La toqué la frente, y la tenía ardorosa; en cambio, las manos estaban muy frías. Respondía a mis preguntas con pocas palabras y sin abrir los ojos. Contaba yo con algún trastorno físico después de la borrasca moral; pero no tan grande como el que me anunciaban aquellos síntomas, si es que no los abultaba la triste luz que ennegrecía ya todas las cosas en mi imaginación.

«Intenté sondear sus ánimos, informándola poco a poco y a mi gusto de lo que había hecho fuera de casa, y exagerándola bastante el éxito de mi visita. No dio señales de que le interesaran las noticias. Después le anuncié la venida de Ángel, dentro de muy pocas horas..., de minutos, mejor dicho. Entonces abrió los ojos y me miró. Decidiome esta buena señal a ir más lejos en mis tentativas, y la dije que él había estado real y positivamente enfermo; que por eso no había venido, y no por lo que decía el anónimo..., y ya iba a añadir que, como mentía en eso el inicuo papel, también mentía en la mayor parte de lo demás que declaraba, cuando noté que Luz se cubría la cara con las manos y se oprimía con fuerza los ojos, como si detrás de ellos comenzaran a batallar otra vez sus mal apaciguados pensamientos. Me indicó por señas que callara.

»¿Qué era aquello, Dios mío! ¿Qué noche había caído de repente sobre aquel risueño día primaveral, tan profunda y tenebrosa, que ni el mismo sol era capaz de rasgar sus densos crespones! ¿Habría perdido yo el tiempo? ¿Serían igualmente mortales entrambas puñaladas?

»De cualquier modo, no era aquella la mejor ocasión de averiguarlo. Por de pronto, urgía mucho que Luz se acostara de veras; y eso la propuse, y eso hizo. Después, sin advertírselo a ella, porque se hubiera resistido, mandé que avisaran al médico.

»Entretanto, y por todo alimento en aquella mañana memorable, tomé yo dos sorbos de caldo.

»Llegó el doctor y vio a Luz. No encontró en ella ningún síntoma de consideración: todo el mal se reducía a una ligera destemplanza, que se curaría con las ropas de la cama y los mimos de su madre. Pero le extrañaba mucho que no concordaran con la benignidad de los síntomas orgánicos las manifestaciones morales: hallaba demasiado abatida de espíritu a la enferma, que era de suyo animosa y expansiva.

»Esto me lo dijo al despedirse en el vestíbulo; y como sabía o sospechaba lo de los amores de Luz, preguntome, sonriendo maliciosamente, si la enfermita había tenido algún disgustillo estando sana. Respondile que sí, sonriéndome también muy a la fuerza, y entonces me dijo:

»-Pues con ese dato, adivine usted cuáles son la medicina y el médico que han de curar esa enfermedad.

»Sonreíme, y en esto apareció Ángel, que acababa de entrar.

»Antes que se nos acercara para saludarnos, me dijo el doctor al oído:

»-De este medicamento de le usted a la enferma buenas dosis y a menudo.

»¡Pobre hombre! ¡Qué lejos estaba de conocer la naturaleza de la peste que había invadido mi casa!

»Como yo me lo temía, bien poco o nada se dejaron ver en Luz los buenos efectos del remedio tan encarecido por el doctor. La primera impresión, algo más viva y agradable; pero en seguida, el mismo desaliento y el mismo tinte dolorido y melancólico en la voz y en las miradas delante de Ángel que de mí.

»Por la noche vino Guzmán. Nada sabía de lo ocurrido. Le enteré de ello, gozándome en la esperanza, lo confieso, de darle ese tormento que sufrir. Y le sufrió; pero ¡con qué entereza de espíritu! Yo no sé de qué hubiera sido capaz si el cúmulo de desventuras que se cernía sobre nosotros hubiera tenido vida y formas que destruir.

»Quiso ver a Luz inmediatamente, y yo no me opuse con gran empeño, porque me convenía estudiarla en aquella prueba delante del hombre con quien, según ella sabía ya por el anónimo, se la atribuían tan íntimas conexiones. Debía ser este pecado el que más la espantaba de todos los míos.

«Entró hablándola en el tono regocijado y cariñoso que de ordinario usaba con ella; y bastó a la pobre niña conocer su luz, para lanzar un grito y estremecerse como si la hubiera sacudido una corriente eléctrica. Vivía la infeliz indudablemente bajo el peso de una idea terrorífica, que se embravecía con el recuerdo o la presencia de determinadas cosas y personas. Se negó a responder una palabra, y las únicas que pronunciaron sus labios fueron para suplicarnos que la dejáramos sola, porque la soledad y el silencio eran lo que más descanso la daba. Y yo sabía que «estar sola» quería decir entonces que se quitara de allí Guzmán; y sabía lo que dolía eso, porque lo había padecido yo pocas horas antes; y por saberlo, me complacía, me gozaba en las torturas de él; porque yo no podía dudar, ni toda su fortaleza alcanzaba a disimularlo, que las repugnancias de Luz le estaban hiriendo en lo más vivo, en lo único sensible que le quedaba bajo su corteza mundana y empedernida. Debiendo tanto como debía, justo era que pagara algo de ello.

»Salimos; y con el pretexto de no apartarme de donde tanta falta hacia a cada momento, se despidió de mi sin mencionar lo ocurrido, ni hacer un solo comentario sobre lo que poco antes le había referido yo.

»Volvió más tarde el médico, y se convenció por el estado de la enferma, que era el mismo de algunas horas atrás, de que su recomendada medicina no había producido milagros.

»-Pues ella los irá haciendo poco a poco. Entretanto, que den a la enferma, cada tres horas, una cucharada de esto que voy a disponer.

»Y dispuso un antiespasmódico, por disponer algo.

»También volvió Ángel; pero esta vez no vio a Luz, porque me había rogado, después de marcharse Guzmán, que no dejara entrar a nadie en su cuarto, fuera quien fuese.

»El resto de la noche lo pasamos solas las dos y sin separarnos: ella en su lecho; yo a la cabecera, sentada en un sillón; ella durmiendo a ratos, entre pesadillas y delirios, y yo contando las lentas horas, minuto a minuto, a la luz mortecina y verdosa del opaco fanal de la lamparilla, y viendo con los ojos de la triste imaginación desfilar en largas y silenciosas procesiones los fantasmas de todas las locuras y liviandades de mi vida pasada, y los de las crueles amarguras que el cielo me tenía reservadas por castigo.

»Al otro día, es decir, al acabarse aquella eterna noche, Luz estaba más tranquila; y si la fiebre no había desaparecido por completo, debía de estar apunto de desaparecer. Este alivio me ofrecía una buena coyuntura, que yo pensé aprovechar, si el médico no se oponía, para mover a Luz a que se explicara conmigo. ¡Me consumía el ansia de romper los diques de aquel dolor mudo, y verle desbordarse en palabras, aunque el torrente me arrollara a mi!

»En cuanto el médico, horas después, confirmó aquel risueño parecer mío con el suyo más autorizado, le consulté sobre los propósitos que tenía. Los encontró muy cuerdos.

»-Es hasta de necesidad -me dijo- despejar los nublados de esa cabecita; poner en buen orden sus ideas y no consentir que vuelva a llenarse de ellas el depósito. Que piense; pero que piense hacia fuera y con las puertas del cerebro de par en par. Esto nadie lo ha de conseguir más que usted. Lo restante, hasta dejar las cosas como estaban anteayer, lo hará luego, sin grandes dificultades, el otro doctor.

»No esperé un momento más. Volvime al lado de Luz, y llegué muy a tiempo, porque la hallé tratando de incorporarse en la cama, Mientras la ayudaba yo y la arreglaba las almohadas para que se recostara sobre ellas, se cruzaron algunas palabras entre nosotras. Después me dijo que se encontraba muy bien así: no se le desvanecía la cabeza ni le molestaba la luz. De aquí tomé yo pie para comenzar lo que intentaba. Díjela que aún se sentiría mucho mejor si descargaba la imaginación del peso de sus tristes pensamientos, comunicándolos conmigo; que las penas calladas ahondaban demasiado en el corazón, y mucho más en el suyo, que las sentía por primera vez... ¡El mismo gesto de repugnancia! ¡La misma resistencia muda! Entonces la asedié con mayor empeño: insistí, supliqué, lloré..., y conseguí que ella llorara también. Comenzaban los diques a quebrantarse, y esta era una buena señal.

»Mientras lloraba, con la frente apoyada sobre mi pecho, yo la hablaba dulcemente al oído, y el corazón me iba diciendo que las durezas se ablandaban y que el torrente se desbordaría. Para facilitarle la labor, traté de destruir los obstáculos de mayor bulto. Díjela que era muy natural que siendo yo la causa de sus dolores, y por unos motivos tan escabrosos, se resistiera ella a comunicarme lo que sentía; porque esto, en su inexperiencia, no lo creía posible sin lastimarme. ¡Qué equivocada estaba! Lo que a mí me lastimaba, hasta acongojarme, era su silencio melancólico. Que me hablara, aunque fuera para maldecirme, pues nunca llegarían sus maldiciones a expresar tanto y tan negro como lo que leía yo en lo que no me quería decir. Pero suponiendo, contra todo lo que debía creerse, que hubiera grandes motivos para que conmigo fuera tan tenaz en su reserva, y confesando que no tenía derecho alguno para que me mirara con blandos ojos, ¿por qué se mostraba tan triste, desalentada y taciturna delante de Ángel como de mí? Que fuera inclemente conmigo, se comprendía; ¡pero con él!...

»Al fin, se rompieron los diques, y habló; pero como estaba muy débil y no se hallaban todavía en completo reposo sus ideas, el trabajo de responderme, en asunto tan complejo, era para la pobre demasiado penoso. Para aliviársele y cansarla menos, la fui yo concretando cada punto y dándole en cada pregunta que la hacía la fórmula de la respuesta. Así nos entendimos, y llegué yo a ver hasta el fondo de aquel puro y cristalino lago, tan agitado y revuelto todavía por las iras de la reciente tempestad.

»¡Aborrecer ella a Ángel cuando más en el alma le tenía! No la contrariaba su presencia por desamor, sino por un sentimiento bien diferente: temía verse contemplada por él a distinta luz que antes, y la espantaba la idea de no valer a sus ojos todo lo que había valido hasta entonces. Quería verle, deseaba verle, y verle sin cesar; pero de modo que él no la viera a ella. Cierto que todo lo ocurrido, con ser tanto y tan enorme, no le había apartado de sus propósitos; que se mostraba leal y cariñoso y resuelto a pelear contra todo linaje de obstáculos que se atravesaran en el camino que los dos se habían trazado en horas bien risueñas; pero esto podía ser, sería indudablemente, abnegación en él, compasión que ella le inspirase, sacrificio de muchos respetos, y sacrificios bien dolorosos acaso; y este recelo la afligía mucho más que el verle alejado de ella.

»Hícela yo notar que sus temores no tenían fundamento. Era una niña sin experiencia y sin malicias: ¿qué sabía ella de las cosas del mundo para estimar el valor de ciertos momentos del ánimo, subordinados al influjo de unas leyes que tampoco conocía? Aún no habíamos hablado entre las dos, sosegadamente, del suceso que a aquella situación nos había traído; todavía estaba por aclarar qué había de falso y qué de cierto en el contenido del infame papel, y cuál fuera la verdadera importancia de lo último a los ojos de un público avezado a no asombrarse de faltas mucho mayores...

»¡Si lo sabía!... Luz no había visto el mundo, ciertamente, y había sido educada muy lejos de él; pero en todos los libros y en todas las bocas había aprendido las mismas reglas para conocerle; en todos sus escondites la habían enseñado a estimar el bien con la pintura abominable del mal; y así, para realzar a sus ojos el mérito de la mujer honrada, se habían valido del retrato de la que no lo era. Por estas enseñanzas sabía, y no podía dudarse, que de todas las mujeres malas era la peor la madre desjuiciada y deshonesta, porque sus escándalos dañaban también a sus hijos, de los cuales apartaban los suyos las madres honradas, como se aparta el fruto sano del sospechoso. Pudo ella dudar si esta ley se cumplía entre las gentes con todo rigor; pero bastábale ser honrada y tener sentido común para comprender que la ley no carecía de fundamentos, y que no se obraba contra justicia aplicándola al pie de la letra.

»Con este modo de pensar, y teniendo a su madre por la más perfecta de las mujeres, ¿de qué modo sino con un torbellino de dolor y de vergüenza pudieron caer sobre ella las revelaciones del papel anónimo? Y con lo que ya sabía, aunque Ángel llevara su abnegación al último extremo, ¿cómo ni para qué aceptar su sacrificio, con el recelo de ver en cada sonrisa suya un disimulo de sus temores a la rechifla de las gentes?

»Por eso daba por muerta la mejor de sus ilusiones; pero sin que dejara de vivir en su corazón el sentimiento de que había nacido.

»Esta es la substancia de lo que tuve que oír, o mejor dicho, de lo que yo misma fui extrayendo, frase a frase, del cúmulo de pensamientos que se revolvían en su cabeza.

»¡Grandes pudieron ser mis faltas, pero bien caras las iba pagando!

»No por lo que me dolía el castigo, sino por aliviar a Luz del que padecía por mí, díjela, con mal forjada entereza:

»-Y ¿sabes tú todavía si es cierto lo que se asegura en el anónimo?

»Pero ella me respondió, con una prontitud y un vigor que me sorprendieron:

»-Y si no es cierto, ¿por qué no me lo dijiste cuando te lo pregunté tantas veces, con el alma entre los labios? Pero entonces bajaste la cabeza... y huiste; y yo creí lo peor, porque no podía creer otra cosa; y el daño quedó hecho así. Ahora, cuando menos tengo que dudar, sí me afirmas lo contrario; y una duda no es bastante remedio para curar una herida tan grande.

»¿Qué había de replicar yo a este nuevo latigazo de la justicia de Dios! Balbucí algunas palabras de disculpa..., para acabar pidiendo a Luz, entre lágrimas, que no me aborreciera.

»-¡Aborrecerte! -exclamó la infeliz, enjugando mis ojos con sus besos-, ¡siendo mi madre, y con lo que has llorado!...

»No tenía derecho a pedir, más, cuando me daba lo que yo no merecía.

»Después de esta escena, volvió Luz a caer en sus tristezas. Los nuevos pensamientos no se le acumulaban tanto en la cabeza, porque no era tan reservada conmigo como antes; pero allá le quedaban los gérmenes que los producían, y esto era lo peligroso.

»Ángel me ayudaba heroicamente a combatir el mal; pero eran inútiles nuestros esfuerzos. Contemplándole, chispeaba el amor en los ojos de Luz; oyéndole hablar enamorado, el fulgor desaparecía tras un velo de negras tristezas. Se la atormentaba con lo que creíamos infundirla alientos, y había que desistir de la empresa. ¡Cómo nos descorazonaba esto!

»Pero, aunque poco, al fin hablaba, y removía y oreaba las ideas; y aquella terrorífica que antes la perseguía sin sosiego, ya no la martirizaba tanto.

»Sólo delante de Guzmán se despertaba y embravecía; y no me maravillaba, después de haberme confirmado la infeliz lo que recelaba yo: aquel pecado mío era, a los ojos de su pudor de hija, el más abominable de todos los del vergonzoso catálogo.

»A todo esto, los días pasaban, la fiebre era imperceptible, y, sin embargo, la enferma, lejos de mejorar, se iba aniquilando poco a poco. El médico se impacientaba ya, porque no sabía a qué atenerse, y me miraba a mí y yo le miraba a él. Los dos teníamos las mismas dudas, ¡ay!, y los mismos temores.

»La casa comenzaba a tomar ese aspecto fúnebre y sombrío de las grandes tristezas del hogar. Se vivía medio a obscuras, se hablaba bajo y se andaba de puntillas. El rechinar de una puerta parecía un gemido mal disimulado; cada mueble un ataúd; cada lienzo un sudario.

»Me habla aislado de todas mis amistades: sólo se abrían mis puertas al desconsolado Ángel, al médico y a Guzmán..., que continuaba padeciendo el martirio de no poder contemplar a Luz sino de lejos y escondido de ella.

»Pues en tan señaladas circunstancias recibí un recado de Leticia, preguntando «con vivo interés» por el estado de la enferma. ¿Era cinismo de la infame, o un disfraz de su vileza? Yo entendí lo primero, y bajo esta impresión la respondí. No vino el segundo recado de su parte, y eso me convenció de que fue la respuesta muy merecida.

»Y pasaron tres días más; y Luz, que hasta entonces había vivido con ánimos prestados, comenzó a animarme a mí y a sonreírme..., ¡ella, que ni para sonreírse tenía ya fuerza! ¿Cómo entender aquella crisis, Dios mío! ¿Iluminaban otros soles más alegres sus días? ¿Se iniciaba una reacción dichosa en su extraña enfermedad?

»Sí, todo esto era cierto; pero de muy distinto modo que lo entendía yo. No acudía a donde nosotros intentábamos llevarla para curar sus males: pretendía que nosotros subiéramos con ella a las alturas desde donde se había puesto a contemplarlos. ¡Le parecían desde allí tan llevaderos!. ¡Qué engaños tan enormes los de la vista humana cuando no se levanta del polvo de la tierra!

»Esta y otras reflexiones análogas me fueron dando la medida del estado de su espíritu. Lo que faltaba de ella hasta la exactitud, me la dio al otro día la enferma diciéndome que deseaba «hablar con su confesor». ¡Temió la inocente que me pareciera demasiado oírla decir que «quería confesarse»!

»-Y vino el confesor poco después. ¡La nota triste que faltaba en el cuadro de mis tribulaciones!

»Sin salir el cura de la habitación de Luz, llegó el médico. Le dije lo que ocurría, y me contestó con un ademán y un gesto que, a mi entender, significaba: «no está de más».

»Ahogándome el llanto, le pregunté muy por lo bajo:

»-Pero ¿qué es lo que la mata?

»¡Como si yo no lo presumiera!

»Tampoco respondió derechamente a esta pregunta. Se sentó, y quiso que me sentara yo a su lado. En seguida, por entretenerme o por consolarme, comenzó a hablarme de la vida de ciertas flores..., el cuento de siempre: unas hojas, muy frescas ayer, que hoy se contraen y marchitan de repente; un tallo muy erguido que se encorva de pronto bajo el peso de la flor..., y una ráfaga insana que la tocó al pasar, o un insectillo impalpable que mordió la raíz. Qué ráfaga o qué insecto había pasado por mi casa, no lo sabía él...

»¡Pero lo sabía yo!

»Estando en estas, salió el cura muy ufano y satisfecho. ¡Me dio la enhorabuena!... ¡Dios sabe bien por qué no se la agradecí! Quedó en volver a menudo, «porque aquello no había sido más que una preparación para otro acto más solemne»; y se fue el bendito señor.

»-Luz, cuando el médico y yo entramos en su cuarto, irradiaba la alegría por toda su faz de querube. La palidez era la única huella que había estampado allí la ráfaga de que hablaba el doctor. Comprendí que en boca del confesor estaba muy en su punto la enhorabuena que me había dado momentos antes; pero vistas y estimadas las cosas con ojos humanos, a mí me acongojaba aquella alegría, que me estaba pareciendo el himno triunfal de las vírgenes dispuestas a la muerte. Era dichosa, ciertamente, sonriendo entre dolores; era bien envidiable su destino; pero yo me quedaba sin ella en el mundo, y era su madre..., y moría por mi causa..., mejor dicho..., ¡Dios poderoso!, ¡la mataba yo!

»Nada tuvo que hacer allí el médico. Delante de ella, infundiéndonos ánimo, parecíamos nosotros los enfermos.

»Al despedirse el doctor de mí, le pregunté qué juicio formaba del estado de la enferma. Movió la cabeza tristemente.

»-Con un espíritu doliente -me dijo- dentro de un cuerpo sano, como antes, había para temer y para esperar; pero en el caso inverso de ahora, cuando el cuerpo se muere a escape, sólo queda que temer, porque el contenido se va con el continente.

»Lo mismo pensaba yo, aunque sin tantas palabras y con mayores angustias.

»Preguntole después cuánto a durar aquella vida, y diome a entender harto claro, que podía concluirse a la hora menos pensada.

«»Secándome el llanto para entrar mintiendo en la habitación de Luz me alcanzó Ángel, recién informado por el doctor de las tristes novedades que ocurrían. Confirméselas sólo con mirarle, y se precipitó desolado en el gabinete. Luz le dijo, en cuanto le vio, contemplándole con la cara envuelta en una celeste sonrisa:

»-Créeme: vale más que lo que habíamos pensado, lo que va a suceder pronto. Me duele dejarte, porque tú tampoco estás aquí en tu sitio; pero ya nos hallaremos donde debemos hallarnos, y esto me consuela.

»El pobre chico sollozaba; y para ocultar los verdaderos motivos, echaba a Luz la culpa de todo. Luz se sonreía más entonces. Cogiole una mano entre las suyas, y le dijo, con un timbre de voz que era un cántico melodioso:

»-Nome pesa que me llores, y llórame también cuando suceda, pero llórame porque me envidies, no porque me compadezcas. Te aseguro que es gran beneficio del cielo el sacarnos de aquí cuanto antes.

»Y lo sentía como lo afirmaba..., y yo, ¿yo si que le envidiaba aquella conciencia pura y tranquila en que se reflejaba su ardiente fe, como el sol en un espejo!

»También en aquella escena, que fue larga, parecíamos Ángel y yo los enfermos, y Luz la enfermera.

»No puedo darme ahora cuenta exacta de todo lo que ocurrió en el resto de aquel día y durante la noche que le siguió; no sé si Ángel fue y vino varias veces o si no se movió de allí, porque tengo una idea de que faltó muy pocos instantes de mi casa hasta cerca de la madrugada; recuerdo vagamente también que estuvo Guzmán al anochecer, y el efecto terrible que le hizo la noticia que yo le di por entrar; que vio a Luz y que la habló, y que Luz tuvo también para él sonrisas y dulzuras de consuelo; que se apartó de ella a duras penas cuando entró el cura nuevamente para confesarla; que salió con los ojos enrojecidos y el pecho rebosando de sollozos; que, mientras el confesor cumplía su triste cometido, Sagrario, forzando todas las consignas de la puerta, entró hasta donde yo me hallaba recogida para llorar a solas, y se abalanzó sobre mí, hecha un mar de lágrimas; que se aumentó el raudal de las mías al verme delante de aquel cómplice y testigo de mis maldades; que cuando el cura se me acercó para darme otra enhorabuena y advertirme que de acuerdo con la enferma, se la daría el Viático al día siguiente para que le recibiera con la debida solemnidad, puesto que no corría prisa, Sagrario voló hasta la cama de Luz, de donde me costó gran trabajo separarla; y que con espantarse tanto como se espantó de la infamia de Leticia cuando yo la enteré de ella, se espantó todavía más de que yo no viera en sus estragos otra cosa que el castigo de mis culpas; tampoco recuerdo en qué paré esta corta entrevista con aquella loca de buen fondo, ni cuándo se marchó, ni cuándo se fue Guzmán, ni qué me dijo, ni lo que te dijo Luz al despedirle. Creo que volvió por allí dos o tres veces durante la noche, y que no quise ceder a nadie, ni al mismo Guzmán, ni al pobre Ángel, que tan encarecidamente me lo rogaba, el consuelo de pasar aquella más sentada a la cabecera. Fue larga, muy larga la noche, esto lo recuerdo bien; pero no tanto el pormenor de lo que hice y sentí durante ella. Algo debí de pensar, considerando cómo la pobre Luz se destruía al primer choque de su inocencia con las maldades del mundo, en si fui o no fui discreta al cultivar a la sombra una planta destinada a vivir al aire libre, para venir a parar a que no estaba lo malo en esconder más o menos a una hija para que viera o no viera ciertas cosas, sino en que una madre tenga faltas que no puedan ser confesadas a voces; porque pensar en esto y llorar mucho mientras la pobre enferma dormitaba, aún sin tan grandes motivos, había sido mi ocupación en las veladas anteriores; también recuerdo confusamente la hora en que Ángel se despidió para volver por la mañana, y algo como impresión pavorosa que entonces sentí, sin saber por qué, al considerar que me quedaba sola junto a aquel lecho, que me parecía una tumba...

»Pero lo que sé para no olvidarlo jamás, y por eso me ha borrado el recuerdo de todo lo que se grabó poco antes que ello en la memoria, es que cuando reemplazó a los trémulos y mortecinos resplandores de la lamparilla el primer rayo de sol de aquel día primaveral; cuando se despertaban las flores y los pájaros; y toda la naturaleza se alborozaba y sonreía, despertaba también Luz de un sueño que me había parecido tranquilo, pálida como la cera, y recorriendo con sus grandes ojos asombrados toda la estancia.

»-¿Qué te sucede, hija mía? -preguntéla incorporándome de un salto y cogiéndole, con las mías, una de sus manos, fría, ¡muy fría!

»-¡Es cosa, muy singular! -me dijo tornando a su postura supina y fijando su mirada en un punto imaginario del pabellón de su cama.

»-Había vuelto a mis jardines..., aquel paraíso de que yo te hablé..., donde nos conocimos Ángel y yo... Me paseaba por sus senderos retorcidos, y Ángel no parecía..., y yo le esperaba. En esto, el sol se obscureció de repente, y comenzó a enturbiarse aquel río tan cristalino..., y a crecer, a crecer... turbio, ¡muy turbio!, y cubrió los arbustos de las orillas; y siguió enturbiándose, enturbiándose, y creciendo y creciendo; y llegó a las praderas más bajas, y seguía enturbiándose y creciendo todavía. Entonces tuve yo gran miedo donde estaba, y llamé a Ángel muchas veces..., y Ángel no vino. Subí a lugar más alto; y al ver que las aguas también subían, corrí, de altura en altura, hasta refugiarme en el chalet. Salí a la azotea, y vi con asombro que las aguas lo habían invadido todo, ¡todo cuanto alcanzaba la vista! Temblé de espanto al contemplar aquella desolación y verme tan sola allí... A poco rato volvieron a bajar las aguas poco a poco..., turbias, ¡siempre turbias!..., hasta encauzarse otra vez entre las orillas del río... Pero lo que ellas habían inundado, todo lo que se descubría con los ojos, era un lodazal tristísimo, sin praderas sin flores y sin senderos... Sólo el chalet en lo más elevado...

»-¡Eso es un sueño, amor mío! -la dije para sacarla del sobresalto en que la veía-; un sueño como cualquier otro, que pasó ya.

»-Es que no ha pasado -me respondió, sin apartar la vista del punto en que la había fijado antes, y con voz mucho más débil-, ¡y esto es lo asombroso! Yo creo que estoy despierta ahora, y, sin embargo, me encuentro en el mismo sitio y sobre el mismo lodazal...

»-¡Luz!..., ¡hija mía! -la grité entonces para distraerla de aquella visión que la fascinaba.

»-¿Y cómo salir de aquí! -prosiguió, sin apariencias de oírme-; ¿por dónde, si esto no tiene límites, ni un palmo de tierra firme y limpia en que sentar el pie!... ¡Dios mío!... ¡Dios mío! ¡Ah!..., ¡ya me oye!... De allá arriba, de lo alto, de lo más alto del cielo, baja una figura con alas blancas, como la túnica que viste, y los cabellos rubios flotando en el espacio... Y vuela hacia acá... Y va acercándose a mí... Ya oigo el suave rumor de las alas al batir el aire... Se acerca más..., me sonríe y me tiende una mano..., la tomo con otra mía... y me suspende y me saca de la azotea... y volando, volando, me conduce sobre la ciénaga sin fin... ¿A dónde?

»-¡Luz! ¡Luz!-volví a gritar, aterrada ya con aquella fijeza de mirada y el frío marmóreo de sus manos-. ¡Vuelve a mí los ojos! ¡Mírame!..., ¡estoy aquí, a tu lado!

»Pero ella, sin dar señales de atender a mis llamadas, prosiguió diciendo con una voz débil, muy débil, pero dulce y argentina, como el sonido de las arpas eólicas:

»-¡Qué alto me eleva!... ¡Y todavía más alto!... ¡Tan alto, que ya no te veo, madre mía! ¿Me oyes?... ¡Dile a Ángel que le espero!... ¡También te espero a ti!... ¿Me ves?... Es imposible, porque he llegado muy arriba... ¡Y aun me elevo más!..., ¡más alto todavía!... ¡Qué región de soles!... ¡Cuánta luz!

»Y con esta palabra se apagó su voz, como la última nota de un suspiro. Sentí que se estremecía ligeramente su mano entre las mías; observé en sus labios una ligera contracción, que me pareció el acento de una nueva sonrisa; y un instante después inclinó su cara hacia mí, y hundió la cabeza entre los rizos de oro que le formaban una aureola esparcidos sobre la almohada.

»-¡Luz! ¡Luz!, ¡vida mía! -llamé de nuevo con las angustias de todos los espantos en la garganta, acercando mi boca a su oído-. ¡Mira a tu madre!..., ¡dile que la oyes..., que la ves!...

»¡Dios misericordioso! ¡Aquellos ojos, que aún me miraban, ya no veían; aquella boca que me sonreía, ya no respiraba; y aquel hermoso cuerpo, que parecía dormido en un sueño de amores, no era más que la yerta y abandonada envoltura de un alma angelical que había volado a su patria celeste!

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»Todo cuanto sucedió en la tierra desde aquel momento infausto, ya no tuvo nombre ni valor alguno para mí. Nada de ello era mío: sólo me pertenecían las sangrientas y mortales llagas de mi corazón y las torturas de mi conciencia.

»La vida que me restaba no tenía otro destino que arrastrar la cruz que merecía; y a arrastrarla con valor consagré todas las fuerzas de mi espíritu.

»Y arrastrándola voy: a cuestas la llevo, ¿qué importa a nadie por dónde? Toda la tierra es Calvario para quien está dispuesto a sufrir dolores y afrentas.

»A ese fin van, y obra son de los impulsos de un alma atormentada y contrita estos apuntes que escribo para lanzarlos al mundo. No creería nunca bastante barrida de gusanos la conciencia, sin entregar los escándalos de mi vida a la abominación de todas las mujeres honradas.»










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