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La mujer del César


José María de Pereda


[Nota preliminar: edición digital a partir de la de OO.CC., Madrid, Impta. de Manuel Tello, 1888-1906, t. VIII y cotejada con la edición crítica de Noël Valis (OO.CC., Santander, Tantín, 1990, t. III, pp. 51-125).]




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- I -

No se necesitaba ser un gran fisonomista para comprender, por la cara de un hombre que recorría a cortos pasos la calle de Carretas de Madrid, en una mañana de enero, que aquel hombre se aburría soberanamente; y bastaba reparar un instante en el corte atrasadillo de su vestido, chillón y desentonado, para conocer que el tal sujeto no solamente no era madrileño, pero ni siquiera provinciano de ciudad. Sin embargo, ni de su aire ni de su rostro podía deducirse que fuera un palurdo. Era alto, bien proporcionado y garboso, y se fijaba en personas y en objetos, no con el afán del aldeano que de todo se asombra, sino con la curiosidad del que encuentra lo que, en su concepto, es natural que se encuentre en el sitio que recorre, por más que le sea desconocido.

Praderas de terciopelo, bosques frondosos, arroyos y cascadas, rocas y flores, eran las galas de su país. Nada más natural que fuesen las grandes vidrieras y los caprichos de las artes suntuarias el especial ornamento de la capital de España, centro del lujo, de la galantería y de los grandes vicios de toda la nación.

Este personaje, que debía llevar ya largas horas vagando por las aceras que comenzaban a poblarse de gente, miraba con impaciencia su reloj de plata, bostezaba, requería los anchos extremos de la bufanda con que se abrigaba el cuello, y tan pronto retrocedía indeciso como avanzaba resuelto.

En una de éstas, bajó a la Puerta del Sol y comenzó a mirar en todas direcciones, como quien se halla en un país enteramente desconocido. Al cabo, preguntando a unos y consultando a otros, llegó a la calle del Príncipe y entró en un espacioso portal, cuya elegante escalera subió rápido. Llamó a la puerta del primer piso, y atravesando alfombrados corredores con la desenvoltura propia del que ni los envidia ni los necesita, llegó a un ancho salón cubierto de maravillas de lujo, y allí se detuvo, vacilante, unos momentos. El silencio que reinaba en la habitación y la escasa luz que penetraba por los pesados cortinajes, cortaron evidentemente sus bríos.

En tal situación de ánimo, se dejó caer en una butaca, junto a un velador sobrecargado de dijes y papeles.

Mientras manoseaba maquinalmente algunos de éstos, comenzó a recorrer la estancia con la vista, más avezada ya a la oscuridad que le envolvía...

Y aquí caigo yo en la cuenta de que voy dando a este mozo cierto aire siniestramente misterioso, que así cuadra a su carácter como a un santo una pistola, y de que esto me obliga a poner las cosas en su punto antes que las sospechas del lector lleguen adonde no deben de llegar.

Al efecto, con esa virtud maravillosa, inherente al novelista libre, voy a hacer que mi hombre piense recio; recurso precioso que ha engendrado el monólogo y el aparte en el teatro, merced a lo cual se entera del más recóndito pensamiento de un personaje el espectador más sordo, sin que de él se percaten sus más inmediatos interlocutores.

Y manoseando papeles el de la bufanda, cayéronsele dos al suelo; y cediendo a esa tentación que no es propia exclusivamente de las mujeres, sino también de los hombres cuando nadie los ve, después de recogerlos sobre la alfombra leyó en uno de ellos:

-...»Por un aderezo de oro y perlas... ea... tor... ce mil... «¡Qué barbaridad!

Y luego en el otro:

-...»Por dos cortes de vestido... siete mil cuatrocien... «¡Ave María Purísima!

(Esto ya lo dijo plegando las cuentas y dejándolas sobre el velador): -He aquí dos despilfarros que harían feliz a una familia pobre... ¡Desventurado Carlos! A este paso no te bastan las minas del Potosí.

Después volvió a pasear su vista por la habitación.

-Naturalmente -pensó-: a tal templo, tales vestiduras... ¡Y si fuera esto solo! -continuó, llevando sus meditaciones a otra parte-; ¡si fuera esto solo lo que me hormiguea en el alma! Pero anoche, aquellas horas de venir a casa, sola, peor que sola, con ese mequetrefe extraño... su intimidad con él; la indiferencia de ambos hacia el marido... la impasibilidad de éste... ¿Podrá llegar la moda a justificar tales hechos?... De todas maneras, Carlos no es tonto; yo no he tenido tiempo de hablar con él todavía... En fin, ello dirá -exclamó muy recio, levantándose y mirando su reloj-. ¡Canastos! -murmuró-; las diez y media ya, y nadie resuella en esta casa. Pues dígote que andarán bien servidos tus litigantes... Por vida de... ¡Carlos!... ¡Carlitos!... (Esto lo gritaba acercándose a una de las puertas inmediatas.)

Entonces, bajo las colgaduras que la asombraban, apareció, envuelto en perezosa bata, un hombre de regular estatura, de rostro bello, aunque muy pálido y ojeroso, coronado por una frente ancha y bien delineada, sobre la que caían, en elegante y natural desorden, algunos mechones de cabellos negros y lustrosos.

-¡Querido Ramón! -exclamó tendiendo los brazos al que le llamaba.

-¡Acabaras de levantarte, caramba! -dijo el llamado Ramón, correspondiendo con igual expresión de cariño.

-¡Cómo qué!... Si hace dos horas que estoy en mi despacho.

-Pero durmiendo.

-Alegando, si te parece.

-Que para el caso es igual; porque si tú no dormías, dormiría Isabel.

-Eso sí que no lo sé.

-¿Cómo que no lo sabes?

-Como que duerme ahí en frente, y a las horas que mejor le parecen.

-Y viva la autonomía, como ahora se dice. Pues, hombre, sábete que por respetos a ella no entré a sacarte de entre sábanas. Figúrate que me levanté a las siete, porque la cama nueva, aunque sea de blandas plumas, siempre se extraña, además de que yo soy, por hábito, madrugador; en seguida me eché a la calle, y he recorrido la mayor parte de las de la capital, y me he extraviado en la mitad de ellas; he visto cuanto puede verse de balde en Madrid, en tres horas de incesante movimiento; me he aburrido mucho; he vuelto a casa... y aquí me tienes -añadió Ramón, mirando con extraña curiosidad la cara de su interlocutor.

-¡Pobre montañesuco! -exclamó Carlos riendo-; ¿con que no te divierte Madrid por la mañana?

-Ni tampoco por la noche -respondió Ramón intencionalmente, buscando nuevos puntos de vista a la cara de Carlos.

-Ya se ve, como no se parece a nuestro pueblo...

-Por desgracia...

-Pero, ¿qué diablos miras con tanto empeño? -preguntó Carlos, chocándole la curiosidad de Ramón.

-¿Quieres hacerme el favor -replicó éste muy serio-, de abrir una de esas vidrieras que dan a la calle?

-¿Para qué?...

-Para que entre la luz... No me arreglo bien con las medias tintas.

Carlos complació a Ramón, y volvió a sentarse a su lado. Entonces éste, aprovechándose de la claridad que inundaba la sala, miró a su sabor la cara del primero, y no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.

-Carlos -exclamó alarmado-, anoche, medio aturdido aún con el zarandeo del viaje, y a la luz artificial, no pude darme cuenta de tu fisonomía; pero ahora veo por ella... que no estás bueno...

-¡Ave María! -respondió Carlos esforzándose por sonreír-. Te ciega tu cariño de hermano.

-No, ¡vive Dios!... Y es que sin duda trabajas demasiado.

-Te aseguro que me sobra salud.

-Yo insisto en que te falta mucha de la que tenías. Mira, Carlos, que en la posición que ocupas, jamás te perdonaría, ni tampoco Dios, que te afanases por ahorrar algunos maravedís... Verdad es que gastas largo y tendido; pero tu mujer es rica.

-Y en tu concepto, ¿esa razón me excusa de trabajar?

-De matarte trabajando, sí... Y ¡qué diablo! en último caso, ¿no vales tú medio Madrid, cuanto más una millonaria?... Nada, chico, date vida de canónigo, ya que puedes, que de soltero bien sudaste el pan que comiste... Y cuenta que esto mismo respondí a nuestro tío Pablo no ha muchos días, cuando me dijo: «Desengáñate, Ramón, Carlos hizo la gran jugada del siglo.»

-¡Eso dijo! -repuso Carlos con gesto de mal reprimido disgusto-. ¡Cuántos, Ramón, dirán aquí otro tanto al verme pasar! ¡Y te extraña que trabaje como si lo necesitara para comer!

-Luego trabajas mucho.

-Trabajo mucho, sí... ¿A qué negártelo? -contestó Carlos con decisión-. Trabajo -continuó con aire de lícito orgullo-, cuanto necesito para sostener mi casa a la altura en que la ves.

-¿Y también los gastos de tu mujer salen de ese trabajo? -preguntó Ramón, quizá recordando las dos consabidas cuentas.

-También -respondió Carlos-, y en ello fundo mi mayor satisfacción.

-¡Alma de Dios!... Tú te estás matando... Y ¿por qué?... ¡Voto al!... No, señor, eso no es justo... ni siquiera decente. Tú, tan honrado, tan caballero, trabajando diez años hasta adquirir un nombre que es hoy la gloria del Foro español, ¿no has de tener derecho para descansar al amparo de ese mismo dinero que has ganado, y de lo que, por ser de tu mujer, es tuyo legítimamente?

-No conoces, Ramón, la villana condición de las gentes, ni sabes hasta qué punto soy yo aprensivo -repuso Carlos con cierta amargura-. Además -añadió con repugnancia-, el diablo no sosiega; y si un día, entregado yo a la holganza, imbuyera en Isabel esa idea...

-¡Cómo!

-¡Oh! yo nada sospecho -se apresuró a decir éste-; al contrario, Isabel es la bondad misma; pero quiero ponerme en todos los casos y vivir prevenido. Además, el trabajo me es indispensable... la ociosidad me enerva.

-¿Y sabe ella todo eso?

-Si lo supiera no lo consentiría... ¡Pero de todo te pasmas, hombre! -añadió Carlos, fingiendo una admiración que estaba muy lejos de sentir.

-No es extraño -dijo con sorna Ramón-. Soy nuevo en Madrid y vengo de nuestra aldea... Por eso, si mis preguntas te ofenden, perdona mi franqueza ruda, pero leal, y me callo como un muerto.

-¿También sensible? -se apresuró a decir Carlos en el tono más afable que pudo, creyendo haber ofendido la cariñosa sinceridad de su hermano-. ¿De cuándo acá necesitas tú mi autorización para sondearme la conciencia?

-Pues entonces, prosigo -dijo Ramón con la mayor formalidad-. ¿Quién administra los bienes de Isabel?

-¿Quién ha de administrarlos sino yo?

-Claro; y ella creerá que todas sus rentas se consumen.

-Jamás trató de averiguarlo.

-¿Y en qué las empleas?

-En cuanto puede dar un producto fijo y seguro.

-Ahorrar para el diablo.

-No tal.

-¡Más claro!...

-¿Quién te dice que mañana?...

-Por ejemplo, un heredero...

-¿Y por qué no? Verás entonces cómo las circunstancias varían.

-En fin, quédese este punto para mejor ocasión, y pasemos a otro. ¿Eres feliz?

-¡Qué pregunta!... Sí lo soy...

-¿No te aturde el ruido del gran mundo?

-No le oigo desde aquí.

-Es verdad. Pues a tu mujer la embriaga.

-Como que es su elemento.

-Y esa divergencia de gustos ¿no te desazona siquiera?

-Como ella vive con el suyo y yo con el mío...

-¡Extraña conformidad! Pero ¿no sería preferible que tu mujer se amoldase a tus costumbres?

-Y ¿por qué no he de amoldarme yo a las suyas?

-Porque no es eso lo que Dios manda, sino lo otro.

-Según y conforme. En el presente caso, se trata de una mujer joven, hermosa, nacida, como quien dice, en el gran mundo, unida a un pobre segundón de la Montaña, abogado sin porvenir...

-No hoy ¡vive Dios! que lo que más te sobra es la buena fama.

-Gracias al apoyo que me prestó aquel hombre generoso...

-Poco a poco, y vamos a ajustar bien esa cuenta. El padre de Isabel, parte de cuya reputación, en sus últimos años, se la dio la inteligencia, el talento... sí, señor, el talento de su joven pasante, tuvo al morir el deseo, más que el deseo, el empeño de que Isabel, su hija y única heredera de su inmensa fortuna, se casara contigo.

-Por lo mismo -dijo Carlos, con menos entereza de la que aparentaba-, Isabel es para mí una prenda sagrada, un santo recuerdo de tan noble protector. Además, entre Isabel y yo no existía una pasión, ni mucho menos: yo acepté su mano con más reconocimiento que amor, y ella la mía sin repugnancia, hasta de buena gana; pero nada más.

-¿Y qué quieres decirme con eso? -repuso con vehemencia Ramón-; ¿que no tienes derecho alguno sobre tu propia mujer? ¿Que no es su honra la tuya?

-Líbreme Dios de pensarlo -respondió Carlos visiblemente contrariado con el rumbo que tomaba el interrogatorio-. Pero Isabel es buena, es honrada, me profesa hoy un cariño arraigadísimo; tengo, en fin, completa confianza en su virtud, y no puedo, no debo separarla de ese elemento en que se ha educado, y por lo cual no la daña.

-¿Y si la dañara?

-¡Ramón!

-Antes me has dicho que quieres vivir prevenido.

-Es cierto; pero hay asuntos de tal delicadeza...

-Corriente: respetemos esos asuntos frágiles; pero dime en conciencia, ¿no es verdad que viviendo ambos en perfecto acuerdo, con respecto a gustos y a costumbres, seríais mucho más felices?

-¡Quién lo duda?

-Pues tratad de vivir así.

-Es peligroso el intentarlo, porque para ajustarse al gusto del uno, tiene que violentarse el otro... Además que, como te he dicho, cabe también la felicidad en nuestro actual sistema de vida.

-Lo creo; pero no lo comprendo.

-Porque para juzgar ciertas cosas hay que mirarlas desde la altura conveniente. Desengáñate, Ramón: la vida que tú haces en el pueblo no es la más a propósito para comprender la del gran mundo.

-Podrá ser -replicó Ramón con fingida sinceridad-, que ciertas cosas de por acá no sean en el fondo lo que nos parecen a los rústicos de por allá, y entonces tú estás en lo cierto; pero yo creía que las razones de sentido común tenían la misma fuerza en todas partes.

Evidentemente molestaba mucho a Carlos esta conversación, en la cual cerraba siempre el paso a sus evasivas el buen sentido de su hermano. Así, pues, resuelto a cortarla a todo trance, púsose de pie, y, fingiendo echar a broma el asunto, dijo a Ramón alegremente:

-Ayer viniste a Madrid por primera vez en tu vida, y aún te encuentras desorientado. Deja que lleves algún tiempo más a mi lado, y entonces, con las necesarias luces, aclararemos éste y otros puntos análogos que tan oscuros te parecen hoy. Entre tanto, vamos a dar una vuelta antes de almorzar.

-¡Cómo una vuelta! -dijo Ramón, a quien le dolían las piernas de recorrer las calles.

-Salgo todos los días a estas horas un rato. Tú estás cumplido conmigo, y puedes quedarte en casa si no quieres acompañarme.

-¡Pues no faltaba más! ¿He venido yo a Madrid para eso?

-Entonces aguárdame un instante mientras me visto.

Y con tal objeto, Carlos entró en su habitación.

No le quedaba a Ramón la menor duda, por el interrogatorio a que acababa de someter a su hermano, de que éste y su mujer eran diametralmente opuestos en gustos e inclinaciones; es decir, que se hallaban, según su criterio, de patitas en el sendero por el cual llegan más pronto los matrimonios a tirarse los trastos a la cabeza.

Ramón amaba hasta con delirio a su hermano, y se comprende. Eran, los dos, únicos hijos de un honrado mayorazgo montañés que había muerto con la pena de no dejar una fortuna a cada uno. Ramón, el mayor de los huérfanos, era el más fuerte y más apegado a las cosas del país. Carlos tenía otras inclinaciones y otro tipo: era más idealista y más fino. Como la escasa herencia no bastaba para sostener a los dos hermanos en una posición enteramente desahogada, haciendo el mayor, muy gustoso, un sacrificio, pasó Carlos a Madrid a estudiar una carrera, eligiendo la de abogado, por prestarse mejor a las tendencias de su carácter. Los triunfos obtenidos durante sus estudios recompensaron cumplidamente las privaciones a que Ramón se sometía gustoso en su aldea con objeto de que Carlos viviese con algún desahogo en Madrid. Concluida su carrera, y merced a la brillante fama que dejaba en la universidad, tuvo la fortuna de que le llevara a su lado una celebridad forense que contaba en su avanzada edad casi tantos millones como triunfos ruidosos. Lo demás lo sabe ya el lector. Cuando Ramón tuvo noticia del proyectado enlace de su hermano, poco después de morir su protector, creyó volverse loco de alegría. Sin embargo, no tuvo valor para acceder a las reiteradas instancias de aquél asistiendo a sus bodas. El ruido que barruntaba en ellas no se avenía bien con la patriarcal sencillez de sus costumbres. Prefirió visitar a Carlos más adelante, y así lo hizo, pero tardando año y medio en cumplir su palabra. Llegó a Madrid a las altas horas de la noche, y encontró a su hermano muy atareado en su despacho. Isabel se hallaba en un baile, y cuando vino a casa la acompañaba un joven, extraño a la familia, muy elegante, muy afectuoso con ella, y muy ceremonioso con su marido, que no parecía ni fijarse siquiera en semejante circunstancia. A él le escoció tanto, que le hizo soñar después algunos desatinos; y soñó despierto mucho más, cuando hubo sondeado el espíritu de su hermano en la forma que conocemos. La impasibilidad del rostro de Carlos al recibir a su mujer la noche anterior, ¿era hija de una confianza absoluta, o de una resignación estoica? Lo primero le parecía muy expuesto; lo segundo muy indigno, y ambas hipótesis inadmisibles en un hombre de buen sentido. De todas maneras, lo que estaba presenciando en casa de su hermano no era ni lo que éste merecía, ni lo que él se había imaginado. Por todo lo cual, y después de meditar un rato.

-Se me antoja -pensó-, que mi viaje a Madrid me ha de dar algo que hacer.

En esto Carlos, en traje de calle, apareció a la puerta de su habitación, precisamente al mismo tiempo que entraba Isabel en la sala por la puerta de enfrente.

Todo el adorno de su persona consistía en un blanco sencillo peinador que la envolvía el talle, y el cabello prendido con el más natural abandono. Sin embargo, estaba hermosa en la acepción más legítima de la palabra. La hermosura de Isabel era verdaderamente clásica, hasta el punto de que, por la severidad y corrección de sus formas y proporciones, parecía un mármol griego. Era ligeramente rubia, con ojos que no eran enteramente negros; ojos que, por la firmeza y tranquilidad con que miraban, jamás revelaban el verdadero temple del alma que a ellos se asomaba. Tras una fisonomía como aquélla, lo mismo podía albergarse el fuego de todas las pasiones, que el hielo de todas las indiferencias: todo parecía caber en aquel busto majestuoso, menos la pueril veleidad de femenil coquetería. Y así era, en efecto. Isabel, que había nacido para no ser una mujer vulgar, era por naturaleza refractaria a esas mil frivolidades que forman el encanto de los salones para la inmensa mayoría del bello sexo. Educada en el gran mundo casi desde niña, le amaba porque no conocía otra cosa mejor, y tomaba de él lo que más se adaptaba a su carácter: la ostentación, pero sencilla y sin el menor alarde. Con ese recurso, a faltas de un titulo nobiliario, y sin más ejecutoria que su belleza y su elegancia, había conquistado el primer puesto en cuantos salones frecuentaba, que eran cabalmente los más aristocráticos de Madrid. Que tuvo aduladores y apasionados, aun después de casada no hay para qué decirlo. Mas como ninguno de ellos logró siquiera hacerla meditar un solo instante, no se cuidó de observar el efecto que en ellos causaban sus desdenes. Tomaba del mundo lo bueno con lo malo; y lo malo era, en su concepto, entre otras plagas, la de esos hombres tenazmente conquistadores. Juzgábalos, en fin, como una molestia necesaria, pero no temible: deshacíase de ellos como de las moscas en verano, y nada más. -Bueno es que consten estos ligeros apuntes en honra y gloria de Isabel.- Pero ésta era mujer al cabo, y como tal, o mejor dicho, como de la falsa madera humana, no podía menos de ser débil por alguna veta; y la veta de Isabel era la ostentación, que ya hemos dicho que constituía el único o el mayor atractivo que parecía ofrecerle el gran mundo: por lo tanto, esta mujer, que no se curaba jamás de los admiradores que pudieran quemar incienso en los altares de otras bellezas; que veía impasible y desdeñosa pasar a su lado intrigas amorosas, rencillas de etiqueta y otras menudencias análogas, no podía prescindir de echar una mirada de curiosidad al talle, al cabello o al vestido de la más apuesta dama que se permitiera la osadía de aspirar a igualarse con ella en lujo, o en novedad siquiera, ya que no en elegancia. Yo les aseguro a ustedes que, aunque ella jamás provocaba la lucha, una derrota en este terreno, si no la desesperaba ni la desconcertaba, porque al cabo tenía talento, cuando menos la hacía meditar mucho. Es preciso que conste bien esta otra circunstancia porque no se juzgue como impropio de su carácter algo que más tarde pueda ocurrir a nuestra heroína. Por de pronto, es segurísimo que, sin una preocupación por el estilo, no hubiera madrugado tanto como madrugó en la ocasión en que acabamos de verla aparecer a la puerta de su gabinete; madrugada que llenó de asombro a su marido, porque no acostumbraba a verla levantada hasta la hora de almorzar.

-Os he sentido hablar aquí -dijo Isabel respondiendo al saludo de Ramón y a la exclamación de sorpresa de Carlos-, y he salido a saludaros. Y usted -añadió dirigiéndose a Ramón con deliciosa afabilidad-, ¿no ha extrañado la cama?

-¡Extrañar!... -respondió Ramón, verdaderamente encantado ante los atractivos de su cuñada-. Con salud, conciencia tranquila y larga jornada, duermo yo sobre un pedernal, cuanto más sobre mullidos colchones.

-Y tú, Carlos, ¿cómo estás?

-¿Yo?... perfectísimamente -respondió éste esforzándose por sonreír.

-Protesto -interrumpió Ramón, dispuesto a aprovechar aquella coyuntura que se le ofrecía para entrar en materia.

-¿Cómo es eso? -dijo Isabel sorprendida.

-Ha de saber usted, Isabel -continuó su cuñado...

-Poco a poco -interrumpió Carlos a su vez, con notoria intención de cambiar de asunto-, ese usted no pasa delante de mí. ¿No sois hermanos? Pues tú por tú como Dios manda.

-Aceptado desde luego -dijo Isabel alegremente.

-¿Sí? -añadió Ramón, haciendo una pirueta-; pues a llano no me echa nadie la pata. Y en prueba de ello prosigo diciendo que te decía, Isabel, que Carlos...

-Que no decías nada, o que no sabías lo que decías -interrumpió precipitadamente Carlos-, porque nos vamos en seguida. Repara que Isabel aún no se ha vestido, que es ya muy tarde y que, si hemos de almorzar hoy después de pasear, no tenemos tiempo que perder.

-Te veo -pensó Ramón.

-¿Ibais a salir, quizá? -preguntó Isabel.

-Estábamos ya en marcha, como quien dice -respondió Carlos, empujando a Ramón hacia la puerta.

-Pues andad, que luego hablaremos... digo, si no es tan grave el asunto que no admita dilación -repuso Isabel, mirando con sonrisa burlona a su cuñado.

-¡Bah! gravísimo -dijo Carlos.

-¿Crees que no? -le contestó Ramón muy serio.

Carlos soltó una carcajada.

-Corriente, hombre -dijo Ramón encogiéndose de hombros y apretando el nudo de su bufanda-. Pues en el cuerpo no se me ha de pudrir -añadió por lo bajo. Y continuó en alta voz-: Conque, en marcha; pero quedamos Isabel y yo, en que...




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- II -

Dos nuevos personajes que van a entrar en escena, exigen de mi escrupulosidad algunas palabras que los den a conocer previamente. Son personas de calidad, y á tout seigneur, tout honneur.

Refiérome al marqués y a la marquesa del Azulejo, que habitaban el cuarto segundo de la casa en que nos hallamos con el cuento.

El marqués, que lo era por derecho propio, rayaba en los cincuenta eneros, pues me consta que no eran abriles, y era todo lo orondo, cepillado, bruñido, risueño y perfumado que puede ser un aristócrata que vive de sus rentas, no escasas, y que no tiene nada que hacer... Digo mal: este marqués tenía una obligación de pura vanidad, merced a lo que daba por bien empleada la sujeción a que le condenaba de vez en cuando su cumplimiento.

Era en Palacio yo no sé qué cosa muy honorífica, a manera de saca-bancos: ello es que le valía el derecho de gastar su poco de tricornio y aun sus remedos de espadín, amén de la indispensable bordada casaca, los días de gran ceremonia en la corte. La marquesa, que, antes de serlo por su casamiento, no pasaba de ser una infanzona tronada con amagos de hambrienta, no era mucho más joven que su marido, y como él se conservaba, aunque con el auxilio de ciertas mistificaciones, rechoncha y bien parecida. Los gacetilleros de la prensa elegante, la llamaban «deliciosa» y «confortable»; pero la verdad es que no pasaba esta señora de ser una jamona bien conservada, hablando en vulgo neto. Eran, en suma, el marqués y la marquesa, tal para cual, por lo que hace a figura. Con respecto a genio, ya variaba el asunto. El marqués era dúctil, bonachón, incapaz de enfadarse... todo «un nazareno»; la marquesa era impresionable, hasta vidriosa, tornadiza y exigente.

Por eso, siempre que estaban juntos más de media hora, reñían; es decir, reñía la marquesa. El marqués atribuía estas incongruencias de carácter a la falta de un vástago que hubiera dado un poco de atractivo constante al hogar doméstico, pues es de saber que el tal matrimonio, a este respecto, había sido tenazmente infecundo. Debo hacer una salvedad, sin embargo. De recién casada la marquesa, dio a luz un heredero; pero se puso tan nerviosa con el lance, y llegaron a serle tan insoportables los jipidos de la criatura, que hubo necesidad de echar a ésta de casa y encomendarla a los cuidados de una aldeana.

A los dos meses de hallarse el niño en el campo, fue un día a Madrid la nodriza con las ropas del ángel de Dios, diciendo que éste se había largado al otro mundo de un hartazgo... y que allí estaba aquello. La marquesa soltó un grito de sorpresa y un par de onzas de propina para la nodriza; recogió el hatillo como un recuerdo, y no tuvo el lance más consecuencias... ni el marqués más herederos.

Firme éste en sus propósitos de no fomentar con sus indiscutibles derechos domésticas desavenencias, había ido cediéndolos de tal manera, que hasta su propia personalidad había quedado absorbida en la de su mujer, para los efectos ordinarios del trato social. Llamábanle en el mundo el de la Azulejo, y este mote afrentoso le califica mejor que cuanto yo pudiera decir, sabiendo, como ya saben ustedes, que el titulo nobiliario era suyo y no de su mujer.

Pero todas estas abdicaciones importaban un rábano al santo varón, porque al precio de ellas le era lícito entregarse de lleno a la satisfacción de todos sus caprichos y pasiones.

¡Y qué pasiones las del señor marqués!

¡Y qué calaveradas!

Algo más graves eran las que se contaban de la marquesa, pero yo nunca las creí. Tenían un encanto especial para ella los hombres de moda, y le gustaba atraerlos a su lado, por pura vanidad solamente. En cuanto al afán con que seguía sus pasos cuando de ella se separaban para quemar incienso en otros altares, nada más inocente en un carácter como el de la marquesa, cuyo flaco era la curiosidad llevada a la exageración.

Y precisa era la más refinada mala fe para juzgarla de otro modo, cuando era notorio que, a los pocos años-de casada, su verdadera pasión fue la mística. Frecuentaba los templos; pedía a las puertas de ellos para todas las comunidades y asociaciones religiosas habidas y por haber; protegía las casas de Beneficencia; paseaba con las Hermanas de la Caridad, y enseñaba la doctrina a los niños de la Inclusa. Todo, por supuesto, sin perjuicio de sus obligaciones mundanas, pues no estaba reñido, como ella decía, el trato de Dios con el trato del mundo.

Mas acá sufrió un cambio bastante notable su modo de ver esas cosas. Quizá para la esfera en que habitaba no fuera del mejor gusto su exagerado misticismo; yo no lo sé, pero es lo cierto que de repente, dejando algunos de sus rezos públicos y sin romper por completo con la caridad de Dios, entregóse de lleno a la filantropía. Ingresó en varias asociaciones de este jaez, y, por último, fue miembra de una consagrada exclusivamente a la regeneración social de la doncella menesterosa, cargo en el cual la encontramos nosotros, alcanzando señaladas victorias y dedicándole lo mejor de su tiempo.

Congratulábase el marqués de ver a su mujer tan bien entretenida, y-sólo le pedía a Dios que apartase de ella el demonio de la curiosidad, que era el que le obligaba a él muchas veces a andar hecho un zarandillo averiguando vidas ajenas para satisfacer un antojo que, después de todo, para nada servía a su mujer, puesto que se trataba de tal cual calavera que sólo a Dios debía las cuentas de su conciencia. Lamentábase también de este defecto, porque a menudo le acarreaba inesperados trastornos en su vida íntima, en la cual se dejaba sentir el consejo caprichoso del último extraño, antes que el suyo propio.

Curiosa la marquesa por carácter, y ya en segunda fila por edad, es excusado decir que las mujeres que más brillaban en los salones que ella frecuentaba eran el objeto preferente de su curiosidad. Y como Isabel brillaba sobre todas, Isabel fue la que más le llamó la atención. Por eso se hizo su amiga, y después su vecina, y, por último, su sombra. Con ella iba a todas partes, con ella volvía y en su casa entraba treinta veces al día, si treinta veces pasaba por delante de sus puertas, bajando o subiendo la escalera. Por supuesto que no le ocultaba a Isabel la causa verdadera de aquella adhesión sin ejemplo; pero se reía de ella, la utilizaba en cuanto le era conveniente, y se resignaba gustosa a lo demás. La verdad es que la marquesa, en medio de tantos cuidados, no estaba a gusto en ninguna parte, ni dormía tranquila una sola noche.

La en que llegó Ramón a Madrid fue de las más borrascosas, alcanzándole al marqués no pequeña parte de la borrasca, empujado por la cual fue a dar el apreciable matrimonio al primer piso la mañana siguiente, en el momento mismo en que se disponían a salir Carlos y Ramón, y sin dejar a éste concluir la comenzada frase la estrepitosa locuacidad de la marquesa, que tomó el salón como terreno conquistado.

Hago gracia al lector de aquella granizada de palabras y de otras muchas que fueron su consecuencia; de la cara de vinagre que puso la marquesa cuando supo que un hombre tan ganso como Ramón podía ser cuñado de Isabel, y del pasmo que se apoderó de Ramón al presenciar aquella invasión inesperada.

-¿Y a qué debemos el gusto de ver a ustedes tan temprano honrando esta casa -preguntó Carlos socarronamente cuando más tarde le fue posible hacerse oír.

-Acontecimiento, ¿eh? -respondió el marqués entre burlón y quedo-. ¡Les digo a ustedes que ni lo de Waterlóo!...

-Tan oportuno como siempre -observó la marquesa mirando a su marido con gesto del más soberano desdén-. Para este hombre -continuó-, no hay más asuntos importantes que los suyos.

-Egoísmo de sexo;-dijo Isabel.

-O falta de seso -murmuró Ramón hacia su hermano.

-Pero, en fin, ¿de qué se trata? -volvió a preguntar Carlos-, porque la verdad es que ya se halla vivamente excitada mi curiosidad.

-Señores -respondió la marquesa, tomando cierta actitud parlamentaria-. Se trata de un asunto que, a ser exclusivamente mío, puedo asegurar a ustedes que no me hubiera sacado de casa un minuto antes de lo acostumbrado; pero como entraña intereses de la asociación...

-¡Oiga! -exclamó Ramón muy serio.

-¿Conque de la asociación nada menos? -dijo Carlos.

-De la asociación -le repitió el marqués en tono campanudo, atreviéndose a hinchar los carrillos como si tratara de comerse una carcajada.

-De la asociación, sí, señor -recalcó la marquesa mirando a su marido con ojos de basilisco-. Y ahora, juzguen ustedes -añadió dulcificando la voz y la mirada-, y vean cómo, si bien la patria no peligra por la importancia del suceso, vale éste lo necesario para justificar mi presencia aquí a estas horas.

Diose la marquesa unos golpecitos sobre los labios con su leve pañuelo de batista, y continuó así:

-So pretexto de hallarse enferma y de ser huérfana, una joven de veinte años solicitó nuestro amparo. Tocóme por riguroso turno el despacho de la solicitud; pasé a casa de la solicitante; aprecié sus necesidades; propuse a la Junta los socorros que juzgué necesarios; se aceptó la proposición, y la huérfana los percibió puntualmente por espacio de tres meses. Hace quince días se nos manifestó, por persona competente, que la socorrida compartía la pensión con un amante, de la peor especie. Llamósela; negó los hechos; se instruyó la sumaria en toda regia; resultaron muchos indicios vehementes y no pocas circunstancias agravantes; informó al tenor de ello la fiscala, y la presidenta decretó para hoy la vista del proceso en la sala de audiencias, con toda la solemnidad de reglamento. Ahora bien, yo defiendo a la acusada, y al efecto tengo señalada la palabra para esta tarde a la una; mas como la tramitación ha caminado tan de prisa y no he podido estudiar el asunto a mi placer, voy ahora mismo a la secretaría a dar un repaso al expediente. Conque ¿se van ustedes enterando?

Ramón quedó, no sólo enterado, sino atónito: los demás personajes de la escena, que ya tenían bien conocida a la relatora, la dedicaron un «bravo» de los más estrepitosos.

-Ahora -añadió ésta-, díganme ustedes si el asunto vale bien la pena. Se trata de una denuncia que puede privar a una desvalida de un socorro necesario, o ser causa de que se aplique a otra persona más digna de él; no veo, pues, por qué no se han de depurar los hechos hasta que resulte clara y palpable la verdad.

-La prueba plena -dijo Carlos.

-Justamente. Y de todas maneras, por trivial que sea mi ocupación de hoy, nunca lo sería tanto como la de mi marido. ¿Saben ustedes qué es lo que le saca de casa tan temprano y no le ha dejado conciliar el sueño en toda la noche? Pues la colosal empresa de probar un tronco.

-Poco a poco -dijo el marqués con mucha formalidad-. No negaré que un asunto semejante, en absoluto, no es para desvelar a nadie; pero conviene saber que cuando este nadie soy yo y el tronco es para mis carruajes, el asunto tiene más de tres bemoles. ¿Hoy es viernes? Pues bueno: desde el último lunes llevo probados, comprados, vendidos o cambiados, tres pares de caballos.

-Y ¿por qué esos caprichos? -preguntó Carlos.

-Que se lo diga a usted mi mujer.

-No le hagan ustedes caso -se apresuró a replicar la marquesa-. La verdad es que si él tuviera mejor gusto para comprar...

-Si hubiera más fijeza en los tuyos... -repuso el marqués un poco sulfurado-. Pero en saliendo a la Castellana dos veces con un mismo tronco, ya te aburres de él... digo, te obligan a que te aburras; y esto es lo que a mí me carga.

-¡Cómo es eso! -exclamó Isabel fingiéndose admirada.

-Muy sencillamente -respondió el marqués-. El amiguito de casa, el consabido títere a la moda, el indispensable vizconde del Cierzo, que helado le sople a él, este mequetrefe, digo, que, como ustedes saben, sale con nosotros muy a menudo, tiene la peregrina costumbre de desacreditar mis caballos. Si son alazanes, porque no son negros; si negros, porque no son alazanes; si andaluces, porque no son ingleses; si ingleses, porque no son andaluces... y así hasta el infinito. Pues bien: mi mujer, que en materia de gustos es tornadiza como una veleta, apenas oye al vizconde la emprende conmigo... y adivinen ustedes el resto.

-¡Qué exagerador! -exclamó la marquesa con voz ronca y como tratando de romper el pañuelo entre sus dedos crispados, fingiendo una indignación que estaba muy lejos de sentir.

-Por lo cual -continuó su marido sin hacerla caso-, he resuelto comprar enteramente al gusto del señor vizconde; y por eso, después de haberme comprometido ayer tarde a cambiar dos caballos que compré anteayer, le he citado a mi casa para hoy a fin de que vayamos juntos a la prueba esta misma mañana; pero, como de costumbre, ha faltado a la cita. Mi mujer tenía prisa; el chalán está avisado para dentro de un cuarto de hora, y temiendo que otro me lleve la pareja si no acudo a comprometerla a la hora convenida, dejé en casa recado al vizconde para que vaya a reunirse conmigo... Y aquí me tienen ustedes en marcha. Conque, con franqueza, ¿es empresa de tres al cuarto la que voy a acometer? ¿Está bien justificada mi desazón de anoche?

La marquesa continuaba exagerando su indignación al oír a su marido; Carlos e Isabel se miraban, y Ramón, no pudiendo soportar la calidad de aquellos dos, para él extraños caracteres, excitaba por lo bajo a su hermano a salir cuanto antes a dar el proyectado paseo.

Complacióle Carlos y despidiéronse ambos sin grandes cumplimientos, acompañándolos el marqués y quedándose la marquesa todavía al lado de Isabel «unos instantes» que robaba de buena gana a su defendida, para dedicarlos «al amor entrañable que consagraba a su amiga».

Solas las dos, exclamó la marquesa con grandes aspavientos:

-¿Pero has visto qué marido, Isabel?

-¿El tuyo?

-Me da fatiga su estupidez.

-No sé por qué.

-¡No le oíste?

-¿Lo del vizconde?

-¿Y te parece poco?

-Ríete de ello.

-Sí, cuando pasa entre nosotros; pero ese majadero lo mismo lo cuenta en la Puerta del Sol, o en pleno Casino.

-¿Y qué?

-La maledicencia cunde.

-Teniendo la conciencia tranquila como tú la tienes...

-¡Oh, lo que es eso!... Pero ocurre casualmente que ese hombre ha dado en asediarme con la más pegajosa galantería, y hasta parece que hace ostentación de ello...

-No importa: la virtud siempre triunfa.

-Vamos, Isabel, que si a ti te sucediera... Y a propósito -añadió con el tono de la mayor inocencia-, también a ti te distingue con no escasas atenciones.

-Distinciones bien poco placenteras, por cierto -repuso Isabel ingenuamente.

-¿De veras? -dijo su interlocutora sonriendo maliciosamente.

-¿Y puedes tú creer otra cosa? -respondió Isabel de un modo que impuso a la marquesa.

-Pues anoche no lo creería nadie al veros -se atrevió ésta a insistir.

-Mucho nos mirabas.

-Soy curiosa, ya lo sabes.

-O aprensiva.

-¡Isabel!...

-Repara, amiga mía, que no te llamé celosa; y mal pudiera llamártelo, cuando, según tu propia confesión, las atenciones del vizconde, lejos de agradarte, te molestan.

-Y te lo repito.

-Pues entonces...

-No es una razón el que a mí me desagraden sus obsequios, para que a ti...

-Muchas gracias, marquesa.

-¿Por qué me las das?

-Por el favor que me dispensas haciéndome capaz de aceptar lo que a ti te repugna.

-Cuestión de gustos, Isabel, que no afrenta a nadie.

-¿Me permites que te llame inocente?

-No me atrevo yo a llamarte otro tanto.

-Pues haces mal; y me lo llamarías con mucho derecho si supieras qué me preocupaba anoche cuando tú creías que me estaba absorbiendo el seso la galante travesura del vizconde.

-¿De veras?

-Palabra de honor...

-Si no temiera ser indiscreta...

-Si tú me prometieras no reírte de mí.

-Te prometo estar más seria que un doctor en estrados.

-Pues bien: me preocupaba la de Rocaverde.

-¡Esa te preocupaba!

-Precisamente ella, no.

-¿Sus públicos alardes con el banquero?

-Tampoco.

-¿Con el general?...

-Eh, hija, todo lo conviertes en sustancia. Nada de eso.

-Pues entonces no atino...

-El vestido que llevaba.

-No era una cosa del otro jueves, a no ser la novedad de su dibujo.

-Pero le había traído la modista para mí.

-Pues la culpa fue entonces de la modista.

-A quien ella engañó con indignos embustes.

-¿Y eso es todo?

-Lo de anoche sí; pero antes me había ocurrido otro tanto con un aderezo, y antes con un carruaje, y antes con una porción de cosas más que no necesito decirte.

-Como tú estás de moda y ella es muy vana... Porque de otra manera no comprendo esa pugna, de que debes reírte.

-Me reí la primera vez, y la segunda... Y aun la tercera; pero en fuerza de hallarme a esa mujer atravesada delante de mis deseos, y de verme contrariada a cada instante por tan ridícula manía, ha llegado a causarme el efecto irritante de una mosca impertinente.

-Pues tienes contra ella un remedio eficacísimo.

-¿Cuál?

-Sus escasas rentas. No tardará en rendirse por hambre.

-Sí, pero entre tanto, me martiriza... y me martiriza, porque yo soy la primera en conocer todo lo pequeño y pueril del asunto... ¡No sabes cuánto daría por tener noticia de un deseo suyo para contrariársele, especialmente antes de su reunión de esta noche!

-¿Estás invitada a ella?

-«La primera», según me afirmó.

-Te vendré a buscar entonces.

-¿Luego vas tú también?

-Yo soy la segunda invitada, puesto que tú eres la primera. A mí no me disputa los vestidos, porque no estoy de moda como tú; pero en cambio cree que me lastiman mucho sus intimidades con el vizconde, y procura que las presencie con la frecuencia posible.

-De manera que el tal vizconde es universal...

-Está de moda también... Pero ¡Dios mío! -exclamó de repente la marquesa cambiando de tono y poniéndose de pie-. Mi pobre defendida está perjudicándose con mi conservación.

Y tendió sus manos y presentó ambas mejillas a Isabel.

-Quedo haciendo votos por el mejor éxito de tu noble empresa;-dijo ésta dándola un beso en cada carrillo y recibiendo otros dos simultáneos.

Y con esto y los apretones de manos y los adioses de ordenanza, salió la marquesa de la sala y quedóse en ella Isabel un poco pensativa.

Habíale enconado mucho sus resentimientos con la de Rocaverde el recuerdo de ésta evocado con su amiga, y se daba a cavilar con más empeño sobre un plan de venganza tan pronta como ejemplar.

Esto por una parte. Por otra, la sospecha de sus intimidades con el vizconde, manifestada por la condesa, no dejaba de escocerla un poco el ánimo. Verdad era que su conciencia estaba tranquila; verdad también que a la marquesa la hacía hablar un despecho de mal género, y verdad, por último, que la tal marquesa no tenía un adarme de sentido común; pero ¿no podía haber nacido aquella misma aprensión en otras personas más discretas? Y ¿a qué fin había de sospechar nadie de ella, que era honrada y leal a sus deberes?

La verdad es que Isabel permaneció largo rato sumida, aunque no muy profundamente, en esas meditaciones, y que sólo salió de ellas cuando un fámulo llegó anunciándole la visita del vizconde del Cierzo.

-¡Que no estoy visible! -exclamó con ira, encaminándose rápida a su gabinete.

Pero no tuvo tiempo de llegar a él. Acababa de entrar y se hallaba delante de ella, planchado, perfumado, pulido, rizado, intachable de elegancia y apostura, el anunciado personaje.




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- III -

Antes de pasar más adelante, van a saber ustedes quién es ese dichoso vizconde tan traído y tan llevado.

Tenía apenas veinticinco años cuando murió su padre, dejándole una renta de cincuenta mil duros. Era hermoso, cuanto puede serlo el maniquí de un sastre parisiense, y había recibido la más acabada educación en los mejores picaderos, garitos y otros puntos culminantes de Madrid: en todas partes, menos en la universidad.

Así, pues, conocía en literatura el género flamenco, y en historia el reinado de don Juan Segundo, el famoso picador de caballos.

Por ende, tuteaba a Cúchares, se hombreaba con Leotard, y conocía a los artistas del hipódromo con todos sus pelos y señales.

Aunque de la pata del Cid, don Francisco Pérez de Vargas, Guzmán, Machuca, Moncada, etc., etc., y por contera vizconde del Cierzo, en la necesidad de elevarse a la región social que sus instintos apetecían, desprendióse de buen grado, como de otros tantos estorbos, de sus apellidos linajudos, y quedóse Francisco Pérez a secas. Pero, en su afán de popularidad, parecióle esto todavía poco gráfico. Faltábale al nombre cierto aderezo indispensable a un personaje de su posición y de sus aficiones. Felizmente, un banderillero resolvió la dificultad, llamándole una noche, en el Suizo, Frasco Pérez. Desde aquel instante quedó aceptado el nombre como mote de guerra, y comenzó a volar su fama por todos los rincones de Madrid y un poco más afuera.

Su prurito era la originalidad, y ésta la ostentaba, en calles y paseos, en sus trajes, en sus trenes, y hasta en el dije más insignificante que llevara sobre su persona. Los sastres se le disputaban para vestirle, los zapateros para calzarle y las fábricas de coches para construírselos ajustados a su fantasía. Impuesto de este modo su gusto a los artistas, quienes de éstos se valían, por necesidad, no tuvieron más remedio que pagar algún tributo a las originalidades de Frasco Pérez.

Alardeaba de rumboso, y lo era; y para correr la fama de sus proezas de este género, contaba con un estado mayor de admiradores que, por afecto a su persona, y no por lo que se les pegaba, comían con él, asistían a su palco en los teatros, montaban sus caballos, paseaban en sus carruajes, y hasta se ponían sus abrigos.

Contábanse de él mil originalidades. Ya, que daba la puntilla a los caballos, o que pegaba fuego a los carruajes que había regalado a sus queridas desechadas; ya, que hacía forrar de terciopelo y oro las paredes de la cuadra de su jaca favorita; ya, que regalaba una fortuna en pedrería a una bailarina en la noche de su beneficio; ya, que enviaba a planchar las camisolas a París, después de haberlas lavado en Andalucía... En fin, todo se contaba de él menos que hubiese dado jamás unos calzones viejos a un pobre. Eran, pues, sus gastos reproductivos, si no en dinero, en fama, que era lo que él buscaba; ambición tan legítima como cualquiera otra.

Pero esta fama no paraba en Madrid. Cándidos forasteros seguían de lejos la marcha triunfal de Frasco Pérez, y al tornar a sus hogares se creían muy honrados si llevaban una levita que se diera un aire a las que gastaba el famoso madrileño. Y de él le hablaban a usted en todas partes, y referían sus hazañas más ruidosas, y, aumentando el entusiasmo con la distancia, casi le ponían en la categoría de los grandes hombres de la época. De este modo, Frasco Pérez era tan popular en las capitales de provincia como en la de España; hasta el punto de que, provincianos que llegaban primerizos a Madrid, preguntaban dónde podrían conocer a Frasco Pérez, antes que por posada en que albergarse.

Cuando ya nada le quedó que ambicionar en punto a gloria, y cuando su caudal había sufrido no pequeña merma, acordóse de que existía otro campo en que espigar, en el cual podrían darle fácil entrada la fama de sus prodigalidades y su olvidado titulo nobiliario.

Así fue que, sin largas meditaciones, dejó la elegancia cursi con que tanto había brillado, los gabanes a media nalga, los tacones hiperbólicos, las corbatas de fantasía, los carruajes vaporosos, los lacayos macarenos, etc., etc., y se dio al boato serio: al saco de anchos vuelos, al severo frac, a la nívea corbata, al cochero asturiano de maciza pantorrilla, y a la grave carretela; olvidó las bailarinas por las marquesas, y se introdujo resueltamente en los salones del gran mundo, que se creyeron muy honrados al dar albergue a aquella oveja descarriada hasta entonces entre las escabrosidades y malezas de la vida airada.

Comenzaba a favorecerle también la fortuna en sus nuevas empresas, cuando se encontró con Isabel, y no tardó en conocer la diferencia que había entre este carácter y los que hasta entonces había tratado en la «buena sociedad». Parecióle su conquista, ya que no imposible, muy difícil, y trató de acometerla con los recursos de la estrategia más acreditada. Al efecto, estudió el terreno y estableció su principal batería en el de la marquesa del Azulejo, de facilísimo acceso, desde donde podía hostilizar a su gusto el objeto de sus afanes. Así se explica su familiaridad con Isabel, familiaridad que tanto había chocado a Ramón. Era el íntimo amigo y acompañante de la marquesa, y ésta no se separaba jamás de Isabel. Conocía perfectamente las horas a que estaban en casa y fuera de ella los distintos individuos de ambas familias, y sabía sacar gran partido de esta circunstancia.

Dígalo si no su falta de asistencia a la cita que le dio el marqués, según acabamos de oír a éste. Lejos de acudir a ella, observó desde sitio conveniente la salida de las personas que hemos visto despedirse de Isabel; subió a casa de la marquesa cuando estaba seguro de no hallarla en ella; bajó a la de su amiga, donde se coló como hemos dicho, y fingiendo sorprenderse mucho al encontrarla sola.

-Mil perdones -dijo: me acaban de asegurar arriba que hallaría aquí al marqués, y me he permitido...

-El marqués -respondió Isabel con la mayor sequedad-, ha salido ya de aquí y le espera a usted.

-Efectivamente -repuso el vizconde, deseando entrar en conversación-: el marqués me necesitaba hoy...

-Como de costumbre.

-¡Tan temprano y tan satírica!

-No hay tal: él mismo acaba de confesármelo. Parece que le es usted indispensable, sobre todo en la elección de caballos para los carruajes de la marquesa.

-Cierto es que ha dado en el capricho de comprar ciertas cosas a mi gusto; y, consecuente en este propósito, me citó para esta mañana, en su casa, a las diez y media; pero he venido algo más tarde y me he encontrado sin él.

-¡Contrariedad lamentable!

-No para mí, pues me proporciona el placer de ver a usted una vez más.

-Es usted incorregible.

-Y usted implacable.

-Soy buena amiga de usted, y quiero ahorrarle un trabajo inútil.

-Es usted muy compasiva -replicó con despecho el apasionado joven-. Lástima que no pueda yo corresponder con toda mi gratitud...

-¿Por qué no?

-Porque no es la compasión la recompensa que merece la pasión que usted me inspira.

-Vuelve usted a olvidar que habla conmigo -dijo Isabel con glacial desdén.

-Y ¿qué haría yo -exclamó el vizconde con creciente entusiasmo-, para demostrar a usted todo lo grande, todo lo profundo del afecto que la consagro?

-Ocultarle donde yo no le vea.

-¿Le teme usted acaso?

Isabel miró al títere con la sonrisa más despreciativa.

-No, me repugna -contestó en seguida.

-¡Virtud sublime! -exclamó con cierto tono de ironía.

-Mujer honrada, y nada más -contestó Isabel con firme acento.

-¡Oh, yo te humillaré- se atrevió a pensar el mentecato.

-Me permitirá usted recordarle -añadió Isabel cambiando de tono y dando un paso hacia la puerta de su gabinete -que le espera el marqués.

-En efecto -respondió el vizconde rebosando de despecho-: lo había olvidado ya... Así, pues... hasta la noche -continuó sin moverse del sitio en que se hallaba.

-¡Cómo!

-Porque supongo que no faltará usted a la reunión de la Rocaverde.

-Es probable, en efecto, que asista a ella.

-Tengo noticias -continuó el impávido en su afán de prolongar la visita- de que se hacen esfuerzos heroicos para que la fiesta exceda en brillo a cuantas la han precedido y puedan sucederla.

-Recursos no faltan a esa señora si quiere utilizarlos -dijo Isabel por decir algo.

-Sin embargo -replicó el otro, deseando dar interés a la conversación-, de los que destina a su propia persona, puede faltarle uno.

-¿Pues cómo?

-Anda por medio cierto aderezo...

-¿Eh? -interrumpió Isabel picada de su demonio tentador.

-Un aderezo -continuó el vizconde más animado-. Un aderezo que...

Y se detuvo de repente, como si temiera decir algo más de lo que convenía.

Pero esta reserva excitó más la curiosidad de Isabel, que había comenzado a acariciar una esperanza.

-Veo -dijo con intención de obligar más al vizconde-, que ese aderezo encierra algún misterio, y me arrepiento de haber intentado descubrirle.

-¡Qué diablo! -exclamó el vizconde como si venciera un escrúpulo-. ¿Por qué no lo ha de saber usted? Se trata de un aderezo que vale algo más de lo conveniente para esa señora.

-¿Tan económica se ha vuelto? -preguntó Isabel con aire de la más inocente sencillez.

-O tan necesitada. Vale la joya dos mil duros.

-¿Y cuánto da por ella?

-Treinta mil reales.

-¡Diferencia harto mezquina!

-Sin embargo, se disputa hace un mes.

-No lo comprendo.

-El joyero no vende más que al contado a ciertos parroquianos.

-¿Y qué?

-Que la Rocaverde, por más que exprime y combina, nunca saca más que treinta mil reales.

-Pero tendrá crédito.

-Hasta cierto punto -dijo con sonrisa burlona el vizconde.

-¿Y tanto empeño muestra por la joya esa señora?

-Júzguelo usted: ha cometido la ligereza de enseñársela en el escaparate a algunas de sus amigas, como cosa ya de su pertenencia y comprada exclusivamente para estrenarla esta noche.

Isabel no podía ocultar su gozo porque la fortuna se mostraba con ella más que propicia. Se le venía a la mano la ocasión más oportuna que podía desear para satisfacer su mayor anhelo.

-¿De manera -insistió con ansiedad- que todavía no es suyo ese aderezo?

-Ni mucho menos -respondió el vizconde sin acabar de comprender el interés que Isabel iba mostrando en el asunto.

-¿Y cree usted que llegará a serio? -volvió a preguntar.

-Si yo no quiero, no.

-¡Cómo así! -dijo Isabel visiblemente disgustada con tal respuesta.

-Muy sencillo -replicó el vizconde perfectamente en su terreno ya-. He presenciado alguna de las infinitas luchas que han tenido el joyero (que precisamente es el de usted) y la compradora; y como conozco la dificultad material en que ésta se halla de vencer el obstáculo y la debo no pocas atenciones, he querido proporcionarla hoy un buen rato. Al efecto, he dicho al joyero: «envíe usted el aderezo a esa señora, diciéndola que acepta su oferta; y yo le respondo a usted de la diferencia, y aun del valor total si es necesario.» De manera que a la hora presente esa joya es mía más que de la Rocaverde.

-¿Aunque yo se la pida al joyero?

-Aunque usted se la pida; porque precisamente para prevenirme contra toda eventualidad, le dije que puesto que el aderezo quedaba por mi cuenta, no dispusiera de él sin mi permiso verbal o escrito.

Isabel se quedó pensativa, sin poder disimular el disgusto que esta contrariedad le acusaba. El vizconde, por el contrario, veía en el afán de aquélla algo que le ofrecía una ocasión de serla necesario, y lo tomó en cuenta.

-Hablemos claros, Isabel -dijo sin preámbulos-. ¿Usted desea adquirir ese aderezo?

-Sí -respondió Isabel sin escuchar más que a su capricho-, y a todo trance.

-Pues de usted será.

-¿Cómo?

-Haciendo que se le entreguen a usted.

-¿Y qué dirá esa señora?

-Ya inventaremos una disculpilla.

-Entonces envío por él...

-¿Olvida usted que es indispensable que yo mismo dé la orden?

Isabel no pudo disimular un gesto de desagrado.

-¿Y por qué ese reparo? -dijo el vizconde tratando de vencerle para el mejor éxito del plan que se proponía-.Yo tengo que pasar ahora por la joyería necesariamente. Nada más sencillo que decirle al joyero que envíe el aderezo a su casa de usted en lugar de enviarle a la de esa otra señora. Él se alegrará mucho del cambio... y a mí me saldrá más barato el servicio -añadió sonriendo maliciosamente el galante personaje.

Isabel vio cumplido su afán de tanto tiempo y no reflexionó más.

-Pues bien -dijo resuelta-; acepto ese favor, y prometo en pago de él explicar a usted esta noche la causa de este capricho.

-Y yo voy a dar el recado inmediatamente.

-Hasta la noche... y gracias -dijo Isabel con amable sonrisa.

-Iré a recogerlas -respondió el vizconde despidiéndose y saboreando el placer que sentía al considerar el arma que en sus manos colocaba Isabel.

-He aquí -pensaba ésta entre tanto-, cómo hasta del hombre más molesto y antipático puede sacarse un gran partido... ¡Oh! ¡no digo dos mil duros, diez años de mi vida me hubieran parecido hoy poco para comprar una ocasión como la que se me presenta de humillar la tonta vanidad de esa mujer!




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- IV -

Una hora más tarde, y vueltos ya de paseo Carlos y Ramón, éste bostezaba aburrido y solo en el salón que ya conocemos, mientras su hermano despachaba un asunto urgente, de los mil que le ocurrían a cada instante, desde que había dado a sus negocios una extensión tan extraordinaria. De pronto apareció un criado, llevando un grande y vistoso estuche sobre una bandeja de plata.

-¿Adónde vas con eso? -preguntó maquinalmente Ramón.

-Acaban de traerlo para la señorita -respondió el fámulo.

Ramón, que, como buen aldeano, era curioso, detuvo a éste, cogió el estuche, miróle por todas partes, le abrió al cabo, y entonces los rayos de un verdadero pedregal de diamantes le hirieron la vista.

-¡Santísimo Dios! -exclamó echándose hacia atrás.

Después volvió a observar aquello con mayor detención, hasta que fue cayendo en la cuenta de lo que era.

-¡Y decir a Dios -pensó-, que por estos cuatro colgajos se habrá pagado un dineral!

En esto observó que por debajo de una de las piezas de la alhaja asomaban las puntas de un papel cuidadosamente plegado.

-Será la cuenta -se dijo-. Vamos a ver si asciende a tanto como las otras dos juntas.

Tiró del papel, le desdobló... y se quedó hecho una estatua al leer en él lo siguiente:

«Cumplo, Isabel, el más grato de mis propósitos, haciendo llegar a sus manos el disputado aderezo, y espero verle esta noche por corona sobre la reina de la belleza. Allí estará para recoger las prometidas gracias, su apasionado Vizconde

El primer cuidado de Ramón, después de leer esta fineza cursi, disimulando cuanto pudo la impresión que le causaba, fue despedir al criado.

-Yo se lo entregaré a mi cuñada -le dijo.

Solo ya con lo que él creía cuerpo de un delito, le dio cien vueltas entre sus manos; le leyó otras tantas; apostrofó a su cuñada de mil modos diferentes; imaginó cincuenta planes de castigo para la que así abusaba de la hidalga confianza de un hombre como su hermano, y concluyó por comprender que no había más que un partido que tomar: hacérselo saber a Carlos. Esto podía conseguirse de dos maneras: en el acto, o esperando a que los acontecimientos hicieran más notoria la criminalidad de Isabel. Lo primero le pareció muy cruel para su hermano, que ni sospechaba siquiera la posibilidad de tamaño desastre. Lo segundo era, sin duda alguna, más prudente, y a ello se atuvo.

Por de pronto se guardó el papel en el bolsillo, y llamó a su cuñada.

Al salir ésta de su gabinete la presentó el estuche.

-Esto han traído para ti -le dijo observando cuidadosamente su semblante.

Isabel se abalanzó al estuche, le abrió, devoró con sus ojos el aderezo, pero no dijo una palabra.

-Creo que viene -añadió Ramón intencionalmente-, de parte de... del vizconde de... de no sé cuántos.

-Ya lo sé -respondió Isabel sin disimular su contento-. Le esperaba.

Y dando a Ramón las gracias con la más hechicera de las sonrisas, volvió a su gabinete y se encerró en él.

¡Calculen ustedes lo que pasaría entonces por el ánimo del sencillo montañés, que no conocía, como el lector y yo, la historia de aquel regalo! Pensó ver a su cuñada roja delante de la prueba de su pecado, y se la halló risueña, desenvuelta y hasta burlona, como si el pecar así fuera su oficio.

Este nuevo, gravísimo dato, estuvo a pique de dar al traste con su plan de prudencia. Púsole fuera de sí, y, como una fiera en su jaula, dio cien vueltas a la habitación; trató de penetrar en la de su hermano para contárselo todo; retrocedió arrepentido; volvió a leer el papel; tornó a guardarle en el bolsillo... hasta que felizmente le llamaron a almorzar cuando más enredado se hallaba entre tan opuestos pareceres; pero en la mesa observó a su cuñada más risueña, más amable y más expansiva que nunca con su marido, y ya no le quedó la menor duda de que le estaba engañando. Súpole a rejalgar cada bocado, y se encerró en el silencio más sombrío.




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- V -

Poco tiempo después pasaba en el cuarto segundo una escena que merece referirse para mayor claridad de este asunto.

El marqués había llegado sin ver al vizconde, y la marquesa con el pleito perdido. Estaba, pues, la apreciable pareja dada a todos los demonios.

-¡Ya podía yo estar esperándole hasta el día del juicio! -exclamaba el pobre hombre dando vueltas por la habitación.

-¿Conque tampoco ha ido a la prueba? -le preguntó la marquesa.

-¡En eso pensaba!

-¡Vaya una formalidad!

-¡Cuándo te digo que es un zascandil!...

-¡Cuando te digo que tienes muy poco aguante!

-¡Otra te pego!...

-Ya has oído que vino a casa después que tú saliste de ella. ¡Tenías tanta prisa!

-¡Esta es más gorda! ¿Quién sino tú estaba de prisa? ¿Quién sino tú me hizo salir de casa a aquellas horas? Lo que te aseguro es que no tenía grandes deseos de encontrarme.

-Aprensiones tuyas.

-¿Aprensiones mías? ¡También es fuerte cosa que para todos has de hallar una disculpa siempre, menos para mí!...

-Eso te probará que no la mereces.

-Pues juzga tú misma la oportunidad con que se la aplicas ahora a tu amigo. Figúrate que, cansado de esperarle en la caballeriza y de pasearme por la acera de la calle y de mirar hacia todos los puntos por donde pudiera asomar, me acordé de que a aquellas horas solía hallársele en el bazar de su joyero haciéndole la tertulia con otros desocupados como él. Deseando concluir de una vez el enojoso asunto que me sacaba de casa, me voy en aquella dirección, llego a la joyería... y ¡te aseguro que tenía que ver aquello cuando yo entré!

Al decir esto cambió de tono el marqués, adoptando un airecillo de maliciosa reserva; pero tan desgraciado, que no logró excitar la curiosidad de la marquesa.

-¿Y qué me importa eso? -repuso con el mayor desdén.

-Nada. Pero figúrate, para formarte una idea, que se trataba de cierto aderezo regalado por... cierto prójimo a... cierta mujer de su marido; que esta mujer le irá luciendo esta noche a la recepción de la Rocaverde, y que el podenco del marido irá quizás a su lado tan satisfecho y tan orondo...

-Todos son lo mismo.

-Hasta cierto punto, querida. Cosas hay que el más lince no las ve; pero hay otras tan gordas, que para dármelas a mí por corrientes, muy recio había de tronar.

-Porque tú eres una excepción... Pero, después de todo, ni ese lance tiene nada de raro, ni veo por qué me lo cuentas.

-De raro no tiene, en efecto, gran cosa, por lo que hace al fondo; pero hay algo en la forma que indigna. Bueno que cada hombre tenga un enredo, o diez, o veinte, si por ahí le arrastra el demonio, ya que hay mujeres que se prestan a ello; pero tenerlos de modo que todo el mundo los conozca y con el único afán de darse importancia, como le sucede a ese títere de vizconde... ¡Ay!... ya la solté.

Oírlo la marquesa y dar un brinco como si le hubiera picado un alacrán, fue todo una misma cosa.

-¿Conque según eso se trata del vizconde? -preguntó con ansiedad.

-Ya que lo dije...

-Y bien...

-Pues nada, que, por lo visto, llegó el vizconde a la tienda, que estaba llena de ociosos; pidió un magnífico aderezo, y después de hablar algunas palabras con el joyero, escribió en un papel algunos renglones, se los leyó por lo bajo a varios de los circunstantes, metió el papel en el estuche, puso éste en manos de un dependiente, y le dijo en voz recia: -«A casa de...» y pronunció un nombre muy conocido en Madrid. Después, volviéndose hacia los mismos a quienes había leído el papel, les dijo: -«Al vérsele puesto esta noche, me diréis si mis esfuerzos eran escarceos ociosos, como me asegurábais a cada instante.» En este momento llegué yo, y chocándome estas palabras que cogí al vuelo, traté de que me las explicaran; pero sólo conseguí averiguar lo que te he contado. Ahora bien; como la dama es de copete y el vizconde hombre de ruido, calcula tú el que se armaría en la tienda con semejante suceso.

-Pero no me has dicho el nombre de esa dama -repuso la marquesa echando lumbre por los ojos.

-En cuanto al nombre, hija mía -observó el marqués con la mayor ingenuidad-, no me fue dado averiguarle, por más esfuerzos que hice.

-Pues ¿qué me importa lo demás? -exclamó su dulce mitad en una verdadera explosión de ira.

-Ah, se me olvidaba lo más notable. Parece que el aderezo regalado a esa dama es uno que estaba destinado a la Rocaverde para esta noche.

-Le conozco entonces.

-¡Tú!

-Sí, porque ella me le enseñó en el escaparate al pasar, uno de estos días; pero me aseguró que era ya cosa suya, y en esta cuenta estaba yo.

-Pues ahí verás.

-¡Pero eso es una vileza!

-¡Bah! una de las viejas mañas de ese mozo, y nada más. Desengáñate, el vizconde no busca los triunfos sino por el escándalo, y le importa poco que existan con tal de que el público los acepte como hechos consumados.

-¿Y la honra de una mujer no merece más respeto? -dijo la exmística hecha una furia, como si ella fuese el guardián jurado del honor ajeno.

-Pues, hija mía, de tipos como el vizconde está lleno el mundo.

-¡Buen consuelo!

-Con tal de que os sirviera de gobierno...

-¿Y a mí qué me dices con eso?

-Contesto a lo que preguntas.

-¡Estúpido! -murmuró la marquesa mirando a su marido con gesto despreciativo, y volviéndole la espalda.

-Que se pierda por mala una mujer -pensó el marqués viendo alejarse a la suya-, vaya con Dios, si ese es su destino; pero que se la lleve el diablo, como a ésta, por averiguar lo que no le importa un rábano, no lo comprendo.

Y se quedó tan serio.



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