Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

La mujer y el poeta

Concepción Gimeno de Flaquer





La mujer tiene puntos de contacto con el ángel; el poeta con la mujer.

Grande, sublime es la misión de estos dos seres en el mundo. Dios ha mandado la mujer a la tierra para que muestre al hombre el camino del cielo; Dios ha concedido al poeta su genio privilegiado, para que cante a los mortales las bellezas de lo inmortal.

El genio del poeta es la revelación de uno de los misterios del eterno, es una armoniosa nota desprendida de las melodías, célicas, un eco de los arpados acentos de los querubes, un acento del mundo infinito resonando en este mundo fugaz.

El poeta y la mujer se asimilan en su fisonomía moral.

Los dos abren sus corazones a las delicias del idealismo, dejan vagar el espíritu libre de toda traba por el Elíseo de sus sueños, y se crean un universo, más seductor para ellos que los jardines de Hiram para los musulmanes.

El poeta y la mujer aman las artes, la gloria, la belleza, lo fantástico, lo misterioso, lo difícil de obtener.

Son dos almas que se adhieren como el murmurio a la ola, el rayo de sol a la superficie del manso lago, el susurro al viento, y la lágrima de la aurora al cáliz de la flor.

El alma de la mujer es un himno constante.

El alma del poeta es la música vaporosa escapada a las áureas cuerdas de la ebúrnea guzla de la sultana, el hálito de las auras al mecerse en las ramas frondosas del bosque.

¡Oh! Si las almas tuvieran sexo, el alma del poeta sería alma de mujer.

Tan inagotable es el raudal de su ternura, tan copioso el límpido manantial de sus elevados afectos, tan impetuoso el torrente de su sensibilidad.

El poeta y la mujer se comprenden: comprenderse es casi amarse; el poeta y la mujer se aman.

Sus miradas, sus pensamientos, se encuentran sin buscarse, como se encuentran el águila y el cóndor en los espacios.

El poeta y la mujer cruzan sobre el barro de la vida con las alas inmaculadas; semejantes al armiño, morirían antes que perder su blancura.

Cual las náyades del arroyo, no se manchan en la arena; cual las dríadas, atraviesan las cimas de los montes sin hollarlas; cual las napeas, viven en la floresta sin pisar el césped.

Los poetas han sido siempre calumniados. El vulgo les ha apellidado utopistas, ilusos, locos, del mismo modo que ha denominado romántica a la mujer que ha fluctuado sobre la generalidad por su espíritu levantado.

Para el estúpido asombro del vulgo, es romántica la mujer que sobresale, ya por su inteligencia, ya por su carácter original.

El vulgo habla, mas no piensa: y al encontrar poco común a una mujer, no se detiene a juzgarla, porque es impotente para ello; mas cree haberlo dicho todo dándole el dictado de romántica, en sentido injurioso, no en su verdadera acepción.

Perdonemos a ese vulgo que tiene la sindéresis enferma, y miope la inteligencia.

¡Solo así se concibe que calumnie al poeta y a la mujer!

¿Qué sería el mundo sin flores, jilgueros, ruiseñores, mujeres y poetas? Un árido desierto.

El poeta nos da fuerzas para soportar la vida real, embelleciéndola notablemente; nos inspira las grandes acciones, y nos conduce por medio del ideal a las regiones celestiales.

El poeta es el hijo de la naturaleza: la canta porque la siente.

El poeta, mariposa con alas refulgentes, peregrino errante, ángel caído en este suelo, es siempre desgraciado; el poeta siente la nostalgia de un mundo mejor; el poeta padece la enfermedad de lo real, porque lo real le hiere como punzante espina, porque la idea soñada es siempre superior a la realidad, y la realidad es para el poeta el desencanto.

La inconstancia de los poetas, tan censurada siempre, es muy natural. El poeta no quiere dos veces el mismo espectáculo, porque huye de lo monótono, vulgar y rutinario. El poeta no puede soportar un cielo siempre diáfano y azulado: necesita contemplar al lado de una cima nevada un negro abismo; junto a un manso lago, un torrente desbordado; entre los encajes rosados de las nubes, oscuros crespones; al lado de una plaza árida, un bosque de flores; tras un día de sol, un eclipse; tras la calma apacible, el trueno y el relámpago; tras una noche de luna, una aurora de sombras; con el néctar del placer el acíbar del dolor; sobre una flor muerta, una gota de rocío; sobre un lirio tronchado, una alegre mariposa; sobre una tumba, una siempreviva.

El poeta sufre siempre tristeza, aunque su rostro esté animado por alegre expresión; pero no es la tristeza vulgar, fiebre del cerebro que abrasa como ardiente lava; no es la tristeza que todo lo satura de amargura; no es la tristeza que corroe el alma como el moho al hierro, que degenera en desesperación, hasta arrojarnos por el vértigo que produce en la negra sima de la amargura; no: esta tristeza jamás se apodera del espíritu del poeta.

La tristeza que embarga al poeta es la que sufren las almas de fuego al contacto de la fría realidad de este mundo; es la que sufre el artista ante el desencanto de lo terreno después de haber bajado del mundo hermoso de los sueños; pero esta tristeza, poesía del dolor, esta tristeza, vaga, indefinible, suave, blanda y tierna, que radica en el alma, y que es ráfaga del sentimiento, evita al poeta la monotonía del placer, es el claroscuro de la dicha, y llega a convertirse en deleite lúgubre de su alma.

Esta tristeza es para el poeta la lágrima que refresca constantemente la flor de los recuerdos y la esperanza, haciéndolos inmarcesibles.

El poeta es una sensitiva: la más leve brisa agita sus emociones, el aura más tenue conmueve su alma, tabernáculo de sentimientos inmaculados. Porque el poeta siente de un modo santo; el que prostituye sus afectos, el que se arrastra entre las miserias de la vida, no tiene alma de poeta. El poeta ama lo bello, y lo bello es la virtud. El poeta debe ser un sublime poema, es decir, un modelo de todo lo más elevado.

No creáis que damos el título de poetas a esos histriones del entendimiento que pululan por doquier armados con su caja de consonantes, más funesta a la literatura que la caja de Pandora al linaje humano.

Los que pasan su vida limando y bruñendo con ímprobo trabajo pensamientos vacíos de sentido, que la métrica divide en líneas desiguales, no son poetas.

Son poetas aquellos seres a quienes Dios ha puesto el estro en el alma, el numen en la inteligencia, la lira y el plectro en la mano.

La poesía no estriba en la vana sonoridad de los versos, ni en la cadencia de la rima; la poesía es la idea alimentada por la savia de la sensibilidad.

¿Qué es poesía? pregunto; y me dan los retóricos la siguiente definición:

«Poesía es la bella imitación de la naturaleza por medio de la palabra, sujeta a una forma artística».

¿Qué es poesía? repito; y me contesta el sentimiento:

«La poesía es el idioma del corazón, como la música es el místico lenguaje del alma».

Investigo más, y el sentimiento me presenta cuadros que yo querría perfilar como un escenógrafo, y de los cuales no puedo hacer más que una somera descripción; tal es la impericia mía.

Observadlos: una madre está velando la cuna de su hijo, en una de esas noches que la luna envuelve en cendal de plata; sus fatigados ojos espían con incansable anhelo el más leve movimiento del niño; sus párpados, que no cierra el insomnio, se fijan en la frente del inocente con el júbilo que deben sentir los ángeles al vislumbrar la imagen de María.

¿Qué es la expresión reflejada en el semblante de esta madre? ¿Qué su acariciadora mirada?

Una balada de amor.

Pálida y triste una adolescente se aproxima al lecho de su moribundo padre: este fija la vista en el rostro de su hija para contar en él los momentos de vida que le restan; y al comprender la desolada que esto sucede, ensaya un aspecto tranquilo, una sonrisa ficticia más dolorosa que la agonía del paciente, para hacerle creer que hay esperanza de salvación.

¿Qué es esta lúgubre sonrisa?

El antifaz de la pena, la brillante epopeya de un alma amante, un canto épico digno de la pluma de un bardo inmortal.

¡Oh! No lo dudéis; la poesía existe en el hogar, aunque la nieguen los misántropos y pesimistas.

Hay en la vida, al lado de la prosaica realidad matemática, una poesía innegable que reside en el alma dotada de inmortalidad. Esta poesía del alma se siente revelada por medio de trasportes y aspiraciones que no se encierran en la tierra, que se alzan hasta el infinito.

Los verdaderos poetas, los intérpretes del corazón, los apóstoles del sentimiento la sienten: por eso cantan como el pájaro, inconscientemente.

No desoigáis a esos seres que traducen el trino de las aves, las armonías del bosque, el misterioso silencio nocturno, los suspiros de la brisa y la melancolía de un crepúsculo.

Atended a los que cantan los sueños de la virgen, el ¡ay! del triste, la tímida queja del afligido, el santo perfume de una plegaria y la belleza de la virtud.

Amad al poeta: mientras el filósofo levanta una punta del velo que cubre las miserias de la vida, el poeta tiende sobre ellas una capa de flores; porque es preciso confesar que la realidad suele ser muy fea, muy repugnante, y que es criminal el estoicismo del filósofo al arrancarle a la estatua de la verdad su crespón.

El escultor y el poeta crean; el filósofo y el escéptico destruyen.

Las ideas del escéptico, al hacer estúpido alarde de su pirronismo, son la mano de hielo que petrifica, que marchita cuanto toca.

La filosofía del escéptico os dice duda; la doctrina del poeta, espera: esto es más consolador.

Si, como dice Píndaro, «la vida es el sueño de una sombra», ¿qué importa vivir de sueños e ilusiones seductoras?

Arrebatar al alma las ilusiones, es más cruel que cortar las alas a una banda de golondrinas.

¿Por qué someter las cosas bellas a un frío análisis que nos desencanta, que nos hiela?

El botánico destruye la rosa al examinarla.

El poeta no le pide a la rosa más que el perfume; la contempla dominado por el sentimiento estético, goza de ella sin destrozarla, le tributa admiración, amor, entusiasmo, y la respeta cual el egipcio a la flor del loto.

El astrónomo, fijo en su observatorio, quiere averiguar el número de las constelaciones y seguir la rotación de los astros, ayudado de su telescopio; el poeta no tiene tal soberbia: se humilla ante los cuerpos celestes, y no les pide más que luz en sus lóbregas noches.

El naturalista, con su escalpelo anatómico, descompone el cuerpo de la luciérnaga, y reduce la preciosa mariposa a mísero esqueleto; el poeta sigue con las alas de la fantasía a la mariposa; canta sus bellos colores, su inconstante giro, y nos la presenta en el esplendor de la belleza.

El poeta es el fotógrafo de la creación, el misionero enviado por la providencia.

Un poeta y una mujer ateos me parecen tan imposibles como la luz en el alma del réprobo.

No, mil veces no. El ateo puede ser gran versificador, mas no poeta.

El poeta ve a Dios con los inmateriales ojos del alma; la mujer, con la fe de su entusiasta corazón.

El poeta, cual la mujer, cree, ama y espera; por eso canta la virtud.

La mujer es poeta frecuentemente, sin advertir que lo es.

¿Por qué cuando brotan de sus labios tiernos acentos y suaves armonías, que vierte inconscientemente sin presunción de ninguna especie, ha de ser censurada con tanto rigor?

¿Acaso es responsable el ruiseñor de sus trinos?

La mujer poeta es un ruiseñor sin alas, el ruiseñor del jardín de la vida.

Al poeta y la mujer les está fiado el secreto de embellecer la existencia.

La mujer y el poeta deben cumplir tan alta misión.

¡Gloria inmortal al poeta que canta la virtud!

¡Loor a la mujer que le inspira fe para cantarla!





Indice