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ArribaAbajoCapítulo II

La mujer y la literatura



Habilidades intelectuales y culturales de las mujeres del XVIII

Estos propósitos de elevar a la mujer en la sociedad tuvieron efectos inmediatos en la parcela intelectual. Comienza a cultivar sus aficiones culturales y literarias, lo cual se hace más evidente en la segunda mitad de siglo. Es necesario rastrear en las historias de la literatura femenina española o en los catálogos generales de autoras desde las clásicas de Díez Canseco (1844-1845)225, Rada y Delgado (1868)226, Parada (1881)227, Serrano y Sanz (1903-4)228, Nelken (1930), ya citada, Calvo Aguilar (1954)229 a las más modernas de Galerstein (1986)230, Simón Palmer (1992)231, Gould Levine (1993)232, Ruiz Guerrero (1997)233, Zavala (1997)234, o la reciente Enciclopedia biográfica coordinada por Martínez, Pastor, Pascua y Tavera (2000)235. Obviamente para investigar sobre las escritoras del siglo XVIII resulta imprescindible la magna Bibliografía de autores de Aguilar Piñal236.

Ya el estudio de Parada se apercibió de la importancia de la presencia femenina en esta centuria: «Cuenta el siglo XVIII un número nada escaso de escritoras y eruditas que ofrecen su carácter especial, distinto del de los siglos anteriores y por diversos conceptos de notable consideración»237, afirmaba. Pero acertaba además a señalar las claves políticas y literarias de esta eclosión que relaciona con la venida de los Borbones, promotores de la nueva política y de la renovación de las artes y las letras, que «esto había de influir necesariamente en nuestras escritoras y cultivadoras de estudios científicos y literarios». Con acierto retrata este novedoso panorama:

Así es que como veremos aparece ya mucho menos saliente el carácter místico y religioso que las distingue en las anteriores centurias y predomina en ellas un espíritu más en tendencia laica y filosófica, viéndoselas entregadas a distintos géneros de estudios y al cultivo de muy distintos ramos de erudición y de saber, notándose una mayor profundidad de conceptos y de miras en sus trabajos y producciones. Abundan en éstas las traducciones del francés y la inclinación a los estudios serios y didácticos, y el manejo del habla castellana238.



Valora también su mejor estilo, y subraya la importancia sociológica de la afición por la cultura en las clases altas, que provoca la abundancia de escritoras en este ámbito social. «Época, por otra parte, que vio florecer con inusitada brillantez nuestra cultura femenina», confirmaba una exultante Margarita Nelken239. También la investigadora actual Mónica Bolufer ratifica esta nueva situación:

En el siglo XVIII algo estaba cambiando en el modo en que las mujeres participaban en el mundo de las letras, que en la época tenía un alcance cada vez más amplio y mayor influencia en la configuración de opinión. Las lectoras formaban un sector creciente del público, y eran cada vez más numerosas las mujeres que se aventuraban a escribir y publicar240.



La mujer participaba de manera activa en distintos ámbitos de la cultura, según deducimos de la información que rastreamos en Parada, Serrano y Sanz y Aguilar Piñal. Muchas de ellas mostraron interés por el aprendizaje de las lenguas, tanto clásicas como modernas. Amar y Borbón lo aconsejaba vivamente dedicando a ello un apasionado capítulo de su Discurso, tratando de aposentar la educación femenina en las raíces clásicas y en la cultura moderna al mismo tiempo. Algunas fueron aventajadas en este campo. Nacida en Madrid, María Blanca Álava y Arigón (1681-1754)241, casada con el académico de la Lengua Francisco Antonio Zapata, mostró gran interés por el latín, la historia y la poesía, a pesar de que no hemos conservado textos escritos. La gaditana María del Rosario Cepeda (1756-1816) sabía griego, latín, italiano y francés, y era también algo poeta según mostró en tertulias celebradas en su casa de Cádiz por los años 60, mientras que colaboró con la Matritense cuando trasladó su residencia a la corte242. Con honda instrucción en Retórica y Filosofía, conocedora de latín, griego y francés fue Mariana de Alderete, marquesa de la Rosa del Monte. En los debates literarios de la época participó una escasamente conocida María Josefa de Céspedes, de la que se conserva un impreso El parto de los montes, bando que Apolo manda publicar contra los malos escritores (1786)243. Por estas fechas intentaba publicar unas Observaciones de unas damas sobre los papeles de Huerta y Forner, que no autorizó la censura negativa de Ignacio López de Ayala244.

La afición de las mujeres por los idiomas, a veces mero afán de estar a la moda, favoreció la presencia de nombres femeninos en la frondosa jungla de las traducciones del siglo XVIII, sobre todo en las últimas décadas de siglo. Era una manera humilde de acceder a la cultura, en un mundo de fuerte predominio masculino, mostrando al mismo tiempo sus intereses ilustrados. Ninguna parece hacerlo profesionalmente en un momento en que se está definiendo la figura del traductor profesional entre los varones. Muchas de ellas son nobles aristócratas que han tenido más fácil acceso al aprendizaje de los idiomas con sus preceptores particulares, y han podido viajar al mundo exterior. Predominan entre las traducciones los tratados de educación y los libros morales y religiosos. Gran parte de ellas han sido mentadas en páginas anteriores ya que, por versar sus traslaciones sobre la formación de la mujer, se han incluido en las páginas del ensayo como la interesante versión de Catalina de Caso sobre Rollin, o la de María Fernández Tordesillas sobre un texto de sensibilidad conservadora.

Podemos completar esta relación añadiendo varios nombres ilustres: María de la Concepción Fernández de Pinedo, marquesa de Tolosa, fue traductora del padre Lalemant Muerte de los justos o Colación de las últimas acciones y palabras de algunas personas ilustres en santidad (1793) y de un Tratado de educación para la nobleza (1796), de autor desconocido245; la marquesa de la Espeja, Josefa de Alvarado, «literata y erudita señora de notable instrucción y recto juicio»246, el Compendio de filosofía moral (1785) del italiano Zanotti, junto a La lengua de los cálculos (1804) de Condillac; María Cayetana de la Cerda247, condesa de Lalaing, tradujo del francés las Obras (1781) de la marquesa de Lambert, colección de opúsculos que, según el censor Tomás de Iriarte, forman una buena colección de «útiles máximas morales». La misma censura impidió, por contra, la publicación de la obra Las americanas o las pruebas de la religión por la razón natural, de Madame Beaumont, por ofrecer una concepción exclusivamente filosófica de la religión, lo cual provocó un memorial de la condesa al Consejo con duros argumentos contra los censores. Dejamos de lado las traductoras de obras literarias, novela y teatro, cuya loable labor se cita en los apartados correspondientes en páginas posteriores.

En el campo científico, que tanto divirtió a las féminas francesas con los adelantos de las ciencias experimentales, apenas si encontramos referencias destacadas entre las españolas. La más renombrada fue la zaragozana María Andrea Casamayor, aficionada a las matemáticas sobre las que escribió dos libros: El para sí solo, un prontuario de álgebra y el Tironicidio aritmético (Zaragoza, 1738), tablas aritméticas que se usarían en los centros de las Escuelas Pías248. Por estas mismas fechas alcanzó justa fama en la ciudad del Ebro Isabel Tresfel249, fundadora del Convento de la Enseñanza destinado a la educación de niñas, en el que acabaría ingresando como monja. Idéntico fin escolar tuvo el olvidado Ensayo de historia, física y matemáticas (Valencia, 1781), que compuso la monja dominica sor María Pascuala Caro. Natural de Pastrana, Luisa Gómez Carabaño, sobrina del abate Melón, era experta en jardinería, asistente a las clases del Jardín Botánico, y traductora del italiano de un tratado que lleva por título Del cultivo de las flores que provienen de cebolla. Era amiga íntima de Leandro Fernández de Moratín, durante un tiempo retirado en su pueblo natal, a la que menciona numerosas veces en sus cartas, incluso con el humorístico «mademoiselle Carabagneau»250. Le dedicó un soneto «A doña L. G. C., premiada en Madrid con una corona de flores por sus adelantamientos en botánica»251. Siguiendo los modelos de los pronósticos que popularizara el ilustre Torres Villarroel, encontramos varios escritos por señoras252. El más antiguo fue escrito por Manuela Tomasa Sánchez, la gran Piscatora aureliense, bajo el título de Pronóstico diario y general (17'42), que dedica al catedrático de Salamanca. Escaso interés científico tienen los Pronósticos burlescos de La Musaraña del Pindo, que redactó para los años 1756 y 1758 Francisca Osorio253. Por estas fechas rechazó la censura un Pronóstico para 1757 de María Antonia Quadrado254. Siguiendo la misma línea, aparecieron El estado del cielo, pronóstico general con las previsiones para los años 1773, 77 y 78 de la al parecer cordobesa Teresa González, llamada La Pensadora del cielo. La serie se cortó por el informe negativo que hizo de ellos la Real Academia, y los juicios desfavorables del científico Benito Bails: «que quite todo lo que tiene de astrología, y se abstenga de pronosticar a su antojo bienes y males a los hombres; creo firmemente que un tribunal tan ilustrado no querrá que ningún escritor acredite para con el vulgo superstición tan nociva»255. Acaso convenga recordar que estas obras castizas que, además de que algunas de ellas van dedicadas a altas damas de la nobleza, otras están escritas expresamente para las señoras, abonando quizá la excelente recepción en el sector femenino. Sirva de ejemplo El Piscator de las damas (1755) del popular José Julián de Castro.

Pero fue el campo de la creación literaria en el que destacaron de manera particular. Las literatas no forman una clase social nueva, porque su presencia está constatada en siglos anteriores, pero la abundancia de su número les confiere un nuevo lugar en el mundo de las letras. Crece con éxito en los ámbitos que le son propicios como pueden ser las tertulias o Academias literarias, las Sociedades Económicas y los monasterios religiosos.

La literatura nacida en el claustro es un fenómeno antiguo, que no cambia en el siglo XVIII contrariando un cierto laicismo general. La escritura monjil cultiva una serie de géneros que tiene una larga tradición: libros de rezos, hagiografías y vidas ejemplares, historias de fundaciones eclesiásticas, ejercicios devotos, relaciones necrológicas, textos de educación para los colegios, discursos ascéticos y morales, autobiografías espirituales o diarios, epistolario religioso y, por supuesto, obras literarias256. En el ámbito propiamente literario hallamos en especial obra lírica y textos dramáticos que, salvo excepciones, se encuadran en la moda barroca, ya que el apartamiento del mundo no favorecía la actualización estética de este sector, siguiendo por otra parte los antiguos modelos conventuales.

Habrá que estudiar la creación literaria de las mujeres en el contexto estético de su época. Permitirá valorar su obra en relación con los estilos y géneros imperantes, pero también poniéndola en contraste con los textos escritos por los varones para establecer la diferencia de género.




Mujeres animadoras de tertulias y academias literarias

La sociedad dieciochesca rompe los antiguos comportamientos basados en la reserva social y en la incomunicación de la centuria anterior. La sociabilidad, la «civilidad», deviene en un valor altamente positivo para el hombre dieciochesco: gusta disfrutar de los nuevos espacios urbanísticos de las ciudades donde relacionarse y lucir su imagen y habilidades, de las tertulias de rebotica con la intimidad de lo privado y aun atrevido257, de los nuevos cafés literarios como el que pinta Moratín en La comedia nueva258, de los bailes de salón donde alternar con mayor libertad entre los sexos, de las gozosas fiestas privadas en los jardines de nobleza que dibujan los pintores con lujoso pincel, de las academias donde tratar con mayor hondura sobre asuntos y materias varias que reflejan las inquietudes de los modernos, de los festejos folclóricos y tradicionales donde conviven todos los grupos sociales. La juventud, como ocurre en otros países europeos, se expresa con mayor espontaneidad en estos nuevos ámbitos en los que puede expresar sus aficiones o compartir sus inquietudes con sus amistades.

Existe una auténtica pasión por promover lugares de reunión, tanto de origen privado como de protección regia, desde humildes tertulias familiares, hasta Academias guiadas por mayores inquietudes intelectuales en las que se movían jóvenes e incluso viejos con afanes reformistas259. Las tertulias caseras se pusieron de moda en toda la geografía española, aunque consiguieron un mayor crecimiento en la corte. No es fácil encontrar datos de las mismas, pues su propia informalidad impedía que se dejara constancia documental, aunque sí conocemos su existencia por fugaces informaciones de la prensa local que en ocasiones daba cuenta de sus actividades. Estas celebraciones exigían en los tertulianos unas inquietudes comunes y un conspicuo mentor intelectual de clase alta o burguesa que pudiera aportar un lugar adecuado para las reuniones. A veces un café, siguiendo la moda inglesa, una taberna, o una sala de un hostal se convirtieron en improvisados centros de informal asamblea. La pluma perspicaz de José Clavijo y Fajardo dedica en El Pensador dos artículos críticos sobre esta moda. Tras visitar diversas «juntas o tertulias vespertinas» (de un abogado, un literato, un caballero aficionado a la poesía y a la música) en las que trataban asuntos insustanciales, antiguallas retóricas o viejas filosofías, todas ellas «poco útiles», descubre por fin una, presidida por un caballero de juicio fino y seguro, moderado y razonable, que merece su alabanza:

Los Tertuliantes no eran muchos, pero tan escogidos, que aunque pocos, abrazaban juntos todos los ramos de las letras. Nos juntábamos siempre a una hora señalada y empezaba la conversación por hablar de los libros recién publicados. Se hacía su crítica con grande moderación: Todos los jueces eran inteligentes, porque todos estaban muy instruidos y nunca se mezclaba la historia secreta de los autores con la censura que hacíamos de sus obras. Las comedias, la declamación de los cómicos y su modo de accionar, solían dar mucho asunto a nuestras reflexiones. Hablábase algunas veces de Bellas Artes, otras de Comercio y Política, otras de Derecho Público y otras de la necesidad de las Matemáticas. Por fin, todo asunto útil tenía el derecho de ocuparnos, y si alguna vez era demasiado seria nuestra conversación, procurábamos divertirla, refiriendo pasos de alguna comedia representada el mismo día. [...] Dos eran las leyes que se observaban con más rigor en aquella Tertulia, y que la buena crianza debiera hacer observar en todas partes: Nunca hablaban dos Tertuliantes a la vez, y a ninguno se le permitía el hacer degenerar en disputa la conversación. Esta Tertulia fue la escuela donde aprendí en seis meses más de lo que me habrían enseñado en diez años de Universidad260.



Estas agrupaciones culturales mostraron a lo largo del siglo una gran diversidad de formas, de temas de discusión y de organización interna, siendo unas sólo para hombres y otras mixtas. Vamos a destacar aquellas que estuvieron particularmente interesadas por la literatura y en las que las mujeres tuvieron un papel destacado o directivo.

La mujer pudo disponer de su tiempo con mayor libertad, compaginar lo íntimo, lo doméstico, lo público, que se traduce en un mayor equilibrio personal261. No estaban, pues, reñidas las obligaciones familiares, con el retiro personal para solazarse en la lectura y en la reflexión, ni con las relaciones públicas, en especial en las clases aristocráticas, o con los compromisos políticos con la reforma social, aunque todo esto se tenga que hacer en ocasiones en medio de dificultades. La propia Amar y Borbón predicaba en su Discurso la sociabilidad y los aprendizajes que son necesarios a la mujer «para la concurrencia con otras gentes»: el baile, que ayuda a dar soltura al cuerpo, la conversación, los buenos modales262. La urbanidad, el trato con los demás, es una característica de la naturaleza sociable del ser humano, también de la femenina a quien se exige entonces una formación adecuada para las relaciones sociales. No resulta extraño, pues, que algunas de estas damas interesadas por la nueva cultura fueran eficaces animadoras de academias literarias, especialmente en el Madrid de finales de siglo. Muchas de estas tertulias se celebraron en el marco incomparable de los palacios de ciertas familias de nobleza, que buscaban con este signo externo mejorar su imagen pública o, en otras ocasiones, rendir culto a sus ideales políticos. Parece evidente que sólo una parte de esta nobleza apoyó decididamente las reformas, mientras que otro sector importante de la misma apostó por mantener la situación anterior, temerosa de que las nuevas propuestas sociales les arrastraran a perder los añejos privilegios. Algunos, incluso, fueron activos animadores de los movimientos contrarios a las reformas. En varias de estas casas de nobleza radicadas en la corte existían pequeños coliseos privados, que sirvieron tanto para acoger celebraciones festivas (bailes, conciertos...) como para las representaciones teatrales. Las reuniones se organizaban, otras veces, en casa de burgueses adinerados con inquietudes culturales o en las mansiones, más humildes, de destacados hombres del mundo de las letras, académicos o profesores.

No consiguieron estos salones literarios dirigidos por mujeres ni el esplendor ni la importancia social que conceden los hermanos Goncourt a los que existían en la Francia dieciochesca263, ni manejaron el poder político que les atribuye en sus Lettres Persannes el ensayista Montesquieu:

No hay nadie que desempeñe algún cargo en la Corte, en París o en provincias que no tenga una mujer por las manos de la cual pasan todas las gracias que pueda conceder y también, a veces, las injusticias que pueda cometer. Todas estas mujeres sostienen relaciones entre sí, y llegan a formar una especie de república, cuyos miembros, siempre activos, se prestan ayuda y se favorecen mutuamente. Viene a ser como un nuevo Estado dentro del Estado. Quien está en la Corte, en París o en Provincias y ve actuar a ministros, magistrados o prelados y no conoce a las mujeres que les dominan, se asemeja a un hombre que viese cómo funciona una máquina a la perfección, pero ignora todos sus resortes264.



En España, esto no produce con la misma evidencia, ni los salones fueron inquietos centros de poder dispuestos para crear opinión o para favorecer ciertas opciones políticas. «Nuestros aristócratas carecieron, anota Fernández Quintanilla, sin ninguna duda, a pesar de su formación ilustrada, del deseo de transformación política. Su reformismo no pasó del meramente cultural, e incluso, a veces, esta actividad se nos ofrece dudosa, sin una coherencia seria y sí muchas veces, con los caracteres de una diversión superficial»265. De la misma opinión es Martín Gaite cuando subraya que se quedaron en mera apariencia externa, cuestiones de prestigio o lucimiento social. Entre sarao divertido o tertulia cultural los salones madrileños tuvieron una vida intensa, aunque de incidencia política e ideológica muy dispar. Son reflejo del reformismo moderado de la Ilustración española, y de las transformaciones que vivía una sociedad en cambio. Tampoco debemos confundir estas reuniones con las tertulias de carácter popular (discusión, música, naipes) de botillerías y cafés, que iban sustituyendo a los antiguos mentideros del siglo anterior.

En Madrid, más que en otras ciudades provincianas, existieron a lo largo del siglo numerosos salones en los que la presencia de la mujer fue determinante. Los frecuentados sólo por los hombres tuvieron un carácter más específicamente cultural y científico, como las tertulias que se celebraron en torno a los eruditos José Ortega (1732), las nocturnas del bibliotecario real Blas Antonio Nassarre (1740), Sarmiento, Hermosilla, Montiano y Luyando, Llaguno y Amírola, la Fonda de San Sebastián o la que dirigió el padre Estala, catedrático de Poética de los Reales Estudios de San Isidro. Mediado ya el siglo, fue famosa la organizada en casa de Montiano y Luyando, director de la Real Academia Española (de la Lengua), cofundador de la Academia de la Historia y autor de las dos primeras tragedias neoclásicas (la Virginia, el Ataúlfo), que fueron editadas como ejercicio literario práctico en sendos tomos de su Discurso sobre las tragedias españolas (Madrid, 1750 y 1753)266. A dichas eruditas reuniones asistía lo más granado de la intelectualidad de la época (Juan Trigueros, Luzán, Castro, Juan de Iriarte, Velázquez, C. M. Trigueros, Llaguno, N. Fernández de Moratín, Cano, García de la Huerta, Pisón, el escultor Felipe de Castro...), y en la que la esposa de Montiano, doña Josefa Manrique, antigua camarista de la reina Isabel de Farnesio, participaba activamente junto a su sobrina Margarita, aunque parece que concurrieron también otras mujeres a pesar de que sólo está atestiguada la presencia de la jovencísima poeta Margarita Hickey, que establecería una amistad personal con Vicente García de la Huerta267.

Por la misma época adquirió gran renombre la Academia del Buen Gusto (1749-1751) dirigida por doña Josefa de Zúñiga y Castro, condesa, viuda, de Lemos y marquesa de Sarria al matrimoniar en segundas nupcias con Nicolás de Carvajal y Lancaster (1749)268, que se celebraban en su palacio de la calle el Turco y que estaba especializada en literatura269. Destaca la presidencia femenina, al contrario de lo que ocurre en el Parnaso mitológico, con un rastrero epigrama del latinista Juan de Iriarte, asistente eventual a la misma y sustituto de Nassarre en la Biblioteca Real, dirigido «in Academiam Poeticam Marchionisae de Sarria, Matriti, via Turcae», en el que leemos:


Hete un Parnaso al revés:
Un hombre preside allí
a mujeres; y ya ves,
Celio, que una mujer es
quien preside a hombres aquí270.



En ella participaron, con periodicidad mensual, nobles encumbrados (duque de Arcos, duque de Medinasidonia, marqués de Casasola, marqués de Montehermoso, duque de Béjar, conde de Saldueña...) e intelectuales de moda, que intervinieron de manera desigual. La «literaria diversión» se compaginaba con algunas costumbres de celebración social: los refrigerios, los bailes y las representaciones dramáticas. Así lo rememora el castizo José Villarroel en los versos de un ingenioso «Vejamen» que dirige a un amigo:


Aquí estoy en Madrid, que no en la Alcarria,
y en la casa también de la de Sarria,
marquesa hermosa, dulce presidenta,
que no sólo preside, mas sustenta
con dulce chocolate
al caballero, al clérigo, al abate,
que traen papelillos tan bizarros,
que era mejor gastarlos en cigarros [...]271.



Lo esencial era la conversación sobre asuntos literarios, según recordaba el conde de Torrepalma en una «Oración»: «Pretenderé que la Academia restituya a su debida y rigurosa observancia el estatuto que ordena la conferencia crítica sobre las obras leídas, como en él se contiene. Esta conferencia, que por una desgraciada omisión hemos ido olvidando, es por ventura lo más útil, lo más digno y lo más suave de nuestras sesiones»272. Alcanzó gran renombre en su época, como recuerda el citado Villarroel en el soneto titulado «A los nobilísimos y discretísimos individuos de esta Academia» que inicia con estos cuartetos:


Armónica, científica, brillante,
culta, noble Academia floreciente,
que al mismo Apolo, cuando va al poniente
con sus luces le vuelves al levante.
La fama con clarines de oro cante
tu gloria excelsa, tu blasón luciente;
que a ti nunca, a la envidia solamente
debe fiscalizar mi pluma errante273.



La creación poética se encontraba en aquellas fechas en un complicado momento de caliente transición entre las corrientes barroquistas heredadas del Seiscientos a la novedad clasicista que pregonaban los modernos. Allí libraron sus batallas literarias, bajo la discreta protección de la presidenta, los literatos defensores de la nueva estética (Ignacio de Luzán, Blas Antonio Nassarre, Luis José Velázquez, que era marqués de Valdeflores, Montiano...), frente a los partidarios de los gustos tradicionales (el conde de Torrepalma, José Antonio Porcel, José Villarroel, Francisco Scotti Fernández de Córdoba, Francisco Zamora, Alonso Santos de León, Ignacio de Oyanguren, marqués de la Olmeda...), todos seguidos del ingenioso nombre poético que utilizaban en la Academia. La amable conversación debió de acabar en ocasiones en acaloradas discusiones entre los tertulianos, por más que no se deje constancia expresa en las actas. En este ambiente cultural se iniciaron en la anacreóntica, hablaron de teatro, y de las novedades de las letras europeas. La tertulia, que se celebró desde enero de 1749 a septiembre de 1751, tuvo gran relevancia pública. La marquesa dirigía las reuniones, en las que, aunque no sé si de manera regular, también participaron algunas mujeres, «las mironas», que se mencionan en un texto:


Las mironas también callen los picos,
y ni abran ni cierren abanicos,
que abrirlos y cerrarlos las más veces,
viene a ser más el ruido que las nueces274.



Gracias a ciertas informaciones indirectas conocemos también los nombres de algunas de las participantes en este sector femenino: «a ella asistían de vez en cuando la condesa de Ablitas, la duquesa de Santisteban, la marquesa de Estepa, que escribía versos, y otras ilustres damas; pero las que no solían faltar a las sesiones eran la condesa de Lemos, presidenta, y la duquesa viuda de Arcos», especificaba Juan Ignacio de Luzán en la biografía que colocó al frente de la segunda edición de la Poética (1789) de su padre al recordar aquellos años, y que llama a la marquesa de Sarria «señora muy instruida y discreta»275. El grupo femenino fue sobre todo amable acompañante de las veladas literarias, y sólo en ocasiones especiales alguna participaba en las sesiones con versos que no se han conservado. Las referencias citan varias plumas: a la ilustre presidenta, a la duquesa de Arcos, a Ana María Masones de Lima, condesa de Ablitas, a Leonor de Velasco y Ayala, marquesa de Estepa (de la que Serrano y Sanz afirma que «concurría a la Academia de Buen Gusto y componía versos»276), a Catalina Maldonado y Ormaza, marquesa de Castrillo, y asistente eventual por su amistad con Villarroel.

El teatro fue otra de las grandes preocupaciones de la Academia. En ella se debieron presentar y discutir algunos de los estudios que redactaron los tertulianos por estas fechas: Montiano la primera parte del Discurso sobre las tragedias españolas y acaso la tragedia Virginia que acompañaba al volumen, pues varios trabajos académicos hacen referencia a lo mismo, y el conde de Torrepalma debió leer su perdido Discurso sobre la comedia española. Pero también se hacían representaciones en el coqueto coliseo del palacio tal vez con la colaboración de actores profesionales fuera de hora y la participación aficionada de los tertulianos. Señala L. A. de Cueto, sin indicar las fuentes, que «tenía la marquesa de Sarria talento y gracia para el arte de la declamación, y representaba, con gran contento de sus amigos, en el elegante teatro que había en su propio Palacio»277. En él se puso en escena el primer drama sentimental La razón contra la moda, obra del dramaturgo galo Nivelle de la Chaussée que por aquellas fechas triunfaba en los escenarios de París y que había sido traducida por el propio Ignacio de Luzán quien la editó (Madrid, 1751) con una «Dedicatoria» a la marquesa anfitriona278. También se representó en el mes de diciembre de 1750 la comedia del dramaturgo popular Antonio de Zamora Castigando premia amor279. José Villarroel describe la celebración escénica en un festivo «Dictamen» que hizo sobre la misma:


El teatro estaba hermoso,
la compañía vistosa,
los galanes como soles,
las damas como solas.
La música era tan bella,
tan suave y tan canora,
que no se hallara tan dulce
la mermelada en Lisboa.280



Parece ser que la tertulia cesó bruscamente a causa del enfrentamiento entre ambos bandos, que acabaron siendo irreconciliables, cuando Nassarre, neoclásico radical, criticó duramente a nuestros ingenios barrocos281, siendo duramente replicado por Tomás de Erauso y Zabaleta, seudónimo del tertuliano Ignacio de Loyola Oyanguren, marqués de la Olmeda, en el Discurso crítico sobre el origen, calidad y estado presente de las comedias en España (Madrid, 1750), que dio curso a todas las polémicas posteriores entre reformistas y casticistas. La muerte del bibliotecario real, acaso el animador intelectual de la Academia y socio fundador, por el disgusto recibido debió provocar la repentina desaparición de la misma.

Los salones más destacados dirigidos por mujeres funcionaron en el Madrid de las dos últimas décadas de siglo. El más recomendado de la corte fue el que reunía la condesa-duquesa de Benavente y de Osuna, doña María Josefa Alonso-Pimentel Téllez-Girón, en su finca El Capricho, palacio campestre trazado en 1784 por los arquitectos Machuca y Medina en las cercanías de Madrid, que disfrutaba de una lujosa decoración de muebles y adornos traídos de Francia, excelentes pinturas de paisajistas franceses, ingleses e italianos. Rodeaba la amplia finca un bello jardín diseñado por expertos galos que habían trabajado en Versalles (Mulot, Provost), embellecido con templetes, estatuas y estanques282. Tenía además de una excelente biblioteca, en la que se incluían libros importados de Francia ya que el duque de Osuna tenía licencia personal para leer autores prohibidos.

La duquesa tenía inquietudes intelectuales y sociales, y era colaboradora de la Junta de Damas de la Sociedad Económica Matritense. Fueron asistentes asiduos a este salón el marqués de Manca, Ramón de la Cruz, G. Melchor de Jovellanos, Leandro Fernández de Moratín, asesor de sus lecturas y de las compras para la librería, Tomás de Iriarte, Goya (quien pintó para el palacio numerosos cuadros, retratos de los miembros de la familia, escenas campestres, y algunos de comedias). Alternaban en él las diversiones con las animadas discusiones literarias, los conciertos de música con las representaciones teatrales. Aquí se pusieron en escena obras de Ramón de la Cruz, que era el dramaturgo protegido de la casa, y de Tomás de Iriarte, a pesar de que sus propuestas estéticas estuvieran enfrentadas. Tenía una orquesta propia dirigida por el maestro español José Lidón. Contrató al músico Luigi Boccherini, al que pagaban el elevado sueldo de mil reales mensuales. Este hizo la melodía para la zarzuela Clementina, escrita por Cruz y puesta en escena en el coliseo del palacio por gente de la casa a finales del año de 1786283. Compuesta en dos actos y verso (romance octosílabo), el poeta procuró, por encargo expreso de la duquesa, que aquella obra «debía ser original en la fábula, en el orden y en el enlace de las escenas patéticas con las festivas, sin faltar a las más rigurosas reglas del arte», afirma en el Prólogo284, propuesta que cumple de manera aproximada a pesar de su confeso anticlasicismo. El propio autor avala el éxito y los aplausos en la representación y añade que «con más justicia mereció la música del señor Boccherini, pero no serán sus satisfacciones completas hasta ver el dictamen imparcial del público», se supone que en un teatro público285. El mismo vate madrileño escribió para una celebración escénica la comedia en dos actos El día de campo, según se indica en la nota que acompaña a su edición: «Se representó en casa de la Excma. Sra. Condesa-duquesa viuda de Benavente y Gandía por las damas y familia de S. E. que la desempeñaron con la mayor gracia, viveza y propiedad, en celebridad de los años del Excelentísimo Señor Duque de Osuna»286. Lo mismo ocurrió con El extranjero, comedia melódica en dos actos de Cruz, que «fue escrita de orden de la Excelentísima Señora Condesa-duquesa viuda de Benavente, representada varias veces en el teatro de la casa de su Excelencia por su familia»287, con música del siciliano Antonio Ponzo. Con el mismo destino de ser representadas en este coliseo privado, y a petición de la anfitriona, escribió Tomás de Iriarte El don de gentes o la habanera (1791)288, ajustada comedia neoclásica en la que traza una moderna visión de la mujer (hermosa, virtuosa, leída, liberada) y Donde menos se piensa, salta la liebre289, zarzuela en un acto escrita por el melómano canario; y acaso La librería, drama en un acto y prosa que debió servir de fin de fiesta en alguna función teatral. A ambos escritores dio su protectora las ayudas económicas pertinentes, y apoyo personal. El sainetero vivió con su familia en una casa de su propiedad en la calle Alcalá. De Iriarte es una «Epístola jocoseria a la Excelentísima Condesa de Benavente»:


Hubo tiempo, señora, en que solía
la nobleza española
amar tanto la noble poesía
que Lope, Garcilaso y Argensola,
tal vez por agradar a un personaje
de grande autoridad y alto linaje,
se quemaban las cejas,
las uñas se chupaban
se rascaban la frente y las orejas,
y los sesos también se devanaban
buscando un consonante, una sentencia
con que se divirtiese su Excelencia290.



La condesa ejerció un conocido mecenazgo sobre la cómica Josefa Figueras, «la gran Figueras» según palabras de Moratín, que fue primera dama de la compañía de Ribera desde 1772 y representaba el decir menos afectado, y a las actrices italianas Brígida Banti y Luisa Todi. Gran aficionada a los toros, fue partidaria del gran Pedro Romero, «torero insigne» según el verso laudatorio de Moratín padre291, pero tuvo gran amistad con el valiente José Delgado, alias Pepe Hillo, autor de la Tauromaquia o Arte de torear, hasta el punto de que, cuando éste fue embestido por un toro en la plaza de Madrid, fue llevado hasta la duquesa, que presenciaba la corrida, y el diestro murió desangrado en sus brazos292. El salón de la Benavente es el más típicamente moderno y activo en las décadas finales de siglo. Prácticamente desapareció cuando el duque fue nombrado en 1790 embajador en Viena y luego en París, de donde regresaron en 1800.

La condesa de Montijo, doña María Francisca de Sales Portocarrero, educada en las Descalzas Reales matrimonió con Felipe Palafox y Croy, hijo del marqués de Ariza, con el que disfrutó una relación excelente. Persona de grandes inquietudes intelectuales, fue de carácter cortés y sociable, admirada por familiares y amigos que tuvo en gran número por sus múltiples relaciones sociales y preocupaciones políticas. Fue traductora del libro del francés Nicolás de Tourneaux, Instrucciones cristianas sobre el sacramento del matrimonio (Barcelona, Bernardo Pla, 1774) precedida de una carta laudatoria de José Climent, obispo de Barcelona, clérigo ilustrado defensor del regalismo y el jansenismo, invitándole a educar adecuadamente a sus hijos.

Aglutinó en torno a su persona en su palacio de las Vistillas de San Francisco en la calle del Duque de Alba a un importante grupo de personas ilustradas, destacados intelectuales y literatos293. Nunca tuvo su tertulia la vistosidad de la de Benavente, sino que adoptó preocupaciones más graves. Participaron en ella clérigos jansenistas (el canónigo Baltasar Calvo, el dominico Antonio Guerrero, el obispo de Cuenca Antonio Palafox, el obispo Tavira, el canónigo Antonio Posada), ya que sentía gran preocupación por la reforma de la religiosidad del pueblo español, con la declarada pretensión de despojarle su aire fanático y sentimental, por lo que tuvo algunos problemas con la Inquisición. Se discutía también de temas sociales y políticos, en consonancia con sus actividades en la Sociedad Económica Matritense, donde fue Secretaria de la Junta de Damas. También fue socia de mérito de Sociedad Aragonesa de Amigos del País.

Por otro lado, la condesa gozó de la amistad de reputados hombres de letras. La relación de admiración mutua se abre con Jovellanos, a quien conoció a su llegada a Madrid en 1778. Ésta se fue consolidando con el tiempo y se hizo más estrecha cuando, a partir de la Revolución Francesa, este grupo comenzó a ser controlado por el poder como se pudo comprobar con la defensa de Cabarrús tras su detención en 1790. Esta amistad del asturiano se prolonga en sus amigos Meléndez Valdés, Llaguno y Amírola. De todos conoce sus escritos literarios, y también sus preocupaciones políticas y sociales. Son también una base eficaz de apoyo mutuo para sacar adelante los proyectos en los que están embarcados, para apoyarse y consolarse en los momentos de dificultad. La condesa debió de conocer al dulce Batilo en torno a 1780 en que el extremeño escribe para el conde la oda filosófica XII «Vanidad de las quejas del hombre contra su Hacedor», y la letrilla dedicada a Anarda, nombre poético de la condesa, que abre un racimo de «Letras pastorales por el zagal Batilo que los pone a los pies de la Excelentísima Señora Condesa de Montijo». Desde su retirada Salamanca Meléndez visitaba a la condesa cada vez que se acercaba a Madrid, cerrando la amistad cuando pasó a la corte. Cuando el «amigo Meléndez» es obligado a retirarse a Medina del Campo y a Zamora, la Montijo se convierte en su valedora económica y depositaría en su palacio de los libros y papeles de su casa madrileña, y además le tiene al tanto de las novedades de la capital. Recuperados sus derechos en 1802, su consejo epistolar sigue siendo guía para navegantes en un tiempo difícil.

A la tertulia asistieron también otros literatos: el padre Estala, profesor de poética del Seminario de Nobles294; Pedro de Silva, sacerdote aficionado a las Musas, luego académico de la Española; el marino y poeta José Vargas Ponce; el también marino e historiador, antiguo alumno del Seminario de Vergara, Martín Fernández de Navarrete, con quien mantuvo una larga correspondencia; o Mariano Luis de Urquijo, reformista, jansenista y traductor de Voltaire. Frecuentaban el salón de la condesa artistas como los grabadores Selma y Carmona, el escultor Manuel Álvarez, los pintores Bayeu, Vicente López, Esteve, Goya; los académicos de medicina Luzuriaga y Franseri, médico de la familia, el químico Gutiérrez Bueno, y un amplio círculo de personas inquietas cuyo pensamiento comenzaba a molestar a un poder conservador en retirada de la progresía de los tiempos anteriores.

El círculo íntimo de mujeres con el que se relacionaba no pertenecía a la tertulia de su casa, sino que tenía que ver con gente de su clase o de las actividades que llevó a cabo en la Económica Matritense: «habría que citar a las duquesas de Arcos, de Alba, de Osuna, de Béjar, de Villahermosa, así como también a las condesas de Gálvez y de Fernán Núñez, con quienes mantuvo relaciones constantes y fieles»295. Otras señoras de menor relieve público gozaron de su amistad y simpatía como María Francisca Dávila Carrillo de Albornoz, inquieta viuda del conde de Torrepalma; la inteligente y activa Petra de Torres, marquesa de Valdeolmos, que compuso un emotivo Elogio de la Señora doña Petra de Torres Faloaga (Madrid, Sancha, 1797); o doña María Lorenza de los Ríos, amante del teatro.

Alguno de los asuntos que trataba con los amigos en una reunión no agradó al todopoderoso Godoy, el cual estaba enfrentado también con su hijo el conde de Teba que había escrito el ensayo Discurso sobre la autoridad de los ricoshombres que pretendía leer en la Academia de la Historia, pero que la opinión pública atribuyó a la condesa. En 1805 fue desterrada de manera fulminante a sus posesiones de La Rioja, residiendo en Logroño, donde moriría tres años después.

El salón de la duquesa de Alba, Teresa Cayetana de Silva Álvarez de Toledo, era, quizá, el más ameno y divertido de la corte. Las reuniones se celebraban en las antiguas casas solariegas de la calle del Barquillo, donde al parecer también había un pequeño teatro. Por otra parte, en las afueras de Madrid, siguiendo la moda que se estaba imponiendo entre la nobleza, construyeron el palacete de La Moncloa, con sus hermosos jardines, en cuyos salones recibieron numerosas veces a los tertulianos296. Luego habitarían el palacio de Liria construido por Ventura Rodríguez (1762-1783), heredado de los duques del mismo título.

Diversiones, modas, buen vivir, majismo y otras costumbres típicas daban una imagen de salón castizo y frívolo: bailes, juegos, iluminaciones, conciertos verbenas, meriendas297. La joven duquesa estaba en el esplendor de su belleza según dejó constancia el marqués de Langle en su Voyage en Espagne (1785): «La duquesa de Alba no tiene un solo cabello que no inspire deseo. Nada hay más hermoso en el mundo. Ni hecha de encargo podría haber resultado mejor. Cuando ella pasa por la calle, todo el mundo se asoma a las ventanas, y hasta los niños dejan de jugar para mirarla»298. No tenía otras preocupaciones tal como afirma tajantemente Fernández-Quintanilla:

A la Duquesa no le interesó nunca demasiado el proyecto de nueva sociedad española que tenían los ilustrados. No era afrancesada como lo fueron otras aristócratas. Ni hizo intención alguna de contribuir, junto a las Damas de Honor y Mérito, a cambiar la miseria y la ignorancia del país299.



No es extraño, pues, encontrar en su palacio a los mismos literatos (Cruz, Iriarte...) o pensadores que hemos hallado en otras doctas reuniones cuando tenían necesidad de entretener su ocio. En el palacete de La Moncloa se hacían representaciones en un salón y también al aire libre, en las que hacían de improvisados actores los invitados, el servicio y la duquesa en persona. Revisando el repertorio de Ramón de la Cruz tenemos constancia de que escribió varias piezas, por petición de los duques, que fueron representadas en el palacio, aunque luego fueran refrendadas por los espectadores de los coliseos públicos: En casa de nadie no se meta nadie o El buen marido (1770), zarzuela jocosa en dos actos; el sainete Los dos libretos que se representó en la Navidad de 1777 con la participación como actriz de la duquesa y de sus sirvientes en el coliseo de la casa.

Tomás de Iriarte se entretenía con ejercicios literarios más frívolos como la «Oda a Gelmira» en la que la duquesa, que llamaba al canario El misántropo, aparecía disfrazada de pastora. Pero algunas de sus obras dramáticas también guardan relación con este ambiente. El lugar teatral de La señorita malcriada (1788), escrita en verso según una concepción más tradicional de la comedia, desarrolla su acción según reza la acotación «en una casa de campo muy cercana a Madrid», y se identifican los lugares de la huerta y del jardín con que se inicia el acto I300. Debió de representarse en este lugar antes de que recibiera la consagración definitiva, tres años después, en el coliseo de la Cruz.

La presencia del poeta canario tal vez favoreciese la relación de la casa con el compositor austríaco Joseph Haydn, confirmando la afición de los esposos por la música. Por un contrato firmado en 1783 el maestro se comprometía a enviar a los duques «todas las composiciones musicales, exceptuando únicamente las que le fueran encargadas por otros para uso privado», que en todo caso no deberían bajar de doce piezas al año incluidas sinfonías, cuartetos, quintetos, sextetos y conciertos301. Intentó incluso conseguir la música de una ópera del maestro para su salón, cosa que por fin no logró. Goya supo captar con fidelidad esta pasión musical con un cuadro en el que el duque de Alba se apoyaba en un pianoforte sobre el que reposaba un violín, mientras mostraba un papel de Haydn en las manos. A la duquesa, a fuer de castiza, le gustaba por el contrario la guitarra y las populares tonadillas302, género breve con música de ritmos populares en el que se paseaban los tipos del pueblo con los amores de las majas, riñas de gitanos, vendedores, ya consagrados en el discurso del sainete de Ramón de la Cruz. Blas de Laserna, músico de los Benavente, dedicó a la duquesa de Alba una tonadilla, acompañada de oboes, violines y trompas que comienza con estos versos:


Si para cantar tonadas
bastase con la afición,
ninguna otra cantara
más tonadillas que yo.



Los toros se habían convertido en un asunto de sumo interés en estos grupos aristocráticos, como muestra de casticismo y nacionalismo frente a las modas extranjeras. Así reflejaba Iriarte el ambiente del salón en carta a un amigo residente en París: «No le hablo a usted de Costillares y de Romero, porque éste sería asunto no para una carta, sino para un poema. Ríase usted de las aficiones de gluckistas, piccinistas y lullistas. Acá nos comemos vivos entre costillaristas y romeristas. No se oye otra conversación desde los dorados artesonados hasta las humildes chozas»303. En el salón de los Alba eran partidarios de Costillares, como lo eran también de la cómica María del Rosario Fernández, La Tirana, de la que Goya dejó pintados varios cuadros. La afición al teatro le llevó a que tuviera alquilado alojamientos en los tres teatros capitalinos (del Príncipe, de la Cruz, de los Caños del Peral) por si había alguna representación que le interesara. En una cuenta de aguinaldos de la casa se anota: «A los aposentadores de los tres coliseos, 960 reales; al acomodador de la tertulia de los Caños del Peral, por aguinaldo, por orden de su Excelencia, 40 reales; al portero de dicho coliseo, que guarda los almohadones de los asientos de la tertulia correspondientes a S. E., 20 reales»304.

La relación de la duquesa de Alba con Goya ha sido motivo de numerosos estudios. Entre ficción y realidad parece que el pintor aragonés tuvo unas relaciones muy cordiales con la anfitriona, que fueron más allá de la relación profesional que se supone. También coincidían por la común afición por las tonadillas que en el caso del pintor ilustrado desmerece tal vez de su ideología305. La misma imagen refleja la duquesa dibujada por el pintor: «La duquesa de Alba encarnará, gracias al pincel de Goya, avalado por la tradición popular, el arquetipo de la mujer sugestiva, juncal, excitante y frívola que destila encanto por todos los poros, cual las majas de Lavapiés, de Maravillas o del Barquillo que también plasmó en sus cuadros de costumbres del pueblo madrileño don Ramón de la Cruz»306. Ambos eran dos pilares del salón de los Alba, sólo Cruz se queda como la duquesa en el casticismo de que hicieron gala algunos aristócratas, mientras que Goya, como Iriarte, tienen todavía otra dimensión ideológica que necesita otros espacios para expresarse con mayor libertad. En este ambiente pintó Goya gran cantidad de cuadros en los que deja constancia gráfica de la variedad de personajes que acudían al salón, de numerosas escenas y situaciones generadas por los ilustres tertulianos. El salón de la duquesa de Alba se preocupó más por gozar de los valores artísticos y a promover el casticismo que afectó a ciertos grupos aristocráticos307. En opinión de Bonmatí en él se producía «un contraste difícil, una amalgama constante de casticismo sin plebeyez y sublimidad artística de máximas depuraciones», uniendo «lo señorial y lo popular, lo exquisito y lo vulgar»308. Murió Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo, duquesa de Alba, el 23 de julio de 1802.

En el quicio del siglo fue también renombrada la tertulia que se celebraba en casa de la marquesa de Fuerte-Híjar, María Lorenza de los Ríos, acaso de origen gaditano, que estaba situada en la Plazuela de Santa Catalina. Era muy frecuentada por los cómicos del vecino coliseo de los Caños del Peral los días de ensayo, acaso porque su marido era «Subdelegado de Teatros» desde 1802. Entre los más asiduos debemos recordar al famoso Máiquez, vuelto de su etapa de formación en París, o al tenor Manuel García cuyos éxitos le llevarían a los coliseos de París, Roma, Nueva York y México309. Entre los literatos era asistente asiduo el joven Nicasio Álvarez de Cienfuegos, estudiante de leyes en Oñate y Salamanca, donde fue discípulo de Meléndez Valdés, poeta y dramaturgo, autor del poema «Al señor marqués de Fuerte-Híjar en los días de su esposa». En 1792 había estrenado en el teatro del Príncipe la comedia moral Las hermanas generosas, declamatoria en exceso, a la que siguieron las tragedias Idomeneo (1792), Pítaco y La Zoraida, representada en primicia en el salón de la marquesa y después en el coliseo de los Caños del Peral (1798). Y tal vez participara en la misma Manuel José Quintana del que era amigo cordial, periodista, poeta y dramaturgo, con el que compartía las letras y también las ideas liberales, aunque más adelante montó su propia tertulia. No sé si el palacio disponía de coliseo, pero al marqués de Híjar dedicó Ramón de la Cruz la segunda parte de la famosa comedia en música La Espigadera (1783). Al calor de este ambiente teatral, escribió su presidenta dos comedias, de las que hablaremos más adelante310. También la frecuentaba Goya, de quien tenía varios cuadros. José Luis Cano en un artículo sobre Cienfuegos, afirma que «sostenía en su palacio madrileño un pequeño teatro, en el que se daban frecuentes representaciones o funciones caseras como entonces se llamaban»311. En una ocasión se representó La Zoraida de Cienfuegos, que tuvo mucho éxito.

La anfitriona colaboró de manera activa en la Sociedad Económica Matritense, llegando a la presidencia de la Junta de Damas de Honor, en la que había ingresado con veinte años. Participó en distintas actividades sociales: dirigió la escuela patriótica de San Martín, fue controladora del Montepío de Hilazas. En este contexto escribió un Elogio a la Reina nuestra Señora (Madrid, Sancha, 1798)312, redactó un interesante informe sobre la «Educación moral de la mujer», con evidentes ideas ilustradas y contrario al espíritu consumista de las damas de la nobleza, y tradujo del francés una Noticia de la vida y obras del Conde de Rumford (Madrid, 1802). Este grupo de liberales, al parecer contrario a Godoy, descabalgado del poder después del Motín de Aranjuez (1808), pasó por una situación peligrosa desde la sublevación del 2 de mayo, y la entrada de los franceses en Madrid. La oposición a Murat iba a traerles malas consecuencias. El 8 de junio de 1809 Quintana informaba desde su Semanario Patriótico, instalado en Sevilla, de la detención de Cienfuegos, del marqués y de la marquesa de Fuerte-Híjar, de la condesa de Villapadierna «y otras señoras han sido encerradas en conventos, sin comunicación». Cienfuegos y el marqués de Fuerte-Híjar fueron llevados «en calidad de rehenes» hasta Orthez (Francia), en junio de 1809, localidad en la que murió el poeta al poco de llegar.

Pero el Madrid de finales de siglo fue testigo de otras numerosas veladas patrocinadas por mujeres de las que no queda una información demasiado precisa. Sirva para recordarlas el recuento del marqués de Valmar en su «Bosquejo histórico de la poesía castellana en el siglo XVIII», que menciona los siguientes nombres:

Más adelante, ya en la era de Carlos III, creció y se propagó entre las damas la afición al cultivo de la pintura y de las letras graves o amenas. La duquesa de Huéscar fue nombrada por aclamación, en vista de sus obras, académica de honor y directora honoraria de la pintura en la Academia de las Tres Nobles Artes, con voz, voto y asiento preeminente en ambas clases, y con opción a todos los empleos académicos (1766). La marquesa de Estepa pintaba con gracia y soltura, y la Academia de San Fernando se honró admitiéndola en su seno (1775), como lo hizo asimismo con doña Mariana Waldstein, marquesa de Santa Cruz (1782) y con otras ilustres damas, gentiles cultivadoras de las artes. A las letras se dedicaban con igual afición. La señora aragonesa doña Josefa de Amar y Borbón mereció universal aplauso traduciendo gallardamente la voluminosa obra del abate Lampillas. La marquesa de Espeja tradujo del italiano la Filosofía moral de Zanotti. La condesa-duquesa de Benavente leía discursos en la Sociedad Económica Matritense (1786)313.



A la relación de Cueto sólo le faltan los nombres de otras personas de la nobleza de las que tenemos constancia de que también tenían reuniones en su palacio, aunque carecemos de datos concretos sobre las mismas: duquesa de Arcos, que protegió las letras y fue académica de San Fernando; la condesa de Lemus; la marquesa de Espeja, artista y literata; la marquesa de Villafranca, aficionada a la pintura, y amiga de Moratín y Goya...

Situado fuera del espacio de la capital del reino, hemos de recordar al menos la Academia que organizó en el Alcázar de Sevilla el intendente Pablo de Olavide, colaborador del ministro Aranda hasta que fue destinado a este importante puesto político en Andalucía (1767-1776)314. Los asuntos teatrales fueron uno de los que mayor atractivo tuvo para el inquieto intelectual de origen peruano. Ya en su época madrileña había colaborado en la campaña de traducción de obras francesas para abastecer con piezas nuevas, arregladas al arte, los coliseos cortesanos y aun públicos. Radicado ahora en Sevilla, continuaba con sus aficiones por la escena: organizó una escuela de cómicos, reformó el coliseo de la ciudad, fomentó el teatro nuevo con otras traducciones... En la tertulia literaria las discusiones sobre el teatro llenaban la mayor parte del tiempo. Para ella escribieron algunas obras tertulianos tan renombrados como Jovellanos, cuya tragedia urbana El delincuente honrado (1773) fue representada en palacio, o el culto clérigo Cándido María Trigueros, activo autor teatral, traductor y refundidor de dramas. Colaborando con eficacia en la organización de las tertulias encontramos la grácil y joven figura de Engracia o Gracia de Olavide (1744-1775), prima hermana del presidente. Solía acompañarle de manera habitual, entre un nutrido sector femenino representativo de la buena sociedad sevillana, Mariana de Guzmán, hija del marqués de san Bartolomé del Monte. Gracia trabajaba activamente en la organización de las representaciones en el salón del palacio o en el coliseo de la ciudad y en la preparación del repertorio dramático coordinando a los autores del grupo y traduciendo ella misma del francés una obra de Françoise de Graffigny bajo el título de La Paulina, que se representó en Sevilla el 7 de agosto de 1777. Ya antes había trasladado una comedia en cinco actos de la misma autora La Celia, que se había representado la compañía de Eusebio Ribera en Madrid en 1775315. Jovellanos le tenía gran estima, y lamentó su temprana muerte en una fúnebre elegía:


¡Oh cruda muerte!
¡Cómo en un instante
de la más bella y adorable ninfa
todas las gracias, los encantos todos,
vuelves en humo!316






Lectora, espectadora y tema literario

La presencia de la mujer se generaliza en los distintos espacios de la literatura del siglo XVIII. Se convierte en asidua lectora, frecuenta los coliseos, se torna en motivo literario. No podemos hacer un estudio sistemático de todos estos asuntos, sobre los que ya comienza a existir una bibliografía notable, sino ofrecer una visión general que sirva para enriquecer el panorama general de la mujer en esta centuria.

La alfabetización, a pesar de sus limitaciones, había abierto a las señoras el mundo del libro o del periódico, frecuentado con severas restricciones en el pasado317. Podía ahora leer ensayos de asunto moral para su formación personal y, sobre todo, se podía aproximar a la literatura para entretener su ocio. Parece evidente que las lecturas variarán según el proyecto que la fémina tenga de sí misma: unas elegirán obras neoclásicas que alimenten su ideario ilustrado, por más que sea insuficiente su fábula novelesca, otras elegirán textos divertidos que den pábulo a su imaginación. Aquéllas amarán las tragedias y las comedias arregladas, las novelas epistolares educativas, éstas despreciarán las reglas para dejarse arrastrar por historias novelescas y divertidas. Esta clientela lectora debió ser más urbana que rural, ya que fue en las ciudades donde creció el arte de la imprenta que editaba libros y también donde se desarrolló con mayor eficacia los proyectos de alfabetización. Las mujeres de las aldeas tendrían serias dificultades para acceder a este mercado, salvo para algunas casas de nobleza o personas inquietas. Algunas damas de posibles se esforzaron incluso en formar una biblioteca personal, en la que no faltaban las obras de su preferencia318. En la Valencia de la Ilustración se han descubierto bastantes catálogos de librerías pertenecientes a damas que, a pesar de que difiere su contenido en razón de los intereses de sus dueñas, orientan sobre los gustos generales que se acercan al siguiente balance: «dos tercios de literatura religiosa y algo más de una cuarta parte de libros de letras, quedando los tres restantes apartados en cifras casi despreciables»319.

La lectura de novelas fue creciendo con el tiempo. Las editoriales intentaron promover algunos productos comerciales que sirvieran para atraer a un público general, hombres y mujeres indistintamente: reediciones de obras de éxito barrocas, las traducciones de relatos extranjeros, la impresión de colecciones seriadas, esto en especial a finales de siglo. Entre ellas hallamos dos dedicadas expresamente a las mujeres que, sin duda, se habían convertido en receptores específicos de este producto cultural: Biblioteca entretenida de las damas o colección de novelas y cuentos morales y ejemplares traducidos del francés e inglés para honesto y útil recreo (1798, 2 vols.), Biblioteca selecta de las damas (1805-1817, 13 vols.). El número de lectoras fue creciendo progresivamente: «No hay doncella que no haya leído con avidez y golosina un gran número de novelas y cuentos pueriles muy propios para corromper el espíritu y debilitar el corazón; si se hubieran concedido otro tanto tiempo a la Historia, habrían hallado una instrucción que sólo puede y sabe darla la verdad», atestiguaba un moralista Nifo en 1763 en su traslación de El amigo de las mujeres. Con el asentamiento definitivo de la novela sentimental en la última década de siglo e inicios de la siguiente tendrán las lectoras una relación privilegiada con este género.

En el ámbito del teatro la moda de las series, que se extendió por todo lo ancho y largo de la geografía hispana por su precio de venta relativamente económico, fue una gran ayuda para la promoción del arte escénico320. Esta modalidad editorial fue creciendo a lo largo del siglo, y puso a los lectores aquellos géneros dramáticos de éxito. Teniendo en cuenta que la mayor parte de las piezas que se editaban pertenecía al drama popular, con menor frecuencia al neoclásico, nos encontramos ante obras de denso argumento que eran leídas como si fueran una novela321. Las mujeres debieron de elegir aquellos géneros que desarrollaran una historia amorosa, como las de magia en la primera mitad de siglo y los dramas sentimentales o lacrimosos en las últimas décadas. Estos encerraban todos los tópicos del enamoramiento, las pruebas y los celos que tantas lágrimas provocaban en las lectoras. Hablamos de la experiencia de la lectura como un acto individual, pero tampoco hemos de olvidar, aunque esté documentado en menor medida, que para estas fechas ya se habrían puesto de moda las lecturas colectivas en los lugares de trabajo, en las tertulias literarias, en las botillerías o en los nuevos cafés.

No extraña que los moralistas, que nunca han sido demasiado generosos con la lectura de las obras literarias, en especial de las novelas y comedias dramáticas, la desaconsejaran, ampliando la represión para la mujer. Tal parecer defendió fray Rafael Vélez en su tratado Los libros en las manos de las señoras, al que se opuso con criterio más moderno Luis Antonio Verney en su manual educativo Educación de las mujeres, donde aceptaba al respecto las ideas predicadas por Fénelon, Rollin y otros. Ningún clérigo opuso obstáculo a la lectura de una prolífica literatura religiosa, que sirvió para conformar la mentalidad femenina desde los tratados y sermonarios, catecismos, devocionarios, obras de divulgación moral y religiosa, y aún de piadosas y ejemplares hagiografías que tuvieron como destinatarias a las mujeres. A través de ellas, señala María Victoria López-Cordón, se estableció «el prototipo femenino en este periodo: el de la mujer sumisa, laboriosa, honesta y piadosa, que cumplía no sólo una función procreadora, sino también económica, y que estaba al servicio del correcto funcionamiento de la sociedad varonil»322. Sin embargo, es posible establecer diferencias de matices según la procedencia ideológica y religiosa de sus autores. Un destacado opositor a las lecturas fue el franciscano fray Antonio de Arbiol, quien condenaba expresamente las historias amorosas como grave ataque a la moral: «En materia de lujuria, nada han de disimular los padres a sus hijos, si no quieren perderlos. Ni aspecto torpe, ni palabra deshonesta, ni acción liviana, ni equívoco de torpe sentido, ni graciosidad de impureza les han de permitir jamás, ni que en su presencia se digan, ni que se cuenten fábulas amatorias, ni se lean comedias profanas, porque las criaturas antes aprenden lo bueno que lo malo»323, exigía el ceñudo moralista.

Contrarios a estas lecturas fueron, por razones distintas, algunos pensadores ilustrados. Beatriz Cienfuegos, la pensadora gaditana, aconseja a las mujeres de su ciudad para orientarles en su formación personal y les instruye sobre las lecturas oportunas. En parecidos términos se expresa a finales de siglo Josefa Amar y Borbón, cuando destaca la conveniencia del desarrollo intelectual por medio del «estudio de las letras» como el verdadero camino para la promoción de su sexo en su sensato Discurso (1790). Exige que lean buenos libros de máximas morales, de historia, de lengua, de geografía, de idiomas, y obras literarias adecuadas. En esta costumbre desea corregir algunos excesos:

La afición que algunas mujeres tienen a leer y la ignorancia de asuntos dignos hace que se entreguen con exceso a los romances, novelas y comedias, cuya lectura generalmente es mala por las intrigas y enredos que enseña. Varios franceses son de la opinión que se puede enseñar la buena moral por medio de la lectura de romances, pero se les puede responder lo que dice Nicolás Heinzio censurando la sexta sátira de Juvenal que sirve más para persuadir el mal ejemplo, que para reprenderlo. Concuerda con esto lo que dice el docto y juicioso Fénelon: «Permítaseles, habla de las muchachas, la lectura de libros profanos, con tal de que no contengan malas máximas, ni enciendan las pasiones. Esto será un medio indirecto de apartarlas de las novelas y comedias». En nuestra lengua tenemos algunas comedias en que hay poco o nada de amores, y éstas son las únicas que deben permitirse324.



Ya en el siglo XVII Lope había utilizado a la mujer y a los mosqueteros del patio como coartada para justificar su creación dramática aplaudida por el vulgo. Desde la cazuela del coliseo las damas siguieron con auténtico placer la evolución del teatro dieciochesco325. En el caso de los coliseos madrileños no sólo crece el número de las asistentes a la tradicional cazuela, sino que con frecuencia se llenaban los aposentos. En los mismos, alquilados por gente de nobleza o de la burguesía, recalaban los cortejos, ya que era el único lugar donde no existía la habitual separación de sexos, o las jóvenes para lucir su figura a la moda y entretenerse. Clavijo y Fajardo dedica algunos capítulos de El Pensador a describirlo, desde una perspectiva de costumbrista crítico:

Levante usted la cabeza. Pasee la vista por los balcones o aposentos, y prepárese para hacer el primer examen. ¿No ve usted allí una dama estrechamente unida a un caballero que la está diciendo mil arlequinadas y monerías, y que no cesa de hablarla, ya a la sombra del abanico y ya al oído? Pues aquellos dos inocentitos son cortejos. Sí, señor, cortejos326.



Todo esto tiene que ver con el nuevo espíritu de sociabilidad que reina en determinadas clases sociales, pero también con el atractivo que tenían ciertos argumentos dramáticos. Damas de la alta nobleza promovieron, como hemos indicado en páginas anteriores, representaciones teatrales en los pequeños coliseos de sus palacios y otras tenían alquilados sus palcos, o incluso asistían a la cazuela popular.

Un perspicaz Tomás de Iriarte pone en boca de Cervantes un discurso sobre teatro en su ensayo Los literatos en Cuaresma (1773). Divaga sobre las excelencias del drama neoclásico, en especial la tragedia como portadora de valores morales. Pero observa su mala recepción cuando se pone en escena en el coliseo. Este fracaso se debe a que los espectadores en realidad esperan contemplar otras fórmulas dramáticas que halaguen sus gustos: el caballero de la luneta un texto de estilo barroco, el joven la presencia del gracioso, el rústico de Móstoles vuelos y tramoyas, la tertulia las gracias del figurón. También las damas tienen sus propias apetencias teatrales:

Aquella que está sentada en delantera de la cazuela conoce que los trajes de los actores son costosos y de gusto, pero echa de menos aquellos tiempos en que no había cómica desdichada que a cada salida no sacase vestido distinto. ¡Lástima que haya cesado ya la impagable diversión de estar oyendo la comedia y al mismo tiempo pasando revista a una tienda entera de batas...! La otra señora que está más allá oye la tragedia con disgusto porque todo lo que en ella se contiene es cosa que puede muy bien suceder. Nada se representa allí que acontezca por arte mágico, sea nigromancia, quiromancia, hidromancia, aeromancia, piromancia, geomancia, cleromancia, espatulomancia, u otra brujería de nueva invención. Ni hay cuevas ni palacios encantados, no hay forma de que se aparezcan duendes, trasgos, visiones, sombras, espíritus ni fantasmas como el convidado de piedra o en Hamlet327.



Esta pasión por el teatro se incrementó con la llegada de la comedia sentimental y se completó con la novela del mismo género, creaciones que atrajeron fanáticamente al público femenino de finales de siglo, con sus historias de amor y desgracias personales, con las heroínas pobres y abandonadas por la fortuna que provocaron el llanto fácil con el exceso de sentimentalidad y moralina. Margarita Hickey, que desaconseja el amor indecoroso en el teatro, desaprueba también el afán de ciertos autores «de presentarnos en sus comedias y tragicomedias amorosas unos amores empalagosos, insípidos y fastidiosos, con los que los amantes y amados se derriten mutuamente de amor sin ningún fruto ni provecho, pues no dirigen sus amores a algún fin heroico y buen ejemplo»328. Sin embargo, hasta los dramaturgos neoclásicos más exigentes dejan traslucir estos sentimientos de moda, como se observa en la producción moratiniana. Cuando se contrataba a las compañías que iban a actuar en provincias, los regidores estaban muy atentos para que el repertorio estuviera bien surtido de dramas sentimentales que tanto agradaban a las damas.

La mujer estaba tan integrada en el coliseo que la autoridad política del Juez Protector de Comedias dictaba frecuentes leyes para regular el comportamiento del sector femenino329. Éstas tenían que ver con la obligatoria separación de los sexos que impusieran en el pasado las autoridades religiosas, y el comportamiento cívico dentro del local. Numerosas normas hacían referencia al vestuario femenino (llevar o no mantillas, los mantos). Una ordenanza de 1753 exigía «que en los balcones y alojeros no se permita poner celosías ni que estén mujeres cubiertas los rostros con manto»330.

Quien esté acostumbrado a leer literatura del Setecientos habrá podido comprobar que las mujeres son destinatarias de una parte importante de la misma, público específico que se va incrementando con el paso del tiempo. La prensa, desde la experiencia de El Pensador, tiene un potencial de lectores femeninos numeroso, y así El novelero de los estrados y tertulias (1768) del profesional aragonés Nifo también estaba pensado para «las señoras mujeres». Suficiente público para que, como ya adelantamos, en 1804 Juan Corradi quisiera publicar el Diario de las damas, periódico exclusivamente femenino, que como el Liceo del bello sexo o Décadas eruditas y morales de las Damas promovido el mismo año por Antonio Marqués y Espejo, no obtuvieron licencia de impresión. Las listas de suscriptores de las revistas abonan el interés femenino por la prensa.

Si queremos evaluar la presencia de la mujer en las obras literarias del Setecientos es preciso aclarar previamente que existen al menos dos tendencias en la producción literaria: la literatura popular, de estética barroquista e ideología tradicional se contrapone a la nueva estética neoclásica de discurso ilustrado. Cualquier tema visto desde una perspectiva o desde la otra ofrecerá resultados diferentes y aun contrapuestos. Encontramos algunos géneros líricos que parecen estar escritos expresamente para mujeres, como la anacreóntica que gozó de gran predicamento entre el bello sexo, o la abundante poesía enamorada con que los vates cantaron a sus damas. La poesía erótica ocupa un espacio privilegiado al amparo del naturalismo dieciochesco, donde ellas se convierten en objeto del deseo sexual o en protagonistas de libres relatos escabrosos. La literatura de cordel muestra inquietudes similares como observamos en los pliegos recogidos en la antología Romances de señoras331.

Los dramaturgos neoclásicos se esforzaron por dibujar una sociedad diferente en la que el sexo femenino tiene nuevas oportunidades y comportamientos332. Esto no quiere decir que este drama innovador ofrezca siempre soluciones radicalmente feministas que rompieran el esquema de la sociedad tradicional, pero sí propuestas novedosas que pretendían transformar la situación de la mujer. La pervivencia del teatro barroco planteaba a los políticos reformistas graves problemas, ya que reflejaba estereotipos sociales y morales del pasado totalmente inadecuados, incluida la visión de la mujer (concepto de honor, integración social, el amor, los celos, la mujer varonil)333.

Las primeras comedias neoclásicas se esforzaron por enjuiciar los comportamientos sociales reprobables, escritas por la misma época en que Clavijo y Fajardo publicaba El Pensador. Nicolás Fernández de Moratín en La petimetra. (1762), pieza dedicada a doña Mariana de Silva y Toledo, duquesa de Medina Sidonia, censura por medio de Jerónima los vicios de cierto tipo de mujer moderna que queda perfectamente contrastada con el modelo ejemplar de María. Curado en salud tras revisar críticamente la educación de los jóvenes varones en El señorito mimado (1787), Tomás de Iriarte escribió La señorita malcriada (1788), comedia moral que no se estrenaría hasta tres años después en el coliseo de la Cruz334, para hacer lo mismo en el sector femenino. La protagonista Doña Pepita se convierte en motivo de una profunda reflexión sobre distintos problemas de la educación de la mujer de su tiempo, que el autor realiza con acierto. En las obras de Leandro Fernández de Moratín el interés por el tema femenino adquiere una mayor hondura e insistencia335. Ya en El viejo y la niña (1790)336 plantea el problema del matrimonio impuesto entre personas de distinta edad, valorando el sentimiento de estas relaciones. Los defectos de la educación femenina afloran en otras obras moratinianas como La mojigata (1804), sobre las consecuencias de una formación inadecuada, y El sí de las niñas (1806), la comedia que mejor estudia las relaciones padres-hijos, la educación de las jóvenes, y que fue recibida con enorme aplauso.

Frente a esta visión problemática de la mujer, el teatro comercial se mueve por otros parámetros. Las magas, las santas, las heroínas históricas, las bandoleras que curiosamente también protagonizan muchas comedias de los géneros populares no se convierten, por lo general, en sujetos de una problemática social y femenina sino que son simples agentes de historias entretenidas para divertir al público. Ya en un período tardío y ecléctico, el drama sentimental presenta unas protagonistas con mayor relieve sicológico y aleccionador que se desvanece con frecuencia en la vorágine de las fábulas «romancescas».

En el campo de la novela encontramos posturas contrapuestas en la manera de tratar a la mujer. En la nueva novela ilustrada ofrece esclarecidos ejemplos de esta misma visión generosa de la problemática femenina337. Protagonistas progresistas encontramos en novelas de Antonio Valladares de Sotomayor en la colección La Leandra (1797-1807, 9 vols.)338, teñida de la sentimentalidad al estilo de Richardson pero defendiendo a la par la igualdad entre los sexos, La Serafina (1798) del aragonés José Mor de Fuentes339, en La Eumenia o la madrileña (1805)340 de Gaspar Zavala y Zamora, en la Eudoxia, hija de Belisario (1793)341 de Pedro Montengón, a pesar del alejamiento histórico, y en otros relatos traducidos del extranjero como Maclovia y Federico (1808) o La filósofa por amor (1799), adaptación libre del impresor salmantino Francisco de Tójar en la que el modelo femenino se convierte en una «mujer voluntariosa, firme, sensible, virtuosa y útil», capaz de civilizar al hombre342.

Otro grupo de narradores, menos abundante, proponen narraciones conservadoras. De la pluma del padre escolapio Andrés Merino de Jesucristo343, erudito paleógrafo, latinista y lexicógrafo, salió La mujer feliz y dependiente del mundo y de la fortuna (1786), en tres volúmenes, para la formación de la mujer siguiendo el ejemplo masculino del portugués Teodoro de Almeida. Ceño menos fruncido reflejan otros autores de la novela sentimental que triunfaron a finales de siglo344.





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