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La novela española: 1980-2003

Germán Gullón


Universiteit van Amsterdam




ArribaAbajoEl desdén crítico por la novela de corte realista

Un problema, paralelo al del comercialismo y a la multipolaridad actual, que demanda atención urgente, es el regentismo de la crítica literaria del presente. Hay demasiados críticos de la novela actual, unos progresistas y otros retrógrados, que cuando les preguntas si han leído tal o cual libro te miran frunciendo el hocico como diciendo yo a ese caballero o señora no lo frecuento. Tamaño señoritismo estético resulta habitual en un gremio cuyo oficio es leerlo casi todo; existe, pues, una cierta crítica a la que con oler un determinado nombre ya le basta. La novela española de los últimos treinta años preferida por la crítica es sin duda la literaria, es el Chanel N.° 5, mientras que hay un tipo de novela abocada al realismo que la crítica desdeña, son el pachulí y la colonia a granel.

Semejante actitud domina el panorama crítico de los últimos treinta años en España, más o menos desde la muerte de Francisco Franco, cuando la literatura pasó a ocupar un papel singular en nuestro entorno cultural. No olvidemos que la muerte del dictador trajo a la vida social española una ansiedad desconocida en los momentos anteriores, cuando vivíamos bajo el control paternalista de un gobierno autoritario, padecimos de ansiedad hacia lo desconocido, sobre todo ciertas capas conservadoras de la sociedad. Los ciudadanos entramos en un mundo carente de agarraderas, ni experiencia para vivirlo. La literatura, la novela, vino a desempeñar una función entre la gran audiencia de lectores muy clara: la de rebajar el estrés de la vida diaria. Uno leía los periódicos, escuchaba la radio y veía los telediarios, y todo eran cambios; la literatura por el contrario ofrecía un punto de reposo. Era un lugar de escape, donde las tensiones que producía la transición, la llegada al poder del partido socialista, con su flaneo a la hora de decidir la entrada del país en la NATO, entre otras cosas, ofrecían una visión de la prometida democracia escasamente fiable. Por otro lado, faltaban del panorama los nombres conocidos del régimen anterior, a la gran mayoría desdeñaba, pero a la vez les asociaba con los avances económicos evidentes de los años sesenta. La transición democrática fue un momento propicio para la sociedad, para el socialismo, para la necesidad de apoyarnos los unos en los otros, para la literatura literaria.

Hoy, en los primeros años del siglo XXI, vivimos una situación distinta, la ansiedad política ha cambiado de signo, el clima social muestra otra cara, y por ello los novelistas piensan, novelan menos la colectividad y se dedican más a atender lo personal. Soplan, al menos por Europa, los aires de la reivindicación social, las quejas sobre las diferencias entre ricos y pobres, que ahora empiezan a cuantificarse y ofrecen cifras que producen horror, sobre las diferencias de salarios entre los poderosos y los que no pueden nada.

Hay muchos ejemplos del nuevo espíritu, pero pienso en una novela del presente que pudiera explicar un poco esta situación, El nombre de los nuestros (2001), de Lorenzo Silva. Es un intento novelístico nato, donde el autor se propuso contar una historia escuchada a su padre sobre las experiencias del abuelo en la guerra de África. Es, repito, una historia, pero está contada a la manera de un episodio nacional, aunque a diferencia del clásico episodio galdosiano los valores del narrador no provienen de un sistema único de valores, sino de varios, y tampoco es del tipo de Las guerras de nuestros antepasados (1975), de Miguel Delibes, donde se fábula el pasado. La novela de Silva es, en cambio, postrealista en el sentido de que el narrador no fundamenta una ideología predominante que permita interpretar los hechos contados. Si esta novela hubiese sido escrita diez años antes, o según los parámetros de la novela literaria, los narradores se hubieran parado a escuchar la riqueza de África, su paisaje, sus leyendas, lo que sustenta el mito del vecino continente, mientras que Silva cuenta eficientemente, con voces que se metamorfosean, que van de una perspectiva a otra, entre otras cosas porque quiere que escuchemos la voz de la gente que nunca suele llegar al micrófono social, como un sargento del ejército.

Si representamos la evolución de la novela española de los últimos cincuenta años en un gráfico observamos que su evolución oscila desde un punto alto, donde predomina la novela marcada por un alto grado de realismo, y desciende hacia uno bajo, de mayor contenido literario, y que ahora vuelve a subir en busca de una ficción con mayor contenido de verdad. La novela española actual, de posguerra, incluso podríamos decir la novela en español, ha conocido una gran cima realista, el momento en que la novela pide al lector que reaccione a ella como si fuera verdadera, entre 1960-1970, con aparición de Tiempo de silencio (1962), de Luis Martín Santos, y Señas de identidad (1966), el inicio de una trilogía de Juan Goytisolo1, La ciudad y los perros (1963), de Mario Vargas Llosa, y La muerte de Artemio Cruz (1962), de Carlos Fuentes. Luego se inició el descenso hacia una novela de tipo literario, augurado ya al final del otro momento con Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez, que conoció su punto más bajo en la curva, compartido por Una meditación (1970), de Juan Benet, entre los años 1980-1990, siendo libros fundamentales de esa tendencia literaria Cuentos del reino secreto (1982), La orilla oscura (1985), de José María Merino, y La fuente de la edad (1986), de Luis Mateo Diez2, entre otros muchos. Ahora se inicia otra vez su ascensión hacia una literatura más personal y realista, que se mezcla, que busca del lector otro tipo de reacción. La trayectoria de Antonio Muñoz Molina en este sentido es típica de ese cambio de tendencia esbozada, que de sus novelas iniciales, Beatus Ille (1986), más literaria, pasa a El jinete polaco (1991) y Plenilunio (2001), por poner dos ejemplos, donde domina la búsqueda de la verosimilitud.

Gonzalo Sobejano ha denominado a la novela de los ochenta (1980-1985) novela ensimismada. Incluso habla de la sustitución de la palabra novela por ficción. «Lo que mueve a tal uso -escribe el crítico murciano- no parece ser otra cosa que la conveniencia de separar enfáticamente la realidad y la novela con el afán (secreto o descubierto) de purificar y glorificar la novela. Impulsados a aquella separación, preparatoria de este alarde, no pocos escritores de lengua española parecen necesitar el término "ficción" para suplantar el de "novela", demasiado revestido de realismos, naturalismos y verismos»3.

Adelanto, para evitar malentendidos, que siempre los hay, que tanto la novela de corte literario como la realista merecen el mismo trato por parte de los estudiosos de la literatura, porque son una expresión de los gustos/necesidades sociales, aunque, por supuesto, el lector individual podrá tener sus preferencias. Sin embargo, lo que me parece reprensible es el desdén de demasiados críticos españoles hacia un tipo de novela que consideran indigna, y que desconocen, porque así lo único que logramos es no aceptar aproximadamente la mitad de la conciencia de nuestro tiempo, la que va encarnada en esa mitad que puede preferir algo que a nosotros no nos gusta. La dicotomía novela literaria versus novela realista se asemeja a la de literatura escrita por hombres versus literatura escrita por mujeres, la exclusión de uno de sus componentes nos priva de entender la totalidad, repito, de la conciencia expresada en el género novela. Por ejemplo, en la literatura sudafricana coexisten dos premios Nobel de signo contrario: Nadine Gordimer, decidida a hacer sentido de la realidad de su cultura, utiliza una paleta realista, mientras J. M. Coetzee prefiere echarle encima una red simbólica4. Ambos contribuyen a su manera a esclarecer su mundo.




ArribaAbajoComercialismo e inestabilidad del género novelesco

La novela ha sido siempre un género inestable, de orígenes imprecisos y perfiles cambiantes, y las disputas sobre qué es una novela, o mejor aún, qué es una buena novela, marcan su historia. Se dieron en España, por supuesto, en el siglo XIX, cuando Marcelino Menéndez Pelayo, un hombre obseso por separar la literatura de la vida, afirmó en su respuesta al discurso de entrada a la Academia de Benito Pérez Galdós, que las novelas del escritor canario resultaban muy fotográficas y poco idealistas. Fuera de la falta de oportunidad, recibir al amigo en el seno de la docta casa con reproches, se lee la decidida invención de Menéndez Pelayo de una casa de la literatura ajena al mundo. Unos pocos años después, y por poner /un ejemplo de signo contrario, en Francia Henri Béraud, crítico defensor de los escritores populistas, atacó a André Gide, denominándolo esteta cerebral y «gallimardoso»5 (p. 138). Este tira y afloja lo denomina con gracejo el crítico André Lang el «combate entre hombres de aire libre y hombres de gabinete» (Assouline, p. 144). Las disputas generacionales, la necesidad de los jóvenes de afirmarse, son universales y se dan en todas las literaturas. A pesar de todo ello, los novelistas hasta hace poco iban ocupando por turno su puesto en la casa de la ficción construida por los historiadores literarios, y esto ocurría cuando uno de ellos conseguía abrir un hueco, una veta temática, emocional, sensible para él y sus contemporáneos, que años después se veía sustituida por otros estilos, maneras de enfocar la realidad o de sentirla. Los escritores modernistas, por ejemplo, cuya floración ocurrió hacia 1902, vinieron a reemplazar en el interés lector a los realistas-naturalistas, y a los modernistas los reemplazarían a su vez los de la generación del 14, encabezados por Ramón Pérez de Ayala, y así sucesivamente6, hasta el presente.

Hoy en día, la inestabilidad del género se ha hecho más precaria por el comercialismo, porque las editoriales, en muchos casos dirigidas por gente de talento, en otros por puros gestores, inciden en el proceso literario para obtener del libro un beneficio, un buen beneficio económico, con lo que la novela se ha convertido en un producto comercial7. Y aquí se produce en ocasiones una confusión entre el comercialismo y los libros que se venden bien, con facilidad. Algunos folletines decimonónicos se vendían de maravilla, las obras de Arturo Pérez-Reverte lo mismo, o las de Manuel Vázquez Montalbán, pero no son un mero producto de mercado como las de John Grisham. Pérez-Reverte y Vázquez Montalbán tienen éxito porque la gente reconoce los mundos recreados, mientras los best sellers, meros éxitos de ventas, están confeccionados con decorados hechos para la ocasión, y en sus historias la improbabilidad supera la probabilidad8. Lo malo, digo, no son los libros de éxito, sino el comercialismo, el considerar al libro como un producto manufacturado para cubrir una necesidad del momento.

Esto supone que a las características clásicas que hacían poroso al género se le añade una que sitúa a la novela en otra órbita, la del mundo del consumo, de la cultura de masas. Las editoriales de hoy tienen que mantener dos cabezas, una literaria para satisfacer las demandas que desde el mundo de la cultura (autor-lector institucional -reseñista, profesor, académico-lector) se hace a la novela, y otra la comercial (periodista-lector profesional de la obra como noticia), la demandada por la pervasiva cultura de las masas. Todo tiene que estar al alcance de todos y a un precio asequible.

Por ello, el suplemento cultural español, un híbrido por naturaleza entre lo cultural y lo comercial, se ha convertido en uno de los principales puntos de atención, porque allí se le lava la cara del comercio a los libros que ya salen a la venta con un código de barras. Cómo se le lava la cara es una historia de la que luego hablaré, aunque adelanto que en ella se mezclan las penas con algunas glorias. Hay suplementos, como El Cultural, que son en realidad revistas culturales, mientras otros viven en la permanente angustia de la lealtad a un grupo editorial.

Publicar novelas se ha complicado bastante, el contar una historia y contarla bien no parece suficiente, hay que saber ajustarla a las demandas del contexto literario español y además saber venderla. Así expuestas con rapidez las coordenadas en que existe el libro, añado que en los últimos veinticinco años hemos asistido a un cambio enorme. Los novelistas parecen haberse dividido en dos grandes bandos, los que padecieron la dictadura de Franco y quienes aparecen cuando ya en España existe una medida de democracia desconocida para sus predecesores, lo que les hace en ojos de sus mayores un grupo más ligero de equipaje, porque la guerra civil, el franquismo, no les oprime de la misma manera. Para unos el pasado supone un peso vital, para los otros imágenes, historias.

Además, la sociedad que les ha tocado vivir a los nacidos digamos entre 1960 y 1970, y rozo con cuidado la palabra postmodernismo, desatiende a las cuestiones ideológicas porque existe en un entorno multipolar. Desapareció el centro, la guía, e incluso la Constitución queda abierta a posibles revisiones. La gente se identifica en términos antes desconocidos, como el sexo; la homosexualidad y el lesbianismo han abierto puertas hasta hace poco infranqueables, o vía el feminismo, entendido como la defensa de los diversos intereses de la mujer frente a la opresión paternalista9. Las lenguas del Estado español y sus regiones, vía el autonomismo, ofrecen modos de entenderse impensables, e incluso las civilizaciones, debido a la emigración, ofrecen un contraste entre la civilización islámica y la cristiana que permite identidades insólitas hasta hace poco10. La enorme oportunidad ofrecida por la globalización se ve disminuida por esta multipolaridad, que reduce el interés de muchos lectores a los libros con los que se puede identificar, bien sea porque el autor sea joven, mujer, emigrante, blanco, etcétera.

El postmodernismo llevó a las últimas consecuencias las ideas filosóficas que decían que la obra de arte nada debía a la realidad, sin embargo la realidad social hizo que el lector buscase más que nunca identificarse con el autor, con la nacionalidad del escritor.




ArribaAbajoLa novela de nuestro tiempo (1950-1980)

De entrada todos estamos de acuerdo en que la novela, si bien género cambiante, tiene una misión o cometido primordial: reflejar la vida del entorno humano, los modos peculiares de existir en sociedad, del momento histórico en que vivimos. La novela, el texto narrativo, es una especie de espejo verbal que capta a modo de espejismo lo que sucede en el mundo, y la contribución autorial proviene de la perspectiva con que inscribe en el texto ese movimiento cambiante denominado la vida humana. Y léase bien lo que digo, porque no apuesto por un realismo ciego, ni hablo de representaciones objetivas, sino de las imbricadas en la perspectiva del autor y en la vida. La literatura no ha llegado al grado de emancipación del entorno alcanzado por la música, que antes siempre iba acompañada de un componente oral y se escuchaba como complemento de ciertas ocasiones, en muchos casos ceremonias religiosas, aunque bastantes escritores, los partidarios del arte por el arte, sí lo desearían. Quizás si la literatura gozase del mecenazgo disfrutado por la música clásica o la ópera su estatus como arte sublime sería mayor.

Dije de entrada, porque incluso entre los escritores de persuasión realista ese reflejo del mundo en el texto puede pensarse de diversos modos, tanto que incluso unos pueden excluir a otros. Cuando se caracteriza la obra de un autor realista de costumbrista o de periodística, se la excluye sin más del terreno de lo literario, que se considera de otro orden11. Y es precisamente debido a ese adjetivo, literario, por el que la novela española de una buena parte del siglo XX parece ser un Guadiana que aflora a la superficie o se oculta bajo tierra, sin que sea, como sucede en tradiciones como la americana o la inglesa, un continuo en el que un lector puede forjarse una idea de lo que ha sido la vida en esas culturas. Esta es una peculiaridad de nuestra novela, o quizás debiera decir de la recepción de la narrativa española, su carácter conflictivo. No es que seamos únicos; lo malo nuestro es que destacamos por la vehemencia con que adoptamos posturas que antagonizan e intentan ningunear a quienes piensan de diferente manera.

En el siglo XIX, cuando en verdad nació la novela, los críticos y los novelistas andaban a la greña sobre cuál era la verdadera novela. Gentes como José María de Pereda y Marcelino Menéndez Pelayo criticaban ácidamente la obra de los realistas, como Benito Pérez Galdós, Leopoldo Alas «Clarín» o Emilia Pardo Bazán, ésta a su vez ninguneaba la regionalista de Pereda alegando que era un huerto cerrado, un poco pueblerino, confundiendo a su vez el paisajismo o retratismo con el verdadero costumbrismo. En realidad los dos tipos de novela se complementaban, una utilizaba la gramática de la tradición, del mundo del campo, para componer las obras, mientras la otra se afincaba en la vida urbana. Pero no, los conservadores y los liberales, los idealistas y los realistas, se dedicaron, incluso siendo amigos, a descalificar sus obras, con el resultado de todos conocido, que no siempre los escritores mejor dotados acabaron levantando los trofeos, como el premio Nobel. Y lo peor es que la gran tradición realista, la gran novela europea del XIX. Lo que muchos no supieron ni saben ni quieren entender es que las obras realistas en verdad artísticas, sean literarias o pictóricas, nunca pretendieron hacer una copia del natural, es decir, teatralizar la vida en la página, sino representarla en el texto, lo cual supone una condensación, dotar al texto de independencia, lo cual dota a la obra realista del mismo carácter artístico que a la obra puramente literaria12.

Tras el período fin de siglo, donde el prestigio de la investigación de lo real, en Pío Baroja, en Ramón María del Valle-Inclán, o en Miguel de Unamuno, vinieron años altamente conflictivos, y la literatura se acostumbró a refugiarse en la casa de la Literatura, porque en la vida social y política la realidad de España sólo podía reflejarse en forma de esperpento. Los novelistas que descendieron a hurgar en las heridas, en el cuerpo social enfermo, los hombres del Cuento Semanal, como Felipe Trigo, fueron criticados y sus obras descontadas. La literatura inició una retirada hacia lugares donde lo real llegara amortiguado. La mayoría de los autores, digámoslo sin ambages, desconocía lo que pasaba fuera de una esfera social propia muy limitada. El novelista, el novelador se ha hecho artista, hombre de taller, de estudio, de despacho. No es que se hiciera un seguidor de las doctrinas del arte por el arte, es que las circunstancias vitales le llevaron a practicar un arte de interior.

Quizás la figura y la obra de José Ortega y Gasset refleje mejor que ninguna otra esa terrible tensión entre la misión del autor de insertarse en la vida civil, seguir siendo un intelectual, como lo había sido Emile Zola, y tras diversos intentos acabar por ceder a los tiempos, y se declarase un intelectual ensimismado, al que lo que sucede a su alrededor no lo debe tocar. La literatura, la vida intelectual perdió así una buena parte de su dignidad social, la combatividad exhibida por un Clarín, que escribe una novela donde salen mal parada la Iglesia, el poder fáctico de la ciudad donde vivía, o de Galdós con su crítica de la clase media española, de su propia audiencia lectora, y se retiró al ámbito puramente cultural. Y no lo olvidemos, estos aspectos de la realidad que entran en sus obras son representados desde la perspectiva de un espíritu artístico, que les dota de una vida literaria, paralela a la real, pero literaria.

Pasados los años de la guerra civil, cuando el arte se puso al servicio de las urgencias del momento, los escritores de la generación de Camilo José Cela, Miguel Delibes y Gonzalo Torrente Ballester alcanzaron su fama porque fueron considerados los continuadores de novelistas de raza, como Pío Baroja o Ramón María del Valle-Inclán. Sobre ellos se escribieron libros importantes, y su contribución al entendimiento de la vida española fue considerada relevante. Aunque lo hicieron de una manera muy peculiar, en especial nuestro premio Nobel, con mucha fantasía, que provenía, según diría Juan Benet, de un desquiciamiento de la credulidad13. Pienso en La familia de Pascual Duarte (1942) y en La colmena (1951), o en las novelas de Delibes. La generación siguiente, Rafael Sánchez Ferlosio, con El Jarama (premio Nadal 1955), con Luis Martín Santos y su Tiempo de silencio (1962), Juan y Luis Goytisolo, Carmen Martín Gaite, Juan Benet, y otros, publicando en paralelo con los escritores del Boom hispanoamericano14, alcanzaron proyección internacional por diversas razones, Martín Santos y los Goytisolo por el incisivo y heterodoxo reflejo de la realidad española, mientras Benet lo conseguía en un círculo reducido por su originalidad en la creación de un río verbal en el que salían a la superficie unos seres diferentes, hechos de brumas, saberes y catástrofes innombrables. El narrador benetiano cargaba con el peso de toda una literatura que desde el existencialismo, los cuarenta, a los años sesenta, arrastraba una abrumadora serie de preguntas sobre el hombre que nunca encontraban una respuesta15. Lo literario de todos ellos provenía de eso tan olvidado que entonces llamábamos la forma, mientras el contenido los hacia significativos, moralmente representaban algo. Pero de cualquier manera, lo esencial es que ellos ofrecían un desafío a la referencialidad. Los Goytisolo hacían ese desafío desde el realismo si bien autoreflexivo, mientras que Benet lo hacía desde la fabulación. A este respecto la distancia que separa a Benet de García Márquez no es tan grande como podría pensarse.

Juan Benet, por otro lado, es una figura importantísima en cuanto ensayista, y como representante de una actitud profesional y moral, que en parte comparte con gentes de su generación, que es la de seguir su curso, forjarse una trayectoria intelectual y novelística al margen de la publicidad, actitud que él dijo en repetidas ocasiones que aprendió de don Pío Baroja, en la tertulia del escritor vasco. El estudio de las diferentes maneras de ser autor y su relación con el lector es un estudio fascinante que aún está por hacer.

La generación siguiente, de José María Merino, Luis Mateo Díez y Juan Aparicio, entrará en sus primeras novelas por el realismo, y enseguida se irá por la fabulación, lo que he denominado en otras ocasiones el reencantamiento de la realidad, el descubrir en la realidad el trasfondo mítico, antropológico del ser humano, que envuelve al hombre en una especie de niebla de indefinición que permite el verse a través del texto nuevas imágenes, un poco mirar al hombre al trasluz. Estos novelistas se interesan más por ese hombre hecho de sensibilidad que del hombre en sociedad. La autoreflexividad es más evidente en la narrativa de Merino mientras en Díez prima la fuerza de un estilo verbal que es casi un color, el rojo y amarillo del campo castellano-leonés, y en la de Juan José Millas (Letra muerta, 1984), o de Álvaro Pombo (El héroe de las mansardas de Mansard, 1983), y Javier Marías (El siglo, 1983) También podemos ampliar lo dicho a Antonio Muñoz Molina, que empieza siendo un fabulador en sus tres novelas iniciales y luego se hace mucho más realista, como dije antes. Javier Marías es de esta generación el que más cultiva el rechazo de la referencialidad y la autoconciencia narrativa, razón por la que conocería un enorme éxito bajo la tutela del regente de la crítica alemana Marcel Reich-Rainiki16, y que cada nueva entrega ahonda en esa dirección.

Y vuelvo a decirlo en párrafo aparte, y se escribía sobre ellos, se desvelaba su carácter, como en el caso de Luis Martín Santos, el magnífico libro de Alfonso Reyes17, o en el caso de Benet, las introducciones a sus obras de Ricardo Gullón. Todo ello se ha perdido en gran parte, y la opinión hoy viene marcada por el azar del momento. La crítica literaria se distingue de la opinión literaria en que la primera es flexible, consciente de la historia, de la evolución de los géneros, mientras la opinión crítica, la que se emite en los artículos de periódico o de suplemento literario es flor del momento, y generalmente carece de la matización necesaria.

Digamos que la literatura se balanceaba entre la forma y el contenido, ninguna tenía prioridad, o entre lo tradicional y la innovación. El estilo, el escribir bien, suponía una de las marcas fundamentales de la novela. Había una especie de consenso de que la línea que arrancaba, pongamos, de Gustave Flaubert y Benito Pérez Galdós, Henry James y Clarín, pasaba por Paul Bourget, Emile Zola, Pío Baroja, Miguel de Unamuno, André Gide, Marcel Proust, marcaba las pautas genéricas con enorme variedad. La innovación la proponían los narradores a contrapunto como James Joyce, Frank Kafka, William Faulkner o Jorge Luis Borges, ellos eran un poco lo que mutatis mutandi significaría Juan Benet, lo potentemente literario, la autoreflexividad, la antireferencialidad, y la preferencia por la ficción, por lo ficcional. Jorge Luis Borges tituló su libro seminal, Ficciones mutatis mutandiuna obra en que lo irreal, lo mágico, lo inexplicable ocupa el lugar de lo real.

El problema surge, en mi opinión, cuando la novela es definitivamente vista en forma de pirámide, como si los escritores pertenecieran a los diferentes grosores de la pirámide, los realistas y los costumbristas abajo, formando los cimientos, la masa, y arriba los artistas auténticos, los innovadores, cuando en verdad los novelistas deben sentarse en una mesa redonda, tanto los populares como los otros formando parte de ese círculo. E igual que se sientan a la mesa redonda, un novelista, un artista no puede dejar de vivir inmerso en el mundo, en el de todos los días, en la revolución por ejemplo de los ordenadores. Quizás su papel de intelectual ha sido modificado por las circunstancias, pero lo que no puede es quedarse de lado ante lo que ocurre a su alrededor.

También conviene aclarar que una cosa es la novela y otra muy diferente las opiniones del autor sobre el mundo que les rodea. La escritora india Arundhati Roy es un ejemplo de este asunto. Una cosa es su novela El dios de las cosas pequeñas y muy otra su colección de artículos sobre la vida en India, The Algebra of Infinite Justice (2003). Esta diferencia es crucial, una cosa es hacer periodismo como escritor, a lo Antonio Muñoz Molina o Juan Manuel de Prada, con lo que ello implica de meterse de lleno en el debate político, y aunque se haga como en el caso de los Molina y Prada con una riqueza verbal de escritor. Este tema hay que explorarlo en profundidad, pero aquí no tengo el espacio necesario.

Y, por supuesto, y por la misma razón, tampoco hurgaré en otra herida, la competencia de la literatura con los medios visuales, el cine y la televisión, que entre otras cosas se llevaron a un enorme grupo de gentes interesadas en el arte. Muchos futuros novelistas son hoy en día directores de cine o técnicos audiovisuales, porque en esa profesión la capacidad de innovar es enorme18.

La llegada de los suplementos literarios en los años ochenta impuso un tipo de apreciación literaria diferente. Al comienzo bastante universitaria e informada, y los nombres de Fernando Lázaro Carreter, Joaquín Marco, o de Ricardo Senabre, supusieron una continuación de lo que se había hecho en los sesenta, por ejemplo por Antonio Vilanova en la revista Destino. Periodistas como Rafael Conté, desde París, daban cuenta de las novedades en la revista ínsula, y el carácter de su trabajo era de apertura de horizontes e informativo, de un espectro cultural amplio. Luego, poco a poco, las cosas fueron cambiando, y los suplementos ahondaron en su carácter literario, con unas pocas excepciones ya mencionadas, aunque ya acompañados por el comercialismo, que ha hecho que la novela, y no digamos la poesía o el teatro, a éste parece querérsele borrar del mapa, ande novadores, cuando en verdad los novelistas deben sentarse en una mesa redonda, tanto los populares como los otros formando parte de ese círculo. E igual que se sientan a la mesa redonda, un novelista, un artista no puede dejar de vivir inmerso en el mundo, en el de todos los días, en la revolución por ejemplo de los ordenadores. Quizás su papel de intelectual ha sido modificado por las circunstancias, pero lo que no puede es quedarse de lado ante lo que ocurre a su alrededor.

También conviene aclarar que una cosa es la novela y otra muy diferente las opiniones del autor sobre el mundo que les rodea. La escritora india Arundhati Roy es un ejemplo de este asunto. Una cosa es su novela El dios de las cosas pequeñas y muy otra su colección de artículos sobre la vida en India, The Algebra of Infinite Justice (2003). Esta diferencia es crucial, una cosa es hacer periodismo como escritor, a lo Antonio Muñoz Molina o Juan Manuel de Prada, con lo que ello implica de meterse de lleno en el debate político, y aunque se haga como en el caso de los Molina y Prada con una riqueza verbal de escritor. Este tema hay que explorarlo en profundidad, pero aquí no tengo el espacio necesario.

Y, por supuesto, y por la misma razón, tampoco hurgaré en otra herida, la competencia de la literatura con los medios visuales, el cine y la televisión, que entre otras cosas se llevaron a un enorme grupo de gentes interesadas en el arte. Muchos futuros novelistas son hoy en día directores de cine o técnicos audiovisuales, porque en esa profesión la capacidad de innovar es enorme19.

La llegada de los suplementos literarios en los años ochenta impuso un tipo de apreciación literaria diferente. Al comienzo bastante universitaria e informada, y los nombres de Fernando Lázaro Carreter, Joaquín Marco, o de Ricardo Senabre, supusieron una continuación de lo que se había hecho en los sesenta, por ejemplo por Antonio Vilanova en la revista Destino. Periodistas como Rafael Conté, desde París, daban cuenta de las novedades en la revista ínsula, y el carácter de su trabajo era de apertura de horizontes e informativo, de un espectro cultural amplio. Luego, poco a poco, las cosas fueron cambiando, y los suplementos ahondaron en su carácter literario, con unas pocas excepciones ya mencionadas, aunque ya acompañados por el comercialismo, que ha hecho que la novela, y no digamos la poesía o el teatro, a éste parece querérsele borrar del mapa, ande huérfana por el mundo literario. La novela se vio entregada a dos fuerzas comprometidas con otros intereses, por un lado, la sobreponderación de lo literario, de la Gran Literatura, porque se trataba de suplementos literarios, obligados a subrayar su singularidad, y por otro lado el creciente comercialismo. No olvidemos que todo ello coincide con la llegada de la democracia, la creación de una clase política, de un electorado, que poco a poco toma su puesto en el ordenamiento civil de nuestra sociedad. Los intelectuales van perdiendo progresivamente su poder de influir, de opinar, porque los profesionales de la política toman la palabra. Los escritores se encastillarán en su espacio, el literario, y los críticos, los comentaristas de la novela serán los encargados de velar por el mantenimiento de ese territorio, al que se suscribirán también los lectores. Estos últimos en muchos casos se sentirán como los escritores, no bienvenidos en un territorio que antes les pertenecía, el intelectual, donde la conciencia cívica permitía o justificaba el tener una determinada opinión. Todo ello les empuja a encerrarse en el terreno de lo literario, encerrados con su juguete, que en demasiadas ocasiones fue el juego formal.

Esta prisión del arte, como ya advirtiera Pierre Bourdieu, es peligrosa cuando se santifica, y se la enfrenta al mundo de la producción, de lo profano, y se la cree una actividad superior, desinteresada, cuando se la compara con el mundo cotidiano donde el dinero cuenta20. Lo que se pierde es la capacidad de fracasar, de meter la pata, escribiendo textos inapropiados, donde quizás pudiera latir un nuevo ismo, formas innovadoras.

Se producirán enseguida fricciones importantes, por ejemplo la habida con respecto a la poesía de la experiencia, que nace enfrentada a la de los novísimos21. Los escritores que tienen en cuenta la vida y los puramente literarios se enfrentan con una enorme fuerza. Los antecedentes son muchos, ya mencionamos a Gide y a Béraud, desde Luis Cernuda a Jaime Gil de Biedma. Poco después lo mismo sucederá con los jóvenes de la generación X a quienes la crítica en nombre de la literatura les negará el pan y la sal, haciendo de ellos un grupo de parias, como antes había ocurrido con los de El Cuento Semanal, o mucho antes con la novela epistolar del XVIII y comienzos del XIX22.

El efecto sobre la novela ha sido, como dije antes, devastador, porque hace pensar que hay una buena novela, la literaria, y una novela mala, la no literaria. La perdedora ha sido la novela, porque su árbol ha sido podado en vez de injertado con la variedad posible de ficciones.

O aún peor, hemos perdido la capacidad de sumar unas novelas con otras, de hacer historia, porque la temática ha venido a desaparecer de este universo novelístico, es como si no existiera, y lo único que sirviese es lo literario, y esto es de difícil suma, historización23. Puede achacarse esta situación a la posmodernidad, esa palabra saco que a modo de capacho nos permite echar allí toda clase de restos y aludir a ellos sin mayor espeficicidad. O tomar una posición ecléctica, en que lo aceptamos todo, dejamos que pase y luego veremos, con el resultado de que la novela se pierde en las corrientes del comercialismo.

Lo difícil de la novela y el postmodernismo es que la novela, aunque renuncie a la historia, no puede en ningún caso, excepto en el del suicidio del género, dejar de pensar que en las novelas hay personajes, hombres y mujeres, lugares donde ocurren las cosas, reales o imaginados o mezcla de ambos, que sí son sumables, que sí son clasificables en cuanto a su contenido. No importa que esos hombres se interpreten como copias de la realidad o imágenes de hombres creadas por los autores. Esa cuestión filosófica, como dijo el gran novelista Francisco Ayala hace muchos años, está ya resuelta: no sabemos qué es la realidad. No obstante, hay una realidad de uso, cotidiana, que todos manejamos sin tener que justificarla filosóficamente, que es la pragmática de todos los días, que si no pudiéramos reconocerla al leer un texto no entenderíamos nada del mismo. Yo hace años que vengo diciendo que a la palabra realidad prefiero la de vida24.

Por eso hay que pensar bien en que la novela postmoderna, como muy bien podemos calificar a la que nos ocupa, la denominamos así porque aludimos a obras escritas en ese período en que los discursos desarrollados por el mundo civilizado occidental para legitimar su existencia, sea el cristianismo, el protestantismo, la Ilustración o el marxismo, pierden vigencia, porque los conceptos base han sido sacados de su centro y revisados no con vistas a revisarlos, sino a ver su consistencia, su entidad. Una novela postmoderna es precisamente una novela en cuyo corazón no hay certezas, ni discursos predominantes, sino innovación y cambio, y, sobre todo, una permanente revisión de lo establecido y aceptado.

Ha habido una tendencia a decir que el postmodernismo justifica todo, el todo vale, pero no es así. Se refiere a un tipo de discurso que pretende legitimizar la existencia de sus personajes desde unos presupuestos de conducta diferentes a los tradicionales, luego los denominaremos postrealistas.

Insisto: se ha producido un enorme equívoco en pensar que lo literario, entendido de una manera muy estrecha, como algo totalmente desentendido de la vida, de una cierta realidad, es lo único literariamente válido. Qué horror. La literatura como una religión menor, con sus millones de pequeñas biblias, renegando de la realidad humana, de nuestro progreso, de lo que en verdad dio vida a la novela, el espíritu ilustrado, el liberalismo, la creencia de que es posible decir del hombre por encima de sus condicionamientos. El valor estético entendido como un valor inamovible, cuando en realidad el valor estético en una obra reside en su capacidad de entablar una diálogo con lo inacabado, con lo que se está haciendo, con ese hueco donde se decide la categoría de hombre. Una novela es una forma de representar al hombre y a la vez de explicar su manera de ser, que se escapa tanto al polo real como al ficticio. Esta es la verdadera estética, la que relaciona al hombre con su situación en el mundo, con la historia y consigo mismo. No la de los valores. Esta es la estética de los regentes, de los opinantes, de quienes se les entrega el poder para que durante un corto espacio de tiempo mantengan la sociedad en un determinado curso, el establecido por los poderes fácticos, mientras llegan quienes buscarán mejores soluciones para el futuro de la sociedad.

Esto es lo que ha sucedido con la crítica española, que vive un período de regencia, donde les hemos entregado la capacidad crítica a unos regentes, que mantienen inamovibles los valores estéticos. Y esto ha ocurrido por la revolución llevada a cabo en el mundo literario por la comercialización. A la literatura le salieron tantos competidores, desde el cine y la televisión, hasta la historia, la sociología, la psicología, el libro literario se vio acosado, la sociedad cada vez buscaba formas de saber más concisas y precisas, que la literatura no ofrece. Y una buena parte de los lectores desertaron masivamente de la literatura, y esta, empujada por el comercialismo se refugió en un espacio propio, que renegó de todo lo que tuviera que ver con el contenido. Con lo cual hacía muy mal, porque esos espacios intermedios, donde el hombre intenta encontrar las explicaciones, constatando su extrañeza por la vida, por una imagen, por una situación, por el cambiante papel de la familia, de la sexualidad, y mil temas más están ahí y cada día presentan un aspecto diferente, como la sociedad que cambia continuamente. Ahí reside el papel de la novela, y ahí lo deben buscar los escritores, los que luchan con el estilo, con las metáforas, por hallar el hueco donde late el hallazgo semántico.

Cuando un novelista lea en una reseña alabanzas de sus excelencias literarias y escasas alusiones a su contribución al entendimiento de nuestra sociedad, de nuestro mundo, deberá dudar de su valor, y no al contrario ensoberbecerse porque ha conseguido algo único, literario, artístico. Deberá leer las admoniciones benetianas o aplicarse una dosis de escepticismo barojiano, que viene a ser lo mismo. Porque vivimos en la era de la metamorfosis, del cambio permanente, donde todo debe de ser flexible. Y frente a ello la crítica es inflexible, conservadora, elitista por retrógrada, inapropiada para nuestro tiempo. Por ello una enorme parte de la crítica vive de la nostalgia, de lo que fue, de la generación de Benet, de los de ayer, de cuando el mundo no estaba sometido a un perpetuo cambio, cuando la cultura no había sido absorbida por los medios de comunicación de masas. Hay, por supuesto, excepciones, y algunas por fortuna, la del profesor y ensayista Jordi Gracia, editor de un indispensable volumen, Historia y crítica de la Literatura Española, Los nuevos nombres: 1975-200025.

Los años ochenta tuvieron otro factor, o contra corriente, la de la anulación de los años sesenta. El momento de libertad, de hacer tabula rasa con el pasado, los años sesenta, cuando las relaciones familiares, sociales, adquirieron otro carácter, fueron poco a poco sustituidas en los años ochenta por una nueva moral, por una nueva manera de ser y de actuar. De ahí que los españoles se sorprendieran tanto de la rapidez con que los políticos desempeñaron su papel, se hicieron políticos ante nuestros ojos.

Otro factor importante en los años noventa ha sido la riqueza del país, que de repente, los españoles han conocido un bienestar nunca antes soñado, y la continuación de ese mundo de los ochenta, y de la crítica de los años sesenta, cuando tanto se hizo y tanto se deshizo.




ArribaLa novela de los ochenta: el postrealismo

Los escritores nacidos entre los años sesenta y los setenta tienen razón si se sienten abandonados por la crítica. Les ha tocado vivir un momento en que la historia literaria ha dejado de escribirse, o mejor dicho resulta difícil que se escriba porque los criterios histórico-literarios acreditados hasta hace poco han perdido su vigencia. En la actualidad hay criterios comercio-literarios, que acreditan el valor de una obra por su difusión comercial, y que suelen ser justificados por la crítica literaria de los suplementos. Todo el siglo XX ha sido una enorme extensión de la percepción humana, como diría Marschall McLuhan en su famoso libro Understanding Media (1962), hemos llegado en la gama del color, del sonido, de la palabra, de la tecnología, mucho más lejos de lo soñado hace cien años. Y esta extensión ha como dado la vuelta a la conciencia humana, no es ya que hayamos superado el concepto de lo bueno y lo malo, que se inclinaba hacia un lado u otro de la balanza de acuerdo a criterios religiosos o sociales, o que pensemos que lo que creemos nosotros, precisamente este yo es lo que configura la verdad, que somos la medida de la verdad. Sucede que la conciencia no es ya una arcilla en la que se nos puede grabar la verdad, sino un simple encerado en el que provisionalmente se escribe la verdad, o que esta se oculta en un espejo, en un laberinto, no, repito, la verdad se escribe con tiza, porque si hay algo fijo en ella es su poder de metamorfosearse.

Por ello hay que intentar acceder a la novela renovando los criterios, los patrones de evaluación. Además hay que encontrar nuevas maneras de juntar, de agrupar, de entender a los escritores, y en esa tarea se avanza poco, por muchas razones, entre otras la falta de consenso sobre cuáles son los criterios que deben regir ese empeño.

Quien no entienda la característica esencial que preside la vida social del presente, la continua metamorfosis y cambio, seguirá aferrado a criterios de regente, de canon, de pasado, y correrá el riesgo de quedarse desfasado. Lo más curioso son los éxitos fugaces de tantas obras, que son elogiadas con hipérboles extraordinarias en las reseñas y que al poco tiempo apenas llenarían una nota al pie de página. Pobres galas las de la hipérbole.

Para mí hay una serie de características que pueden servir para unir a todos estos novelistas, y que les dota de una línea de flotación de grupo.

Iré de afuera para adentro, empezando por el puesto que las novelas consiguen según se publican. Hace años las primeras novelas de un autor ni siquiera se reseñaban, mientras que ahora (1) los escritores ven sus primeras obras, con las que debutan en el mundo de la literatura no sólo reseñadas, sino también premiadas. Parece que los escritores de hoy ya no se hacen, sino que nacen con el certificado de calidad entre los dedos. Si pensamos en la historia de la novela, no puede uno menos que darse cuenta que la mayor parte de los grandes novelistas que han sido no conocieron el éxito así de rápido, muy al contrario, algunos no lo conocerán hasta después de la muerte. Antes hacía falta que uno publicara varios libros; hoy el editor quiere rendimientos inmediatos, y los autores también.

(2) Esta es una característica que va unida en España a la comercialización. Acostumbrados a vender sin directamente vender un contenido, sino otra cosa generalmente innombrable, los libros han pasado a ser un producto más al que se le aplica la mercadotecnia, y resulta difícil conocer el contenido de un libro por su descripción en las solapas. Lo que viene después de un premio tiene que ser menos, sin duda. Y la ayuda que preste una editorial a diseminar una segunda novela, quizás no premiada, dejará siempre que desear. Porque el problema de los premios es que cada año aparece un nuevo premiado, y a él o ella habrá que dedicarle el esfuerzo de la editorial, y el premiado en una anterior convocatoria puede sentir frío.

Otro aspecto que habría que explorar del éxito de la novela debut es el cambio de carácter de la novela, que de ser un género de madurez se ha convertido en un género de juventud, quizás porque la temática, los libros se acercan peligrosamente a la temática del momento, del presente, a lo exigido por la actualidad y no a las propias etapas de desarrollo. Los miembros de la generación X, José Ángel Mañas y demás, fueron acusados de oportunistas e ignorantes, porque sus libros tuvieron éxito, pero fueron un claro síntoma de lo que acabo de decir.

O sea se ha producido una situación paradójica, por un lado los regentes de la crítica piden obras literarias, e incluso han llegado a conseguir que los autores en vez de buscar asuntos interesantes se hayan hecho más literarios, pero por otro lado los premios, las entrevistas, los viajes publicitarios los llevan hacia la masa, no hacia el lector culto. Escriben para un público que nada tiene que ver con la masa que mira la televisión y acude a las presentaciones masivas. Y por ese hueco se pierden muchas obras, porque el público no llega a comprarlas, y los regentes no tienen suficiente poder para conseguir imponer sus criterios en las ventas.

Y vuelvo un momento a lo de la pirámide. Me parece que si clasificamos a los novelistas en pirámide, los populares, con éxito de ventas, como Arturo Pérez Reverte o Lucía Etxebarría se quedarán en la base, mientras que otros con unas ventas inferiores, pero sí muy literarios, subirán a la cima. Lo sensato es que todos los escritores se sienten a la mesa y compartan el éxito o fracaso del género, y se sientan interdependientes.

A pesar de la situación esbozada, la novela sí ofrece características propias muy positivas.

(3) Por ejemplo, la que me parece la principal es la espontaneidad de la conciencia representada en los textos narrativos. Los narradores escriben con una conciencia en libertad, se mueven de un tema a otro con absoluta libertad, sin que las trabas personales o sociales les corten en su narración. Hay un rechazo del tema del tabú, aunque los regentes hayan determinado en contra.

Esto consigue que episodios distantes se acerquen, y comprendamos mejor en una época en que los grandes discursos han perdido su capacidad de explicar el mundo, que las actividades humanas están más cerca de lo que pensamos. La historia de la espontaneidad de la conciencia en la novela está por escribir, pero desde La desheredada y El amigo Manso, de Galdós, pasando por las Sonatas de Valle, a Amor y pedagogía, de Unamuno, podríamos llegar a Ramón Sender y a Juan Goytisolo, viendo la creciente representación de la conciencia en libertad. Los miembros de esta generación la practican con una enorme aptitud. Podríamos decir que hay una sinestesia entre los relatos y no solamente entre las palabras. Y va mucho más allá que los contrastes entre real e irreal, porque barca un universo más amplio.

Pienso en una novela como Ventajas de viajar en tren (2000), de Antonio Orejudo, donde los personajes viven vidas diferentes. La protagonista, Helga Pato26, investigadora literaria, tras ingresar a su marido en un hospital psiquiátrico, conoce en un viaje en el tren de regreso a un psiquiatra, Ángel Sanagustín, que resulta ser un loco impersonando a un médico. Cuando ella busca a la hermana del loco, resultará que es el loco, y descubre su error en un beso. Luego resulta que la hermana del loco está casada con el verdadero doctor Sanagustín. Estas son sólo unas pocas huellas de personalidad que hay en el texto, en el que los personajes viven sometidos a ese perpetuo movimiento de metamorfosis, que nos impide encontrar un centro, el lugar desde donde se ve la historia redonda, porque ese locus no existe.

(4) Otra característica común y altamente significativa a mi parecer es la de su postrealismo. Con esto del postrealismo aludo a que se dedican a establecer, explorar las relaciones humanas no solo en libertad, sino fuera del marco de las representadas por la novela realista decimonónica, en que los valores y la actitud de una persona se declaraba de acuerdo a su ajuste a los valores del mundo realista, los de la religión, la familia, y la conducta ajustada al patrón de la vida burguesa, en el que se puede hacer lo que se quiera siempre y cuando se guarden las formas.

La presión histórica ha creado, por tanto, un nuevo panorama, una nueva conciencia personal y social diferente a la que teníamos, y la novela la refleja. Desde Lucía Etxebarría a Ignacio Martínez de Pisón, Lorenzo Silva, Eloy Tizón o Javier Cercas, encontramos una variedad enorme de maneras del hombre de sentirse, de sentir lo que es el bien y el mal, ya no decidido por el cuerpo, ni por la religión, sino por un constante cambiar de posición de la persona.

Las tres hermanas de Amor, curiosidad, prozac y dudas (1998), de Etxebarría, cada una con su personalidad, vivencias, deseos, necesidades, ofrecen un caleidoscopio de actitudes diversas hacia la vida, y ninguna en realidad cancela a las otras, porque todas tienen su razón de ser. Lo mismo en la novela de Lorenzo Silva, cada personaje tiene una vida independiente, un secreto, su manera de vivir los acontecimientos, ocupa una parte de la conciencia humana. Podemos elegir, pero a la vez estamos seguros que cada uno tiene su propia parte, su propia verdad, y que por ella vive y muere. Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas, ofrece una versión muy clara de ese postrealismo, la de un soldado que por piedad perdona al fascista que huye y no lo delata. El momento en que le ve oculto, se calla y dice que por allí no hay nadie refleja la decisión de un hombre con buenas razones, las del miliciano republicano que se enfrenta con un falangista insurrecto y traidor a la República, el hombre que no dudaría en mandarlo al infierno, y le perdona, porque le mira a los ojos y lee en ellos su humanidad, o mejor dicho confunde una expresión de miedo con un sentimiento más noble.

Estamos ante una escena postrealista, porque no hay juicio, los valores en este caso desaparecen. El personaje, escrito por el narrador, es decir por el novelista Javier Cercas, decide perdonar a un notorio fascista. Quizás aquí la cuestión ética puede molestar a más de un lector, mientas que a otros, al lector, o mejor al joven que vea la versión cinematográfica de la obra, la cuestión en la superficie, la emoción del momento, despojada de ideología, le incline a justificar y a entender ese perdón, porque la emoción, lo superficial, la reacción corporal, es lo único que cuenta.

Todos recordamos el título de la famosa obra de José María Castellet, La hora del lector, en que esencialmente se venía a defender la idea que luego haría aún más popular Julio Cortázar en Rajuela del lector cómplice del autor. El lector actual no es cómplice en el sentido de que completa o sintoniza con la ideología del autor, sino en que sabe metamorfosearse para entender las diferentes posturas. No se sabe, o quizás no importa en un mundo carente de un discurso central, cohesivo, pero lo importante es que sepa adoptar posturas diferentes. Tampoco son máscaras, porque estas también definen a la persona, debajo de la máscara hay una, una sola persona, mientras que el personaje de la novela postrealista es un personaje auténticamente capaz de ser otro, por un momento.

Otro ejemplo importante de esta nueva actitud postrealista la encontramos en la actitud autorial frecuente en las novelas de hoy, en que se produce un desplazamiento temático de lo sentimental a lo sexual, como dice Livovesky27. Lo importante no es tanto amar, con todo lo que eso entraña de compromiso personal, sino el gozar del amor. El goce ha quedado legitimizado, porque las personas así lo desean. A las dos mujeres tradicionales, la mujer madre, la que el hombre busca para encontrar en ella refugio, la Antonia de Abel Sánchez (1917), de Unamuno, se oponía la mujer Helena de Troya, toda pasión, atractivo, de los que los hombres se prendaban. Hoy, según Lipovesky hay un tercer tipo de mujer, la que es capaz de desempeñar los mismos papeles que el hombre, es decir, capaz de metamorfosearse según los diferentes papeles que le toca hacer. Lucía Etxebarría los ha caracterizado muy bien en sus novelas, y Marina Mayoral en una generación anterior. Belén Gopegui ejemplifica, por otro lado, el tipo de novelista para la que esta temática no tiene ninguna relevancia, en este sentido es post feminista, como la denomina Janet Pérez28.





En conclusión, la novela española actual, en mi opinión, está iniciando, gracias a la generación postrealista, de los hombres nacidos entre 1960 y 1970, un nuevo rumbo en el camino de la novela, hacia una narrativa que valora la vida de nuevo, a eslabonarse con la escrita en los años ochenta del siglo diecinueve, el momento de La regenta y Fortunata y Jacinta, en los años 20 del siglo veinte, cuando domina la novela social, en los años sesenta, la nueva novela hispana, en que la ficción parece querer afirmar otra vez que la historia ficticia es verdadera, o que se la debe tomar por verdadera. Es un tipo de novela que añade con su peso referencial un referente a la vida palpable29. Eso no quiere decir que la novela literaria vaya a desaparecer, muy al contrario seguirá existiendo, e interesándonos.

E insisto que el carácter, a mi modo de ver, primordial, presente en casi todos los escritores, es el postrealismo, la falta de un sistema de valores que decida la validez de las conductas humanas. La novela se enfrenta así al proceloso mar de la vida con la palabra, que tendrá que hacer de esa vida una realidad ficticia, y ahí donde siempre ha residido el arte.



 
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