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La novela española de 1939 a 1953

Mariano Baquero Goyanes



Alguna vez se ha deseado escribir una historia del arte sin nombres, ceñida sólo a estilos y tendencias. Confieso que algo semejante es lo que yo hubiera querido hacer en las notas que signen. No ha podido ser así, y por eso aparecen en estas páginas autores y títulos. Parece innecesario advertir al lector que la novela española actual no se agota en ellas. Las omisiones, más que desdén, representan, en la mayor parte de los casos, olvido o supeditación -con los sacrificios consiguientes- a los límites de un artículo de revista.






I

Una revisión atenta de lo que en libros, revistas y periódicos literarios se ha dicho de la novela española actual nos lleva a la conclusión de que, fundamentalmente, son dos los grandes problemas que este género plantea en nuestras letras. Por un lado, la cuestión de si el temperamento español es apto o no para la creación novelesca. Por otro, el problema, ligado al anterior, de la discontinuidad histórica de tal creación.

En la imposibilidad de citar o resumir aquí todo lo que sobre estos problemas se ha escrito últimamente, sólo quiero recordar dos ensayos muy expresivos y llenos de interés: Los problemas de la novela española contemporánea, de Gonzalo Torrente Ballester1, y Nuestra novela, a saltos, de Ramón Ledesma Miranda2. Que ambas tesis se complementan -la de la falta de vocación nacional para la novela y la del intermitente aparecer de ésta- lo dice Ledesma Miranda: «No creo en una vocación nacional para la novela, aunque en España se haya producido la mejor novela del mundo. Los períodos de aclimatación novelística son islotes en nuestras letras. Y, apurando el orden de las generalizaciones, afirmaríamos que no hay en el panorama literario de España sino dos de esos islotes: el del Siglo de Oro, fértil en todos los géneros literarios y, por tanto, en el de la novela, y el del último tercio del siglo XIX, que cultivó en España una novela de gran traza».

Creo que el primer aspecto de la cuestión sólo alcanza sentido encuadrado históricamente. Es inútil discutir o tratar de pulsar la dosis vocacional del español para la novela a través de supuestos psicológicos, temperamentales, raciales, más o menos fantásticos. Importa sólo medir esa dosis en las auténticas novelas creadas a lo largo de los siglos. Así consideradas las cosas, es evidente que no le falta razón a Ledesma Miranda al presentar como elaborado a saltos el panorama de nuestra novela -comparado con el de otras literaturas-, y al ver en esa discontinuidad, en la falta de una tradición narrativa, el obstáculo principal que hoy se presenta a nuestros escritores. Y no es que pueda creerse ingenua y hasta deterministamente que la calidad de una producción novelesca nacional sea el resultado de un encadenado y nunca roto sucederse de excelentes obras, condicionadoras cualitativamente de las que siguen; pero sí cabe aceptar -como dice J. A. Fernández Cañedo en su ensayo La joven novela española (1936-1947)3- que «un escalonamiento cronológico de los cultivadores de la novela produce necesariamente la mejor novelística si no falla el genio, que siempre es lo inasequible e importante».

Nuestros narradores de hoy no sólo carecen de la apoyatura de una tradición novelística, sino que, en algunos casos, han decidido hacer tabla rasa de lo anterior -considerado caducamente esteticista o ideológica, afectivamente inservible-, cuando no ir francamente o contrapelo de ello, entendiendo por tal tradición la relativamente próxima que la novela española del XIX podía suponer.

Contra el tono, los temas, el estilo de esa literatura del XIX levantó los suyos la generación del 98. Esta, sin embargo, no sustituyó la tradición novelística del XIX con una nueva y distinta que legar a las generaciones siguientes. El caso de Baroja, e incluso algunos buenos momentos novelescos de Valle-Inclán o de Unamuno -pienso, sobre todo, en Paz en la guerra-, representan casi la nota excepcional -con excepcionalidad de alta categoría en Baroja- dentro de un panorama literario, en el que más que la novela pesaron otros géneros.

Rota o desechada la tradición novelística del XIX y no sustituida por otra -ya que la obra de Baroja era y sigue siendo la expresión de una poderosa personalidad, de una individualidad difícil de prolongarse en escuela-, las generaciones subsiguientes a la del 98 se encontraron sin novela española, intentándose entonces diversas soluciones, reducibles en lo esencial a prolongar actitudes decimonónicas o noventayochistas. Caerían dentro de las primeras las novelas caracterizadas por un cierto naturalismo -el grupo llamado por Ledesma de La novela de hoy-, y, en las segundas, los narradores preocupados por el estilo, el lenguaje, la forma: Pérez de Ayala, Miró. La renovación expresiva, estilística, entrañada en la generación del 98, explica estas obras, así como el abierto europeísmo y el rigor intelectual de la generación de Ortega explican la novela-ensayo de un Jarnés.

Se ha hablado alguna vez de un proceso de desnovelización de la novela -en los años ahora reseñados-, a la vista de determinados elementos adheridos al género, con menoscabo quizá de su interés o sentido novelesco: tendencia a lo poemático, a la especulación intelectual, a la greguería -relatos de Ramón Gómez de la Serna-, etc.

Si tras todo esto se considera el terrible impacto de una guerra y las consecuencias de uno posguerra difícil, en la que todo tuvo que ser rehecho, se comprenderá y valorará mejor la etapa decisiva que para la novela española representan los años que van de 1939 a nuestros días.




II

Uno de nuestros mejores críticos -y buen novelista en Javier Mariño (1943)-, Gonzalo Torrente Ballester, publicó hace unos años una muy discutida e inteligente visión de la literatura española contemporánea, que llegaba a 1936. Es ya una vieja cautela crítica la de resistirse a juzgar lo más inmediatamente contemporáneo. Y esto no sólo para evitar el herir susceptibilidades, sino también para no incurrir en ciertos inevitables errores que el paso del tiempo decanta como tales. Entre ellos, uno de los más fáciles de cometer es el intentar clasificaciones, encuadramientos o escuelas que posteriores revisiones suelen desmontar casi siempre. No se por qué extraño desenfoque óptico parece resultar casi imposible ordenar en tendencias o estilos lo que la contemporaneidad nos ofrece tan en vivo y haciéndose, que la vista no acierta a separar colores y líneas.

Todos los críticos suelen reconocer que resulta difícil hablar de escuelas en la novela española actual. Tal vez éstas no existan; pero tal vez sea nuestra condición de espectadores inmersos en el cuadro la que nos impide distinguir la auténtica perspectiva de éste. Falta el alejamiento, la distancia capaz de ordenar planos y términos.

El crítico, entonces, ante esa confusión, suele acudir a lo más elementalmente temático o estilístico para intentar reducir a esquemas lo que, de hecho, se escapa de ellos. Esto explica el que sea ya corriente en todo estudio sobre nuestra actual novelística4 hacer un previo apartado para los relatos de la guerra española.

Por haberme ocupado en otra ocasión de las narraciones de esta clase, me permito remitir al lector a lo allí dicho5. Habría ahora que añadir a las novelas entonces citadas como más logradas dentro de esta modalidad -Una isla en el mar Rojo, de Wenceslao Fernández Flórez; Checas de Madrid, de Tomás Borrás; Madrid de corte a checa de Agustín de Foxá; La fiel infantería y Plaza del Castillo, de Rafael García Serrano- la trilogía que José M.ª Gironella ha iniciado con Los cipreses creen en Dios (1953), novela que no sólo es la más extensa e importante de las publicadas sobre los acontecimientos españoles que desembocaron en el 18 de julio, sino también una de las más considerables obras de la literatura nacional de estos últimos años.

Gironella es uno de esos descubrimientos novelísticos que bastarían para acreditar los tan discutidos premios «Nadales». (Recuerdo que C. González Ruano decía de Un hombre -1947- que era una buena novela, pese a ser premio «Nadal»). Hay en este narrador catalán inventiva, facilidad para mover seres y componer ambientes, gran sentido del ritmo narrativo. Su comentada veta barojiana se percibe, sobre todo, en el alegre vagabundeo del protagonista de su primera novela, y también en cierto descuido o desaliño formal. En Gironella hay, sin embargo, más optimismo y ternura que en el narrador vasco.

Y ya que de Baroja hablo, preciso es recordar algunas de sus obras aparecidas después de 1939, como El puente de las ánimas (1944) y El cantor vagabundo (1950). El país vasco, el desfile de variados personajes, los viejos temas barojianos siguen apareciendo en sus últimas páginas, revelando la continuidad de una línea, la maestría de una de las más admirables vocaciones novelescas existentes hoy en la literatura universal.

Con Baroja, escritores que contaban ya con obra considerable antes de 1936, han seguido después produciendo novelas importantes. Recuérdese, por ejemplo, el extraordinario relato El bosque animado, tal vez la mejor, más bella y más poética obra de Wenceslao Fernández Flores; Un valle en el mar (1945), de Concha Espina, siempre gran escritora, profundamente humana; La vida encadenada (1945), La llanura muerta (1947), Patapalo (1950) (Premio «Ciudad de Barcelona»), del gran narrador Bartolomé Soler; La isla sin aurora, Salvadora de Olbena, María Fontán (todas de 1944), prolongación de la más delicada labor -sensibilidad y pulcritud estilística- de Azorín.

Creo que, así como Baroja tiene seguidores más o menos directos, Azorín es un novelista sin epígonos. El azorinismo como fórmula literaria es de un tan preciso y frágil encanto que, fuera de las manos de su autor, corre indudablemente riesgos de amaneramiento o reiteración. Por eso no me parece que puedan ligarse las narraciones de Pedro de Lorenzo -tan logradas algunas como Una conciencia de alquiler (1952)- con la modalidad novelesca azoriniana. Pedro de Lorenzo cuida mucho el estilo y la estructura novelesca, tiende a lo poemático y a lo quieto, pero con un acento personal e incluso con un cierto barroquismo expresivo, más próximo a la manera de Miró que a la del autor de La Voluntad. Algunos críticos han creído percibir también una cierta huella mironiana en las obras de Vicente Escrivá -Una raya en el mar (1945)-, de Carlos de Santiago -La encrucijada antigua (1946), El huerto de Pisadiel (1951)-, calificado unas veces de valleinclanesco -como Carlos Rivero con Hombre de paso (1951)- y otras de Miró Gallego, y, sobre todo, en la producción de Pedro Álvarez -autor de Los colegiales de San Marcos (1944), una de las más bellas novelas españolas contemporáneas-, considerado por F. Cañedo como «el Miró castellano».




III

No sé hasta qué punto supone una realidad estilística o temática el separar la obra de aquellos novelistas, que la habían iniciado antes de 1936, de la de quienes se revelaron en la posguerra. En algún caso, Ledesma Miranda y Juan Antonio de Zunzunegui, sobre todo, pienso que la piedra de toque diferencial podría buscarse en algún rasgo trivial en apariencia: por ejemplo, la admiración por Galdós, con todo lo que esto supone de efectos o influencias en las obras de ambos escritores.

Ledesma, en el artículo antes citado, afirma que Galdós es el segundo gran novelista español, después de Cervantes. Zunzunegui, al responder a una encuesta hecha en una revista sobre la actualidad del autor de Doña Perfecta6, decía que, si bien no creía excesivamente en una influencia de éste en su obra, se sentía halagado cuando se le calificaba de novelista galdosiano. El método seguido en la realización de El supremo bien (1951) -charlas con un anciano comerciante, decano del gremio de mantequerías en Madrid- y el ambiente captado en la novela favorecen la aproximación y el recuerdo de obras como Fortunata y Jacinta.

Fuera de estos dos tan concretos casos, Galdós apenas parece haber influido en los novelistas jóvenes. En la encuesta a que acabo de aludir, Camilo José Cela y Carmen Laforet confiesan no percibir influencia directa del novelista canario en sus obras.

Galdosianos o no, Ledesma Miranda y Zunzunegui son novelistas a los que sólo injusta o precipitadamente cabría tachar de inactuales. Su obra más importante -La casa de la fama (1951), de Ledesma; La quiebra (1947), Las ratas del barco (1950), Esta oscura desbandada (1953), entre otras, de Zunzunegui- pertenece al período posterior al 39, durante el cual ambos narradores han alcanzado su actual prestigio. Ledesma padece de excesivo robinsonismo literario, por él mismo confesado. Zunzunegui se autocalificó en una ocasión de San Sebastián de las letras, asaetado por todas partes. No creo que, en ninguno de los dos casos, la atención de la crítica y del público haya sido tan exigua como para abrir una absurda brecha entre las maneras novelísticas de estos dos escritores y las de las generaciones más jóvenes. En cuanto a alguna polémica, como la sostenida en torno a unas opiniones, en Destino, de Vilanova, sobre la superior calidad de La casa de la fama, finalista del «Nadal» 1950, frente a la novela premiada, Viento del Norte, de Elena Quiroga, cabe verla como un expresivo síntoma de la sincera preocupación existente por el camino a seguir de nuestra novela.

Sin demasiada violencia, es muy posible que quepa incluir dentro de esta línea novelística tradicional, representada por Ledesma y Zunzunegui, la obra, rica en extensión y en densidad humana, de Sebastián Juan Arbó: Tino Costa (1947), Sobre las piedras grises (1949), etc. Junto a él cabría citar los nombres de otros dos excelentes novelistas catalanes: Miguel Llor -Laura (1943)- e Ignacio Agustí. Este, en Mariona Rebull (1944) y El viudo Ríus (1945), ha sabido fundir, con extraordinario acierto, unos temas y una arquitectura novelesca muy a lo XIX, con unas preocupaciones, un estilo y una agilísima técnica narrativa muy de nuestra hora.




IV

Dentro del rumbo a tomar por la novela española de hoy, existe un camino lo suficientemente recorrido y ahondado ya, como para percibir con nitidez su sesgo y su alcance. Los vocablos empleados para definir esa tendencia de la novela son bastante numerosos. Posiblemente, cada uno de los sugeridos encierra un cierto matiz diferencial. De una forma o de otra, sean acertados o no, todo lector español sabe en la actualidad lo que suele haber tras los términos neorrealismo, naturalismo, picarismo, tremendismo, etc.

Si hay una dirección clara en la novela española actual, parece ser ésta, pese a las vaguedades empleadas para caracterizarla. Es más: la existencia de esa dirección o tendencia permite, por oposición, percibir con más claridad la de signo contrario. Es lo que hace Ricardo Gullón al distinguir certeramente dos modalidades narrativas: «La novela sigue dos direcciones opuestas: el neorrealismo áspero y amargo y el intimismo poético; por uno y otro lado se llega a la novela psicológica, pues tan estudio de almas es el Pascual Duarte como las Cinco sombras, que Eulalia Galvarriato hizo soñar en torno a un costurero»7.

En lo que a la primera dirección se refiere, conviene recordar lo dicho por Fernández Almagro en su citado Esquema de la novela española contemporánea: «El concepto "realismo", en el sentido con que es aplicado a la tendencia dominante en nuestra prosa narrativa de cualquier tiempo -y a tantas otras manifestaciones del espíritu nacional-, nos sirve para caracterizar gran parte de la novela española de hoy». En esa línea realista agrupa F. Almagro a Cela, como su máximo representante; a Darío Fernández Flórez, Carmen Laforet, Sebastián Juan Arbó -estos dos como realistas moderados-, Ignacio Agustí, José Suárez Carreño y José María Gironella.

Realismo podría ser el concepto amplio que subagrupase los más concretizables y convencionales de picarismo, naturalismo -o neopicarismo y neonaturalismo-, tremendismo, etc. Resulta algo arriesgado teorizar y hacer distingos sobre tan frágiles denominaciones. Aun así, y tras aceptar como rótulo general el de realismo, propuesto por F. Almagro, creo que cabe a la vez, según algunos críticos han hecho, incluir dentro de un naturalismo de estirpe decimonónica obras como Viento del Norte (1951) y La sangre (1952), de Elena Quiroga; así como dentro de un posible neopicarismo caerían el Pascual Duarte (1942), de Cela, y Lola, espejo oscuro, de Darío Fernández Flórez.

El vocablo tremendismo, sobre el cual ha escrito Cela exasperadas y burlonas líneas, y cuya invención se atribuye a Antonio de Zubiaurre, ha hecho fortuna para designar un cierto tipo de literatura española8. Para mí, tremendismo significa -fuera de su intención caricaturesca o quizá por ella misma- algo así como naturalismo con énfasis, referido éste no tanto a la expresión como a los temas, a la acumulación de horrores, violencias y crudezas.

Una opinión muy generalizada, contra la que Cela ha protestado, hace a éste padre del tremendismo novelesco con su Pascual Duarte. En realidad, tal novela está más cerca de la fórmula picaresca, que el autor prolongó luego en el Nuevo Lazarillo (1944), con menos fortuna y más literaturización. (Aún así no creo que esa obra de Cela sea tan mediocre como se ha dicho. Capítulos como el de la echadora de cartas y el aire general de un buen libro de viajes -el Lazarillo de Cela preludia, en cierto modo, la manera del Viaje por la Alcarria-, unido a la excelente calidad del lenguaje, hacen del relato algo más que un simple pastiche literario).

En Pabellón de reposo (1943) acentuó Cela, con nuevo signo, los elementos poéticos que ya podían percibirse en Pascual Duarte. Después, en La Colmena (1951), Cela ha pretendido quizá conseguir una poesía más escondida en la entraña del relato -esa poesía de lo vulgar, de lo insignificante- que en la epidermis. La Colmena -que para J. M. Castellet, en un muy comentado artículo, «Notas sobre la situación del escritor en España», publicado inicialmente en Laye y luego reproducido en Alcalá, es, con Historia de una escalera, de Buero Vallejo, la única obra auténtica y reveladora de la literatura española de la posguerra- cae de lleno en la manera naturalista e incluso se resiente de algunos peligros propios de ésta: excesiva carga costumbrista, diálogo próximo, en ocasiones, a lo sainetesco, etc. El propio Cela, en un artículo9, ha revelado el enfoque naturalista de esta obra, al decir: «Lo que quise hacer no es más que lo que hice, dicho sea con todos los respetos debidos: echarme a la plazuela con mi maquinilla de fotógrafo y revelar después mi cuidadoso y modesto trabajito ambulante. Si mis modelos eran feos, tarados o desnutridos, ¡mala suerte!».

No creo que sea demasiado difícil relacionar esa pretensión fotográfica, documental de Cela, con la que preocupó a tantos narradores naturalistas del siglo pasado.

Sin embargo, tanto el naturalismo de Cela como, en otro plano, el de Elena Quiroga se diferencian del de las novelas del XIX en varios aspectos fundamentales. Donde en Zola, por ejemplo, había agotador acarreo de detalles, prolijas descripciones y obsesión tendenciosa, hay -en La Colmena, sobre todo- una eficacísima economía descriptiva, un quedarse con lo esencial -rasgo, léxico, ademán- para conseguir, con el mínimum de trazos y recursos, la más intensa sensación de vida captada en su cálido fluir.

Cela, en el prólogo de su última novela -Mrs. Caldwell habla con su hijo (1953), merecedora del elogio de Pemán en un inolvidable artículo-, teoriza sobre su labor narrativa y sobre las diferentes técnicas empleadas en sus cinco novelas hasta ahora aparecidas. De toda su teoría me interesa resaltar aquí algo que quedaba insinuado en la autocrítica de La Colmena: la flexibilidad máxima que el género novela tiene para este escritor. En el prólogo de Mrs. Caldwell llega a decir: «Es posible que la única definición sensata que sobre este género pudiera darse fuera la de decir que novela es todo aquello que, editado en forma de libro, admite debajo del título, y entre paréntesis, la palabra, novela».

Resulta casi inevitable relacionar esta actitud de Cela, frente a los reproches de algunos críticos que discuten la pureza o densidad novelesca de sus obras, con la muy semejante de Unamuno, víctima de parecidas censuras, al eludir éstas mediante la invención del término nivola. Cela llega al mismo resultado. No cambia la denominación del género, pero -como Baroja en el prólogo de La nave de los locos, al hablar de la permeabilidad e invertebración de la novela- admite que todo cabe bajo ese título, con lo cual, en sustancia, se llega a la misma solución unamuniana. Tanto da denominar nivola lo que los rígidos preceptistas niegan ser novela, como reservar este término para todo lo que admite forma de libro.




V

Podrán variar los nombres, ser más o menos; pero en todos los recuentos y balances que los críticos vienen haciendo de la novela actual figura siempre Carmen Laforet como la más asombrosa revelación literaria de la posguerra española.

La concesión, en 1944, del primer «Nadal» a Nada, de Carmen Laforet, sirvió no sólo para prestigiar el que, año tras año, sigue siendo el más codiciado premio literario español, sino también para traer a todos, críticos y lectores, la convicción y la alegría de que nuestras letras contemporáneas contaban ya con una obra calificable de universal. La aparición, en 1952, de La isla y los demonios demostró asimismo a todos, tanto a los que dudaban de la continuidad creadora de la Laforet como a quienes confiaban en ella, que esta joven escritora, con sólo dos novelas, ocupa hoy un primer puesto dentro de nuestra literatura narrativa, por la enorme autenticidad humana de sus dos relatos -el mismo, en sustancia, mejorado, madurado en su segunda versión- y por la calidad y pureza narrativa del lenguaje, el más eficazmente novelesco de cuantos hoy existen en España.

También -como del Pascual Duarte- se ha dicho de Nada que es una novela tremendista, y se han buscado en ella resonancias dostoyevskianas. Más acertado me parece el término empleado por F. Almagro, de realismo moderado. Tanto Nada como La isla y los demonios son, fundamentalmente, dos espléndidas novelas psicológicas, con una impregnación tan fuerte de vida y de verdad como quizá nunca la tuvo novela alguna española.

No siempre los críticos han buscado raíces españolas a la nueva literatura realista o naturalista. Si ante Viento del Norte, de Elena Quiroga, se ha recordado el nombre de la Pardo Bazán, ante ciertas novelas de Mercedes Fórmica -La ciudad perdida- y de Suárez Carreño -Las últimas horas- se ha pensado en la reciente novelística norteamericana, en Hemingway y, sobre todo, en Faulkner. Con relación a Las últimas horas, creo que se ha exagerado en cuanto a su posible faulknerismo. La obra de Suárez Carreño está muy dentro de la tradición europea, elaborada inteligentemente y con un bien manejado contrapunto de acciones simultáneas, que se conjugan de manera impresionante en los capítulos finales.

En la línea realista que vengo reseñando habría que incluir también las cuatro novelas que hasta el momento lleva publicadas Miguel Delibes, descubierto en 1947 por el «Nadal» que fue concedido a La sombra del ciprés es alargada, espléndida de tema, pero malograda en su desarrollo general. El máximo acierto de este novelista continúa siendo El camino (1951), seguido de Aún es de día (1949). Son dos de las obras más llenas de ternura y emoción de la joven novela española. En las páginas del último libro de Delibes, Mi idolatrado hijo Sisí (1953), no falta emoción, pero ésta no supera la entrañada en El camino. Delibes es un narrador que gusta de la construcción lineal y sin complicaciones, así como de un diálogo también sencillo y directo, bastante eficaz novelísticamente. En Mi idolatrado hijo Sisí ha sido empleada, en algunos capítulos, una técnica próxima a la de Dos Passos en la trilogía U. S. A. El paso del tiempo, en la novela española, viene dado, en ciertas ocasiones, por la reproducción de noticias o anuncios de periódicos de épocas pasadas, que, en su mayoría, son reales.

Aún cabría agrupar muchos más nombres en esta dirección realista: Darío Fernández Flórez, que, tras Zarabanda, consiguió uno de los mayores éxitos de público y de crítica de estos años con Lola, espejo oscuro; Luis Romero, que, con La noria («Nadal» 1951), ha dado a la novela española uno de los relatos más ágiles y más de nuestro tiempo en tema, personajes y técnica; Dolores Medio, dentro del realismo más suave de Nosotros, los Rivero («Nadal» 1952), una novela que ha suscitado las más diversas reacciones de los críticos, y en la que, indudablemente, hay más aciertos de los que han querido regateársele, entre ellos la descripción de las psicologías de los principales personajes a través de las peculiaridades de sus habitaciones; José María Jove, que, en Mientras llueve en la tierra (1953), ha combinado realismo y bella precisión descriptiva; Ana María Matute, una de las más intensas y personales escritoras españolas de hoy, con obras tan logradas como Los Abel y Fiesta al Noroeste (1953); Manuel Pombo Angulo, con novelas tan leídas como Hospital general, Sin patria y Valle sombrío; R. Fernández de la Reguera, con Cuando voy a morir (Premio «Ciudad de Barcelona» 1950); Marcial Suárez, con La llaga (1942); Segismundo Luengo, con El Duero venía loco (1948); Eusebio García Luengo, con El malogrado (1945) y No sé, e incluso F. García Pavón, con Cerca de Oviedo (1946), en donde realidad, humor y costumbrismo satírico se mezclan en bien lograda proporción.

De disponer de más espacio sería interesante resumir algo de lo dicho en contra y en defensa de todo esta novelística realista y, en especial, de la despeñada en el llamado tremendismo. Recuérdense algunas polémicas periodísticas, como la mantenida entre Francisco de Cossío y Rafael Vázquez Zamora, o la queja formulada por Federico Sopeña en un artículo, «¡Basta, por Dios!», publicado en Arriba, denunciador de la excesiva truculencia y morbosidad de cierto amplio sector de la actual literatura española.




VI

Con la denominación neorromanticismo, aplicada a otra dirección de la novela, ocurre algo parecido a lo dicho de los rótulos incluibles en el general de realismo. Y aún hay más imprecisión quizá en esta segunda adjetivación, ya que si, en algún caso, cabe hablar de novelas neorrománticas, la ampliación de este calificativo a todo un conjunto o tendencia supone numerosos riesgos de inexactitud.

Sin embargo, a falta de otro término más preciso, se ha venido usando éste para designar, por contraste, un tipo de relato distinto de los reseñados en el apartado anterior. Claro es que, usando del esquema estrictamente negativo, cabe alinear, en las laderas opuestas al tremendismo, obras de contenido, estilo y tono tan distintos entre sí como puedan serlo La casa de la fama, el Alfanhuí, de Sánchez Ferlosio, y el Pedrito de Andía, de Sánchez Mazas, que Eugenia Serrano, en un artículo titulado «Hacia un renacimiento de la novela española»10, consideraba unidas por un denominador común de «suave neorromanticismo». Donde en La casa de la fama hay pretensión épica y estructura narrativa a lo siglo XIX, en las Industrias y andanzas de Alfanhuí, de Sánchez Ferlosio, hoy prodigiosa imaginación y extraordinaria calidad poética, y en La vida nueva de Pedrito Andía un equilibrio afectivo y estructural casi calificable de clásico.

Fueron fundamentalmente dos novelas: Buhardilla, de Enrique Nacher, y, sobre todo, Las pasiones artificiales (1950), de Carlos Martínez Barbeito, las que merecieron la calificación de inauguradoras de un nuevo romanticismo novelesco español11, en el que después se han incluido obras tan dispares como Carta de ayer, de Luis Romero, y el Pedrito de Andía, de Sánchez Mazas.

Creo que las dos obras más significativas de esta otra tendencia narrativa española, que discurre fuera de los cauces del naturalismo o picarismo novelesco, son Las pasiones artificiales y La vida nueva de Pedrito de Andía. Fuera de coincidir ambas en el tema del adolescente enamorado, difieren en todo lo demás: estructura, estilo, etc. El final de la obra de Martínez Barbeito contrasta, por su tono trágico, con el tan feliz, casi una estilización de desenlace de cuento, del Pedrito de Andía.

Sin embargo, me parece que estas dos novelas coinciden también en lo que podríamos llamar su tono europeo, la finura en el matiz, el eco de lecturas, la carga humanística que conllevan. En las páginas de uno y otro relato se ve a dos escritores inteligentes, que, sin caer en la pedantería o en la desorbitación extranovelesca, son capaces de elevar la novela española a ese nivel cultural que tantas veces han echado de menos los críticos. (Creo que otro de los escritores actuales con buena preparación humanística, que podría hacer mucho en este sentido, es Gonzalo Torrente Ballester. Su relato breve Ifigenia es buena muestra de un camino a seguir, lleno de posibilidades).

Si la traducción francesa de Pedrito de Andía ha podido ser anunciada como Le grand Meaulnes español, determinados momentos de la obra de Martínez Barbeito, ciertos matices en la captación de impresiones y en el actuar de una sensibilidad muy fina, recuerdan a Proust.

Otro mundo delicado de matices y de afinada sensibilidad, en este caso femenina, se percibe en la novela de Eulalia Galvarriato Cinco sombras, un poco proustiana también en la nostalgia y la evocación del tiempo ido. Vicente Aleixandre supo destacar la presencia, en este relato, de un elemento casi desconocido o, por lo menos, escaso en nuestra literatura de todos los tiempos: la ternura. Esa ternura que Aleixandre vio en las páginas de algún cuento de Clarín, y que hoy sigue viviendo en las de novelas como Cinco sombras, El camino o La vida nueva de Pedrito de Andía.




VII

Es evidente que en este rápido recuento han quedado fuera muchos nombres, muchas modalidades -entre ellas el relato de humor: Villalonga, Neville, Laiglesia, Tono, Mihura, Clarasó, etcétera- y muchos aspectos de la actual novela española. Una especial consideración merecería la abundancia de novelistas femeninas. En ninguna época ha habido tantas en nuestra literatura, y rara vez sus obras han alcanzado la alta calidad que hoy posee el novelar de Carmen Laforet, Elena Quiroga, Ana María Matute, Eulalia Galvarriato, Carmen Conde, Mercedes Fórmica, Elena Soriano, Elisabeth Mulder, Mercedes Sáenz Alonso, Paulina Crussat, Rosa María Cajal, Dolores Medio, etc.

Hubiera sido asimismo conveniente comentar la abundancia de premios para novela existentes en España: Nacionales de Literatura, Real Academia Española, Cultura Hispánica, Nadal, Ciudad de Barcelona, Pujol, Círculo de Bellas Artes, Internacional de primera novela, de la editorial Janés; el de la editorial Planeta, el de novela policíaca de la editorial Aymá, el J. Martorell para novelas catalanas, los del café Gijón, la tertulia Naranco, Novela del Sábado, para novelas cortas, etc. Jamás ha existido en nuestra patria un estímulo tan poderoso para la creación novelesca -téngase en cuenta que hay premios, como el de la editorial Planeta, de 100.000 pesetas- y nunca ha sido tan grande y tan sincera la expectación despertada en torno a la concesión de algunos de estos premios, sobre todo del «Nadal», que cuenta ya con una tradición y unos nombres capaces de hacer de él -se ha dicho- algo así como el equivalente del Goncourt francés. (Del interés provocado por el premio «Nadal», Nosotros, los Rivero, puede dar idea el hecho de que antes de llegar la novela a las librerías, cabía prever y podía considerarse como agotada la primera edición, vendida, efectivamente, en poquísimo tiempo).

A los editores españoles les interesa ya la publicación de obras de nuestros novelistas, y en los últimos años todos hemos podido advertir un crescendo cada vez más intenso en la aparición de novelas españolas en las librerías. La rapidez con que se han agotado algunas de ellas -Lola, espejo oscuro; Los cipreses creen en Dios, etcétera- resulta enormemente expresiva.

Y de manera semejante a como, en el siglo pasado, el Ateneo de Madrid fue centro de discusiones y conferencias sobre la novela, en los últimos años narradores y críticos han vuelto a pasar por esa tribuna para ocuparse del momento novelístico actual, coincidiendo, en general, en creer que, de no haberse dado ya, pronto habrá que reconocer la existencia de un segundo renacimiento de la novela española.

Quizá sea prematuro y poco afortunado el prolongar esa idea de renacimiento que Gómez de Baquero aplicó a la novelística nacional del XIX. Aun así, el solo hecho de que pueda haber surgido un cierto ambiente polémico en torno a si es o no un espejismo tal resurrección, indica la existencia de un estado de opinión que es el resultado de lo hecho, desde 1939, en materia novelística.

El que poetas como Ildefonso Manuel Gil -con La moneda en el suelo (1951), Juan Pedro, el dallador (1953)- o ensayistas y críticos de arte como Enrique Azcoaga -con El empleado (1949)- hayan cultivado con éxito la novela, expresa claramente las grandes posibilidades de comunicación que el género tiene, en competencia con otros más minoritarios hoy -la poesía- o más masificados -ciertas formas teatrales o seudoteatrales que nuestra escena padece.

La novela, en el justo medio, tiene hoy en España un público que ha de ser su mejor esperanza, puesto que en él entra esa gran minoría nacional que siempre ha figurado al frente de nuestras más universales empresas.





 
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