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ArribaAbajo2. Eco en la crítica

He aquí, ordenadas cronológicamente según su aparición, las críticas y reseñas, publicadas en periódicos, revistas o folletos en el año de la publicación de esta novela (1888), que hemos consultado.

  1. «PEDRO SÁNCHEZ» [José M.ª QUINTANILLA] «Páginas madrileñas. Con motivo de La Montálvez», Miscelánea Semanal de El Atlántico, Santander, 2 de enero; hoja I, año III, n.º 2890.
  2. «FARSANI» [¿Fermín BOLADO ZUBELDIA?], en su sección «Al Garete», El Aviso, Santander, 10 de enero; año XVII, n.º 4891.
  3. «PEPE» [José ESTRAÑI], «Pacotilla. Al Insigne autor de La Montálvez», La Voz Montañesa, Santander, 14 de enero; 3 época, año XVI, n.º 4001892.
  4. «CASA AJENA» [Enrique MENÉNDEZ PELAYO], «Sobre lo mismo», Miscelánea Semanal de El Atlántico, Santander, 16 de enero; hoja 3.ª, año III, n.º 16.
  5. «PEDRO SÁNCHEZ», «Autores y libros. La Montálvez», La Época, Madrid, 20 de enero, 30 de enero y 3 de marzo. Lo reproduce El Atlántico, de Santander, los días 22 de enero, 1 de febrero y 6 de marzo; año III, núms. 22, 32 y 64.
  6. «FARSANI», en su sección «Al garete», El Aviso, Santander, 21 de enero; año XVII, n.º 9.
  7. «ALBINO» [Albino MADRAZO], «Líneas. A propósito de La Montálvez», Boletín de Comercio, Santander, 22, 25, 26 de enero; año LI, números 18, 20 y 21.
  8. Ricardo OLARÁN, «Carta abierta a Casa Ajena», Miscelánea Semanal de El Atlántico, Santander, 23 de enero; hoja 4.ª, año III, n.º 23.
  9. «PEDRO SÁNCHEZ», «Páginas madrileñas. Una conversación sobre lo mismo», Miscelánea Semanal de El Atlántico, 23 de enero; hoja 4.ª, año III, n.º 23.
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  11. [José M.ª de PEREDA y Luis COLOMA], «La Montálvez, juzgada por el padre Coloma», El Atlántico, Santander, 28 de enero; año III, n.º 28893.
  12. «PORTHOS», «¡Alto el fuego!», El Ebro, Reinosa (Santander), 29 de enero; año V, n.º 196.
  13. «FULANO», «La Montálvez», El Correo de Cantabria, Santander, 1 de febrero; año VII, n.º 14.
  14. Sin firma [probablemente «FARSANI»], «Pasatiempos», El Aviso, Santander, 2 de febrero; año XVII, n.º 14894.
  15. «MATICA», «Sobre lo mismo», El Impulsor, Torrelavega, 5 de febrero; año XV, n.º 551.
  16. A. LÓPEZ BUSTAMANTE, «La Montálvez», La Libertad, Valladolid, 6 de febrero; año VIII, n.º 2.153.
  17. F. MIQUEL Y BADÍA, «La Montálvez», Diario de Barcelona, 8 de febrero; n.º 39, págs. 1.760-1.762.
  18. «CLARÍN» [Leopoldo ALAS], «La Montálvez», La Justicia, Madrid, 13, 14 y 18 de febrero; año 1, núms. 43, 44 y 48895.
  19. Salvador RUEDA, en El Globo, Madrid, 20 de febrero.
  20. Benito PÉREZ GALDÓS; «Carta» en La Prensa, Buenos Aires, 28 de febrero896.
  21. Demetrio DUQUE Y MERINO, «Eco de las provincias españolas», El Correo Español, La Habana, 29 de febrero; año I, n.º 12.
  22. —265→
  23. R. GIL OSORIO Y SÁNCHEZ [J. M.ª QUINTANILLA897], «Crítica literaria. La última novela de Pereda», Revista de España, 29 de febrero, tomo 119, n.º 474, págs. 606-618.
  24. M. FERNÁNDEZ JUNCOS, «Crítica literaria», Revista Puertorriqueña, Puerto Rico, 1 de marzo; año I, tomo I, n.º 6, págs. 510-515.
  25. Federico URRECHA, «Balance de febrero», El Porvenir Vascongado, Bilbao, 6 de marzo; año VI, n.º 1.059898.
  26. J. ORTEGA MUNILLA, «Madrid», Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 12 de marzo899.
  27. J. RODRÍGUEZ LAORDEN, «Carta abierta a un mi amigo que está en Cóbreces», La Unión Mercantil e Industrial, Sevilla, 16 de marzo y 10 de abril; año VII, núms. 1.077 y 1.089900.
  28. «DON FÉLIX DE MONTEMAR», «La Montálvez», Semana Literaria de El Noticiero, Madrid, 19 y 26 de marzo, 2, 9 y 23 de abril; año VI, núms. 1.185, 1.192, 1.198, 1.205 y 1.219.
  29. J. YXART, «De nuestra colaboración particular. La Montálvez», La Vanguardia, Barcelona, 22 de marzo; año VIII, n.º 136.
  30. A. CORTÓN, «Notas matritenses. Pereda y La Montálvez», El Buscapié, Puerto Rico, 25 de marzo; año XII, n.º 13901.
  31. «PALMERÍN DE OLIVA» [L. RUIZ Y CONTRERAS], «La Montálvez», Revista Contemporánea, Madrid, 30 de marzo, LXIX, n.º 296, págs. 495-506; 15 de abril, LXX, n.º 296, págs. 25-36902.
  32. —266→
  33. «ARMÓNICO», «Letras. Variedades. La Montálvez», La Paz, Madrid, 10 de abril; año I, n.º 2.
  34. León MEDINA, «La Montálvez», La Unión Católica, Madrid, 11 de abril, año II, n.º 257.
  35. F. SOSA, «La última novela de Pereda», El Pabellón Nacional, México, 29 de abril y 6 de mayo; año II, números......? y 356903.
  36. Santiago de LINIERS, «La Montálvez», La Unión Católica, Madrid, 1 de mayo; año II, n.º 274.
  37. Luis VIDART, «La historia y la novela», Revista de España, tomo 121, 15 de mayo, n.º 479, págs. 19-31; 30 de mayo, n.º 480, págs. 218-231904.
  38. L. L. de L., «El Cervantes Montañés», El Atlántico, Santander, 31 de mayo; año III, n.º 149905.
  39. B. MUÑOZ SERRANO, «La Montálvez», Diario de Calatayud, 5 de junio; 2.ª época, año XII, n.º 120.
  40. Luis ALFONSO, «Libros españoles. La Montálvez», La Dinastía, Barcelona, 22 de julio; año VI, n.º 2.880.
  41. A. RUBIÓ Y LLUCH, «La Montálvez», El Correo de las Aldeas, Bogotá, 18 de octubre; serie II, n.º 23, págs. 353-355.
  42. «FARSANI», «El proceso de Pereda o Juicio Oral de La Montálvez», Álbum de El Aviso, Santander, 1888906.


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ArribaAbajo 3. Pereda y la crítica a propósito de «La Montález»907

Todavía cuando el libro se estaba imprimiendo, ya preparaba el autor, a través de su portavoz, José M.ª Quintanilla, el que habría de ser primer artículo sobre La Montálvez. Así podemos deducirlo de algunas cartas del novelista al crítico santanderino -entonces en Madrid- fechadas en diciembre de 1887. El día 14 le escribe: «No entiendo lo que deseas al pedirme "algo detallado de su propia crítica (de la novela)... de la historia interna"... Explícate mejor; concrétame los casos»908. No está muy claro lo que puedan significar esas palabras, pero no es muy arriesgado suponer que Quintanilla, para el artículo que preparaba mientras leía el manuscrito o lo que se iba imprimiendo del libro, deseaba que el propio autor le suministrase algo parecido a una autocrítica. Esa petición fue satisfecha con creces por Pereda en una extensa carta, fechada el día 22, en la que descubre sus intenciones al escribir aquel libro, sus esperanzas y temores ante el resultado, las posibles filiaciones de escuela que pudieran señalarse, amén de utilísimas indicaciones para entender la historia que aquel libro contaba, el desarrollo de su trama, etc. Se trata, por todo ello, de un valiosísimo texto del que nos serviremos repetidamente a lo largo de este capítulo. Citemos ahora algunas frases que se refieren al artículo que se preparaba: «Al primer vistazo has descubierto cuanto yo me propuse al escribir es ta novela [...] Por lo demás, en las mismas preguntas que me haces están escritas las respuestas, con sólo suprimir los interrogantes y anteponer un "no" a algunas de ellas909. [...] Puedes afirmar esto como adivinado por ti, con todo lo que de ello deduzcas y se te antoje oportuno. [...] Cuento con que te bastará para tus fines con lo que te dejo apuntado a escape, puesto que me lo pides con urgencia»910.

El artículo de «Pedro Sánchez» se publicó el 2 de enero, cuando «todavía, para desgracia de sus impacientes admiradores, no ha dejado de ser inédita la sobresaliente producción del insigne maestro montañés», según se indica en el mismo artículo; el crítico, que justifica su conocimiento del libro en su amistad con un amigo de Pereda, Manuel   —268→   Marañón911, dedica su comentario a elogiar lo que considera principales novedades de La Montálvez: su ambientación en el gran mundo de la aristocracia cortesana, su carácter de novela de análisis psicológico912 y su protagonismo femenino. En su afán por destacar la novedad de aquel asunto, Quintanilla se detuvo más de lo debido en explicar el argumento de la historia, con gran disgusto de Pereda que se lo reprochará en estos términos: «No quiero ocultarte que el capítulo que dedicas a contar el argumento me puso de un humor de todos los demonios; me quitaste toda la ilusión que yo tenía esperando estudiar el efecto de la cosa en ciertas y determinadas personas que de fijo han leído la delación tuya». El párrafo nos parece extraordinariamente ilustrativo de la actitud perediana ante el impacto que la novedad de aquella historia podía producir en determinados lectores de los círculos que él frecuentaba: una muestra más de esa dependencia excesiva de Pereda con respecto a su ambiente local que con tanto acierto señaló Montesinos913. Algunas líneas más abajo se le escapa al novelista esta exclamación que confirma lo que apuntamos acerca de su función orientadora en esta primera crítica de su novela: «¡Cuánto siento que no consultaras conmigo ese propósito, que me era desconocido en tí!»914.

Antes de que se publiquen nuevos artículos en la prensa, Pereda tiene ocasión de recibir algunos comentarios orales de lectores amigos de Santander, que le confirman sus esperanzas; «ahora creo yo también que he hecho algo -confiesa a Quintanilla-; por lo menos, y según la observación hecha de determinados lectores de aquí con quienes yo contaba para el experimento, resulta en el libro lo que yo me propuse al escribirlo, lo cual no es poco»915.

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Tras los primeros comentarios en la prensa local, sumamente elogiosos, pero con escaso interés crítico, es de nuevo «Pedro Sánchez» el que rompe el fuego en la prensa madrileña con un extenso artículo en tres entregas de La Época; ese carácter de primicia es destacado por El Atlántico al reproducirlo días más tarde916. Durante casi un mes, la prensa madrileña guarda silencio, mientras se suceden los comentarios y las reseñas, siempre laudatorias y escasamente críticas, en la prensa de Santander y su provincia. Se empieza a hablar de conspiración de silencio de la crítica madrileña ante la novela anticortesana de Pereda. «He de decir -escribe Albino Madrazo- que no comprendo, si es cierta, la conjuración del silencio urdida contra La Montálvez»917. Ni que decir tiene que el más afectado por esa sospecha era el propio Pereda, tan susceptible ante estos temas: «No puedo satisfacer la curiosidad que usted siente por saber cómo ha sido recibida la novela en el mundo literario y en el mundo elegante -escribe a Coloma el 31 de enero-. No sé más sino que se vende m ucho en Madrid; pero la Prensa no ha dicho aún una palabra, contra su costumbre con mis libros. En esta ciudad se ha escrito mucho y en sentido encomiástico, y ha tenido la obra un gran éxito; pero no es aquí donde yo quería estudiar el efecto de la pintura»918.

Desde Madrid «Pedro Sánchez» hace lo posible por alejar tales recelos: envía a El Atlántico un artículo en el que, mediante un imaginario diálogo en torno a la última novela perediana, tras elogiarla y comentar el impacto crítico que ha producido, a pesar de las escasas reseñas publicadas, se informa de la aparición próxima de algunas: «Sé que Clarín lo hará en La justicia y Salvador Rueda en El Globo. Sé también que escribirá algo Ortega Munilla en cuanto regrese de Italia, y se más, sé... que en El Correo, en El Correo, ¿entiendes? admiraremos un artículo anónimo cuyo autor tiene un apellido sinónimo de Gloria»919.

Quintanilla hablaba con conocimiento de causa, ya que parece ser que era él mismo el encargado de gestionar la publicación de críticas en la prensa de Madrid. La lectura de las cartas que le remite Pereda a lo largo de los meses de enero, febrero y marzo de ese año muestran la patética lucha de ambos escritores para colocar la novela ante la   —270→   crítica y la sociedad literaria de la corte. «Bien lo trabajas, bien lo plumeas... bien te desvives y desgañitas», comenta el novelista en carta de 24 de enero920; dos días más tarde lamenta: «Ni una sola de las muchas personas a quienes regalé ejemplar en Madrid me ha dicho una palabra de él. Jamás ha sido envuelto ahí un libro mío en silencio más imponente». Y concluye con estas palabras sus comentarios ante el enojoso asunto: «Basta ya de mi pleito, que ha de concluir por empalagarnos a todos»921.

A falta de los juicios de escritores de prestigio, y también para acallar los primeros comentarios acerca de una supuesta inmoralidad de La Montálvez922 Pereda hizo publicar en El Atlántico una carta suya que presentaba y comentaba otra de Coloma, en la que el novelista jesuita no sólo exculpaba a la novela de cualquier posible inmoralidad, sino que incluso la recomendaba como ejemplar923.

Sin duda, la crítica más deseada y temida habría de ser la de Leopoldo Alas. Ya conocía Pereda su opinión de manera privada, según se concluye de estas palabras a Quintanilla: «Después de hacerle hablar por medio de mi apremio, habló [Alas] dos veces, y muy frío en el tono general de sus alabanzas, siempre seguidas de muchos y graves peros; y son tan contradictorios a veces las unas de los otros, que a no tener mejor idea formada de él le creería ahora influido por la pasión que le hizo escribir aquel célebre artículo sobre El buey suelto...924. Ya veremos en el artículo que debe de haber escrito para La Justicia...»925. En efecto, el artículo allí publicado confirmaría las sospechas del novelista de Polanco; como ha escrito Laureano Bonet «la amplia reseña cuajada de silencios reveladores, de alusiones indirectas y elogios a veces poco convincentes, es una clara muestra de cómo Leopoldo Alas no se atrevió a juzgar con severidad la tan discutible novela de Pereda»926. Así lo comentó este en carta a Quintanilla: «Lo que se me ocurre sobre el articulo de Clarín es mejor para hablarlo que para escrito, y ya hablaremos cuando podamos; entre tanto, explícate si puedes ese afán de citar, diluir   —271→   y comentar defectos "porque no digan" y ese encogimiento casi pavoroso para prometer menciones de bellezas, que al cabo no se hacen "por falta de tiempo y espacio"»927.

No sabemos en qué términos comentó Pereda a Alas su artículo, aunque podemos deducirlos de una carta del crítico asturiano a Menéndez Pelayo fechada el 12 de marzo: «He leído La Montálvez, he hablado mucho de ella en un periódico que casi nadie lee, La Justicia; la he defendido de palabra y por escrito y ahora don José me echa filípica cariñosa, pero algo nerviosilla, quejándose de mi defensa. No ha visto en ella lo que yo creo haber puesto»928. No debía estar Clarín muy seguro de que su reseña fuese una defensa de La Montálvez, a juzgar por las palabras con que la concluía: «En este artículo he caído en el mismo defecto que noto en La Montálvez, he sido desproporcionado; tratando de un libro en que las bellezas, a la larga, oscurecen los defectos, he consagrado cuartillas y más cuartillas a poner reparos, y he dicho poco, casi nada de lo que en La Montálvez admiro. Pero no importa. Acaso más vale así. La malicia tiene en la pícara sociedad sus derechos. Digo respecto de mi conducta en esta ocasión, lo mismo que se puede decir respecto a la principal belleza de La Montálvez: Qui potest capere, capiat»929.

El 3 de marzo escribía Pereda a Federico Urrecha, agradeciéndole de antemano una mención a la novela en un próximo artículo; mención que teme no llegue a ver la luz «porque en nuestra benemérita prensa periódica no hay espacio para niñerías»930.

También hay frecuentes alusiones en las cartas de Pereda a Galdós al artículo que este había de publicar en La Prensa de Buenos Aires, dentro de la serie que, sobre diversos temas, remitía mensualmente al periódico argentino931, así como al proyecto que tenía el escritor canario de que, una vez publicado en América, su juicio se reprodujese en periódicos de España932. En uno de estos, El Correo, de Madrid, del 1 de abril, lo leyó Pereda y de inmediato escribió a su buen amigo, agradeciéndole   —272→   sus elogios a la novela y, sobre todo, aquella pública declaración de amistad que tanto le enorgullecía933.

Sumamente interesante es el asunto que se refiere al artículo que en el número 474 de la prestigiosa Revista de España firmaba un R. Gil Osorio y Sánchez; «bombo estrepitoso -muy del gusto de Pereda- que revela las cortas luces de su autor», en opinión de Montesinos934. En efecto, el autor de La Montálvez había comentado con Menéndez Pelayo este artículo con no oculta satisfacción («pone a la novela y a su autor por encima de los cuernos de la luna»935). De ahí la amarga desilusión que sufre cuando descubre que el autor de aquellas alabanzas no es otro que el infatigable Quintanilla, «Siéndome desconocido el tal Osorio que firmaba el artículo de la Revista de España -le escribe el 21 de marzo- a la media hora de haberlo leído empecé a sospechar qué manos lo habían hilado»936. La sospecha le es confirmada por Sinforoso Quintanilla, tío de «Pedro Sánchez» y amigo de Pereda; y añade: «No sé decirte si lo deploro o lo celebro, porque a la satisfacción de verte tan fecundo y adicto hay que unir la idea de la triste suerte de mi libro que no alcanza fuera de las amistades del autor otro aplauso que el falsificado»937.

Inexplicable, a no ser por la proverbial susceptibilidad perediana, resulta su reacción ante el comentario de Ortega Munilla en El Imparcial. En carta a Urrecha del 17 de marzo se refiere a aquel artículo con cierta reticencia938; en otra a Menéndez Pelayo del 21 del mismo mes habla de «la cursilada con fondos malévolos, en mi sentir», a propósito del texto de Ortega939; y en la que remite a Pérez Galdós el día 30 se expresa en términos más duros: «Leí la cosa de Munilla [...] si aquello no es una estupidez, es una canallada; y casi me inclino a lo último...»940. El posible motivo de tan irritada e injusta reacción no   —273→   estaría tanto en el juicio de Ortega sobre La Montálvez, discretamente elogioso aunque muy breve941, como en alguna opinión deslizada en otros lugares del artículo, en torno a ciertos aspectos de la personalidad del escritor; así su preferencia por el trato con campesinos y pescadores, en vez de con cortesanos942.

Parece ser que todavía en esas fechas, más de dos meses después de publicada la novela, seguía el fiel Quintanilla gestionando nuevos artículos críticos. Pereda, más experimentado y prudente que su joven amigo, se da cuenta de que tal actitud puede llegar a ser contraproducente y trata de poner fin a las gestiones: «no me mendiguéis artículos para el libro: a estas alturas los que no sean espontáneos más dañan que favorecen: son limosnas de pordioseros»943.

En conjunto, la impresión que en Pereda produjeron las críticas sobre La Montálvez fue una mezcla de despecho y perplejidad: lo primero, por lo que consideraba trato injusto y malintencionado; la segunda, por la disparidad de opiniones, tanto en artículos en la prensa como en cartas de lectores y amigos944. «No sé qué responder a lo que usted me dice sobre la conducta de la Prensa con mi novela -escribe a Coloma 8 de marzo-: hay muchos pareceres conformes con el de usted; y ya sé de tres periódicos que tienen desde hace mes y medio artículos de importancia en sus cartapacios sobre ella y no se han atrevido ni se atreven ni se atreverán a publicarlos [...] En cambio tengo una montaña de cartas sobre la mesa que no hablan de otra cosa, con la singularidad de que no hay en todas ellas dos pareceres iguales, ni sobre   —274→   el fondo ni sobre el conjunto ni sobre las particularidades de la obra»945. Lo mismo y con muy parecidas palabras repite en cartas de esas fechas a otros corresponsales: a Teodoro Llorente el 31 de marzo946; a Gumersindo Laverde el 7 de abril947; a Manuel Fernández Juncos el 19 de abril948.




ArribaAbajo 4. La «crítica confidencial» de La Montálvez

Como muestran las cartas de Pereda que acabamos de citar, además de las críticas impresas hubo una importante correspondencia privada en la que se juzgó la novela con no menos rigor que en la prensa; afortunadamente podemos contar con las que muy probablemente serían las más importantes de aquella serie: las firmadas por Menéndez Pelayo y Pérez Galdós. Conocemos la opinión de este por la carta publicada en La Prensa, de Buenos Aires; ello permite confrontar ese juicio con el que había remitido a Pereda a propósito de la novela, apenas concluida su lectura. Mucho más interesantes resultan todavía las cartas de Menéndez Pelayo (sobre todo la primera de ellas, tan extensa como lúcida), ya que, en contra de lo que era ya costumbre consagrada, el erudito santanderino no criticó esta vez públicamente el libro perediano, siendo La Montálvez uno de los pocos que se vieron privados de tan notable valedor949. De ahí que la lectura y análisis de estos juicios confidenciales de Menéndez Pelayo resulte indispensable para una exacta apreciación de su visión crítica de la obra del novelista de Polanco950.

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Ahora bien, cabría discutir si todas estas cartas a que nos estamos refiriendo deben ser consideradas como crítica literaria propiamente dicha, al mismo nivel que las impresas que hemos anotado en nuestro inventario. Porque, si bien en tales juicios epistolares se analiza, critica y valora la novela con el mismo detenimiento y rigor que en los artículos periodísticos, no hay que olvidar que por su carácter confidencial se expresan allí opiniones y comentarios que tal vez no se repetirían en público, o, al menos, no en los mismos términos. También hay que reconocer que ese mismo carácter privado hace que tales críticas carezcan de uno de los requisitos que reúnen la mayor parte de los textos que en esta investigación venimos utilizando, cual es el de su carácter público, y por ello, capaces de crear opinión, ser aceptados, discutidos, citados, etc. Pero no hay que olvidar tampoco que si los textos que vamos a comentar ahora no influyeron en el público lector ni en el resto de la crítica, sí lo hicieron, y mucho, en su destinatario, el propio novelista. Y uno de nuestros objetivos es, precisamente, el estudiar cómo la obra literaria de Pereda fue mediatizada en su desarrollo por las críticas de que fue objeto, independientemente del medio que se emplease para su expresión. Por todo ello consideramos no sólo justificable, sino de fundamental utilidad el ocuparnos en este capítulo de lo que llamamos «crítica confidencial» de La Montálvez.

El juicio de Pérez Galdós le había sido insistentemente reclamado por Pereda casi desde el momento mismo de la publicación del libro: «Quedaba V. el 9 de éste en el 8.º capítulo de La Montálvez; estamos a 30 y aún no se si ha concluido de leer el libraco, o si es tan mala la impresión que le ha dejado la lectura, que no se atreve a escribirme. Hace mal en ser tan reservado conmigo, que ya soy viejo, y nunca me prometí de nadie un aplauso para este fárrago de psicología pedestre y ramplona»951.

No muchos días más tarde, tal vez el 9 de febrero952, fecha el autor de los Episodios la carta en que satisface la petición de su amigo. Ya desde las primeras líneas se advierten las dificultades que ha debido superar para expresar sinceramente y en confianza sus juicios: «Le diré con franqueza mi opinión como lo he dicho siempre. Y no crea V. que es tan fácil dar de plano mi opinión sobre una obra de tal naturaleza, pues le juro a V. que he pasado grandes alternativas durante la lectura, pues a horas la obra me disgustaba, y a tiempos me gustaba extraordinariamente, hasta el entusiasmo». El análisis que a continuación hace de la novela es básicamente coincidente con el que por aquellos días había   —276→   escrito para el periódico bonaerense: así sus alabanzas a la que denomina «segunda mitad de la primera parte», su rotunda afirmación de que se trata de una novela de tesis (algo que tiene por pasado ya de moda, a juzgar por estas palabras de la carta privada: «es una obra de tesis, como las que hacíamos hace años»953), con la consiguiente ausencia de imparcialidad; pero mientras en La Prensa disculpa ese rasgo (porque «la imparcialidad no es ni puede ser una cualidad artística»954), en su comentario epistolar confiesa que la tesis no le parece acertada y reprocha al autor su ardor de sectario955.

Otra sensible diferencia, no de opinión, aunque sí en el modo de expresarla, hay entre ambos textos críticos a propósito del desenlace de la historia de La Montálvez; si bien es claro que a Galdós no le satisfizo aquel final, en la carta a Pereda apunta con acierto cómo son los defectos en la composición de los personajes los que lo desvirtúan956, mientras que en el texto remitido al periódico se limita a sugerir lo discutible del desenlace, demasiado subordinado a la tendencia de la novela957. También llama la atención su distinta valoración del personaje protagonista: mientras elogia públicamente aquel carácter literario958, en privado sólo lo menciona para juzgar su diálogo «poco ajustado a la realidad»959.

En su respuesta Pereda rechaza la opinión que su corresponsal había expresado con mayor fuerza: La Montálvez no es obra de tesis, aunque así lo parezca; es, en cambio, algo que nunca había intentado: «análisis psicológico y movimiento de afectos y pasiones»960. Defiende también el episodio final, el «idilio de Luz», apoyándose en los elogios que a tal parte de su obra habían hecho Clarín y Menéndez Pelayo961. Y muestra su complacencia porque Pérez Galdós aplauda el final de la primera   —277→   parte de la novela, ya que es algo de lo que él mismo se siente especialmente satisfecho962.

Así como no había vacilado en reclamar a su colega canario que opinase sobre la novela, el respeto y temor que a Pereda imponían los dictámenes de Menéndez Pelayo, le hicieron servirse de un intermediario para sondear la impresión producida por un libro del que se sentía poco seguro. «¿Y qué piensa Marcelino, de quien no sé una palabra? -escribe a Quintanilla el 24 de enero-. Si, como supongo, te tratas con él, déjate caer en su casa como de cuenta propia, y averigua su modo de pensar, y si piensa escribir sobre la novela y en qué periódico»963.

El día 4 de febrero fecha el bibliófilo santanderino su extensa carta, que puede ser tenida como uno de sus más notables trabajos críticos sobre un libro de Pereda964. En resumen, su juicio de la novela no es positivo, aunque, conocedor de la susceptibilidad de su amigo, intenta enmascarar los reproches como puede: «No quisiera yo que por estas reflexiones que con tanta sencillez propia de la amistad verdadera, voy haciendo, entendiera Vd. que La Montálvez no me había gustado. Todo lo contrario: en algunas partes me ha interesado y conmovido, y (aun en las menos felices) me he preguntado qué novelista había en España capaz de hacer otro tanto. Y la respuesta ha sido negativa, a pesar de lo cual sigo creyendo que La Montálvez [...] no es una caída ni tampoco un adelanto...»965.

Las precauciones de Menéndez Pelayo eran plenamente justificadas, pero resultaron contraproducentes; haciendo gala de una curiosa capacidad de comprensión, Pereda realiza una lectura tan parcial de aquella carta, que prácticamente la desvirtúa. Así se observa en las palabras con que la comenta a su amigo Quintanilla: «¿Te dije que Marcelino me había escrito? Cinco plieguecillos dedica a la novela, y después de declarar, entre otras "pequeñeces" que solamente yo soy capaz de escribir en España tan grandes obras de arte, comienza a tacharla hasta con ensañamiento por defectos aún más nimios que los de Clarín»966.

Después de leer tales comentarios no pueden sorprendernos demasiado los que hace en su tardía respuesta a Menéndez Pelayo, fechada el 7 de marzo; en ella muestra cómo no ha entendido, o no ha querido entender, cuáles eran los defectos notados por su sabio corresponsal, que   —278→   le parecen «trivialidades», mientras que se aferra ingenuamente a las alabanzas que allí aparecían, sin percatarse de lo que tenían de generalizaciones tópicas y benévolo contrapeso a los errores señalados. A pesar de todo ello, Pereda no era tan ingenuo que no se diera cuenta de que esta vez le sería difícil contar con el hasta entonces habitual elogio público de su prestigioso amigo. Por ello su carta concluye con esta ambigua postdata: «No he querido pedirte un artículo para la novela, que buena falta le ha hecho y le hace, por no someter a prueba tan dura tus repugnancias»967.

Que la opinión de Menéndez Pelayo era en realidad mucho menos benévola de lo que su carta permitía suponer a un lector poco malicioso, se comprueba cuando conocemos cómo comenta la novela a personas de su absoluta confianza; el día 10 de marzo escribe a su hermano Enrique: «Sobre La Montálvez escribí largamente a Pereda hace algunas semanas. Es una novela sumamente descolorida, porque el autor ha tenido que adivinar y construir a su manera los tipos; cosa enteramente contraria a su temperamento realista. Lo poco bueno que hay en el libro es romántico puro y bien se conoce que Dios no llama al autor por ese camino. En suma, La Montálvez es una novela floja y pesada, pero muy bien escrita. Esto último es lo que la salva». Y la sospecha que apuntábamos acerca del sentido que tenían algunos de los elogios que hacía en su carta a Pereda se confirma con esta confidencia: «Este juicio es para ti solo: al autor le he dorado mucho más la píldora y al parecer no ha quedado descontento»968.

Todavía siguen en el epistolario Pereda-Menéndez Pelayo algunas cartas más en las que prolongan los comentarios a esta novela. En la de Marcelino del 17 de marzo, además de reivindicar la sinceridad de sus juicios justifica el no haber comentado la novela en la prensa: «Precisamente por no estar yo seguro de este juicio mío se lo he contado a Vd. solo y no al público»969. Ante lo cual Pereda replica que habría preferido la crítica de Menéndez Pelayo a su silencio, puesto que está persuadido de que a los libros lo que más les perjudica «es el silencio o el bombeo [sic] inmerecido»970. Evidentemente, el autor de La Montálvez aún no se había dado cuenta de que, en este caso, su amigo había debido optar por el silencio, precisamente porque no quería propinar a la novela un «bombeo» inmerecido, ni menos aún, el durísimo juicio que en su concepto merecía.



  —279→  

ArribaAbajo 5. Una novela sobre la corrupción cortesana

Según comentábamos en las páginas iniciales de este capítulo, la primera idea de Pereda acerca de esta novela había sido la relativa al ambiente social que en ella había de reflejar; antes incluso de haber imaginado la historia que allí contaría, ya tenía claro que su asunto central había de consistir en el análisis crítico de la alta sociedad madrileña, evidenciando la corrupción moral que, a su juicio, la consumía.

Se insertaba así la novela en una modalidad que por aquellos años estaba adquiriendo una cierta resonancia971. No pasó inadvertida a la crítica coetánea la similitud entre esta novela de Pereda y otras, españolas o extranjeras, que también se ocupaban de la censura de la alta sociedad. Clarín en su crítica mencionó la novela de Paul Bourget, Mensonges972. Por su parte, L. L. de L. apuntaba que podía verse alguna semejanza con El Escándalo, de Alarcón. En cambio ningún crítico, que sepamos973, observó un antecedente que había en la misma obra narrativa de Pereda: su novelita La mujer del César (1870), cuyo asunto, el contraste entre la corrupción de la sociedad cortesana y la limpieza de espíritu provinciano «presagia las futuras inocentadas de La Montálvez», en palabras de Montesinos974.

Algunos años más tarde, el escandaloso éxito de Pequeñeces hizo recordar la novela perediana de 1888; el propio escritor cántabro relacionaba   —280→   ambos libros en la carta que escribía a Coloma el 10 de noviembre de 1890, comentando lo que iba leyendo de la novela del jesuita: «El prólogo es de oro; y no dirá usted que este dictamen es pura galantería si recuerda lo que a mí me aconteció al publicarse La Montálvez, con esas almas pías a quien usted flagela tan donosamente. Agraviado y todo, no hubiera dicho yo cosas tan de mi gusto, puesto a decirlas y sabiendo decirlas»975. Y en carta a Oller de marzo de 1891 se refería a Pequeñeces en estos términos: «Verá V. verdaderos horrores entre las gentes encopetadas que en ella pululan, horrores que dan por ciertos la Pardo, Luis Alfonso y otros que negaron en redondo la realidad de los de La Montálvez»976.

Las semejanzas y diferencias entre estas dos novelas fueron comentadas por Emilia Pardo Bazán, que apuntaba como principal ventaja del padre Coloma el que sí conocía el medio social que fustigaba, por lo que su visión era mucho más ajustada que la de Pereda977. Con esta observación la escritora coruñesa no hacía más que reiterar algo que fue extendidísima opinión entre la crítica inmediata a La Montálvez.

El primer crítico que alude a esta cuestión es Quintanilla: «Cual si hablara de cosas que le fueran muy conocidas y retratara tipos que le fueran muy familiares, gracias a esa portentosa adivinación, propia de los ingenios superiores, que destruye el fundamento de las exageraciones naturalistas, ni un carácter se le ha escapado»978. En su extensa crítica en La Época, desarrollará aquella idea: «De todas las excelencias de La Montálvez es quizás la mayor y la más sorprendente, la penetración que revela, reflejo de adivinación artística potentísima». Y tras un excurso en torno al papel que en el arte novelesco corresponde a la observación y a la imaginación, señala como muestras de la adivinación perediana: «escenas de colegios franceses que no vio jamás, y fiestas espléndidas a las que no quiso asistir; hábitos aristocráticos que no se avienen con su carácter y costumbres mundanas de que siempre ha huido; todos los cuales son accesorios de menor interés ante la importancia general del propósito realizado; no sólo ha trazado la completa ordenación de la vida en una gran ciudad donde de tarde en tarde se le cuenta como transeúnte, la exposición habilísima de las ideas y los conflictos de ella y la modelación, si cabe la palabra, de algunos de sus habitantes   —281→   influidos por un medio ambiente diverso, cuando no opuesto, al de la adorada tierruca»979.

Frente a tan benévolo dictamen, la mayor parte de los críticos señalaron como principal defecto de La Montálvez y causa de muchas de sus limitaciones artísticas, precisamente el desconocimiento que mostraba el novelista acerca de la sociedad supuestamente retratada. Francisco Miquel comentaba que era frecuente error de obras novelescas y teatrales el que en ellas «la sociedad aristocrática sale pintada con frecuencia de oídas»; pues bien, la novela de Pereda no se libra de tan común escollo: «es una de las novelas menos observada -permítasenos la frase- entre las que ha escrito [...] A la pintura del gran mundo le faltan toques que el autor no tenía reunidos, y por consecuencia para suplirlos, en lo que pudiera, ha tenido que acudir a sus recursos de literato potentísimo y de narrador consumado»980.

Otro crítico catalán, el de La Vanguardia, José Yxart, señala cómo ese desconocimiento del medio ambiente se descubre en el abuso que hace el novelista del referir en lugar de mostrar al tratar algunos puntos concretos de aquel ambiente: «la vida singular de la aristocracia madrileña se cuenta apelando a enumeraciones rápidas y a veces evasivas [...] Las grandes recepciones, las tertulias de confianza, los viajes de las tres gracias, los tes verdes, cuanto podría ser el cuadro vivido de aquella sociedad, todo se narra oblicuamente con mucha vis cómica, las más veces, pero no en aquella forma que trae consigo la fuerza de una evocación»; y comenta que, en cambio, cuando en otras novelas se halla «en lugares muy frecuentados y entre gentes tratadas con gran intimidad, bien seguro de sí mismo, sustituye el comentario con la escena, la reflexión con la acción, y funde con ella en las debidas proporciones la narración y el análisis».

Por su parte, Leopoldo Alas se dio cuenta de que el problema era más profundo: no sólo que el novelista tratase de un ambiente que le era ajeno, sino que no había acertado en el enfoque de la novela, malinterpretando los consejos de quienes le incitaban a ser más universal:

«Se le aconsejó muchas veces, yo entre muchos, que ahondara más en las almas, que no siempre pintase lo especial de Santander, sino lo más general, y, sobre todo, lo más profundo de lo humano. El salir de la montaña, más quería decir salir de la novela de costumbres exteriores, si se puede decir así, de   —282→   descripción local, en que predomina el elemento plástico, muy a nuestro sabor, pero en que faltan muchas otras cosas, que el gran novelista moderno debe tener y que Pereda puede ofrecernos; más quería decir esto, lo de salir de Santander que el empeño de un cambio geográfico en el lugar de la acción, aunque claro es que ciertos asuntos exigían también cambio de aires».



Lamentablemente, el simple cambio de aires tampoco fue propicio, porque el novelista eligió unos de los que muy poco conocía: «El Sr. Pereda -añade- sabe poco de estas materias; no ha vivido o ha vivido poco tiempo en lugar a propósito para estudiarlas, y como pasa como sobre ascuas por ellas, y como muchos entienden que la novela moderna ha de describir siempre todo lo que hay alrededor de quien habla, y, sobre todo, como Pereda nos tiene acostumbrados a sus maravillosos escenarios, de aquí sin duda que sea la decepción principal de los que se quejan, lo poco original, lo poco gráfico, lo poco fuerte, claro y real de la parte descriptiva de La Montálvez, salvadas algunas excepciones»981.

Y lo mismo había sido analizado con claridad por Menéndez Pelayo en su ya citada carta a Pereda del 4 de febrero cuando afirmaba:

«A mi ver, los defectos que La Montálvez tiene, y que son independientes del asunto y del talento de su autor, nacen de dos causas únicamente: falta de observación directa e inmediata y aversión general a los personajes y escenas que describe. La falta de observación se revela, no en que haya detalles falsos o de pura imaginación, sino en que, siendo el autor detallista por carácter y por temperamento, huye aquí de particularizar nada, propende a los resúmenes y a las generalidades, y procede siempre por grandes masas, al contrario de lo que ha hecho él siempre, y de lo que reclama la novela realista» 982.



Curiosamente, al año siguiente, cuando en la reseña a La Puchera aluda incidentalmente a La Montálvez -en el único juicio que sobre tal novela hizo en público- culpará de aquel error no al escritor, sino al ambiente elegido para tratar aquel asunto: «Con razón, aunque en términos demasiado absolutos, afirmaba Goethe que en la vida de las llamadas clases altas [...] no había encontrado ni un átomo de poesía [...]   —283→   Por eso, a mi juicio, erró en La Montálvez, no por culpa suya, sino por culpa del asunto»983.

No debe creerse, a la vista de los testimonios que venimos citando, que «Pedro Sánchez» se encontró solo en su defensa del novelista en este punto. Hubo algunos que, como él, hallaron meritorio el que el escritor de Polanco fuese capaz de reconstruir novelescamente un mundo que conocía muy poco; aunque no dejasen de señalar algún defecto que consideraban leve en ciertos detalles. Véase, como muestra, este párrafo de la crítica de Luis Alfonso: «El literato montañés, con intuición admirable, con sagacidad maravillosa, valiéndose -que de otra manera no ha podido valerse- de periódicos y libros -cuando más de algo que de pasada haya husmeado, durante sus rápidas visitas a Madrid cada cuatro o seis años-, ha reconstruido el medio, como ahora se dice, donde se agitan los personajes de la novela [...] Cierto que alguna que otra vez en un detalle nimio, en una menudencia que apenas reparará algún "curioso impertinente" [...] descúbrese la maña y colúmbrase que el autor conoce sólo por referencia ciertos perfiles de la que se denomina high-life». En parecidos términos se pronuncia, en la Revista de España, Luis Vidart: «Se ha acusado al Sr. Pereda de que es inexacto en la pintura que hace de las clases aristocráticas en su novela La Montálvez; y a la verdad que las damas y caballeros que allí nos describe quizá pecan de incorrecciones de forma que no cometen los originales de estos personajes; pero esta ligera inexactitud está más que compensada con la riqueza de observación psicológica que se descubre en la última obra del novelista santanderino»984.

Otros críticos hubo que incluso trataron de defender a nuestro novelista de aquellas acusaciones; aunque alguna defensa fuese tan poco consistente como la de Francisco Sosa en El Pabellón Nacional, de México: reconoce que, por encontrarse muy lejos de la corte madrileña, no puede comprobar la veracidad del ambiente de La Montálvez, por lo que se remite a la opinión de la crítica: «Cuantos críticos españoles han tratado de las obras de Pereda unánimes declaran que una de sus excelencias, como novelista es [...] la fidelidad con que describe las costumbres de los pueblos en los que supone desarrolladas las fábulas de sus libros. ¿Por qué dudar, entonces que en La Montálvez no se hubiese conducido como en las anteriores novelas, tan encomiadas precisamente por esas cualidades? [...] Por esas razones, y otras que me callo, tengo para mi que puedo desde México aceptar como verdades probadas las que Pereda dice en La Montálvez»985.

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Por supuesto que el mismo Pereda intervino, a través de sus cartas, en esa polémica; pero su argumentación no se planteó en el mismo nivel en el que se le objetaba. Entendió que se le acusaba de falsear la realidad, y de ello dedujo que los críticos cortesanos que tal decían, en definitiva trataban de defenderse a sí mismos, porque la corrupción de aquella sociedad también les salpicaba.

«No merece [la novela] el altivo desdén de los maestros de la gacetilla madrileña con que se han dignado castigar mis atrevimientos de provinciano: da gloria ver a esos pseudo-gomosos de la vía pública [...] llamarse de pronto a las faldas de las señoronas encopetadas cuyos vicios conozco yo por las relaciones de ellos, y hacerse o hacer ascos a mi novela». (Carta a Galdós de 9-II) 986. «No es la gente flagelada en el libro quien se ha llevado las manos a la cabeza al leerle, sino la crítica al menudeo, la bohemia de la gacetilla; humoristas con pelo en pecho y del..., los mismos por quienes sé yo mucho de lo que se narra en la parte escabrosa de la novela, porque no hablan de otra cosa en cuanto se les tira de la lengua; estos caballeros son los que parecen haberse puesto de acuerdo para gritar que no son así las gentonas madrileñas». (Carta a M. Fernández Juncos, 19-IV-88)987.

No hay que decir que, tras esta discusión, cada vez que en los años siguientes se alude en un artículo crítico a la novela perediana de 1888, sale a relucir de nuevo el conocido reproche. Por ejemplo, Lorenzo Benito, al reseñar La puchera (1889) en El Fomento, de Salamanca, dice de La Montálvez: «libro admirablemente escrito, pero falso desde la primera a la última página. Ni aquello es Madrid, ni aquellas son sus gentes»988. En cambio Luis Alfonso, con la misma ocasión, en La Dinastía, de Barcelona, repite su juicio de 1888: «...es libro primoroso y con estar hecho "de oído", en lo tocante a costumbres cortesanas, mejor, más sano, de más vigor y sobre todo de más pureza gramatical y moral que tantos y tantos otros, compuestos en el mismo medio y vívidos -según la jerga filosófico-literaria puesta en boga por el naturalismo francés»989.

El mismo Pereda iba a desempolvar la vieja discusión en 1891, en un capítulo de Nubes de estío que armó mucho ruido. El tal capítulo no era otra cosa que un ajuste de cuentas de Pereda con la crítica y la   —285→   prensa madrileña; a través de la conversación que sostienen diversos escritores y periodistas «provincianos» con un chico de la prensa de Madrid -todos ellos personajes de la novela- se comenta, entre otras cuestiones, la reacción usual de la crítica de la capital del reino cuando un escritor de provincias se atreve a censurar la sociedad cortesana. Y, como «imaginario» ejemplo, el personaje llamado Juan Fernández (que es reflejo del propio Quintanilla, por nombre periodístico «Pedro Sánchez»990, expone, aunque sin nombrarlo, el caso de Pereda y La Montálvez991.

Como era de esperar -y no otra sería la intención de Pereda- saltó de nuevo sobre el tapete la discusión de 1888. Esta vez fue Emilia Pardo Bazán la que aceptó el reto perediano con un artículo, «Los resquemores de Pereda» que había de desencadenar una de las polémicas más sonadas de la literatura de aquellos años992. Entre otras cosas que en su lugar oportuno comentaremos, allí se repetían opiniones que nos son ya conocidas: «La Montálvez no me sonó a cosa observada, no tanto por errores de detalle, que los aciertos superiores pueden compensar, por el fondo del libro, mera objetivación de un prejuicio»993. Precisamente en la polémica con Pereda que siguió a este artículo, fue donde la escritora gallega adujo el ejemplo de Coloma que más atrás mencionábamos, de paso que se defendía de las alusiones que el polanquino hacía a su novela Insolación; «no intenté -afirma- como el Sr. Pereda en su Montálvez, censurar a una clase entera, clase de que el Sr. Pereda difícilmente puede ser justo y fundado censor, por lo que ya me cansa repetir, porque no la ha estudiado»994.

También en el extenso artículo que con el título «Pereda y su último libro», publicó en su Nuevo Teatro Crítico el 1 de marzo de 1891, con motivo de la aparición de Nubes de estío repetía los ya gastados reproches a La Montálvez; aunque esta vez añade un extraño comentario, al referirse, entre las posibles fuentes que suplían la falta de información del novelista, a una «influencia, no extralegal, sino amistosa, la de cierto novelesco personaje, figura viva que está pidiendo a voces   —286→   el coleto de ámbar, la valona y la tizona [...], mas no desgarremos el velo que cubre al incógnito colaborador moral de La Montálvez»995.

Incluso desde periódicos próximos a su ideología, y también en respuesta al citado texto de Nubes de estío, tuvo que soportar Pereda que se le acusase de calumniar a la sociedad cortesana sin conocerla: «A Pereda no le sentó bien, por lo visto, que algunos críticos objetasen a La Montálvez la pecaminosa falsedad en que incurrió allí el maestro santanderino al pintar con horribles colores las costumbres de las gentes aristocráticas de la corte. Pues créalo Pereda, y no se incomode: en aquella pintura se equivocó de medio a medio»; y después de reconocer que, por supuesto, esa sociedad tiene graves defectos, que señala, afirma que «calumnia horriblemente a nuestra alta clase quien la pinte como un nido de víboras, según aparece en algunas desdichadas páginas de La Montálvez»996.

Todavía podrían citarse algunas opiniones más sobre este asunto, publicadas en los años siguientes997. Terminemos con esta perteneciente a una de las muchas notas necrológicas aparecidas en la prensa española en marzo de 1906. La firma Arturo Masriera en el Diario de Barcelona y dice del novelista recientemente desaparecido:

«Quiso Pereda en La Montálbez [sic] ofrecernos la novela de costumbres aristocráticas y poner de relieve todo lo podrido y lo cínico, todo lo escandaloso y sin entrañas que ciertas gentes de viso patrocinan y aceptan escudadas en el lustre y rumbo de su elevada posición social. Y surgió la semi-inocente Nica Montálbez, verdadera viborilla con faldas, tan hermosa como   —287→   procaz, tan falsa como perjura, y, lo que es peor, tan convencional como concebida lejos de aquel ambiente que es preciso respirar para retratar a los reptiles que en el mismo viven. Pereda había soñado La Montálvez; no la había visto en parte alguna: de ahí el aspecto convencional y falso de su heroína»998.






ArribaAbajo Una novela «de tesis»

Según apuntaban algunos de los textos críticos que hemos recogido en el apartado precedente, la visión que La Montálvez ofrecía de la high-life madrileña era falsa porque el autor se había dejado arrastrar sus prejuicios anticortesanos; una vez más -como en Don Gonzalo... en De tal palo...- la novela de Pereda mostraba la tendenciosidad propia de las obras de tesis. Que La Montálvez participaba de tal característica fue expresamente notado por diversos críticos y también, como ya vimos, por alguno de sus corresponsales.

Debió de ser José María Quintanilla el primero en señalárselo a Pereda, a juzgar por los términos en que este trata de rebatirlo en su carta del 22 de diciembre, cuando todavía el libro está en la imprenta: «No he querido hacer una novela tendenciosa; y sentiré de veras que haya resultado con tendencia por la fuerza misma de los sucesos»; y, luego de plantear cuál es el asunto central de la historia, añade: «Este es todo el problema. Cuanto de él resulte es producto lógico de unos caracteres y de unos sucesos que yo he querido arrancar de la vida humana con las herramientas del arte»999. Quintanilla no olvidará esa confidencia del autor (ni tampoco la advertencia que, inmediatamente después de la frase citada, le hacía aquel: «Puedes afirmar esto como adivinado por ti»). Así, en el temprano artículo que publica en El Atlántico el 2 de enero, afirma: «La Montálvez es una novela [...] de un alcance y una trascendencia extraordinarios, sin que llegue jamás a decaer en tendenciosa»1000. Y, en la reseña que firmará como R. Gil Osorio y Sánchez en la Revista de España repetirá como propias aquellas opiniones peredianas: «Las lecciones morales, por ejemplo, se deducen del contexto de la obra: quedan grabadas en la imaginación como resultado de la acción descrita, sin aparente intervención del ánimo o de la voluntad del narrador [...] Hay tesis, por consiguiente; mejor dicho, hay altísima y profunda enseñanza moral que brota de cada una de las páginas del libro, sin que el autor se tome el trabajo de hacerlo notar ni de insistir pesadamente sobre su alcance y su bondad intrínseca».

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Menéndez Pelayo, aunque no mencione expresamente el término, da a entender que La Montálvez es novela tendenciosa, cuando señala en ella (al escribir a Pereda el 4 de febrero) la ausencia de imparcialidad que sería disculpable en un sermón, pero no en una novela: «Se conoce que al autor le apesta la sociedad que describe, que aborrece de muerte a la mayor parte de sus personajes, lo cual también es contrario a la alta e imparcial serenidad con que debe trazarse el cuadro de la vida humana en una novela, aunque esté muy en su lugar y tenga mucha elocuencia en una sátira o en un sermón». Y en una carta posterior insistirá en la misma idea, al contestar a las protestas de su amigo: «La animadversión del autor contra el asunto ha hecho que no entre de lleno en él, mirándole más bien con ojos de moralista ceñudo que de pintor de costumbres desapasionado. Para mí este es el único defecto grave del libro y el que explica lo que falta en él y lo que sobra»1001.

También Pérez Galdós, como indicábamos páginas atrás, consideró que aquella obra de tesis, y así lo expuso, tanto en su carta privada a Pereda («Yo sostengo que La Montálvez es una obra de tesis, como las que hacíamos hace años, y tiene por tanto las ventajas y los inconvenientes de las obras de tesis, en que se quiere probar algo [...] ese ardor de sectario y ese análisis despiadado e iracundo que V. pone en su obra, constituye al mismo tiempo el defecto y la belleza de ella»1002.) como, con parecidas palabras, en la publicada en Buenos Aires: «Me parece a mí que La Montálvez es una obra de tesis, de esas en que se quiere probar algo y se prueba, y tiene los inconvenientes y las ventajas de tales, [...] El novelista se ha propuesto en esta obra poner de relieve los vicios que corroen las clases elevadas de la sociedad, y esta idea, que le apasiona y domina por entero, llévale a pintar escenas y caracteres con cierto refinamiento de crueldad que se parece bastante al ardor de secta política»; y aún añade algo que nos recuerda la discusión comentada en el apartado anterior de este capítulo: «La cruel pintura que hace de la vida aristocrática no es falsa en el fondo, es verdadera. Sólo que se puede poner en duda que ciertas transgresiones de la moral sean exclusivas de la clase alta»1003. Como había hecho con el juicio de Quintanilla, también rechazará Pereda este de Galdós en su carta de respuesta: «como observación a su dictamen terminante de que mi novela   —289→   "es obra de tesis". Podrá haber resultado así, pero yo puedo jurarle a V., que no fue esa mi intención»1004.

La tendencia más evidente del libro era su censura al gran mundo: «Desde el momento mismo en que doblamos la primera hoja -escribe "D. Félix de Montemar"- se adivina que el propósito, que la tendencia de la novela es ridiculizar y asaetar [sic] la vida de la aristocracia madrileña, ni más ni menos que si el autor fuera un émulo de Proudhon o un discípulo de Voltaire»; actitud que al crítico le parece incongruente con la ideología del escritor polanquino: «Cúmpleme hacer notar la contradicción palmaria existente entre el Pereda artista y el Pereda hombre. El sabio asceta de Polanco, carlista de corazón, doctrinario de ideas [...] vuélvese demócrata en cuanto toma la pluma en sus manos»1005.

Ahora bien, la tesis de La Montálvez no estaba sólo encaminada a demostrar el estado de disipación moral en que se hallaba la alta sociedad madrileña (y por contraste tácito, la buena salud moral de la provincia1006), sino que, por otra parte, reiteraba una idea ya expuesta en De tal palo...: «aquella terrible sentencia de que las faltas de los padres caen sobre los hijos inocentes», según palabras de «Pedro Sánchez» en La Época1007.

Otro crítico santanderino, Albino Madrazo interpretó esta tesis como demostración de la falsedad de uno de los postulados básicos de la poética naturalista: «La Montálvez procede en sentido inverso a las obras de los corifeos del naturalismo, bajo el punto de vista del sistema o de la teoría o de la escuela. Ellos exaltan el impulso filológico [sic, por "fisiológico"], el temperamento, el instinto, la fatalidad de la naturaleza grosera». En cambio Pereda, según Albino, defiende en esta novela la idea de que la educación y el medio ambiente, si son perniciosos, influyen sobremanera en la condición moral del individuo1008. Evidentemente, el crítico del santanderino Boletín de Comercio, desconocía cuáles eran las verdaderas teorías de Zola acerca del papel de la   —290→   herencia y del ambiente en la configuración del carácter del personaje novelesco1009.

También Ruiz Contreras destacará como fondo de la novela el benéfico papel de la educación para corregir los defectos naturales de la mujer: «El Sr. Pereda, con la delicadeza de sentimiento que distingue su genio de novelista, al acercarse a la gran viciosa, ha tenido en cuenta -y éste es el fondo de su obra- que los defectos de la mujer, más que de su naturaleza proceden de su educación [...] Ha querido probarnos que la educación recibida hace buenas o malas mujeres, hasta el extremo de que el germen bueno se daña con el mal cultivo, y el malo mejora con los muchos cuidados»1010. Lo mismo había apuntado Galdós en su artículo, al notar que la protagonista de La Montálvez es «víctima de los malos ejemplos, de una educación deplorable y del ambiente en que ha nacido»1011.




ArribaAbajo 7. Naturalismo

Acabamos de ver cómo para algún crítico la tesis de La Montálvez despertaba una vez más la nunca concluida discusión sobre la adscripción de las novelas peredianas a la estética del naturalismo. También en esto era el propio escritor el que provocaba el debate con determinadas alusiones dispersas en el texto de la novela. «No puede negarse -escribe en el capítulo I de la 1.ª parte- que el medio ambiente, tan traído y tan llevado ahora por la gente de mi oficio, influye mucho en la condición moral y hasta en el desarrollo físico de los caracteres y de las naturalezas; pero no menos cierto es que las hay de tal fibra, que, con ambiente y sin ambiente, echan impávidas por la calle de en medio y por ella siguen sin torcerse ni extraviarse»1012.

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Precisamente por el papel que en la novela tenía ese determinismo ambiental, algún crítico etiquetó al libro como naturalista. «Ese Pereda -escribe Antonio Cortón-, después de decirnos una y otra vez que él no es naturalista [...] publica a lo mejor una novela que trae el marchamo de la escuela aborrecible; una novela en la cual se ve el medio ambiente influyendo, por manera fatal, en los personajes; una novela que nos ofrece en cada hoja lo que Goncourt llamaba documentos humanos; una novela, en fin, donde se enseñorea y se impone el determinismo [...] También se cumple en el destino de los personajes la herencia, aunque no de la herencia fisiológica [...] pero la herencia psicológica, allí se ve obrando con energía»; y, después de señalar que no hay en el relato las crudezas de Zola, aunque haya «algún pasaje cínico», concluye que, a pesar del evidente fin moral de la conclusión del relato, «esto no quita a la novela su carácter naturalista, porque ese fin moral se realiza poniendo en juego un convencionalismo no sólo rechazado por la crítica moderna, sino también por el buen gusto de la mayoría de los lectores»1013.

Como es de suponer, este dictamen no podía agradar a Pereda, y así se lo hizo constar al mismo Cortón, que lo recordaba en un artículo sobre nuestro novelista, publicado en 1900: «Naturalista [...] me pareció la novela [La Montálvez], y así lo dije, no sin que Pereda protestase en carta que me escribió por entonces, y en la que afirmaba, un tantico fosco, que él no es discípulo de Zola, ni mucho menos, ni hace otra cosa, cuando escribe, que seguir los impulsos de su particularísima complexión literaria. Así será cuando él lo dice»1014.

La misma opinión que Cortón expresaba «D. Félix de Montemar» sobre el determinismo ambiental: «Pereda, huyendo de aquel prurito de crear caracteres aislados que tanto se ha censurado en Stendhal, ha incurrido precisamente en el fatalismo de la doctrina del medio ambiente»1015. Y también Luis Vidart: la novela perediana que comenta en su artículo es «de las que presentan más valederos títulos ante el tribunal de las modernas teorías, en que se da tanta importancia al medio ambiente para determinar el carácter de los personajes novelescos. La Marquesa de Montálvez es lo que le hicieron que fuese su educación, las compañías que le rodearon, la atmósfera moral que desde su niñez respiró y las circunstancias que determinaron su matrimonio y sus desdichados   —292→   amores. Si a esto se llama determinismo, séalo en buena hora. La verdad no se asusta de calificativos»1016.

Otras razones encontraba la crítica para justificar el de naturalista aplicado al libro en cuestión. «Hay en el sus puntas y ribetes de naturalismo, sus tropiezos con lo inmoral y aun sus toques de escepticismo mundano»1017. Si para «Félix de Montemar» -de quien es la opinión que acabamos de citar-, era el escepticismo lo que permitía aludir a la estética naturalista, para López Bustamante en La Libertad será la desconsoladora ausencia de ideal lo que le hace mencionar el término realismo: «Si el realismo es la naturaleza sin ideal, ya aparezca desnuda, ya engalanada, convendremos en que La Montálvez es una novela realista desconsoladora a pesar de la magia de su estilo»1018. Y no es improcedente la cita que acabamos de hacer, aunque en vez de naturalismo diga realismo; en una buena parte de la crítica española coetánea ambos términos son intercambiables; véanse como muestra estas palabras de Miquel en su crítica a La Montálvez: «Naturalista de buena raza es el señor Pereda, ajústase a este procedimiento en los capítulos de su nuevo libro y, aun sin tener a veces todos los apuntes necesarios sacados directamente de la verdad real [...] en el trazado y en el colorido muestra ser pintor realista»1019.

Los varios registros que Pereda pulsaba en su libro hacían difícil para Fernández Juncos su clasificación: «ésta ofrece algunas dificultades [...] Mientras trata de Verónica, de sus ascendientes o de sus amigos y cómplices, parece inclinarse al género naturalista, por la profundidad del análisis, por lo seguro y directo de la observación». Otros momentos de la novela le hacen pensar en un eclecticismo «tan distante del sistema fríamente analítico de Flaubert como de la idealidad metafísica   —293→   de Lamartine»; a esta última parece aproximarse, en cambio, historia de Luz, que constituye la última parte de la novela. En resumen: «No es, pues, novela de tal o cual género, sujeta al rigorismo de una preceptiva determinada, sino una obra de Pereda, el más independiente y autonómico de nuestros novelistas contemporáneos». En cambio A. Rubió y Lluch no vacila en su dictamen; aquella le parece una novela «trazada con arreglo a los cánones inflexibles de la flamante novela naturalista»1020.

Para Ruiz Contreras, la elección de la clase elevada como marco social de su historia, sitúa a La Montálvez en una de las corrientes naturalistas, la defendida por Goncourt contra Zola: «...en esto también acierta, porque a pesar de las teorías de igualdad ya entendidas, la ley de razas es respetada, y el ejemplo venido de arriba tiene más fuerza y más interés; verdad sensatamente planteada por Goncourd [sic] hace muchos años, discutida por Zola, que juzgaba desheredada a la clase baja si no se escribía también su novela, y admitida ya por todos los naturalistas, a los que halaga el estudio de las elevadas regiones sociales, no sólo por su mayor trascendencia, sino también por sus infinitas dificultades»1021.

«Pedro Sánchez», sabedor de la repugnancia que a Pereda le producía el ser incluido entre los naturalistas («No me busquen, pues, filiaciones de autores que ni siquiera he leído», le había escrito en su carta del 22 de diciembre1022), defiende la teoría, que ya nos es bien conocida, de que el naturalismo perediano es sólo aparente: «El novelista montañés ha pulsado valientemente todas las fibras ocultas, revolviendo allá en lo más confuso del cerebro humano e investigando sus escondidas maquinaciones1023 [...] Verdad es que algo de ello se siente en muchas partes de obras naturalistas; verdad es que así han trabajado en más de una ocasión los maestros infalibles»1024. En cambio, cuando el mismo Quintanilla enmascara su crítica con la firma Gil Osorio, se   —294→   permite afirmaciones mucho más directas; observa en la primera parte de la novela «crudeza inesperada» y «escabrosidad feroz» en ciertos pasajes; «Esto es -añade- indudablemente lo que ha movido a la opinión en sentido algo hostil a la nueva obra de Pereda [...] acusándola de descaradamente naturalista». Tras un interesante excurso en el que trata de justificar la tan extendida confusión entre naturalismo y obscenidad1025, apunta una serie de situaciones y personajes de la novela que por estar «escritos con una desenvoltura, una saña y un vigor realista a que nos tenía poco acostumbrados Pereda», permiten formular como conclusión que tales aspectos son «profundamente realistas y aun naturalistas». Anotemos, finalmente, la categórica e inteligente opinión de Leopoldo Alas: «Decir que Pereda puede estar influido por el naturalismo francés, es demostrar que no se sabe quién es el novelista santanderino»1026.

Pasada la discusión de los primeros momentos, la novela de 1888 quedó, para algunos críticos, como una de las muestras de naturalismo en la obra perediana. «Yo confieso -escribía en 1891 el padre Muiños- que ni aun como procedimiento artístico, ni siquiera como le emplean Pereda y el P. Coloma en La Montálvez y Pequeñeces, me es simpático el naturalismo»1027. Y, en 1896, Melchor Palau, alabando el alto nivel moral de Peñas arriba, se congratulaba de que su autor no hubiera seguido «aquel descenso hacia el naturalismo de mala ley que inicióse en La Montálvez»1028.




ArribaAbajo8. Una novela «inmoral»

Sabemos por la correspondencia perediana que analizamos páginas atrás que muy pronto surgieron en determinados círculos santanderinos las primeras voces que pusieron en duda la moralidad del nuevo libro perediano, o que abiertamente lo calificaron de inmoral. De ello hay constancia no sólo en las cartas sino en algunas de las primeras notas en la prensa local. Ricardo Olarán, en una «Carta abierta a Casa-Ajena» que aparece en El Atlántico el 23 de enero (a poco más de diez días de la publicación del libro), hace una ardorosa defensa de la novela, frente a quienes la tachan de inmoral por su asunto, personajes, episodios,   —295→   etc.; y en apoyo de sus opiniones aduce el testimonio de que «a todas horas y a todo el mundo recomiendan su lectura en este nuestro pueblo sacerdotes dignos y ejemplares». También salen en favor de la ejemplaridad de La Montálvez «Fulano», en El Correo de Cantabria1029 y «Matica», en El Impulsor, de Torrelavega, a quien la novela no sólo no le parece inmoral, sino que la tiene por ejemplar, a causa de su moraleja.

La discusión, hasta ese momento limitada a la prensa regional, salta a la prensa de Madrid en los artículos de «Pedro Sánchez» en La Época; en el último de ellos escribe: «Algún lector superficial, timorato o hipócrita, no reparando en que ellos son partes menos interesantes en general, y en que no es su resultado el fin preconcebido, sino el medio imprescindible de ese fin, tachará quizás de crudos y recargados de color, cuando no lleve a otros puntos la infundada malicia, algunos pasajes citados [...] Nunca deben tildarse con semejante severidad novelas que están muy lejos de ir encaminadas a los propósitos supuestos, y cuya tendencia, si alguna pudiera advertirse, sería el pensamiento moral del autor de zaherir el vicio y castigar sus negras hechuras»1030.

Precisamente en una carta a este mismo Quintanilla, que Pereda escribe por esos días, comentándole el asunto de las murmuraciones de los que llama «cuatro fariseos», se envanece de aquellas bendiciones eclesiásticas que mencionaba Olarán: «Donde no se ha leído la novela se rabia por leerla, y me consta que en el confesionario se han resuelto por la afirmativa varias consultas sobre si se puede o no leer... en fin, hombre, el cura Benet, el prototipo de los curas intransigentes y erizos en punto a moral, hombre con quien no he hablado en mi vida, me escribió ayer una carta tan entusiástica como la de Coloma, y poniendo a los gazmoños para pelar»1031. Esa carta a que alude el novelista fue sin duda la más importante baza de que se sirvió para contrarrestar la influencia de quienes juzgaban aquella novela como escandalosa.

En efecto, el 28 de enero publica El Atlántico bajo el título «La Montálvez juzgada por el P. Coloma», una nota firmada por Pereda, en la que este confiesa que, preocupado por la «trascendencia y sana ejemplaridad» de la novela que acaba de publicar, se ha procurado veredictos favorables que tranquilizasen su conciencia; de ellos elige, para darlo a la publicidad, el de Coloma, «persona en quien, por singular   —296→   privilegio, se reúne el hombre conocedor práctico del gran mundo, el sacerdote doctísimo e integuérrimo, y el literato eminente cuyos libros son aquí tan admirados y tan populares»1032. A juzgar por la carta del jesuita, fechada el 21 de enero, y de la que Pereda selecciona extensos párrafos, fue el propio novelista polanquino el que había pedido el dictamen en carta del 131033.

Comienza Coloma aludiendo a «la estupenda lección moral que encierra su libro» (subraya él mismo); en contra de lo que otros críticos opinaron, asegura: «encuentro en toda la obra grandísima verdad, así en el fondo como en los detalles [...] hice muy bien en no participar, ni por un momento, de los temores que tenía usted de no acertar con el carácter de esa clase de gentes1034. Así son en efecto las mujeres malas del gran mundo». Dedica luego unas cuantas líneas a comentar elogiosamente cada uno de los personajes principales de la historia, así como la elaboración artística de la obra: «La trama, el desarrollo y en general la mise en scène, tiene un verdadero interés y una verdad espontánea y no rebuscada, que cuesta trabajo convencerse de que aquello no es verdad de verdad, y del mucho bien que hará». El único reproche que formula es, como lo son sus alabanzas, más moral que estético: «Me hubiera gustado encontrar, entre tanta maldad, alguna figura buena». Y la conclusión no puede ser más clara y acorde con los deseos del autor de la novela: «Si yo fuera crítico de nota, me apresuraría a recomendarla a esta clase de gente [el mundo elegante, al que acaba de referirse], con el mismo ahínco con que la recomendaría un sermón sobre los frutos del pecado»1035.

El veredicto del autor de Pequeñeces parece que resultó eficaz para los propósitos de Pereda, en relación con los comentarios de la sociedad local; así se deduce de la noticia que le da a Galdós en carta del día 30: «En esto acabó de leerla el P. Coloma, gran fustigador del gran mundo, escribióme poniendo el libro en las nubes hasta como edificante; consideré la carta como llovida del cielo y, con la debida autorización, eché a la calle lo más contundente de ella en lo relativo a la moralidad...   —297→   y santo remedio»1036. Con más detalles se lo comenta al propio Coloma en carta del día 31, en la que le da noticia de la publicación de su dictamen:

«Hoy le remito un ejemplar de uno de los periódicos que publicaron la mayor parte de la carta de usted engarzada con algunos párrafos míos. [...] El éxito ha sido completo: nunca documento de igual índole fue más leído ni más aplaudido aquí, ni se ha dado lección más a tiempo ni más soberana que la que con él recibieron la media docena de pudibundos difamadores del libro, algunos de los cuales (si no fallan mis informes) son de los que más calurosamente me han felicitado por la carta de usted... porque es de saberse que me ha valido muchas felicitaciones, que me apresuro a transmitir a usted a quien pertenecen de derecho».



Y, algunas líneas más adelante, añade una curiosa noticia, reveladora de la preocupación de don José María por la moralidad de su libro:

«Recibí un recado del Padre Remón1037, que ya había leído el libro, felicitándome en el mismo sentido que usted, y asombrado de que hubiera gazmoños capaces de pensar y de decir lo que pensaban y decían de la novela [...] de la misma opinión eran los demás Padres y cuantas personas tienen en esta ciudad hasta la obligación de ser escrupulosas en la materia [...] ¡cómo pesa, amigo mío, sobre el ánimo la idea de ser tenido por escritor escandaloso entre las familias honradas!»1038.



Por eso, cuando quiera contestar a quienes -como F. Miquel- insistan en tachar de inmoral aquel libro, escribirá Pereda: «Aquí le recomiendan con ahínco hasta los jesuitas como el mejor sermón sobre los frutos del pecado»1039.

Algunos días después de la publicación de la carta de Coloma recibe Pereda otra muy importante: la de Menéndez Pelayo del 4 de febrero a la que repetidamente hemos aludido; también allí se tocaba el punto que nos ocupa y la opinión del erudito santanderino es de una notable perspicacia: lejos de parecerle inmoral, la novela peca, a su juicio excesivamente moral; obsérvese cómo analiza en su carta las consecuencias artísticas que derivan de los prejuicios moralistas del escritor: «al contrario, lo que yo encuentro de más en el libro es cierta ejemplaridad y moralidad demasiado patente, demasiado clara, y en la cual el   —298→   autor había pensado de antemano, conduciéndole esto, a mi entender, a concebir la fábula de una manera demasiado angulosa y rígida y huyendo voluntariamente el cuerpo a todas las escenas y situaciones peligrosas». Y suponiendo tal vez que no era ese el tema que a Pereda más le preocupaba, sino el dictamen acerca de si aquella era una lectura recomendable o no, añade: «La Montálvez es novela irreparable bajo el aspecto moral, y algo más que irreparable, con moralidad relativa. Sigue una altísima y positiva moralidad y en cada página revela la elevadísima pureza y dignidad de sentimientos de quien la escribió»1040. En parecidos términos se manifestará en la carta en que comenta a su hermano Enrique la novela perediana: «En cuanto a su moralidad me parece ejemplar, intachable, y casi excesiva, por lo demasiado directa. No saben lo que se dicen los que han dicho lo contrario»1041.

Poco iba a durarle a Pereda la tranquilidad de conciencia que le pudieron proporcionar estas opiniones. El 8 de febrero aparece en el Diario de Barcelona la crítica de Francisco Miquel y Badía. Desde sus palabras iniciales, en las que opina que «argumento y pormenores tienen saborcillo picante muy pronunciado», hasta su conclusión en la que apunta que muchos de los sucesos que narra la novela «ningún bienhechor influjo pueden ejercer en lectores que no tengan criterio muy firme», por lo que «nos guardaríamos muy mucho de poner La Montálvez en manos de gente moza, al contrario de lo que hemos opinado siempre respecto de las demás novelas publicadas por el simpático novelista montañés»1042.

Retengamos esas frases de Miquel en las que se niega la recomendación del libro, para entender la respuesta de Pereda a que ya nos referimos páginas atrás; y tengamos en cuenta, también, el predicamento que en determinados ambientes sociales podían tener los dictámenes de críticos prestigiosos, cuya labor se entendía fundamentalmente como consejo. Era de temer, por lo tanto, que después de esta reseña quedase muy comprometido el hipotético éxito de ventas y lectores que La Montálvez podía tener en Barcelona (después de Santander, y quizá Madrid, el principal mercado de la obra perediana).

Parece que el propio Miquel, al remitir a Pereda un ejemplar del periódico con su artículo, lo hizo acompañar de una carta explicatoria, a la que responde el novelista en estos términos: «Duro ha sido el trancazo que me ha tenido en la cama algunos días; pero harto más despiadado es el que sacude V. a mi novela»; tras aludir al dictamen de Coloma que ya conocemos, resume la crítica de Miquel, tal como el la ha entendido, hasta llegar a donde «concluye aconsejando a la gente   —299→   moza que no lea el libro, del que se ha dicho en buenas palabras que es puerco y calumnioso. Después de esto y de algo como asco e iracundia que se huele entre los renglones de la crítica, y que resulta más duro y represivo que cuanto pudiera decirse del libro más inmundo de Kock u López Bago, ¿cree V. en conciencia que yo, viejo en el oficio de escribir novelas, cristiano a puño cerrado y jamás reprendido por escandaloso e inmoral, debo engallarme y encresparme porque V. halla la obra escrita en buen castellano [...]?». Y añade una frase que nos confirma lo que habíamos apuntado como principal razón de la indignación perediana; le duele porque «la crítica del Diario ha de ser un injusto sambenito para la obra en los hogares cristianos donde no se haya leído todavía»1043.

El mismo día escribía a Narciso Oller dándole cuenta de su impresión ante el juicio de Miquel: «Del recibimiento hecho a mi novela en Barcelona no tengo otras noticias que una despiadada paliza que le ha dado en el Diario nuestro amigo Miquel [...] la inusitada crueldad y el inesperado ensañamiento de Badía dan motivo a creer lo más malo. Aunque no puedo explicarme las razones en que funda aquél sus iras inclementes, ni imagino por qué [...] Que valía poco la novela, sabido me lo tenía yo; pero que fuera abominable por puerca y calumniosa, cuando precisamente me está tachando la crítica por demasiado edificante y tendenciosa, no puedo creerlo ni aunque me lo afirme Miquel y Badía con la palmeta en una mano y las disciplinas en la otra»1044.

En esa misma carta reclamaba Pereda el juicio de Oller -y con él, de su círculo de amigos barceloneses- sobre la novela, en especial sobre su supuesta inmoralidad; nos consta que Oller contestó en términos elogiosos para el libro y exculpatorios para su moralidad. La respuesta agradecida de Pereda contiene nuevas confidencias sobre el impacto que le habían producido aquellos reproches:

«En efecto, me dolió la paliza de Miquel por lo que tenía de desatención y menosprecio para mí, en la delicadeza y sensibilidad del motivo de la excomunión. Me hubiera importado tres cominos que me tachara el libro por mal hecho y fastidioso [...] pero condenármele de plano por puerco y por inmoral, como si se tratara de una obra de López Bago, cosa es que, por injusta, por no estar yo acostumbrado a ella, por caer en lo que más estimo, y por venir el golpe de mano amiga, tenía que hacerme honda mella».



Y, luego de recoger otra opinión parecida a la de Miquel, la de Vidal, argumenta: «Si la simple enumeración de unos cuantos pecados de lujuria, expuestos en son de censura, los escandaliza y sonroja, ¿Qué   —300→   les sucedería si los vieran pintados al pormenor, como ahora se usa? ¡Y qué pensar del sentido artístico de unas gentes que no ven en una obra de arte más que la dosis de moralidad o inmoralidad que contenga?»1045.

Las opiniones de Oller e Yxart sobre las censuras de F. Miquel aparecen recogidas en carta de Pereda a Quintanilla del 1 de marzo: «me han escrito protestando indignados contra las apreciaciones de aquel hipocritilla crítico de pasta flora y me dan cuenta del malísimo efecto que produjo su excomunión en aquellos círculos literarios»1046. También lo comenta en carta a Menéndez Pelayo del 7 del mismo mes: «Conservo el artículo [de Miquel] y la copia de la carta que escribí al autor, en respuesta a otra suya, seca y desdeñosa, como si él fuera todo el gran mundo a quien se fustiga en la obra. Los catalanistas piensan de muy distinto modo, y han visto en el artículo de Badía una campanada estúpida. ¡Cómo le ponen!»1047.

Bastantes meses después, cuando ya era tarde para que una recomendación de este tipo hiciese efecto en los lectores españoles, pero todavía estaba a tiempo para servir a los lectores de la América española, A. Rubió y Lluch, en una revista colombiana, también desaconsejaba la lectura de esta novela a ciertos públicos: «No tiene La Montálvez una bondad moral tan absoluta que la haga asequible a toda condición y calidad de leyentes [...] Bien harán pues, las doncellas en no traer esta novela entre sus manos»1048.

A estas palabras, aunque no las conocía, pues aún no se habían publicado, podían oponerse las de Pereda en una carta a Laverde del 7 de abril; parece que también este había encontrado en La Montálvez graves inconvenientes para considerarla lectura recomendable para las muchachas, por lo que el novelista, al tiempo que alardea, una vez más, del famoso juicio de Coloma, declara que su libro «no se publicó con la mira puesta en las inexpertas hijas de familia, sino de las madres y demás gentes mundanas entre quienes es moneda corriente lo que pasa en el de más pecaminoso». Y añade una opinión que merece ser citada íntegramente para mejor conocer las ideas peredianas sobre la función moral y formativa de la novela:

«Creo que las señoritas muy jóvenes, las que llamamos comúnmente nuestras hijas, no deben leer novelas buenas ni malas, porque la mejor de ellas o se les cae de las manos por   —301→   insulsa o les enseña algo que las abra apetitos de cosas más graves, y creo también, por consiguiente, que la novela como obra de arte, y, dentro, por supuesto, de la moral cristiana, debe volar más alto de lo que alcanza la vista de una jovenzuela sin malicias y sin la experiencia del mundo, o, por lo menos, no debe proponerse, como fin exclusivo, deleitar honestamente a las hijas de familia y formar sus corazones, tarea que es de la incumbencia de sus padres y confesores».



Por todo ello declara que seguirá escribiendo; «pero sin comprometerse a que todo lo que escriba resulte a propósito para ser puesto en las manos de niñas pudorosas y recatadas»1049. A pesar de tan segura declaración, lo cierto es que Pereda no tuvo que volver a oír de ninguna otra novela que era inmoral y que no podía ser leída por las hijas de familia.

A todo esto, ¿qué había en esta novela de 1888 para considerarla «lectura peligrosa»? En primer lugar, lo que se derivaba de la misma intención del libro, como censura de la corrupción del gran mundo cortesano. De ahí que algunos de los defensores de Pereda trataban de justificar lo que de atrevido podía haber en La Montálvez, como exigencia ineludible del género «novela de costumbres»; un crítico que en El Correo de Cantabria firma como «Fulano» escribe que el novelista de costumbres no sólo tiene que pintar lo grato que hay en la sociedad, sino también lo que llama «úlceras y cánceres sociales»; y se pregunta: «Si nada de esto se le permite hacer al escritor de costumbres, ¿qué significa un novelista de costumbres.

Recordemos que Coloma justificaba su absolución en el hecho de que el escritor de Polanco había tocado con prudencia las situaciones que entrañaban peligro de inmoralidad. Pero lo que para el jesuita era meritorio, para otros críticos, que se fijaron más en las consecuencias artísticas de aquella actitud, constituía una de las más notables limitaciones de La Montálvez. Algo apuntaba ya en este sentido Menéndez Pelayo cuando aludía en su carta a la huida voluntaria de escenas y situaciones peligrosas. Más claramente lo señala en su crítica Leopoldo Alas: «Las ideas de Pereda, así estéticas como religiosas y morales, su modo de entender la decencia y la prudencia en el arte, no le consienten, cuando llega a ciertas escenas fuertes, pintar con franqueza, rectitud y fuerza; pasa por alto lo escabroso, deja entre líneas lo característico de ciertos actos de flaca humanidad»1050. Y también Yxart, que, después   —302→   de afirmar que La Montálvez, lejos de ser inmoral «se pasa tal vez de ejemplar en sus últimos capítulos», observa que «Pereda sacrifica voluntariamente alguna vez [...] las exigencias naturales de la composición y el efecto estético al escrúpulo de que parezca complacencia malsana descripciones y datos que revelarían más cumplidamente los caracteres»1051.

En cambio, para M. Fernández Juncos, uno de los méritos no sólo morales sino artísticos de esta obra residía precisamente en cómo su autor supo soslayar las escabrosidades del asunto: «Por lo mismo que el asunto de La Montálvez era de suyo escabroso y ofrecía con frecuencia dificultades y peligros, mayor ha sido el esfuerzo del narrador y más brillante y meritorio el triunfo. Es ciertamente asombrosa la flexibilidad y transparencia de aquel estilo, que permite al autor decir todo lo que desea y viene al caso, sin recurrir a manoseadas perífrasis, ni a equívocas y maliciosas reticencias, y sin estampar una sola frase incompatible con la decencia social ni con el decoro literario». Y llama la atención sobre la utilidad que, en este sentido, tiene el artificio de las dos voces narrativas: «Aquella ingeniosa mezcla de la narración directa y la indirecta, de la forma impersonal y la autobiográfica, sirvió al autor como de perlas para conseguir su objeto»1052. Tal disparidad de juicios, en una cuestión que tanto preocupaba al novelista, es comentada así por este en carta a Llorente del 31 de marzo: «de todo ha habido. Mientras unos la han tachado de inmoral, otros más artistas que devotos la ponían el defecto de trascendente y excesivamente edificante. En fin que me han mareado, y hecho, como le decía a V., tomar esta novela en aborrecimiento»1053.

Como sucedió con otros de los temas discutidos a raíz de la publicación de esta novela, también este reaparece en algún comentario crítico de años más tarde. Así por ejemplo, el padre Muiños Sáenz, en un extenso artículo dedicado a estudiar el realismo galdosiano, que publica en varias entregas de La Ciudad de Dios, en 1890, alude en una nota a pie de página al tema que venimos tratando: «No participo de los escrúpulos de algunos, que han censurado como inmoral La Montálvez, solamente porque habla de inmoralidades. [...] Indudablemente se cuentan   —303→   en La Montálvez cosas horribles; pero, ¿por qué ha de ser pecado decir, con la decencia debida, eso y mucho más que fuera cierto?»1054.

Todavía vamos a encontrar que la vieja discusión reaparece en los últimos años del siglo en la prensa venezolana. En su libro Notas y opiniones, editado en Caracas en 1898 ó 1899, Gonzalo Picón Febres recoge, entre otros artículos suyos, uno titulado «En defensa de Pereda», publicado antes en un periódico de Caracas (aunque no se indiquen más datos al respecto), que respondía a otro (del que tampoco se nos precisa ni autor, ni fecha, ni publicación) en el que se reiteraban pobre La Montálvez los conocidos reproches de inmoralidad. Podemos deducir las acusaciones por lo que el propio Picón escribe: «En un artículo publicado anoche en el bisemanario católico, artículo que es un grito inexplicable, una oficiosidad maligna, una blasfemia contra el arte, se califica de inmoral La Montálvez de Pereda». Siguen algunas alusiones al posible autor del escrito, que se ha publicado anónimo; alusiones que permiten deducir que pudo ser un sacerdote, y que el bisemanario era una publicación que se caracterizaba por su furibunda intolerancia1055. Y concluye citando un juicio del artículo que discute y dando su opinión al respecto: «Decir que aquella obra es una de las más escandalosas que ha producido el funesto realismo de estos días, equivale a no entenderla, y a no saber lo que el realismo significa [...] Como obra de arte, no lo niego, La Montálvez tendrá sus puntos flacos, defectos de detalle que el articulista no es capaz de alcanzar con la mirada; pero como obra moralizadora no tiene un solo pero».

Por tratarse de una cuestión que tanto interesaba a Pereda, la entusiasta defensa hecha por Picón fue agradecida por el novelista en carta fechada en Santander el 14 de noviembre de 1899. Hemos podido conocer su texto a través de un borrador de la misma, autógrafo de Pereda1056; dado que se trata de un texto inédito hasta ahora, y que contiene interesantes opiniones del escritor sobre aquellos que juzgaron   —304→   inmoral su novela, transcribimos todo el fragmento de la carta que se refiere a este asunto:

«[...] darle a V. las debidas gracias [...] muy principalmente por la brillante defensa que este libro, Notas y opiniones contiene de la moral de mi novela La Montálvez.

»No me sorprendió tanto como este notabilísimo documento, la noticia del suceso que la motivaba, pues también por acá abundan los mojigatos de esta catadura y algo dieron que pensar con sus aspavientos y exorcismos a aquella infeliz pecadora, cuyas torturas de conciencia, cristiana y heroicamente aceptadas como expiación de sus culpas, no supieron o no quisieron entender. Conozco bien y de muy antiguo a esos gazmoños que hacen caso de conciencia escupir en el atrio de la iglesia y son capaces de dar una puñalada a su enemigo en las gradas del Altar Mayor. Por esta vez, sin embargo, les estoy muy agradecido, pues a la siembra de su veneno se debe el fruto de la defensa tan honrosa para La Montálvez y para mí»1057.






ArribaAbajo9. La composición

No siempre está claro en la terminología empleada por la crítica literaria de la Restauración qué se entiende por composición, cuando se trata de novelas; el contexto en que tal término se emplea y los ejemplos que suelen aducirse, permiten interpretarlo como sinónimo de «construcción», «proporción entre los distintos elementos y partes de la obra»; incluso cabe considerar dentro de la composición todos los problemas relativos al planteamiento, desarrollo y conclusión de la trama argumental, con su organización y partes.

«Voy a examinar las tachas que pongo a la composición», dice Alas en un momento de su crítica a La Montálvez; y los párrafos que siguen se ocupan fundamentalmente de analizar pormenorizadamente la desproporción que nota entre lo que aquel asunto exigía y la extensión que en la novela ocupa: «o no debió ser como fue, o debió ser escrita en muchas más páginas». Pero no es sólo que la novela, que es ya bastante larga, debiera serlo más, sino que Pereda no ha sabido guardar las reglas de la necesaria simetría1058. Como recordará años más tarde el mismo Alas, en su reseña a Nubes de estío, «muchos de los errores técnicos que afean La Montálvez, consisten también en la desproporción de las partes y en el olvido de la simetría literaria»1059. Además de falta de simetría,   —305→   la novela peca, a juicio de Clarín, de graves defectos de ritmo narrativo: «Desde los primeros capítulos se echa de ver que el autor tiene que recorrer muchas etapas y nos lleva con demasiado apresuramiento, lo cual no es lo mismo que celeridad»1060.

Mientras que Alas encontraba apresuramiento en los capítulos iniciales, Quintanilla, en carta a Pereda anterior a la publicación del libro, parece que reprochaba lo contrario, según se desprende de estas palabras de la respuesta de Pereda, interesantes, además, por lo que nos dicen de las ideas del escritor sobre la técnica narrativa:

«Me preguntas que "cómo no he movido más la acción y prodigado más lo externo", y me parece que esto contradice algo tu aserto de que La Montálvez "es la primera novela analítica española". Por eso es, tiene que ser lenta. No cabe el análisis escrupuloso en lo propiamente mío. Sin embargo, creía yo que no pecaba de lentitud el asunto de La Montálvez desde que en la primera parte se prepara su caída; es decir, desde que ella toma la palabra [...] Pero entendámonos, ¿es lentitud lo que notas en ellos [los primeros capítulos], o pesadez? ¿se agarra el libro a las manos por sí solo, o hay que hacer esfuerzos para que no se caiga de ellas?»1061.

A pesar de las justificaciones del novelista, Quintanilla no se da por convencido y se mantiene en su opinión, aunque para hacerla pública se sirve del disfraz de Gil Osorio: «En La Montálvez hay asunto; hay choque o conflicto de pasiones y de caracteres; hay palpitante desenvolvimiento en la segunda parte, cerca del temeroso y trágico desenlace. Entonces es cuando la novela, antes reducida a la mera exposición, se presenta [...] Hasta entonces la narración adolece de languidez y monotonía [...] el público hallará pesada esta primera parte».

También León Medina manifiesta un juicio coincidente: «De dos partes consta La Montálvez, y si la acción puede en la primera parecer lánguida a algunos por exceso de antecedentes, la segunda se desarrolla con exuberante interés». Y, ya en 1907, J. M. Aicardo escribe de la primera parte de la novela que «camina tan difusa, lenta y dificultosa que hace desesperar; faltan sucesos verdaderamente novelescos que sirvan de acicate a la atención»1062. En cambio «Don Félix de Montemar» en uno de sus artículos sobre la novela en El Noticiero señala que leyó con agrado la primera parte, pero que la segunda le resultó mucho más costosa; y no por el estilo sino porque «falta el interés [...] En vano pretende el autor deslumbrar con incidentes y detalles notabilísimos»1063.

  —306→  

Esa acumulación de incidentes en la segunda parte, en especial los que se exponen en la conversación de su capítulo I, fue desfavorablemente comentada por Luis Alfonso, que recordaba a este propósito al folletinista recién fallecido, Fernández y González: «aquella serie de sucesos, o viudeces, con que empieza la segunda parte, es más propia de los recursos ejecutivos que empleaba el buen Fernández y González, cuando le estorbaba una o más figuras de su admirable mecanismo literario, que de los sencillos procedimientos de la escuela realista en la que tanto descuella el autor».

En suma, la prolijidad y detallismo excesivo en ciertos momentos («acaso el autor se enamora, más de lo debido, de detalles y menudencias en algunos capítulos», según Albino Madrazo1064), la gratuita acumulación de episodios, no suficientemente desarrollados («abocetados están [...] todos los lances de la vida disipada que lleva la Montálvez después de la muerte de su marido, lo cual sea tal vez causa de que no interesen y de que parezcan acumulados por capricho, sin suficiente motivo, y tan sólo con el intento de recargar un tanto la pintura de la mujer de mundo», según A. Rubió) son otros de los defectos notados por la crítica inmediata y recordados en estudios posteriores, como el ya citado de Aicardo: «Las mismas descripciones y narraciones -en que abunda la novela y en que no suele lucirse el novelista- se hacen por rigurosa enumeración de partes, tan sobrecargada, tan minuciosa y tan poco elegida que convida a soltar el libro de las manos»1065.

«Pedro Sánchez» adelantándose, previsor, a los que habían de acusar al relato perediano de excesivamente minucioso, había tratado de justificarlo por las necesidades del análisis psicológico que allí se hacía: «Es novela de trabajo interno, obra en la cual se atiende más a los móviles que a sus resultados, artística biografía de una mujer cuyos hechos aislados no tienen nada de significativo. [...] Todos los capítulos de su narración, desde el primero hasta el último, especialmente los de la primera parte, son elementos integrantes de aquélla, componentes imprescindibles que no pueden ser señalados como accesorios [...] como la idea de Pereda ha sido historiar la vida de la desdichada Marquesa, [...] su expresión y exposición detenidísima había de ser por medio de pasajes de la misma historia, y mejor que por ésos, pues ellos son la manifestación de todas las novelas, por continua sucesión de datos y sucesos que fueron formando a la protagonista»1066.

Especial atención merece, entre los comentarios críticos a la composición de La Montálvez los párrafos que dedica a este punto el artículo   —307→   de J. Yxart en La Vanguardia, una de las críticas más agudas sobre esta novela, en opinión de Laureano Bonet1067. Según el crítico del diario barcelonés, la composición de aquella obra «es en su conjunto poco acertada»; y argumenta así su juicio:

«El autor narra, casi siempre en tiempo pasado y por lejana referencia, sucesos que parecerían mejor descritos y explicados como si estuviera [sic] ocurriendo a nuestra vista.[...]

»En La Montálvez el exceso de las páginas puramente narrativas y la misma intercalación de apuntes autobiográficos, producen estos dos efectos, que son al propio tiempo dos defectos, los esenciales de la novela. Primero: no nos permiten ver y comprender directamente a la sociedad que el autor ofrece a nuestra mirada. Segundo: impiden que nos penetremos perfectamente de lo mismo que el autor se ve forzado a inculcarnos una y otra vez: las causas, la influencia del medio, los resortes cotidianos que mueven a los personajes. No basta que el autor los exponga: es necesario que los veamos; no basta el recuento de las piezas de la máquina: hay que verla funcionar. [...]

»Con el procedimiento descriptivo y dramático que nos presento escenas y escenario a la vista; que estudia y diseca los caracteres a un tiempo; que los mueve y exhibe en diversas situaciones, tendríamos desde luego al cerrar el libro una visión más exacta y vivaz de la clase que se pinta y una explicación más satisfactoria de las anomalías de La Montálvez. Son éstas tan verosímiles, que es de presumir que han sido reales, y sin embargo no siempre parecen lo primero por culpa del procedimiento empleado. Es aquella clase lo que nos dice el autor, y no obstante no parece fiel el retrato por culpa del procedimiento también».






ArribaAbajo 10. «El idilio de Luz»

Damos este título -acuñado por Enrique Menéndez Pelayo1068 y repetidamente empleado por distintos críticos y por Pereda mismo- al episodio que ocupa los últimos capítulos de la novela y que constituye, a la vez, desenlace y moraleja de aquella historia. En el contexto de una novela convencionalmente realista, e incluso naturalista, sorprendió a la crítica el tono voluntariamente idealista y romántico de aquellos capítulos, escritos, de ser cierta la confidencia del autor, casi como un desafío a su propia capacidad artística: «Yo quise dar por añadidura -dice a Galdós- algo que siempre me ha sido insoportable en el género fino y di el idilio de Luz, extremando de propio intento su naturaleza medio divina para hacer mayores las dificultades de sacarle adelante sin detrimento de la salud del lector»1069. Si consiguió o no superar aquellas dificultades,   —308→   es algo en lo que los críticos no se pusieron de acuerdo, pues mientras algunos consideraron excesivo su idealismo, otros llegaron a calificar aquello como lo mejor de la novela.

Exagerada es la alabanza de Olarán, cuando comenta que Pereda «en esta ocasión, a más de darnos una magnífica muestra de sus facultades para la novela social, nos ha sorprendido con un idilio poético harto más dulce y hermoso que los de Garcilaso y Meléndez Valdés». Sin llegar a tanto, Leopoldo Alas es uno de los que tienen aquella parte por lo más valioso de La Montálvez. Ya antes de publicar su crítica había dado a conocer esta opinión en carta a Pereda, que no conocemos sino por un comentario de este a Galdós: «Según Clarín, el idilio es lo mejor del libro el cual es "todo luz y color" "desde que Luz aparece y se enamora"»1070. Alas dedicará una buena parte de su extenso artículo en La Justicia a comentar lo que también llama «idilio de Luz»; trata de defender la verosimilitud -que reconoce será puesta en duda por muchos lectores- de algunos sucesos de aquel episodio, como la misma muerte de Luz; aduce una comparación con otro idilio amoroso de Le Rêve, de Zola1071; y, en suma, manifiesta inequívocamente su entusiasmo por esta parte de aquella novela que, en general, había juzgado con cierta reticencia1072. Basándose en este juicio de Alas, que cita en apoyo del suyo, también Salvador Rueda manifiesta que «lo más bello del libro, lo que produce impresión más delicada y donde ha salido el Pereda poeta que tanto nos encanta, si bien en sentido distinto al que acostumbra, es en los amores de los jóvenes con que termina la fábula de la novela»1073.

Más comedidas, y acompañadas de algunas razonables objeciones   —309→   formuladas con notable cuidado, son las opiniones de Menéndez Pelayo en la «crítica confidencial» de su carta a Pereda:

«La parte idílica o romántica es admirable; sólo haré alguna reserva en cuanto a la escena en que la hija increpa a la madre y la pide cuentas de su conducta pasada. Esta escena está escrita con habilidad y con mucho arte [...] pero no me negará Vd. que derrama cierta sombra sobre aquella agonía tan virginal que Vd. nos pinta después con tan penetrante sentimiento poético. La niña podía morirse de la misma manera sin decir palabra a su madre y la figura no quedaba empañada. Vd. hubiera encontrado otros recursos para que fuera igualmente ejemplar el castigo de La Montálvez sin que interviniera este episodio, que a mi juicio es violento y poco estético»1074.



La reacción perediana ante estas consideraciones nos es conocida también por su carta a Galdós del 9 de febrero: «Según éste [Menéndez Pelayo], el idilio es un asombro, es decir, lo sería si Luz no pidiera cuentas de sus pecados a su madre, [...] con lo cual, a mi entender, perdería el guiso toda su sustancia, y el cuadro todo su color trágico»1075. La razón de que nuestro novelista comentase con su amigo, el escritor canario, este juicio, era responder a lo que sobre tal episodio le había dicho, también en carta, el mismo Galdós: «el desenlace [...] hubiera sido a mi juicio intachable haciendo a los dos amantes jóvenes menos perfectos [...] Le advierto que esto no es crítica, es tan sólo decirle a V. mi impresión, y es fácil que esté equivocado, y que acierten los que creen que el idilio de los jóvenes aquellos es lo mejor de la obra. Podría serlo, a mi juicio, presentando a la tal pareja con caracteres más humanos. En un tris han estado, y al poner la cosa así iba V. por el buen camino, por el camino que me parecía mejor; pero V. con su idea religiosa en el magín torció la novela tomando la dirección del Paraíso del Dante, en vez de tomar la del Infierno, que es a donde debemos ir siempre los novelistas, si queremos pintar la humanidad viva»1076.

Tal vez como consecuencia de la respuesta de Pereda a tan razonadas objeciones -respuesta que se limita a aducir las autorizadas alabanzas de Menéndez Pelayo y de Alas- Galdós modificará algo su valoración de este episodio en su artículo para La Prensa, de Buenos Aires: «El desenlace, subordinado a la idea capital de la obra, resulta dramático e interesante. No todos admitirían la lógica despiadada que le sirve de base. Pero en el temperamento de su inquebrantable convicción moral, que no se tuerce por nada del mundo, no cabía otra solución,   —310→   y son de admirar los esfuerzos del ingenio, el asombroso tour de force que ha tenido que hacer para concordar la estética con aquella lógica que le imponían sus rígidas creencias»1077.

Veamos, por último, algunas críticas desfavorables al episodio que nos ocupa. F. Miquel nota como defecto más evidente su desfasado romanticismo, inoportuno en una obra realista, así como lo convencional e inverosímil de sus personajes: «De esta naturalidad y realismo salta D. José M.ª de Pereda al idealismo más resuelto y casi diríamos al romanticismo de los tiempos de Lamartine con los amores de Ángel y Luz, poéticos hasta cierto punto, pero que resultan inverosímiles en medio del ambiente de la novela y del sistema seguido en su primera parte y en más de la mitad de la segunda»1078. Yxart observa un exagerado ejemplarismo docente: el fin moral de la historia «se exagera en los últimos capítulos que, siendo conmovedores y patéticos, toman los matices algo anticuados de la novela docente». También Antonio Cortón advierte que en tal episodio se encierra lo que llama «fin moral» de la obra, pero censura su «convencionalismo no sólo rechazado por la crítica, sino también por el buen gusto de la mayoría de los lectores»1079. Por su parte, Luis Alfonso, que coincide con Galdós y discrepa de Alas, al tachar de inverosímil la muerte de Luz1080, insiste en el excesivo idealismo de aquellos amores: «pienso que se pasa de idealista hasta frisar en lo simbólico, vagaroso y abstracto [...] aquel ensueño o visión de los dos enamorados en cuyos pormenores se recrea el autor subiendo más allá del quinto cielo».

A pesar de tan contradictorias opiniones puestas de manifiesto por la crítica, Pereda confesaría repetidamente su satisfacción por aquellos capítulos: «Todo lo que en la novela no es Luz y cuanto con ella se relaciona y el drama de la madre, me parece abominable hasta como factura» (carta a Menéndez Pelayo, 7-III-88); «fuera del idilio de Luz, con todas sus consecuencias dramáticas, cuanto hay en esa obra me es profundamente antipático» (carta a Laverde, 7-IV-88); «...el idilio de Luz, lo único de la novela en que puse mis cinco sentidos, y no poco de lo que se guarda en el fondo del alma para las grandes ocasiones; lo único, por consiguiente, que miré con amor de padre en esta novela» (carta a M. Fernández Juncos, 19-IV-88)1081.



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ArribaAbajo 11. Personajes

Si hemos de dar crédito a la confesión hecha por Pereda a su fiel confidente José M.ª Quintanilla cuando la novela estaba en la imprenta, el objetivo que le movió a escribirla fue, como había sucedido en casos anteriores, el tomar como desafío determinadas opiniones críticas: «He querido hacer un alarde de novelador analítico, por lo mismo que la crítica me ha tachado en distintas ocasiones de temeroso del análisis, o de inhábil para él»1082. Parece que el mismo Quintanilla lo había advertido en su carta previa a esta respuesta («es la primera novela analítica española», según le recuerda, entrecomillándolo, Pereda) y no sería extraño que el novelista se apropiase de esa opinión y la convirtiese en propósito suyo: Montesinos ha notado este fenómeno relativamente frecuente en nuestro escritor1083. Lo cierto es que, en cartas posteriores, publicada y criticada la novela, repite Pereda a distintos corresponsales, a veces casi con idénticas palabras, aquella idea: «no es más que un alarde más o menos tonto de saber hacer algo que no había hecho jamás y que los sabios de la crítica me habían pedido algunas veces: análisis psicológico y movimiento de afectos y pasiones», le dice a Galdós el 9 de febrero1084; y el 7 de abril confía a Laverde que la discusión sobre esta novela le ha desanimado de «continuar escribiendo novelas analíticas del paño de la última. Creo haberle dicho a V. que hice ésta por un alarde, más o menos infeliz, de poder hacer de todo si se me ponía el empeño en el caletre»1085.

Pues bien, a pesar de este alarde, ningún crítico coetáneo, fuera del advertido Quintanilla, comentó en sus artículos lo del carácter analítico. En el primer trabajo que publicó en El Atlántico, antes de que La Montálvez saliese a la luz, «Pedro Sánchez» afirmaba: «Es una novela analítica psicológica [...] La pluma que hizo tantas veces felices oficios de pintor se ha ocupado esta vez en ahondar y profundizar mucho en lo más oculto de un alma». Y en la serie de artículos que publica luego en La Época desarrolla con detenimiento aquellas ideas: «El insigne escritor ha pasado [...] del trabajo narrativo, descriptivo y externo, al estudio más hondo y más detenido de las cosas y de los hombres». Y comenta luego los procedimientos de que se sirve el escritor para realizar aquel análisis: «desecha -dice- los fuertes auxilios que le prestan su manejo inimitable del diálogo y su genial facilidad para las   —312→   descripciones y escarba, por otra, con decisión y buen sentido, aun en lo más recóndito de un alma»1086

En su afán por llamar la atención sobre el estudio psicológico que hacía Pereda de la protagonista de su novela, el mismo Quintanilla formuló un juicio que otros críticos habían de repetir: con esta obra se demostraba lo erróneo de aquel tópico que mantenía la incapacidad perediana para los caracteres femeninos; decía «Pedro Sánchez», con transparente alusión a su paisano Menéndez Pelayo que «a pesar de ser una de las primeras cabezas de España del siglo XIX, se equivocó al decir que los tipos femeniles serían siempre la parte débil de Pereda»1087 (aunque observa que «en cierto punto ya también lo había demostrado Sotileza»). También esta idea, apuntada en su temprano artículo de El Atlántico, se repetirá en los que escribe para La Época: «Muchos han consignado como axiomático que el autor de La Montálvez era temeroso del análisis o inhábil para él, y débil en la creación de tipos femeninos»; y tras citar, esta vez mencionándolo expresamente, aquel juicio de Menéndez Pelayo, concluye que «los hechos han venido a destruir tales afirmaciones»1088.

Recordemos, a la vista de estos juicios, que una de las razones que habían movido a Pereda a escribir La Montálvez era, según confesión propia, precisamente el demostrar que era capaz de superar las limitaciones que los críticos habían notado en los personajes femeninos de sus libros; el 2 de noviembre de 1887, apenas enviado el manuscrito a Madrid, hacía a Oller este encargo: «Al amigo Sardá, dígale de mi parte, que cuento con que en esta ocasión no me dirá que mis mujeres son estatuas de sal»1089. Y más tarde, cuando ya el libro empezaba a recibir las primeras críticas, confesaba Pereda al mismo Oller: «Quizás esta obra mía es producto mediato de unas frases de Sardá. Hablando de Sotileza dijo que ésta, como la Clara de P. Sánchez, eran hermosas   —313→   estatuas; pero al fin estatuas1090. Algo semejante, aunque no tan bien dicho, había oído yo de otras mujeres de mis libros; pero es indudable que desde la afirmación de Sardá me propuse hacer una prueba de que "también yo era pintor" si me empeñaba en ello»1091.

Tal vez por su insistencia en aquel aspecto analítico de la novela, fue también Quintanilla el único crítico coetáneo que comenta el artificio narrativo utilizado por Pereda en esta ocasión, esto es, la utilización de dos voces para relatar la historia: la de los «Apuntes» autobiográficos supuestamente redactados por Verónica Montálvez, y la del narrador-editor que, además de transcribir, seleccionar y corregir aquellos apuntes, los completa con su propia versión en muchos puntos: «La Montálvez, cuya mezcla de autobiografía y de relato está perfectamente combinada y la presta más verosimilitud, puede señalarse como modelo de exposición hábil y de magistral elocución»1092.

No obstante las alabanzas que, como «Pedro Sánchez», hace Quintanilla al estudio de aquel personaje protagonista, como Gil Osorio, en la Revista de España formula una certera observación al comportamiento de aquella: «Hay rasgos que, de puro chocar con el sentido moral, resultan inverosímiles»; y se refiere expresamente a la facilidad con que Verónica cae en la tentación, el cinismo con que acepta la farsa de boda y el descaro con que habla de sus planes a su futuro esposo.

Con muy parecidas razones, que harían sospechar algún intercambio oral de opiniones entre ambos escritores santanderinos, entonces en Madrid, Menéndez Pelayo juzga contradictoria e inverosímil aquella conducta: «...borroso y en parte contradictorio el carácter de la heroína que piensa como el autor y obra de un modo enteramente contrario, que cae en aberraciones morales muy verosímiles, pero que el autor no justifica bastante»1093. Y Ruiz Contreras, que considera que el mayor interés de la novela está en «la degradación sucesiva de una mujer colocada en sus fatales circunstancias», cree que tal proceso está poco explicado «o por lo menos demasiado esparcidos los datos que lo justifican»1094. En cambio Pérez Galdós, en su artículo bonaerense, destacó en la novela «el carácter de la protagonista, bien concebida, interesantísima»,   —314→   señalando luego cómo su comportamiento es consecuencia de la educación recibida y del influjo del medio ambiente1095.

De lo que se escribió a propósito de los restantes personajes de la novela, destaquemos que aquellos críticos que habían aplaudido el «idilio», extendieron sus elogios al personaje que lo protagonizaba1096 mientras que para otros críticos, la falsedad, convencionalismo y desfasado romanticismo de aquel episodio se evidenciaba en los caracteres de la pareja de enamorados; para F. Miquel, tanto Luz como Ángel son dos «tipos de convención»1097; «D. Félix de Montemar», además de calificar a la doncella de cursi, mimosa, tontaina, ridícula, etc., explica así la causa de tal fallo del escritor: «Pereda ha sentido a Luz demasiado y no la ha estudiado apenas»1098. Guzmán, padre de Luz y amante de Verónica Montálvez, también le parecía a Menéndez Pelayo un carácter poco analizado: «Acabo la novela sin haber encontrado la raíz de este carácter que tiene rasgos esparcidos de gran verdad, pero que parece presentido o adivinado más bien que visto»1099. Y para Santiago de Liniers, igual le parece este Guzmán («falso en fuerza de inverosímil egoísmo») que el joven Ángel («no menos falso en fuerza de candor y de abnegación increíble»1100.)

En suma, la galería de tipos que constituyen el reparto de esta obra recibió por parte de la crítica el casi unánime1101 reproche de falsedad,   —315→   convencionalismo, inverosimilitud1102. Sólo se salvó de esta general condena uno de los personajes secundarios, doña Ramona, también llamada «La Esfinge», que mereció los elogios difícilmente defendibles por hiperbólicos, de Quintanilla («el mejor tipo que anda por el mundo del arte moderno»), y más ajustados y razonables de Leopoldo Alas: «La mejor figura tal vez de este libro, por lo menos la pintada con más verdad, más pureza y mejores tonos»1103.

Concluyamos este apartado con una interesante observación que hacía Aicardo en su estudio sobre Pereda de 1906-1907; al referirse a los caracteres de La Montálvez señala con notable agudeza la diferencia que hay entre explicar un personaje y mostrarlo: «el autor habla de ellos, los califica, los analiza y presenta a los lectores más de lo que al arte conviene, cuyo secreto está en introducir en escena las personas, dejarlas hablar y obrar de modo que por sus obras y palabras se les conozca»1104.




ArribaAbajo12. Lenguaje y estilo

Fuera de algunas alabanzas de Menéndez Pelayo, bastante generales y de compromiso, («La Montálvez está escrita quizá mejor que otra alguna de las obras de su autor, o a lo menos con atildamiento y corrección mayor. Es una novela literaria en toda la extensión de la palabra [...] En la narración es [el estilo] sobrio, nutrido y preciso»1105), muy poco se dijo del estilo de esta novela1106; lo que, en un escritor de quien siempre había destacado la crítica los méritos de su dicción, equivalía en este caso a una censura.

  —316→  

Un aspecto de la elocución sí fue objeto de comentarios, casi todos desfavorables: el habla de los personajes, fundamentalmente en el diálogo. Si, como señaló una mayoría de los críticos, Pereda hacía gala en La Montálvez de un escaso conocimiento del ambiente social cortesano (el gran mundo de Madrid), no es de extrañar que el habla de aquellas gentes evidenciase, en su impropiedad, tal desconocimiento. Fue Leopoldo Alas uno de los que lo mostraron, analizándolo con rigor: «No siempre los personajes hablan como deben», observa; y sigue notando algo que ya era viejo defecto señalado en el escritor: «Pereda, que tan bien hace hablar a sus aldeanos, marineros, hidalgos montañeses, indianos, jándalos, etc., etc., suele tropezar con la frialdad seudocastiza cuando mueve los labios de damas y caballeros de cultivada inteligencia».

A su juicio, tal defecto tan notorio en La Montálvez obedece fundamentalmente a dos causas: la primera, que, al no comprender las ideas y sentimientos de los personajes del gran mundo, no sabe cómo hacerlos hablar: «Desprecia a muchos de sus personajes, y como no los ama, nos los siente bien; no se transforma en ellos, y les hace hablar [...] como quiere la retórica, es decir, de la peor manera para que hablen como deben». La segunda causa sería el excesivo respeto perediano por los modelos clásicos del lenguaje castellano, aquel supuesto estilo cervantino:

«Es [Pereda] muy respetuoso, demasiado, de toda clase de autoridades tradicionales, y entre otras cosas, respeta, cuando escribe en frío, lo que se llama todavía lenguaje y estilo castizo, clásico, de pura cepa castellana, etc., etc. Y él, que escribe con divina frescura y naturalidad cuando ama lo que escribe, en los momentos de avidez, en los que el mover la pluma es un oficio, se acuerda del período rotundo, de los giros de elegancia [...] que no sé por qué llaman cervantinos [...] Y cuando esta manera de escribir cae sobre un diálogo de personajes que no deben hablar así, que son casi todos, denota mucho más la frialdad y falta de naturalidad y vida del endiablado lenguaje correcto, castellano rancio...».

También observó Clarín que la misma impropiedad que en los diálogos se advertía en el lenguaje empleado por la protagonista en sus «Apuntes» autobiográficos: «Lo mismo que digo de esta clase de diálogos que abundan en La Montálvez, lo digo también de gran parte de los Apuntes de Verónica; pierden mucha fuerza, quitan calor y verdad al libro, porque sean buenos o malos, ese lenguaje y ese estilo no pueden ser los de mujer semejante»1107.

En un estudio sobre Pereda publicado en 1898, Boris de Tannemberg explicaba ese defecto notado por Alas, señalando que Pereda no había sido capaz de diferenciar estilísticamente el timbre de las dos voces narrativas de la novela: «Il cite par exemple quelques fragments   —317→   de journal de son heroïne; mais ce n'est pas là le babillage léger et décousu d'une feune fille; on y recconnaît trop le style même de l'auteur, ce style si nourri, si vigoureux, avec ses longues périodes»1108.

Volviendo a los juicios críticos sobre los diálogos de la novela, anotemos algunas opiniones inmediatas. Menéndez Pelayo notaba que el diálogo era escaso en el libro (lo cual confirmaba su tesis de que «el autor ha mirado con temor o con hastío su asunto, pues si no, ¿cómo había de ser tan parco en esto, él que dialoga como nadie cuando se encuentra con personajes de su familiaridad y cariño?»1109). Pérez Galdós, también en comentario epistolar observaba que el diálogo de la señora le parecía «poco ajustado a la realidad»1110. Salvador Rueda, en su artículo en El Globo, acusaba de impropiedad al habla cortesana: «Puede que no haya acertado del todo con el diálogo propio de las personas del gran mundo y que el sabor de los cuadros no sea el mismo justamente que se desprende de esta clase de escenas». Ruiz Contreras se fijaba en un aspecto sumamente convencional: la intromisión del pensamiento del autor en la expresión de sus personajes: «En algunos pasajes, sobre todo en los diálogos, hay mucho de convencional en que el espíritu del autor, opuesto -por fortuna- a los sentimientos de sus personajes, demuestra su repugnancia interviniendo en la conversación de aquéllos, penetrando en su alma, y aun asomando a su boca con palabras de amarga ironía, que sorprenden al lector, testigo curioso de tales escenas»1111. Luis Alfonso, por último, reprochaba la excesiva corrección formal de los diálogos: «Otro defecto, también de forma, hay en ella [la novela] -y que en todas las de Valera se nota- pero que no se atreven ni el lector ni el crítico a censurar, y es porque tal efecto es en rigor una belleza; aludo al lenguaje que usan los interlocutores de la novela, tan limpio, correcto y gallardo que da gloria».

Frente a tanto juicio adverso, sólo León Medina se mostró satisfecho del diálogo de La Montálvez: «Quizá en ninguna obra ha escrito Pereda diálogos que superen a algunos de su última novela»; y cita, como ejemplos, los de las amigas de la Montálvez, Sagrario y Leticia, y algún otro.





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ArribaAbajo Capítulo XIII

La puchera (1889)



ArribaAbajo 1. Elaboración y publicación

En una reseña de La puchera aparecida en El Noticiero de Madrid 9 de marzo de 1889, y firmada por «D. Félix de Montemar» (seudónimo, según José María de Cossío, del periodista Fidel Melgares1112), se contaba así la génesis de esta novela:

«...historia o cuento, invención de desocupados o secreto descubierto, voy a referir lo que por ahí se dice relacionado con la encarnación o concepción de La Puchera.

[...] poco tiempo después de dar a luz su última novela, leyó en diferentes periódicos un suelto en el cual se anunciaba para más adelante la aparición de "La Puchera", título y asunto que ni siquiera habían pasado por su imaginación, pero que, pareciéndole muy aceptable y muy novelizable -si se me permite el adjetivo- fueron apadrinados desde luego por el escritor santanderino, para entrar a formar parte del honroso catálogo de sus obras»1113.



Pese a lo increíble que pueda parecer la anécdota, que ningún otro crítico repitió y de la que tampoco hay confirmación en los epistolarios peredianos, lo cierto es que en un periódico santanderino de octubre de 1887 -antes de que se publique La Montálvez- se da ya el título de la novela que aparecería en 1889. En la sección «Al garete» que firma «Farsani» en El Aviso, se publican el 25-X-87 unas aleluyas que anuncian la próxima aparición, en diciembre o enero, de un   —320→   nuevo libro del escritor de Polanco, comentando así los rumores acerca de su posible título:


«primero, que llevaría
por título La puchera,
hoy que será La Montálvez
y sola y única y huérfana».1114



Menos probable es la suposición apuntada por Enrique Sánchez Reyes, para quien la novela aparecida en los primeros días de 1889 ya estaba gestándose en junio de 1884. Basándose en una frase de una carta de Pereda a Armando Palacio Valdés del 7-VI-84 («Si la cumple [la promesa de ir a tomar las aguas de Solares] cumplirá también la de comer conmigo la puchera de Polanco, adonde nos trasladaremos dentro de seis u ocho días»1115), deduce Sánchez Reyes en nota a pie de página: «El mismo Pereda es el que subraya, lo cual indica que ya por esas fechas estaban bailando en su imaginación los personajes, y quizá tendría también escritos algunos capítulos de esta novela, que no apareció hasta 1889». Deducción un tanto apresurada, a nuestro juicio: es sorprendente que sea esta la única mención a esta novela, en cartas de esas fechas; por otra parte, la alusión es muy vaga y más bien parece una fórmula familiar de cortesía: Pereda invita a su colega a compartir su puchera en la casa de Polanco. La reiteración de esta fórmula en cartas a Oller, una de ellas de mayo de ese mismo año y la otra de 1890, nos confirma esa interpretación1116.

Dejando a un lado las dos conjeturas citadas, podemos afirmar que La puchera se redactó entre agosto y octubre de 1888; así se indica -como es ya costumbre en las novelas peredianas- en la última página de la primera edición: «Polanco, agosto-octubre de 1888». Según los testimonios epistolares podemos precisar más todavía: la redacción se   —321→   inició el 12 ó 13 de agosto y se concluyó el 3 de noviembre. «El próximo sábado -escribe a Oller el 31 de julio- iré a reunirme con mi familia en Polanco, donde [...] intentaré, si la salud me lo permite, arrimar al fuego la ofrecida puchera»1117. «Hace tres o cuatro días que comencé La puchera -comunica a Gumersindo Laverde el 16 de agosto-. Como trabajo sin preparación alguna y a lo que salga, y aún no he percibido los síntomas premonitorios de la fiebre estética, no me atrevo a afirmar a V. si andando los días romperé lo escrito y me consagraré a la vida salvaje y descuidada, que tanta falta me hace, o continuaré enfrascado en la tarea»1118. Casi un mes más tarde, en carta a Menéndez Pelayo, le informa de cómo avanza, con cierta dificultad, la redacción del libro: «Yo he comenzado La puchera y no trabajo en ella todo lo que debiera para que resulte medianamente aderezada, y a buen calor»1119. En parecidos términos escribe a Oller por esos mismos días: «Yo trabajo un mes hace en La puchera y aún la tengo a medio condimentar. Estoy muy perezoso, y esto me contraría, porque quisiera terminarla para mediados de octubre»1120.

No pudo Pereda cumplir exactamente ese propósito, aunque no fue mucho lo que se retrasó: el día 3 de noviembre, da por concluida la redacción, según manifiesta en sendas cartas a Oller y Quintanilla, fechadas al día siguiente1121. Además de fechar el final de la redacción, en las cartas alude a las dificultades que ha tenido que superar («me entró   —322→   un desaliento tal, que pensé muy seriamente en echarlo todo a rodar. Después que me vi solo, hallé una puerta de escape para la dificultad, calentóse el horno, y si no bien ni a mi gusto, hízose de un tirón el guisote»1122) y manifiesta su juicio sobre el resultado («Nada le digo de si estoy o no satisfecho de mi brutal tarea de este verano, porque cuanto más voy envejeciendo en el oficio, menos confianza tengo en lo que hago. Creo que debe de haber en la obra sapos y culebras porque ha sido escrita "a lo que fuere saliendo". La única condición que no me la hace aborrecible, es que hay frescura en ella»1123).

En los primeros días de diciembre la novela está ya en prensa, según comenta Pereda en carta a Pérez Galdós y al citado Quintanilla1124, y la previsión que en la primera de ellas se aventura («el libro aparecerá en las dos primeras semanas de enero») se cumple con bastante exactitud1125.

El Atlántico, de Santander, del 7 de enero de 1889, al publicar como primicia un capítulo de la novela, anuncia que estará a la venta «pasados ocho o diez días»; en una carta del día 16 de enero, encarga Pereda a su amigo Quintanilla, ocasionalmente en Madrid, le informe de «qué día se pone el libro a la venta ahí. Las noticias de Tello y de Suárez son muy contradictorias a este propósito»; y algunas líneas más adelante, comenta: «En estos estómagos montañeses ha caído La puchera como el maná. Ya veremos cómo sienta a esos paladares melindres»1126. Por esa misma carta (y por otra a Oller del día 19) sabemos de sus gestiones para hacer llegar los ejemplares del libro dedicados a colegas y amigos1127.

La novela se puso a la venta el 17 de enero (según carta de Pereda   —323→   a Oller1128) o el 19, según El Resumen de Madrid, que al día siguiente publica parte del capítulo XXI, precedidos de un extenso y elogioso comentario en el que, entre otras cosas, se señala que la novela «ayer mismo salió a la venta».




ArribaAbajo2. Eco en la crítica

Afirmaba Jean Camp en su libro sobre Pereda, publicado en París en 1937, que, en contraste con su inmediato éxito de ventas1129, La puchera tropezó con un cierto silencio en la prensa, que se fue rompiendo poco a poco y con alguna dificultad1130; de ello concluye que esta novela «n'a pos eu dans la presse et dans le public le succés qu'elle mérite».

Probablemente el investigador francés, más que analizar detenidamente la colección de críticas periodísticas que aquí estudiamos -que nos consta consultó-, se dejó convencer por un juicio de Leopoldo Alas, quien repetidamente se lamentó de un supuesto silencio crítico sobre la novela perediana de 1889; primero en un «Palique» en Madrid Cómico del 23 de febrero y luego en una «Revista mínima» de La   —324→   Publicidad del 8 de marzo, donde escribe: «Se ha publicado La puchera, una novela de Pereda llena de primores artísticos, y ni un solo artículo digno de ser tenido en cuenta se ha escrito con tal motivo. La mayor parte de los periódicos populares ni siquiera han hablado, a guisa de anuncio, de La puchera»1131. La verdad es que, en este caso, Clarín erraba por falta de información1132, ya que, para esa fecha, además de bastantes anuncios de la novela -algunos acompañados de la publicación de fragmentos de la misma-, había aparecido un buen número de reseñas y críticas de La puchera, algunas tan valiosas e interesantes como las de Sardá, Ruiz Contreras, Gómez de Baquero, Menéndez Pelayo, o José María de Quintanilla. Por otra parte, los reproches que el crítico asturiano hace a sus colegas («¿Qué ha dicho El Imparcial de La puchera? Nada; ¿qué ha dicho El Liberal? Nada. Nadie ha dicho nada»), se vuelven contra él mismo, ya que su artículo no pasa de ser un superficial comentario al libro, cuya crítica no hace. Tal vez pensaba Alas escribir más adelante su estudio sobre esta novela; pero no tenemos noticia de que llegara a publicarlo1133.

En contra, pues, de las citadas opiniones de Alas y Camp, el inventario de críticas y reseñas de La puchera que seguidamente ofrecemos muestra que no hubo, ni mucho menos, tal «silencio» en torno a aquella novela.

  1. José María DE PEREDA, «Capítulo I de La puchera», en El Atlántico (Miscelánea Semanal), Santander, 7 de enero; año IV, hoja 1.ª.
  2. José María DE PEREDA [fragmentos del cap. I de La puchera], en Los Madriles, 12 de enero; año II, n.º 15.
  3. «SARDINERO», «La puchera», en El Atlántico, Santander, 15 de enero: año IV, n.º 151134.
  4. —325→
  5. Sin firma, «La última novela de Pereda. La puchera», en El Resumen, Madrid, 20 de enero; año V, n.º 1.407.
  6. José María DE PEREDA, «La puchera del Lebrato» [cap. XXVI], en El Correo, Madrid, 21 de enero; año X, n.º 3.2151135.
  7. Sin firma, sin título, en El Correo de Cantabria, Santander, 23 de enero. [Indica que está tomado de El Día].
  8. Ludovico BERMEJO, «La puchera, o el judío errado», en La Avispa, Madrid, 23 de enero; año VI, n.º 230.
  9. «PICKWICK», «La puchera. Rapsodia encomiástica» [verso], en El Atlántico, Santander, 25 de enero; año IV, n.º 25.
  10. Eduardo GÓMEZ DE BAQUERO, «Autores y libros », en La Época, Madrid, 25 de enero; año XLI, n.º 13.908.
  11. Lorenzo BENITO, «La puchera», en El Fomento, Salamanca, 25 de enero; año IX, n.º 1.433.
  12. Federico URRECHA, «Carta de un marmitón a un jefe de cocina», en Los Madriles, Madrid, 26 de enero; año II, n.º 17.
  13. Enrique MENÉNDEZ PELAYO, «"El Josco", de La puchera» [soneto], en El Atlántico, Santander, 29 de enero; año IV, n.º 291136.
  14. «PEDRO SÁNCHEZ» [José María QUINTANILLA], «De La puchera. Notas sueltas», en El Atlántico, Santander, 29 enero; año IV, n.º 291137.
  15. Ricardo OLARÁN, «Impresiones», en El Atlántico, Santander 29 de enero; año IV, n.º 29.
  16. —326→
  17. Julián de SAN PELAYO, «Notas bibliográficas. La puchera» en Revista de España, Madrid, 30 de enero ; tomo CXXV, n.º 496, págs. 291-2921138.
  18. Luis ROYO VILLANOVA, «Don José María de Pereda y su última obra», en La Derecha, Zaragoza, 1 de febrero1139.
  19. Juan SARDÁ, «De nuestra colaboración particular», en La Vanguardia, Barcelona, 3 de febrero; año IX, n.º 1.4331140.
  20. «SARDINERO», «El Caldo», en El Atlántico, Santander, 3 de febrero; año IV, n.º 34.
  21. José ORTEGA MUNILLA, «Siluetas gaditanas. "El chicuco"», Los Lunes de El Imparcial, 4 de febrero.
  22. Marcelino MENÉNDEZ PELAYO, «La puchera», en El Correo, Madrid, 11 de febrero; año X, n.º 3.2371141.
  23. —327→
  24. M. C., «Revista de Madrid» [carta abierta a F. Miquel y Badía], en Diario de Barcelona, 12 de febrero, págs. 1.578-1.5801142.
  25. F. MIQUEL Y BADÍA, «La puchera. Novela por D. José María de Pereda» [carta a M. C.], en Diario de Barcelona, 13 de febrero, págs. 1.947-1949.
  26. «PALMERÍN DE OLIVA» [Luis RUIZ Y CONTRERAS], «La puchera», en Revista Contemporánea, Madrid, 15 de febrero; tomo LXXIII, vol. III, año XV, n.º 317, págs. 245-2571143.
  27. «CLARÍN» [Leopoldo ALAS], «Palique», en Madrid Cómico, 23 de febrero; año IX, n.º 3141144.
  28. «MIQUIS», «Habladurías», en El Atlántico, Santander, 27 de febrero; año IV, n.º 58.
  29. E. BUSTILLO, «La puchera» [versos], en Madrid Cómico, 2 de marzo; año IX, n.º 315.
  30. Sin firma, «Algo sobre La puchera», en El Aviso, Santander, 7 de marzo; año XVIII, n.º 29.
  31. «CLARÍN» [Leopoldo ALAS], «Revista mínima», en La Publicidad, Barcelona, 8 de marzo; año XII, n.º 4.020.
  32. «DON FÉLIX DE MONTEMAR», «La puchera», en El Noticiero, Madrid, 9 de marzo; año VII, n.º 1.517.
  33. León MEDINA, «La puchera», en La Unión Católica, Madrid, 18 marzo; año III, n.º 538.
  34. Luis ALFONSO, «Notas literarias», en La Dinastía, Barcelona, 19 de marzo; año VII, n.º 3.224.
  35. A. PÉREZ NIEVA, «La puchera», en El Globo, Madrid, 24 de marzo; año XV, n.º 4.889.
  36. «PEDRO SÁNCHEZ» [José M.ª QUINTANILLA], «Notas literarias. La puchera», en El Día, Madrid, 25 de marzo; n.º 3.1921145.
  37. —328→
  38. Juan BARCIA CABALLERO, «La puchera»1146.
  39. Sin firma, «Pereda y la justicia histórica», en El Resumen, Madrid, 19 de abril.
  40. Dionisio PÉREZ, «Palique literario. Carta 1.ª», en Diario de Cádiz, 24 de abril; año XXII, n.º 8.057. [Concluye el día 26, n.º 8.059].
  41. J. YXART, «Notas bibliográficas», en La España Moderna, Madrid, mayo; tomo II, págs. 193-2061147.
  42. M. BECERRO Y CABEZA DE VACA, «La puchera», en La Patria, Madrid, 7 de julio; año I , n.º 561148.
  43. Melchor DE PALAU, «Acontecimientos literarios. 1889. Las novelas del año. II. La puchera, por D. José María de Pereda», en Revista Contemporánea, 15 de febrero de 1890; tomo LXXVII, págs. 293-2961149.

Además de esas críticas impresas, conocemos otras opiniones privadas, manifestadas a través de diversas cartas cruzadas entre diferentes miembros de su círculo de amigos y colegas. Algunos juicios son especialmente significativos porque quienes los suscriben no hicieron pública su crítica de La puchera. Así sucede con Gumersindo Laverde, quien, pocos días después de recibir su ejemplar dedicado de la novela, transmite su primera impresión a Menéndez Pelayo. «Ya he empezado a leer La puchera y me parece bastante superior a La Montálvez y que se acerca si no iguala a las mejores novelas montañesas de su autor».1150   —329→   Por su parte, Menéndez Pelayo en carta al autor ponderaba así los méritos del libro: «...a mi entender es una de las cosas mejores y más geniales y más inspiradas de nuestra literatura moderna»1151. También fue favorable el dictamen de Oller, según se deduce de la carta en que Pereda acusa recibo de tal veredicto1152.

Otro colega y amigo de Pereda que no llegó a publicar una crítica de La puchera1153 fue Pérez Galdós; pero nos consta por diversos testimonios epistolares su juicio totalmente favorable. Así lo manifestaba en carta a Narcís Oller el 3 de febrero1154 y al propio Pereda el 6 de ese mismo mes: «Pocas páginas me faltan para acabar de echarme al coleto su sabroso Puchero [sic] y no espero a concluirlo para darle mis plácemes por obra tan bella y acabada en todas sus partes. No la he dejado de la mano desde que la empecé, y si no la he concluido de leer es porque como V. sabe, leo muy despacio. Tratándose de amigos, singularmente de V., me fijo hasta en cómo pone las comas. [...] A mí me ha encantado y no la creo inferior a Sotileza, que es bastante decir»1155.

Esta carta galdosiana tiene un especial interés ya que no se limita en ella el novelista canario a exponer su opinión personal, sino que, de paso, le traslada a su colega de Polanco algunos pareceres ajenos; así, al elogiar uno de los capítulos del libro, el XVII, comenta: «Es de esas cosas que quedan para siempre en la literatura. Lo mismo opina Marcelino1156; [...] También se hace lenguas de su Puchero nuestra amiga doña Emilia [...] También Clarín me escribe entusiasmado con el Puchero, que ojalá fuera mío». Estas eran las palabras de Alas, en la carta a que se refiere Galdós: «Estoy a mitad de La puchera, y en lo perediano me parece admirable. El tipo del Berrugo asombra y es con   —330→   Grandet casi del tamaño del otro [¿Shylock?]. Los de las brujerías admirables»1157. En cuanto a Pardo Bazán -que tampoco publicó crítica de esta novela- podemos confirmar su favorable dictamen por estas palabras de una carta suya a José Yxart, fechada el 4 de febrero: «La puchera me ha gustado mucho, y a mí me parece de lo mejor de Pereda. Sin restricciones. Es la compensación de aquella gran caída que se titula La Montálvez»1158.

Conocemos la reacción de Pereda ante algunos de los juicios que su novela mereció entre los críticos de Barcelona: en carta a Oller del 20 de febrero, además de señalar que ha recibido la crítica de Sardá comenta: «No necesito decir a V. cuánto me alegro de que a Yxart le guste La puchera, y de que se decida a decirlo a gritos en un periódico de Madrid [...] Supongo que habrá V. visto el parecer de Miquel en el Diario. Si aquello es sincero y no un alarde de desagraviarme, no está mal. En igual sentido me escribió, muy fino y cariñoso, lo cual yo le agradecí mucho. Otra carta muy entusiástica tengo del antimontalvista Vidal»1159.




ArribaAbajo 3. Novela regional, novela costumbrista

José M.ª Quintanilla iniciaba su reseña de La puchera en El Día señalando que su lectura le había causado «una inexplicable impresión de sorpresa»; tal sorpresa se debía al hecho de que previamente el autor le había leído los capítulos iniciales del manuscrito, y aquello le había hecho suponer que el libro sería algo similar a El sabor de la tierruca; pero «me encontré -escribe- con que ella era mucho más de lo que me había imaginado; trabajo más hondo que El sabor, [...] libro de más arte y más empuje»1160.

Tras la fallida experiencia de aquella novela aristocrática que fue La Montálvez, La puchera tenía todo el sentido de un «repliegue» a un   —331→   terreno conocido, según la certera expresión de Bonet1161; y ese reencuentro con el género regional, cuya obra maestra había sido El sabor de la tierruca, no pasó desapercibido a muchos críticos, aunque casi todos los que lo observaron señalaron también que esta novela superaba los modelos precedentes del mismo autor. Lo había notado el mismo Quintanilla («Es innegable que los aventaja [este libro a otros como El sabor] aun en esta cuestión del regionalismo, y que los aventaja mucho, en general; primero por la fuerza y la intención concreta del fondo y después por la superior calidad de las pinturas. [...] ninguno, con copiar tan fiel vida y costumbres, ninguno llegó, porque el autor no quiso, hasta el alma de la Montaña, hasta el problema montañés, hasta la fuente del carácter»1162); y, antes que él, también en El Atlántico, otros dos críticos santanderinos que habían firmado sus artículos con los sobrenombres de «Sardinero»1163 y «Pickwick»1164.

No son de extrañar, pues, conociendo la idea que Menéndez Pelayo tenía de cuál había de ser el territorio novelesco de Pereda, estos elogios en su crítica de esta obra: «Ha acertado plenamente en las dos grandes formas del idilio rústico y del idilio marítimo, que son los verdaderos timbres de su gloria. En ambos géneros, así como no ha tenido maestros, tampoco es fácil que llegue a tener rivales, a lo menos en nuestra lengua castellana. La puchera [...] reúne ambos géneros de excelencia: es a un tiempo novela campesina y novela costeña»1165. Otros ecos mostraron también su satisfacción al constatar cómo con aquel libro volvía Pereda al género en que convencionalmente se le había colocado: «Es una novela regional -escribía "D. Félix de Montemar"-, una de esas novelas en las que aparece el Pereda de verdad, el escritor de la Montaña, que se encuentra allí como pez en el agua»1166; por su parte Luis Alfonso, aunque emplee otro término para designar el género, opina lo mismo cuando dice que es aquella una «novela lugareña al modo de otras del propio autor que en ellas aventaja a cuantos   —332→   cultivan en España el propio género». Y Sardá concluía su crítica alabando la decisión perediana de regresar a sus «pinturas montañesas»: «Para ello nació y a ello le llaman la índole de su talento y las circunstancias de su vida. Deje para los cortesanos las historias cortesanas. El mundo de provincias es tan fértil para la novela como el mundo de las capitales; más fértil acaso, por más característico, por menos adulterado».

Es sabido cómo para las concepciones de la crítica de novela de la época, la llamada novela regional era inseparable de la técnica costumbrista; pueden servir de ejemplo estas palabras de Ricardo Olarán en El Atlántico: «Esta novela, verdadera exposición de magníficos cuadros, frescos de color, ricos de relieve y correctos de dibujo, es un libro en el cual parece que el autor se ha propuesto deliberadamente dar patente muestra de sus varias aptitudes; pues lo mismo en la pintura del paisaje montañés que en la descripción de gentes y costumbres de este suelo, hay allí primorosos ejemplares». En cambio, L. Royo Villanova consideraba que el costumbrismo de La puchera era sólo aparente: «...ni es tampoco -escribía tras rechazar un supuesto carácter tendencioso- cuadro de costumbres montañesas únicamente, aunque los capítulos en que se citan las pescas del Lebrato y las siegas en los prados de D. Baltasar no parecen tener otro objeto»1167.

El particularismo inherente al género de novela regional había sido, en opinión de muchos críticos, una de las mayores limitaciones de la obra perediana; J. Yxart, en su crítica de La puchera, opinaba que aquello era precisamente causa de muchos de los aciertos de la novela: «Precisamente hallamos la causa de su indisputable y hoy no disputada superioridad en lo mismo que era, pocos años hace, continua ocasión de cargos gacetillescos contra el autor: su particularismo»1168. En cambio, Quintanilla, quizá por su temor provinciano a que el susodicho particularismo localista impidiese a la novela del admirado amigo un reconocimiento de su valía universal, trató de mínimizarlo con estos argumentos: «Es novela general y cosmopolita, ilimitada y absoluta, de gran alcance, de abiertos horizontes, a pesar de su aparente limitación y de su asunto concreto, de forma regional, referido a aquellos varios modos de ganarse sus personajes la olla»1169. También León Medina expresaba una opinión similar: «Lo que a mi juicio distingue La puchera de las demás obras que hasta ahora ha publicado Pereda es el carácter de universalidad   —333→   que revisten sus personajes, sus incidentes, la acción misma de la novela».

Como es sabido, la llamada novela regional exigía una especial atención a los aspectos relativos a la ambientación, en especial, a factores como el paisaje, que servían para dar a la novela el necesario color local. «No falta el colorido local», escribía en la Revista de España J. San Pelayo, que se refería en otros lugares de su crítica al «conjunto saturado del perfume de las auras de la montaña», así como a «la diafanidad de tintas, no exentas de melancolía, que son peculiares a todos los libros del autor». Luis Alfonso además de elogiar la exactitud fotográfica de las descripciones de la novela1170, aducía un precedente ejemplar en los paisistas de la escuela holandesa, que «animaban los paisajes con figuras y les daban fisonomía propia y vida». En cambio en El Día, «Pedro Sánchez» encontraba en aquel libro perediano una preponderancia del paisaje sobre el hombre: «La pintura de la naturaleza ha ganado a la de los hombres».

Pero es sobre todo en la reseña de J. Yxart en La España Moderna donde encontramos tratado este punto con más precisión y rigor. Véase cómo expone su concepto acerca de la función que en la novela realista corresponde a las descripciones:

«De los dos modos de escribir novelas, el puramente narrativo, el de todos los tiempos, y el descriptivo dramático, puesto en boga hasta ayer, me parece todavía el más eficaz, el más adecuado, el más artístico, el último, aunque ya vaya cansado. Entre el autor que narra como de referencia, en tiempo pasado, lo que sucedió, que cuenta y no exhibe, y el autor que exhibe y cuenta, y pone delante de los ojos actores, escenario y acción, todo junto, influyéndose y explicándose mutuamente, estoy por el segundo. Tengo este procedimiento, perfeccionado de un modo indecible en estos últimos años, por una verdadera conquista de la literatura moderna, y en absoluto independiente de otras cuestiones que tal vez se confunden con él».



Basándose en tales concepciones teóricas, analiza así Yxart la técnica descriptiva de Pereda en esta su última novela:

«Puedo elogiar como bellezas siempre nuevas y no comunes los paisajes descriptivos de La puchera y bien puedo dolerme primero y en general, de que no proceda el autor en su composición única y exclusivamente poniendo siempre las cosas a la vista, y segundo, de que evite a veces la descripción, la interrumpa y buenamente se declare hastiado de ella. [...] Resaltan siempre con mayor relieve todas aquellas partes en que [...] en plena elaboración y producción de su obra, oculto, impersonalmente, el autor nos hace ver lo que ocurre. [...] Parece   —334→   entonces que la propia vida de los personajes, el mismo cielo sobre el cual resaltan, nos explican más eficazmente, más amablemente su carácter y la índole de los sucesos en que intervienen; más, mucho más que el comentario y la pura narración»1171.






ArribaAbajo 4. La trama argumental y su desarrollo

Por lo que toca a estos aspectos de la novela, fue prácticamente unánime el dictamen de la crítica acerca de la sencillez de la trama argumental que sustentaba el relato de La puchera; novela en la que, según Sardá «apenas sucede nada de verdadero bulto en el orden exterior; a última hora, y para dar solución al conflicto novelesco, ocurren unas pocas cosas gordas que pudieran perfectamente no ocurrir de otro modo sin que se alterase mucho el valor de la obra o el argumento capital de la misma»1172. San Pelayo, por su parte, hablaba de «trama poco complicada y hasta demasiado sencilla», llegando a notar «lo desanimado de la acción y la falta de interés dramático [...] los sucesos se vienen a la mano naturalmente, y surgen lacios y como desvaídos [...] en una palabra, carecen de artificio».

A. Pérez Nieva insiste en la misma idea y apunta un rasgo que asemeja este libro a otros de su autor: «El asunto de La puchera tiene la misma sencillez clásica que el de sus hermanos literarios, los libros anteriores del gran novelista santanderino; y como en otras novelas de Pereda, abarca una doble acción, que coge por igual al señorío y al pueblo de Robleces, marchando sabia y diestramente enlazados hasta el fin»1173. Y el médico y catedrático compostelano Juan Barcia Caballero apunta en su crítica un tímido reproche acerca de ese doble plano de la acción «no por cierto enmarañada, sino sencilla y de buena ley en que consiste la novela. Y acaso en esto es donde algunos encontrarían algo que tildar en ella. Porque no es ésta una de ésas en que el interés está acumulado exclusivamente sobre un solo personaje cuya vida y hechos la constituyen: aquí se reparten casi por igual entre las malandanzas del Josco y las no mejores de Inés, cuyas vidas y amores se desarrollan en el mismo tiempo»1174.

No obstante su sencillez, la acción de la novela no carecía, a los ojos de la crítica, de interés argumental; hasta el punto de que «Pedro Sánchez» llegó a calificar de folletín a aquella novela perediana, justificando tal denominación con estas razones: «La palabra está muy lejos   —335→   de ser empleada en acepción despreciativa [...] queriendo expresar, aunque no muy bien, lo entretenido, interesante, amenísimo y movido de su argumento»1175. Y Francisco Miquel afirmaba que «La puchera debe ponerse entre las novelas más interesantes de Pereda [...] cautiva la atención y la atrae con fuerza. Sin que abunden las peripecias, se suceden las situaciones con bastante rapidez y bien encadenadas»1176.

Como observaba Miquel en las últimas palabras que hemos citado de su crítica, tal vez la razón que explicaba la conjunción de una trama sencilla y un asunto verdaderamente interesante era la habilidad de que el novelista hacía gala, en cuanto a la trabazón con que en la historia se enlazaban los sucesos del relato. Con argumentos casi coincidentes lo explicaban en sus respectivos artículos -publicados ambos en el mismo número de El Atlántico, de Santander- Ricardo Olarán y José María Quintanilla. Escribía el primero:

«...la trama de la novela, por todo extremo verosímil, sencilla y real, y en cuyas hebras trábanse los sucesos que se relatan tan corriente y naturalmente [...] El plan a que se ajusta el desarrollo de la acción es ingenioso, sin dejar de ser rigurosamente lógico [...] y bien puede asegurarse, sin embargo, que hasta muy vencida la primera mitad de la obra, el lector más perspicuo no acierta a adivinar, ni sospechar siquiera a dónde le van a llevar los hechos narrados, ni qué misión van a cumplir los actores que andan en juego».



Por su parte «Pedro Sánchez» observaba: «En otros libros, aun de menos meollo, hay paréntesis, divagaciones, vueltas atrás, análisis sueltos y separados adrede, alguna deslabazón, enlace dificultoso, poco empeño en encadenarlo todo [...] en La puchera no se advierten estas labores, y sí la perfecta trabazón de los episodios, [...] la habilidad formal para atar cabos y llevar adelante la acción de la mejor manera posible»1177.




ArribaAbajo5. El «motivo» de «la lucha por la vida». Naturalismo

José F. Montesinos llamaba la atención sobre la función estructuradora   —336→   que en La puchera tiene el motivo aludido en el título, esto es, la lucha por el sustento: «esa frase montañesa "asegurar la puchera" [...] que como "leit motiv" reaparece cien veces en estas páginas, es el tema estructural que le da unidad de tono e intención»1178. Entre los críticos coetáneos de la novela fue Quintanilla uno de los pocos que señaló algo parecido; a aquel confidente literario de Pereda -tal vez por serlo- no se le escapó el sentido alegórico que tenía el título, ni el motivo que en él se anunciaba como síntesis del sentido de las acciones de los personajes: «En el libro tan perfectamente titulado obran todos los personajes de modo casi alegórico. [...] Todos ellos buscan la puchera de mejor o peor modo, con más virtud o con más artificio; todos se mueven por este impulso, para el trabajo o para la usura, para el matrimonio o para la cura de almas»1179. Y en otro lugar del mismo artículo afirmaba que aquella novela era «un estudio de la lucha por la existencia en el corazón del hombre».

Pero ni «Pedro Sánchez» ni ningún otro crítico alcanzó a profundizar en las consecuencias que aquel tema imponía en el tratamiento de la materia novelesca. Para la crítica actual lo que singulariza a La puchera en el conjunto de la obra de su autor es el hecho de que en ella aparece por vez primera una visión de la vida rural que no es predominantemente idílica; para decirlo con palabras de quien definió la obra perediana como novela idilio, «el idilio montañés aparecerá ahora con profundidades y negruras que la obra anterior de Pereda apenas permitía sospechar siquiera, si prescindimos de algunas de sus lejanas Escenas»1180.

Pues bien, tal novedad pasó desapercibida ante los críticos que se ocuparon de la novela a su publicación. Tan sólo Melchor de Palau, en su artículo en la Revista Contemporánea (1890) aludirá a esta cuestión, y precisamente para reprochar a Pereda el que no hubiese profundizado suficientemente en el problema social que aquel título prometía:

«El título sí que no me satisface, en relación a la obra, se entiende; la puchera es en término llanote nada menos que the struggle for life, asunto poemático digno de la gran novela social. [...]

»La gran lucha por la existencia no aparece ni está en el género localizado de Pereda; sólo asoman algunas ramificaciones sin importancia: pequeñas burbujas de la colosal puchera en ebullición [...] más esperábamos del título, y hasta nos atrevemos a decir que en otras obras de Pereda hay más puchera, más lucha por la existencia que en la examinada».



  —337→  

En su opinión la razón que explicaba aquella carencia venía determinada por el enfoque costumbrista que había adoptado el novelista para su libro: «La titánica lucha, lejos de sostenerse en el orden social, llevada hasta la degradación y el crimen, desaparece pronto del escenario novelesco, siendo sustituida por uno de tantos cuadros de costumbres anfibias»1181.

Del reproche de Palau cabe deducir que el tratamiento más adecuado para el motivo desarrollado en La puchera no sería el costumbrista, sino el naturalista1182. Ello nos permite recoger y comentar la discusión que, una vez más, se planteó acerca de la adscripción de aquella nueva novela a la escuela de Zola. Podríamos esquematizar, sin excesiva simplificación, las diferentes posturas críticas en torno a su hipotético naturalismo en dos sectores: uno, representado por quienes defienden la opinión de que es una novela naturalista, aunque con las salvedades de rigor, que la separan -y elevan- del modelo zoliano. Así, por ejemplo, «Sardinero» opina que hay aquí «ese naturalismo de buena cepa, tan honradamente natural»; y argumenta así su dictamen:

«Encanta ese naturalismo que le hace a uno ver no al escritor, sino al hombre, y el hombre tal cual es se ve siempre en los libros del insigne montañés. Eso de coger los personajes ab ovo, en germen, e ir llevándolos, según van creciendo, tan derechos a su fin; eso de trasladar al papel la conversación familiar y corriente, sin filosofías cursis, ni pedanterías de munición; eso de pintar el accionado, el gesto [...] Naturalismo de ley, que debe gustar a cualquiera, por estragado que tenga el paladar con el otro naturalismo al uso. Naturalidad en el decir [...] naturalidad, realidad, verdad en el asunto, y todo ello vestido con honestos y graciosos ropajes».



No parece posible acumular en unas líneas un desconocimiento tan radical de las verdaderas formulaciones teóricas de la escuela naturalista, al tiempo que se repiten los consabidos prejuicios acerca del supuesto mal gusto de la escuela. Por su parte, José María Quintanilla revela un mayor conocimiento del tema que trata, aunque también insista en algunos de aquellos prejuicios, a la hora de defender el peculiar naturalismo perediano: «Quizás La puchera, en su fondo, es la novela más naturalista de Pereda, dado el naturalismo a que éste puede llegar, o sea, el verdadero, no el exagerado fundamental y neto, basado en negaciones materialistas»1183.

  —338→  

Y Pérez Nieva, además de aplicar al libro que comenta el discutido calificativo, intenta demostrar (con las consabidas protestas de casticismo y pudor) que tal obra supera incluso al maestro de Le roman experimental:

«La puchera cae dentro de la flamante escuela colorista en que hoy son nuestros [sic; errata evidente, por "maestros"] los franceses, como antaño lo fuimos los españoles; La puchera es una obra de un saborazo intensísimo; entre las contemporáneas sólo hay dos de igual fuerza de ambiente; La madre Naturaleza, de la Pardo Bazán, y La tierra, de Zola; pero la novela de Pereda aventaja a la del gran naturalista en que carece de las crudezas y obscenidades del penúltimo libro de éste. Y tal afirmación deja ya sentado que La puchera es una concepción que respira naturalismo por los cuatro costados, pero un naturalismo puro, verdaderamente artístico, el naturalismo de Sancho Panza, del Lazarillo de Tormes; el naturalismo que no excluye cierta selección al copiar la realidad y que sabe expresar su belleza sublime sin traer a cuento las pústulas y las manchas del modelo; el naturalismo español y clásico, si vale nombrarlo así».

El otro sector lo constituyen aquellos que desmienten el supuesto naturalismo de La puchera, señalando cómo en tal libro su autor se separa en muchos puntos de las exigencias de la escuela. León Medina nota la ausencia de artificios técnicos propios de la novela experimental cuando se sirve del llamado documento humano: «No hay aquellos zurcidos y ensambladuras que el menos lince advierte, en casi todas las novelas escritas según procedimientos experimentales, novísimos, donde todo se fía al documento humano». Por parte de Luis Alfonso, las razones apuntan al hecho de que, para relatar determinadas escenas que podrían ser escabrosas, el escritor evita tanto la impudicia como el fisiologismo; ello muestra, a su juicio, «la destreza sin igual de Pereda en escribir y su arte para expresar en una frase concisa, limpia y gráfica, lo que otros no aciertan a dar a conocer sin disertaciones fisiológicas y pormenores impúdicos».

Por último citemos a «D. Félix de Montemar», quien trata de explicar cómo el naturalismo de La puchera es sólo aparente, dado que si bien, en algunos aspectos, muestra síntomas de «contagio» con la secta zoliana, se separa de ella en puntos fundamentales:

«No puede ser naturalista una obra en la que apenas juega la influencia del medio ambiente; no puede figurar entre los sectarios de Zola quien, por ésta al menos -aunque en otras ocasiones lo pareciera-, dista de ser pesimista1184. La puchera es   —339→   una copia de la vida real, es a lo sumo una novela realista, una novela de observación, de caracteres y costumbres; pero no es una producción naturalista entendiendo aquí por naturalismo el sistema zolaico, tal y como su pontífice máximo lo comprende. [...] como, hoy por hoy, naturalismo y zolaísmo son nombres que corresponden a ideas semejantes, en el común sentir, yo, tomando las cosas como las encuentro, cuando hablo de naturalismo quiero que conste que, interín no se demuestre lo contrario, el naturalismo es para mí y para los efectos de estos artículos, el que proclama, practica y reglamenta el autor de La tierra».






ArribaAbajo6. El narrador

Tanto o más que por las razones apuntadas en los textos críticos que hemos citado, esta novela perediana se separaba de la poética de Zola en uno de sus postulados más importantes, el que se refería a la impasibilidad del autor-narrador frente al asunto de su relato. El autor Le roman experimental había dejado sentado que «el novelista no es que un escribano que no juzga ni saca conclusiones»; ello exige de él que guarde sus juicios y emociones, limitándose a exponer los hechos humanos que ha observado, ya que su intervención iría en contra del propio valor demostrativo que los documentos humanos tienen por sí mismos1185.

Pues bien, es claro que en La puchera, lejos de eludir su presencia, la voz del novelista está presente en múltiples intromisiones, como bien notaron algunos críticos: «En La puchera -escribe Yxart-, el autor se comenta a sí mismo, juzga el valor de algunas frases, nos advierte que no quiere hacer hincapié en tal escena porque ya la trató1186, da a su narración en una palabra, con toda espontaneidad, el carácter de una conversación privada, de una obra escrita de corrido, en la cual no hubo enmienda ni se volvió sobre lo escrito»1187.

  —340→  

El problema ya había sido analizado, con interesantes observaciones, en la notable reseña de la novela que, un par de meses antes, Ruiz Contreras firmaba en la Revista Contemporánea con su habitual seudónimo, «Palmerín de Oliva». Refiriéndose a lo que llama «impersonalidad literaria concebida en términos prudentes», señala que lograr la impersonalidad absoluta es imposible: «Mientras el novelista aprecie con sus propios sentidos el mundo exterior y escriba tamizando en su talento las impresiones recibidas, la obra será siempre personal y en esto estribará su mérito. Pero puede lograrse una impersonalidad aparente, y ésta sí que realiza una ilusión agradable sin perjuicio del arte». Por esas razones expuestas reprocha a la novela que comenta las frecuentes intromisiones de la voz del autor, que considera como propias de una etapa ya superada de la evolución de la novela1188. Pero fuera de esta censura, «Palmerín de Oliva» se ocupa, en términos elogiosos, de estudiar con qué acierto el narrador de La puchera desempeña sus funciones, como es la de resumir en su voz algunas partes de los diálogos («sabe hacerlo con tal maestría que le bastan cuatro rasgos para explicar sin quitarle realce ni fuerza, lo que sus personajes hubieran diluido pesadamente»).

Muy interesantes son también los párrafos del artículo que se dedican a comentar la técnica del monólogo interior (aunque el crítico no emplee nunca esta denominación); observa Ruiz Contreras cómo en algunos casos no logra distinguir Pereda el timbre de la voz del narrador del propio del personaje que reflexiona:

«...con frecuencia se presentan aquéllos [los pensamientos de los personajes] tan razonados, con tal orden expuestos y con tal independencia referidos, que más bien parecen repetición de sucesos, nada interesantes cuando ya se conocen, que manifestación libre de la influencia que todo aquello pudiera ejercer en el individuo que lo recuerda o medita. Citaremos el Examen de conciencia [título del cap. XXII]. Difícil es leerlo sin juzgarlo narración hecha por el autor, más, que recuento de las impresiones sentidas por Inés; porque no se comprende fácilmente cómo la enamorada muchacha, después de tantas soñadoras fantasías, pueda recordar con limpieza sus primeras observaciones de la mañana sin mezclarlas, o por lo menos influirlas, con la revelación amorosa sentida por la tarde...».

En cambio, a juicio del mismo crítico, hay ocasiones en las que el monólogo logra cumplir una de sus funciones, cual es la de transmitir   —341→   al lector la sensación de cómo funciona un pensamiento que va haciéndose:

«En otras circunstancias, el autor presenta de modo sorprendente un estado de alma impresionada por cualquier sensación. A través de la palabra escrita vemos entonces el funcionamiento de la máquina cerebral con todas sus ruedecillas y engranajes, las ideas que se confunden, los sentimientos que dominan, las frases que brotan, los recuerdos que se entrelazan; todo toma cuerpo ante nosotros sin perder su realidad sutil e indescifrable y sentimos la razón que domina, fingiendo y creyendo ver aquella lucha complicada»1189.






ArribaAbajo7. Personajes

El capítulo relativo a los personajes fue, como de costumbre, uno de los que ocupó más espacio en las críticas coetáneas de La puchera; ello no significa que fuese este el aspecto más notable o más digno de estudio en aquella novela (a pesar de la muy discutible opinión de Pelayo: «mejor parece un estudio psicológico que una novela propiamente dicha»1190), sino que la imagen pública que la crítica había configurado de Pereda como creador de tipos y caracteres exigía ante cualquiera de sus nuevos libros una atención especial a aquellas cuestiones. De ello se deduce también que, no obstante lo mucho que sobre los personajes encontramos en las reseñas de La puchera, el interés crítico de tales juicios es más bien escaso.

Así, por ejemplo, no pasan de ser tópicos carentes de valor crítico opiniones como esta de Pérez Nieva: «Resulta una admirable galería de tipos, trazados con aquella plasticidad y aquella vida propia de los que hicieron inmortales las novelas picarescas de nuestra literatura del siglo XVII»; o la de San Pelayo: «se destacan gallardamente caracterizadas las figuras». Por el contrario, en un artículo cuya valía hemos destacado en páginas precedentes, el de «Palmerín de Oliva», encontramos una interesante observación acerca de la diferencia existente, en esta obra, entre los que llama caracteres, esto es, personajes novelescos, y los tipos genéricos, propios del costumbrismo: «La puchera es a la vez   —342→   una novela de costumbres y de caracteres. Excepcionales son algunos de sus personajes, y arrancados otros de la informe cantera donde se moldean con los hábitos heredados, y se repiten siempre, las mismas formas». Observa seguidamente que mientras algunos personajes -el Berrugo, su hija Inés- son «verdaderos caracteres [...] distintos de la generalidad», otros como Don Elías, Marcones o la Galusa le parecen genéricos, pues que en cada uno de ellos se resumen los rasgos propios de su especie1191.

En cuanto al tratamiento que el autor daba a los personajes de esta novela, Barcia Caballero señaló su naturalidad y sencillez: «todo lo que pasa en este libro es natural y sencillo: sin sutilezas psicológicas ni caracteres complejos». Lorenzo Benito se fijó en la exageración con que se pintaba la maldad de algunos personajes, defecto este que le parece bastante frecuente en las novelas del polanquino: «Hay en la pintura de los caracteres de las novelas de Pereda, amor y odio como hay en las historias populares. El narrador se deja arrastrar por la simpatía o antipatía que le domina y sus figuras resultan con un relieve marcadísimo. Los que son buenos, lo son a carta cabal, los malos no tienen desperdicio». Juan Sardá comentaba otra clase de exageración, la ya conocida tendencia perediana a la caricatura en algunos casos: «En otros tipos muestra otra vez Pereda una de las tendencias características de su pensamiento literario; la de la caricatura, caricatura por la exageración del elemento cómico, o caricatura por la exageración del elemento trágico»1192.

De la extensa galería de personajes que pueblan las páginas de La puchera, la mayor parte de los críticos mostraron su preferencia por los más populares, en especial los campesinos el Lebrato, el Josco y Pilara1193; en tal sentido se pronunciaron el citado Sardá1194 y, por supuesto, Menéndez Pelayo1195. Por su parte, San Pelayo, aunque notaba que los   —343→   personajes secundarios estaban «muy bien colocados en su medio ambiente», objetaba que «quizás resultan más discretos que lo que su cultura podía permitirles».

Entrando en el estudio de cada uno de los personajes, fue el de Inés el que suscitó más comentarios; de una parte, por el hecho de que, en cierta medida, en ella se centra lo fundamental del conflicto novelesco; por otro lado, el novelista puso sus escasas dotes de analista de caracteres en el de esta, dedicando a su transformación psicológica tantas páginas que Sardá llegó a afirmar de La puchera: «es ante todo y sobre todo un estudio de mujer»; y, luego de resumir brevemente el asunto novelesco en lo que a Inés concierne, para mostrar cómo en tales peripecias su carácter va evolucionando, señala: «El estudio de semejante transformación moral es el objeto y tema capital del libro, y hay que convenir que está hecho con un cariño y un cuidado exquisito y con perfecto conocimiento de la psicología femenina. No se trata de un estudio complicado porque el carácter es simple, sin repliegues ni honduras [...] pero aun simple, y obrando en línea recta, pasa el carácter, merced a aquellas circunstancias, por una larga serie de fases muy bien analizadas».

Otros críticos coincidieron con Sardá en valorar positivamente el trabajo del novelista en este punto1196; Yxart repite las observaciones de su paisano en cuanto a la ausencia de complicación psicológica en el carácter analizado y califica a tal creación novelística como «una de las más cumplidas y perfectamente observadas en sus menores latidos»1197. Quintanilla formula ponderaciones muy similares («el mejor, sin duda de todos los personajes, el mejor trazado, el más mimado, el más atendido, el de obra más difícil. Es la primera figura del libro, la más simpática, la mejor estudiada, la creada con más interés y más talento, a prueba de dificultades»1198); y Francisco Miquel y Badía recuerda, a propósito de la transformación de Inés, un proceso similar en la protagonista de Sotileza: «Los pasos que se van sucediendo en el cambio que experimenta Inés en su persona, carácter y aspiraciones, los describe Pereda a maravilla, como lo hizo con su antecesora»1199.

Destaquemos sobre todos los citados, los comentarios de «Palmerín de Oliva» por lo que apuntan acerca del papel influyente del medio   —344→   y de la coherencia de aquella evolución psicológica: «Carácter digno de ser estudiado por el desarrollo especial de sus facultades, según el medio en que van colocándola diferentes circunstancias de su vida [...] el personaje creado resulta en perfecta armonía con las causas que le produjeron y las circunstancias que le rodean [...] todo es razonado, concreto y lógico»1200.

Frente a opiniones como las citadas sorprende la de Menéndez Pelayo -quien ya en anteriores libros había señalado la escasa habilidad perediana para el estudio de las psicologías femeninas-: «En la transformación de los sentimientos de Inés, hay cierto alarde de psicología un poco infantil, que no va bien con los hábitos literarios ni con las facultades dominantes de su autor, a quien le basta con su psicología instintiva y adivinatoria para crear cuerpos y almas, sin necesidad de perderse en sutiles y tortuosos análisis»1201

A propósito de su padre, el usurero don Baltasar, «el Berrugo», más de un crítico aludió a posibles semejanzas con otros famosos avaros literarios; la mención más repetida fue la del balzaquiano Grandet: recordemos el comentario epistolar de Alas citado antes1202; Menéndez Pelayo en su crítica también establece aquella comparación, al referirse al «magnífico tipo del Berrugo, avaro supersticioso que Balzac adoptaría por suyo»1203. Luis Alfonso llevaba más lejos la referencia, recordando la tradición literaria de esta figura: «Aun existiendo el "Shylock" de Shakespeare y el "Gobseck", de Balzac, puede reclamar sitio de honor en la galería de avaros» (en la que menciona al de Plauto, a Harpagon y al «Escanya-Pobres» de Narcís Oller).

Para Julián San Pelayo, este es el personaje principal de la novela; su carácter, aunque «dibujado de mano maestra», peca contra «la verdad natural»: a juicio del crítico, el comportamiento del personaje resulta inverosímil, en especial en las páginas finales, «Este desenlace -opina- adolece de falta de preparación suficiente y precipita la acción de la novela». También F. Miquel formulaba ciertos reparos a lo exagerado de este tipo y a una cierta inverosimilitud en su catastrófico   —345→   final: «Se dirá que resulta algo extremoso el tal D. Baltasar en su afán de riquezas aun admitiendo su supina avaricia, y que se sale de los límites de la verdad el cuadro final de la novela, un si es no es melodramático aunque lo haga verosímil la destreza del novelista en el describir y en el pintar»1204. Y José Yxart coincidía con su colega barcelonés en calificar este episodio final de «poco acertado»1205. En cambio Ruiz y Contreras ocupaba unos extensos párrafos de su artículo en analizar el carácter del personaje que nos ocupa, precisamente para justificar su final: «Esta condición de carácter justifica el fin que de otro modo parecería algo fantástico y rebuscado»; y concluye: «El castigo llega como fin de una acción natural, como consecuencia de todos los delirios de aquel espíritu enfermo, y el autor consigue su objeto, no ya sin faltar a las leyes más exigentes de lo verosímil, sino logrando con acierto la consecuencia inmediata y probable de las variadas condiciones que propuso y detenidamente planteó»1206.

Figura también discutida fue la de Tomás Quicanes, el indiano; mientras que para Menéndez Pelayo (y, con él, F. Miquel1207, L. Alfony1208, A. Pérez Nieva1209) es un personaje falso en su concepción literaria sólo justificado por necesidades argumentales («por lo sentimental, romántico y atildado, aparece como caído de las nubes, y sirve sólo para desenlazar la fábula»1210), Juan Sardá defiende el arte de Pereda en su tratamiento novelesco.

Hemos recogido páginas atrás algunos comentarios críticos que señalaban el tratamiento caricaturesco de algunos personajes. Ello pareció especialmente claro en determinados tipos secundarios y característicos, como don Elías, la Galusa y Morcones, a propósito de los   —346→   cuales decía Sardá que «a fuerza de querer el autor pintarlos horrorosos llegan a frisar con lo grotesco». Del médico don Elías, Luis Alfonso observaba que sus «contornos [...] trazados con cierto humorismo inglés que recuerda a Dickens, se ensanchan y alargan en algún momento hasta tocar en la caricatura»1211. Esta alusión a Dickens adquiere un especial sentido si recordamos la preferencia que Pérez Galdós, en carta a Narcís Oller, confesaba por aquel don Elías, personaje que Montesinos ha calificado, con certeros argumentos, de galdosiano1212.

De la Galusa y su sobrino, el seminarista Marcones, escribía L. Alfonso: «sin dejar de ser reales, tienen toques tragicómicos, de los que hubiera dado con la pluma Quevedo y con el buril de acuafortista Goya»1213; opinión que, además de la consabida alusión a ilustres modelos sugiere en el tratamiento de ambos personajes un cierto expresionismo cercano a la caricatura1214. También M. Pelayo observaba que el seminarista era un tipo real «pero con realidad bestial y grosera, que el autor marca y acentúa con verdadero encarnizamiento y saña»1215. A San Pelayo también le parecía exagerada la figura de Marcones, «el cual -advertía- vale poco como tipo, por no abundar afortunadamente los ejemplares de su especie».

Señalemos, a propósito de este personaje, la desfavorable opinión que suscitó en F. Miquel por unas supuestas burlas anticlericales que creyó encontrar en el tratamiento perediano de aquel seminarista1216. Por otra parte, el crítico santanderino R. Olarán formulaba la sugerencia de que era Marcones «un dibujo hecho d'après nature», esto es, que tenía un modelo real conocido e identificable en los círculos próximos al novelista1217. Todavía en 1919 José Montero insistía en tal identificación, ofreciendo datos biográficos muy precisos del supuesto modelo1218.



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ArribaAbajo8. Lenguaje y estilo

Desde su consagración crítica como un «clásico» del género novelístico -a partir de Pedro Sánchez- los elogios al estilo perediano eran proverbiales cada vez que publicaba un nuevo libro, hasta el punto que puede afirmarse que era este el único aspecto que no se discutía. Lo propio sucede con el de 1889, que suscita una vez más los consabidos tópicos referidos al clasicismo y casticismo del lenguaje de Pereda, considerado como un modelo ejemplar de la buena prosa castellana. Sirvan como muestra representativa de tales juicios estas líneas del artículo de Sardá:

«Abrase La puchera por cualquier página, a lo que salga. Prescíndase de lo que dice para parar mientes en cómo lo dice; procédase al revés de como se suele proceder, que es mirar el fondo al trasluz de la forma; mírese la forma considerando el fondo sólo como un auxiliar para la apreciación y se sentirá claro, distinto, perfectamente perceptible aquel encanto inefable que produce la presencia de un idioma puro, incorrupto, genuino, despojado de toda influencia extraña, desdoblándose y desplegándose por su actividad interna propia»1219.



Y continúa explicando, cómo ese casticismo tiene como modelo el habla popular:

«El secreto de Pereda consiste en que a la vez, y aun más que en los modelos escritos, aprende su idioma en los modelos hablados, hinchando y rellenando las arrugas del estilo viejo con el nutritivo jugo de la lengua del pueblo montañés entre el cual vive y a cuyo estudio va dedicando sus mejores páginas. No es en Madrid donde se habla el mejor castellano, ni menos en los círculos en que vive y arraiga principalmente la literatura cortesana. [...] Hay en el lenguaje de Pereda un sinfín de palabras cuyo sentido, viéndolas aisladas, escaparía a un lector catalán, por ejemplo. Y, sin embargo, el carácter indígena y castizo de aquellos vocablos, de ignorado sentido, es tan visible, que ni por un momento se ocurre la idea de la sofisticación».



Siendo La puchera un ejemplo de novela regional -como en su momento señalamos-, de ambientación y personajes campesinos, el lenguaje de sus diálogos tenía que mostrar, por exigencias ineludibles del género, los rasgos propios del habla popular de la región, en este caso, la nativa del novelista. No era esta una característica nueva en sus libros, por lo que los críticos, en general, se limitaron a confirmar lo dicho en   —348→   ocasiones anteriores. «Pereda ha dado en La puchera -escribe Luis Royo- nueva muestra de esa cualidad que únicamente él tiene de introducir en el lenguaje literario el habla popular, que perdiendo su grosería y sus palabrotas, conserva sin embargo, toda la frescura, intención e interesante rudeza del lenguaje del vulgo».

La excelente reseña de J. Yxart muestra en este punto otra de sus interesantes observaciones, al señalar cómo el decir popular, «sobrecargado de modismos y muletillas locales, y hasta contrahecho por las leyes de la fonética popular», no sólo cumple su función puramente ambiental, sino que tiene un especial valor expresivo: «Hay en esta sola condición del vocabulario o del estilo una fuerza extraordinaria de expresión, un encanto artístico, que en vano se busca en el lenguaje literario. [...] Y el hechizo que esto produce es tal, que aun sin haber oído el modismo, percibimos su gracia expresiva, y aun sin entender el vocablo -o por lo mismo tal vez- nos sugiere o una imagen específica y rica en colorido, o algo íntimo, tierno, doméstico, atado a las tradiciones de la comarca»1220.

Por su parte, «Palmerín de Oliva» formula unas apreciaciones dignas de ser tenidas en cuenta, sobre determinados aspectos del lenguaje de los diálogos, en relación con el problema de las voces del relato. Así señala cómo en ocasiones el narrador resume por su cuenta conversaciones de los personajes, que podrían ser prolijas («Pereda prefiere dejar hablar a sus personajes que dar a conocer por sencillas y bien escogidas referencias el asunto de sus conversaciones; así abundan mucho los diálogos en su obra; pero cuando se decide a emplear aquel procedimiento, sabe hacerlo con tal maestría que le bastan cuatro rasgos para explicar sin quitarle realce ni fuerza, lo que sus personajes hubieran diluido pesadamente»); y cómo en más de un caso el diálogo peca de impropiedad, tal vez como consecuencia de confusiones entre el «timbre» de la voz del personaje y el de la del autor: «Hemos creído advertir que buscándose con minucioso cuidado en casi todas las escenas de La puchera la verosimilitud y naturalidad en el diálogo, éste se presenta alguna vez declamatorio y difícil, precisamente por el rigor con que se exponen los asuntos y la ordenada gradación que se hace de ellos, más propios de un trabajo bien escrito que de una apasionada improvisación»1221.