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La poesía de Laverde Ruiz

José María Martínez Cachero





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En 1876 el jovencísimo y talentoso Marcelino Menéndez Pelayo consideraba a Gumersindo Laverde Ruiz como «un notable poeta, uno de los vates más verdaderamente líricos de la generación actual»; y añadía: «su inspiración es, por excelencia, subjetiva y con frecuencia tierna y melancólica. La personalidad del poeta brilla en cada uno de sus versos, y sus versos son tan hermosos como su alma»1. Acertaba el crítico al caracterizar la poesía de Laverde; pienso que, sin embargo, se excede calificando tan encomiásticamente al poeta («notable») y a sus versos («hermosos»).

Desde bien pronto en su vida y hasta dos meses antes de morir Laverde Ruiz compuso versos. Los primeros que publicó vieron la luz en 1852 (tenía diez y siete años), pero la iniciación poética es anterior en fecha, cuando menos de 1850. Estudiante en Oviedo (en esta universidad se hizo bachiller en Filosofía y Letras y licenciado en Derecho), escribe frecuentísimamente a sus padres, que residen en Nueva (Llanes); una de las cartas, la del 21 de enero de 1850, expresa el deseo del remitente de pasar a residir al Colegio de San Juan, en compañía de algunos amigos, vecinos casi (dos son de Llanes, otro de Vega). Precisamente este muchacho de Vega «es poeta y estando con él también yo cultivaré la poesía como por diversión pues soy muy aficionado a este arte, que nada cuesta»2.   —540→   Era entonces un adolescente de quince años. Andando el tiempo, presa ya de acerbísima dolencia («parece como que un fluido quemante circula por mis nervios, se acumula en sitios determinados y por fin estalla»)3, muy próxima la hora final, en agosto de 1890, se dirigía Laverde Ruiz en un soneto a su entrañable amigo de antaño, Ramón Huerta Posada, y preguntaba entre derrotado y confiante:


¿Cuándo el gozo vendrá que siempre dura?



La muerte -gozo, sí, para él, resignado varón de dolores- llegó por fin el 12 de octubre de 1890.

Me parece claro que nuestro autor, profesionalmente catedrático de instituto (lo fue de Retórica y Poética en Lugo) y más tarde de universidad (ejerció en las de Valladolid y Santiago: de Literatura latina y de Literatura general y española), no tuvo el cultivo de la poesía como una profesión en la que luchar con empeño buscando ascensos honoríficos y halago de ajenos aplausos. Fue para él la poesía sólo un modo y un medio de verterse cuando el estímulo belleza, o el estímulo amistad, o el estímulo dolor (el propio atenazante dolor) imperiosamente se lo pedían y, por tanto, hubiera resultado vana cualquier resistencia a ellos. Honda y lírica poesía, muy verdadera y entrañada la que así se origina.

Por eso dije antes que Menéndez Pelayo iba acertado al caracterizar los versos de Laverde como muestra de inspiración subjetiva; en ellos trasparece un alma, la de su autor, hermosa sin duda, probada y esforzada en la prueba. Pero cuando ese bullente magma logra consistencia es sirviéndose de una expresión torpe, carente de gracia, como forzada, palabrera. Desequilibrio de fondo y forma que el lector advierte enseguida y cuya reiteración pieza tras pieza hará cansada y de muy escaso gozo la lectura de tales versos.

A juzgar por la edición de los poemas de Gumersindo Laverde Ruiz que he manejado4, su repertorio temático resulta más bien pobre y excesivamente   —541→   de circunstancias pues se encuentra uno con poemas románticos, de un romanticismo fantástico, fantasmal (como el de la balada La luna y el lirio), poemas que valieron al poeta la denominación de «Ossián español» (se la otorga el agustino Francisco Blanco García); con poemas de tema más íntimo y recoleto: la amada Gayosina, los hijos, la personal existencia; con poemas de homenaje a la tierra asturiana, considerada a lo que parece como patria chica; con poemas homenaje a la amistad, sonetos en su mayoría; con otros poemas, finalmente, ocasionales: este y aquel sucedido del momento. En ninguno de semejantes apartados cabe decir que Laverde destacara sorprendiéndonos con algún súbito y luciente destello.

Circula como moneda válida una imagen del romanticismo demasiado unilateral y, por consiguiente, no poca falsa: se ha hecho ya tópico estimarlo como el imperio del grito, del desmelenamiento y de la incontinencia así en la expresión como en el tono de los frutos estéticos puestos bajo ese rótulo. Y bastantes paladines románticos de casa y de fuera, paladines de muy distinta categoría, abonan una tal definición, si con base en la realidad de los hechos, incapaz de convenir a la obra de otros artistas adscritos a dicha tendencia. Con el romanticismo de tumba y hachero, anticipador pintoresco de algunos tremendismos recientes, coexistió (y su presencia no debe ni puede olvidarse) otro más sereno y callado, contenido e interior, oscuro tal vez a simple vista, pero menos apegado al efímero instante que pasa, apto en mayor grado que su compañero para remover la sensibilidad del público lector del tiempo por venir. Alegría y tristeza sin desgarramientos crueles y fatales; afectos sentidos y expresados con la sólita normalidad cotidiana; un bien hallarse en la vida y en el mundo, compatible con la melancolía que producen bienes perdidos o no alcanzados, etc. También esto fue Romanticismo y así fue romántico entre nuestros poetas de a la sazón Enrique Gil, tan estimado por Laverde; así lo fue él mismo.

Leemos sus versos amorosos, por ejemplo, y aun cuando en ellos no todo es correspondencia y exultación, percibimos siempre, poema a poema, un plácido optimismo, una secreta esperanza confortante. Nos lo indican los elementos manejados: palabras, situaciones, figuraciones;   —542→   nos lo advierte, además, la ausencia de otros de muy distinto signo o coloración, los cuales introducirían en el conjunto profunda desarmonía. (Uno recuerda, salvando todas las distancias necesarias, el que se ha llamado «existencialismo jubiloso» de Jorge Guillén y trae a flor de labio aquel verso de Cántico: «tendré que ser mejor. La mañana me invade»). Júbilo existencial de Gumersindo Laverde Ruiz, manifestado sin rodeos en el soneto que dedica a su amigo el poeta salmantino Mariano Gil-Sanz y Maestre:


Si el cielo te prestó mente sublime,
si tienes de oro resonante lira,
¿por qué tu acento cadencioso, en ira
o en pena siempre rebosando gime?,



para concluir con este ruego:


Regocíjate, amigo, ya el Oriente
luce...



Decir esto no equivale a denunciar en nuestro poeta una errada creencia en un rosado universo sin problemas ni espinas. Comentando el volumen de poesías de Robustiana Armiño de Cuesta (aparecido en Oviedo, 1851), repara Laverde en el acento dolorido de algunas composiciones de la joven poetisa y escribe5: «¿No es el mundo un valle de lágrimas? ¿Cuándo fue eximida la juventud del universal tributo que el hombre debe al dolor? Quien no acepte su reinado como expiación y como prueba, tiene que recibirle como pena. La lozanía de los años es frecuentemente, sobre todo para las personas de sensibilidad exquisita, el velo de intensas melancolías llenas de misteriosa vaguedad que en ningún otro período de la vida humana ejercen tan fuerte impresión. Y, ¿extrañaremos que esa situación del ánimo se refleje en los versos del poeta?». Lo que parece desagradable es la reiterada y exclusiva utilización por el poeta romántico de esos problemas y espinas, limitando así el horizonte, haciendo más opresora e inhabitable la atmósfera vital.

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Persona muy entregada a los afectos familiares y amistosos debió de ser Gumersindo Laverde, como lo prueban su rico epistolario, todavía no debidamente beneficiado por los investigadores, y algunos de sus poemas. Colmados de idealidad y ternura están los que dedica en 1859, 1860 y 1863 a la muy amada «Gayosina», Josefina Gayoso, la muchacha de Otero de Rey (Lugo) con la que contraerá matrimonio este último año. «Hada de mis ensueños» la considera; y cuando, separado de ella, residiendo él en Madrid (1860), la recuerda lo hace estremecidamente:


¿Por qué me llamas con dulzura tanta,
tórtola fiel, a tu apacible valle
si alas fortuna que hasta ti me lleven
niégame impía?
¿Por qué tu acento enamorado y tierno
en mis entrañas el anhelo ardiente
de dichas ¡ay! que pertinaces huyen
mágico aviva?
Dame al olvido... Que mi triste sombra
a desvelar tu corazón no vuelva...
Dame al olvido... Pero yo ¿podría
nunca olvidarte?



Tras la mujer, los hijos. De cuatro fue padre Laverde Ruiz; sólo se le lograron dos: Pura y Jesús, a quienes dirige en agosto de 1890 (muy poco tiempo queda ya hasta su fallecimiento) una composición, aunque no muy lucida ciertamente, valiosa por cuanto revela de su clara hombría. Les deja un nombre limpio y el mandato de que no busquen la dicha donde no está y encaminen hacia Dios, hacia arriba, donde «arde siempre pura la llama de amor viva», sus afanes y anhelos.

Para los amigos (amigos de la infancia, compañeros del alma como el también escritor Ramón Huerta Posada, asturiano; amigos traídos por la profesión o por las comunes aficiones literarias) hay amplio acogimiento en la producción poética de nuestro autor. Un poema a Menéndez Pelayo, por éste cuidadosamente corregido a ruego de Laverde, ocupó algunos de sus últimos días; el afecto que lo dicta es grande, cordialísimo el tono, ditirámbicas determinadas estrofas, pero las palabras   —544→   parecen resistirse al poeta y por mucho que el destinatario corrige y pule el conjunto no acaba de satisfacer6. Escritores como Valera, Pereda, Campoamor y Carolina Coronado son celebrados por Laverde Ruiz, lo mismo que algunos compañeros de cátedra (Raimundo de Miguel o Narciso Campillo) y que otros literatos más modestos: Manuel Villar y Macías, el mentado Gil-Sanz y Maestre, Ruiz Aguilera o D. Leopoldo Augusto de Cueto. Pero si el corazón del poeta está presto, algo anda, no obstante, remiso y torpe, y así los elogios resultan trillados, banales, sin mayor eficacia.

Sucedidos del momento, actualidad más o menos reciente y diversamente interesante, movieron a veces la pluma de Laverde. Cuando Isabel II tuvo el rasgo de ceder a la nación las tres cuartas partes del patrimonio estatal -año 1865-, la Academia Española, entusiasmada, emocionada, convocó un certamen poético y en él una poesía del poeta que nos ocupa mereció mención honorífica. Ni ésa, ni la que años después dedicará al hijo de la augusta señora, el Príncipe de Asturias, poseen cosa de particular relieve.

De los grupos temáticos atrás señalados, queda por considerar el que integran unos cuantos poemas de homenaje a la tierra asturiana. Los santanderinos y los asturianos parecen andar a la búsqueda de argumentos que les permitan tomar como paisano a Gumersindo Laverde Ruiz. No entraré en la disputa; expondré solamente. Lo cierto es que nuestro biografiado nació el 5 de abril de 1835 en el pueblecito de Estrada (provincia de Santander), donde su padre administraba los bienes del Conde de la Vega de Sella, y aquí permaneció cuatro años, al cabo de los cuales la familia se traslada a Nueva (concejo de Llanes). Son datos que proporciona el interesado7 y que están en desacuerdo con lo que afirma Carrera8, para quien a Laverde Ruiz «le nacieron» santanderino por pura casualidad   —545→   y ya a los pocos días de ver la luz, cuando la madre estuvo lista para viajar, lo trajeron a Asturias. Aquí pasó infancia y adolescencia e hizo desde los estudios primarios hasta los universitarios. A cosas y gentes del Principado se sintió unido por la sangre y el alma y los testimonios que recientemente adujo Andréu Valdés9 no son despreciables, pero quizá otros de idéntica monta y signo distinto podría exhibir cualquier investigador de la otra Asturias. (Un pormenor: la biblioteca universitaria de Oviedo posee ejemplar de los Ensayos críticos..., Lugo, 1868, con la siguiente dedicatoria autógrafa de Laverde: «Al Sr. D. Francisco A. Mazón, como muestra de consideración y aprecio, su amigo y paisano. El Autor». Advirtamos lo que supone ese «paisano», dirigido al animoso editor santanderino Mazón). Yo he llamado a Laverde Ruiz «asturiano de las dos Asturias» (la de Santillana y la de Covadonga) y en el capítulo tercero de mi libro Menéndez Pelayo y Asturias10 creo haber dado abundantes y cumplidas muestras de ese su eficaz sentimiento fraterno. Dejémoslo, pues, así.

Luego de esta incidencia marginal vengamos a los poemas laverdaicos de tema asturiano. Adelantemos que en ellos se percibe por parte del cantor afectuosa comunicación con el objeto cantado; Asturias es para Laverde Ruiz el paisaje de los primeros e inolvidables años de la existencia y cuando evoca leyendas, seres mitológicos, lugares concretos, lo hace emocionadamente; al referirse a sus hombres egregios o a sus fastos memorables, a la emoción se añade admirativo respeto. La loca de Llamorey y El cueto Lloro; Los ventolines; Nueva y Covadonga; Campoamor o el alzamiento de 1808 en Asturias, motivan otras tantas composiciones. No por más destacada ni sentida, sino por tratarse de cosa que los ovetenses sienten muy suya y que otros poetas también celebraron, vaya aquí la que Laverde consagra a nuestra Catedral:

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Cuando gimiendo por el sol que espira,
su torre gigantesca lanza al viento
grandísono clamor que en ondas lento
hasta el confín del horizonte gira;

y en sus calladas naves, do respira
de otros siglos el alto pensamiento,
la tierra olvido, y penetrar me siento
del Infinito a quien el alma aspira;

la quietud, las tinieblas, el misterio,
de los santos inmobles la mirada,
la antorcha del sagrario veladora...

todo me dice allí con vago imperio,
plácido al corazón que se anonada...,
-¡Aquí habita el Señor! ¡Póstrate y ora!



En alguna ocasión, como mero divertimiento y ello porque algún amigo (Francisco Caminero) le aplaudió e incitó («¿La nueva cuerda de mi humilde lira/ no te desplace, y que la pulse quieres?»), Laverde Ruiz compuso versos festivos. Anoto tres poemas de este jaez: Aegri somnia, Al Dr. Francisco Caminero y A Mateo. En ellos, la intención de ridiculizar a los presuntos protagonistas, jóvenes enamorados y escritores incipientes, o la de referirse humorísticamente al curso físico de un día solar, apenas regocija al lector. «Como poeta festivo -afirma el P. Blanco García-11, valió poco el distinguido catedrático». No le iba temperamentalmente serlo.

Llegamos así al término de nuestro repaso. Él no nos ha revelado a un poeta de apreciable calidad cuando menos. Los versos de Gumersindo Laverde Ruiz, delicados y armoniosos a veces, vehículo de su alma sacudida por el amor, la belleza, la amistad, el dolor, se me antojan poco satisfactorios estéticamente. Hay bastante de ocasional en su obra poética, bastante asimismo de expresión torpe; carece de esos destellos discontinuos que nos avisan de la existencia de un poeta. He procurado (para mi examen) situarle en su época, tan distinta de la nuestra, tan lejana de nuestra sensibilidad; he querido mirarle con ojos de simpatía en esta celebración de su memoria.





 
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