Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

La poesía de Vicente García de la Huerta: mimetismo, recreación y originalidad

Miguel Ángel Lama





Antes de comenzar este recorrido por la poesía del autor que conmemoramos hoy, quiero destacar el atrevimiento y el honor que para mí supone compartir esta tribuna con los mejores especialistas sobre la literatura española del siglo XVIII y, en concreto, con aquellos investigadores que más han aportado al estudio del dramaturgo y poeta extremeño. Elaborar una ponencia en la que las más jugosas y sugerentes opiniones que en ella se debaten provienen de autores presentes en el momento mismo de su exposición y a quienes, junto al resto del público, uno humildemente se dirige, resulta, además de un difícil reto, una atrevida usurpación de un lugar extremadamente peligroso para quien se inicia en los caminos de la investigación literaria.

Muy poco se ha escrito sobre la poesía de Vicente García de la Huerta, sí sobre su teatro, su vida y sus ricas polémicas y enfrentamientos literarios con otros autores del siglo. Al realizar el rastreo de cuantos juicios ha merecido el autor de Raquel encontramos algunas referencias indirectas a su faceta poética, mal considerada por la mayoría de sus comentaristas, tanto antiguos como modernos. Sin embargo, hemos de llegar hasta el año 1980 para encontrar un trabajo que, aunque breve, aborde únicamente el aspecto poético del escritor de Zafra, el artículo de Jesús Cañas Murillo, «El Endimión de García de la Huerta, poema olvidado»1. No trataremos aquí de reivindicar la poesía de Huerta por su calidad o influjo en el panorama literario dieciochesco, sino de destacar el olvido que ha sufrido esta parcela y el vacío que supone en el conocimiento completo del escritor. Huerta no fue un poeta brillante; no lo fue en su tiempo ni lo va a ser ahora porque se le estudie y se escriba sobre él; pero tampoco ha merecido el rechazo tácito del olvido crítico ni el desprecio directo de algunas opiniones de estudiosos de su obra que muy probablemente se limitaron a leer sus peores versos, como esta composición de encargo que sirvió, junto a otras, para adornar los sitios por donde pasó el rey Carlos III al entrar en Madrid en 1760:


«Si de Febo la luz pura
nuevos mundos nos mostrara,
a Carlos los conquistara
el valor de Extremadura»2.


Uno de los primeros críticos de Huerta, salvando aquellos escritores coetáneos que se enfrentaron a él, fue el poeta Manuel J. Quintana, quien no deja muy bien parado al extremeño:


«Su talento era bastante, su doctrina poca,
su gusto ninguno»3.


Quintana critica duramente la poesía de Huerta, que, según él, flaquea por la sentencia, por los afectos, por los argumentos, frívolos o mandados por las circunstancias, y destaca como notas características el «orgullo», la «terquedad» y el «capricho». Acusa al autor de Raquel de formar parte del grupo de escritores «que habían corrompido la poesía con el estilo hueco y oscuro introducido por Góngora y sus discípulos. Góngora sin duda puede llamarse el modelo que Huerta se propuso imitar; pero la inclinación ya diversa del tiempo en que este vivía, el gusto algo más seguro, y los ejemplos de los demás escritores no dejaban abandonarse ya á iguales extravíos»4. Muy tempranamente, pues, Huerta se granjeó la fama de autor «engongorizado», característica que más resalta a la hora de recorrer las opiniones que sobre él se publicaron. No es difícil imaginar los pocos «amores» que suscitó su poesía a la luz de la campaña en contra del gongorismo que había realizado Ignacio de Luzán -«embolista de imágenes monstruosas» llamó a Góngora- con su Poética5, la hábil estrategia de Sedaño al «depurar» a Góngora en su Parnaso español y los opuestos gustos de escritores cercanos al autor del Agamenón vengado.

Un poco después del juicio de Quintana, en el Manual de Antonio Gil de Zárate leemos la siguiente afirmación que flaco favor hacía a Huerta en su estimación para los lectores del XIX:

«Los versos de Huerta eran por lo general llenos y sonoros, y sin embargo, gozan hoy de poco crédito, no pudiéndose sacar de tantas poesías como compuso una sola que merezca ser citada con elogio».6


Y por fin encontramos un juicio favorable en Alcalá Galiano cuando señala que Huerta «poseía el arte de expresarse con sin igual gala y pompa y al mismo tiempo con facilidad y fluidez, dando no sólo a sus versos sino á su período poético magnífica amplitud y sonoridad»7. Además nos ofrece nuevos datos de modelos anteriores en el poeta de Zafra, pues destaca que los romances Huerta le recuerdan a los del siglo XVII y califica al autor como uno de los muchos que intentó revivir la tradición española y como «patriota español». Opinión no compartida por M. G. Ticknor8, quien creía que la obra de Huerta estaba impregnada del mal gusto dominante en el siglo anterior y era impensable que nadie pudiese seguir las formas del escritor, ya abandonadas casi del todo en el siglo XVIII. No tiene razón Ticknor al afirmar que nadie iba a seguir las formas apegadas a aquella tradición inmediata y es nuestra intención ilustrar esta idea, a través del ejemplo de Huerta, en las páginas que siguen. En todo caso, cualquier somera revisión de la poesía del setecientos puede confirmar que de ningún modo se olvida por los escritores ese «mal gusto dominante en el siglo anterior».

Y aún encontramos más opiniones que pueden ayudarnos a delimitar los usos y formas poéticos del polémico dramaturgo, por ejemplo, el importante -por ser uno de los primeros intentos de clarificación del panorama dieciochesco- «Bosquejo histórico-crítico de la poesía castellana en el siglo XVIII»9, de Leopoldo Augusto de Cueto, marqués de Valmar.

En este intento formalizador de la poesía del setecientos, Huerta nuevamente destaca como un escritor creador de una sola obra digna de mención, la Raquel, y como «poeta lírico de mediano alcance»10; y, sin embargo, extraña que Cueto, tan voraz defensor de la poesía clara frente a la contamínate poesía culterana, no señale con más énfasis la inclinación de Huerta hacia las formas gongorinas, y destaque por encima de todo el marcado prosaísmo de sus versos y le critique no ver en su ojo la rastrera viga una vez vio la paja prosaica en el ojo de Iriarte11, crítica que ilustra con los siguientes ejemplos de Huerta:


«Forma el ataque: distribuye, regla
con oportunidad la más exacta,
sin sujección á inciertas teorías,
movimientos, lugares y distancias»12
[...]
«Que cuantos veo, cuantos hablo y trato,
me gradúan de necio y de insensato»13.


Y concluye el marqués de Valmar proclamando que Huerta, a la luz de los ejemplos, referidos, no tenía ningún derecho a acusar de prosaicos a los demás.

La crítica posterior al «Bosquejo» de Cueto insiste fundamentalmente en un rasgo ya destacado aquí y que va a convertirse en el más repetido por todos y el más característico de la poesía de Huerta: su gongorismo. Nicolás Díaz y Pérez se deshace en elogios hacia nuestro poeta, motivado por su afán de reivindicar a cuanto versificador poseyese una partida de nacimiento en Extremadura, y le disculpa por haber participado del influjo gongorino al no haber podido sustraerse a la corriente de sus tiempos14.

La reseña del apego de los usos poéticos de Huerta a la estética gongorina se convertirá en un lugar común de los espacios dedicados por los estudiosos a este poeta dieciochesco: Manuel Contreras Carrión subrayará la admiración del zafreño por el cordobés y la calidad de sus romances caballerescos, dignos, según el crítico, de la firma del autor de las Soledades, «por la elevación del estilo y la gallardía y sonoridad de la rima»15. La profesora McClelland se hizo eco de esa nota más evidente en cuanto a adscripción a poéticas anteriores en la poesía de Huerta y realizó la clasificación de su obra lírica repartiendo las composiciones en dos grupos, los poemas de ascendencia barroca y los poemas que expresan los sentimientos más personales del autor16.

Podríamos continuar con la lista de investigadores de nuestra literatura que han mencionado en alguna ocasión ese rasgo, el más característico, de la poesía de Vicente García de la Huerta. Saltemos las múltiples aunque escuetas menciones que este autor ha merecido en las historias de la literatura o en monografías indirectamente relacionadas con su figura y obra, y detengámonos en la última crítica que más ha aportado el estudio del autor de Raquel y que con más claridad ha reseñado sus influjos y presencias poéticos.

A partir de 1980 van apareciendo algunos trabajos que completarán dignamente la bibliografía sobre el poeta: el ya citado artículo de Jesús Cañas que emprende el estudio de una de las composiciones más celebradas de Huerta, el Endimión, ya tratado anteriormente por José M.ª de Cossío en sus Fábulas mitológicas en España17. Jesús Cañas destaca el empeño de Huerta en dar verosimilitud a sus versos y el racionalismo perceptible en la ordenación de la materia del poema como dos rasgos de fidelidad a la época en que se escribe, rasgos que comparten con el barroquismo la tonalidad de toda la composición. En 1981, Joaquín Arce publicaba su libro La poesía del siglo ilustrado18, dedicando uno de sus capítulos a Vicente García de la Huerta, fundamentalmente tratado como poeta de circunstancias y en directa relación con las instituciones públicas. No obstante, Arce reseñó con gran cantidad de ejemplos el influjo observable en la poesía del extremeño, el gongorismo e incluso la huella de fray Luis. Para el malogrado crítico, García de la Huerta no participa nunca con empeño en los temas de la ilustración poética y, sin embargo, en sus composiciones celebrativas o de circunstancias «se mezclan géneros y formas de otros momentos literarios con pretensiones superficialmente ilustradas»19. Es Arce, en una obra tan general como la citada, quien con mejor criterio se ha acercado a la poesía de Huerta al señalar esa mezcla de formas y pretensiones. Hablaremos aquí de ajustes poéticos en la poesía del extremeño.

Por último, nos encontramos, a principios de este año del segundo centenario de la muerte de Huerta, con la primera monografía exclusivamente dedicada a la vida y la obra de este autor, el libro de Juan A. Ríos Carratalá, Vicente García de la Huerta (1734-1787)20, fruto de su tesis doctoral presentada en el año 1983 en la Universidad de Alicante. Si bien su labor de investigación se centra fundamentalmente en la ordenación de la biografía de Huerta, con sugerentes datos inéditos y grandes aportaciones y en el estudio detenido de su más lograda pieza teatral, Raquel, Ríos nos proporciona una serie de consideraciones muy válidas para el estudio de Huerta como poeta. Compartamos o no su opinión, el crítico ayuda en buena medida a la formalización del mínimo estado de los estudios sobre la poesía de Huerta. Ríos atribuye la ausencia de conmoción en los poemas huertanos a la falta de motivación extraliteraria: «Atendamos a un dato -nos dice Ríos-. Estas fueron las únicas obras que no se vieron sometidas a la crítica de los detractores de nuestro autor. A diferencia del controvertido Huerta dramaturgo y apologista, su faceta de poeta transcurre por unos cauces que no levantaron polémica. La clave de ello, en nuestra opinión, reside en que el de Zafra se limitó a aceptar las corrientes poéticas que se entrecruzaron en su momento. Lejos de pretender innovar, vemos que su estro se traslada de temas y estilos sin otra pretensión que permanecer en un ámbito literario que le era necesario»21. Hace referencia al «mimetismo» que ya había apuntado Joaquín Arce: «Huerta vivía de un mecenazgo -acorde con las formas de su tiempo- y esto nunca lo podemos olvidar a la hora de comprender parte de ese "mimetismo", así como cuestiones de prestigio personal y afán de protagonismo que tanto le caracterizaban, tal y como pusieron de relieve todos sus detractores [...] la variedad de la obra poética de Huerta se debe a una característica general de su tiempo -la señalada por Polt, Arce, Palacios Fernández y otros- y a una motivación de poeta fundamentada en razones personales y sociales de origen extraliterario, aunque este último término nos parezca algo equívoco. En consecuencia, nos negamos a explicar la poesía de Huerta como de transición -lugar común utilizado para parchear contradicciones no analizadas-, reivindicando la importancia de un nexo común, su motivación creadora, que busca por caminos diversos la forma más adecuada de satisfacer sus necesidades»22.

No creemos tan fehacientemente esa falta de motivación aludida en la poesía de Huerta, esa ausencia de conmoción. Y sí compartimos la negativa a definir su poesía como de transición. En estas mismas jornadas, el profesor Sebold apunta el gran componente de creación y originalidad que Huerta impone en su Agamenón vengado, y hemos de seguir anotando con imparcialidad y desapasionamiento el justo proceso creador de las obras de nuestra literatura, provengan de autores brillantes o de segunda fila, y no negar, salvo demostración palpable, la labor «honesta» del literato. Huerta escribió poco en materia poética, pero con mucha variedad. Existen, bien, composiciones celebrativas y de circunstancias de dudosa motivación y conmoción nula; pero junto a ellas, contamos con poemas que llevan la impronta de una situación vital peculiar y exclusiva y que son producto de la conmoción del escritor. Negar a estas alturas que la Raquel no ofrece ese componente de creación sería absurdo. Intentar ilustrarlo también en sus composiciones líricas es justo.

Por otra parte, la explicación de Ríos Carratalá de la inexistente polvareda polémica que levantaron las composiciones poéticas de Huerta, carentes de esa motivación y de la innovación y pasión que tenían otros escritos suyos que sí incitaron a la polémica, puede conducir a equívocos. El siglo XVIII fue un siglo de polémicas continuas, en las que los escritores de la época se hacían notar y se aprovechaban de la circunstancia de caldeo literario para expresar sus propias consideraciones sobre la creación artística; pero no todo provocaba polémica, enfrentamientos y enemistades, sátiras e invectivas. Bastante tenían los enemigos de Huerta en replicar sus grandes obras como para también seguir con mirada atenta cada soneto, endecha o romance que salía de la pluma del dramaturgo extremeño y lanzar el dardo. Las opiniones que Leandro Fernández de Moratín pone en boca del badulaque de su obra La derrota de los pedantes no nos deben incitar a desapasionar el ejercicio poético dieciochesco:

«¿Qué es poética? El arte de hacer coplas. ¿Qué son coplas? Unos montoncitos de líneas desiguales, llamadas versos. ¿Qué dificultad ofrece su composición? Los consonantes. ¿Cómo se adquieren estos consonantes? Comprando un Rengifo por tres pesetas. ¿Qué otra cosa es necesaria además de esto para hacer cualquiera obra poética digna de la luz pública? Un poco de práctica, y otro poco de poca vergüenza»23.

Las opiniones que hemos ido espigando en las líneas que anteceden tienen un denominador común, aparte de tratar todas sobre la poesía de Huerta: subrayan el carácter gongorino o barroquizante del escritor de Zafra. Esta huella, evidente en el caso que nos ocupa, hay que matizarla y estudiarla en sus justos términos, tanto para marcar el influjo de la poesía de Góngora en el siglo XVIII24, como para delimitar el sonado «mimetismo» de Huerta, la mayoría de las veces descalificado por ese carácter imitativo entendido como ajeno a la creación original. La opinión de que la nota característica de los versos de V. García de la Huerta es su «gongorismo» resulta hartamente empobrecedora al hablar de un autor dieciochesco profundo conocedor de la literatura anterior, de los clásicos antiguos y modernos, como la mayoría de sus contemporáneos.

Intentaremos aportar algunos datos sobre las diferentes corrientes o huellas personales rastreables en los versos del autor del Theatro Hespañol. Con ello, sin plantear en ningún momento méritos o deméritos, podremos enriquecer la visión de un poeta dieciochesco y entender el siglo XVIII como un «cruce de corrientes», en palabras de Joaquín Arce25, no sujeto a parcelaciones inamovibles y sí plagado de continuas conexiones y trasvases, de simultaneísmo y convivencia en «épocas» diferentes y en los mismos autores. Más autorizados voces que la nuestra se han preocupado ya de señalarlo y no es lugar éste para repetirse en el tema de la periodización literaria del setecientos.

Se ha hablado de «gongorismo», rasgo más relevante en los versos de Huerta, y será de lo primero que nos ocupemos. Los indicios de la presencia del autor del Polifemo en Huerta son muy numerosos, los encontramos en composiciones como Endimión, desde la disposición del poema en octavas reales, que nos conduce al Polifemo de Góngora o al Faetón de Villamediana, el recurso de la bimembración de los versos tan presente en los dos autores citados:


«quejas tiernas, suspiros amorosos»,


«vive desiertos, huye las ciudades»,


«su copia Ceres, Flora sus primores»;


o algunos endecasílabos muy significativos:


«pisando noche y confusión sombría»,


que parece la réplica del «pisando la dudosa luz del día», del Polifemo,


«roncos graznidos de agoreras aves»,


que se corresponde con el «infame turba de nocturnas aves» del poema en octavas gongorino, verso, por otra parte, de gran éxito y pervivencia en otros escritores del siglo XVIII, como Francisco Gregorio de Salas («agoreras y nocturnas aves»), Tomás González de Carvajal («de las nocturnas y agoreras aves»), o Manuel M.ª de Arjona («turba plebeya de nocturnas aves»), ejemplos todos que debemos a Joaquín Arce26. O estos otros versos adscribibles al cordobés: «desatendida sí, no despreciada», por su fórmula estilística A sí, no B; «No de Marte sangriento belicosos / conflictos dar al público pretendo», «Con esto satisfecha la zagala, / vida llegó a vivir tan venturosa», etc. O las referencias mitológicas, los recursos fónicos buscados con el ejemplo de Góngora, cierta «musicalidad vocálica» perceptible en algunos endecasílabos, que hubiésemos deseado más abundante en la obra poética de Huerta, etc.

Esa fama de autor apegado al estilo gongorino es lógica al repasar la gran cantidad de páginas que se escribieron en el siglo XVIII denostando las formas de las Soledades o el Polifemo y las numerosas justificaciones en prosa y en verso con las que los autores se defendían de las críticas. Curiosamente, uno de esos escritos, ya muy entrado el XIX, de 1847 según Cueto, nos conduce a una muy clara identificación entre la fábula mitológica del pastor Endimión y el gusto por la escritura culterana; se trata del largo romance El Imperio de la Estupidez27 de Alberto Lista, en donde leemos los versos siguientes:


«¡Callad, oh lobos! La argentada luna
al monte Latmo baja; los aullidos
de Endimión dormido la arrebatan,
y la noche más triste se ennegrece».


Anotando al pie el poeta lo siguiente: «El Sueño de Endimión, poema que en nuestros días ha resucitado al estilo de Góngora»28. También, a través de Metastasio, tuvo éxito el tema de Endimión en la égloga teatral del mismo título que Cándido M.ª Trigueros escribió entre 1775 y 1776, con tonos muy diferentes a la composición de Huerta29.

Y, en un caso dentro de la obra de Huerta, Góngora aparece directamente citado en el Romance. Imitación de don Luis de Góngora y en su continuación Romance II30, siendo el primero de ellos una de las composiciones de Huerta más editada modernamente, lo cual puede llevarnos a explicar el éxito de la opinión sobre su pertenencia al gongorismo del XVIII. (Los romances los incluye Cueto en su selección31, copia el primero Gerardo Diego en su Antología poética en honor de Góngora32, vuelve a aparecer fragmentado en la antología de Higinio Capote de Poetas líricos del siglo XVIII33, y, por último, en 1983, Alberto Ibáñez lo antologa, fragmentado también, y también en el mismo verso, en Poesía española del siglo XVIII34. Mejor que hablar de «mimetismo» en Huerta sería hablar de «mimetismo» en las antologías, desechada la hipótesis de la afinidad de gustos en los antólogos). Llama la atención el tratamiento que la crítica ha dado a estos romances, pues destaca sólo el primero de ellos, es decir, el que en su título explícita «Imitación de don Luis de Góngora», como ejemplo de apego a la escritura del cordobés, siendo el Romance II clara continuación del otro: si en el primero Huerta nos narra los preparativos para la lucha del caballero cristiano don Gutierre y el moro Hizán; en el segundo, el autor se ocupa de la descripción de la lucha cruenta de los dos ejércitos en el valle de Gumiel, a la que asistimos a través de la mirada de la mora Daraxa, amada de Hizán. Esto se confirma por la existencia de una versión manuscrita de los dos poemas35, con los títulos siguientes: para el primero, Hizán y Daraxa, para el segundo La muerte de Hizán. Es clara, pues, la presencia de rasgos gongorinos en la poesía de García de la Huerta; sin embargo, conviene apuntar dos notas que a nuestro juicio están condicionando ese influjo o huella.

Primero, tanto Huerta como algunos de los autores supuestamente gongorinos del Dieciocho, lo que hacen con el modelo culterano es una especie de depuración acorde y coherente con el momento en que escriben; aprovechan de la fuente barroca los elementos más clásicos menos identificados con el llamado «mal gusto» del siglo anterior. De ahí que el Endimión sea un poema de corte barroco, pero con una serie de ingredientes fruto de la creación del poeta que nos muestran un cuidado racionalismo fiel al espíritu de la época. José M. Caso González lo ha destacado al hablar de la poética rococó y Cadalso:

«suavización de la cultura conceptista y culterana; pero no absoluta renuncia a ella»36.


Y ello nos lo puede confirmar que García de la Huerta elija un romance de tema épico-morisco, cercano al gongorino «Servía en Orán al Rey», para colocar el membrete de Imitación de don Luis de Góngora, y no hacerlo con una serie de octavas reales como el Endimión, que, como hemos visto, ofrece una construcción más sencilla y racionalista que la barroca, más neoclásica; o hacerlo con otras composiciones, incluso de índole celebrativa y de circunstancias, que también nos muestran marcados acentos barrocos. Lo mismo ocurrió con otro poeta «engongorizado», Eugenio Gerardo Lobo, quien escribió un romance titulado Historia de Medoro y Zelima que mereció el siguiente comentario de Cueto: «Este romance fue escrito en las mocedades del autor. Es una gallarda imitación de Góngora»37.

Un buen ejemplo de esta convivencia de rasgos barrocos y, si queremos, talante ilustrado lo encontramos en la Égloga piscatoria38 de García de la Huerta, de elementos gongorinos, identificables con la égloga piscatoria de las Soledades (vv. 542-611 de la Soledad segunda), y muy distinta en su génesis, finalidad y tono. Así introduce el Poeta el canto alterno de Alción y Glauco:


«Bramaba el ronco viento,
y de nubes el sol obscurecido
horror al mar indómito añadía;
el líquido elemento
de rayos y relámpagos herido  5
contra su propio natural ardía.
Huye la luz del día,
que el fuego interrumpido sustituye.
De sus cabanas huye
el Pescador al monte más vecino  10
y sólo en tan violento torbellino
rotas quedan del mar en las orillas
jarcias, entenas, árboles y quillas.
Objeto son funesto
y embarazo también de las arenas  15
náufragos leños y húmedo velamen;
y en elemento opuesto
truecan los hombres aguas de horror llenas,
y las focas la seca arena lamen.
Con pavoroso examen  20
advierte destrozada su barquilla
en la trágica orilla
Alción; y en el monte, aun mal seguro
recela Glauco; porque el golfo duro
abandonar su antiguo seno quiere,  25
y huir del cielo, que le azota y hiere.
Cede la furia brava
del Aquilón insano de repente,
y el sol sus luces otra vez envía;
el mar, que traspasaba  30
sus líneas, restituye el continente
cuanto usurpado su rigor había.
Renace la alegría
en los campos, y dobla su hermosura
la risueña frescura,  35
que llovieron las nubes a la tierra;
y dejando el asilo de la sierra,
pueblan la orilla humildes pescadores,
y Glauco y Alción competidores.
Y viendo, que serenos  40
el mar y cielo dan atento oído,
a cantar mutuamente se aperciben.
De sus rústicos senos
cada cual saca un caracol torcido,
en que gravadas dos sirenas viven  45
Blando asiento reciben
del prado mal enjuto todavía;
y porque de dulcísima harmonía
se llenen aire, tierra y mar vecinos,
con modos hasta entonces peregrinos,  50
siendo asombro y recreo del ambiente,
cantan y tañen alternadamente».


La Égloga piscatoria de Huerta es una de esas composiciones en las que puede apreciarse el apego del extremeño hacia la poesía de Luis de Góngora, con el gusto por el hipérbaton, el encabalgamiento abrupto y la elipsis:


«Duros bronces heridos
a líneas de buriles delicados,
o a puro ardor fluidos,
o del volante rígido apretados
en estampas, en vultos y medallas
votos conservarán, triunfos, batallas».


Es la elección, bajo una forma que recuerda moderadamente a Góngora, de un canto alterno entre dos pescadores que refuerza aún más la presencia del autor del Polifemo. No podemos establecer un paralelismo exacto entre las dos composiciones; ni siquiera derivar directamente la de Huerta de la de las Soledades, pero sí tenerla presente como un buen ejemplo de la combinación de estilo y talante en un poeta dieciochesco. Leída la introducción del extremeño al canto alterno de Alción y Glauco, podemos, sin desviación alguna, identificar esos versos con una contenida estética culterana, tal y como se ha venido haciendo por los estudiosos de la poesía de Huerta. Sin embargo, no hemos de esperar mucho para que el poema cambie de tono y se actualice en el contexto de su escritura. Si Lícidas y Micón en las Soledades expresan amargamente sus quejas amorosas, en el poema dieciochesco Alción y Glauco mantendrían un diálogo que no va a separarse de las pautas tópicas de este tipo de composiciones, pero cantando las bondades del reinado de Carlos III, reduciendo el poema a la circunstancia para la cual fue creado, la entrega de los premios de las Nobles Artes en una junta de la Academia de San Fernando. Si Alción recuerda quejoso la muerte del rey Fernando, Glauco le invitará a olvidarse y reparar en la llegada gozosa del nuevo monarca Carlos, impulsador de la gloria de las Artes, enseña de felicidad y de progreso para España.

Con esta Égloga piscatoria comprobamos cómo Huerta combina el eco de la tradición, el cargado estilo de Góngora, con una finalidad típicamente ilustrada, aunque sea en una composición de encargo, de mera circunstancia. Es lo que queremos denominar como ajuste poético de Huerta al manejar la tradición anterior. Es una confirmación más de la mixtura observable en las diferentes poéticas del siglo XVIII, no exclusivas, en nada reducibles a clasificaciones o etiquetas rígidas, que nos hace poner en duda los calificativos de mimetismo y falta de originalidad atribuidos a algunos poetas del siglo. Para reafirmar la gran riqueza de ingredientes de la poesía del setecientos, sólo traer aquí el ejemplo del salmantino Iglesias de la Casa, que de un modo muy distinto aprovecha el esquema de las églogas piscatorias y escribe un canto único introducido por el Poeta en el que es una mujer, Laurita, quien maldice su suerte en el amor. El tono es plenamente coherente con los usos de Iglesias en otras composiciones y su separación, tanto del estilo gongorino como de la «adaptación» de Huerta, es evidente39.

Estilo barroco y talante ilustrado combinados también en un poema en el que Huerta vuelve a ejercitarse en el canto amebeo alterno entre dos interlocutores; se trata de Los Bereberes. Égloga africana40, en donde encontramos versos hermanos de los referidos de la Égloga piscatoria y de parentesco con los de la Soledad segunda de Góngora:


«Desdenes de Xelifa Basir llora,
y Amar llora de Xaira el pecho helado:
¡Dichosos en llorar sólo rigores!
¡Infeliz del que llora desengaños!
Como un mismo dolor los afligía,
ambos a un mismo tiempo suspiraron,
siendo en los dos el aire del suspiro
alma del instrumento, voz del canto».


(vv. 41-48)                


O estos otros dos versos tan cercanos al cordobés:


«segunda vez de la naciente hierba
hecha alcatifa el natural estrado».


(vv. 95-96)                


El poema Los Bereberes nos ofrece un buen ejemplo para reseñar la presencia del brillante poeta de Córdoba en la obra de Huerta; también, nos sirve de buena prueba de la pertenencia del autor a un momento -1772- y a unos gestos marcadamente ilustrados por esta composición celebrativa a la erección de una estatua del rey en Orán. Nuevamente tenemos combinados el gusto de la poética anterior y el talante ilustrado del hombre del setecientos. Citemos a este respecto la existencia de un manuscrito de la égloga conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid bajo el título de Textos poéticos varios del siglo XVIII41 en el que nos facilita una serie de datos hasta el momento desconocidos sobre la figura del zafrense. En dicho manuscrito encontramos una Dedicatoria del autor, que no se publica en las dos ediciones de sus poemas, dirigida a «la muy Ilustre Sra. Doña Ignacia de Lezo y Pacheco», que aquí copiamos por las interesantes consideraciones que guarda:

«Señora,

Esta vez se han mancomunado la inclinación y la obligación, para que se dedique à V.S. este pequeño rasgo de mi pluma; y no se si podría romper mas fácilmente los estrechos lazos de la 2.ª que de sentenderme [sic] de las integraciones e impulsos de la 1.ª.

Yo amo en V.S. su virtud y sobresaliente mérito; y comprendiendose en este Poema los elogios de un Soverano à quien la Ilustre casa de V.S. ha servido, y sirve tan gloriosamente, parece que, de justicia, deve ser V.S. la protectora de mis versos.

Si la injusta arrogancia de los hombres no hubiese desposeido al amable sexo del grande oficio de governar Republicas; los singulares talentos de V.S. me servirían en algun tiempo de digno asunto de mayor obra. Pero en la vida particular y privada en que la costumbre ha constituido à toda las mugeres, tiene V.S. artos motivos para que todos la admiremos, y rindamos veneración.

Mi severa filosofía, cuyo lenguaje es la verdad, no ha mendigado estos elogios y expresiones. El corazon me los dicta, y voluntariamente se vienen á la pluma y ya que no merezcan que V.S. los estime; deve V.S. á lo menos creerlos, por ser nacidos de un tan buen padre, que hace su mayor Nobleza de ignorar las sendas de la adulación, y la mentira «Señora» A. L. P. de V.S. sus mas rendido y obsequioso Servidor. Don Vicente García de la Huerta».42


La dedicatoria con la que introduce su composición es muy rica y sugerente, para observar el encono del poeta en la conexión con el mundo que había dejado en España antes de su condena; ahí Huerta se erige en un temprano defensor de la liberación de la mujer, bien sea por cortesía obsequiosa, o bien por sentimiento sincero; y expresa su estado como escritor que en el destierro sufre el aislamiento y el olvido, y, a la vez, su llaneza a la hora de presentar sus versos. (Además, el manuscrito de Los bereberes contiene un dato muy sugerente, aprovechable en lugar muy distinto a éste. Al final del poema (f. 77v.) leemos la siguiente nota:

«El Autor la compuso estando en presidio, por haver compuesto la Tragedia de Raquel».


La segunda nota digna de mención se encuentra relacionada también con las aportaciones que un autor recibe de la literatura anterior. Hemos visto unos casos de parentesco de la poesía del autor de Raquel con Góngora, siendo todos ellos bastante claros; pero a la hora de tratar las presencias y recuerdos de un autor con respecto a su tradición inmediata o lejana, hemos de proceder con cuidado, pues nos movemos en un terreno en el que la originalidad se funda en barajar unos materiales dados de una forma especial, original, creativa; en donde los ecos de autores anteriores son continuos, nunca pueden ser desdeñados ni negados. Así, hablamos de anacreontismo en algunos escritores sin avisar que la presencia de Anacreonte es indirecta, que el autor en cuestión está imitando o tomando como modelo única y exclusivamente a Villegas, muy cercano al siglo XVIII. Hablamos de petrarquismo ignorando que durante los siglos XVI y XVII Petrarca convivía en todos aquellos poemas con la creación propia. Y hablamos de gongorismo de Góngora, y no de otros autores gongorinos, cercanos al XVIII, o incluso de escritores como Porcel y Torrepalma, a quienes no hay que negar una huella en sus coetáneos. Cada autor, por lo tanto, procederá a determinados ajustes poéticos para fortalecer su verso y dotarlo de señas de identidad propias.

En el caso de Huerta, nos encontramos con otro tipo de gongorismo, una huella que en ningún momento ha sido señalada y que casa perfectamente con el uso de la época, con esa combinación de estilo y talante que comentamos, con esas presencias contenidas, atenuadas, como decía el estudioso Joaquín Arce.

En nuestra Memoria de Licenciatura sobre la poesía de Huerta43, en el capítulo de la poesía amorosa y al hacer el inventario métrico de esas composiciones, anotábamos la existencia de una única glosa en ese apartado, y destacábamos que el poeta de Zafra se acomodaba al esquema tradicional de esa modalidad estrófica al dedicar al «comentario» del «tema» una décima y componer la glosa en cuatro décimas. Y decíamos que García de la Huerta daba nuevamente muestras de originalidad en esta composición, pues no glosaba una redondilla, como era normal con el patrón anterior, sino un único verso: «Presto celos llorarás»44. Pues bien, tal originalidad en Huerta es falsa: una conocida poetisa, cuyas obras fueron muy editadas en el siglo XVIII, anteriormente había compuesto una glosa en cuatro décimas glosando, no una redondilla, sino un único verso, se trataba de Sor Juana Inés de la Cruz. La escritora mexicana glosaba en su poema Exhorta a conocer los bienes frágiles45 el verso «Presto celos llorarás». Las concomitancias entre ambas composiciones anulan la supuesta originalidad de Vicente García de la Huerta en su glosa: por un lado, la coincidencia en utilizar el mismo verso como elemento base de sus composiciones; por otro, la aplicación del mismo esquema métrico que obliga a los dos escritores a la construcción de sus décimas con dos versos en rima aguda para cuadrar con el último glosado [abbaaccddc]. Y por último, la elección del mismo tema, claro está, motivado por el verso que en ambas composiciones se glosa. La desconfianza del favor, de la felicidad, siempre momentánea, efímera, se convierte en la monja poeta en una exhortación a conocer la fragilidad de los bienes.

Si Sor Juana escribe:


«En vano tu canto suena:
pues no advierte, en su desdicha,
que será el fin de tu dicha
el principio de tu pena».


(vv. 1-4.)                


Huerta escribirá:


«Advierte en ejemplos tantos,
porque no te cause sustos,
que los fines de los gustos
son principio de los llantos».


(vv. 11-14.)                


Si Juana Ramírez de Asbaje avisa de los peligros de la dicha con la siguiente estrofa:


«La gloria más levantada
que Amor a tu dicha ordena,
contémplala como ajena
y ténla como prestada.
No tu ambición, engañada,
piense que eterno serás
en las dichas; pues verás
que hay áspid entre las flores,
y que, si hoy cantas favores,
presto celos llorarás».


(vv. 31-40)                


Huerta advertirá a Fabio de la siguiente forma:


«Fabio, cuya fe constante
logra por triunfo de amor
pocas horas de favor,
después de un siglo de amante:
advierte el curso inconstante
de la fortuna, y verás
el gran peligro en que estás,
y acuerdente otros mayores
que si hoy disfrutas favores,
presto celos llorarás».


(vv. 1-10)                


Creemos que el poeta de Zafra recogió el influjo de Góngora y también el de poetas muy cercanos a la estética culterana, como la monja Sor Juan Inés de la Cruz, claro modelo del poeta dieciochesco en esta composición. La huella lírica de aquella poetisa fue bien reconocida por otros escritores del setecientos, si bien con signo contrario, como Juan Pablo Forner en sus Exequias («Yo tengo en la uña al Rengifo y sin tenerle, sé contar las sílabas y los pies con tanta facilidad como la mismísima monja de Méjico»46.); o Alberto Lista en el poema ya citado El Imperio de la Estupidez («Una sibila que jamás su rostro / bañó sino en la fuente de Beocia, / aunque del indio Méjico habitante,/ de furor erizados los cabellos, / y de ramplón zapato el pie ceñido, / al monarca conduce, que entre tanto / va buscando del sol la paralaje»47). Una presencia que no queda en Huerta limitada a un único poema, sino que se extiende en numerosos gestos que el extremeño adopta en sus composiciones y que no vamos a enumerar.

Pero la búsqueda de elementos tomados de la tradición poética no acaba en la reseña de una presencia, fuerte o débil, significativa o insignificante, de rasgos del gongorismo; por el contrario, se extiende a la recuperación, a través de la poesía de autores como el de Zafra, de los elementos más puros del Renacimiento literario español. En este caso, el ajuste poético de Vicente García de la Huerta va a ser muy coherente y consciente. Y además puede ilustrar con claridad la idea de la existencia en los autores dieciochescos de fuentes clásicas híbridas, de nuevas mezclas en el definitivo producto del setecientos entre diversos modelos48. Se produce en el autor de Raquel, como en otros escritores de la época, una mirada lejana hacia una tradición clásica, y la contemplación cercana de modelos españoles compartidos. Garcilaso y Fray Luis de León estarán presentes en una larga lista de poetas del Siglo de las Luces: fray Diego González, Eugenio Gerardo Lobo, Forner, Jovellanos, Meléndez Valdés, el Conde de Noroña, Alberto Lista, etc. En Vicente García de la Huerta la presencia de los dos grandes poetas del XVI no nos ofrecerá datos tan palpables como los paródicos versos de Iglesias «Folgaba un buen mendigo / con una bota hurtada en la ribera..»49, o el «Virtud, hija del cielo, don divino...» de fray Diego González50; por el contrario, la posición del zafreño con respecto a Garcilaso y fray Luis va a ser muy prudente y silenciosa, sin olvidar en ningún momento las pautas de las poéticas de aquellos ilustres escritores. La poesía de ambientación pastoril de García de la Huerta en todo debe a Garcilaso y a toda una tradición aclimatada por el poeta de Toledo. En aquellas composiciones en que Huerta manifiesta su dolorido sentir, su soledad y abandono en el destierro, olvidado de todos, el agustino está presente; poemas de la índole de En una esperanza que salió vana, o A la salida de la cárcel, de fray Luis parecen haber inspirado los Propósitos y deseos juiciosos de un desengañado de las apariencias de la Corte o las Quejas de un sentido de maldicientes que desacreditaban su fino amor51, y todas aquellas composiciones en las que aflora el mayor desencanto, siempre conmocionado, del poeta que padeció el destierro en Oran. Sin embargo, no encontramos en sus versos la declarada afición que podemos rastrear en autores dieciochescos como los arriba citados; no nos ofrece el extremeño la abierta afición a Luis de León que fray Diego González expresó en gran cantidad de poemas. Al contrario, Huerta no parecía querer desvelar el eco de fray Luis perceptible en su obra, y, así, en las endechas Alegoría de una esperanza bien fundada, y desgraciadamente desvanecida52, Huerta escribió en la primera edición de sus versos:


«Los robustos costados,
que en vano el mar fatiga,
infame broma cubre
desde el bordo a la quilla».


(vv. 45-48)                


Pero en 1786, al editar el mismo poema en sus Poesías, su segunda edición, modificó el verso delator que le identificaba con la oda. A la avaricia del agustino:


«Los robustos costados
que en vano el mar batía,
infame broma cubre
desde el bordo a la quilla».


Con la misma intención podríamos tratar el romance de Huerta El Oráculo de Manzanares53, que participa de parecidos gestos que la Profecía del Tajo de fray Luis de León, pero con una peculiaridad, su parentesco a la estética luisiana a través del ejemplo de un poeta cercano y conocido, fray Diego González y sus églogas Llanto de Delio y Profecía de Manzanares o El triunfo de Manzanares54, composiciones de carácter celebrativo muy ejercitadas también por el poeta de Zafra. Es una prueba más del influjo indirecto de poetas pertenecientes a la tradición lírica más depurada a través de otros autores del siglo XVIII. Todo puede quedar fundamentado en el concepto de imitación entendido desde la perspectiva que nos proporciona la diacronía literaria: Petrarca y Horacio van a estar presentes en la obra de Vicente García de la Huerta; Garcilaso y fray Luis de León, seguidores de aquellos dos clásicos, también; del mismo modo, Porcel o fray Diego González pervivirán en el cercano autor de Raquel.

Por lo tanto, por un lado contamos con la existencia de unas modalidades, que adaptan los usos anteriores a la nueva mentalidad y época, con unos autores que proceden, como es el caso de Huerta, a los ajustes poéticos pertinentes para dotar a sus poemas de una huella personal. Continuamos en la misma línea de la imitación y la originalidad. Por otro lado, debemos siempre tener en cuenta la presencia de intercambios, huellas, ecos y trasvases de poetas muy cercanos, coetáneos. En ocasiones, nuestro interés por buscar una huella importante en determinado autor nos oculta el modelo más directo y que resultará ser el más cercano físicamente al poeta, algo nada extraño cuando aquel grupo de inquietos literatos intercambian opiniones, querellas y poéticas.

Y puede ser justamente ese intercambio, esa convivencia literaria tan fomentada, hacia uno u otro signo, en el siglo XVIII la causa por la que García de la Huerta no evolucionó hacia formas poéticas distintas. Nos referimos al aislamiento que el poeta sufrió en sus diez años de condena; durante ese tiempo comienza a publicarse el Parnaso español de Sedaño, Cadalso publica Los eruditos a la violeta (1772) y los Ocios de mi juventud (1773), Iriarte Los literatos en Cuaresma y Jovellanos estrena El delincuente honrado y escribe la Carta de Jovino a sus amigos salmantinos; en esos años la ebullición literaria se alimenta de jóvenes autores que se ejercitan en la recuperación clasicista de modos pastoriles, la lírica ilustrada nos ofrece su momento central, Trigueros y su Poeta filósofo, el Padre Salas y su Observatorio rústico, etc.; y Huerta no vive nada de esto; debe limitarse a elaborar composiciones de desterrado, vital y literariamente, y a llevar a escena su gran obra Raquel en Orán. Cuando vuelve publica de inmediato sus Obras poéticas, sus Poesías en el año 1786, pero su verso no demuestra la evolución perceptible en otros escritores, su poesía es una circunstancia personal que se defiende con no poca soberbia en un ambiente desarrollado y cimentado en su ausencia. Todos sus intentos de reinserción literaria y de restitución social quedarán truncados. Huerta quedó, poéticamente, en su etapa inicial, dando a la luz un tomo de sus composiciones que engordó con dos tragedias (Raquel y Agamenón vengado) y numerosas poesías latinas y no originales. En su segunda edición, si bien elimina la poesía dramática y los poemas de otros autores, ha de echar mano de toda su producción anterior y no facilita el detectar una evolución lógica en su poesía, muy poco diferenciada de los usos tradicionales que poco a poco fueron variando los escritores de su época.

No podemos considerar, por último, la poesía del extremeño como poesía mimética exclusivamente, sino como un proceso que combina, como ocurre con otros autores dieciochescos, la imitación pura y simple con unos ajustes poéticos típicamente ilustrados, una recreación que revierte en una forma a veces original, y es en este último caso cuando asoma la personalidad del poeta, vertida en sus composiciones líricas.





 
Indice