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La poesía ilustrada de Meléndez Valdés

Rinaldo Froldi





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En el momento en que Manuel José Quintana redacta el prólogo de la edición de las poesías de Meléndez Valdés, no duda en reconocerle el mérito de haber liberado a la poesía castellana de la gran decadencia a la que había llegado en la última parte del Seiscientos y en el primer Setecientos, y explica así el significado profundo de su inspiración: «Los principios de su filosofía eran la humanidad, la beneficencia, la tolerancia, él pertenecía a esa clase de hombres respetables que esperan del adelantamiento de la razón la mejora de la especie humana y no desconfían de que llegue una época en que la civilización, o lo que es lo mismo, el imperio del entendimiento extendido por la tierra, dé a los hombres aquel grado de perfección y felicidad que es compatible con las facultades y con la limitación de la existencia de cada individuo. Pensaba en este punto como Turgot, como Jovellanos, como Condorcet y como tantos otros que no han desesperado jamás del género humano. Sus versos filosóficos los manifiestan y con sus talentos y trabajos procuró ayudar por su parte cuanto pudo a esta grande obra»1.

Después de Quintana, el Romanticismo, Menéndez Pelayo y los críticos del primer Novecientos han ido reduciendo los méritos de Meléndez Valdés hasta llegar a negar importancia a su producción que se consideraba «afrancesada», valorizando sólo lo que aparecía fiel, en la sustancia, a la tradición «hispánica». En el culto de entonces del tradicionalismo y bajo el influjo de la idea metahistórica de una constante romántica de la cultura española, hasta se llegó a la clamorosa boutade de Azorín: «Cadalso, Meléndez, Jovellanos: románticos, descabellados románticos, desapoderados románticos; románticos antes, mucho antes del estreno de Hernani en París»2. Se abría de este modo el camino a un consideración de Meléndez Valdés en el ámbito de la categoría historiográfica del «prerromanticismo» (categoría tan discutible, controvertida y, en gran parte, abandonada hoy) en la que se le había incluido a causa del reconocimiento de su alma «sensible», con una curiosa mezcla, a veces, de psicologismo y de ese estetismo fragmentario que ha llegado a su mejor expresión en Pedro Salinas3. Por lo demás, tampoco es que esté lejos de semejantes, equívocas posiciones críticas, el mismo Colford4, autor de una extensa monografía, diligente sí en el análisis académico de la vida y de la producción del poeta extremeño, pero incapaz de ir más allá de su incierta y poco concluyente definición de Meléndez Valdés como «poeta de transición». El resultado de estas actitudes críticas no fue otro sino una imagen difusa de Meléndez Valdés como poeta débil, pero con esa gracia cortesana de los minuetos y de la pintura galante del siglo XVIII, además de cantor fracasado de temas filosófico-morales y, cómo no, anticipador, en la esfera del sentimiento, de la poesía romántica.

El renovado interés por la cultura y la literatura del Setecientos, que comienza a despuntar en los años cincuenta, crea las premisas para una reconsideración de la figura humana y de la poesía de Meléndez Valdés.

Así nuestro autor ha ido adquiriendo, poco a poco, una faz más en consonancia con su propia realidad personal e histórica. A este respecto, podemos citar las válidas aportaciones del francés Georges Demerson, quien nos ofrece una meticulosa y preciosa biografía del poeta extremeño, además de otros ensayos estimables y el importante prólogo a la reciente edición de los Discursos forenses5; las del americano Juan H. R. Polt quien, junto con Demerson, ha publicado la edición crítica de las Obras en verso de Meléndez Valdés en la fundamental Colección de Autores Españoles del siglo XVIII que publica el Centro de Estudios del Siglo XVIII de Oviedo y, así mismo, con Demerson, una antología de poesías de Meléndez, ordenadas por temas. Más recientemente, pero esta vez como único autor, un estudio sobre la evolución estilística del poeta, basado sobre el género anacreóntico fundamentalmente6.   —20→   Recordaré también un libro mío que se publicó en Italia en el ya lejano 1967 y que lleva el significativo título: Un poeta illuminista; Meléndez Valdés7, además de la útil Antología de Emilio Palacios, de 1979, precedida por un largo y documentado ensayo crítico, en la que los textos se agrupan con una loable adherencia al criterio que Meléndez Valdés utilizó para sus ediciones, esto es, según los géneros a que cada uno de ellos pertenece8.

No cabe duda que hoy se tiene una idea de la poesía de Meléndez Valdés bien diversa de la que sirvió de norma a las generaciones españolas de la primera mitad de nuestro siglo. A pesar de esto, tengo la sensación de que algunos de los viejos prejuicios siguen vivos aún; por ejemplo, en las universidades, donde me parece que todavía la literatura del siglo XVIII no ocupa el espacio que merece. Y esto con pocas y loables excepciones.

Empero fuera de tales episodios lamentables de apatía intelectual, me parece que sobreviven, entre los mismos especialistas de la literatura del Setecientos y hasta entre quienes estiman la obra del poeta extremeño, algunos residuos de las concepciones pasadas, o quizá con más propiedad, se dé una falta de penetración en los problemas, hecho que da lugar a inseguridades interpretativas. Propongo un ejemplo: a pesar de que no se acepte ya la división tradicional de la producción de Meléndez Valdés en dos épocas, la tendencia general es la de caracterizarla y clasificarla según categorías equívocamente vacilantes entre el descriptivismo formal-estilístisco y la definición cultural y de época, como las que pretenden distinguir el momento rococó del prerromántico, el ilustrado del neoclásico. Esto lleva a una fragmentación de la obra melendeciana que sólo puede sugerir indicaciones desviantes, con el riesgo de que escape la identificación del núcleo central de una inspiración y de una expresión que ya entonces, en mi ensayo de 1967, consideraba unitaria y que hoy me parece que debo sustentar.

Más que cultivar interés para las categorías y las periodizaciones, soy de la opinión de que el crítico debería detenerse en reflexionar sobre cuestiones de fondo que pueden aclararnos mejor las raíces de la poesía melendeciana. Por ejemplo, por lo que se refiere a la poesía amorosa de forma prevalentemente anacreóntica, más que considerarla (y reducirla) a la etiqueta de «rococó», interpretándola como expresión de un barroco agraciado y corregido por el «buen gusto» de un Luzán, valdría la pena de meditar sobre el concepto de hombre y de naturaleza que Meléndez se había formado estudiando en «Essay on Human Understanding» de Locke, un texto al que -escribía- «debo y deberé toda mi vida lo poco que sepa discurrir»9. Y a Locke podríamos añadir Pope, Condillac, Diderot y otros autores presentes en la biblioteca de Meléndez. Se descubriría así que en él existe una idea de la naturaleza (y una consiguiente estética) que son expresiones profundas del movimiento europeo de las luces, difícilmente asimilables a las instancias generadoras del gusto rococó.

Tampoco pienso que resulte útil al entendimiento de la poesía de Meléndez clasificar como «prerromántica» otra parte de la producción suya en la que se ensancha el sentimiento, en formas que llegan al patetismo, ya que el sentimiento mismo no es un descubrimiento o un producto exclusivo del Romanticismo. Es más: fue precisamente la filosofía ilustrada la que descubrió y valorizó la sensibilidad y la que la puso, junto a la razón, como componente fundamental de la naturaleza humana. A través del nuevo examen de la realidad guiado por el pensamiento sensista, la estética de las luces prestó atención sobre todo a los aspectos psicológicos de los que nace la obra de arte y mediante los cuales entra después en contacto con el destinatario. En cualquier caso buscará el equilibrio entre entendimiento y sensibilidad, tratando de estimular los impulsos afectivos, pero siempre bajo el control de la razón. El Romanticismo tendrá un concepto profundamente distinto del yo y de la naturaleza, dará al sentimiento un valor dominante, absoluto, llegando a romper el equilibrio del arte de los autores ilustrados, buscado y en gran parte logrado. De todos modos, pienso que el uso de los «pre-» en historiografía sea extremadamente peligroso: cualquier cosa es y vale por lo que representa y significa en su tiempo; es obligación del crítico definirla en sí misma y no valorizarla por el presunto mérito de la anticipación. En nuestro caso entendemos que para muchos ha existido la intención de dar un significado positivo al término «prerromanticismo» debido a la presuposición, adquirida a través de un acrítico tradicionalismo, de que la cultura romántica fuera la más auténticamente representativa de un supuesto «ser hispánico».

Tampoco soy de la opinión de que se puedan detectar en la obra de Meléndez Valdés poemas propiamente definibles como «neoclásicos» o hablar en la misma de un «período neoclásico». Tanto si se quiere dar al término neoclásico el significado más tradicional con el que los críticos del ochocientos y del primer novecientos identificaban, a partir de Luzán, toda la literatura del siglo XVIII, como en el caso de que se quiera concederle el significado más restringido que le da Joaquín Arce10. De lo que se puede hablar es de una innegable educación clasicista. En la cultura ilustrada encontraba una lógica colocación el gusto por la imitación de los poetas antiguos y de sus seguidores, los clásicos renacentistas, considerados como concretas imágenes ejemplares de un equilibrio felizmente alcanzado y capaces de estimula, mediante la imitación, las capacidades creadoras del artista. Esto se puede comprobar en toda la producción de Meléndez Valdés. El neoclasicismo es por consiguiente un término impropio si se piensa en un determinado período o momento poético de Meléndez Valdés. Por otra parte su clasicismo no fue jamás una actitud canónica de tipo neoaristotélico: fue sólo culto por el orden, en referencia a modelos de medida y buen gusto, de los que se nutrió para crear una poesía decididamente innovadora que no era ciertamente nostálgica del pasado y mucho menos arqueológica.

Por lo que respecta a la producción de Meléndez Valdés llamada por muchos «ilustrada», noto que estos críticos tienden a reducirla ya a la parte de su obra que se presenta con un contenido filosófico-moral, ya a la otra de un empeño político y social más descubierto, y que testimoniaría su participación en el reformismo programado desde arriba en la segunda mitad del siglo. Personalmente no me ha convencido nunca que la Ilustración se reduzca al fenómeno político del llamado despotismo ilustrado. Y esto porque creo en su naturaleza esencialmente filosófica. Para mí, Meléndez Valdés fue ilustrado primariamente en el orden del pensamiento; por tanto, delimitar en el interior del corpus de su rica obra poética una sección específica con base en los contenidos de empeño político directo, casi práctico, creo que sea un peligroso proceder, dado que en Meléndez el empeño, en el sentido más amplio y propiamente filosófico del término, se encuentra hasta en las poesías anacreónticas amorosas. Por otra parte, me parece también que la naturaleza y la cualidad de su quehacer poético, no cambian sustancialmente ante el hecho de variar los temas.

Meléndez Valdés es un ilustrado porque pertenece a un tipo de cultura, a un sistema de ideas y valores bien estructurados que aparece en la España de su tiempo y que fue patrimonio común de una minoría intelectual. Esta cultura da la pauta a toda su obra, y me parece reductivo y sobre todo impropio limitar su ilustración a la elección que él hace de un cierto núcleo de contenidos con respecto a otros. Con otras palabras: mientras en el análisis de su poesía es justo distinguir los temas, no es posible ver en ellos una serie de momentos diversificados en rígida sucesión o hasta contrapuestos de su inspiración, de su creación poética. Por tanto, no hay en él un momento o una actitud ilustrada que se pueda aislar del resto de su obra.

Es ilustrada, por lo contrario, toda su producción. En efecto las anacreónticas amorosas y eróticas que nacen del nuevo culto de la sensibilidad, no se pueden considerar poesía ligera y de mera evasión, más bien constituyen un consciente acto revolucionario, con claro significado de «ruptura». Del anacreontismo (que no es característico de la juventud de Meléndez porque el poeta escribió anacreónticas a lo largo de toda su vida) al bucolismo el paso es breve pues idéntico es el concepto de naturaleza que lo rige. La nueva valoración de la realidad natural encerraba una consideración positiva de la vida que, en contacto con la misma, el hombre desarrollaba e invitaba a una meditación más profunda, interesada por problemas de orden moral, económico, social y también político que el propio Meléndez llevaba a cabo a través de la lectura de los textos más avanzados de la contemporánea cultura europea. De aquí nacía la filosofía de Meléndez, no abstracta, sino humanamente próxima a todos los problemas de la vida y que se propone como meta la felicidad del hombre y la promoción de quienes están humillados por la ignorancia, el miedo, la explotación de los potentes, por la miseria moral, y necesitan la ayuda de los que, habiendo encontrado ya la luz, pueden dirigirles hacia su liberación. Una filosofía por tanto que no es doctrinaria o teorizante, sino que interviene, sobre todo, a través del sentimiento que nos descubre a nosotros en nosotros mismos, y a los demás en nosotros, una filosofía que puede también intentar descifrar las razones últimas de la vida humana, temática que Meléndez asume con el virgiliano espíritu del «paulo maiora canamus». Ni tampoco debe olvidarse que el pensamiento ilustrado conoció también y afrontó el problema del mal y de los límites humanos, insatisfecho del concepto del tout va bien, difundido por el deísmo, y del concepto de Leibniz que el nuestro era el mejor de los mundos posibles. Meléndez, hombre sensible y observador, humanamente partícipe de las circunstancias de su vida propia y de los demás, inclinado a vivir profundamente el sentimiento de la desilusión y la afrenta del dolor, del mismo modo que advirtió la sugestión de la armonía de las cosas que le conmovían y le abría el corazón al canto y al himno, advirtió asimismo, directamente o a través de las lecturas ilustradas, la presencia de elementos que no podían remontarse a aquella armonía. Su poesía podrá teñirse de religiosidad que se manifestará sobre todo como hondo sentido del misterio. No está todavía presente, como lo estará después entre los románticos, la voluptas del misterio, sino más bien un sabio reconocimiento de su propio límite.

Creo que se puede hablar legítimamente de sustancial unidad de la poesía de Meléndez Valdés: unidad en el ámbito del pensamiento de su tiempo y de la cultura que de él derivó, en la que hallan lugar los movimientos del sentimiento y las exigencias ordenadoras de la mente, en una adhesión constante a la realidad humana, compleja y dialéctica, pero redescubridora en la categoría de la libertad y en la autónoma posibilidad de recrearla poéticamente. En este proceso el individuo se afirma con su personalidad psicológica, intelectual y moral: el poeta se encuentra en el centro de la obra de arte como protagonista que, sin embargo, no se aísla, sino que quiere participar en cuanto le circunda y aspira a una comunicación con un «otro» siempre presente, es decir, el lector que es, desde luego, el hombre.

Unitario juzgo también, a lo largo de la producción de Meléndez, el pensamiento estético que la rige y la concepción lingüística que consistió en la defensa de una buena tradición lingüística castellana, pero sin excesivos purismos; y unitario considero también su estilo, aún en sus diferentes experimentaciones, hasta en aquel «discurso entrecortado y anheloso» del que hablaba Pedro Salinas11como si fuera un vicio psicológico lo que no es, en cambio, más que un personal y original modo de expresión, distinto, tanto con respecto a la tradición clasicista como a la efusión sentimental de los románticos.

Por estas razones, creo que definir la poesía de Meléndez Valdés con el adjetivo de «ilustrada» signifique subrayar su sustancial unidad y caracterizarla eficazmente en relación con la cultura de la que se nutrió, y que constituyó la realidad humana y artística del «restaurador de la poesía española».





 
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