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La poesía y el cuento

Mariano Baquero Goyanes





Si «Clarín» fue un cuentista doblado de articulista satírico, fue también una especie de poeta en potencia que, salvo algún escarceo juvenil, no llegó a escribir versos, sirviéndose en su madurez literaria de la prosa narrativa como equivalente o sucedáneo de esa no escrita poesía1.

Justamente en algunos de sus relatos breves tuvo ocasión Alas de burlarse de determinados seudopoetas, figuras grotescas que molestan al narrador leyéndole poesías superficiales, en El poeta búho2. Con tema parecido se presenta la fantasía titulada Versos de un loco3: el narrador es molestado esta vez por un poeta loco y hambriento que le deja un cuaderno con sus versos. Entre incongruencias y rasgos grotescos, hay en esos versos alguno tocado de cierta belleza que nos hace pensar en la posibilidad de un «Clarín» que, autoburlándose, no renuncia dar vida impresa a algunos de sus atrevimientos poéticos. Veamos, por ejemplo, las irónicas semblanzas que de los dos poetas contemporáneos más famosos, traza el loco:

Campoamor


Escribe versos en la ceniza;
saca del polvo, de los gusanos
y de la nada, que se desliza,
viento sin aire, por bosques vanos
de tallos huecos, veta cañiza,
saca la idea de sus cantares;
médula amarga de tristes huesos:
sin corazones, suspiros; besos
sin labios; saca los cañizares
del esqueleto; la catadura
de desnudeces de Sepultura;
saca del fondo de noble rima
sarcasmos místicos que causan grima...
Pasión perenne firma en la arena
cuando a las dunas va la mar llena,
y con los rayos tenues de luna
rubrica pactos de la fortuna;
ve del cerebro las telarañas
y le enternecen las musarañas,
que ve la lógica de lo Infinito
en palimpsestos de lo no escrito...

Núñez de Arce


Como Dios sacó el mundo de la nada,
de allí saca también la poesía...
Escribe con perfecta simetría:
Y así, tiene por plectro la plomada.
Todo a la ley de gravedad lo fía.



¿Hay algo más que extravagancia de loco en estos versos? ¿No se atrevió «Clarín» a publicarlos como suyos y los incluyó en una narración satírica, evitando así burlas y censuras, ya que él era el primero en no tomarlos en serio?

Pero con todo, importa más que la existencia de un Alas versificador, la de un poeta en prosa, capaz de ejemplificar perfectamente con no pocos cuentos suyos, la relación o ligazón de tal género con la poesía, en lo que atañe al proceso mismo de su germinación y creación.

La crítica de nuestro siglo ha reconocido, con frecuencia, esa tonalidad poética de tantos y tantos cuentos clarinianos. Así, con referencia a lo que podríamos llamar cuentos largos de Alas o, como prefiere Ricardo Gullón, novelas cortas -tipo Doña Berta, El Señor, Superchería, etc.- dice precisamente este crítico:

«El lirismo de estas narraciones no es de superficie, sino remansado, profundo y, si cabe decirlo así, involuntario, brotando de la entraña del asunto»4.



A veces ocurre que la «superficie» queda tocada del lirismo propio de «la entonación del asunto». Y así en el que tal vez sea su único cuento legendario que conocemos, el titulado La rosa de oro, su lenguaje, las imágenes refinadas y decadentes allí empleadas, casi parecen preludiar algunos tópicos del modernismo. La fusión de elementos religiosos y paganos es la típica de un Valle-Inclán, por ejemplo. Véase el comienzo del cuento, construido sobre una fórmula bien tradicional de arranque narrativo5:

«Érase una vez una Papa que a los ochenta años tenía la tez como una virgen rubia de veinte, los ojos azules y dulces con toda la juventud del amor eterno, y las manos pequeñas, de afiladísimos dedos, de uñas sonrosadas, como las de un niño en estatua de Paros, esculpida por un escultor griego».



Y en un cuento como El Señor que a Ricardo Gullón le parecía muy bello ejemplo, de ese lirismo profundo de Alas, cabe advertir pasajes no menos significativos, como el reproducido a continuación, donde la mezcla de lo sensual y lo místico se mezclan a la manera de Valle-Inclán y aun de Gabriel Miró6:

«Hasta el Señor Obispo, varón austero que andaba por el templo como temblando de santo miedo a Dios, más de una vez se detuvo al pasar junto al niño, cuya cabeza dorada brillaba sobre el humilde terciopelo negro como un vaso sagrado entre los paños de enlutado altar; y sin poder resistir la tentación, el buen místico que tantas vencía, se inclinaba a besar la frente de aquella dulce imagen de los ángeles, que cual un genio familiar frecuentaba el templo».



Como cuento legendario, La rosa de oro ha sido alguna vez comparada con La ajorca de oro de Bécquer, al coincidir en el motivo del robo sacrílego.

En cuanto a El Señor, la crítica ha visto siempre en él uno de los más impresionantes relatos de Alas, pese a tratar en él uno de los temas más topiqueros de la narrativa europea del XIX: el del sacerdote enamorado. Pero el carácter totalmente espiritual del amor que el clérigo Juan de Dios siente por la muchacha desamparada y enferma, a la que sólo verá al llevarle el Viático, supone una de las más emotivas y convincentes variaciones sobre tan manido tema. Resulta casi inevitable relacionar, aunque sea para situarlo en un polo opuesto en cuanto a conducta y verdadera espiritualidad, la figura de este sacerdote con la del magistral de La Regenta, don Fermín del Pas.

En este repaso a los cuentos clarinianos calificables de poéticos merece especial atención el relato Vario7, justamente porque su protagonista es un poeta bien distinto, por supuesto, de El poeta búho o del personaje de los Versos de un loco: el escritor latino Vario, al que las sirenas profetizaron que sus obras se perderían y sería desconocido para la posterioridad. Él, no obstante, sentía tanto la poesía que siguió componiéndola: «y Vario que el mundo no conocería, mientras vivía, era poeta».

Relato muy trabajado, trazado con referencias y citas de Homero, Suetonio, Ovidio, resulta, como bien dice Carolyn Richmond, casi una «miniatura de poema épico en prosa»8 a la vez que se configura como una meditación sobre el «oficio del escritor».

Exaltadamente poética es El dúo de la tos, «uno de los más bellos y originales cuentos de la pasada centuria», según Laura de los Ríos9 que piensa incluso en La montaña mágica de Thomas Mann, a propósito del tema del amor entre tuberculosos10. En El dúo de la tos11 la enfermedad aparece tratada de la más poética forma posible; sin descripción de los protagonistas que carecen de nombre; sin diálogo, con la sola doliente palpitación de las toses en la noche, configurándose como lo que indica el título del relato, un dúo, es decir, una «composición musical»12.

En un lujoso hotel, frío e inhóspito, un hombre -un bulto- en una ventana, piensa que se encuentra allí más solo que en un desierto. Dos balcones más a la derecha otro bulto, una mujer, observa el titular del cigarrillo masculino.

«Si me sintiera muy mal de repente; si diera una voz para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría, sigue pensando la mujer que aprieta contra un busto delicado, quebradizo, un chal de invierno, tupido, bien oliente».



El hombre del cuarto 36 se retira, finalmente, del balcón y la mujer del 32 supone que se ha ido a acostar. Ya en la cama, el 36 empieza a toser ronca, dolorosamente con la desesperación de la soledad de un hombre de treinta años, sin familia, con la muerte pegada al pecho:

«Y tosía, tosía, en el silencio lúgubre de la fonda dormida indiferentemente como el desierto. De pronto creyó oír como un eco lejano y tenue de su tos. Un eco en tono menor. Era la del 32. En el 34 no había huésped aquella noche. Era un nicho vacío.

«La del 32 tosía en efecto; pero su tos era... ¿cómo se diría? más poética, más dulce, más resignada. La tos del 36 protestaba, a veces rugía. La del 32 casi parecía el estribillo de una oración, un miserere; era una queja tímida, discreta; una tos que no quería despertar a nadie. El 36, en rigor, todavía no había aprendido a toser, como la mayor parte de los hombres sufren y mueren sin aprender a sufrir y a morir. El 32 tosía con arte; con ese arte del dolor antiguo, sufrido, sabio, que suele refugiarse en la mujer».



La tos del 32 acompaña al 36 como una música, se apoyan una a la otra, la femenina en la varonil, abrazándose en la noche. Al día siguiente el 36 abandona el hotel para morir poco después; la mujer vivió dos o tres años más.

Con tan leve anécdota y sirviéndose de una muy musical estructura, Alas consiguió una de las más bellas variaciones sobre un tema bastante manejado por él y que acusa una cierta filiación romántica: el amor imposible.

Con tal tema guarda relación la que unánimemente viene siendo considerada una de las obras maestras de la narrativa breve del pasado siglo: Doña Berta13. Aunque se trata de una novela corta su raíz poética viene a ser la misma del cuento, y mal se entendería lo que este género supuso para «Clarín», si se prescindiera de esas páginas admirables.

Basada, tal vez, en un suceso real -el atropello de una anciana por un tranvía en las calles madrileñas-, según supone Carolyn Richmond14, Doña Berta es la narración más poética de todo el siglo XIX, y tal vez resulte hoy la más actual de cuanto se escribió en España durante la pasada centuria. Fue la obra que más apreciaba su autor, y no parece haber perdido su fragancia de cosa recién hecha. No hay estridencia alguna en la narración. Los sucesos más intensos o dramáticos -la entrega amorosa de Doña Berta al capitán liberal, bajo el laurel, o la muerte de la anciana en las calles de Madrid- están narrados sin énfasis, con el mismo tono suave con que transcurre todo el relato, pálido en el color15, tan tiernamente ajado cómo la misma Doña Berta y el ambiente -el rincón de Susacasa a donde no llegaron romanos ni moros-, denso de siglos y silencios.

Alas establece una sutil vinculación entre ese paisaje rural asturiano y el personaje de la anciana solterona, sorda, encerrada en su ternura y en sus recuerdos, un ser que se diría emanado de la misma dulce, silenciosa y vieja tierra en que vive, ligado a ella como lo están en ¡Adiós, Cordera!, el prao de Somonte, Pinín, Rosa y la vaca. Doña Berta al abandonar ese rincón de Susacasa y marchar a Madrid, presiente que va hacia algo oscuro y terrible, sospecha que no volverá nunca a su verde escondite. Por eso, Sabelona, la vieja criada, pese a su devoción por el ama, no la acompaña a la capital. Su vida parece estar inserta en el paisaje que la rodea y arrancarse de él equivaldría a dejarse morir, como le ocurre al gato de Doña Berta en la buhardilla de la casa madrileña donde muere abandonado, «tal vez soñando con las mariposas que no podía cazar, pero que alegraban sus días, allá en el Aren, florido por abril, de fresca y deleitable sombra en sus lindes, a la margen del arroyo que llamaban el río los señores de Susacasa».

Doña Berta es un ser movido sólo por el amor. Por él se entregó, bajo el laurel de la finca, al capitán liberal. Por él va a Madrid, a buscar el posible retrato de su hijo muerto en acción bélica, también. A su alrededor se mueve un mundo confuso y ruidoso que «Clarín» sugiere más que describe, como si la perspectiva se correspondiera con la de la aturdida anciana. Únicamente las Iglesias traen a esta al aroma y el recuerdo de paz de su tierra. Pero fueran están el frío, la nieve, los terribles carruajes, la ambición, el dinero, la intriga... Doña Berta sólo obtiene la fácil compasión que despierta una vieja señora a la que creen medio chiflada, con la obsesión de hacerse con el cuadro en que figura el retrato de su hijo.

Esta temática tan romántica -guerra carlista, capitán liberal herido y recogido por una familia enemiga, amor entre el herido y la joven carlista, nacimiento de un hijo y ocultación de este a la madre, etc.- podría parecer, resumida, la propia de un folletín. Alas no esquivará los tópicos de tal especie, consiguiendo con ellos -o contra ellos- una novela corta de extraordinaria calidad poética. Se diría que Doña Berta rebasa ya el siglo XIX. Todo un mundo bello y delicado parece extinguirse en el atropello por un tranvía madrileño de una pulcra viejecita, vestida siempre de color tabaco.

Se abría así el camino a lo que, años después, un discípulo y sucesor de Alas -un cuentista tan clariniano a veces, como en El profesor auxiliar- Ramón Pérez de Ayala, había de bautizar como Novelas poemáticas -Prometeo, Luz de domingo, La caída de los limones-. Hoy parece verse claro que el origen de las mismas estaba en la prodigiosa Doña Berta clariniana.

Novela corta también, pero asimismo de referencia inevitable en cualquier comentario sobre los cuentos clarinianos, es Pipá16, si bien aquí el tono poético ha de buscarse, paradójicamente, en un relato en que las notas sórdidas y aún feístas parecen predominar. Hay en Pipá un lirismo agrio, surgido en un ambiente, el de un carnaval, sucio, solanesco, desgarrado y trágico, que trae al recuerdo los aguafuertes de Goya o los esperpentos de Valle-Inclán.

La calidad poética de Pipá es de un signo nuevo en la literatura de su siglo, en la cual el tema de los golfillos abandonados, de los pilletes padeciendo frío y hambre entre la nieve, solía adquirir casi siempre un aire sensiblero.

Su personaje parece que tuvo existencia real, junto a la de otros golfos como Chiripa o el Rana que aparecen en la cuentística de Alas, y que fue figura muy popular, conocido por Palacio Valdés, Adolfo Posada y otros escritores de la misma época. Cuando Luis Bonafoux acusó a «Clarín» de haber plagiado en este relato el de «Fernanflor», La nochebuena de Periquín, según se estudió anteriormente, el escritor asturiano insistió en su defensa, en el hecho de que Pipá estaba «tomado del natural; vivió y murió en Oviedo, fue tal como yo lo pinto, aparte las necesarias alteraciones a que el arte obliga».

Pipá es un pillete callejero que en una noche de Carnaval, con frío y nieve decide disfrazarse robando para ello prendas tan dispares como las enaguas que una lavandera tenía puestas a secar, una calavera arrancada de un libro de anatomía y una especie de mortaja robada entre los exvotos que figuraban en el altar del Cristo Negro. Para obtener esto, Pipá ha tenido que luchar y burlar al monaguillo Celedonio, un personaje que reaparecerá en La Regenta.

Ya disfrazado y tocando pausadamente una campanilla, Pipá camina por las nevadas calles hasta llegar al palacio de la marquesa de Hijar. Esta habla con su hija de cuatro años, Irene, sobre el fantástico carnaval de la luna y las estrellas. Pero lo que la niña desea es ver máscaras de verdad, y en ese momento aparece Pipá con su disfraz, tocando impresionantemente la campanilla, al saberse observado por la mona del Palacio. La niña fascinada, hace entrar a Pipá, que comparte los juegos y diversiones de la fiesta.

Al acabar esta, Pipá ayuda a dormir a la niña, mientras la marquesa relata un cuento del que son protagonistas Irene y el golfillo. Cuando ella se duerme, el yo infantil de Pipá pide que continúe el cuento. Es lo que más envidia del palacio. La marquesa, enternecida, prosigue su narración, en la que Pipá llega a casarse con Irene. Pero el chiquillo dice que él quiere ser mozo de la tralla.

A media noche se escapa y acude a la taberna donde canta Pistañina, la nieta de un ciego. Allí se celebra una inmunda orgía en la que Pipá perece al arder vivo en un barril de petróleo. En su entierro, Celedonio desfogó su resentimiento contra Pipá, escupiendo sobre sus carbonizados restos, en un gesto tan repugnante como el que cierra La Regenta, cuando el repulsivo acólito besa en los labios a Ana Ozores, desmayada en la Catedral.

El asunto así expuesto puede parecer vulgar y melodramático, propio de un efectista cuento que diera pie a una acusación de plagio como la formulada por Bonafoux. Pienso, sin embargo, que cualquier lector actual desprovisto de prejuicios que lea La Nochebuena de Periquín y Pipá, percibirá un muy distinto y hasta opuesto tono, a despecho de determinadas semejanzas de detalle.

Bonafoux hizo, maliciosamente, un recuento de sus semejanzas, pero no se fijó -o no quiso fijarse- en las diferencias, tan radicales algunas como la que afecta al ambiente: del escenario de una Nochebuena con nieve y niños huérfanos, al desgarrado Carnaval de Pipá hay no poca distancia. Frente a las digresiones en que abunda el relato de «Fernanflor», Pipá resulta un relato mucho más compacto y coherente, aunque por tratarse de una novela corta -o cuento largo-, quepa encontrar en él la presencia de lo que en una novela, consideramos personajes secundarios: así el señor Benito, el Dotor, con su comercio de libros viejos.

La misma o muy parecida visión caritativa de Alas frente al golfillo Pipá, puede advertirse en otros cuentos con protagonistas de tal condición. Los narradores del XIX, desde diversos planteamientos que iban de la denuncia social al puro sensiblerismo, gustaron reiteradamente de esa temática. Y supone un mérito, no escaso en Alas, haberlo tratado con su personal toque, humano siempre, sentimental si se quiere, pero alejado de la fácil sensiblería y lacrimosidad de otros escritores contemporáneos.

El Rana17 es un mendigo, borracho y blasfemo, exvoluntario de la guerra de Cuba y exaltado patriota:

«...y había expuesto la vida en cien combates por la... eso de la patria; en fin ¡Viva Cuba española!, gritaba el Rana, que en esta materia no admitía bromas ni novedades. Bueno que la república fuera un... mito, eso un mito...; pero en lo aquello... de la patria, que no lo tocaran el Carlos Más (Marx), ni el Carlos Menos, ni Carlos Chispa, porque el Rana, allí donde se le veía..., había sido voluntario del heroico batallón de la Purísima (alabada sea ella), añadía el Rana, que sólo estaba mal con el elemento masculino de la Sacra Familia, y eso de boca».



Una mañana muy fría, enterado de que marchan quince voluntarios hacia la nueva guerra de Ultramar, sale a la estación a despedirlos. Una semana antes, un batallón de soldados había partido de aquella misma estación, siendo festejadísimo, pero ahora nadie hay en el andén. Los quince voluntarios son el desecho de la ciudad, como el Rana lo fue en la otra guerra. Y allí, en el frío, desierto andén, los quince raídos voluntarios se despiden de sus familias. El Rana siente la patria, recuerda cómo el fue voluntario con otros borrachos, y reparte pitillos entre los que marchan, en tanto da voces preguntando por el pueblo, por los burgueses, por los agasajos de la despedida.

Todo está tratado con el ritmo adecuado y hasta lo aparentemente insignificante se carga, en la dimensión normal de un cuento, de sentido y de fuerza: en este caso, los pitillos del Rana.

Otro famoso vagabundo ovetense es el que aparece en La conversión de Chiripa18. El protagonista es ahora un mozo de cordel que no trabaja de puro vago. Recorre las calles de Oviedo bajo una lluvia cruel y fría. No se atreve a entrar en ningún sitio respetable -Universidad, Biblioteca, Bancos-, en la seguridad de que de todos ellos lo echarán. Y para él esto vendría a ser lo más humillante, dominando como está por la manía de lo que él llama la alternancia:

¿Qué era la alternancia? Pues nada; lo que había predicado Cristo, según había oído algunas veces; aquel Cristo a quien el sólo conocía, no para servirle, sino para llenarle de injurias, sin mala intención por supuesto, sin pensar en Él; por hablar como hablaban los demás, y blasfemar como todos. La alternancia era el trato fino, la entrada libre en todas partes, el vivir mano a mano con los señores y entender de letras, y entrar en el teatro, aunque no se tuviera dinero, lo cual no tenía nada que ver con la gana de ilustrarse y divertirse. La alternancia era no excluir de todos los sitios amenos y calientes y agradables al hombre cubierto de andrajos sólo por los andrajos».



Al fin, para resguardarse de la lluvia, entra en una Iglesia. La sensación de quietud reconfortante, de aroma familiar desprendido del templo, está adecuadamente captado, desde la perspectiva de Chiripa:

«Llegó junto a una Iglesia. Estaba abierta. Entró, anduvo hasta el altar mayor sin que nadie le dijera nada. Un sacristán o cosa así cruzó a su lado la nave y le miró sin extrañar su presencia, sin recelo, como a uno de tantos fieles. Allí cerca, junto al púlpito de la Epístola, vio Chiripa a otro pordiosero, de rodillas, abismado en la oración; era un viejo de barba blanca que suspiraba y tosía mucho. El templo resonaba con los chasquidos de la tos; cosa triste, molesta, que debía importunar a los demás devotos esparcidos por naves y capillas; pero nadie protestaba, paraba mientes en aquello».



La Iglesia está templada y bienoliente a incienso, a cera, «a recuerdos de chico». Como Chiripa se ha colocado, inadvertidamente, cerca de un confesionario, el sacerdote lo toma por penitente y lo llama, haciéndole pasar por delante de las beatas. El vagabundo se convierte pasándose a la Iglesia, donde ha encontrado la ansiada alternancia. De nuevo, cabe observar, cómo la anécdota no puede ser más leve, adecuada para su tratamiento en forma cuentística, con una reducción de tiempo y espacio tan significativa, como la que ofrece este relato clariniano.





 
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