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La poética o reglas de la poesía en general y de sus principales especies

Ignacio de Luzán


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Zaragoza, Francisco Revilla, 1737 y la de Madrid, Antonio Sancha, 1789 y cotejada con la edición crítica de Russell P. Sebold, Barcelona, Labor, 1974.]


ArribaAbajoEl rey

[1737]


Por cuanto por parte de vos, don Ignacio Luzán y Gurrea, se me ha representado deseabais imprimir un libro que habéis compuesto, intitulado Explicación de las reglas de la poesía, que con licencia de los del mi Consejo habíais impreso; y, para que no se os reimprimiese, me suplicasteis fuere servido concederos mi real privilegio, por diez años, para la referido impresión. Y visto por los del mi Consejo, y como por su modo se hicieron las diligencias que se disponen por la pragmática promulgada sobre impresión de libros, y se acordó dar ésta mi cédula por la cual os doy licencia y facultad, para que, sin perjuicio de tercero, y no de otra manera por tiempo de diez años, que han de correr y contarse desde el día de la fecha de ésta mi cédula, vos, o la persona que vuestro poder tuviere, y no de otra alguna, podáis imprimir y vender el referido libro, con que antes que se venda se traiga ante los del mi Consejo junto con el original, para que se vea si su impresión está conforme a él, trayendo asimismo fe en pública forma, como por el corrector por mí nombrado se vio y corrigió la dicha impresión por el original al autor, o persona a cuya costa se imprimiere para efecto de la dicha corrección, hasta que primero esté corregido, y tasado por los del mi Consejo, y estando así, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, en el cual, seguidamente, se ponga esta licencia y la aprobación, tasa erratas, pena de caer o incurrir en las penas contenidas en las pragmáticas y leyes de éstos mis Reinos, que sobre ello disponen. Y mando que ninguna persona, sin vuestra licencia, pueda imprimir dicho libro, pena de que el que lo imprimiere haya perdido, y pierda todos y cualesquier libros, moldes, y aparejos que dicho libro tuviere, y más incurra en pena de cincuenta mil maravedises, y sea la tercera para la mi Cámara, la otra para el denunciador. Y mando, a los de mi Consejo, presidente, y oidores de las mis audiencias, alcaldes, aguaciles de la mi Casa, Corte y Cancillerías, y a todos los corregidores, gobernadores, alcaides mayores y ordinarios, y otros jueces, y justicia cualesquier de todas las ciudades, villas, y lugares de éstos mis Reinos, y señoríos, y a cada uno, y cualquier de ellos en sus juridicciones, guarden, y cumplan, y hagan guardar, y cumplir ésta mi cédula y lo en ella contenido, sin la contravenir, ni permitir se contravenga en manera alguna; que así es mi voluntad. Dada en el Real Sitio de Aranjuez, a dos días del mes de junio de mil setecientos treinta y siete.

YO EL REY
Por mandato del Rey, nuestro Señor
DON ÍÑIGO DE TORRES Y OLIVERIO




ArribaAbajoDon Pedro Manuel de Contreras

Secretario de Cámara del Rey nuestro Señor y del Gobierno del Consejo por lo tocante a los reinos de la Corona de Aragón


[1787]


Certifico: Que habiéndose visto por los señores de él un libro intitulado Explicación de las reglas de la Poesía, que con su licencia ha sido impreso, le tasaron a seis maravedís cada pliego, el cual parece tiene, sin principio ni tabla, ciento y veinte y ocho, que a dicho respeto importa setecientos y sesenta y ocho maravedís, a cuyo precio y no más mandaron se venda, y que esta tasa se ponga al principio de cada libro para que se sepa el a que se ha de vender; y para que conste lo firmé en Madrid a veinte y dos de mayo de mil setecientos treinta y siete.

DON PEDRO MANUEL DE CONTRERAS




ArribaAbajoFe de erratas

[1737]


He visto la obra intitulada La Poética o reglas de la poesía en general y de sus principales especies. Su autor D. Ignacio de Luzán Claramunt de Suelves y Gurrea, entre los académicos Ereinos de Palermo llamado Egidio Menalipo, y con las erratas impresas corresponde a su original. Madrid y mayo 17 de 1737.

Lic. DON MANUEL GARCÍA ALESSON
Corrector General por su Majestad




ArribaAbajoAl lector

[1737]


Había resuelto, lector mío, no cansarme ni cansarte con la pesadez de un prólogo, y, a este fin, hice que el primer capítulo de mi obra sirviese de proemio y prefacio a toda ella; pero, habiendo entreoído, aun antes de acabar la impresión, no sé qué voces, que, o me imputan lo que no digo o me trastruecan mis proposiciones, de modo que las desconozco yo mismo, he querido que estés prevenido, por lo que, sin duda, oirás decir a otros, y por lo que te dirán tal vez a ti mismo tus propias preocupaciones.

Y, primeramente, te advierto que no desestimes como novedades las reglas y opiniones que en este tratado propongo; por que, aunque quizás te lo parecerán, por lo que tienen de diversas y contrarias a lo que el vulgo comúnmente ha juzgado y practicado hasta ahora, te aseguro que nada tienen menos que eso; pues ha dos mil años que estas mismas reglas, a lo menos en todo lo substancial y fundamental, ya estaban escritas por Aristóteles, y luego, sucesivamente, epilogadas por Horacio, comentadas por muchos sabios y eruditos varones, divulgadas entre todas las naciones cultas y, generalmente, aprobadas y seguidas. Mira si tendrás razón para decir que son opiniones nuevas las que peinan tantas canas. Añade ahora que, en la práctica y en la realidad, aún les puedo dar más antigüedad, siéndome muy fácil de probar que todo lo que se funda en razón es tan antiguo como la razón misma, y, siendo ésta hija del discurso humano, vendrá a ser con poca distancia su coetánea. Fuera desto, ¿qué importa que una opinión sea nueva, como sea verdadera? ¿Aprobaríamos, por ventura, la terquedad de aquellos que hubiesen continuado hasta ahora el bruto manjar de silvestres bellotas, despreciando el noble alimento del pan, por parecerles novedad el uso de él? Bueno fuera que desecháramos el oro de Indias porque viene de un Nuevo Mundo, y que por la misma antipatía a las novedades, hubiese aún quien cerrara los ojos por no ver la circulación de la sangre o las tubas fallopianas, o los vasos lacteos u otros descubrimientos utilísimos para la física y para las matemáticas; en medio de que no corre bien la comparación, siendo tan diverso el caso, cuanto va de lo moderno de pocos lustros a lo antiquísimo de muchos siglos.

Ya sé que estas cosas, donde la Crítica tiene alguna parte, se suelen bautizar por algunos con el nombre de bachillerías, y más saliendo tan expuestas a semejante desprecio por la desautoridad de quien las dice, pero sé también que esto sucede por aquella razón que expresó Horacio, que aunque es muy vulgar, sin embargo, es muy del caso:


Vel quia nil rectum, nisi quod placuit sibi, ducunt;
vel quia turpe putant parere minoribus, et quae
imberbes didicere, senes perdenda fateri.



Advierte pues, lector mío, que todo lo que yo digo en esta obra acerca de la poesía y de sus reglas, lo fundo en razones evidentes y en la autoridad venerable de los hombres más sabios y afamados en esta materia. Con que el que graduare mis proposiciones de bachillerías, habrá de dar este mismo grado a lo que ensena un Aristóteles, un Horacio, un Quintiliano y otros muchos célebres escritores antiguos y modernos con cuyas doctrinas compruebo mis opiniones. Llámenlas, pues, como quisieren, que yo juzgaré a mucha gloria ese baldón que me eleva, sin merecerlo yo, a la dignidad de ser, en cierto modo, compañero de tan grandes varones, con quien quiero más errar que acertar con otros.

Si alguna expresión o censura, especialmente sobre las comedias de Calderón y Solís, te pareciere demasiadamente rígida, yo querría te hicieses cargo de que, o no hago más que referir lo que otros han dicho, o que, tal vez, me sucedía a la sazón lo que a Horacio cuando veía dormitar a Homero; o que, finalmente, pasa en nuestro caso lo mismo que en un motín popular, en cuyo apaciguamiento la justicia suele prender y castigar a los primeros, que encuentra, aunque quizá no sean los más culpados. Y es cierto que no lo son Calderón ni Solís; y así el desprecio con que algunos hablan de nuestras comedias, se deberá con más razón aplicar a otros autores de inferior nota y de clase muy distinta. Esta ingenua declaración me ha parecido muy debida al mérito de estos dos célebres poetas, de cuyo ingenio y aciertos hago yo singular estimación, como se verá en varios lugares de este libro.

A todo esto solamente añado que antes de hacer juicio de mi obra, la leas toda hasta el fin, con ánimo desapasionado y dispuesto a abrazar la verdad donde quiera que la encuentres. Baste esto en orden al asunto y fundamentos de este libro; ahora, cuanto a mí, te ruego, cortés lector, que disimules los muchos yerros y faltas, propios frutos de mi cosecha, que no ha sabido evitar mi corto ingenio ni ha podido enmendar todo mi cuidado.




ArribaAbajoAprobación Del M. R. P. M. Fr. Miguel Navarro

Doctor Teólogo por la Universidad de Zaragoza, Examinador Sinodal de la Nunciatura Apostólica de España, y en Aragón de su Arzobispado y del Obispo de Huesca, Ex-Prior del Real Convento de Predicadores


[1737]


Dichosas serían las artes, si de ellas solos fuesen censores sus artífices, dice Quinto Fabio, oportunamente alegado por San Jerónimo, felices, inquit Fabius, essent artes, si de illis soli artifices iudicarent. De esta verdad pone prueba el Santo Doctor con el ejemplar y razón de que no puede juzgar del poeta, sino quien puede formar poemas, Poetam non potest nosse, nisi qui versum potest struere. Algo notada tenía yo esta sentencia y doctrina en la Epístola 26, que escribió a su amigo Pamaquio (pág. mihi 101) y, acordándome de ella cuando el M. Ilustre Señor Vicario General de este Arzobispado me mandó dar dictamen sobre este libro, intitulado La poética o reglas de la poesía en general, y de sus principales especies, compuesto por don Ignacio de Luzán y Claramunt de Suelves y Gurrea, representé no ser profesor de tan ingeniosa facultad. Pero, habiéndome replicado que, no siendo este libro de poemas, sino de reglas para formarlos según ellas, no contravendría yo al prudente consejo de San Jerónimo, haciendo juicio de tal libro; por este motivo, y por el de que no es lo mismo ignorar la práctica que la teórica, en esta y restantes facultades, me rendí a obedecer el orden y comisión.

Digo, pues, que he leído todo este gran volumen con cuidadosa atención, y aún con admiración, viéndolo ilustrado con tantos escritores griegos, latinos, italianos, franceses, castellanos, portugueses y aragoneses, como quien es dueño de todos estos idiomas, y no careciendo de noticias del hebreo y de algún otro, valiéndose de tanta diversidad de autores, ya para confirmar y explicar la doctrina aristotélica, ya para proponer los aciertos de los poetas que han atendido a sus reglas y los defectos de los que las han ignorado o despreciado, siendo de tan grave maestro, como lo demuestra la experiencia, habiendo sido siempre las reglas de Aristóteles la norma más practicada de todos, los buenos poetas, según supone y prueba con ellos, el autor.

Y, antes de leer éste su dictamen, teníalo yo formado desde que vi las asombrosas conclusiones, que, públicamente, defendió por 8 días continuos en Venecia, aquel admirable ingenio minorita, Fr. Francisco Macedo. Pues, poniendo distribuidas, para defenderlas en los siete primeros días, todas las facultades, divinas y humanas, coronó el octavo día con la poética, ofreciendo defenderla, no con otro autor, que con el grande Aristóteles. In die octavo de poética ad mentem Aristotelis. Consta del Francilogio Sacro, lib. 2, pág. 129.

Siendo pues Aristóteles el sabio legislador de la Poética, cuyas leyes han observado antiguos y modernos poetas, no debía proponer nuestro erudito autor otras que las aristotélicas; y, guiado de ellas, no es de admirar censure a los que las han desatendido. Porque puede decir, en su modo, el autor al lector, lo que San Jerónimo a Pamaquio, escribiendo contra Joviniano (Epíst. 50, página 76): quando aliquid tibi asperum videtur, non ad mea verba respicias sed ad Scripturam unde mea tracta sunt verba. Puede, pues, a esta luz, decir el autor que, si alguna de sus cláusulas pareciere áspera, no se atienda a sus palabras, sino a las reglas aristotélicas, de donde proceden sus censuras.

Sobre esta razón adviértanse las de su modestia y prudencia, calidades nobles, que siempre trae presentes. Ya en alabar (página 126) el ingenio y erudición de los poetas españoles, aunque cuando les nota el haber procedido sin arte. Ya en pedir perdón (página 279) de alguna digresión severamente hecha contra poeta español, fundado en las razones que allí expone. Ya en ofrecer (pagina 284) retractarse de sus inteligencias y opiniones, siempre que se demuestren ir erradas. Ya en que (no obstante ser los solecismos y barbarismos unos defectos que afean la locución poética) no condena (pág. 336) los que el uso común tiene ya admitidos entre los doctos, a cuyo juicio remite la aprobación o reprobación (págs. 338 y 339) de algunas frases extravagantes y voces irregulares, como también (pág. 461) la inteligencia de un obscuro texto de Aristóteles; y (pág. 511) deja a la antigua posesión de los teatros españoles algunas especies de versos, aunque ostenten alguna inverisimilitud.

Ya porque, sin embargo de discurrir tan arreglado a la mente de Aristóteles, no excusa decir (en dicha pág. 461) que sola su autoridad no debe hacer fuerza, cuando hubiere razón clara contra su doctrina. Y, porque la muchedumbre de las reglas, en orden a los metros pudiera acobardar a los modernos ingenios, pone moderación y excepción, declarando (pág. 357) que no siempre los poetas se han de ajustar, en todo, a todas ellas; y (página 538), advierte, con Horacio, que el crítico no ha de escrupulear en faltas pequeñas. Prevenciones son éstas humildes todas y moderaciones prudentes, que no parece pueda añadir mayores el escritor más juiciosamente modesto.

Pero, porque recelo que los muy apasionados de Lope de Vega, Calderón, Solís y otros grandes poetas, pueden, tal vez, disgustarse, por verlos censurados al principio desta obra (página 125) yo les ruego que contengan o suspendan el disgusto, si le padecieren, hasta leer los singulares elogios, con que ensalza a ellos y otros cómicos españoles, en varios lugares, especialmente en las páginas 482, 505, 521, 522, 530, 533, y, con más especialidad, en las 538, 539 y 551. En ellas, pues, y otras páginas, verán claramente el alto aprecio que hace de nuestros cómicos, en todo lo que diestramente acertaron, arreglándose al arte; con que no deberán extrañar, que censure algunos extravíos substanciales. Ya por la razón general de que son reprehensibles todos los artífices, que en la substancia de sus obras, se desvían del arte. Ya por las razones especiales, y muy conducentes al honor de la nación, que propone en la página 537 a las que pido se atiendan. Ya por la razón, arriba señalada con San Jerónimo; y ya porque, siendo todo su designio, instruir a los modernos ingenios, pudiera dañar a éstos el ejemplar de los poetas famosos, que cometieron graves defectos o descuidos, si de ellos no fuesen advertidos y prevenidos.

Y menos se deberán extrañar las moderadas censuras del autor, si se carean con las severísimas y destempladas de risa, desprecio y escarnio, que dieron a nuestras comedias autores españoles y extranjeros, alegados páginas 501, 502, 528 y 543, y no es para omitida la grave censura de aquel venerable minorita, el P. Murillo, tan erudito en esta facultad, como en las de la teología escolástica, moral, mística, y expositiva, quien notando los defectos de los poetas españoles de su tiempo, no excusó decir y escribir, con ocasión oportuna, en Zaragoza, ahora 177 años, que: «España estima menos de lo que es justo a la poesía, por haberse hecho común el nombre de poetas a todos los que hacen versos, aunque estén ayunos del conocimiento de tantas cosas, como requiere la verdadera poesía». Así, con esta claridad, habla aquel juicioso varón, en su libro de las excelencias de Zaragoza (página 450, colum. 2).

En medio de todo lo dicho, no negaré, que también el autor, arrebatado de su celoso amor al arte, ha podido, tal vez, engañarse en algunas o leves o graves censuras, dadas a varios poetas, según me parece, que ya ingenuamente confiesa. Mas, sin obstar eso, siento, que tan docta y discretamente procede en censurar a los que discurren sin arte, cuanto en celebrar a los que se regulan por él. Porque siendo el arte, según Santo Tomás, recta ratio factibilium, siguese que obran contra la recta razón, los que forman poemas sin más arte de la facultad que el de su fantasía, la cual es malísima maestra, en dictamen de San Jerónimo que llama pésimo maestro al que quiere serlo de si mismo, homo sui ipsius pessimus magister, según dice en el prólogo a su libro De viris illustribus, vel de scriptoribus ecclesiasticis.

Y porque este Santo Doctor, portento de erudición divina y humana aun con ser tan perspicaz y profundo ingenio, no aprendió sin maestro facultad alguna, resolvió decretar como Doctor Máximo: que ninguna arte se aprende sin maestro, nulla ars, absque magistro discitur; y da este desengaño doctrinal a un monje a quien instruye en su Epístola 4 (pág. mihi 20). Y, para que más asintiese a esta verdad, le añade luego, por prueba natural, el ejemplar de irracionales, que aun con serlo, siguen a sus caudillos, como a maestros, etiam animalia ductores sequuntur suos; y señala, por corona de sus ejemplares, el de las grullas, Grues unam sequuntur, ordine litterato, ejemplar propio de un San Jerónimo (todo letras) el de las sabias grullas, las cuales siguen a su capitán con orden literado, porque vuelan en figura de la letra griega alfa, como explica esta docta frase jeronimiana el Lexicón eclesiástico dominico, verbo litteratus, o sea en forma del ípsilon griego, según Calepino, verbo Grues. Así pues, deben seguir los ingeniosos poetas al maestro de la poesía, ajustándose a sus reglas, para volar al Parnaso ordine litterato.

Tan en desagrado le caía a San Jerónimo el ver que muchos querían saber las facultades sin maestro, que, en medio de su humildad, no excusó señalarse a sí mismo, varias veces, por ejemplar contra ellos; singularmente en su prólogo primero sobre la Epíst. ad Ephesios: Numquam me ipsum habui magistrum, ut plerique faciunt. Y, aun no sosegado con esta declaración, pasa a otra mayor, y a más ampliar su severo dictamen, en la Epístola 103 ad Paulinum (pág. 5 del tomo 3), donde expresamente nombra todas las artes liberales, y aun muchas mecánicas; y de todas promulga universal sentencia: que, en ellas sin maestro no pueden ser artífices los que desean serlo, absque doctore non possunt esse quod cupiunt! Porque es regalía práctica de todas, que solamente las manejen y enseñen sus artífices, en seguimiento, dice el Santo, de aquel antiguo dicho, tractant fabrilia fabri. Y de deber ser esto así, en todas las facultades humanas, pasa el Santo Doctor a lamentarse de que los indoctos solamente quieran privar a la divina de esta regalía, entrándose, sin guía, en el Sancta Sanctorum de la Escritura Sagrada, sola Scripturarum ars est, quam sibi omnes passim vendieant: hanc universi praesumunt, lacerant, docent, antequam discant.

Y ahora, es muy de notar, al intento del autor, que para censurar el Santo esta licencia, casi poética, de los dichos indoctos, se vale inmediatamente de aquel sabido verso de Horacio,


Scribimus indocti, doctique poemata possim.



Donde vemos que la desgracia de la Sagrada Escritura, en querer los indoctos entenderla sin maestro, la explica San Jerónimo con la de la poética, de que se duele Horacio; y con esto descubrimos que este Santo abiertamente condena, con Horacio, el componer sin arte, que es todo el argumento del autor.

Supone éste, al fin de la página 3, que Italia y Francia no tienen más que desear en el punto de entender la poética, y que, sólo en España, son pocos los que se han aplicado a elucidar los preceptos de ella. Cáusame dolor que padezca nuestra nación tal omisión. Porque si, según Horacio, el perfecto ente poético, digámoslo así, se compone de tres principios, cuales son: ingenio juicioso, erudición copiosa y arte bien seguida, es cosa lamentable que falte el tercer principio donde abundan los dos primeros. Sobre eso, a mí me parece que a ninguna nación debiera, en este punto, ceder la nuestra. Pues, vino a ilustrarla aquel proclamado príncipe de los poetas Homero. Así me lo asegura el historiador general de España Florián de Ocampo en su libro 2, al fin del capítulo 1, página 65, donde verá el curioso, cuándo, cómo y por qué vino a España. Y que quedó tan complacido de ella, que en ella puso los Campos Elisios, que tanto celebra en sus obras; y concluye Florián con renombrarlo el más excelente y artificioso de cuantos poetas tuvo en el mundo: concepto general, que ha merecido Homero en el orbe literario, no sólo con los escritores profanos, si también con los Santos Padres y más gloriosos doctores de la Iglesia, entre quienes Santo Tomás, más de una vez, hace que sirva Homero a Isaías y a San Pablo.

Habiendo, pues, Homero venido desde Grecia a España y sembrado en ella, con las diestras manos de las musas, las semillas finas de su perfecta poesía, parece que, después de los griegos, los ingenios españoles debieran ser siempre los primeros en coger sus fértiles frutos. Ya los cogieron algunos antiguos poetas españoles, como Lucano, y nuestros dos aragoneses, el bilbilitano Marcial y el celebérrimo cesaraugustano Aurelio Prudencio. A éstos gloriosamente se añaden los colocados por San Jerónimo en su Catálogo de escritores eclesiásticos, poniendo en tiempo de Constantino el Magno al presbítero Juvenco, a quien califica de nobilísimo español; Juvencus, presbiter hispanus, nobilissimi generis, hexametris versibus plura scripsit; y lo veneró tanto el Santo Doctor, que, con erudición de este español, se defendió de ciertas calumnias en la Epíst. 84 ad Magnum, página 251, in fine. Menciona después al esclarecido Papa San Dámaso por elegante poeta, elegans in versibus; a Aquilio Severo, tam prosa, quam versibus volumen composuit; y a Matroniano, a quien llama vir valde eruditus, et in metrico opere veteribus comparandus.

A todos éstos supone españoles San Jerónimo y los califica de poetas ilustres en su libro sobredicho De viris illustribus, seu de scriptoribus ecclesiasticis; debiendo notar, de paso, que el Santo no menciona allí a todos los poetas españoles que pudieron haber florecido hasta su tiempo, sino a los sobredichos solamente, por haber escrito poemas sagrados, que eran los que únicamente conducían a su libro de escritores eclesiásticos. He querido expresarlo aquí para estimular a los ingenios españoles con tan ilustres ejemplares, como celebrados por el Doctor Máximo; y también, para declarar que es gran gloria de España el que un San Jerónimo, por una parte, alegara en defensa de su fama a un poeta español; y que, por otra, tuviese, desde Belén, tan circunstanciada noticia de los poetas españoles; pues supo de ellos su nobleza, su erudición, su ingenio y su acierto, asegurando, del último, que era digno de ser comparado a los poetas antiguos: argumento de que éste imitó a Homero y que cogió las flores y frutos de que dejó heredera a España con su venida.

No dudo que lo imitaron otros muchos posteriores a ésos y no pocos modernos, que alaba el autor, entre quienes merecen singular memoria nuestros dos insignes aragoneses, los laureados Leonardos, tan olvidados, según oigo, en este tiempo, como viviendo fueron elogiados por el eruditísimo flamenco Justo Lipsio. Y no debo omitir, con esta ocasión, que, en siglos pasados, estuvo en Aragón tan admitida y aplaudida la poesía, que se entró y vivió en los palacios de nuestros reyes y príncipes. Pues el serenísimo infante D. Pedro, hermano de nuestro rey D. Alonso el cuarto, fue tan amante de las musas, como lo ostentó, en la real coronación de su dicho hermano, celebrándola, con casi innumerables poemas suyos. Porque, a más de los muchos que cantó por sí mismo, durante el majestuoso banquete de aquel festivo día, dispuso que después de él recitase otro sujeto más de setecientos versos, que el dicho Infante había compuesto, como tan versado en la poesía vulgar, que en aquellos tiempos llamaban la ciencia gaya. Refiere todo el suceso, llenamente, aquel gran varón, calificado por Baronio de diligentísimo escritor, Jerónimo de Blancas, en su libro I de Las coronaciones de los reyes de Aragón, desde la página 40 hasta la 43. Para estimular, pues, a que los jóvenes españoles imiten a tantos héroes poetas de su nación, les propone y expone el autor reglas de la poética.

¿Y quién diría que ejecuta con los jóvenes de España lo que ejecutó San Basilio el Magno con sus jóvenes de Grecia? ¿Para instruir a éstos en el uso de la erudición gentílica, totalmente necesaria al buen poeta, se humanó aquel gravísimo Doctor a escribir y aun predicar su erudita Homilía 24 (pág. mihi 212), cuyo titulo es: Ad adolescentes quomodo doctrinis gentilium proficiant? En ella les enseña: ¿cómo se han de leer los poetas?, ¿cuáles se han de estudiar y cuáles se deban evitar?, exornando sus instrucciones con varios poetas griegos, singularmente con Homero. Pues lo que hizo un San Basilio con sus jóvenes griegos, hace aquí el autor con sus españoles; por lo que éstos deberán estarle muy reconocidos, como lo quedaron los griegos a su San Basilio. Y la misma razón pudo haber movido a las ciudades de Grecia a señalar públicos maestros de poesía, para enseñarla a la juventud, según refiere Cassaneo en su Catálogo de la gloria del mundo, parte 10, conf. 45.

Faltaría yo, con culpable olvido, a mi tal cual estudio, sí al oportuno ejemplar de San Basilio, no me ocurriera añadir otro mayor, que me ofrece no menos que nuestro augusto padre y maestro agustino, quien quiso instruir a los poetas latinos, si aquél instruyó a los griegos, para que, aun en esto, nada tenga que envidiar a la Griega la Iglesia Latina.

Sería excesivo empeño individuar aquí todas las instrucciones doctrinales que este Santo Doctor enseña sobre la poética. Bastará insinuar a los que las ignoraren, los muchos lugares donde toca la materia. Pero, ¿dónde la trata? En sus tan doctos cuanto curiosos libros de Música. Porque al compás de las suaves armonías de ésta, se empeñó a declarar las que debe observar el profesor de la poesía. El mismo empeño imita el autor, careando a la poesía con la música en las páginas 342, 343 y 344.

También lo imita en censurar (pág. 342) a los que componen versos sin más regla que la del oído, haciendo más caso de éste que del entendimiento para discernir y resolver lo menos o más armonioso del verso. Esta práctica condena el Santo en sus dichos libros. Pero, donde más la abomina, y con la razón misma que el autor, es de admirar que sea en el libro que después escribió De vera religione, donde, para explicar que muchos aman las cosas temporales sin amar a la Divina Providencia, de quien todas proceden, dice el Santo que son como los malos poetas, que más aman al verso que al arte con que aquél se compone. Porque más se han aplicado al juicio del oído que al del entendimiento: sunt sicut nonnulli perversi, qui magis amant versum, quam artem ipsam, qua confieitur versus, quia plus auribus, quam intelligentiae se dederunt. Con esta libertad magistral habla el Santo en dicho libro De vera religione, puesto en el tomo I de sus obras, cap. 22, fol. mihi 160, col. 4 post. med. Y con dicho testimonio queda altamente calificada la necesidad de tener presente todo poeta al arte de la poética.

De ella disputa el Santo Doctor, difusamente, en dicho tomo I, en que puso seis libros, intitulados De Música y, exceptuados el 1 y 6, les 4 restantes, principalmente, son de poesía; y aun en el 1, que todo es de Música, reprehende, al fin del capítulo quinto, a los músicos teatrales o histriones, que cantan sin el arte de la música. No sabré resolver si el autor pone en estos 4 libros alguna doctrina o instrucción de poética, que el Santo no la enseñe en sus dichos 4 libros, y tal vez más. Y concluye el capitulo 1 del dicho libro sexto, diciendo: His haec scripta sunt, qui litteris saecularibus dediti, magnis implicantur erroribus.

De lo cual, bien inferirá el reflexivo cuán digna es de respeto esta facultad, para no entrarse con facilidad en ella sin cuidar de su arte, supuesto que un San Agustín tanto la persuade con los poetas antiguos, para que los modernos no incurran en errores risibles. Ruego a todos los inclinados a la poética que lean dichos libros, y aún al mismo autor lo ruego, si no los hubiere visto, para que logre el gusto y gozo de ver enseñado, aprobado y persuadido, no menos que por el architeólogo de la Iglesia, todo el intento y designio de este volumen; y no tendrá más que desear teniendo como mecenas a un San Agustín.

No acabo de admirar el leer, que tantos poetas españoles, eruditos y aplaudidos, hayan escrito contra las reglas, o sin las reglas de la poética; y quisiera poder excusarlos, con oportuno ejemplar que me ofrece el eruditísimo jeronimiano Sigüenza, en el docto prólogo a la vida de su padre y mío San Jerónimo, donde, con la licencia de su universal erudición, se resuelve a decir (página mihi 6), que «la historia pocos, hasta hoy, son los que la han acertado», y, concretando su resuelto dictamen a la Historia de Santos, añade de ésta que «aunque son muchos los que la han emprendido, pero que si han salido con el intento, dificultoso es juzgarlo, si no es admitiendo leyes nuevas, de los antiguos nunca conocidas».

Al leer tan rígida censura, supuse, por cierto, que yo encontraría una historia del Santo muy ajustada a las leyes históricas, como compuesta por tan severo autor. Pero, luego, descubrí que éste se excusaba de tal empeño, declarando, en la última cláusula de su Prólogo, que dividiría en discursos varios toda la obra, «para que, con el título de discursos, me tengan -dice- por desobligado a las precisas leyes de historia».

No hay duda que este grave autor las tenía bien comprendidas, pues, sin esa circunstancia, no osaría censurar tan absolutamente a los historiadores que escriben sin ellas. Y, no obstante, declara que en su historia no quiere obligarse ni arreglarse a las leyes historiales, o, porque quiso discurrir con llena libertad, y sin las ataduras de esas leyes en los puntos delicados que disputa sobre los singulares sucesos del Santo; o por algún otro motivo que ignoramos. Diría yo, pues, a la luz de este ejemplar, que nuestros celebrados poetas no ignorarían las rigurosas reglas de la poética. Pero, como los ingenios españoles son tan ardientes, tan ígneos, que ellos singularmente pueden decir, con Ovidio, aquella celebrada sentencia: est Deus in nobis, agitante calescimus illo; por esto, no tendrían libertad para atarse, en todo, a estas reglas, sino en la parte no opuesta a su veloz fuego y a su tan vehemente, cuanto ardiente, inspiración poética. Pero, lo cierto es que el Parnaso Español se habría coronado con todos los laureles de Apolo si todos sus muchos alumnos juiciosos, discretos y eruditos se hubiesen arreglado, en todo, a las reglas poéticas de los antiguos que se proponen en este volumen.

Entre el combate de varias opiniones sobre el fin de la poesía, doctamente resuelve que es: la utilidad y el deleite. Pero, porque éste puede declinar a vicioso, cristianamente previene (página 163) que no debe ser contrario a las reglas de nuestra santa religión, ni nocivo a las buenas costumbres. En cuyo punto es de admirar que Homero llevó siempre tan presente esta doctrina, que toda su poesía es alabanza de la virtud, y a ésta se dirige cuanto enseña en ella, según refiere San Basilio en su Homilía arriba citada: Omnis Homeri poesis, virtutis est laus, et eius omnia ad hunc finem referuntur.

Con esta práctica tan moral, severamente censurados dejó Homero a los poetas cristianos que aplican las plumas a sátiras injuriosas y a metros torpemente mundanos. Pero con ella mucho más reprendidos dejó este gentil a aquellos perversos poetas del norte que para hacer aliados contra la fe católica (ahora 200 años) llenaron sus poemas de sacrílegos deleites, imitando al maldito Mahoma, que compuso su abominable Alcorán en verso rítmico para halagar y engañar al vulgo con su deleite perverso, como nota Geneb. en su Chronolog., lib. 3, pág, mihi 473.

Sobre el delicado, por tan controvertido, punto de comedias, que toca desde la página 499 hasta la 507, discurre y resuelve juicioso, discreto, cristiano y aun teólogo, pues en suma no dijo más Santo Tomás en su Summa Theologica de la secunda secundae quaest. 168, art. 3, ad tertium, donde, hablando del empleo de los histriones, que llamamos comediantes, dijo... Pero, mejor lo dirá el mismo Santo Doctor, y mejor que yo podré decirlo, lo dice ya el autor, pues dice lo mismo que el Santo, sin haberlo visto: Officium histrionum, quod est utile conversationi humana, ordinatur ad solatium hominibus exhibendum, non est secundum se illicitum; dummodo moderate illo utantur, id est, non utendo aliquibus illicitis verbis, vel factis, non adhibendo tale officium negotiis, et temporibus indebitis. Pero para que los dichos histriones, lícitamente, ejecuten su oficio, impone Santo Tomás a los poetas la obligación de componer sus comedias con circunstancias, que, en la representación, induzcan a la virtud y no al vicio. Porque la poesía se inventó, dice el Santo, para evitar los vicios y persuadir las virtudes, y a éstas más se inclinan los sujetos sencillos con las representaciones que con las razones, ad adquirendum virtutes, et vitanda vitia, melius simplices inducuntur representationibus, quam rationibus. Dícelo sobre el cap. 4 de la 1 Epíst, ad Timoth. lect. 2, con la ocasión oportuna que le da el Apóstol, y movido de ella explica allí, en substancia, el Santo Doctor todo lo que de la invención de la poética y de la fábula, todo lo que del deleite y de la representación enseña aquí el autor; debiéndose notar que toda su sobredicha doctrina la funda Santo Tomás en la Poética de Aristóteles, que allí cita: argumento claro de que la vio y aprobó, pues la siguió, como quien fue de la profesión poética, según contestan sus celestiales poemas al Augusto Sacramento; y éste, sobre los alegados, es otro testimonio que sumamente autoriza las reglas aristotélicas, viendo que un Santo Tomás las aprecia tanto que se sirvió de ellas para comentar a un San Pablo.

Al fin de la página 128 dice la modestia del autor que a él basta haber abierto camino en este asunto y que quedará contento si a su ejemplo algún ingenio español lo perfeccionare con mejor método y erudición. Al contemplar este humilde reconocimiento del autor, no sé si me diga de él lo que se dijo de Julio César, que habiendo escrito éste el comentario de sus hazañas, no más, según decía, que para dejar materia a los escritores futuros les quitó la materia de las manos, porque ninguno después las supo decir mejor que él. Si el autor dice en su libro lo mismo que César dijo en sus Comentarios, ya puede ser suceda al autor lo mismo que sucedió al César.

La aprobación, finalmente, que intento dar al autor, me la dejó como arreglada San Jerónimo en la Epíst. 13 a San Paulino, que después fue obispo de Nola. Escribió este Santo un libro en defensa y alabanza de nuestro español el emperador Teodosio; como el autor ha escrito el presente libro en alabanza y defensa de la poética verdadera. Púsolo Paulino bajo la censura de Jerónimo, y la que dio este Santo iré expendiendo y aplicando al autor, diciéndole que he leído gustosamente su libro, hallándolo compuesto con mucha prudencia y adorno elocuente: librum tuum prudenter ornateque compositum, libenter legi.

Todo el volumen me ha complacido, pero, singularmente, la división de sus 4 libros y la subdivisión de tantos y tan peregrinos capítulos; et praecipue mihi, in eo, subdivisio placuit. Y siendo cierto, dice Jerónimo a Paulino, que en las primeras partes de tu libro excedes a otros, en la penúltima te excedes a ti mismo, cumque in primis partibus vincas alios, in penultima te ipsum superas. Y en la suposición de ser muy poco lo escrito de poética en nuestro idioma, diré al autor que excediendo tal vez a otros escritores españoles en los cuatro libros de su volumen, en el penúltimo de la tragedia y comedia, por tan difuso y dificultoso, se vence a sí mismo, in penultima te ipsum superas.

Prosigue San Jerónimo, sed, et ipsum genus eloquii pressum est, el nitidum, atque crebrum est in sententiis. Literalmente cae esta alabanza toda sobre la locución, estilo y copiosa erudición del autor. Su locución es lúcida, es brillante. Su estilo sobreelocuente y claro, es ceñido, natural, nada afectado, muy igual; y puede admirar la propiedad y facilidad con que se explica en puntos no poco delicados. El crebrum in sententiis, lo advertirá cualquiera que lo lea. Porque apenas hallará cláusula que no esté ilustrada o con sentencia o noticia o doctrina o con erudición poética; en que se descubre el sumo estudio, trabajo y vigilante cuidado del autor y los muchos escritores de varias lenguas que ha observado.

Añade Jerónimo a Paulino: praeterea, magna est rerum consequentia, el alterum pendet ex altero. No he advertido inconsecuencia alguna en este libro; porque todas sus consecuencias se originan legítimamente de sus antecedentes. La consecuencia con que procedía Paulino la prueba San Jerónimo así: quidquid enim assumpseris, vel finis est superiorum, vel initium sequentium. Este encadenamiento metódico brilla así en los libros como en los capítulos de este volumen, donde armoniosamente se van reclamando y siguiendo unos asuntos a otros, sin que en él discrepen los fines de los principios, ni éstos de aquéllos.

Como el argumento del libro de San Paulino era defensa y alabanza del emperador Teodosio, dítele ahora San Jerónimo, illustrasti purpuras Theodosii. Y a mi imitación digo al autor que ha ilustrado a la poética declarando sus reglas, que parece estaban dormidas, por tan olvidadas o desatendidas, en España; como dijo el señor cardenal Cayetano de la teología moral, que sobre ser tan necesaria, cuanto provechosa, estaba entonces dormida en Italia: doctrina haec in Italia satis dormit. Dícelo en su prólogo sobre la secunda secundae de Santo Tomás.

Sobreañade San Jerónimo a Paulino: magnum habes ingenium. En vista de este ingenioso libro nadie podrá negar, con razón, el grande ingenio del autor; ni lo que de Paulino prosigue Jerónimo: et infinitam habes sermonis supellectilem. Parece llamar, metafóricamente, el Santo Doctor, infinitas alhajas de sermón a la muchedumbre de locuciones, frases y expresiones con que estaba adornado el libro. Así parece estarlo el presente volumen. Porque, siendo como innumerables las dificultades que mueve y resuelve, está ilustrado con declaraciones y razones correspondientes.

Sólo con registrar el índice de sus muchos capítulos, se percibirá el desempeño de lo que digo. Pues, ¿qué será si el lector atiende a las muchas dudas de casi cada capitulo? Dirá que infinitam habet sermonis supellectilem; y parece que también podrá decir que el autor ha formado este libro, como si trajese en su mano el celebrado anillo del rey Pirro; supuesto que, con ella ha escrito tantas y tan seguras reglas para instruir a los que inclinaren a ser perfectos alumnos de las nueve musas, que aquel rey traía grabadas, con Apolo, en la preciosa piedra de su anillo; y, juntamente, podrá añadir que profert de thesauro suo nova el vetera, viendo encadenadas tanta novedad y antigüedad.

Corona últimamente San Jerónimo su censura hablando con Paulino, como yo con el autor: Facile loqueris el pure, facilitasque ipsa, puritas mixta est prudencae. Repito que San Jerónimo me dejó como pautada la aprobación para este libro; y, por concluir con el mismo santo y con la misma Epístola 26, con quien di principio, daré al autor, por si fuere necesario, el consejo que dio allí a su amigo Pamaquio, esto es: que se contente con los ojos y oídos de los eruditos, no cuidando mucho de los osados rumorcillos que quisieren esparcir o proyectar de su ingenio y libro los imperitos: eruditis contentus auribus, non multum cures quid imperitorum, de ingenio tuo, rumusculi iactitent. Con todo lo dicho parece que dejo bien declarado que en este libro de reglas poéticas no hallo cosa alguna contraria a las de nuestra santa fe y buenas costumbres, y más viendo que su autor previene a los poetas nada escriban contra ellas, como dejamos notado; y en puntos teológicos, tocantes a religión, también les advierte (pág. 595) cómo deban proceder para no errar. Por lo que lo juzgo digno de la licencia que pide el señor vicario general de este arzobispado. Así lo siento, salvo meliori dictamine, en este Real Convento de Predicadores de Zaragoza, a 10 de mayo de 1737.

Fr. MIGUEL NAVARRO

Imprimatur
D. MARTÍNEZ RUBIO, Vic, Gnl.




Censura del M. R. P. Fr. Manuel Gallinero

del Sagrado Orden de Predicadores, rector de teología, doctor de la Universidad de Zaragoza y opositor a las cátedras de la misma Universidad


[1737]


M. P. S.

De orden de V. A. he leído el libro intitulado La poética o reglas de la poesía en general, y de sus principales especies compuesto por don Ignacio de Luzán Claramunt de Suelves y Gurrea. Y aunque, para hacer perfecta crisis de la obra, necesitaba de más luces que las que me han permitido mendigar de los profesores de las buenas letras algunos intervalos de las serias tareas de mi profesión, en que sin exceder los limites de una afición estudiosa, he mirado el comercio de las musas, más como apacible desahogo del ánimo que como ocupación precisa del estudio, sin embargo, admito esta comisión con mucha complacencia, porque en la lección de esta obra hallo tan enlazadas la utilidad para la enseñanza en la variedad de sus documentos y la dulzura para el halago en la florida amenidad del estilo, que, al paso que se enriquece el entendimiento con instrucciones, se deleita la voluntad con suavidades, desempeñando el autor con superior acierto aquel concepto de la Poética de Horacio, verso 343:


Omne tulit punctum qui miscuit utile dulci,
lectorem detectando pariterque monendo.



Todas las artes necesitan de reglas y preceptos para la perfecta construcción de sus artefactos, pero ninguna pide ajustarse tanto a las reglas como la poesía1, porque su perfección deja de ser perfección si no es excelente y suma. Esta circunstancia hace recomendable la obra para los ingenios que solicitan remontarse a la cumbre del Parnaso, pues siguiendo los seguros rumbos que el autor demarca, será fácil elevarse sin riesgo hasta la altura. No sé qué innata propensión conduce a los españoles para ejercitar su ingenio en los primores deste arte, que, aunque en todas facultades se han distinguido con acierto, en ésta se han aventajado con asombro, pero con todo eso más aplicados a practicar los preceptos de la poética que cuidadosos de prescribir sus reglas, ninguno hasta nuestro autor había tratado de este asunto con toda exactitud, por lo que en estos términos puede decirse que elevó la poética en nuestra España a lo sumo de la perfección, atribuyéndose aquel grande elogio con que Escaligero celebró a Virgilio: Poeticam ad summum extulit perfectionis. Sin embargo de que nuestros poetas españoles han desempeñado con la práctica toda la perfección a que conducen las reglas de la teórica, la crítica emulación de las naciones condena sus obras por poco ajustadas al arte, siendo tan rígida su censura, especialmente contra las comedias, que las trata como despreciable objeto de su crítica y su risa, sin perdonar su injusta severidad a un Lope de Vega, a un Solís, ni a un inimitable Calderón. En cuanto al primero, pudiera ser la censura más tolerable, a no ser la risa y el desprecio del todo insufrible, porque este autor, condescendiendo con la ignorancia del vulgo, se vio precisado a escribir en otro método, desviándose alguna vez de los preceptos del arte, por acomodarse al gusto de los poco inteligentes, como el mismo poeta declara en su Arte nuevo de hacer comedias2. Cuya razón tuvo presente el autor de las anotaciones de Nicolás Boileau en su Arte poética para moderar la aspereza con que se trataba a ese grande ingenio en su censura; pero, la crisis que hacen los extranjeros de Calderón y de Solís jamás podrá justificarse en el tribunal de la discreción, pues sus defectos son tan pocos o tan leves, que, sin mucha piedad, pudieran dispensarse, bastando para satisfacción de la extranjera crítica la que previno Horacio en su Poética, vers. 351:


Verum ubi plura nitent in carmine, non ego paucis
Offender maculis, quas aut incuria fudit
aut humana parum cavit natura.



Yo discurro que este excesivo rigor procede de que, habiendo adelantado en sus poemas los primores del arte, que no pudieron alcanzar los antiguos profesores, pues en tiempo de Aristóteles3la poesía cómica no tuvo toda su perfección y hermosura, estos críticos condenan las mismas ventajas como desordenado extravío de las reglas, sin considerar que las mismas reglas pueden mejorarse con la artificiosa adición de los primores. Defectos mayores que se notan en las comedias de Calderón, Solís y otros autores, reprehendieron algunos críticos de París en la comedia intitulada La escuela de las mujeres, que dio al teatro en el año 1662 Monsieur de la Molière, lo que obligó a este autor, uno de los más famosos de Francia, a escribir una crítica en defensa de su poema, y a la objeción de que no observaba las reglas del arte, responde, a mi parecer discretamente: que estos críticos escrupulosos4 embarazan a los ignorantes con sus reglas, aturdiendo a todos cada día, de suerte que parece, a quien les oiga hablar sobre esto, que estas reglas son los mayores misterios del mundo, y, sin embargo, no son otra cosa que unas observaciones cómodas que ha hecho la discreción sobre lo que puede quitar el gusto que resulta de esta suerte de poemas, y la misma discreción que hizo estas observaciones en otro tiempo, las hace cada día más fácilmente, sin el socorro de Aristóteles ni de Horacio. Yo quisiera saber, continúa este grande cómico, si la gran regla de todas las reglas, ¿no es la de dar gusto?, y si una obra de teatro, que ha conseguido su fin, ¿no ha seguido buen camino? ¿Quieren que todo un público se engañe sobre estas cosas, y cada uno no sea juez del gusto que recibe de ellas? Véase, pues, cuán injustamente increpan a nuestros autores de culpados transgresores del arte, cuando, aun faltando las razones que sobran para su defensa, bastaba ésta para moderar la poca decente crisis de su risa. No dudo que, alguna vez, nuestros ingenios españoles hayan padecido algún descuido tratando la materia de otras artes, de que se vale la poesía muchas veces, como en la geografía, equivocando la situación de las provincias y las distancias de los mares y la tierra, pero, ni estos defectos son reprehensibles en sentencia de Aristóteles5, por ser accidentales y extranjeros del propio arte. Y sin esto bastaba el crédito de autores tan famosos, para tratarles con menos severidad y más respeto, pues, ningún versado en los poetas griegos ignora que el príncipe de los épicos6 cometió algunos defectos en su poema, que en otro fueran asunto del desprecio y de la risa, y con todo eso, los fueros de su grande autoridad le redimen de tan vergonzosa vejación. Bien es verdad que alguna vez7, los más doctos y apasionados de los insignes poetas se exceden en los términos de la censura, pero este rigor nace del mismo aprecio que hacen de sus obras, porque habiendo observado que regularmente escriben con admirable acierto, al ver que fuera de su costumbre se deslizan en algún descuido, se ofenden de que, entre tantos primores como admiran, se descubra el lunar de alguna falta, y los mismos que celebraron los rasgos de su ingeniosidad, condenan los más leves descuidos con indignación. Por esta razón, el ingenioso autor de esta obra, templando el rigor de la censura con las suavidades de la alabanza, unas veces recreada su discreción con los aciertos, celebra a nuestros grandes ingenios con aplausos, y otras veces, ofendido de que los descuidos más leves desfiguren la belleza de sus primores, reprehende, celosamente indignado, a aquellos mismos que celebró discreto. Para hacer perfecta crisis en las obras de poesía, se requieren las dos calidades de la bondad y la prudencia, según aquella máxima de Horacio que debieran observar los críticos modernos. Horacio, In Poet., vers. 445:


Vir, bonus, et prudens versus reprehendet inertes,
culpabit duros, etc.



Ambas calidades observa el Autor de esta obra, acreditando su bondad y prudencia en la moderada crisis de su censura, pues, usando su discreción de la vara censoria, no para golpear, sino, precisamente, para medir, señala los descuidos o defectos de nuestros autores para prevenir la acción a algunos maldicientes y desembarazar el camino del Parnaso, para que en adelante se curse sin tropiezo. Por lo cual, y no contravenir a las regalías de Su Majestad, juzgo a esta obra digna de la pública luz. En este Real Convento de Predicadores de Zaragoza a 8 de abril de 1737.

F. MANUEL GALLINERO




ArribaAbajoEl Editor a los lectores

[1789]


En opinión de los inteligentes, la Poética de don Ignacio de Luzán es una de las obras más estimables que se han publicado en España en el presente siglo. No me toca a mí hacer comparación entre ella y las de su especie que tenemos nosotros y tienen otras naciones; pero sé prácticamente que la buscan los que desean ejercitarse en la poesía, o juzgar de ella con principios y reglas sólidas.

La primera edición, que se publicó en Zaragoza en folio el año de 1737, no corresponde al mérito de la obra, sino a lo que entonces se podía hacer en aquella ciudad y a las facultades de su autor. Habiéndome yo propuesto reimprimirla en mejor forma y tamaño manejable, tenía ya tirados tres o cuatro pliegos cuando un caballero erudito me dio noticia de que en poder de don Eugenio de Llaguno paraban varias adiciones y correcciones que el mismo señor Luzán dejó hechas. Escribí al señor Llaguno, que se hallaba en el Escorial, preguntándole si era cierto; y me respondió que efectivamente el señor Luzán, en los últimos años de su vida, a ruego de sus amigos, se dedicó a mejorar su Poética en los ratos que se lo permitían sus ocupaciones y delicada salud. Que cuando murió había adelantado mucho, y su señora viuda entregó a don Agustín Montiano, íntimo amigo del difunto, el ejemplar impreso con lo adicionado y corregido, así en el mismo ejemplar como en papeles sueltos. Que por muerte del señor Montiano lo recogió todo el señor Llaguno, y lo mantuvo en su poder hasta que lo entregó a don Juan Ignacio de Luzán, canónigo de la Santa Iglesia de Segovia, por haberle asegurado éste que él y su hermano mayor pensaban en hacer nueva edición de la Poética, añadiendo otras obras de su padre. Que pues los señores Luzanes aún no habían efectuado su intención, les pediría dicho ejemplar y adiciones, no dudando los franquearían por el honor que debía resultar a la memoria de su padre de que se publicase mejorada una obra que le había dado tanto crédito dentro y fuera de España. Y que si todas las adiciones y correcciones no estuviesen ya dispuestas para la impresión, el mismo señor Llaguno se encargaría de ordenarlas, manifestando con esto la gratitud que conserva al señor Luzán por los excelentes consejos que le debió cuando joven, los cuales le han sido muy útiles.

En efecto: el señor canónigo no sólo devolvió al señor Llaguno el impreso y manuscritos en el mismo estado que se hallaban cuando éste se los entregó, sino que después ofreció formar unas memorias de la vida de su padre para que acompañasen a esta edición.

Uno y otro han cumplido sus ofertas: el primero, colocando en sus lugares las adiciones y enmiendas que no lo estaban, y señaladamente los capítulos que ya dejó extendidos, aunque no perfeccionados, el señor Luzán, rectificándolos donde lo necesitaban en la parte histórica de nuestra versificación y poesía dramática, y añadiendo algunas especies que resultaban de varios apuntamientos; y el segundo, remitiendo las memorias de la vida de su padre.

De este modo se publica la presente edición lo más completa y mejorada que ha sido posible, aunque no con todos los aumentos que se sabe pensaba hacerla su autor, si la muerte se lo hubiera permitido. Y para que en ella nada falte de lo que contenía la primera edición de Zaragoza, se imprimirán al fin del segundo tomo las censuras que entonces se acostumbraba poner al principio de los libros.

[ANTONIO DE SANCHA]






ArribaAbajoLibro primero

Del origen, progresos y esencia de la poesía



ArribaAbajoCapítulo I

Proemio


Suelen todos los escritores entablar, en primer lugar, y encarecer lo importante y noble de su asunto. El mío tiene en su abono tantos encarecimientos de otros autores y tantas pruebas, que no necesita de las que yo aquí pudiera amontonar con prolija indagación. Son muy notorias las prerrogativas de la poesía, cuyos principios y reglas desentrañaremos en esta obra y explicaremos por extenso, ya sea por el fin, que es el mismo que el de la filosofía moral, ya sea por los medios, en lo cual hace gran ventaja a todas las demás artes y ciencias, y aun a la misma filosofía; pues, como dijo Horacio, enseña las mismas máximas que ellas; pero, con un modo mucho mejor y más eficaz: Melius Chrysippo et Crantore dicit. Mas, cuando no hubiera otra razón, bastaría para asegurar su crédito y alabanza aquella general aceptación que ha tenido la poesía en todos tiempos y entre todas las naciones; pues, aun las más bárbaras, no se han negado al dulce embeleso de los versos. En Europa, los antiguos alemanes, según refiere Tácito, celebraban en verso sus militares hazañas. Los moradores de la polar Islandia son, por extremo, dados a la poesía, especialmente satírica, y tienen su mitología aparte, que llaman Edda. En Asia, los ingenios de la China y del Japón son muy diestros, como en otras artes, también en ésta; los persas han tenido excelentes poetas, entre los cuales son célebres el Suzeno, Assedi, Ferdousi y Assaben Razi. Los turcos, aunque de genio grave y severo, tienen también su numen poético. En la Perfecta poesía italiana, del célebre Ludovico Antonio Muratori, se lee una canción muy tierna y afectuosa, traducida de la lengua turca por Bernardino Tomitano. En África, según la moderna historia de Argel, los árabes son muy aficionados a la poesía y muy liberales con los poetas. Los incultos pueblos de la América tenían también sus areitos o cantares con que lisonjeaban el valor de sus caciques y conservaban como una historia de su nación. Y, pasando a las más cultas, entre los hebreos estuvo en uso la poesía, como lo atestiguan muchos autores, y, entre otros, San Jerónimo en la prefación al libro de Job, donde nos asegura que las lamentaciones de Jeremías, los Salmos, y casi todos los cánticos de la Escritura, y una parte del libro de Job, estaban en verso. Los antiguos egipcios, se cree con bastante fundamento que fueron inventores de las fábulas poéticas. Pues, ¿qué diremos de los griegos, entre los cuales floreció, como es notorio, con tantas ventajas la poesía? De los griegos la heredaron los romanos con las otras artes y ciencias. Y después que éstas, en la universal inundación de los godos, hicieron naufragio, una de las primeras a renacer fue la poesía en los brazos de provenzales y sicilianos, que se ejercitaron en ella con mucho aplauso; hasta que, desterrada del todo la barbarie de Europa, y restituidas a su primer lustre las buenas letras, florecieron muchos y muy excelentes poetas en Italia, España, Francia y otras partes, que, si no excedieron en grandeza y naturalidad a los antiguos, por lo menos, en arte, erudición e ingenio les igualaron.

Y como quiera que en la práctica, esto es en la ejecución y en el uso de los preceptos poéticos, nos lleven los antiguos gran ventaja, pues, sólo en el poema épico, hasta ahora no ha habido quien, con razón, se haya podido atrever a contrastarle a Homero la primacía; sin embargo, yo creo que en lo que mira a la teórica, esto es, en la investigación, enseñanza y explicación de los mismos preceptos, no ceden los ingenios de nuestros tiempos a los antiguos. Es verdad que la poética de Aristóteles pudiera fácilmente obscurecer la gloria de muchas obras modernas, si hubiera llegado a nosotros entera y perfecta, como la escribió su autor, y libre de aquellas tinieblas en que, a pesar de tantos comentadores, la vemos envuelta. Pero, en estos últimos siglos, especialmente en Italia y Francia, se han escrito tan cabales tratados de poética, tantas y tan doctas críticas, tan ingeniosas apologías, donde se han descifrado y aclarado los más intrincados puntos de esta arte y las más curiosas y más reñidas cuestiones, que ya parece que estas naciones no pueden desear más luz ni mejores guías para caminar, sin tropiezo ni extravío, la vuelta del Parnaso. Sólo en España, por no sé qué culpable descuido, muy pocos se han aplicado a dilucidar los preceptos poéticos, y tan remisamente que, por cuanto yo sepa, no se puede decir que tengamos un cabal y perfecto tratado de poética. Querer atribuir esta falta a la de ingenio y erudición, sería desvarío; pues, dejando aparte otras muchas razones, ¿quién duda que tantos excelentes poetas españoles, que escribieron con singular acierto en la práctica, no ignoraban la teórica? Por ventura, si Garcilaso o Camõens o Lupercio o Bartolomé Leonardo o Herrera o algún otro de los muchos que han adquirido fama inmortal con sus versos, hubieran dado a la enseñanza y explicación de las reglas una parte de las fatigas que les costaba su ejecución, ¿no tendríamos ahora un número copioso de tratados perfectos con que arreglar nuestras poesías? Atribuyámosla, pues, a un pernicioso descuido, o, quizás, a una muy errada presunción de querer con los solos naturales talentos aventajarse a la más estudiosa aplicación.

Es tan dañosa esta necia presunción que a ella como a una de las principales causas, puede, con razón, atribuirse la corrupción de la poesía del siglo pasado, particularmente en lo que toca al teatro. No digo que, para formar un perfecto poeta, no sea absolutamente necesario el ingenio y natural talento; pero digo con Horacio que eso sólo no basta sin el arte y estudio y que el compuesto tan feliz, como raro de arte e ingenio, de estudio y de naturaleza, es el que sólo puede hacer un poeta digno de tal nombre y del aplauso común.


Natura fieret laudabile carmen an arte,
quaesitum est. Ego nec studium sine divite vena,
Nec rude quid possit, video ingenium: alterius sic
altera poscit opem res, et conjurat amice.



Es cierto que si un Lope de Vega, un Pedro Calderón, un Solís y otros semejantes, hubieran a sus naturales elevados talentos unido el estudio y arte, tendríamos en España tan bien escritas comedias, que serían la envidia y admiración de las demás naciones, cuando, ahora, son, por lo regular, el objeto de sus críticas y de su risa. Mas, con pérdida lastimable, vemos malogradas tantas y tan peregrinas prendas de que los dotó la naturaleza; solamente, porque engañados de ese común error, pretendieron que su ingenio sólo bastaba para acertar en todo, sin reparar que quien camina a ciegas, sin luz ni guía, por erradas sendas, sólo puede esperar caídas y precipicios, debiendo, los que se excuse, más al favor de un acaso, que a la prevención de un discurso. Pues no hay duda, como observa8 el P. Rapin, que quien escribe sin principios ni reglas se expone a todos los yerros y desatinos imaginables, porque, si bien la poesía depende, en gran parte, del genio y numen, sin embargo, si éste no es arreglado, no podrá jamás producir cosa buena.

Supuesto, pues, que en España no faltan ni han faltado ingenios capaces de la mayor perfección, ni aquel furor y numen poético, al cual se debe lo más feliz y sublime de la poesía, sin duda alguna, lo que ha malogrado las esperanzas, justamente concebidas, de tan grandes ingenios, ha sido el descuido del estudio de las buenas letras y de las reglas de la poesía, y de la verdadera elocuencia, la cual, al principio del siglo pasado, se empezó a transformar en otra falsa, pueril y declamatoria. Lo cual dio motivo a las indecorosas expresiones con que el P. Bouhours, en sus Diálogos de Aristo y Eugenio, habla del estilo de nuestra nación. Degeneró también de su primera belleza, con la elocuencia, la poesía española, y se perdió casi del todo la memoria de aquellos insignes poetas anteriores, que pudieran haber servido de norma y dechado a los modernos. Y éstos, con el vano, inútil aparato de agudezas y conceptos afectados, de metáforas extravagantes, de expresiones hinchadas y de términos cultos y nuevos, embelesaron el vulgo; y, aplaudidos de la ignorancia común, se usurparon la gloria debida a los buenos poetas. Fue creciendo este desorden sin que nadie intentase oponérsele. Los ignorantes, no teniendo quien les abriese los ojos, seguían, a ciegas, la vocería de los aplausos populares y alababan lo que no entendían, sin más razón que la del ejemplo ajeno. Los doctos, que siempre son los más pocos, o no osaban oponerse a la corriente o no querían; juzgando inútil cualquier esfuerzo contra la multitud ya preocupada e impresionada. No obstante, un erudito español, que fue don José Antonio González de Salas, publicó en aquel tiempo una Ilustración, o comento de la poética de Aristóteles, donde, con mucha erudición, explicaba las reglas de este gran maestro. Es verdad que, cuando quiso criticar alguno de los errores de su tiempo, habló con más miramiento y circunspección de la que era propia en aquel caso y en aquella tan general corrupción de la poesía. Tratando de la perspicuidad reprehende con bastante ardimiento la obscuridad afectada de los líricos de aquel tiempo; pero luego, como arrepentido, se vuelve con lisonja manifiesta a los cómicos españoles9: «Los cómicos, dice, están más preservados, hasta hoy, de esa pestilente influencia; quiera el hado propicio librarlos de su contagio, cuando tienen ya en aquel grado la comedia, a donde, con no pequeña distancia, de ninguna manera llegó la de los antiguos». Yo no puedo creer que un hombre, que entendía la Poética de Aristóteles y que podía tenerse por uno de los eruditos de aquel siglo, hablase con sinceridad cuando se explicó en tal forma; y se me hace más creíble, que el miedo de incurrir en el odio y menosprecio del público, ya empeñado en favor de las nuevas comedias, le obligó a blandear con la ignorancia e inclinación del vulgo y a contentarse para con los doctos con hacerles ver que no ignoraba las verdaderas reglas de la tragedia y comedia.

Este autor y Francisco de Cascales, de quien tenemos las Tablas poéticas, sé que hayan escrito con algún fundamento de los preceptos poéticos y de la tragedia, siguiendo en todo y comentando la Poética de Aristóteles; de otros españoles no he visto tratado alguno, ni sé que le haya con la perfección que se requiere. El Arte nuevo, que escribió Lope de Vega para apoyar la novedad de sus comedias, es tal, que no le juzgaron digno de la compañía de las demás obras del mismo autor cuando se imprimieron todas juntas. Fuera de que mal puede suplir la falta de semejantes tratados un libro, cuyos fundamentos y principios se oponen directamente a la razón y a las reglas de Aristóteles, que han sido siempre la norma más venerada de todos los buenos poetas.

De la ignorancia y transgresión de los preceptos poéticos han resultado daños gravísimos al público. Porque, en los poemas épicos, compuestos según las reglas del arte, hubieran podido aprender los espíritus elevados la idea de la más heroica virtud y el fructuoso amor de la verdadera gloria; en los líricos, por cuya vana hinchazón y afectación se ha corrompido la verdadera elocuencia, hubiera ésta conservado lo sublime, sin exceso, y lo sencillo y claro, sin bajeza. Las comedias, espejo de la vida humana, en vez de enmendar y mejorar las costumbres de los hombres, las han empeorado, autorizando con sus ejemplos mil máximas contrarias a la moral o a la buena política. El atajar todos estos daños, haciendo frente a los errores del vulgo y aclarando los preceptos de la perfecta poesía, era empeño digno de que en él se esmerasen los talentos y se ocupasen las plumas de los que aman las buenas letras y la gloria de su nación. Estas consideraciones me han movido a acometer los riesgos y las fatigas de una obra a cuyo peso ya sé que no responden mis fuerzas; pero, en las grandes empresas, aunque el éxito, no sea feliz, sirve de galardón la gloria de haberse atrevido. Para mí bastará la de haber abierto camino y quedaré contento si, movido de mi ejemplo, algún ingenio español toma la pluma para enmendar los desaciertos y perfecciona con mejor método y con más erudición y doctrina este mismo asunto.

Mas, sea lo que fuere del éxito de esta obra, es mi intención dar en ella un entero, cabal y perfecto tratado de poética, donde el público, a la luz de evidentes razones, reconozca finalmente el error y deslumbramiento de muchos, que más ha de un siglo hasta ahora, han admirado como poesía divina la que en la censura de los entendidos y desapasionados está muy lejos de serlo. Los que quieran aplicarse al estudio de esta facultad, hallarán juntos con métodos y claridad los preceptos de los mejores maestros; verán distintamente expuestos a buena luz los primores y aciertos de los poetas más ilustres, y, finalmente, como quien despierta de un profundo sueño o como quien se desvenda los ojos, conocerán claramente los errores de aquellos poetas a quienes hacían antes tanto aplauso. Y, de esta manera, vueltos en su acuerdo, harán justicia al mérito de los buenos poetas y más estimación y aprecio de sus obras. Y si, después, querrá alguno ejercitarse en las reglas ya aprendidas, veremos, entonces, rejuvenecer la poesía española, y remontarse a tal grado de perfección que no tenga la nuestra que envidiar a las demás naciones, ni que recelar de sus críticas, que el verdadero mérito convertirá en aplausos.




ArribaAbajoCapítulo II

Del origen y progresos de la poesía


Antes de pasar adelante a lo más esencial de este tratado, me parece que, para cabal inteligencia y para mayor claridad de lo que hemos de decir, será muy del caso ver primero el origen y progresos de la poesía y un bosquejo o perfil de su antigua y moderna planta.

Ni de los primeros poetas, ni del tiempo preciso en que la poesía tuvo su nacimiento, se puede hablar con certidumbre; pero todos convienen10 en que es antiquísima. Homero floreció mil años antes de Cristo, esto es, en tiempo de Salomón; y, antes de Homero, se tiene por cierto que hubo otros poetas en Grecia y otras partes: entre éstos se nombran Orfeo, Museo y Lino; Platón hace mención de Olimpo, y Eliano, de Orebanzio Trazenio, de Dares el frigio y de un cierto Syagro, que fue el primero que escribió de la guerra troyana. Por lo menos, no hay duda que los hebreos usaron la poesía mucho antes, como se echa de ver en los líricos versos de los salmos de David y en aquellos himnos de Moisés: Cantemus Domino; gloriose enim magnificatus est, etc.; Audite, coeli, quae loquar; y en el Cántico de Debora y Barac: Qui sponte obtulistis de Israel animas vestras ad periculum, benedicite Domino; himnos cuya majestad y grandeza y hermosas fantasías poéticas manifiestan bien haber sido dictados por una musa divina.

En cuanto al primer origen de la poesía, también convienen que fuese entre pastores11. Estos, en aquel ocio feliz que les franqueaba su estado, mientras sus rebaños pacían por prados y montes, habrán empezado a cantar versos en estilo natural y sencillo, sirviéndoles de asunto aquellos objetos que son más propios de los pensamientos y de la fantasía de un pastor como, por ejemplo, la grey, el prado, los árboles, la hierba, el arroyo, la hermosura de una pastora y otras cosas semejantes. Y si, por ventura, se hallaban dos pastores recostados a la sombra de un mismo árbol, era natural que, cansado el uno de cantar, le sustituyese el otro; de donde tuvieron las églogas su origen y el introducir en ellas dos pastores a cantar alternativamente. La naturaleza misma, que a veces enseña la armonía sin arte, como dirige a veces nuestros movimientos según la estática y la mecánica, sin la prevención de sus reglas, sirvió de guía a aquellos rústicos poetas en el metro, el cual, tosco al principio y desaliñado, se fue después, con el transcurso del tiempo, puliendo y mejorando hasta reducirse, finalmente, a reglas ciertas y fijas. Esta conjetura hizo Pablo Benio12 del principio de la poesía entre los Arcades, y la misma hizo Horacio de los versos fescenninos, atribuyendo su origen a los labradores antiguos, que acabada su cosecha, ociosos y regocijados, inventaron los primeros esta especie de versos en los sacrificios que hacían a sus rústicas deidades13.


Agricolae prisci, fortes, parvoque beati,
condita post frumenta, ievantes tempore festo
corpus, et ipsuin anirnuni spe finis dura ferentem
cum sociis operum, et pueris, et conjuge fida
tellurem porco, Sylvanum lacte piabant,
floribus, et vino Genium memorem brevis aevi.
Fescennina per hunc inventa licentia morem
versibus alternis opprobria rustica fudit.



De las chozas y aldeas, donde nació la poesía entre cabreros y labradores, pasó a las ciudades a vivir, con mejorada fortuna, entre ciudadanos y filósofos. Los sacerdotes egipcios que en aquel tiempo eran los más afamados sabios, la acogieron con mucho aprecio y, dejando los asuntos humildes y pastoriles, emplearon sus poesías en argumentos más propios de su carácter y condición. Empezaron, pues, a enseñar a los pueblos la religión y la filosofía en versos, como también en pinturas y esculturas; porque, como conociesen que el vulgo era incapaz de comprender las verdades especulativas y los atributos de Dios, eligieron el medio de explicarse por imágenes sensibles, ya con los versos en libros, ya con el cincel en mármoles, ya con el pincel en tablas. Dividieron la unidad de Dios en todos sus atributos y efectos, y explicáronla al pueblo debajo de varias similitudes de hombres, de brutos y aun de cosas inanimadas. De aquí se originaron no menos las fábulas poéticas que la idolatría misma. Porque la gente vulgar, no penetrando las verdades encubiertas y simbolizadas en aquellas fábulas, fue, poco a poco, dando crédito a su falsa exterioridad, y a este crédulo engaño siguióse insensiblemente la adoración.

Los egipcios fundaron muchas colonias en Grecia, introduciendo en sus provincias las costumbres de su patria juntamente con la poesía y las fábulas. Añadióle a esto, como observan14 varios autores, que muchos griegos, como Orfeo, Museo y Homero, llevados de la fama de los sacerdotes egipcios, fueron a Egipto, de donde volvieron a sus patrias con toda la doctrina de aquellos sabios envuelta y escondida en los mismos velos y celajes con que aquéllos la ocultaron; esto es, en las obscuridades enigmáticas de imágenes y de fábulas. Pero los pueblos, no penetrando el interior sentido de aquellas artificiosas, invenciones y engañados de la exterior sensible apariencia, en vez de sacar algún provechoso conocimiento, mamaban, por decirlo así, la leche de la idolatría. Reparando en este grave daño algunos sabios filósofos, en lugar de fábulas, se aplicaron a escribir sentencias y preceptos morales para arreglamento de las costumbres; así hicieron Hesiodo, Teógnides, Focílides, Timocles y otros.

De esta manera nació y creció la poesía, y, según el vario genio de aquellos primeros poetas, dividióse en varias especies. Porque, como dice Aristóteles en su Poética, algunos de genio grave y elevado imitaron en sus versos las acciones sublimes y grandes, de donde tuvieron principio la épica poesía y la tragedia. Otros, de espíritu más limitado, imitaron las acciones de personas particulares, de donde se originó la comedia. Otros, finalmente, inclinados a alabar o a reprehender, celebraron las virtudes de los dioses y de los hombres o censuraron sus vicios. Y de esto tuvieron origen los himnos, los peanes, especie de himno en loor de Apolo, los ditirambos en loor de Baco, las sátiras, los yambos y todo lo demás que se llama poesía lírica.

Mas después que los romanos se enseñorearon de la Grecia, y como dijo Horacio:


Graccia capta feruin victorem coepit, et artes
intulit agresti Latio.



Con las artes y ciencias de los sojuzgados griegos, pasó también a Italia la poesía, donde se mejoró, si creemos a Cicerón15, el cual era de opinión que los romanos o habían superado las invenciones de los griegos o las habían mejorado: Omnia nostros aut invenisse per se sapientius quam graecos, aut inventa ab illis fecisse meliora. Mas como quiera que en las otras artes y ciencias se pudiera de algún modo conceder esta ventaja a los romanos, aunque lo dificulto mucho, en la poesía, y mayormente en tiempo de Cicerón, que no alcanzó el poema de Virgilio, por quien se dijo: Nescio quid maius nascitur Iliade, no veo razones bastantes para dar por buena esa ventaja de que Cicerón blasona, pues sería desvarío querer contraponer la rudeza de Ennio, de Pacuvio y de Lucilio a la grandeza de Homero, a la dulzura de Anacreonte, a la elevación de Píndaro, a la naturalidad de Teócrito, al artificio de Eurípides y Sófocles, y a las gracias de Aristófanes. Y más cuando nadie duda que los poetas latinos labraron sus versos con el modelo y ejemplar de los griegos. Dejando aparte sus comedias, que eran casi todas traducidas del griego, es cierto que aun el mismo Virgilio siguió en su Eneida las huellas de Homero, en las Geórgicas de Hesiodo o de Empédocles, y en las Églogas de Teócrito, y que Horacio estrenó la imitación de los líricos griegos.




ArribaAbajoCapítulo III

Del origen de la poesía vulgar


Como al desplomarse los grandes edificios suelen llevarse consigo a tierra todo lo que en ellos se afirmaba, así, envueltas en las ruinas del Imperio Romano, cayeron las artes y ciencias, que en su grandeza y fortuna se sostenían y levantaban; mayormente después que invadieron la mayor parte de Europa los godos y otros pueblos septentrionales, gente marcial y feroz y poco aficionada a las tranquilas tareas de Minerva. Viose entonces reinar en todas partes la ignorancia, yaciendo en lastimoso profundo olvido todas las ciencias, y con ellas también la poesía. Hasta que en Italia, en las cortes de Federico Suevo, rey de Sicilia, y Roberto de Anjou de Nápoles, príncipes muy amantes de las letras y mecenas gloriosos de los sabios y eruditos de aquel siglo, los provenzales y los sicilianos, éstos con sus canciones, aquéllos con sus trovas, dieron nueva vida y ser a la ya muerta y olvidada poesía. Es cuestión muy reñida entre los eruditos italianos la de a quién se debió primero la gloria de la restauración de la poesía, si a los provenzales o a los sicilianos; pero, así cuanto a esto, como cuanto a los progresos de la poesía vulgar en Italia, pues no son de mi asunto, me remito a los libros que de esto hay escritos, y, particularmente, a la Historia de la vulgar poesía, que escribió el señor Juan Mario Crescimbeni.

En España tardó más tiempo a renacer y crecer la poesía; siendo error notable el de algunos autores españoles, entre los cuales me ha admirado mucho hallar al sabio y docto Saavedra en su República literaria, que creyeron y asentaron por cierto que Ausias March, poeta valenciano, que escribió en lengua limosina, floreció antes de Petrarca, y que este célebre italiano se aprovechó de muchos conceptos de Ausias; pues consta evidentemente que Ausias March fue mucho después de Petrarca y, consiguientemente, no pudo prestarle sus conceptos, sino, antes bien, los tomó de él, como lo demuestran con evidencia Tassoni y Muratori en los comentarios que escribieron sobre las rimas del mismo Petrarca. Más posteriormente fueron aún Juan de Mena, Jorge Manrique, Cartagena, Rodrigo Gota y otros, cuyas coplas y versos se pueden considerar como la infancia y niñez de las musas españolas.

Juan Boscán, según la opinión de muchos y lo que él mismo dice, fue el primero que introdujo en España, al principio del siglo XVI, los endecasílabos, como se usaban en Italia en sonetos y canciones. Este docto catalán se encontró en Granada con Navagero, que creo haber sido Andrés, célebre varón y de los más eruditos de Italia en aquel siglo; y como la plática de estos, dos sabios varones cayese, como era natural, sobre las buenas letras y sobre la poesía, de quien ambos eran amantes y entendidos, Navagero rogó a Boscán que probase en lengua castellana los sonetos y otras especies de poesía usadas en Italia. De este impulso movido Boscán compuso sus rimas e introdujo el primero en España el gusto de los sonetos y canciones y demás poesías de Italia, imitando en sus obras la llaneza de estilo y las sentencias de Ausias March y de Petrarca, cuyas joyas, como dice Herrera, se atrevió traer en su no bien compuesto vestido16, y aunque se descuidó algo en el ornato de la locución y en la armonía del verso, merece disculpa, así por haber sido el primero en este género de versos, como por ser extranjero de la lengua en que escribió, y no tener en aquella sazón, ni en la habla común de España, ni en la poesía, a quién escoger y seguir por guía segura. Pero no es tan cierta la opinión de haber sido Boscán el primero que introdujo en nuestra lengua los sonetos y canciones, que no haya lugar de dudarlo, y de creer más antigua esta introducción.

Porque, según el citado Herrera, el Marqués de Santillana, gran capitán español y fortísimo caballero, tentó primero con singular osadía y se arrojó venturosamente en aquel mar no conocido y volvió a su nación con los despojos de las riquezas peregrinas. Testimonio de esto son algunos sonetos suyos, dignos de veneración por la grandeza del que los hizo y por la luz que tuvieron en la sombra y confusión de aquel tiempo, uno de los cuales es éste, que he querido copiar aquí de Herrera, para que se vea el gusto y la inclinación que tuvieron, ya desde sus principios, las musas españolas.


    Lejos de vos e cerca de cuidado,
pobre de gozo e rico de tristeza,
fallido de reposo e abastado
de mortal pena, congoja e graveza,
    desnudo de esperanza e abrigado
de inmensa culta e visto de aspereza,
la mi vida me huye mal mi grado,
la muerte me persigue sin pereza.
    Ni son bastantes a satisfacer
la sed ardiente de mi gran deseo
Tajo al presente, ni me socorrer
    la enferma Guadiana, ni lo creo;
sólo Guadalquivir tiene poder
de me sanar, e solo aquel deseo.



Después del Marqués de Santillana, fueron los primeros Juan Boscán, como ya hemos dicho, y Diego de Mendoza y, casi al mismo tiempo, Gutierre de Cetina y Garcilaso de la Vega, que se remontó más que todos y mereció ser llamado el príncipe de la lírica española; así, su arrebatada muerte no hubiera cortado a lo mejor las justas esperanzas que, de tan elevado y feliz ingenio, se habían concebido; hoy día tendría España su poeta, y él solo compensaría abundantemente las faltas de otros muchos. Tras éstos, que se deben considerar y venerar como padres de las musas españolas, florecieron en España, por todo el siglo XVI, muchos y muy excelentes poetas; hasta tanto que, por no sé qué fatal desgracia, empezó la poesía española a perder su natural belleza, y su sano vigor y su grandeza degeneraron poco a poco en una hinchazón enfermiza y en un artificio afectado. Creería faltar a lo que debo a la verdad si callara que Lope de Vega Carpio y Luis de Góngora fueron los primeros que introdujeron esa no acertada mutación: Góngora, dotado de ingenio y de fantasía muy viva, pero desreglada, y ambicioso de gloria, pretendió conseguirla con la novedad del estilo, que en todas sus obras, excepto los romances y alguna otra composición, que no sé cómo se preservaron de la afectación de las otras, es sumamente hinchado, hueco y lleno de metáforas extravagantes, de equívocos, de antítesis y de una locución a mi parecer del todo nueva y extraña para nuestro idioma; Lope de Vega, a quien nadie puede con razón negar las alabanzas debidas a las raras prendas de que le adornó naturaleza, a su feliz y vasto ingenio, a su natural facilidad y a otras muchas circunstancias que se admiran en sus poesías y se admirarían aún mucho más si hubiera querido arreglarlas a los preceptos del arte, inventó no sé qué nuevo sistema, o arte de comedias, contra las reglas de los mejores maestros, y el vulgo, llevado de una y otra novedad, que es su mayor añagaza, acostumbró sus oídos, su discurso y sus aplausos a lo irregular y a lo extravagante. Añadióse a esto el haber Lorenzo Gracián acreditado para con los españoles tan depravado estilo en su Agudeza y arte de ingenio, como para con los italianos Emanuel Thesauro en su Canocchiale aristotelico. Desde entonces empezó a faltar en España el buen gusto en la poesía y en la elocuencia, y, excepto algunos muy pocos, como Luis de Ulloa y algún otro, que supieron preservar su estilo de la común infección, todos los demás dieron en seguir a ciegas el estilo de estos dos autores, que habían logrado tantos aplausos con sus nuevas invenciones, hasta merecer el uno, a pesar de las Musas, el título de príncipe de la poesía lírica, y el otro, de restaurador y padre de las comedias. Se abandonaron casi del todo las canciones y demás composiciones líricas, conservándose apenas los sonetos, que se forjaban, por lo regular, con el modelo de los de Góngora; todo lo demás se reducía a coplas y décimas y otras especies de versos cortos, en los cuales es cierto que nuestros poetas han manifestado singular ingenio y agudeza extremada, pero la grandeza y majestad de la buena poesía, y su mejor artificio no puede caber en tan pequeños límites, y sólo puede enteramente lucir en los grandes poemas, en los dramas y en las poesías líricas de mayor extensión que una redondilla o unas décimas. Los italianos y franceses padecieron también la misma desventura de ver corrompida su elocuencia y poesía, y depravado, no menos que nosotros, su estilo; particularmente en Italia con las poesías del caballero Marino y de sus secuaces, pero, finalmente, sacudieron animosos el yugo de la ignorancia y restituyeron a la poesía su primer lustre y belleza.




ArribaAbajoCapítulo III

Del origen y progresos de la poesía vulgar


[1789]


Pueden considerarse en la poesía española tres épocas y clases distintas. La primera, que probablemente empezó con la misma lengua castellana, supuesto que en todas, por más bárbaras y rudas que sean, se canta, y que los cantares llevan consigo aluna especie de verso, es la que hallamos usada hasta el tiempo del rey don Enrique III, cuyos versos algunas veces constaban de diez y seis sílabas, pero lo más común de catorce, que rimaban de cuatro en cuatro, como los de Berceo en la Vida de Santo Domingo de Silos; o de ocho sílabas, como las Cántigas del rey don Alonso el Sabio. La segunda, desde Enrique III hasta principios de Carlos V, en que reteniendo los versos de ocho sílabas y su quebrado de cuatro para las trovas, o coplas de arte menor, canciones, villancicos, romances, glosas, motes y serránicas, algunas de las cuales se hacían también en versos de seis sílabas, se abandonaron los de diez y seis y catorce, y se introdujeron los de arte mayor, o de doce sílabas, y su quebrado de seis, con rimas mucho mas artificiosamente dispuestas, formando coplas de ocho, nueve, diez, y doce versos, como se puede ver en Juan de Mena, y en otros poetas del tiempo de don Juan el II y posteriores. Y la tercera, desde principios de Carlos V, en que conservándose todas las especies de versos menores, aunque con poquísimo uso de los de pie quebrado, se introdujeron los endecasílabos, o versos de once y siete sílabas, con los cuales se componen sonetos, octavas, sextinas, cuartetos, tercetos y gran variedad de canciones, en cuyas estancias los versos largos y cortos y las rimas se hallan entretejidas de muchas maneras. A las dos primeras clases llamaremos poesía antigua; y a la otra, en que se usan las versificaciones de once y siete sílabas, sola cada una de ellas, o mezcladas las dos, poesía moderna. Esta segunda clase nos vino de Italia en tiempo de Carlos V; pues aunque Argote de Molina intentó probar que ya se practicaba en España mucho antes, uno o dos versos que se hallan acaso en el Conde Lucanor, y algún soneto que se citará después, no bastan para contrarrestar la opinión común; siendo así que en el siglo XVI se llamaban versos italianos los endecasílabos, en que se ejercitaban con mucho aplauso los poetas españoles más eruditos y de mejor gusto sin que deje lugar a la duda Cristóbal de Castillejo, testigo de vista de la novedad, uno de los muchos que no sintieron bien de ella, y que tan cortesanamente la impugnó en unas coplas del libro segundo de sus obras, escritas con mucha gracia y delicadeza, en las cuales insertó este soneto que decide la cuestión:


    Musas italianas y latinas,
gente en esta parte tan extraña,
decí, ¿cómo vinistes a la España
tan nuevas y hermosas clavellinas?
    ¿O quién os ha traído a ser vecinas
del Tajo y de sus montes y campaña?
¿O quién es quien os guía y acompaña
de tierras tan extrañas peregrinas?
    Don Diego de Mendoza y Garcilaso
nos trujeron, Boscán y Luis de Haro,
por orden y favor del dios Apolo.
    Los dos llevó la muerte paso a paso,
el otro Solimán; y por amparo
sólo queda don Diego, y basta solo.



Empezó, según se puede conjeturar, la poesía antigua a imitación de los ritmos latinos, que la barbarie de aquellos tiempos substituyó a los versos usados por los buenos poetas, cuya estructura se ignoraba comúnmente, habiendo faltado el conocimiento de los pies y de la cantidad de las sílabas breves y largas y su perfecta pronunciación; pero también pudo contribuir la poesía de los árabes españoles, entre los cuales florecían, o a lo menos se conservaban algunas ciencias y artes. Yo me inclino a creer que de una y otra imitación nació la poesía vulgar, que al principio fue muy inculta y desaliñada, y después se fue puliendo y mejorando poco a poco, especialmente en tiempo de don Juan el II; bien que los asuntos amatorios en que se ejercitó la mayor parte de los muchos poetas que entonces hubo, siendo al parecer calidad precisa de un cortesano hacer versos, porque el rey los hacía, se vistieron de conceptos e ideas metafísicas y sutilezas ingeniosas; pero sin arte alguno, sin crítica y sin verdadera elegancia. Se echa de ver este tal cual adelantamiento cotejando las Cántigas del rey don Alonso el Sabio, las obras de Berceo y otras de aquella primera época que permanecen manuscritas, con las de Juan de Mena, el marqués de Santillana, el de Astorga, don Jorge Manrique, don Alonso de Cartagena, Garci Sánchez de Badajoz, Rodrigo Cota y otros poetas de tiempo de don Juan el II, don Enrique IV y Reyes Católicos, cuyas poesías se recopilaron en un Cancionero en folio que se imprimió en Sevilla año de 1535 y es el cuerpo de nuestros poetas del segundo período hasta principios de Carlos V.

Sin embargo de haberse introducido entonces la versificación y poesía italiana, tomando el lugar que antes tenían los versos de arte mayor, no se abandonó la antigua en cuanto a los versos menores, que llamaban de arte real, y continuó mejorada a imitación de la nueva. Bartolomé de Torres Naharro, natural del lugar de la Torre cerca de Badajoz, mantuvo con tesón el antiguo metro, sin embargo de haber residido muy de espacio en Roma, donde en tiempo de León X compuso e hizo representar las comedias de su Propaladia, como también en Nápoles protegido de la célebre doña Victoria Colonna, marquesa de Pescara. Floreció después con mucha gracia y naturalidad, y con delicadeza y gusto anacreóntico, Cristóbal de Castillejo, secretario del emperador Ferdinando, que a mi ver se puede con razón llamar el príncipe de los poetas de esta clase; bien que no deja de merecer estimación su contemporáneo Gregorio Silvestre. También es apreciable por la naturalidad y gracia Pedro Hurtado, cuyas poesías dio a luz en Valencia Juan de Timoneda año 1569; y un librero valenciano, llamado Ausias Izquierdo, había publicado en 1565 un pequeño cancionero de algunas poesías suyas y de otros autores, que son estimables por la misma razón, correspondiendo muy bien su estilo natural y afectuoso con los asuntos pastoriles y amatorios que trata. Los poetas de tiempo de Felipe II, como don Diego de Mendoza y otros, no se desdeñaron de usar la antigua versificación corta; pero ya se encuentran rara vez en ellos coplas de pie quebrado. Anastasio Pantaleón, en tiempo de Felipe III, fue célebre en esta clase, aunque participó del estilo que llamaron culto, que se empezó a usar por entonces. Siguiéronse otros muchos por todo el siglo XVII, señalándose en lo jocoso Jerónimo Cáncer, Jacinto Polo, el maestro León Marchante y otros. Todos los que escribieron comedias usaron por lo común el verso castellano de ocho sílabas; en lo cual hicieron muy bien, pues yo no conozco en Europa verso tan apropiado para ellas, especialmente el de asonantes. Aun los que abrazaron la nueva versificación y poesía italiana sobresaliendo en ella, no dejaron de ejercitarse en la antigua con aplauso. Vicente Espinel, que en sonetos y canciones fue uno de los mejores poetas, compuso con primor en este género, y enlazando dos quintillas formó la nueva especie de décimas, que de su inventor se llamaron espinelas; y Lope de Vega, los Argensolas, Quevedo, Góngora, don Luis de Ulloa, el príncipe de Esquilache y Solís hicieron romances, décimas, redondillas, letrillas y otras composiciones excelentes. Al fin de aquel siglo y principios de éste, apenas se usaba ya otra versificación; pero continuando la decadencia del buen gusto y buen estilo, y habiéndose hecho de moda los asuntos pueriles, las glosas, los equívocos, los retruécanos, las metáforas y traslaciones violentísimas, los adjetivos sobre adjetivos, las hipérboles y las frases campanudas, todo vino a parar en una ridícula jerigonza. Sin embargo, a principios de este siglo el P. M. Pérez, de los agonizantes, escribía con elegancia y gusto, y es lástima que sus versos no se hayan dado a la estampa. Don Eugenio Gerardo Lobo ha logrado aplauso entre muchos; y después hemos visto impresas las Vidas de San Benito de Palermo y San Dámaso en seguidillas por don José Benegasi y Luján; como el siglo pasado se vieron la Vida de San Isidro por Lope de Vega, La Conquista de Sevilla por el conde de la Roca, la Vida de Santa Clara por sor Margarita Sallent, y la de la Virgen por don Antonio de Mendoza en cuartetos y romances, y la Pasión del Hombre-Dios en décimas por el maestro Dávila; argumento que con metro más propio, como lo son los tercetos endecasílabos, y por consiguiente con mas dignidad trató don Juan Coloma. A la verdad, aunque estos poemas en versos cortos deban mucho al ingenio y agudeza de sus autores, nunca pueden competir con la propiedad y grandeza de los endecasílabos, por eso más propios para tales asuntos. Quizá conociéndolo así algunos poetas de fines del siglo pasado y queriendo dar a sus versos mayor rimbombancia, facilitaron el uso de los endecasílabos inventando los romances que llaman heroicos, que fue mezclar a la versificación italiana la asonancia de la española; con lo cual hicieron un beneficio a nuestra poesía, pues no hay duda que de los romances heroicos se puede hacer bello uso en composiciones que no sean muy largas.

La tercera clase de nuestra versificación y poesía es la que, como ya dije, llamamos moderna, que nuestros poetas imitaron de los italianos a principios del reinado de Carlos V. Desde que el Imperio Romano empezó a desplomarse, fueron cayendo también envueltas en sus ruinas las ciencias y las artes, que en su grandeza y fortuna se afirmaban; pero se conoció más esta decadencia después que inundaron a Italia, Francia y España las naciones septentrionales, gente marcial, feroz y ajena de toda literatura. Viose entonces reinar en todas partes la ignorancia, y quedaron sepultadas en su profundo olvido las ciencias y las artes, y entre ellas también la poesía; hasta que Federico Suevo, rey de Sicilia, y Roberto de Anjou, conde de Provenza, rey de Nápoles, dieron en favorecer las letras y los ingenios de su tiempo. Entonces los provenzales y los sicilianos, éstos con sus canciones y aquéllos con sus trovas, empezaron a dar nueva vida y ser a la ya muerta y olvidada poesía. Se disputa mucho entre los italianos a quién se debió primero la gloria de la restauración de la poesía, si a los provenzales o a los sicilianos; pero así cuanto a esto, como cuanto a los progresos de la poesía vulgar en Italia, pues no son de mi asunto, me remito a los libros que tratan de ello, y particularmente a la Historia de la vulgar poesía del Crescimbeni y al P. Quadrio, que algunos años después de la primera edición de esta Poética dio a luz en seis tomos la Historia general de toda la poesía.

Aunque España fue uno de los países donde primero renació, tardó más tiempo que en Italia en crecer y formarse; pues en lo general yo no doy el nombre de verdaderas poesías a las versificaciones rítmicas del primero y aun del segundo período, obras casi todas de la sola naturaleza, sin arte, sin ornato y sin acercarse a las principales especies de la poesía épica, dramática, lírica, que probablemente no conocían los poetas de aquellos tiempos, ni aun por sus nombres. Y es error notable el de algunos autores nuestros, entre los cuales me he admirado mucho hallar al sabio y docto Saavedra en su República literaria, que creyeron y asentaron por seguro que Ausias March, poeta valenciano que escribió en lengua lemosina, floreció antes del Petrarca, y que este célebre italiano se aprovechó de muchos conceptos suyos; pues consta con evidencia que Ausias fue mucho después del Petrarca, y por consiguiente no pudo prestarle sus conceptos. Antes bien los tomó de él, como lo demuestran el Tassoni y el Muratori en los comentarios que escribieron sobre las Rimas del mismo Petrarca. Otros, y principalmente Ximeno en la Biblioteca Valentina, dicen que no fue Ausias de quien tomó conceptos el Petrarca, sino de otro poeta muy anterior, también valenciano, llamado mosén Jordi, cuyas obras no he visto.

Ya dije, con la autoridad de Castillejo, que los primeros que introdujeron los endecasílabos y demás metros italianos en España, fueron Boscán, Garcilaso, don Luis de Haro y don Diego de Mendoza, a los cuales siguieron e imitaron otros, como después se dirá. Entre estos cuatro, parece que Boscán fue el primero que con más extensión practicó la nueva poética, movido de una conversación que tuvo en Granada con Andrés Navagero, embajador de la República de Venecia a Carlos V, varón muy erudito en aquel tiempo y de quien se refiere que juntando todos los libros de Marcial que podía, hacía de ellos cada año un sacrificio a las musas quemándolos en su obsequio, dando así a entender cuánto aborrecía los equívocos y agudezas semejantes a las de aquel poeta latino, y cuánto más preponderaba en su concepto la pureza y natural elegancia de otros poetas. Boscán imitó en sus obras la llaneza de estilo y las sentencias de Ausias March y del Petrarca, cuyas joyas, como dice Herrera, se atrevió a traer en su no bien compuesto vestido; y aunque se descuidó algo en el ornato de la locución y en la armonía del verso, merece disculpa, así por haber sido el primero en este género de versos, como por ser extranjero de la lengua en que escribió y no tener en aquella sazón en la habla común de España, ni en la poesía, a quien escoger, y seguir por guía segura.

Es verdad que, según el mismo Herrera, ya el marqués de Santillana había escrito algunos sonetos, uno de los cuales traeré aquí para muestra del estilo y genio de su autor, que ya empezó a gustar demasiado de las antítesis.


   Lejos de vos e cerca de cuidado,
pobre de gozo e rico de tristeza,
fallido de reposo e abastado
de mortal pena, congoja e graveza.
    Desnudo de esperanza e abrigado
de inmensa cuita e visto de aspereza,
la mi vida me huye mal mi grado,
la muerte me persigue sin pereza.
    Ni son bastantes a satisfacer
la sed ardiente de mi gran deseo
Tajo al presente, ni a me socorrer
    la enferma Guadiana, ni lo creo;
sólo Guadalquivir tiene poder
de me sanar, e sólo aquel deseo.



Entre los cuatro mencionados sobresalió Garcilaso de la Vega, y mereció ser llamado el príncipe de la lírica española. ¡Así su arrebatada muerte no hubiera cortado a lo mejor las justas esperanzas que de tan elevado y feliz ingenio se habían concebido! Hoy tendría España su poeta, y él solo compensaría abundantemente las faltas de otros muchos. Formó este gran poeta su estilo con la lectura, el estudio y la imitación de los mejores poetas latinos e italianos, y especialmente del Petrarca en los sonetos y canciones, y del Sannazaro en las églogas; y por esta circunstancia dijo tal vez el docto Francisco Pacheco, canónigo de Sevilla, en aquella elegantísima oda latina Natalis almo lumine candidus, digna del siglo de Augusto, que anda impresa en la edición de Garcilaso con las notas de Herrera, que este poeta fue quien enseñó a los españoles a componer con arte en los metros italianos.


    Iam cresce nostri delitiae chori,
o dulcis infans, dulce decus tuae
Hispaniae, quam mox Etruscos
arte sequi numeros docebis.



Después de Boscán y Garcilaso florecieron en España excelentes poetas: Gutierre Cetina, Fernando de Herrera, Jerónimo Lomas de Cantoral, el maestro fray Luis de León, Luis Barahona de Soto, Juan de Malara, Felipe Mey, Vicente Espinel, don Alonso de Ercilla, Francisco de Figueroa, Pedro de Padilla, Lope de Vega, Miguel de Cervantes, Lupercio y Bartolomé Leonardo de Argensola, don Juan de Jáuregui, don Esteban Manuel de Villegas, don Francisco de Quevedo, Cristóbal Suárez de Figueroa, don Luis de Góngora, don Pedro Soto de Rojas, don Luis de Ulloa y otros muchos que sería largo nombrar, entre los cuales se numeran señores de distinguida nobleza, que a los timbres de sus casas ilustres no se desdeñaron de añadir los poéticos laureles, como el príncipe de Esquilache, el Almirante, el conde de la Roca, el conde de Villamediana, el conde de Rebolledo, y en Aragón el marqués de Sanfelices y don Baltasar López de Gurrea, conde del Villar, debiéndose perdonar a mi natural amor y respeto la memoria que aquí hago de este bisabuelo mío.

Conservóse el estilo de nuestros poetas por lo común muy puro y con hermosura y elegancia natural, hasta el reinado de Felipe III, en cuyo tiempo no sé por qué fatal desgracia empezó la poesía española a perder y decaer; y aquel sano vigor, y aquella grandeza suya, degeneró en una hinchazón enfermiza y un artificio afectado. Se pudiera sospechar que esta peste volvió a renacer con la lectura de los poetas de tiempo de don Juan el II, que adolecían infinitamente de ella; pero tengo por seguro que no fue así, sabiéndose que ya entonces ni se leían ni se estimaban; y yo creo que la infección nos vino de Italia, así como un siglo antes nos había venido la cultura, y que nos la trajo y comunicó el conde Virgilio Malvezzi en su afectadísima e insufrible prosa castellana, que desde luego tuvo aplauso e imitadores, siendo los primeros los poetas.

Faltaría en esta ocasión a la verdad que profeso y con que debo hablar al público cuando se trata de su enseñanza y desengaño, si callase que don Luis de Góngora, sea dicho sin ofensa de sus apasionados, fue uno de los que más contribuyeron a la propagación y crédito del mal estilo. Este poeta, que fue dotado de grande ingenio, de fantasía muy viva y de numen poético, pretendió señalarse por este camino raro y extraordinario, usando sin medida un estilo sumamente pomposo y hueco, lleno de metáforas extravagantes, de equívocos, de antítesis, de retruécanos y de unas transposiciones del todo nuevas y extrañas en nuestro idioma; aunque en las letrillas, romances, y poesías satíricas y burlescas en versos cortos, apartándose de aquella sublimidad afectada y acercándose más a la naturalidad, escribió mejor con particular gracia y viveza. El vulgo, que de ordinario cree excelente y sublime todo lo que no entiende, se acostumbró a la novedad y aplaudió sin discernimiento lo irregular y extravagante de aquel estilo, y se dio a imitarle.

No faltaron sabios españoles que se opusieron a esta novedad, impugnando el estilo que llamaban culto, procurando hacerle ridículo y despreciable. Entre éstos fueron los más señalados don Francisco de Quevedo, Miguel de Cervantes y aun el mismo Lope de Vega y otros que distinguían lo bueno y preferían la naturalidad a la afectación; pero venció el número, el mal gusto y la ignorancia vulgar, que se hallaba bien con este fácil modo de dar apariencias de sublime a un estilo sin substancia, sin gusto y sin crítica. Añadióse a esto el haber Lorenzo Gracián acreditado para con los españoles tan depravado estilo en su Agudeza y arte de ingenio, como para con los italianos Emanuel Tesauro en su Canocchiale aristotelico. Desde entonces empezó a faltar en España el buen gusto en la poesía y en la elocuencia, y exceptuando algunos que supieron preservarse de la común infección, todos los demás dieron en seguir a ciegas el estilo afectado y cargado de metáforas, de hipérboles y de conceptos falsos, con tanto exceso, que muchos por imitar a don Luis de Góngora consiguieron aventajarse en los defectos, sin llegar jamás a igualar sus aciertos. Se abandonaron casi del todo las canciones, y demás composiciones líricas, conservándose apenas los sonetos, que se forjaban regularmente por el modelo de los de Góngora. Todo lo demás se reducía a romances y décimas y otras composiciones en versos cortos, en los cuales es cierto que nuestros poetas han manifestado singular ingenio y agudeza extremada; pero la grandeza de la buena poesía no cabe en tan pequeños límites, y sólo puede enteramente lucir en los grandes poemas, en los dramas y en las poesías líricas de mayor extensión que unas redondillas, o unas décimas. Los italianos padecieron también la misma desventura de ver corrompida su elocuencia y poesía y depravado no menos que nosotros su estilo con las poesías del caballero Marino17 y de sus secuaces; pero finalmente sacudieron animosos el yugo de la ignorancia y restituyeron a su poesía su primer lustre y belleza.




ArribaAbajoCapítulo IV

De la poética de nuestra poesía vulgar y reflexiones sobre las reglas y autores que han tratado de ellas


[1789]


Una es la poética y uno el arte de componer bien en verso, común y general para todas las naciones y para todos los tiempos; así como es una la oratoria en todas partes; y por los mismos principios y medios por donde fueron tan elocuentes Demóstenes, Esquines y otros entre los griegos, lo fueron también Cicerón, Antonio, Hortensio y otros entre los romanos, y lo han sido entre nosotros un maestro Oliva, un fray Luis de Granada, un fray Luis de León, un Mariana, un Solís; y entre los franceses un Fléchier, un Bourdaloue, un Massillon y otros. De aquí es que sería empeño irregular y extravagante querer buscar en cada nación una oratoria y una poética distinta. Bien es verdad que en ciertas circunstancias accidentales puede hallarse, y se halla con efecto, alguna diferencia. El clima, las costumbres, los estudios, los genios influyen de ordinario hasta en los escritos y diversifican las obras y el estilo de una nación de los de otra. Los asiáticos se explicaban con mucha redundancia de voces, de frases y de imágenes; los lacedemonios, al contrario, gustaban de la brevedad y concisión. Aun entre los escritores de una misma nación se nota esta diversidad: el estilo de Cicerón es lleno, sonoro y grande; el de Salustio puro, expresivo y nervioso; Tácito es conciso y sentencioso; Virgilio hermoso y grande; Ovidio fácil y claro; Propercio suave; Tibulo elegante; Catulo natural; Horacio sublime. La misma diferencia y variedad se hallará en nuestros escritores y en los de las demás naciones; pero es una diferencia que sólo hiere en el modo con que cada nación o cada autor pone en práctica los preceptos de la oratoria o de la poética, que en todas partes son, o a lo menos deben ser, unos mismos.

Siendo esto indubitable, como lo es igualmente que nuestra poesía española nació en la obscuridad de los siglos bárbaros y creció inculta y sin arte entre la vulgar ignorancia, hasta que, mejorados los tiempos y las costumbres, fue también ella haciéndose menos bárbara a proporción que se iban introduciendo en España los estudios y la erudición, parece será en vano buscar en nuestra antigua poesía una poética diferente de la que sirve de regla a las demás. Sin embargo, conviene ver si la hubo, mayormente cuando algunos han concebido, con error, que nuestra poesía tiene sus reglas aparte y no debe sujetarse a las de otras naciones. El autor del Prólogo a las Comedias de Cervantes, reimpresas el año 1749, fue uno de los que pensaron así, o a lo menos lo dio a entender, insinuando, con palabras enfáticas y magistrales, que antes de Lope y de Calderón, y antes de los que ahora hemos escrito algo de poesía, y aun antes de Cascales y del Pinciano, tenía España autores teóricos y prácticos y obras perfectas; proposición tan voluntariamente dicha, que aunque su vida se hubiera dilatado tanto como su mérito y erudición, no le hubiera sido fácil, ni aun posible, probarla.

De autores teóricos anteriores al Pinciano creo que solamente se tiene noticia de dos: uno es don Enrique de Aragón, marqués de Villena, príncipe de sangre real, célebre por sus desgracias y por su afición a las ciencias naturales y a la astrología, que murió viejo el año de 1434, cuyo libro intitulado Gaya Ciencia, que se reduce a un arte de versificar, es bien conocido, pues lo publicó don Gregorio Mayáns en el segundo tomo de los Orígenes de la lengua castellana, por cuya razón no me detendré a referir lo que contiene. El segundo es Juan de la Encina, que floreció en tiempo de los Reyes Católicos, y sus obras, que se han hecho rarísimas, se acabaron de imprimir en Salamanca el año de 1507. Al principio de ellas pone el Arte de trovar, o arte de la poesía castellana, dirigido al príncipe don Juan, que murió el año de 1497. Debe suponerse que en él recogería todo lo substancial que hubiesen dicho los que le precedieron, si es que hubo algunos más que don Enrique, marqués de Villena; lo cual es muy de creer en un escritor que se manifiesta versado en autores antiguos griegos, latinos e italianos, y en un hombre como Juan de la Encina, que fue el ingenio de aquel tiempo, el poeta de la Corte, cuyas poesías dramáticas se representaban en el palacio de los Reyes Católicos y en el de los duques de Alba, marqueses de Coria, que eran sus protectores y amos. Por lo que me tomaré el trabajo de hacer aquí un resumen de su poética para que se vea lo que en España se sabía de este arte a principios del siglo XVI.

El capítulo primero es del nacimiento y origen de la poesía castellana. Atribuye el origen de nuestros versos en consonantes a los himnos sagrados de nuestra religión, que también fueron compuestos en consonantes y encerrados, como dice, debajo de cierto número de sílabas para facilidad y socorro de la memoria. Hace supuesto de que la poesía, o arte de trovar, floreció primero en Italia que en España, a cuyo propósito prosigue diciendo: «¿Pues, por qué no confesaremos aquello que del latín desciende haberlo rescebido de quien la lengua latina e el romance rescebimos? Cuanto más que claramente paresce en la lengua italiana haber habido muy más antiguos poetas que en la nuestra, así como el Dante, e Francisco Petrarca, e otros notables varones que fueron antes e después, de donde muchos de los nuestros hurtaron gran copia de singulares sentencias: el cual hurto, como dice Virgilio, no debe ser vituperado, mas digno de mucho loor, cuando de una lengua en otra se sabe galanamente cometer. E si queremos argüir de la etimología del vocablo, si bien miramos, trovar vocablo italiano es; que no quiere decir otra cosa trovar en lengua italiana, sino hallar. ¿Pues, qué cosa es trovar en nuestra lengua sino hallar sentencias e razones, e consonantes e pies de cierta medida adonde las incluir e encerrar? Así que concluyamos luego: el trovar haber cobrado sus fuerzas en Italia, e desde allí esparcidolas por nuestra España, adonde creo que ya floresce más que en otra ninguna parte.»

En el segundo capítulo discurre sobre que la poesía es arte como todas las demás, consistiendo «en observaciones sacadas de la flor del uso de varones doctísimos e reducidas en reglas e preceptos».

En el capítulo tercero trata de la diferencia que hay entre poeta y trovador, diciendo «que el poeta contempla en los géneros de los versos, e de cuántos pies consta cada verso, e el pie de cuántas sílabas; e aun no se contenta con esto sin examinar la cuantidad de ellas. Contempla eso mismo qué cosa sea consonante e asonante, e cuando pasa una sílaba por dos, e dos sílabas por una... Así que cuanta diferencia hay de señor a esclavo, de capitán a hombre de armas subjeto a su capitán, tanta, a mi ver, hay de trovador a poeta». De todo se infiere claramente que este autor reducía la esencia de la poesía y del poeta a la sola versificación y al conocimiento material y pueril de los metros y de los consonantes y asonantes, y se hace patente, al mismo tiempo, cuán diminuta y superficial idea tenía de la verdadera esencia de la poesía, especialmente cotejándola con la que ahora tiene aun el menos versado en esta materia.

El cuarto capítulo se reduce a establecer por primer requisito, en el poeta, el ingenio, y luego le exhorta a que no menosprecie la elocución, remitiéndole en cuanto a éste a los preceptos que son comunes a los oradores y poetas, exhortándole también a que lea los poetas e historias que hay en nuestra lengua y en la latina.

Los capítulos quinto, sexto y séptimo tratan menudamente de la medida y pies de los versos y coplas que hay en nuestro vulgar castellano, dividiéndolas en las de ocho sílabas, que se llama arte real, o en las de doce, que se llama arte mayor. Trata asimismo, con bastante claridad, de los consonantes y asonantes, y de los pies de que constan los versos y coplas, enseñando que los de un pie, y aún de dos y de tres pies, se llaman mote, o villancico, o letra de invención; si es de cuatro pies el verso, se llama canción o copla, y también llama canciones a los de cinco pies y de seis.

Finalmente, el octavo capítulo trata de las licencias y colores poéticos y de algunas galas del trovar, de cuyo contexto copiaré lo principal para que se vea más claramente probado mi intento; esto es, la escasa o ninguna noticia que tenían nuestros antiguos de la poesía y de su verdadera esencia y reglas.

«Tiene el poeta e trovador licencia para acortar e sincopar cualquiera parte o dición; así como Juan de Mena en una copla, que dijo el hi de María, por decir el hijo de María... Puede así mesmo corromper e estender el vocablo; así como el mesmo Juan de Mena en otra, que dijo Cadino por Cadmo... Tiene también licencia para escribir un lugar por otro; e puede también poner una persona por otra, e un nombre por otro, e la parte por el todo, el todo por la parte... Hay también mucha diversidad de galas en el trovar; especialmente de cuatro o cinco principales debemos hacer fiesta. Hay una gala de trovar que se llama encadenado, que el consonante que acaba el un pie, en aquel comienza el otro, así como una copla que dice:


    Soy contento ser cativo,
cativo en vuestro poder,
poder dichoso ser vivo,
vivo con mi mal esquivo,
esquivo de no querer.



Hay otra gala de trovar que se llama retrocado, que es cuando las razones se truecan, como en la copla que dice:


    Contentaros e serviros,
serviros e contentaron...



Hay otra gala que se dice redoblado, que es cuando se redoblan las palabras así como una canción que dice:


    No quierer querer querer,
sin sentir sentir sufrir,
por poder poder saber...



Hay otra gala que se llama multiplicado, que es cuando en un pie van muchos consonantes, así como una copla que dice:


    Desear gozar amar,
con dolor amor temor...



Hay otra gala de trovar que llamamos reiterado, que es tornar cada pie sobre una palabra, así como una copla que dice:


    Mirad cuán mal lo miráis,
mirad cuán penado vivo,
mirad cuánto mal rescibo...



Estas y otras galas hay en nuestro castellano trovar; mas no las debemos usar muy a menudo; que el guisado con mucha miel no es bueno sin algún sabor de vinagre.»

El capítulo nono y último trata de cómo se deben escribir y leer las coplas; y lo que dice es de tan poca substancia y tan extravagante, que no merece se haga mención de ello.

Esta es toda la Poética del famoso Juan de la Encina, en que, como ya dije, se debe tener por cierto recopiló todas las ideas que hasta principios del siglo XVI se tenían de esta facultad. Y aunque algunos años después Bartolomé de Torres Naharro, que ya vivía cuando se publicaron las obras de Juan de la Encina, habló algo de la comedia en el Prólogo de su Propaladia, fue muy poco y de ninguna entidad, como se verá cuando yo haga mención de ello tratando de la poesía dramática.

Los demás, que después escribieron de poética, trataron de la poesía en general y de sus reglas, ya traduciendo o comentando a Aristóteles y Horacio, como don José González de Salas y Vicente Espinel, ya copiando de aquellos antiguos autores y entresacando de sus comentadores latinos o de los autores italianos lo que les pareció mejor, como Alonso Pinciano y Francisco de Cascales, que tomaron mucho del Minturno, el Robortello y otros. Lo mismo se puede observar en los que hablaron por incidencia, como el famoso Cervantes, Artemidoro, don Esteban Manuel de Villegas, Antonio López de Vega, Alonso de Salas Barbadillo, y otros. De manera que éstos no son autores de reglas de nuestra poesía antigua castellana, sino eruditos iniciados en las reglas de la verdadera poesía y versados en los autores que de ella habían tratado, así en España como en las naciones extranjeras. De todo lo cual puedo concluir con seguridad, que nuestra poesía antigua castellana no tuvo jamás poética, ni reglas, fuera de las materiales de la versificación, y que nació, como ya dije, en brazos de la ignorancia vulgar, se crió entre las guerras y galanterías, sin cultura, sin arte, sin preceptos y sin crítica, como dijo muy bien Cristóbal de Mesa en una canción a Francisco de Cascales:


    Las importunas guerras
del ejército moro
nuestro reino anegaron con sus olas,
de las sangrientas tierras
ahuyentando el coro
de las amenas musas españolas,
sin arte, incultas, solas:
hasta que tú, Cascales...



Por esta razón hicieron muy bien aquellos doctísimos españoles que, con los versos endecasílabos de los italianos, procuraron introducir también las reglas de Aristóteles y de Horacio y las observaciones teóricas y prácticas de los escritores extranjeros.

Y a la verdad, las reglas que dejó Aristóteles para la poesía dramática, las que extendió con juiciosa crítica Horacio, y las que, después, han amplificado y refinado los autores latinos, italianos, franceses, ingleses, alemanes y nuestros mismos españoles, en preceptos, en observaciones, en críticas y en poesías de todas especies, donde la práctica de las mismas reglas ha sido recibida con universal aceptación y aplauso, son tales y tan conformes y ajustadas a la razón natural, a la prudencia, al buen gusto y al paladar de los mejores críticos, que sería especie de desvarío querer inventar nuevos sistemas y nuevos preceptos, distintos, en lo substancial, de aquéllos. Estas son las reglas y esta la poética que yo intento explicar en este tratado, con más extensión, claridad y método que hasta aquí han hecho nuestros escritores, a quienes seguiré solamente en lo que me parezca conforme a razón.




ArribaAbajoCapítulo IV [V]

Reflexiones sobre los antiguos y modernos poetas, y sobre la diferencia entre unos y otros


Ya hemos visto el origen y los progresos de la poesía; veremos ahora el diseño y método de los antiguos y modernos poetas en sus obras, esto es, el intento y fin que tuvieron en ellas, y los medios con que lo consiguieron, Y empezando por los griegos, los más de ellos se propusieron por objeto la utilidad y el deleite. Porque los himnos y las sátiras que, sin duda, fueron las más antiguas especies de poesía, eran dirigidas a encender en los ánimos el amor de la virtud y aborrecimiento del vicio; y en uno y otro fin se hallaba unida la utilidad del sentido de las palabras con el deleite de la armonía del metro. Viendo, pues, aquellos primeros poetas, como ya queda dicho, que el rudo vulgo no era capaz de comprender las verdades más especulativas de la religión y de la moral, procuraron ataviarlas con traje vistoso y rico, con que mostrándose ya más amables, y, por decirlo así, más tratables, pudiesen ser de todos con más facilidad comprendidas y recibidas.

Con este intento escribió Homero sus poemas, explicando en ellos a los entendimientos más bastos las verdades de la moral, de la política y también, como muchos sientan, de la filosofía natural y de la teología. Pues en la Ilíada, debajo de la imagen de la guerra troyana y de las disensiones de los capitanes griegos, propuso a Grecia, entonces dividida en bandos, un ejemplo en que aprendiese a apaciguar sus discordias, conociendo cuán graves daños causaban al público, y cuán necesaria para el buen suceso en las empresas era la unión y concordia de los jefes de un ejército. Y en la Odisea, con las aventuras de Ulises enseñó cuán perniciosa era para un estado la larga ausencia de su príncipe, y a cuántos desórdenes daba ocasión en una casa o en una hacienda la falta del dueño. En la política, pues, y en la moral consiguió por ventura su fin; empero, no es tan cierto que igualmente lo consiguiese en la filosofía y teología, porque vistió estas dos ciencias con tales ropas, y con tal disfraz, que para bien reconocerlas era menester quitarlas el embozo de la cara; de suerte que, cuando a éstas, apenas habrá sido provechosa su poesía para los filósofos que ya, sin aquellas figuras y símbolos, sabían todo lo que Homero les escondía en sus fábulas; la demás gente nada penetraba en aquellas ficciones más que la exterior corteza y apariencia; de modo que muy poca o ninguna utilidad se sacaba de ellas, bien como de riquezas encerradas en la arca de un avariento. Mas, ¿quién ignora que las verdades con tal disfraz propuestas no sólo a pocos eran provechosas, pero a muchos sumamente -nocivas? Basta para prueba aquel hecho de un joven de Terencio18 que se animaba a cometer un exceso porque veía una pintura de la fábula de Danae y se alegraba de tener delante un ejemplo tan propio para disculpa de su delito:


    Quia consimilem luserat... Et quia,...
iam olim ille ludum, impendio magis animus gaudebat mihi,
deum sese in hominem convertisse.
At quem Deum! qui templa coeli summa sonitu concutit
Ego homuncio hoc non facerem?



Por diverso camino fueron Hesiodo, Teógnides y los demás que, deseosos de aprovechar más que de deleitar, se aplicaron a escribir cosas útiles, sin misterio ni embozos.

También fue diverso el fin de los líricos, cuyas composiciones, como dirigidas totalmente al deleite y entretenimiento, sólo tenían por asunto las pasiones de los mismos poetas y las lisonjas y alabanzas de los príncipes y grandes. Los obispos griegos, juzgando que de tales obras no era posible sacar algún provecho, las quemaron acordadamente. Las obras y fragmentos que de tal incendio se salvaron están todavía entre los eruditos en gran aprecio y estimación, por la mucha gracia y belleza poética que en sí encierran.

Muy semejante al de los líricos fue el blanco a que miraron Teócrito, Mosco y Bión, que de las cosas pastoriles tan tierna y delgadamente cantaron. Los trágicos Esquilo, Sófocles y Eurípides miraron a los dos fines de aprovechar y deleitar; pero el cómico Aristófanes mezcló lo nocivo con lo gracioso.

De manera que, generalmente hablando, el fin que se proponían los poetas griegos era la utilidad o el deleite, o uno y otro. Los medios de que se valían para aprovechar y deleitar eran, como hemos dicho, las fábulas y ficciones, juntamente con una sencillez de estilo tan natural y una expresión de afectos tan viva y tierna, que en esto parece habernos cortado toda esperanza de poderlos perfectamente imitar.

Cuanto a los latinos, es cierto que escribieron con la norma y ejemplar de los griegos. Por lo que, dejando como ocioso el examen de su diseño, nos pararemos solamente a investigar la causa de la notable diversidad que se halla entre los poetas griegos y latinos; si siendo el estilo de los griegos, por lo regular, muy natural, muy cándido y puro, y el de los latinos, cotejado con él, parece algo artificioso, excepto el de Lucrecio y Catulo, que, como observa Pedro Victorio19, son los que más se acercaron a la griega sencillez y naturaleza.

Pero, si hacemos reflexión a la mudanza de las costumbres y a la diversidad de genios, hallaremos, luego, la razón de esta diferencia. Es cierto que en tiempo de Augusto las artes y ciencias estaban entre los romanos, no menos que el Imperio, en su mayor auge y perfección; como es cierto también que cuanto más nos alejaremos hacia las primeras edades, hallaremos en todo menos arte y más sencillez. Y nadie ignora que con la cultura de las artes y ciencias parece, por decirlo así, que toda la naturaleza se desbasta y se labra, y ostenta en todo más aliño y aseo. Porque, siendo cosa propia y connatural al hombre ,como enseña Aristóteles20, el imitar y el gustar de la imitación, dondequiera que algunos con las ciencias y artes aprendidas llegan a mejorar y a pulir sus costumbres, su estilo y su trato, todos los demás procuran imitarlos y conseguir también los mismos provechos y ventajas que aquéllos, por su estudio y aplicación, han conseguido. Esto se observa y experimenta en las cortes de los príncipes, donde suele siempre ser el lenguaje más elegante y limado y el trato más cortesano que en las provincias. Siendo la causa de esto el concurso mayor de ingenios que allí acuden de todas partes a granjearse la protección y los premios de los reyes y de sus validos y grandes, y del recíproco comercio y trato de todos éstos con la demás gente nace la común cultura. Los romanos, pues, en cuya corte florecían, entonces más que en otra parte alguna, los ingenios más cultos y resplandecientes, como en su centro, las ciencias y artes, la política, el heroísmo, la magnificencia, el ornato y el aseo, eran, sin duda, más artificiosos que los demás pueblos bárbaros y rudos, si se puede llamar artificioso lo mejorado y ennoblecido. Y como es natural que los entendimientos más labrados con el estudio conciban pensamientos más altos y más ingeniosos, y que las palabras, imágenes de los pensamientos, respondan en su ornato y elegancia a las cosas que representan, no es mucho que los escritores latinos parezcan más artificiosos en comparación de los griegos.

Para penetrar bien y entender claramente lo que hemos dicho hasta ahora de la diferencia entre los poetas griegos y latinos, será bien observar de más cerca la notable diversidad que hay en la Ilíada, de Homero, y en la Eneida, de Virgilio, cuanto a las costumbres, y lo que otros llaman carácter propio de las personas principales de uno y otro poema, sin embargo de ser todas de un mismo tiempo, esto es, de la guerra de Troya. Homero, pues, según la observación del P. Rapin en la comparación de estos dos poetas, escribió en tiempo que las costumbres no estaban aún bien formadas; el mundo era aún, digámoslo así, muy joven para poder tener príncipes de cabal perfección; ni el poeta tenía entonces, para la formación de su héroe, otro ejemplar ni modelo que el de la virtud de Hércules, de Teseo o de algunos otros personajes de los primeros tiempos, que habían sido célebres en el mundo, solamente por sus grandes fuerzas y desmesurada corpulencia. No había aún, en la historia ni en otros libros, rastro alguno de virtud moral; y como los hombres no conocían entonces mayores enemigos que los monstruos y las fieras, no necesitaban de otra cosa que de robustez de miembros y vigor de brazos para blasonar de héroes, ignorando que había otros enemigos mucho más temibles, que eran sus propias pasiones y deseos; y, la moderación y la justicia no eran aún virtudes muy conocidas en un siglo tan bozal y tosco.

Estas reflexiones no sólo harán ver claramente las causas y razones de la diferencia de que hablamos, sino que también aprovecharán para que algunos entendimientos de poca extensión no extrañen la gran diversidad de las costumbres que pinta Homero a las nuestras, y no pierdan, por eso, el concepto debido a tan gran poeta, a quien el común consentimiento de todas naciones y de todos tiempos ha cedido el primer lugar. No hay duda que hace novedad a quien no es práctico en las cosas y costumbres antiguas, el ver que en Homero los primeros personajes hacen ya de cocineros, ya de trinchantes, ya de cocheros y que hasta los porquerizos y mayorales de ganado llevan er glorioso renombre de héroes; y finalmente, que las princesas, como Nausica, van, sin melindre alguno, a lavar su ropa al río; pero, al mismo tiempo, es menester suponer que éstas eran las costumbres sencillas de aquella dichosa edad, pintadas vivamente por Homero; lo que se comprueba con el infalible testimonio de la Escritura, donde vemos, como observa madame Dacier en la traducción de Homero, practicadas por aquel mismo tiempo las mismas costumbres de la Ilíada y de la Odisea, la misma sencillez de trato y, en conclusión, la misma naturaleza; pues se ve que entonces era noble ejercicio de los patriarcas y príncipes el apacentar su ganado, y sus hijas, sin embarazo ni menoscabo de su nobleza, iban por agua a la fuente.

Al contrario, Virgilio, que como hemos dicho vivió en un siglo más culto, pudo y debió formar su héroe con más ventajas que el de Homero; así porque su intento y designio requería estas ventajas, como porque tuvo delante más ejemplares con que mejorar y perfeccionar las virtudes que quería dar a su Eneas, tomando de cada uno de los varones más esclarecidos de los tiempos pasados, como de Temístocles, Epaminondas, Alejandro, Aníbal, Camilo, Escipión, Pompeyo, Julio César y otros, aquellas virtudes que pudiesen apropiarse al genio y carácter de Eneas para perfeccionarle sin hacerle desigual y contrario a sí mismo. Fuera de esto, queriendo Virgilio hacer lisonja a Augusto, y aun a los romanos que habían de leer su poema, retratando en Eneas a este príncipe, era preciso que el retrato tuviese toda la perfección posible, sin dejar de ser parecido; por lo cual, exentando a su héroe de las imperfecciones de Aquiles, hízole por extremo justo, piadoso, afable y valeroso.


    Sabed que nuestro rey fue el soberano Eneas,
de linaje de inmortales,
aquel Eneas que tuvo ya el primado
de justo, de piadoso y de esforzado21.



La moral, pues, ya mejorada con la doctrina de la secta estoica, las costumbres ennoblecidas, el trato y modo de vivir totalmente mudado y el diverso designio de estos dos poetas fueron, a mi parecer, las causas de la diversidad que se nota en sus dos poemas; y lo mismo digo de los demás poetas latinos que en aquel siglo florecieron.

Estas mismas observaciones, que acabamos de hacer sobre la diferencia entre los poetas griegos y latinos, podrían servir también para discernir otra semejante diversidad que hay entre los poetas antiguos y modernos, entendiendo por modernos todos aquellos poetas que, desde el origen de la poesía vulgar hasta nuestros tiempos, han escrito. Porque, habiendo ya la divina luz del Evangelio desterrado las ciegas tinieblas de la idolatría, no era menester explicar los atributos del verdadero Dios por medio de fábulas, como hicieron los antiguos; pues, conocida ya una vez por el vulgo la falsedad de todas aquellas deidades, el introducirlas particularmente en los poemas épicos hubiera sido lo mismo que dar por el pie a toda la verosimilitud, que necesariamente se requiere, para que sea provechosa la poesía. Por esto, los poetas cristianos, en lugar de Plutón, rey del abismo, de Mercurio, embajador de Júpiter, de dioses, de semidioses y de ninfas, introdujeron con razón en la epopeya ángeles buenos y malos, magos encantadores y otras cosas de este género, que, en el ya mudado sistema de la religión, eran más creíbles para el vulgo, y podían suplir en vez de la novedad y maravilla que los antiguos conseguían en los poemas con sus fábulas y falsas deidades. Por esto me parece algo reparable en Os Lusiadas, de Luis Camõens, la introducción de Júpiter, Venus, Baco, etc. No por las impiedades, que injustamente le imputaban algunos ignorantes, de cuyo escrúpulo le defendió muy ingeniosamente su comentador Luis de Cepeda, sino por lo inverosímil de semejantes falsas deidades en un poema de tal asunto y escrito para leerse entre cristianos.




ArribaAbajoCapítulo V [VI]

De la esencia y definición de la poesía


Con esta previa noticia de la poesía en general, y por mayor, que me ha parecido necesaria prevención para la cabal inteligencia de cuanto en adelante se dirá, será ya tiempo que, como quien dejando la playa y desplegadas todas las velas al viento se hace a la mar, así nosotros nos engolfemos, por decirlo así, en nuestro asunto, empezando el rumbo primero de nuestra navegación por la esencia y definición de la poesía.

El vulgo por poesía entiende todo aquello que se escribe en verso. Mas aunque es verdad que, según la opinión de muchos, el verso es absolutamente necesario en la poesía, como más adelante veremos, sin embargo, el verso, en rigor, no es más que un instrumento de la poesía, que se sirve de él como la pintura se sirve de pinceles y colores y la escultura de cinceles. Si se atiende a la etimología griega, poesía suena lo mismo que hechura, y porta lo mismo que hacedor o criador; y parece que nos da a entender en su mismo nombre que su esencia consiste en la invención, en las fábulas y en aquella facultad que tienen los poetas de dar alma y sentido a cosas inanimadas y de criar como un nuevo mundo distinto; y quizás a esto aludieron los provenzales cuando llamaron a sus poetas trovadores. Mas, sea lo que fuere de la etimología del nombre, que dejamos para los gramáticos, la común opinión22 coloca la esencia de la poesía en la imitación de la naturaleza; tanto, que Aristóteles excluye del catálogo de poetas a los que no imitaren, aunque hayan escrito en verso, queriendo que se les dé el nombre de los versos en que hubieren escrito, llamándose, por ejemplo, escritores de elegías o de versos heroicos23y no poetas. Pero con este término tan general como es la imitación, no se explica bien la esencia de la poesía, antes bien, se confunde con la pintura y escultura, y aun con el baile y con la música y con otras artes semejantes, que también imitan. Débese, pues, advertir que la imitación, como enseñan muchos de los comentadores de Aristóteles, es el género de la poesía; a lo cual añade Pablo Benio24 que la imitación, según explica Aristóteles, es de aquellos términos que en las escuelas llaman trascendientes y análogos; con que es claro que no se podrá definir bien la poesía con el solo término genérico de imitación.

Minturno25, conociendo la necesidad de asignar las diferencias específicas de la poesía para definirla bien, se explicó más difusamente, diciendo ser la poesía imitación de varias clases de personas en diversos modos, o con palabras, o con armonía, o con tiempos, separadamente, o con todas estas cosas juntas, o con parte de ellas. Pero se encuentran en esta definición dos dificultades: la primera es el llamar a la poesía imitación de varias clases de personas, con lo cual viene a excluir una gran parte de los objetos que puede imitar y pintar la poesía, como son los brutos, los elementos y otras innumerables cosas inanimadas, como nadie ignora. La segunda dificultad es haber atribuido como instrumento a la poesía, no sólo las palabras, mas también la armonía y el tiempo o compás, queriendo con esto incluir, como especies de poesía, la aulética, la citarística y la orquéstica, esto es, la música y el baile. Y aunque es verdad que algunos de los comentadores de Aristóteles, como Robertello, Victorio y otros son de esta opinión, no obstante, Benio26 y otros sostienen, con más razón, lo contrario. Pues de hecho, ¿qué tienen que ver con la poesía el movimiento de los pies o el tono de la voz? Esto sería confundir y equivocar los términos del músico, bailarín y poeta; ni estas artes pueden pretender más, como ya27 confiesa Victorio, que ser adornos advenedizos de la poesía.

Algo más adaptada a mi intento parece la definición que de los principios de Aristóteles saca el citado Benio28; La poesía, dice, «es una oración de no pequeña extensión, que imita alguna acción y que, deleitando grandemente a los hombres, los anima e incita a la virtud y a vivir una vida arreglada y feliz». Pero esta definición no satisface al mismo Benio, y con razón; pues yo no veo por qué la esencia de la poesía haya de depender de la mayor o menor extensión; ni por qué se ha de decir que imite alguna acción; pues, con esto se excluye todo lo demás que imita la poesía, distinto de la acción, y se quita con poca razón el derecho y nombre de poetas a muchos célebres compositores, particularmente líricos, que no imitaron acciones humanas.

Mas, dejando aparte lo que otros han dicho, o bien o mal, de la esencia de la poesía, pues sería nunca acabar si quisiéramos examinar ahora todas las definiciones ajenas, propondremos la nuestra, tal cual sea, como más ajustada al sistema de nuestra poética; advirtiendo primero que Poética29 es arte de componer poemas y juzgar de ellos; y así claro está ser cosa distinta de la poesía.

Esto supuesto, digo que se podrá definir la poesía, imitación de la naturaleza en lo universal o en lo particular, hecha con versos, para utilidad o para deleite de los hombres, o para uno y otro juntamente.

Digo primeramente imitación de la naturaleza, porque la imitación, como ya he notado, es el género de la poesía. Y aquí tomo la palabra imitación en su analogía y mayor extensión; porque quiero comprender no sólo aquellos poetas que imitaron en el sentido riguroso, que es propio de la poesía épica y dramática, esto es, que imitaron acciones humanas; más también aquellos que, en sentido más lato y en significado análogo imitaron; porque entiendo con Benio que es muy injusta y mal fundada la opinión que excluye del número de poetas a Hesiodo, Arato, Nicandro, a Virgilio en las Geórgicas, y a casi todos los líricos, solamente porque no imitaron acciones humanas.

Añado en lo universal o en lo particular porque a estas dos clases o géneros entiendo que se puede reducir la imitación; pues las cosas se pueden pintar o imitar, o como ellas son en sí, que es imitar lo particular, como son según la idea y opinión de los hombres, que es imitar lo universal30. Así podrán conciliarse los dos partidos, discordes en este punto, admitiéndose una y otra imitación, como es justo.

Digo hecha con versos, señalando el instrumento del cual se sirve la poesía, a distinción de las demás artes imitadoras, las cuales se sirven de colores, de hierros o de otros instrumentos y nunca de versos. A más de esto, es mi intención excluir con estas palabras del número de poemas y privar del nombre de poesía todas las prosas, como quiera que imiten costumbres, afectos o acciones humanas. Y aunque Minturno, Benio31 y otros, al parecer apoyados en la autoridad de Aristóteles, son de contrario sentir, queriendo que los diálogos y otras especies de prosas que imitan se llamen poesía, sin embargo, hanme parecido siempre más fuertes las razones con que se prueba ser el verso necesario a la poesía, confirmadas también con la autoridad de Platón y aun del mismo Aristóteles y de otros muchos autores de Poética.

Y cuanto a las comedias en prosa, hablaremos en su propio lugar. El decir versos me ha parecido más claro y no menos significativo que el decir medida de palabras, frase con que se explicó el conde Fabricio Antonio Monsignani en sus lecciones de la imitación poética32, pretendiendo comprender con ella el metro, que es propiamente el verso; el número, que es el sonido del verso correspondiente a la naturaleza de las cosas y al sentido de las palabras, y, finalmente, el estilo y locución poética. Pero diciendo verso ya digo medida de palabras, pues no es otra cosa el verso sino medida de palabras, o palabras medidas y dispuestas con cierta conexión; y el número y el estilo no son partes esenciales, sino calidades accidentales del mismo verso, que le harán bueno o malo, mejor o peor, pero no mudarán ni destruirán su naturaleza. Mas de esto hablaremos difusamente a su tiempo y lugar; ahora baste el tocarlo de paso para inteligencia de la definición propuesta.

Digo, finalmente, para utilidad o para deleite de los hombres, o para uno y otro junto, porque éstos son los tres fines que puede tener un poeta, según lo dijo Horacio en su arte:


    Aut prodesse volunt, aut delectare poetae,
aut simul, et jucunda et idonea dicere vitae.



Y, aunque cuanto al fin de la poesía son varios los pareceres, queriendo unos que sea la utilidad, otros el deleite y otros que la mayor perfección de la poesía consista en la mezcla y unión de uno y otro, según aquello del mismo Horacio:


Omne tulit punctum qui miscuit utile dulci.



Sin embargo, me ha parecido muy justo y razonable el admitir en el número de poetas tanto a los que sólo para aprovechar cuanto a los que sólo por deleitar escribieron, supuesto que el deleite no sea nocivo a las costumbres ni contrario a las reglas de nuestra santa religión; pues, si bien se mira, ni en los primeros falta el deleite, que la armonía del verso y la locución poética suplen abundantemente, ni tampoco falta en esos otros la utilidad de una lícita y honesta diversión.



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