Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

- VI -

Alborada

Sentada ante la mesa granítica, bajo el toldo claro de las acacias en flor, Minia Dumbría no acababa de resolverse a abrir el correo, y seguía enfrascada en un librote, cuya portada rezaba: Argos divina. Nuestra Señora de los Ojos Grandes. El correo la producía fastidio, con los diarios que inunda la contradictoria información telegráfica, con las revistas también inficionadas de noticierismo intelectual, con el epistolario aburguesado por las postales; y siempre vacilaba al recibir el chaparrón de papel.

Acertó a pasar la baronesa, empuñando su tijera de podar y su navaja de injertar.

-Tienes ahí -exclamó- una carta de Silvio Lago. ¿Por qué no la abres?

-¡Verdad! -respondió la compositora-. Y ya no está en Busot. El timbre es de Madrid.

Rompió el sobre y descifró la epístola, de esa letra rasgueada, dibujada, que es la letra de tantos pintores.

-No ha mejorado -advirtió Minia-. Cansancio, sudores copiosos, inapetencia, destemplanza... En Busot debió de ser alta la fiebre... Dice que de noche sostenía animados diálogos con la caja de cerillas y la palmatoria... Que se batió tres días con una paella amotinada en el estómago. ¡Ah! Que nuestro Alejandro San Martín le ha visto y le ordena campo, tranquilidad... ¡Que te pregunte si permites que venga a reponerse un poco, antes de emprender el regreso a Francia...!

Preocupación grave se traslució en el rostro de la señora, y su mirada, a pesar de la edad tan viva y despierta, se ensombreció un momento, cruzándose ansiosa con la de su hija.

Las dos miradas expresaban un convencimiento igual. Minia fue la primera a formularlo.

-Viene a morir.

Y la baronesa, quebrada la voz, repitió:

-Viene a morir.

Callaron. La tarde era divina, serena, radiosa. Otros años, en el mes de mayo, habían tenido que usar pieles; pero en aquél, la primavera vestía de gala, el aire parecía entibiado por un hálito de amor. Los tapetes verdes manzana de la hierba se mostraban salpicados de ranúnculos, cicutas y prímulas silvestres; las locas gramíneas alzaban sus airones y desparramaban su lluvia menuda de mostacilla temblante sobre invisibles hilos; las biznagas desplegaban su blanca umbela; las primeras mariposas, vanesas amarillas y apolos de carmín, revoloteaban nadando en un céfiro benigno, que las mecía con halago; y la vida inquieta, rebosante, de la naturaleza, se estremecía en el renuevo de la vegetación, en los gorgoritos frescos del agua del surtidor, que recae emperlando de rechazo las hojas carnosas, duras, de las últimas camelias. Minia contempla un instante el jardín, el prado, sobre cuya linde los rosales en lujosa floración tienden guirnaldas Luis XV. Y, pensativa, repite despacio:

-Viene a morir... ¿Qué le respondo?

La baronesa, en un arranque, grita:

-Que venga... Que nos avise, para esperarle en la estación con el coche... Y el lunes, a Marineda, a comprar mantas nuevas... Voy a enterarme de si hay sábanas en abundancia... Las asistencias piden ropa...

* * *

Silvio llegó como diez días después. En el andén le aguardaban muy preocupadas las señoras; sabían que ningún criado acompañaba al enfermo, y temían que viniese destrozado de tan largo y molesto viaje. No se engañaban. Para saltar del coche hubo que auxiliarle, que suspenderle. No le sostenían las piernas. En cambio, Bobita se disparó de la perrera como demente, con brincos de alimaña fantástica, con rugientes ladridos, y arrastrando al criado que la asía por la gramalla.

En el cesto, que corría por el ancha carretera hacia las torres, a la claridad franca del día despejado, Minia examinó al artista con esa avidez curiosa que despiertan las faces humanas donde buscamos la impronta del postrer sello. Aun descontando a la fatiga, la ofensa del polvo y de las partículas de carbón sobre la tez, todavía asustaba la cara de Lago.

Sus mejillas se hundían, y bajo la gorra inglesa de viaje, sus orejas de cera se despegaban y transparentaban la luz solar. Sus ojos, cercados de livor, mazados, tenían en la pupila esa transparencia acuosa que revela, antes que síntoma alguno, la rapidez de las combustiones que, desnutriendo el organismo, determinan la consunción.

Para disimular, Minia charló, chanceó. Al pronto Silvio respondía animado; luego pareció abatirse. Enmudecieron. A una revuelta, el artista preguntó:

-¿Llegaremos pronto?

-Enseguida -afirmó la baronesa mintiendo piadosamente-. ¿Qué, no conoce el camino? Media legua faltará.

-Es que no veo la hora de estar en Alborada... Allí enseguida voy a ponerme bueno.

-¡Enseguida!... Es decir, a los pocos días... Le daremos cosas muy sanas, muy rica leche. Ya le tengo un pellón de manteca fresca, de la que le gusta. Y pollito asado, lirpas y marisco.

Silvio sonrió con placer pueril.

-¡Es lo único que necesito! Comer mucho, y cosas que me sienten. Lo que yo tengo no es más que eso: la pícara inapetencia, y, de ahí, la debilidad, pero ¡qué debilidad, Minia! No puede usted figurarse. Una desesperación. ¡Ahora que me faltaban manos para tanto retrato como en el otoño me saldría en París!

-No hable usted mucho; cuidado -advirtió Minia.

Involuntariamente se palpó la falda, hacia donde caía el bolsillo. Acordábase de que en él llevaba una carta de Alejandro San Martín, el cual, habiendo reconocido a Silvio, hablaba de pulmón atacado ya de tuberculosis difusa.

-Va usted a ser juicioso, a dejarse cuidar -agregó la baronesa.

-Sí -repuso él-; pero no me ha de embutir usted con el atacador... ¿eh? Comeré de lo que se me antoje, la cantidad que quiera. Y mejor si no me enteran antes del menú. Estoy muy caprichoso... ¿Se acuerda usted de cuando yo decía que la felicidad es una buena digestión?

Calló, y dejó caer la cabeza, dando señales de desfallecer. La baronesa ordenó al cochero.

-¡Arrea! ¡Aprisa!

Restalló la fusta, trotó largo el tronco, y un granujilla de la aldea, que iba agarrado al juego trasero sin que le viesen, rodó al polvo, mientras otros de su calaña, que diableaban en la cuneta, chillaban a coro con entonaciones burlescas:

-¡Tralla atrás! ¡Tralla atrás!

Silvio, confortado, sonrió.

-¡Cómo conozco todo esto! Aquí, y sólo aquí, ¿lo oyen ustedes?, está la vida.

Revolvían ya por el provincial que entre pinares y labradíos conduce a Alborada, paisaje más campestre, no profanado aún por la promiscuidad de tabernas y tenduchos que festonean el real. Desde que nos acercamos a Alborada hay más soledad, más rusticidad, huele a trementina, a madreselva, a lejanas brisas salitrosas, a fiemo de vaca. Se corta la cinta de villas, casuchas, molinos, tapias, prolongación de los arrabales de la floreciente Marineda, y entramos en la región aldeana, en la Mariña rural. El aroma resinoso de los pinos que brotan su tierna ramalla encantó a Silvio.

-¡Qué fresco tan delicioso! -murmuró-. En Alicante y Madrid, el calor me agobiaba. ¡Sudar siempre! ¡Derretirse!

Habían pasado ante quintas antiguas, ante otra de enverjado moderno; y a la nueva revuelta surgieron las blancas Torres, caladas por ventanales atrevidos, dominando el valle, resaltando sobre un fondo de arbolado sombrío, denso, sin límites visibles de murallas.

Minutos después Silvio descendía del coche en el patio. Su habitación estaba preparada, su cama hecha. Propusiéronle que se acostase sin tardanza; se avino, y del brazo de un criado antiguo destinado a servirle, subió las escaleras casi exánime. Pero encontró agua templada, jabón, toallas; el servidor abrió la maleta y le sacó ropa limpia, le cepilló la de paño; y aseado, reanimado, quiso bajar, cruzó el atrio de la capilla, y por su pie se acercó a la mesa de piedra.

En vez de las sillas de hierro le trajeron una butaca ancha y cómoda, y se dejó caer en ella, rendido, pero entusiasmado.

Ansiosamente contempló el panorama. La tarde caía; el crepúsculo iba a ser interminable. Era difícil explicar en qué se notaba que el día tocaba a su fin; acaso en que la claridad era mansa, como enlanguidecida, velada por misterioso tul que no podía llamarse sombra. Todo reposaba tranquilo. El poniente se esmaltaba de nácares delicados, como los de las auroras. Los montes lejanos, la ría que engañaba fingiendo un lago cerrado por anfiteatro de colinas, se teñían de matices armoniosos fundidos suavemente, de pastel pasado. Bajo la terraza, las madreselvas intensas y las grandes daturas venenosas aromaban intensas. El humo de las cabañas flotaba inmóvil en la paz del cielo y del suelo. Y, de lo alto de las acacias, llovían con regularidad, acompasadamente, las blancas florecitas, aljofarando la arena, y se creería que su descenso era una cadencia musical, un ritmo de melancolía. El lucero empezaba a ser visible. De la parroquial de Monegro vino el toque de oración.

Silvio alzó la cabeza transportado.

-No quisiera ahora haber salido nunca de aquí. ¡Cuando pienso que me había jurado no poner los pies en Alborada hasta ser célebre!

-No piense ahora en eso... Descanse... Lo que tiene usted será agotamiento, Silvio -advirtió la compositora-. Ha sufrido usted mil ansiedades, ha padecido mil privaciones, y eso destruye...

-¡Ah!... Ya sé que esto no es de cuidado... -murmuró él lleno de optimismo-. Pero ¡qué contrariedad! ¡Qué desbarate de planes! Ahora debía yo encontrarme en el estudio de Dagnan Bouveret, o en el castillo de la Condesa de los Pirineos, pintando un techo para el gran salón... Y ¡preso! ¡preso! -añadió, olvidándose de los himnos antes entonados a Alborada.

Miraron hacia el camino: por él cruzaban figurillas pintorescas. Eran, traveseando, pegándose, los niños de la Escuela de las Hijas de la Caridad, fundación hecha por una vieja ricacha; era un cura de aldea, de sombrerón de fieltro, caballero en un rocín; era un inmenso carro de ramalla que atascaba el anchor de la carretera; era una pescadora de Areal, de retorno, con su patela ya vacía. Y cuando se despobló el camino, cuando dejó de pasar gente y se extinguió el chirriar de los carros, exclamó Silvio:

-Sale la luna... ¡Tengo frío!

Se recogieron a casa. Silvio, los primeros días, mejoró visiblemente. Una persona inexperta hubiese podido creer que la tuberculosis se batía en retirada. El júbilo de recobrar unos asomos de fuerza hacía que el artista cantase ditirambos al campo, a la existencia sin agitaciones, a la ubérrima abundancia que las torres ofrecen. Las bellas tardes, secas, aromadas, elásticas, del luengo mayo, se las pasaba indolentemente echado entre almohadas, ya en la hamaca de cuerda, ya en la butaca de persia a floripones, considerando, sin saciarse, los juegos de la luz en el panorama extendido frente a la terraza, y el espejo azul o acerado del trozo de ría que se columbra a lo lejos, entre el marco de felpón de los pinares y los eucaliptus. La paz de las cosas recaía sobre su espíritu, y el descanso de no tener que pensar en nada material le causaba hasta humorísticos transportes.

Una tarde gritó:

-¡Calla! ¡Ahí vienen mis augustos primos!

Ya llamaba Sendo a la campana de la verja. Su frescachona mujer se había parado un poco atrás, sosteniendo en equilibrio sobre la cabeza una cesta de mimbres, posada en un ruedo de paja y tapada con un paño níveo. De su mano derecha colgaba el segundo de sus chicos, el que llevaba el nombre de Silvio, aunque no fuese su ahijado. El pequeño resistía un poco el impulso de la mano materna; era evidente que entraría contra gusto.

Abierta la verja, Silvio les miró avanzar por la larga calle de magnolias, con un paso medido, ceremonioso. Se acordaba de su llegada a Areal, del almuerzo de sardinas saladas a granel y vino pifón, y sentía una pena nostálgica, como si aquel recuerdo se refiriese a tiempos de gran felicidad, ya desvanecida, imposible de gozar otra vez. Y sin embargo, entonces estaba en los comienzos de su lucha, incierto, abandonado, con leve esperanza. Entonces, el ideal hubiese sido lo de ahora...

La familia penetró en el circuito que sombrean las acacias, saludando con premura, insistencia y afectado regocijo. Las señoras creyeron deber dejar solos a visitadores y visitado. María Pepa no pudo, al ver a Silvio de cerca, reprimir un movimiento de franca compasión, que le salió a la cara, más que nunca trigueña y dorada como el bollo que acaban de desenhornar, mientras Sendo forzaba la nota de cordialidad alegre, repitiendo con falsa admiración:

-¡Estás muy gordo! ¡Estás más gordo que antes! ¡Estás rufo!

El niño se había ocultado -temeroso de aquella faz cérea, de aquella morada de señores-, tras las faldas de su madre, y ésta, arrimándole un moquete, destapaba la cesta, descubriendo bajo el blanco mantel rudo una empanada decorada con jeroglíficos de tirillas de masa, el tradicional dibujo que tal vez recuerda un arte primitivo. Olor apetitoso se derramó por el aire. La baronesa llegaba en el mismo momento precedida del criado, portador de amplia bandeja, y en ella bizcochos, mantecadas, una jarra de recién ordeñada leche.

-Aquí trajimos esta pobreza, porque al primo le gustan las sardinas en empanada -declaró Sendo excusándose-. No se ha podido arreglar cosa mejor...

-Huele a gloria -afirmó Silvio, engolosinado por capricho súbito.

-Ahora, mejor será que tomen leche todos -ordenó la baronesa-, y este pequeño, que se acerque; darle mantecadas.

-Aquí, nene -suplicó el artista-. Otro día que vengas temprano te he de retratar. Eres rubio y bonito. Y a usted también, baronesa, la retrato seriamente. Ya estoy deseando trincar los pinceles o los lápices... En Busot nada he pintado, ni estos últimos tiempos en Madrid...

-Pero allá en Madrid y en París de Francia, ¿ganabas mucho, verdad? -murmuró como a su pesar Sendo. Y desmenuzaba atentamente al primo, buscando en la ropa señales de la ganancia.

-Lo que gané se fue volando -respondió él con alarde de buen humor-. No creas que vengo millonario... Eran los dineros del sacristán.

La baronesa sonreía. Sabía que Silvio, para emprender su viaje, había necesitado que le diese mil pesetillas una de sus mejores y más desinteresadas protectoras. Y se representaba las ideas que bullían en el cerebro de la pareja artesana, visitada por la prosaica, pero dulce Quimera del primo poderoso en virtud de aquellos santos y aquellos monifates que trazaba sobre el papel, y que (no se sabe la razón) valían tantos cuartos y tanta honra.

El panadero sospechó que su primo «se lloraba», ocultaba la riqueza por no compartirla.

-Luego quiérese decir, que todo lo despabilaste, ¿eh? -murmuró en tono reticente.

-Todo... o poco menos -recalcó Silvio-. Pero ¡no importa! Ahora es cuando voy a ganar... -Y el velo de ilusión cubrió sus verdiazules pupilas-. Ahora sí que os prometo que el mayorcito... o si no éste, que es tan guapo... corren de mi cuenta.

Como en aquel momento se acercase la danesa impetuosa, brincadora, ladradora, dispuesta a saltarle el cuello a su amo, el niño, aterrado, rompió a llorar.

-¡No quiero! -cuchicheó a su madre-. ¡No quiero que este señor me lleve! ¡Está difunto! ¡Está difunto!

La panadera le tapó la boca con su mano recia, carnuda.

* * *

Los doctores venidos de Marineda mostráronse conformes con el diagnóstico de su ilustre compañero de Madrid. Tuberculosis difusa... La más grave, la más rebelde... Existía, sin embargo, una leve diferencia de pronóstico. El doctor Moragas, más desengañado, no dejó esperanza alguna. El doctor Lemasis todavía fiaba un tanto en el régimen, en el descanso, en la sobrealimentación, en los cuidados de la baronesa, gran enfermera...

-Al aire libre todo el día... Las ventanas de su aposento, que nunca se cierren... Que coma lo más posible, platos nutritivos... Si aumenta de peso, nos hemos salvado... Tísico que engorda, tísico que cura... La tisis es un fenómeno de desnutrición... Huevos, huevos, aves blancas...

Y empezó en Alborada una época de incesante preocupación alimenticia. Pilara, la mayordoma, excelente cocinera al estilo sencillo y suculento de nuestros abuelos, se consagró a aderezar piperetes y golosinas, a variar, evitando el hastío. Salieron a relucir los flanes, las natillas, los huevos moles, los ladrillados trasudando almíbar, el tocino del cielo, las mantequillas, los roscones, las torrijas, las compotas balsámicas, el chantilly con su toque de vainilla negra sobre el armiño de la crema untuosa. El doctor había aconsejado «disfrazar» los huevos y los lacticinios. La baronesa en persona vigiló los asados y los beefsteacks. Las pescadoras que cruzaban ante el portalón eran llamadas, para que trajesen en el viaje próximo lo más «vivo» y selecto de mariscada y pesca. Silvio, antojadizo, rechazaba la mayor parte de los platos; pero a veces se entusiasmaba con un manjar, y de aquél devoraba ávidamente. Hubo almuerzo en que se le presentaron doce o quince platos diferentes en fuentes diminutas -pues la comida en cantidad le repugnaba-. La baronesa hacía el panegírico. ¡Qué bueno, qué sabroso! Que comiese, que comiese; el campo haría lo demás...

Y como en el sillón empezaba a fatigarse, se le improvisó una camacatre, mullida, coquetona, con colcha de pabellones, para que pasase las horas de sol echado en el jardín de la fuente. Los prefería a la terraza ahora, por ser, de los jardines de Alborada, el más florido y alegre en aquella estación. La musiquita lenta, cristalina, flébil, como de manucordio antiguo, que hacía el surtidor, arrullaba al enfermo, le ayudaba a conciliar un sueño menos febril que el de la verdadera cama, donde se liquidaba en sudores mortales. A ratos, dormitaba; a ratos, abría lánguidamente los ojos, y su mirada, infinitamente lacia, se posaba, con destellos de placer, en la floración que le rodeaba y que halagaba su sibaritismo, envolviéndole en la embriaguez de los efluvios primaverales.

* * *

Las tres de la tarde serían. No hacía calor: casi nunca lo hace en Alborada: una brisa deliciosamente húmeda abanica siempre a las celestes Mariñas. Silvio, adormilado, despertó, porque el aire, cargado de penetrante perfume de azucenas y de gotitas microscópicas arrancadas al surtidor, acababa de acariciarle las macilentas sienes. Medio se incorporó, suspirando. Minia estaba allí, en una mecedora.

-¿Por qué se ha vestido usted de un color tan oscuro? -refunfuñó el artista.

Tenía esta exigencia: que el traje de las mujeres fuese claro, delicado, y de última moda.

-¿Pero a usted qué le importa cómo me he vestido? -protestó ella riendo-. Ahora iré a ponerme el traje de batista perla con entredoses, ya que le da a usted por ahí... Figúrese que vengo de dirigir a los picapedreros y se llena uno de arena y de barro... Pero le comprendo a usted bien. El jardín, con este océano de azucenas en flor, está muy artístico, y usted no quiere nada que descomponga el cuadro... La casualidad se lo va a completar. Mire usted...

-¡Qué hermoso! -no pudo menos de exclamar el pintor.

Por calles tortuosas, bajo el arco de tupida yedra, asomaba un grupo de tres monjitas. Eran las Hermanas de la Escuela cuyo edificio se divisa desde toda la posesión de Alborada. Vestían su humilde traje, rematado por las tocas, que envuelven en sombra y calma el rostro; pero una de las hermanas se diferenciaba de las demás en extraños detalles de su atavío. Silvio creyó soñar, al ver sobre el pecho de la monja, al lado izquierdo, un ramo de azahar de cera, y sobre su cabeza una corona de flores hierática y rígida, alta como las de las imágenes del siglo XVII. La carita oval, pequeña, de una infancia de líneas digna del pincel de un primitivo, la iluminaba la pasión y la radiación de dos ojos negros, murillescos, melados. Un júbilo candoroso, apenas reprimido, se leía en ellas, en la boca bermeja, en la frente reducida y aureolada por la blancura de la toca; y al divisar a Silvio, la piedad sustituyó a aquella enajenación de triunfo.

-¿Es el enfermito? -preguntó-. ¡Qué jovencito! ¡Pobre!

Y las dos monjas acompañantes de la desposada, más expertas, se apresuraron a decir:

-¡Pero ya está muy repuesto!... ¡Ya parece otro!

-Es sor Margarita, la parvulista, que ha profesado esta mañana -explicó Minia-. Hoy está de novia, celebra sus bodas.

-De novia está servidora, por cierto -repitió la cándida voz juvenil.

-Refrescaremos luego -advirtió Minia-. Sor Margarita, siéntese junto al enfermo, para que la vea.

-¡Nuestra Señora le sane! -deseó fervorosamente la desposada.

-¿Por qué la llaman a usted parvulista? -preguntó Silvio a sor Margarita.

-Porque servidora es la que enseña a los pequeñitos -contestó la monja-. Los pequeñitos, los párvulos...

Hablaba de los niños con inflexiones muy suaves. Bajaba los ojos, ruborosa, Silvio la contemplaba, y veía temblar sus negras, pobladas pestañas, sobre la mejilla sonrosada, de una tersura maciza de capullo. Y, detrás de sor Margarita, las azucenas formaban semicírculo, como el fondo de una página de misal. Las había muy abiertas; otras no desabrochaban aún, escondiendo en su seno de perla peraltada el oro de sus pistilos. Silvio no se acordaba del mal. Absorto en el hechizo de aquella acuarela -la monjita, con su corona hierática y su ramo de azahar sobre el pecho, rodeada de las flores marianas, envuelta en el perfume de sus incensarios místicos-, no pensaba en otra cosa. Entre el canto del agua del surtidor -no menos puro, no menos musical-, escuchaba un acento que repetía:

-¡Nuestra señora le sane! ¡Le dé lo que más necesite! Por el día en que estamos se lo he de pedir...

Dos horas después, Silvio secreteaba a Minia:

-¿No cree usted que la monjita ha de pensar algo en mí, al quedarse sola, aunque no quiera?

Minia sonrió de la fatuidad candorosa del artista... Lo que había exclamado sor Margarita al salir del jardín era esto:

-¿Se dispondrá? ¿Le ocurrirá cuidar de su alma? ¡Dichoso él entonces!

Y las dos monjas mayores repitieron:

-¡Dichoso él entonces! Y se va a quedar como un pajarito, a la hora menos pensada...

Preocupado aún, Silvio murmuraba:

-¡Qué mona es esa esposa... sin esposo!

-¿Sin esposo? -repitió Minia-. De las mujeres que conoce usted, ¿es ésta la que está sin esposo? Piense en las demás... en sus amigas... ¿Es tener esposo tener al lado un señor de bastón y gabán? La parvulista tiene esposo; vive por él, con él. Acuérdese usted de lo que me escribió desde Holanda, cuando pudo usted contemplar el Cordero Místico. Hay una verdad, una verdad que no está en el barro, ni en la fisiología...

Y el artista, riente como niño que olvida sus miedos, aprobó:

-Está tal vez en las azucenas...

-Está de fijo en las azucenas -confirmó Minia-. Todo lo demás es bien deleznable.

-Parece una niña la parvulista -observó Silvio.

-Joven es, pero no tanto como representa; su inocencia le sirve de infancia. ¡Si supiese usted a qué trabajo se dedica! Toda su enseñanza es de viva voz. Hay días en que se acuesta despedazada, hecha trizas la laringe.

-Contraerá una tisis -pronunció Silvio, apiadado, sin reflexionar. Y Minia, asombrada de la ironía de las cosas humanas, de aquel moribundo vaticinando a un ser todavía sano su mal mismo, suspiró.

-No suelen llegar a viejas estas parvulistas... -dijo-. Sor Margarita, hoy, era una rosa entreabierta, pero a diario está muy pálida consumida. Quiere de un modo infinito a los pequeños, y aunque hagan mil trastadas, no los castiga jamás. Madre es, madre entrañable... No diga usted lo contrario.

-Lo que digo es que quisiera retratarla, sobre esta línea de azucenas, con su corona de flores y su azahar sobre el corazón. ¡Qué hermosa es la primavera, Minia! ¿Cree usted que se dejará retratar la monja?

-¡Estoy segura de que la superiora no se lo permite...!

* * *

La sacudida se prolongaba en los nervios de Silvio. Llamaradas breves de arte, de gloria, encendían su diaria calentura. Habiendo comido un poco mejor, reposado algo, recibido la benéfica influencia del renuevo, de la germinación y expansión de la naturaleza, esperanzas, impaciencias, llamamientos de lo exterior le soliviantaron. Y una mañana, al rechazar la bandeja con la copa de leche vacía, susurró al oído de la baronesa:

-¡Estoy mejor!... ¡Estoy mucho mejor!... He resuelto empezar a pintar. Iré por ahí, tomaré apuntes de paisaje...

Nadie le contradijo. Levantado al otro día más temprano que de costumbre, afeitado, aseado, galvanizado, dijérase que, en efecto, recobraba la salud por instantes. En la sala del piano, donde acostumbraban pasar la velada, sobre anchurosa mesa antigua, de caoba lustrada por el uso, dispuso el artista que se colocasen y extendiesen los chirimbolos del oficio. De todo había traído en abundancia: rollos de papel, cajas de lápices, lienzo imprimido, pinceles, tubos de color; la baronesa suministró el caballete. Domingo, el criado que atendía al artista enfermo, sin repugnancias ni aprensiones de contagio, acudió solícito a evitarle la fatiga, a arreglar y limpiar tanta menudencia. Mientras el servidor frotaba, ordenaba, dejaba la paleta libre de cazcarrias de color seco, reluciente de aceite como bruñida, Silvio, desde su sillón, seguía las operaciones con ansia, pareciéndole que se tardaba mucho en terminar. Sobre un tablero extendieron el papel gris y lo sujetaron con chinches: Silvio no sabía si empezar por un pastel o un óleo, y también en largo bastidor le clavaron lienzo... Cuando todo estuvo corriente, formado, en orden los pinceles, las brochas, las buretas, el frasquito del barniz secante, a buena distancia el caballete, levantose Silvio, rechazó la manta con que la baronesa le había cubierto las piernas, como siempre, y a paso vacilante se acercó a la mesa, exprimió color de los tubos, encajó el pulgar izquierdo en la paleta, agarró el tiento, un puñado de pinceles... Quería «manchar» cualquier cosa... De repente un vértigo le cubrió de sombra las pupilas, una mano de bronce le cayó sobre el pecho: era la palma de un gigante oscuro, que había entrado por la abierta ventana, y que le arrancaba del manotón paleta, pinceles, todo... Y desvanecido, Silvio soltó paleta y tiento, y recayó en el sillón, gesticulando como un poseso. Sobrevino el ataque de nervios, anunciado por el primero de los rugidos estertorosos que habían de llegar a ser forma usual y aterradora de su queja.

Desde aquel momento, los trabajos de pintar desaparecieron; el artista no volvió a reclamarlos, no porque se hubiese penetrado de la verdad tremenda, sino porque sus fuerzas decaían, y entraba en ese período en que el enfermo no atiende sino a sufrir. No era su lenta agonía la extinción suave, insensible, de la vida del pájaro, que habían predicho las monjas; entre todas las formas del mal, había tocado en suerte a Silvio la más cruel. Su enfermedad empezaba a ascender hacia la cabeza. Por momentos, las alucinaciones de Busot volvían, pero no humorísticamente, sino terribles, delatoras de que un instinto misterioso anuncia siempre a nuestra sensibilidad lo que la razón impotente y torpe se resiste a ver. Mientras Silvio creía, despierto, que recobraría la salud, dormido, el alma le avisaba, profética, con graznidos de ave sepulcral.

Sobre todas las demás sensaciones angustiosas, percibía una, casi intolerable: la de la disociación. Silvio, que tanto había aspirado a sobrevivirse afirmando su individualidad victoriosa, sentía vagamente disolverse los elementos que la componían. Era sin duda el trabajo sordo, oscuro, de la enfermedad en su cerebro, desbaratando esa trabazón de las percepciones en que se basa la unidad de la conciencia; era el soplo del mal, haciendo oscilar la luz, columpiándola antes de extinguirla, dispersándola en el vacío. Silvio, como artista y sensitivo afinado y refinado, había reconocido siempre poderosamente la identidad de su ser; pero al presente, horas enteras, bañado en viscoso sudor, molidos los huesos por la prolongada estancia en el lecho, invadida la cabeza por las colonias microbianas, perdía la noción de su realidad, se sentía hundido, anegado en la naturaleza enemiga, en la dañina materia. Era una percepción sorda y confusa del aniquilamiento de lo único que nos sostiene y escuda contra el empuje de las fuerzas desintegradoras: del yo, esa enérgica reacción de un individuo contra lo que no es él. Y, alzando la húmeda y descolorida frente, Silvio repetía con la dolorosa sonrisa de los martirizados:

-¿Sabe usted, baronesa, que esta noche soñé que era hierba, y que me pastaban los bueyes?

-La hierba es una cosa muy bonita -contestó la baronesa afectando buen humor-. Justamente... hoy el día está magnífico, y usted se va a poner elegante y se va a sentar en la terraza, sentadito, ¿eh?, no tendido en la cama, sino sentado... porque es usted muy comodón, y acaba por perder fuerzas... Ya instalado allí, tranquilo, verá la labor de la hierba, que es preciosa...

Cumpliose el programa. Silvio, alentado por la dulzura aterciopelada del aire, y en una de esas rachas de leve mejoría que traen a los enfermos de muerte repentino engreimiento, se vistió, se acicaló, calzó las elegantes botas inglesas que gastaba en el castillo de Alorne. Y con su presunción de niño, murmuró, pavoneándose:

-Me he arreglado como si estuviese en el manoir de la Condesa de los Pirineos.

Minia, algo picada, preguntó, con la tolerancia que se otorga a los enfermos:

-¿Hay una toilette para sus grandes amigas de Francia, y otra para las de España?

Silvio, en vez de responder, tomó la mano de Minia y la besó. El amistoso reproche era fundado, y el artista, en su ingenuidad, se acusaba muchas veces de cierto esnobismo.

-Mis grandes amigas de Francia -murmuró- acaso no serían capaces de sufrir mis chinchorrerías de enfermo... Soy un tonto, ya lo sé.

-Ya lo sabemos... -articuló riendo la compositora-. Ea, basta de etiquetas, y vamos a ver la corta de la hierba, que es una sonatina pastoral encantadora.

Salieron, apoyado Silvio en el brazo, todavía tan fuerte, de la baronesa. Costábale trabajo andar, arrastraba los pies como un viejo; se cansaba, se detenía. Sin embargo, vencida la cuestecilla entre el patio y la terraza, respiró un poco mejor, dilató con delicia las fosas nasales. Era que acababa de inundarlas la bocanada del perfume más idílico: el de la hierba, no recién cortada (que entonces no embalsama), sino ya medio seca por el sol encima del mismo prado, y removida para voltearla.

En efecto, ésta era la labor. A distancia, el prado, cubierto de hierba extendida, en vez de su color verde tenía tonos de plata tostada, sedeña; y sobre el fondo de esta cosecha impregnada de sol, trasegándola con los horcados, nadando en ella, las mozas, de refajo grana y pañuelos amarillos, trabajaban entre risas y canciones. Era imposible concebir cuadro más atractivo.

Se habían elegido por volteadoras rapazas aniñadas aún, de rubia trenza, de pies menudos, ágiles dentro del zueco o del grueso zapato; y cumplían su tarea jugando, desafiándose a arrojar más arriba la desflecada plata de la hierba.

Alrededor del prado gallardeaban las rosas en flor, y en el horizonte, el bosque de castaños tenía un tapiz de verdura honda y reciente, sobre el azul del cielo lavado y vivo como una acuarela. Silvio se extasió desde su butaca. Experimentaba esa impresión de calma y seguridad que produce una residencia como Alborada, cuando la animan las labores campestres. El perfume de la hierba le embriagaba. Y la gran poesía de todo aquello, la formuló con la más vulgar incongruencia.

-¿No le dan a usted envidia algunas veces los jumentos? -preguntó a Minia.

-Mil veces. No habría cosa más simpática que poder soltar la razón, depositándola en una cajita bien cerrada, para recogerla cuando a uno se le antojase. Nuestra tortura viene del cerebro. Las sensaciones plácidas del asnillo en el prado nos aliviarían. ¡Porque, verdaderamente, Silvio, ni aun el sueño nos reposa! Entre sueños, se activa la vida ilusoria, toman cuerpo las ilusiones, y se sufre también.

-Entre sueños -aprobó Silvio- es precisamente cuando se me ocurren a mí cosas estupendas, y me traigo una batalla de desatinos, que se disfrazan de concepciones sublimes. Entre sueños pinto cosas magníficas, y con facilidad asombrosa creo obras maestras. Y las veo, las veo concluidas, radiantes... Entre sueños también lucho con endriagos, fantasmas y visiones que me destrozan... ¡El sueño! Sobre todo desde que enfermé, el sueño no me restaura: me aplana o me excita.

-La parte soñadora de nosotros mismos debe de ser la que sueña, y la que nos restauraría sería la animal, y más aún la vegetativa, el tranquilo cumplimiento de funciones puramente naturales... Por esto envidiamos al jumento cuando se hunde entre los mullidos tablares del prado.

-¡Qué bien me hace el olor de la hierba! -declaró el artista. Y, en efecto, los tres o cuatro días que duró la labor, la mejoría de Silvio pareció sostenerse. No era sino un alto en la enfermedad, cosa frecuente en estos males de consunción; pero bastaba para sostener el optimismo de Silvio, el convencimiento extraño de que no podía morir. No cabía en la cabeza del joven la idea del desenlace. Las señoras empezaban a pensar con angustia en el momento en que la esqueletada, llamando a la puerta con sus secos nudillos, trajese la terrible y bienhechora verdad, clavase negro alfiler a la mariposa del alma...

Minia había oído hablar mil veces del tenaz optimismo de los tísicos, pero lo creía una de tantas leyendas. Al comportar la realidad del fenómeno se admiraba.

Silvio (tal es la fuerza del instinto que nos apega a la persistencia de nuestra individualidad) no apreciaba su destrucción. Alentado, asistía con goce de los sentidos -de la vista, del regalado olfato- al espectáculo interesante. Lánguidamente miraba alzar, remover, orear y volcar la hierba, hasta que, seca ya por ambas caras, la apilaban en montones de oro, inmensas cabezotas rubias, que surgían sobre el fondo raso, de un verde infantil, del prado afeitado al rape. Con sus horcados iban las mozas formando las medas, dándoles la primitiva hechura de las huttes salvajes, moradas del hombre cuando abandonó la vida troglodítica. Realizaban este trabajo con destreza sin igual, con rapidez graciosa, siempre jugando, siempre a carcajadas, en labor que tiene mucho de recreo para jornaleras habituadas al destripe de terrones, al corte y pise del espinoso tojo, al empile del estiércol. Y las excitaba además -con prurito de rústica coquetería- el que desde la otra terraza, frontera a la fachada principal, los canteros y picapedreros las miraban a hurtadillas, comentando vigores, robusteces y gallardías anatómicas... Desde las almenas de la torre de Levante, que aquellos días estaban acabando de coronar, otros obreros, distrayéndose de su peligroso trabajo, también las requebraban, con carantoñas y burlas. A medida que la tarde avanzaba, las mozas cantaban más despacio y medaban menos: la fatiga, el calor, retardaban el movimiento de sus brazos y ensordecían las canciones de sus bocas. En vez de coplas maliciosas de desafío, entonaban un ¡alalalaaá! prolongado con melancolías vespertinas y cadencias lentas de resignación, de soledad, de ausencia y nostalgia. Cuando por casualidad las medadoras (en vez de lanzar ojeadas a los fornidos canteros que silbaban tonadillas como para asociarse al canticio) se volvían hacia la terraza, donde yacía, recostado, aquel señorito de cara de cera, a cuyos pies se tendía un perrazo de pelo color de humo, su voz se volvía más baja, apagada con sordina de respeto y compasión. ¿Qué tenía aquel señorito, malpocado? ¿Qué le pasaba, que ni andar podía, sino sostenido por otros? Ellas sabían por la hermana de Pilara, una medadora, que se le guisaban muchos platos, que de Marineda venía el médico a menudo... Y susurraban bajo: «¡Tan nuevo! ¡Tan mociño y tan galán! ¡Dios lo remedie!». Después continuaban erigiendo sus medas provisionales de oro blanquecino y seda pajiza. La meda definitiva se construiría en la era, cuando se llevasen la hierba los carros. Vinieron éstos y se reanimó la labor, porque en ella tomaban parte ahora mozas y gañanes, y los que guiaban el carro dirigían retadoras miradas, desde el hondo prado que surcaban las birtas, a los picapedreros y canteros, cuando subían las almenas y lanzaban, al izarlas, un ahuum penoso, salvaje. Andaban los de la parroquia -los pocos varones que dejaba la emigración- esquinados con los canteritos jóvenes venidos de Pontevedra, que se llevaban a las rapazas de calle. Y los aldeanos, jactanciosos, erguidos sobre el carro, acalcaban la hierba con los pies para cargar de una vez gran partida. Silvio encontraba hermosísima la escena, deliciosa la nota de color, sobre el prado las yugadas de los corpulentos, pachorrentos bueyes rojos, los carros célticos, con sus ruedas macizas, sus cainzas de mimbre negruzco, y desbordándose de ellas, el rubio colmo de la hierba encendido por un rayo muriente de sol y el gañán de pie sobre el carro, dorada también su figura y recortada sobre el cielo... Raudales de poesía bucólica le brotaban en el alma, y su sentimiento exquisito le hacía saborear no sólo el cuadro, sino el plañidero toque de oración, que suspendía la labor campestre.

-El cuadro es más hermoso, porque es religioso, Silvio -observó Minia.

-Sí -respondió el artista-. Es la nota de Millet. No es religioso un cuadro porque represente una Virgen o un Cristo; puede representar eso y ser lo más profano del mundo. Y puede representar esto, unas medas, unos carros... y si uno supiese traducirlo bien con el pincel, sería no sólo religioso, sino místico.

-Me agrada que lo comprenda usted... Cada barrera de convencionalismo que usted salve le hará más artista y más hombre.

-Parece que se me han caído de los ojos unas escamas -declaró Silvio-. Yo antes fui esclavo de la naturaleza en su aspecto material. Ahora, sin salir de ella misma, encuentro tesoros de emoción. ¿Se acuerda usted de mi Recolección de la patata? Aquello era sencillamente una vulgaridad, un rasgo de ordinariez. El asunto, el modo de tratarlo, el colorido... Compárelo con esto que tenemos delante, tan majestuoso, tan sereno... ¡Y pensar que ahora, que veo claro lo mejor, se me caen de las manos paleta y pinceles!

Persuadido, añadió:

-No moriré de este mal; pero suponga usted, por un momento, que muriese... Es aterrador, Minia... ¿Qué quedaba de mí? Cosas que ya no responden a mi sentir. Ideas que ya rechazo... Y lo verdaderamente íntimo, lo que he ido descubriendo... ¡eso nadie lo sabría! ¡Eso iría conmigo al otro mundo!

Interrumpiose para escupir su pobre pulmón deshecho, y con rosetas de fiebre en las mejillas, agregó:

-¿Qué diría usted, si en el techo del castillo de la Condesa de los Pirineos reprodujese yo la corta de la hierba seca en el Pazo de Alborada?

El último carro se retiraba chirriando, estridente y fatídico; el horizonte era violeta; las hojas se estremecían.

La baronesa ordenó:

-Va a caer rocío... A casa, a la cama los enfermos...

* * *

Se inició un período aún más angustioso: empezó a faltar el aire a Silvio.

Por momentos respiraba normalmente; pero de pronto, la ansiedad se apoderaba de él, y descompuesta la faz, lívidas las mejillas, principiaba a jadear, a inspirar y espirar con esfuerzo horrible. Un día que, sentado a la mesa, entre desganado y encaprichado, picaba con el tenedor blanco filete de lenguado fresquísimo, rociado con limón, se levantó de pronto llevándose las manos a la garganta, al pecho, a las sienes después; se precipitó hacia la ventana, abrió la boca en redondo, aspiró locamente, y como el jadeo de asfixia no cesase, tambaleándose, se arrojó al suelo, tendido cuan largo era. No podían las dos señoras, la baronesa muy forzuda, Minia de endebles puños y delgadas muñecas, levantarle en vilo, ni aun con auxilio del criado, porque Silvio hacía señas desesperadas, lanzaba ayes para que le dejasen así, como un cadáver, aplacado al piso. Y daba horror su cuerpo huesudo, largo, sacudido por el jadeo. Al cabo se logró acostarle sobre un sofá. La disnea se calmó, dejándole en abatimiento sumo.

Desde entonces no tuvo Silvio comida gustosa, y empezó a cerrársele el pico, a repugnarle todo, hasta esos alimentos que crían fibra y sangre.

Eran el último refugio, el último baluarte de su enfermera, los huevos, los sanísimos huevos, blancos y limpios como capullos, que la baronesa le enseñaba recién puestos, calientes aún del cuerpo de la gallina, con transparencias rosadas al través de la nitidez de fina escayola de su cáscara. Y, estando cenando, vio la baronesa que el enfermo movía la cabeza, hacía un mohín de repugnancia a la yema batida con azúcar y Jerez, y después, que dos lágrimas se deslizaban, lentas, por las mejillas enflaquecidas.

-¡Me han repugnado! -repetía Silvio con infinito desconsuelo-. ¡Se acabó! ¡Me han repugnado definitivamente! ¡Mejor comería cualquier asco! ¡Repugnado, repugnado los huevos!

La baronesa también sentía la amargura profunda de aquel vulgarísimo y tremendo accidente. ¡Lo más nutritivo, lo que se asimila mejor! ¡Desgracia grande! Y ¿qué darle ahora? ¿Qué discurrirle? ¡Perdido ya el estómago! ¿Cómo defender la plaza? Era la derrota.

Y se empeñó la lucha con lo imposible... La enfermedad se cebaba en su presa, triunfaba. Los síntomas eran a cada paso más varios y crueles. Aflicciones nerviosas, síncopes, desfallecimientos, dolores de huesos, molimiento infinito... Una noche, a las altas horas, la baronesa, que había trasladado su dormitorio para debajo del enfermo, a fin de vigilar la asistencia, oyó la voz del criado de guardia, que la llamaba con apuro.

-El señorito Lago... El señorito Lago...

La señora saltó de la cama, se envolvió atropelladamente en una bata, corrió... Silvio parecía agonizar. Sobre la almohada blanca, su faz era de tierra amasada con yeso, sus ojos se retraían, su nariz se afilaba, su boca se llenaba de sombra lívida. Mil veces había pensado la baronesa en la llegada de aquel instante; empero, sintiose aterrada, como ante un caso imprevisto. Se precipitó a sostener la cabeza del artista, inerte.

-¡Silvio! -repetía-. ¿Qué es esto? ¿Qué tiene usted?

Débilmente, en un soplo, Silvio pronunció:

-Mucho frío... Me hielo...

La baronesa, rehecha ya, empezó a dictar órdenes.

-Calentar una manta... Espíritu de vino... Ron... Coñac. El calentador...

Toda la casa se había puesto en pie, con la alarma. Pilara reavivaba el fuego, sacaba brasas para el calentador; el sirviente empapaba en alcohol franelas, y friccionaba el cuerpo flaco, devorado por la calentura.

Silvio volvió a suspirar:

-Tengo frío... Tengo frío...

Fuera, la noche era espléndida, estrellada. Llegaba el verano con sus caricias y sus vitales soplos. La ventana, por orden expresa del médico, debía permanecer abierta siempre. Pero la baronesa la cerró, bajo la impresión de aquella queja, y dispuso calentar por dentro a toda costa.

A los labios del moribundo acercó una cucharada de coñac. Al principio, Silvio apretaba los dientes y resistía; pero la baronesa le entreabrió la boca con el rabo de la cuchara, y deslizó el líquido. Según iba cayendo, oloroso y fuerte, y por las venas entraba su virtud, el agonizante resucitaba, sus ojos se entreabrían, mirando a la baronesa con transporte.

-¡Dios mío! -murmuraba-. ¡Qué congoja he pasado! ¡Qué frialdad tan horrible! ¡Qué bueno es tener calor! ¡Qué bueno es tener quien le quiera a uno!

Y con efusión de reconocimiento, repitió extendiendo las manos:

-Sólo los buenos, sólo los buenos... Denme la bondad, el abrigo... ¡Me siento tan bien! Me ha salvado usted, baronesa. ¡Qué trabajo le doy! ¡Qué trabajo a todos los de esta casa!

-Déjese de eso, y duerma... A ver si concilia el sueño un poquito...

Llegaba tarde la advertencia. Silvio acababa de aletargarse dulcemente, aturdido por el bienestar.

Al día siguiente estuvo animado, fue por su pie al jardín, tomó leche con gusto (leche de engaño, en la cual la baronesa deslizaba la yema de un huevo, afirmando que la vaca daba una leche amarilla, de un color raro, pero sabrosa, muy sabrosa...). Y la idea de la muerte, si es que un instante había rozado con ala de murciélago su imaginación, desapareció como desaparecen, en cuanto el sol alumbra, los bichos nocturnos y las mariposas atropos, que llevan una calavera en el corselete...

-Es el problema que tenemos aquí -decía Minia en conversación con el antiguo capellán de la casa, bajo los castaños del soto, en la revuelta donde no podían llegar sus palabras a los oídos de nadie-. ¡Es un problema bien extraño! Cuando más se impone la muerte, menos cree en ella, menos siente la presencia de esa definitiva realidad.

-No me sorprende -confirmaba el sacerdote- lo que usted dice... En mi ejercicio de auxiliar moribundos he visto que, aunque estén con el estertor, muchos no creen llegado su término... Y en esta enfermedad, lo que es en esta... ¡nunca!

-Decírselo... ¡No hay fuerzas para decir una cosa así! Y por otra parte... yo no sé lo que piensa, yo no he calado su alma. Es probable que esté petrificado en indiferencia absoluta; quizá no cabe en él más que su Quimera... ¡Si es así, y se entera de su condena a muerte, y ve que se va sin realizar lo soñado, se entregará a la desesperación en vez de aceptar el consuelo de las horas supremas!

-Explórele usted -murmuró el sacerdote, que había venido desde Marineda con tal fin-. Explórele, usted le conoce mejor... Yo no acierto... Estos artistas ¡son tan diferentes de todo el mundo! Persuádale.

-¡Persuadirle! -repitió la compositora-. Me fiaría más en un arranque de sentimiento...

Entró de mañana en el cuarto del enfermo. Éste no se había levantado aún. Medio incorporado en la cama, intentaba escribir, sirviéndole de pupitre un elegante portafolio de marroquí inglés, con cantoneras de plata -regalo de Lina Moros-. Sobre la cama, andaban esparcidas diez o doce cartas, cuyo perfume revelaba la procedencia femenina. Algunas lucían escuditos heráldicos en oro, plata y colores; otras mostraban, sobre el papel satinado gris, un círculo en que se encontraba inscrito el nombre en elegantes caracteres. Las formas del papel eran originales, y aquella correspondencia daba sensación de vida exquisita, de plena high life. Era la clientela de Silvio, sus amigas momentáneas, las de la sonrisa zalamera, las del galanteo ocasional y el repentino capricho, las que se encanallaban un día, por variar, hartas de lo monótono del amorío sin idealidad con los hombres de caballo y club. Y Minia, frente a sí, en el papel, vio agrupadas con la peculiar gracia de Silvio, con su coquetería de arte, fotografías de las corresponsales, en trajes de elegancia rebuscada y efectista, escotadas, haciendo resaltar las bellezas de su cuerpo, en la actitud y con la sonrisa que más favorece.

A ellas es a quienes Silvio quería responder, asiéndose a aquel interés frívolo, bastardo, como a forma palpitante y ardiente de la vida que le abandonaba... Las otras, las protectoras buenas y serias, la Condesa de la Palma, la Pirineos, se habían informado de su salud preguntando extrajudicialmente a la baronesa y a Minia. Éstas, las guerrilleras de vanidad y amor, acaso ni sabrían que sus cartas iban a caer en un lecho mortuorio.

Silvio empezó a hacer garrapatos; su mano temblaba; la letra era ininteligible... Sudor penoso trasmanaba de su sien. Agachó la cabeza, suspirando, soltó la pluma, y exclamó lleno de desconsuelo:

-Imposible... No acierto a trazar dos renglones. No es el pensamiento, es la mano... ¡Ni pintar, ni aun escribir!

Y al cabo de un instante, buscando el engaño de la fantasía:

-Es la debilidad. No es otra cosa. Así que me fortalezca un poco...

-Entretanto -dijo Minia-, ¿por qué no olvida usted enteramente este aspecto de su vida? No hay nada que descanse, que fortalezca, Silvio, como olvidar. Nuestro existir es una especie de mosaico, que no debemos mirar obstinadamente en sus pedazos de piedras de colores, sino en conjunto. ¿Le importan a usted las monísimas corresponsales?

-No las tengo ningún cariño... Al contrario... Ya sabe usted mi modo de ser... pero se me figura, que no nos apegamos a la vida por lo que nos infunde cariño, sino por lo que nos causa irritación, picor de vanidad... ¡Minia! ¡Qué hermoso será vivir, cuando me cure y vuelva allá, a realizar mi ensueño de siempre!

Minia callaba.

-¿Cree usted que tardaré mucho tiempo en curarme? ¡Usted no tiene fe en que yo sane antes del invierno!

-¡Quién sabe, Silvio! -articuló ella-. Las enfermedades vienen pronto y se van tarde... Escúcheme... La enfermedad tiene algo de serio, algo de augusto, algo que nos familiariza con lo inmortal que existe en nosotros... ¿No piensa usted así? Un enfermo es un hombre que momentáneamente renuncia a vanidades, concupiscencias, flaquezas... La existencia de un enfermo es necesariamente moral, necesariamente pura...

-Sin duda mi enfermedad es más antigua de lo que creí -respondió él-; porque hace meses me conduzco como un santo... relativo. Al Doctor Moragas se lo he dicho; y se hizo cruces. Él creía que, estragado por los vicios de París... Y a mí lo que me ha consumido, lo que me tiene tan débil, es... mis sueños... ¡mis sueños, Minia! ¡Eso me ha emponzoñado mis venas! ¡Eso es lo que me devora!

-No lo dudo... Pero al mismo tiempo... -La mirada de Minia se fijó de nuevo en la pared; buscó las fotografías, las semidesnudeces, las sonrisas artificiosas-, el que entrase aquí creería... ¡Si Moragas ha visto todo eso!

Silvio, otra vez abismado en su almohada, hizo un gesto de indiferencia suprema.

-¡Bah! He puesto eso ahí como podría poner un niño un pliego de aleluyas...

-Pues desdicen esas fotografías de la dignidad, de la nitidez de una alcoba de enfermo, Silvio... Ya sabe usted que soy franca.

-Quítelas; haga lo que considere oportuno.

Minia recogió los retratos, y por un refinamiento de delicadeza, no quiso guardarlos ni en la maleta ni en los cajones. Los archivó fuera, en un mueble. No se escandalizaba, ni creía que tales retratos fuesen reprobables, si allí no estuviese un hombre sentenciado. El cuarto era capilla. Y, al mirar las paredes blancas de cal, desnudas, pensó que todavía no era tiempo de traer allí a la Madre, a la que los ángeles rodean y las estrellas coronan; a la que tiende su mano, húmeda de lágrimas y oliente a incienso, a los moribundos. Ya llegaría la ocasión... Por ahora bastaba un violetero; un cuadrito, un jarrón con rosas blancas. El cuarto perdería su aspecto bohemio, y se purificaría por la hermosura de esas rosas que apenas dan olor.

El camino tenía que ser insinuar el respeto a la enfermedad. No se le podría decir a Silvio que se acercaba la gran Acreedora... pero sí cercarle de lo que inclina a pensar en ella sin sorpresa, sin incredulidad, sin escepticismo.

Él experimentaba, no obstante, repulsión a cuanto podía traerle un pensamiento ascético. Su fantasía, repleta de formas sensibles, se apegaba a apariencias, a los ruidos, a los fenómenos de la vida terrestre.

A pretexto de que «podía inspirar un boceto o un cuadro», llevó Minia a Silvio a la sacristía de la capilla de Alborada, donde, sobre la cajonería severa, lisa y sin adornos, bajo un dosel de terciopelo granate franjeado de oro, se alza la efigie del Cristo del Dolor. Visten al Cristo unas enagüillas de raso violeta y lentejuela, y la larga cabellera oscura, como enmarañada por sudores de agonía, que vela su faz desencajada y sus cárdenos labios, la sujeta una corona tejida de ramas de espinos del monte, que rodea su frente, salpicada de gotas denegridas de sangre. La palidez del divino Rostro se acentúa con ellas, y son aterradoras las melenas al descender sobre el pecho de saliente costillaje, hasta el costado abierto por la lanza. Es la imagen del más ardiente romanticismo; trágica, sugestiva. Dos cirios la alumbraban, y su luz incierta, amarilla como un diamante brasileño, deteniéndose un punto en el Rostro, le prestaba apariencia sobrenatural. Silvio se detuvo impresionado.

-¿Verdad que es hermoso?

-Me da miedo -suspiró Silvio-. No comprendo, cómo usted se rodea de estas imágenes recordadoras de los terrores de la muerte. Allí el arco sepulcral, que ya una vez... ¿se acuerda? ¡Y aquí, este Cristo que expira, y que lleva en la peana la lúgubre advocación del Dolor!

-¡De la muerte no hay que olvidarse nunca! ¡Es nuestra compañera fiel... y cuántas veces bienhechora!

Y él respondió, refractario:

-¡No me quiero morir, no señor, hasta que realice algo siquiera! Hasta entonces, vivir a tragos. Es preciso que yo sane. ¿Qué hacen esos doctores que no me curan? ¡Si yo supiese que el Cristo...!

-Su reino no es de este mundo... -sugirió Minia.

Regresaron de la sacristía por la sala, llena de embetunadas pinturas, lentamente, apoyado Silvio en su bastón, casi arrastrándose, después en el brazo rudo del hortelano. Dejose caer en la butaca, para contemplar, según costumbre, la puesta del sol. Aquel día era imperial, esplendorosa. Se anunciaban calor y tormenta, y el sol se reclinaba en cúmulos de púrpura, inflamados, acuchillados por toques violentos de plombagina, y esclarecidos con luces de erupción volcánica, focos que parecen delatar el flamígero lengüeteo de la llama que sube. Era de esos ocasos extraños, amenazadores, en que el ciclo semeja indignado, y que el pincel no puede reproducir a no caer en amaneramiento. Silvio se complacía en él con el interés que despiertan en el campo los aspectos de la naturaleza, y con la impresión de grandiosidad que en su alma de inspirado adquirían fácilmente las cosas. El soberano espectáculo le hacía olvidar por sorpresa sus dolores; le sustraía momentáneamente a la enfermedad. Los rubíes vivísimos, fluidos, movibles, lisonjeaban su sentido de colorista. Y, de pronto, en aquellas nubes ígneas y caprichosas, entre el incendio del cielo, la fantasía le dibujó una forma, destacándose entre las restantes. Era la de una alimaña, mezcla de dragón y serpiente, cuyo dorso se dentellaba en agudos picos, cuyas fosas nasales espurriaban fuego, cuya cola, de retorcidos anillos, se tendía azotando el aire y rompiendo las otras nubes a su latigazo triunfal. La apariencia reinó algunos instantes; pero cuando Silvio quiso enseñársela a Minia, ya se desvanecía su colosal figura, ya su brasero se apagaba.

Traído de Marineda, llegó entonces el correo. Quiso la baronesa sustraer una esquela de defunción que timbraba sello extranjero. Silvio le había echado mano y la abría, y su faz, un momento animada por la contemplación de un cuadro, se descomponía rápidamente...

Era la esquela mortuoria de doña María de la Espina Porcel de Dión, fallecida en Niza, «Villa Plaisirs», según participaba interminable cáfila de parientes, rogando que se la concediesen oraciones. El artista dejó caer la cabeza sobre el pecho; la esquela rodó al polvo. Los pájaros no cantaban en las acacias corpulentas.

* * *

-¿La quiso usted mucho? -preguntaba Minia al notar el terrible efecto de la nueva que contenía y certificaba aquel papel satinado, con estrechísima orla negra, encabezado por una cruz, atestado de nombres propios.

Silvio tardó en responder. Parte, por dificultad de respiración, y parte, por incertidumbre ante la interrogación analítica.

-No he sabido nunca -pronunció al fin lentamente- si la quise, si me fue indiferente, si la detesté. De todo habría a ratos. No he sabido si me hizo bien o mal. Era como la vida: que nos hiere, que nos despedaza, que nos burla, que nos hace infames a fuerza de desengaños y de mentiras, pero que... ¡es la vida, qué demonio! Y Espina, Espina Porcel, era acaso, en el fondo, más artista que yo. Despreciaba más lo vulgar, sí, lo despreciaba. Ha muerto de su exaltación artística, de su afán de vivir de un modo refinado y bello, de agotar el ideal. Ha muerto de no transigir con las sensaciones comunes y prosaicas. ¡Pobre, pobre María!

-Según eso, ¿la ha perdonado usted?

-Y qué, ¿voy a odiarla, ahora que es un puñado de podredumbre?

-Tiene usted la feliz inestabilidad de los geniales... -advirtió Minia-. Pero no perdone por indiferentismo... Perdone por amor, por sumisión. ¡Rece por ella!

La campana de Monegro rompió a doblar. No era el Ángelus. Una casualidad: doblaba a muerto por algún aldeano que había terminado su jornada, soltado el azadón y empezado el reposo. Como en la hermosa poesía de Longfellow, el alma respondía al toque de la campana. Silvio percibió una mortaja de sombra que le envolvía y lo envolvía todo. Era, quizá, efecto de la impresión repentina causada por la esquela mortuoria; era, quizá, que el oscuro presentimiento de su propia destrucción se concretaba al fin. Imposible es trazar línea divisoria entre ciertos estados de alma, fijar el momento en que a la confianza sustituye la sospecha, al respeto el menosprecio, a la esperanza el desaliento absoluto, a la seguridad el terror. ¿Qué había sucedido para que aquellos toques, en una parroquial de aldea, en otro caso probablemente apreciados por el artista como efecto estético, suscitasen entonces en él la percepción trágica, honda, no de la muerte, sino de algo a que la muerte sirve de pórtico de mármol negro?... Y todo se transformó a sus ojos, adquiriendo la solemnidad que tiene para el reo la capilla donde ha de esperar su gran hora. En un instante la realidad se traspuso a la otra margen, que el agua del trozo de ría, llena de tinieblas, le representaba vivamente. No fue impresión heroica, sino de espanto; de espanto frío, letal. Los árboles, ya borrosos, le parecieron fantasmagóricos; la ría, lago siniestro donde rema el barquero implacable; la silueta de las Torres, temerosa, cual si fuese la de uno de esos edificios de la Edad Media, cuyas paredes ahogaron sollozos y cobijaron dramas; y el toldo de las acacias espléndidas, extendido como regio pabellón, un manto plomizo, del cual goteaba humedad de tumba. ¡Morir! ¡Morir también, como Espina, como la modernista radiante, la de inimitable existencia! ¡No ser, desaparecer, reunirse con la Porcel en la macabra alcoba de la tierra húmeda, o entre el informe y caótico silencio de los cerrados nichos! Y el ataque nervioso vino, fulminante. Silvio gritó o más bien aulló su pavor, su adhesión a los fantasmas de la realidad, su voluntad terca de no sumergirse en el océano sin orillas, de oleaje monótono y fatal, donde viene a parar todo...

* * *

Fueron días de prueba los que siguieron a aquél. El cerebro de Silvio, por momentos, se desorganizaba, y sólo lo visitaban las alucinaciones del miedo. No asomaba la resignación, ni aun el estoicismo con que la juventud suele mirar la muerte. ¡Morir ya! -balbucía-. Pero ¿no habrá quién me salve? ¿No habrá quién me tienda la mano? Y por una de esas singulares anomalías patológicas, en el agudo ataque de pavura, el miedo a morir le hacía intentar arrojarse por la ventana, siempre abierta, para acabar de una vez.

Mientras él sufría como un réprobo, la naturaleza desplegaba galas de fiesta nupcial. Había revoltosos enjambres de mariposas y avispas; en la playa arealense las olas se tendían acariciadoras, tibias ya; pintaban las cerezas, y en la noche de San Juan las hogueras, desde lejos, en la cima de los montes, recordaban el rito sagrado, la tradición adoniaca. Desde la terraza podía verse a chiquillos y mozas armar sus lumbraradas rituales, echar en ellas brazados de leña recogida en el monte, y saltar, riendo, por cima de la llama.

En el patio de las Torres, según costumbre, hízose la lumbrarada también, más alta que todas, de leña más seca; una pira regular y monumental.

Hundido en su butaca, Silvio la consideró primero con ojeada indiferente y atónica, después con algo de goce infantil, cuando la llama, chisporroteando, se elevó, y brotó centellas volantes, charamuscas rápidas. Pero así que notó que iba apagándose, le asaltó la congoja. Todo lo que se extinguía renovaba en su espíritu aquel pavor invencible, aquel frío de la nada. Fue preciso cebar la hoguera otra vez.

Su terror estallaba a cada instante. Un día el capellán, a pretexto de cortesía, de acompañarle, creyó poder entrar en su cuarto. La negra sotana le heló la sangre; la poca, lánguida sangre de las venas. No era la persona, era la ropa. Ni Minia ni su madre se atrevían a vestirse de negro.

-Ea, ¿qué le pasa? ¡no sea chiquillo! -repetía la baronesa-. ¿No estamos aquí todos? ¿A qué viene el miedo? Si es un amigo, si no es ninguna visión. Tranquilizarse... ¿Un sorbito de leche? ¿No? ¿Y cómo quiere sanar, si no come?

¡Combate, agonía, tortura, la de aquel alma, incrustada en el vivir, como en la encía la raíz del diente nuevo! La vida, con su adhesividad de pulpo, con sus tentáculos recios, se agarraba; no quería soltar la presa. Deseos, nostalgias, pena de lo incumplido, de lo fallido, de lo vano e irrisorio del destino; dolor de las flores no cogidas, de los aromas no respirados, de las glorias soñadas; agua que se derrama sobre el arenal antes de acercarla a la boca; rabia, calentura, disnea, fatiga, cansancio infinito, miserias orgánicas, ¡la decadencia total!... y, por momentos, otra vez Maia con su velo de oro, con su tul que las pedrerías rebordan.

-¿No sabe usted? Tengo apalabrado taller en París... Lo voy a decorar con telas salamanquinas, charras; algo original, porque allí eso no se conoce... Y me llevaré los muebles de Madrid, mi bargueño, la arquilla que Solar de Fierro me ha regalado. El taller de Madrid lo dejo resueltamente... ¿Para qué quiero gastar? En Madrid está agotado el filón. No: Francia, Inglaterra. Después, probablemente, los Estados Unidos. Pero ¡alto!... cuando ya haya pintado algo serio, ¿eh?, algo de lo que me propongo. En el retrato voy a cambiar de sistema. Es hora de salir de cromitos... Y si no lo quieren así...

-No piense usted más que en la salud... Le hace daño formar planes -repetían las enfermeras.

-¡Vivir! -suspiraba él-. ¡Sanar! ¡Correr por los sembrados!

-No se preocupe de eso de la gloria -murmuraba Minia-. ¿No dice que lo mejor del mundo es ser bueno? Dedíquese a ser muy bueno... siquiera mientras está malo.

-Sí -contestaba él, alzando el macilento rostro-. Voy a procurar que no me importe el arte ni ninguna de esas sublimes tonterías. Nada más que comer, digerir, dormir... ¡Qué programa bonito! Vivir como los demás hombres, y no como yo, que casi no me alimento sino de potingues... ¡La poción de Jaccoud! ¡Valiente porquería!

* * *

La Torre de Levante se había terminado; y con ella quedaba completo el vasto edificio del Pazo de Alborada. Cierta mañana apareció izado sobre la almena central un pino joven, entero, que a tal altura sólo parecía una rama frondosa. Era el xeste, signo del fin de la obra de cantería. Aquel ramo pedía un refresco para los trabajadores. Pareciole poco a la baronesa el habitual obsequio de aguardiente y pan, y dispuso un convite en forma. Obras como la de Alborada quieren repique.

Al aire libre, bajo las ventanas del cuarto que ocupaba Silvio, se dispuso la luenga mesa, y se colocaron los bancos toscos de madera, afianzando en el suelo sus pies con cuñas. La cocina activó sus hornillos, y borbotearon al fuego vastas cazuelas atestadas de arroz, carne, bacalao. El festín debía principiar cuando el trabajo terminase. Los obreros lo abandonaron una hora antes, para atusarse y vestir camisa limpia. Era su frac; la camisa como la nieve, sin planchar, oliendo a menta y lavanda.

Llegado el instante, no se precipitaron los obreros: entraron despacio, charlando, despachando cigarrillos, aguardando el aviso del mayordomo, la fórmula de acogida e invitación. Pensaban, sin embargo, en la comida, sobre todo por curiosidad de los guisos de señores. Aquellos trabajadores eran campesinos la mayor parte; picaban y sentaban en verano, regresaban a sus casas en Navidad a matar el puerco, engendrar los casados el chiquillo anual, dejar las heredades labradas. El no despreciable salario se lo llevaban casi entero a las mujeres en un nudo de pañuelo, porque comían frugalísimamente y no practicaban vicios. Gente buena, honrada, «con vergüenza en la cara», como ellos decían. Mantenidos a brona, leche desnatada, caldo de berzas, la idea del convite les divertía, pellizcándoles de embotada imaginación. Sin embargo, no querían atropellarse; esperaban, correctos y reservados, muy en su lugar.

Ni aun cuando el mayordomo les gruñó, llenó de cordialidad: «¡Vaya, muchachos! ¡al xeste, al xeste!», se decidieron a correr, sino que emprendieron la marcha con lentitud, la propia pachorra con que entran a la labor diaria. Guardaban política y mesura. La vista de la mesa, tan cabal, con sus platos, su pan servido, sus servilletas, sus tazas para el vino, sus cubiertos, les impresionó. Solían ellos comer tumbados o agazapados en tierra, sosteniendo el currusco de pan con la izquierda y manejando con la derecha la navaja que pincha el compango de sardina. ¡Y ahora, aquella mesa servida como para caballeros!

Ya salía de la cocina, remangada, portadora del soperón humeante, la mayordoma, y los invitados aún no se habían atrevido a llegarse: manteníanse en pie. Fue necesario que les animase la misma baronesa:

-A vuestro sitio, ea... a comer, que se enfría... Que luego se hace noche...

Fueron acomodándose, más respetuosos que diplomáticos, y también diplomáticamente atribuyeron el puesto de honor a quien le pertenecía: al maestro de la obra, cantero todavía mozo, pero más entendido que los restantes. El hortelano, invitado, y un asentador viejo, socarrón, decidor, obtuvieron lugares de preferencia. Los demás se colocaron al azar, sin desorden, poco a poco, y se miraban de soslayo a ver quién se atrevía a trasegar la primer cucharada del gorduroso pote de berzas con tajadas y costillas de cerdo.

Cerca de un minuto transcurrió así, sin que ninguno se arrojase. Pilara les animaba, alabando el caldo, que estaba «que se comía solo», al fin, el viejo, con más mundo y aplomo que los rapaces, se llevó la cuchara a la boca, y le imitaron, acompasadamente, cuidando, como manda la buena usanza, de no tragar aprisa. Pero el caldo era manteca pura, y con sus tajadas alborozaba el estómago.

Los servidores acudieron portadores de jarros, y escanciaron negro vino en las tazas, animando a que los obreros remojasen las fauces, secas del polvillo de la cantería. Las manos huesudas, recién mal lavadas, se tendieron hacia los cuencos de barro; y después de beber regaladamente, por falta de costumbre de utilizar la servilleta, que habían dejado tiesa y doblada, limpiábanse con el dorso de la mano o con su propio pañuelo de yerbas.

El pote habíase agotado, y aún no se resolvían a hablar sino en voz baja, cohibidos por los señores que les miraban, por la novedad del festín. Silvio, hundido en su butaca, contemplaba aquel cuadro pintoresco, deseando que adquiriese carácter a lo Teniers. ¿Por qué ni hablaban, ni juraban, ni silbaban sus tonadillas irónicas, lo mismo que cuando, colgados en el espacio, sobre la estadía, izaban enorme sillar para asentarlo? Aquellos pájaros laboriosos no cantaban a gusto sino en el aire o bajo el cobertizo, moviendo el pico o empuñando la palleta...

Sin embargo, al aparecer el segundo plato, un guisote de carne que trascendía, estaba roto el hielo. Los cubiertos tilinteaban alegremente. Se cuchicheaba, surgía alguna risotada. El asentador viejo, representación de la experiencia y el mundanismo en la cuadrilla, arriesgó un elogio humorístico. ¡Que así se volviesen todas las piedras de la obra! ¡Que así se volviesen cuantas había sentado en su vida! ¡Y que cayesen riba de él! Se celebró. Tenedores y cucharas se activaron; hubo alabanzas a la guisandera. ¡Que guisase así hasta esfarraparse de vieja! ¡Que nunca las manos se le cansasen de guisar!

Entonces fue cuando Silvio, que miraba atentamente la escena desde su ventana, empezó a sentir una tristeza envidiosa. Aquellas fuertes mandíbulas, que masticaban vigorosamente; aquellos hombres entregados a un deleite hondo, animal, bueno y gozoso; aquellos cuerpos ágiles, curtidos, no desgastados por el alma, le causaban las fascinación dolorosa de la envidia, la más torturadora de las pasiones, porque en ella se sufre de ser quien somos, tal cual somos, de tener nuestro yo y no un yo diferente. Silvio se acordaba del tiempo que había pasado queriendo ser otro, un maestrazo del arte... Y ahora, bajo las garras de la enfermedad, que tanto humilla el deseo, que reduce las magníficas ambiciones y los alados sueños a la aspiración de una función fisiológica normalmente cumplida, sólo ansiaba volverse uno de aquellos comilones embelesados, que saboreaban la fruición grosera, franca y deliciosa de un guisote en punto cayendo en un estómago virgen. Los rostros se coloreaban, los ojos relucían, y la aparición del bacalao a la vizcaína, listado de rojo por las tiras de pimiento, fue celebrada con explosión de regocijo. Se daban al codo, guiñaban el ojo; y, para mayor contento, el gaitero entró entonces, seguido de su tamborilero, preludiando la muiñeira mariñana.

-Que no toque, que se siente y coma -ordenó la baronesa. Y la gaita reposó; las notas agrestes, penetrantes, se cobijaron entre las rosas, entre los saúcos y las madreselvas, porque el bacalao exhalaba un tufo...

Bocado tras bocado, embaulando, vaciaban los tazones. Ninguna preocupación debilitaba su fuerza digestiva, fuente de alegría, centro de la felicidad orgánica. Eran como niños, igual los que en la barba hirsuta y sin afeitar mostraban canas amarillas, que los mozos de bigotillo naciente.

Y Silvio envidiaba, envidiaba... como el prisionero envidiaba el aire, la luz, el solo bien de poder cruzar una calle, de estirar las piernas... Su envidia tomaba la forma retrospectiva, que casi siempre conduce a mayor amargura, a desolación sin límites. ¿Por qué no haber sido un cantero, uno de los cortadores que grabaron los capiteles de la capilla, de tan curioso estilo romántico? ¿Por qué no haber conservado un alma del siglo XIII, un pulmón que respirase, una sangre pronta a alborotarse ante la mujer, un estómago de hierro? No quería ser un obrero a la moderna, de los que leen y piden reivindicaciones y adelantos; nada de eso: aquello mismo; el cantero de aldea, sumiso, frugal, muy sano, que, al bajarse de la estadía, rompe a correr hacia el baile en la carretera...

-¡Qué felices, qué felices! -repetía, moviendo la cabeza, ya temblona a fuerza de desfallecimiento-. Y ¡qué rico es eso que comen! -suspiró-. Para mí no sazona tan bien Pilara...

-¿Qué está usted diciendo? -exclamó Minia-. ¡Si lo oye ella! ¡Poniendo sus cinco sentidos la pobre!

-No, lo que hacen para mí no huele tan exquisitamente -insistió el artista.

-¿Probaría usted?

Una luz de esperanza loca brilló en los cambiantes ojos amortiguados. La mano demacrada se agitó.

-¡Que me traigan un bocado, nada más que un bocado!

Momentos después, mientras los del xeste, ya amparados por la penumbra del crepúsculo, que les envolvía en velo protector, acogían con carcajadas y gritos de aprobación las soberbias fuentes de arroz con leche bordadas de arabescos de canela, le presentaban a Silvio un plato con el apetecido guisote. El enfermo se incorporó, olfateó... La saliva cosquilleaba en su paladar. Tomó el tenedor, pinchó una patata envuelta en pebre... y, antes de llegarla a los labios, soltó el tenedor, que cayó al suelo, y se reclinó, se hundió nuevamente en la butaca.

-¡No puedo!, ¡no puedo!, ¡no puedo!

-Un esfuerzo... -rogó la baronesa.

-¡No! ¡Asco! ¡imposibilidad! ¡Que me lo quiten de delante!

Gimió, lloró casi; alzó al cielo las manos, los ojos... De súbito, pareció calmarse, aceptar todo, despedirse de la vida material, desarraigarse de la tierra.

-¡Es triste! ¿Verdad que es triste, amigas mías? ¡Triste no volver a comer, lo que se llama comer! ¡Si se comprase un estómago! ¿No se compra las obras de arte más hermosas? ¿No se compra el amor, que dicen que es cosa tan sublime y celestial? ¿Por qué no se ha de comprar lo prosaico y vil? ¡Prosaico! ¿Y por qué prosaico? Palabras, falsedades, mentiras... ¿Sería prosa bajar ahí y decirle a uno de esos bárbaros: «¡Dame tu estómago por mil duros! ¡Quiero hartarme, hartarme de ese bacalao a la vizcaína!»?

Sobre este tema divagó buen rato, interrumpiendo a veces sus reflexiones congojas nerviosas, desfallecimientos, risas de insensato y quejas tiernas, infantiles. Abajo, los obreros ya no se contenían; amplios manchones de vinazo deshonraban el mantel, y los comensales empezaban a fumar, a hacer trueques y comistrajos con el postre. El viejo asentador, desdentado, ensopaba en vino su arroz con leche, diciendo que era un estilo de cuando muchacho, que lo había visto comer siempre así. Bobita había puesto las patas sobre el reborde, y zampaba los corruscos de pan sobrantes. El banco donde se sentaba el hortelano se hundió, y la caída se celebraba con risotadas, empujones, bromas, aplausos. El gaitero, hombre corrido, malicioso, contaba cuentos, y se apiñaban por oírle. Sonaban vivas entusiastas. Las volteadoras de la hierba, los caseros, los jornaleros, entraban recelosos, adquirían confianza, pero rehusaban probar el arroz, murmurando que «no tenían voluntad», según ley de política. Venían, curiosamente, a admirar aquel festín cumplido, en el cual, se susurraba, habría hasta café y copa. Los servidores repartían ruedas de mantecoso queso de tetilla. El sacristán de la parroquia disponía a dar fuego a los cohetes, y Pilara, fregando una contra otra dos conchas veneras, saltando, acompañaba a su hermana, que repicaba el pandero, entonando una copla allí mismo improvisada.

Silvio, ya tendido sobre la cama, respiraba el frasco de antihistérica que la baronesa le acercaba a la nariz. Su diestra consumida, de marfil pálido, asía una gardenia, una fresca gardenia acabada de cortar. Expresión de repugnancia le contraía el rostro.

-¡Brutalidad! -murmuraba-. ¡Esos guisotes! ¡Apestan hasta aquí! ¡La bestia humana!

Vino el criado; le alzó en peso; ayudó la baronesa también; lleváronle de allí a la sala, donde no percibiese ni los ruidos ni las exhalaciones de la comilona. Había anochecido; el cielo, estrellado, puro, era bello dosel colgado muy alto, inaccesible. Entonces un cohete de lucería de color rasgó el aire. Sus lágrimas lentas, de resplandeciente pedrería, se extinguieron antes de llegar al suelo. Otro cohete salpicó el espacio de chispas de luz, fugaces, menudas. Al apagarse los fuegos artificiales, el firmamento augusto convidaba a abismar el pensamiento en la infinita majestad de su extensión. La noche, templada y veraniega, se rebozaba en terciopelos turquíes, y del mar distante venían soplos salobres, la vida de los océanos en que se formó tal vez nuestra vida mortal. Los ojos de Silvio se alzaron. No dijo nada. Silencioso, arrojaba entonces al abismo, por siempre, la carga de esperanzas e inquietudes, el estorbo por el gran viaje que iba a emprender, al través de otros mares mudos y sombríos, hacia el país del misterio...

* * *

No era todavía, sin embargo, la resignación; no la nueva razón de ser de un espíritu que se somete, y renuncia a los fenómenos y apariencias sensibles. Eran más bien silencios de pena inconsolables, marasmos, tormentas y naufragios continuos, insumisiones en que se destroza el corazón, cual se destroza las uñas el prisionero al atacar las paredes de granito de su calabozo. Y sin poderlo remediar, sordas o declaradas irritaciones contra todo y todos; impaciencias transitorias, seguidas de explosiones de gratitud, efusiones que tomaban forma de desgarradoras despedidas.

Cualquier detalle, el más leve, exasperaba su susceptibilidad dolorosa. Así, los bulliciosos juegos, la salvaje vitalidad juvenil de Bobita, habían llegado a serle insufrible. Encerraban frecuentemente a la danesa; pero con su agilidad y su ímpetu, el animal se escapaba, saltaba ventanas, empujaba puertas, y de improviso saludaba a su amo con insensatas caricias. Después solía entretenerse desdeñosamente, llena de coquetería, en desesperar a Taikun, el japonesillo. Era tan chiquitín aquel enamorado, tan inferior a la Valkiria escandinava, que ella se divertía en burlarle, en huir, en tenderse en posición de esfinge, haciéndose la desentendida, con evidente mofa y crueldad. Luego retornaba a halagar a su amo, arrojándosele al cuello o mordiéndole y lamiéndole las manos consuntas, estremecidas bajo la lengua fresca y violenta del animal. Y entonces Silvio, con acento de hastío inexplicable, volvíase hacia la baronesa, implorando:

-¡Que se lleven a esta fiera!... ¡Que me la quiten!... ¡Parece una mujer!

* * *

Sólo las flores le agradaban. Las flores, quietas, dóciles, que no hablan sino por la insinuación de su aroma, le acompañaban; las pedía; siempre conservaba una, o rara o bella, al alcance de su olfato y vista, o la revolvía entre los dedos descarnados, sin fuerza para sostener el tallo casi.

Arriesgándose -no sin timidez-, el capellán entró a veces en el cuarto de Silvio. El negro traje talar ya no asustaba al artista. Sus sentidos se habían habituado a la sombría mancha. Y el capellán ni era un ergotista ni un teólogo. Sólo hablaba de una Virgen muy amiga de los enfermos, de un Dios que distribuye la salud al que le conviene. Asimismo leía noticias de la prensa, asombrándose de varios telegramas, que Silvio entendería mejor. No era, sin embargo, constante la serenidad del artista. Por momentos su cerebro sufría perturbaciones. Desvaríos calenturientos le hacían revolverse en su cama, y la disnea, obligándole a buscar el aire puro, el aire sin tasa, le impulsaba hacia la ventana con fatal impulso. Pasaba el transporte de locura; y después recaía en la cama, palpitando.

-No es que usted vaya a morirse como cree, Silvio -díjole Minia una mañana en que le vio algo animoso-. Sosiegue su espíritu, y entréguese en las Manos que rigen nuestro destino... La vida no es ningún tesoro. Dolor en ella, dolor por ella: he ahí el fondo, Silvio. ¿Conoce usted el cuento oriental? Un camellero descubrió un pozo y se echó al pie de él, porque estaba muy fatigado, muy fatigado; ni andar podía. Se llamaba Pozo de la vida… y este nombre atractivo ilusionaba al camellero. Con su odre sacó agua el primer día, y el agua era un cristal, una alegría de los ojos. Bebió y se refrigeró. Sacó agua al segundo día, y era buena aún. Fue sacando, sacando... y el agua, poco a poco, se hizo amarguilla, amarga, amargota... Hiel, de la hiel más horrible. El camellero, ante el desengaño, se arrojó en el pozo, y desde entonces, ¿sabe usted lo que ocurre? ¡Que el agua del Pozo de la vida, además de amargar, sabe a muerto!

Minia calló. Recelaba haber dicho de más, suspensa siempre entre el deseo de despertar y reanimar aquel alma temblorosa, asida al vivir como un niño al seno de la madre, y el miedo de herirla con golpe rudo. Silvio había escuchado el tétrico apólogo sin hacer el menor comentario. Al fin, gimiendo:

-La vida... -murmuró-. La vida no es joya de gran valer, aunque a veces encanta... Pero ¡el arte! ¡el arte! ¡Minia!

Y la compositora, derrotada, no pudo sino responder:

-¡El arte... sí! El arte... ¡Eso es otra cosa...!

* * *

Como si la proximidad del fin sacase a luz en Silvio ese verdadero e íntimo modo de ser que reaparece en las horas críticas, empezó desde aquella hora a deplorar especialmente (según la hija del gibor hebreo lloraba su virginidad, el bajar al sepulcro infecunda, sin que en sus entrañas pudiese formarse el Mesías), a dolerse de lo que no había hecho, de la obra sin cumplir. Despedíase del color que acaricia las pupilas, de la línea soberana, que trae a la mente la idea de lo divino, por la euritmia y la proporción; y cada forma bella era una elegía que dentro de su espíritu brotaba. Al irse (convidado que se alza de su silla sin haber gustado el vino, dejando colmada y espumante la copa), sus lágrimas destilaban otro licor que absorbía callado, en triste embriaguez. Y el sentimiento de pasar sin dejar huella, era también manifestación inconsciente del inexplicable, del victorioso apego vital.

En torno suyo, todo indiferencia. Ni una hoja de los árboles, ni un aliento del aire seco, blando, voluptuoso, se resentían de la agonía de un ser joven, de aquel sufrimiento humano, tan largo y martirizador. En otoño, la naturaleza parece asociarse al sentir del hombre; pero corría el mes de julio, la roja y ardiente luna de Santiago, y olía a hinojo, y en el ambiente sonaba la campanillita de oro del júbilo de las romerías y fiestas. Las quintas se habían poblado de señorío, gente de Madrid veraneaba; por los sembrados cruzaban grupos, y era un florecer pronto de sombrillas, pamelas y claros trajes. Ante la verja que domina la terraza de las acacias, pasaban disparados, alzando polvo, cestos ligeros, faetones, borriquillos con sonajas, jinetes. Areal reventaba de bañistas; los aldeanos andaban contentos, porque la leche y los huevos y la legumbre y el lavado se pagaban bien; los caballeros siempre sudan plata. Con frecuencia estallaban cohetes, cruzaban murgas, gaiteros dirigiéndose a las parroquias donde se festejaban al santo. Ruidos, actividad, regocijo, sol; y el artista se moría allí, en la terraza, donde los gruesos corales del gran cerezo viejo, torcido, añoso, caían y se pisaban, dejando en el suelo amplias manchas, goterones de sangre.

Llegó un momento en que se le hizo difícil salir; apenas le permitía moverse de su cuarto la extenuación. Sobre su cama, a la cabecera, una Madona rubia, un cobre antiguo de la escuela flamenca, de esos en que el grupo de la Madre y el Niño aparecen rodeados de tulipanes y jacintos de gayos tonos, le sonreía... Silvio la miraba. La idea de implorarla, de rogar a la Consoladora, tenía que ocurrírsele, porque cuando se sufre... Y, en efecto, un día en que sintió perderse, esfumándose, todo; en que la lucha, el arte, la gloria, cuanto hermosea el existir y nos vincula a él, se extinguió cual las músicas militares del ejército triunfador se alejan dejando al herido solo en el campo de batalla, a la hora del ocaso, con los cuervos que revuelan y graznan... Silvio secreteó al capellán:

-¿Por qué no pide usted por mí, a... a ésa? ¡Que me sane, que haga un milagro!

La puerta estaba abierta. La conversación era franca ya. «Es preciso que no sea yo solo; que usted mismo la implore...»; y así, el artista, impregnado de lo inefable, de lo eternamente femenino, recibió la consagración de la postrimera esperanza, cogido a la túnica de flotantes pliegues de la Mujer divina.

En voz baja, mezclando veras y esas bromas que se gastan con los enfermos para distraerles (porque todo enfermo vuelve a ser chiquillo), el sacerdote fue derramando el bálsamo. El germen existía, bajo capas de guijarro. Faltaba removerlo, con dedos cuidadosos, delicados, apacibles, huyendo de controversias enojosas y pedanterías apologéticas. Faltaba preparar a las efusiones amantes, a los balbuceos insensibles del alma, cuando recuerda con deleite íntimo, fresco, la antigua canción de la cuna. Ese ardoroso sartal de ternezas que sugiere la más sencilla devoción, una mirada a una estampa, una onda argentada de luna que la ventana deja trasbordar, era lo que convenía no interrumpir, como no se interrumpe nunca un diálogo de amor o una meditación grave. La menor intransigencia, la menor torpeza de catequista, hubiesen irritado a Silvio sin convencerle. Dejar manar la fuentecilla. Ya se humedecen los helechos que la cubren; ya filtra una gota, perla de vidrio fluido; ya se escucha el rumor del chorro que gorgotea... Ya surte, ya empapa la tierra árida del rastrojo...

Y a intervalos -a las horas en que la cabeza se despejaba un instante, en que la fiebre remitía, en que la disnea abría sus tenazas, en que los dolores se mitigaban y la desorganización se interrumpía- la fuente manó.

-¡Minia! ¡Qué bueno fuera que hubiese cielo!

-Sí, pero un cielo más bonito... -respondía Minia sonriente, señalando al que se encuadraba en la ventana.

Porque el tiempo había dado cambiazo; el bochorno que suele aportar entre los pliegues de su esclavina de peregrino el señor Santiago, el Apóstol batallador, había resuelto en tormenta, en vendaval y, al cabo, en diluvio, de esos chaparrones propiamente galaicos, en que se aproximan al suelo encharcado y parecen oprimirle con su negra masa los desfondados odres de las nubes. Los árboles lloraban a hilo; el prado era una esponja; la fruta, antes de llegar a madurez, había sido arrebatada y tumbada por el airote; los rosales se inclinaban, derrengados bajo la violencia del aguacero; y de las gárgolas monstruosas, de abiertas fauces, caía recto, inagotable, un chorro impetuoso, que iba abriendo en la terraza hoyas y grietas. Parecían las Torres un gran buque náufrago, combatido y azotado aún, a quien las olas persiguen, lobos ensañados, hasta la playa misma. Y la inclemencia de los elementos las rodeaba de una soledad eremítica; nadie venía, ni de Marineda, ni de las quintas próximas, a ver a las señoras, a enterarse del estado del enfermo; las labores del campo se habían interrumpido; ni pájaros, ni mariposas, ni insectos zumbadores, ni aromas, ni ruidos, más que el desolado sopeteo y chorreo del agua; hasta las audaces palomas zuritas del jardín del estanque, amigas de desafiar inclemencias, habíanse acogido a su palomar del hórreo, y de vez en cuando sacaban por el tragaluz la cabecita, el pico rosa, y giraban los vivos ojuelos de azabaches engastados en esmalte coralino.

Fue en medio de aquel esplín de las cosas sumergidas, anegadas, hechas papilla; entre el gorgotear del agua, lento, fastidioso, plañidero e insistente; bajo la monotonía abrumadora de un horizonte algodonáceo y turbio, cuando el artista, en un momento de relampagueante lucidez, se volvió hacia su enfermera y pronunció alto y claro:

-Voy a confesarme... que venga el sacerdote... ¡Enseguida!

Corrió el capellán, reprimiendo mal el júbilo de la victoria. Era tiempo; quedaba muy poca hebra sin retorcer, y en las descarnadas falanges de una de las misteriosas hilanderas, las tijeras rechinaban ya, frías y aguzadas, siniestramente brilladoras, dispuestas a dar el corte... Fue un diálogo interrumpido por la fatiga del enfermo, un cuchicheo ansioso, confidencial. Por primera vez en el curso de su existir, Silvio se acusaba, no ante su conciencia, arbitrariamente indulgente o severa, sino ante algo que está fuera y por cima de nuestros lirismos. Era en aquel instante como los marinos que tripularon las galeras españolas con rumbo a región desconocida -la última Tule-, y sus ojos, enlanguidecidos, expresaban la admiración de que más allá del mundo interior del sueño hubiese comarcas, paraísos surgiendo del agitado mar de la realidad. Para adquirir el derecho de entrar en los nuevos continentes, bastaba aquello, un murmullo sincero arrancado a lo hondo del sentimiento; bastaba reconocerse pequeño, débil, confundirse, humillarse, ser verídico, declarar la miseria y el barro en que se hunde nuestro pie enclavado, sujeto a lo terrestre.

-Pequé. Soy arcilla amasada con fermentos de impureza... He palpitado por glorias y triunfos... ¡Engaño! ¡Polvo! ¡Nada!

Y como en el horizonte pluvioso se agolpasen las nubes, más plomizas, más desfondadas en llanto, dejando verterse de sus urnas oscuras el dolor universal, la voz estertorosa prosiguió:

-He pagado con desprecio y mofa a los que quisieron hacerme bien. Por la dureza de mi corazón, una mujer vive encerrada en un claustro.

-¡Aleluya! -respondió el confesor-. ¡Aleluya! Ella pide por usted.

-¡Pide por mí! -asintió Silvio-. ¿Será oída?

-Lo será. Ella le ha precedido a usted en el camino de la bienaventuranza. Y así y todo, es posible que usted llegue antes...

Absuelto, Silvio experimentó una sensación de alivio, una sedación, refugiándose en bahía de tranquilas aguas, cerca de una costa fértil. El problema del «tal vez soñar», el mayor de los terrores del morir, no le torturaba ya. Si soñase, soñaría como en vida -sueños de aurora, de luz, de desconocidas felicidades-, en que se ensancha el espíritu, y alcanza lo que nunca ofrece la limitada zona del vivir terrenal. Y vio -al través del velo de la lluvia, que ahora caía mansa, en hilos continuos de cardado cristal, como las lágrimas que bañan una faz resignada, dolorosa- a su Quimera, antes devoradora, actualmente apacible, hecha no de fuego, sino de brumas suaves y de aljófares líquidos, de vapores transparentes y de claridad atenuadísima; y, conformándose, sintiose reconciliado con el universo, con las Manos que lo guían... Al adormecerse plácidamente las mortales inquietudes, los hondos espantos; al borrarse la representación del abismo en que caía, Silvio se quedó sonriente, iluminada la cara por ese reflejo inconfundible, que se trasluce, atravesando las carnes demacradas y los huesos áridos.

* * *

Al otro día, de mañana, le trajeron al Señor.

La ventana, siempre abierta, dejaba ver el campo que rebrillaba húmedo, bajo la caricia dorada de un sol de primeros de agosto, bebedor sediento de los charcos de la diluviada, y dedicado a chupar, con avidez de abeja que liba, los rastros de la lluvia en la vegetación. Las plantas habían erguido la frente; las flores soltaban tanto aroma, que para adornar la habitación del enfermo fue preciso elegir las casi inodoras, por no enloquecer su cerebro, en el fugaz intervalo lúcido. Eran begonias rosa, de elegantes hechuras y avelludado follaje; eran dondiegos, que sólo al anochecer vierten su pomo; eran rosas blancas y té, que apenas sugieren la dulzura de una brisa; eran margaritas, que de cerca tienen un tufo acerbo, balsámico, parecido a un consejo lleno de experiencia; eran salvias carmesíes y moradas, en cuyo cáliz se mece una gota de almíbar; eran cruentas eritrinas y pasifloras cristíferas, emblemas de la Sangre y la Pasión redentoras, raudal de amor... Dispuestas en jarrones, distribuidas sobre los pocos muebles y sobre la cama que adornaba la hereditaria colcha de damasco color prelado, con arabescos de raso enranciado por el tiempo, y cuyos tonos armoniosos aún placían a la pupila del artista moribundo, las flores hablaban su lenguaje lírico, preparando el alma a recibir al Huésped. En la fantasía de Silvio, acaso por vez postrera, el mundo real, visto ya como lo ven los reclusos, por el hueco abierto en la pared del claustro, se transformaba y revestía de los matices y las refulgentes irisaciones de la hermosura. La campiña, impregnada, refrescada por la lluvia honda y caudalosa, que había penetrado hasta sus entrañas; la campiña, antes seca, vestida de verdor primaveral otra vez, era la misma campiña de Flandes, trasladada por Van Eyck al Paraíso; tierra hecha cielo, sin que perdiese los accidentes terrenales, el risueño atavío de florescencia menuda, rebosante de jugo y salpicada de rocío mañanero. Y por las lejanías, sobre el anfiteatro de montañuelas y bosques, que prende con broche de turquesa el trozo de ría, avanzaban en hilera los personajes vestidos de rosicleres de amanecer y tintas celestes; las santas, los mártires, los profetas, los reyes, toda la gloria de la Iglesia triunfante. Entre aquellas santas, una carmelita: su veste es de jacinto encendido, su rostro parece arder, su expresión es extática, la luciente sustancia de su ropaje y de su cuerpo ciegan, y su voz timbrada, amante, murmura estrofas de poemas divinos. Detrás de ella, entre las vírgenes, una que ostenta corona hierática, toda la pedrería, y un ramo de madreperlas, figurando azahar, sobre el seno; trae los ojos bajos, las mejillas encendidas de rubor... Y cuando se incorporan y funden estas figuras y fantasmas luminosos en una sola llama terrible, deslumbradora, en el centro de ella, cercada de estrellas de más viva luz todavía -diamantes dentro del piélago de llama-, aparece la única Mujer celestial, la que espera paciente, al pie de los lechos mortuorios, a recoger el soplo imperceptible, el último gemido libertador...

* * *

Silvio, cerrando por un momento los párpados, sintió que sobre su lengua descansaba la suave partícula. El Cordero místico, manso y herido, derramando de su costado abierto un río de granates, vino entonces a recostársele sobre el hombro. Balaba tiernamente; parecía decir: «También muero; mira cómo mi vida fluye de mis venas... Muero por ti... Por ti, ¿no lo ves?».

* * *

La cabeza del moribundo recayó sobre las almohadas. La baronesa acercaba a sus labios agua, el sorbo que sigue a la comunión. En el pasillo se oían exclamaciones y sollozos de servidores.

Desde aquel punto el moribundo fue agonizante. Cada hora pesó sobre él con peso de losa sepulcral. Su cerebro, un instante iluminado, se ensombreció gradualmente, quedando sólo vigilante la sensibilidad afectiva, las efusiones en que, agradeciendo los cuidados de su enfermera con balbuciente gratitud de niño, la llamaba, la nombraba sin cesar. Algunas veces, en fugitivos lampos, la conciencia parecía despertarse, y hasta los ensueños fallidos, las ambiciones volvían a rozarle con sus alas; después recaía en el estado comatoso, que interrumpían accesos de insania, nerviosos ataques, ahogos y asfixias pasajeras.

No se sabía cómo sostener aquella existencia sin raíces. La leche, los alcohólicos, las pociones, la cafeína... Y la lucecilla temblante chisporroteaba, para languidecer más y apagarse.

Fue en las primeras horas de la mañana cuando Silvio se alzó de repente en el lecho revuelto y manchado. Sus manos crispadas azotaban el ambiente; sus ojos desvariados buscaban en el espacio lo que no podían encontrar: aire. Su boca se abría en redondo, ávida, suplicante, negra. Fue un segundo. Aplanose, jadeando. El jadeo, sin embargo, a los pocos segundos, disminuyó, cesó, y una expresión de beatitud serena se esparció por la cara desencajada y cárdena, ahora amarilla. La baronesa se había precipitado a llamar al capellán. Cuando éste llegó, su experiencia le dijo lo cierto.

-Agua bendita -exclamó-. Rociaremos el cadáver...

La palabra siniestra arrancó a la señora la explosión de llanto, hasta entonces reprimida.

* * *

Ya la otoñada se acerca. Minia, a las doce de la noche, en el historiado balcón del último piso de la torre de Levante, está de bruces, recorriendo senda atrás, con la memoria, un ciclo, una vida. Lo que ve en las lejanías vaporosas, que la luna aviva con toques de gasa de plata, es un destino humano, corto, intenso, que empezó allí mismo, en Alborada, y en Alborada vino a concluir. Así sobre el paisaje bordamos nuestra emoción del momento, y así la materia se transforma, se asimila a nuestro espíritu y adquiere realidad en él.

Le veía llegando a buscar recursos para cebar aspiraciones más altas; le veía manejando con su genial gracia de inspirado los lápices; le veía en Madrid, sin recursos, sin muebles; escuchaba el gentil cuchicheo de salón a que debió su rápido encumbramiento; le veía afinar su tipo con los retoques de la moda; recordaba a la enamorada Ayamonte, al doctor Luz, a Solar de Fierro, con su romántica trova; releía las cartas de París, pensaba en las perfidias de Espina, y fantaseaba en irónica reconciliación, o en no menos irónico rencor, el encuentro de dos esqueletos que se pedían cuentas, o desdeñosos se perdonaban... Luego, en vez de la enorme perla gris y nacarada de la luna, rodando silenciosa en el esplendor de la noche estival, Minia fantaseaba una nube caprichosa, tenue, la forma del blanco Cordero redentor y expiatorio, cuyos contornos se esfumaban poco a poco, borrándose. Y acudía a su imaginación Silvio como en letargo, idealizado por la liberación final, vestido de frac, cubierto de flores -ahora el olor no le dañaba-, depositado en el rincón de un humilde cementerio campesino, entre la calma del olvido, lejos de victoria, lejos del hálito de brasa de la Quimera...

-Dichosos los que yacen en paz -murmuró la compositora, cerrando un instante los ojos y reclinándose en la columna de granito del ventanal. Oyó furiosos baladros: podrían ser de los canes guardadores de las chozas. Un soplo de fuego la envolvió; unas pupilas de agua marina alumbraron la estancia con su reflejo, parecido al de los gusanos de luz... Y, ya segura de que el monstruo acababa de penetrar por los huecos del balcón consagrado a las Musas, Minia descubrió el harmonio, se sentó ante él, y empezó a tantear la composición de una sinfonía, tal vez más sentida que las anteriores.

FIN