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ArribaAbajo- III -

París


Sentar el pie en la estación del Quai d'Orsay no causó a Silvio el efecto que se había figurado. Le sucedía así con frecuencia -agotar el contenido de una emoción con la fantasía, desflorándola de antemano-; previendo todo, y más aún, de lo que la realidad contiene.

La presencia del ayuda de cámara y el lacado de Valdivia le evitaron esas molestias de la llegada que influyen en la impresión de una ciudad desconocida. No tuvo que pensar en su saco, su rollo de mantas y su baúl. Se encontró el equipaje entero estibado en la galería de un fiacre, y hasta dadas las señas del hotel donde Valdivia le había retenido habitación. Al despedirse, Espina le notificó que le esperaba a almorzar al día siguiente, añadiendo el brasileño que, a ser posible, le llevaría algún colega distinguido, algún periodista, algún crítico de arte.

-¡No! -suplicó Silvio, azorado-. Señor Valdivia, ¡otro género de exhibición! Vengo aquí a estudiar.

-¡Pero también a vivir! -arguyó el protector-. ¡Si no le lanzamos, no le encargarán, no ganará! ¡Es preciso que corra la voz, que se conozca esa preciosidad que traemos bien encajonada, esa lindísima efigie de María!

No respondió Silvio. Valdivia llevaba razón; pero al hollar el pavimento de París, le dolía sentir otra vez el yugo del maldito trabajo útil; presentía, con repulsión, el subibaja de los arcaduces de la noria, el retratar para vivir, el vivir para retratar, sin alma, sin ideal, sin tregua...

No se hallaba fatigado, a pesar del feroz traqueteo del sudexprés, el más quebrantahuesos de todos los trenes. Apenas el fiacre le soltó ante el zaguán del hotel -uno barato, en la calle Daunou- y encomendó sus bagajes, se echó a corretear a la ventura, con ese afán de apoderarse cuanto antes de la topografía y los aspectos de las cosas, que caracteriza a los viajeros algo inteligentes. Fue a dar, de la primer zancada, a la calle de Rivoli. Contaba, para no perderse y no tener ni que preguntar, con el conocimiento instintivo de esa ciudad que nadie ha dejado de ver en sueños antes de pisarla. Sabía de memoria el plano de París. Todo era familiar, previsto, manejado, como rostro conocido, cuyos rasgos se llevan en la memoria. Le sorprendería que algo de París le sorprendiese: hasta tal punto estaba seguro de cobijar dentro de sí, por incesante frecuentación espiritual, a París, a su forma, a su esencia.

Los nombres de las calles eran música, cuyos ritornelos tarareaba. Desde América, se había impregnado de París. En Buenos Aires, de París hablan los artistas como de la tierra de promisión. En Madrid, hasta los gatos hacen la naveta, van y vuelven cada verano. Los nombres de los grandes pintores franceses, como clavos hincados por martillazo seguro, habían penetrado en su cerebro, y advertía, al perderse en las vías de la amada Metrópoli, esa impresión a la vez prevista y honda de los sitios respirados moralmente antes de haberles bebido el aire.

De la larga y amplia calle de Rivoli, revolvió a la Plaza del Teatro Francés, y con goce pueril deletreó el anuncio de las funciones para la semana: Le Misanthrope, de Molière; Phédre, de Racine. El teatro estaba iluminado; entraba gente; Silvio sintió impulsos de pasar también. Pero el antojo de seguir flaneando pudo más, y echó Avenida de la Ópera arriba. La Ópera -el edificio neroniano- se erguía más elegante de noche, apagado el brillo de sus oros y el colorido de sus mármoles, fundido todo en armonioso conjunto. El grupo de Carpeaux, entrevisto, era ligero, puro, de una sensualidad espiritualizada. Ante la Ópera, el Bulevar rechispeaba de luces, rebosaba gentío; se agolpaban alrededor de las mesas de los cafés, sacadas a la acera; circulaban sorbetes y refrescos.

Silvio, rápidamente, anduvo, anduvo hacia la Magdalena; contempló un minuto el seco monumento; después retrocedió, atraído por el foco de animación; volvió a cruzar frente a la Ópera; caminó en dirección al antiguo solar del Teatro de la Ópera Cómica, destruido por voraz incendio; evocó minutas de comidas refinadas al rasar el café Inglés, letras cobradas y millones removidos rozando el Crédito Lionés, y no paró hasta llegar cerca de la Puerta de San Martín. Desde allí se perdió, por callejuelas sin fisonomía y sin recuerdos, y embriagado de soledad, recayó hacia el río, desanduvo, se entretuvo en los desiertos jardines de las Tullerías, y se enhebró y engolfó en los rincones de muelles y mercados, a la romántica sombra de las torres que hablan de historias muertas... Altas fachadas le echaron encima su silencio grandioso; el río, oscuro, mudo, le habló con el extraño lenguaje del agua que clapotea, que parece calificar de vanidad y miseria cuanto es acción, aconsejando la contemplación tan sólo... Y Silvio siguió adelante; buscaba la Cité, buscaba a Nuestra Señora.

No era difícil descubrirla: su masa solemne atraía la mirada desde lejos. La luna, roja y ardiente, como de julio, había salido y ascendía; y Lago iba a ver y admirar, ni más ni menos que los poetas melenudos del Cenáculo, a Nuestra Señora de París a la luz del satélite, ironizada por Musset.

Alta ya en el cielo, plateaba la fachada principal, bañando las dos torres, dejando en tinieblas la finísima aguja. El artista veía resaltar las relevaduras prolijas y delicadas, la fila de estatuas bajo la enorme flor del rosetón, las figuras místicas que se alinean en la base de los profundos arcos avialados del pórtico, y la hilera de arquitos bilobulados, bajo los cuales se yerguen las veintiocho figuritas de reyes. El sentimiento que despertaba Nuestra Señora en Silvio era especial, poco sincero, facticio; en aquel instante deseaba ser uno de esos misalistas o imagineros de que Minia le había hablado, que sin dolor y sin lucha, sin la dura angustia humana de nuestro siglo, produjeron labor de arte anónima para generaciones y generaciones. La edad presente, por un momento, le repugnó; la serena hermosura secular de la Catedral se impuso a su conciencia artística. Se vio deleznable, falso y, sobre todo, pequeño, inútil, impotente. Un desaliento incurable le hizo temblar las piernas y caer desmayadamente los brazos a lo largo del cuerpo. «Nunca, nunca», escuchaba entre el silencio de la noche, ese hermoso silencio de los sitios poco frecuentados de las grandes capitales, silencio nervioso, realzado por la conciencia del ruido y bullicio alrededor.

«Nunca, nunca». Era el efecto aplanador de París; la primera emoción depresiva de sentirse pequeño entre la muchedumbre. Así como en torno de la paz de aquel atrio, en tales momentos desierto, percibía Silvio el rumor oceánico de la gran ciudad, notaba también, difuso en el aire, latente detrás de las paredes de las casas, el esfuerzo enorme, la suma incalculable de trabajo y de voluntad que en París se gasta para salir a luz, o sólo para ganar la vida. Acordose de los poetas del Cenáculo, de los que venían cada noche como druidas a tributar culto a la luna. «El mundo era más joven, la celebridad se lograba más pronto», pensó. Después se fijó en que entre aquellos melenudos también había pintores, y un cierto Petrus Borel, universalmente famoso por su luengas guedejas y su velida barba, no había marcado la menor huella en el arte. «Un destino irónico... ¿Y si fuese el mío que nadie me conozca sino por mis pasteles aduladores y mi tipo Van Dyck?».

Dejó caer la frente entre las manos, y cerró los ojos por evitar la divina claridad de la luna, que tiene la virtud de causar una especie de embriaguez a los felices, y hacer insondable la tristeza de los poco afortunados. Empezó a acusarse, a vituperarse, a macerar su alma en su propio desprecio. Lo bello de la arquitectura da una sensación de solidez y supervivencia, que hace encontrar mezquino todo lo efímero. Para Lago, en aquel momento, los recuerdos de Madrid eran una niebla; el ansia de crear algo eterno, como un fuego activo, le devoraba las entrañas. La figura de Clara Ayamonte, evocada de súbito por la majestad religiosa de la Catedral, por los insidiosos balbuceos de la leyenda, flotó un instante, blanquecina, envuelta en su hábito, como disuelta entre la claridad ambiente.

«¡Cuánto la envidio!» -pensó el pintor-. «Yo no sé ni querer lo que quiero. Yo debiera no vivir sino para mis fines, para mi resolución. ¿Qué hay de común entre lo transitorio y yo? Está visto; la tela de mi carácter se rompe. Voy sin rumbo. ¡Cuántos años todavía de anhelar y no conseguir! ¿Tengo siquiera lo que se llama vocación? El que quiere, hace lo que Clara hizo. ¡Es que Clara logró asirse a algo! Yo hasta he perdido la fe con que estudiaba la naturaleza, sencillamente la impresión real de la naturaleza, sin poner en ella nada de mi alma. ¿Será culpa de mi cuerpo? Indudablemente tengo los nervios desasentados. Muy a menudo siento la corriente de agua fría que me cruza por el estómago. Consultaré aquí a un buen médico. ¡Bah! Dirá lo que todos. Higiene, campo, prívese de esto, tome lo de más allá... Y lo que me consume, este afán, esta locura, ¿me lo va a curar ningún potingue de farmacia? Ya estoy desengañado... Nunca pintaré. Nunca saldrá de mis manos lo que se llama un trozo de pintura. Cuento cerca de veinticinco años; pinto desde que era un muñeco; no he cesado un día de embadurnar. Si tuviese aptitudes, lo que se llama aptitudes, ¿eh?, ya las habría demostrado. Soy un pelele, un blando pelele. No hay que esperar nada de la inspiración. La inspiración no existe. Una serie de esfuerzos vigorosos y pacienzudos para libertarse de las admiraciones y encontrarse a sí propio -ahí está el arte actual-. Los románticos como Víctor Hugo descubrían genialidad desde los dieciocho años. ¡Miseria la nuestra! Estoy a las puertas todavía, no he llegado ni a ese período de la admiración y la imitación. Iré al taller de un maestro y seré le petit espagnol».

Rio con risa exasperada, alto. «Bien, pues todo eso hay que hacerlo» -gritó con violencia frenética-. «Hay que hacerlo, así cueste la vida. ¿Pende de mí, y no se había de realizar? ¿El ansia que me devora, de nada ha de servir? ¿Lo que otro obtiene, me será inaccesible? Pende de mí, de mis cualidades inferiores... Paciencia, dotes de oficinista, de erudito apelmazado; ¡os solicito! Si es necesario invertir seis años, ocho, en labor oscura... qué rayo, se invertirán...».

Abrumado de desolación; convencido -allá en el fondo, muy en el fondo- de que no se invertirían, se levantó, contempló otra vez la majestuosa fachada. Allí estaba la Catedral con la túnica de gloria, de celestes desposorios, vestida por los rayos de la luna. Su eterno candor, su eterna virginidad, sonreían castamente, murmurando estrofas vagas, himnos, sin rima, cánticos misteriosos. Delante de la inmensa rosa que flanquean las otras dos menores, la figura mística, soñadora, de la Virgen, se ofrecía a la adoración de los dos ángeles extáticos, mientras allá lejos Adán y Eva lloraban su caída, que les había divorciado eternamente de la Belleza. «Sí -pensó Silvio-: la bienaventuranza, el Paraíso, no es sino la hermosura». Los simbolismos de la basílica le agitaron el alma un instante: creyó que arriba las gárgolas terribles, las fantásticas alimañas de la Era de plomo, se inclinaban para aojarle y cuchicheaban: «Destino, destino». «Fatalidad». Dolor súbito le paralizó. Su obra, fuese la que fuese, desaparecería tragada por el tiempo. Nunca debía aspirar a duración en la memoria humana...

-¡Qué majadero soy! -murmuró, sacudiéndose, desembrujándose-. Necesito dormir, y estoy aquí lo propio que si fuese uno del Cenáculo... Al hotel, al hotel; pero antes a tomar algo caliente.

Mucho le costó encontrar dónde tomar ese «algo caliente». París no trasnocha: los restaurantes cierran tempranísimo; los cafés, punto menos. Por fin, en un café tardizo, pudo obtener un beefsteack y una bavaresa hirviendo. Al retirarse al hotel, pensaba:

«Para acostarse a las once y admirar catedrales, no merece la pena de venirse a París. Lo mismo sería residir en Burgos».

*  *  *

Al otro día almorzó en la primorosa residencia campoelisíaca de la Porcel. Los demás comensales eran Valdivia y una señora quintañona, viva, azogada; madama de Mélusine, especialista en reunir la actualidad y la novedad -artistas, poetas, cantantes, emigrados, estrellas rabudas-, dando saraos magníficos, en los cuales el mundo social se codea con el mundo estético, y donde los que han de vivir de la celebridad y el reclamo pueden hacerse notorios relativamente. Madama de Mélusine ha consagrado a esto su tiempo y fortuna; no la guía interés alguno, excepto el ansia, tan parisiense, de dar pasto a su emotividad, de buscar aliciente para la vida. A toda costa esa levadura, esa sal en el manjar insípido. Madama de Mélusine sólo se agita para ofrecer a sus tertulianos la novedad, sea del género que sea; pianista húngaro, coplero felibre, novelista rumano, conspirador polaco, authoress inglesa. Silvio, mediante el almuerzo, caía en las uñas de la emotiva. Desde el primer plato tenía la invitación a comida y postcomida en la casa internacional.

-Pienso -declaró Silvio- concurrir poco a fiestas. Aquí, mi deseo es rehuir cuanto no sea el trabajo. Pero aceptaré una vez... y agradecido.

El almuerzo era delicioso; sobre todo, servido con filigranas y detalles que sorprendieron a Silvio, aun después de haber sido comensal de casas muy copetudas de Madrid. Todo sencillo, en apariencia, y en efecto, refinadísimo. Las manzanas de las canastillas de frutas, por ejemplo, sobre que no se comprendía verlas tan frescas en julio, eran todas exactamente del mismo tamaño y forma, y se advertía que habían sido frotadas, bruñidas, para sacar un lustre que las hacía parecer de oro y carmín. Las uvas tardías, limpias, como recortadas en jade, ofrecían la misma igualdad. Las flores eran raras; los últimos descubrimientos en floricultura. Las había por todas partes. En medio de la mesa se alzaba y se derretía dentro de un tazón enorme de cristal un grupo de ninfas tallado en hielo cercado de orquídeas de forma extrañísima, y de hojas diminutas, velludas, de begonia plateada. Manjares, vajilla, cristalería, servicio, mantelería, llevaban la marca del vehemente lujo de la Porcel, y aumentaba la sensación de alta vida el encontrar todo tan en su punto, a las pocas horas de llegar a París la dueña de la casa. Como madama de Mélusine demostrase halagüeña sorpresa, Espina sonrió, irónica, ante el elogio.

-Lo mismo estaría si viene usted a cenar anoche. Y lo mismo me tienen la casa preparada -excepto las esculturas en hielo; para eso es necesario avisar al artista- cualquier día de mi ausencia. Mis órdenes son terminantes. ¡No faltaría más que llegar de sorpresa y poder dibujar el nombre sobre polvo en las lunas de los espejos!

A aquel almuerzo siguieron otros. Diariamente estaba convidado Silvio; hacíanle, de vez en cuando, conocer alguna gente: periodistas, escritores, gente de banca, amigos de Valdivia. Percibía que en Madrid hay varios círculos y una sola sociedad, mientras en París hay múltiples sociedades que apenas coinciden. La rápida entronización de Madrid no era fácil aquí, donde tanto se tarda en pasar de un grupo a otro, que cabe invertir, en el traslado, la vida entera. La sociedad en que Espina podía introducirle era de la mejor, excepto el barrio propiamente dicho, y su composición mixta, conveniente a los fines del artista joven que desea darse a conocer y reclutar clientela. Ya había sido presentado a personalidades. Madama de Mélusine representaba el elemento estético y cosmopolita; la condesa de los Pirineos, la verdadera aristocracia, arrabal de San Germán; la embajadora de España, la colonia española; Valdivia, la americana, portuguesa y brasileña, almidonada, seria, que puede pagar ultragenerosamente, si quiere, un retrato que agrade.

A proporción, sin embargo, de los medios de favorecerle que poseían Valdivia y su amiga, Silvio creyó notar que no le empujaban tanto, tanto. Una frialdad ligera, suave, se insinuaba en sus relaciones. Algo raro le pasaba a Valdivia: algo distinto de antes había en su voz, en sus ojos desviados rápidamente, en sus gestos. ¿Sería que...? Silvio, por una anomalía muy frecuente, creíase del todo impecable; a Valdivia ningún mal le había hecho... puesto que ya voluntariamente se abstenía. Y declaró al brasileño injusto, versátil.

En espera, se dio a visitar, durante las ociosas mañanas, los museos. El del Louvre el primero; así lo quiere la rutina. Salió del Louvre menos aplastado de admiración, pero más confuso, que del Prado. En Madrid era la pintura de dos o tres maestros lo que le había sumido en una especie de anonadamiento, seguido de fiebre; aquí era el conjunto grandioso, el acarreo de cientos de siglos, de tantas formas de arte, de tantas épocas, de tanta influencia de la historia, la religión, el clima, la forma de gobierno, las costumbres -sobre una cosa que él hubiese querido ver inmaterial y alada, el arte-. Al recorrer las grandes salas asirias, egipcias, persas, griegas, romanas, se dispersaba y evaporaba su espíritu. En Madrid sentía, como sillar enorme sobre el pecho, la grandeza de los titanes, a quienes era inútil pensar en aproximarse nunca; aquí, en cambio, el peso muerto de las edades transcurridas, la fuerza incontrastable que ejerce la época a que pertenecemos, y que nos arrastra, como colosal Caronte, por el río negro, hacia donde el barquero quiere, sin tener en cuenta nuestra voluntad. Al mismo tiempo, la idea del progreso en arte, la aspiración a fórmulas nuevas, que expresen algo bello mejor y con más intensidad de lo que en ningún tiempo se ha expresado, se desvanecía para siempre en Silvio. En cada edad hubo obras maestras, definitivas, y no existe escultor moderno que supere en naturalismo, en verdad sencilla, de puro sencilla fulminante, al desconocido egipcio que modeló el Escriba, ni ceramista que venza en elegancia al autor de ciertos azulejos asirios del palacio de Artajerjes. Se admira su obra; pero nadie conoce su nombre. Este anonimato le parecía a Silvio una aureola. ¡La miseria del nombre! El caso es haberse realizado plenamente en una obra soberbia. Pensativo, se detenía al pie de algún coloso de pórfido rosa, cavilando en lo que sería la crítica en aquellas remotas edades; en lo que dirían los inteligentes de entonces, que seguramente los habría, pues no se concibe arte sin quien lo saboree y lo juzgue. Se figuraba los pórticos guarnecidos de hiladas de esfinges, las teorías de columnas con capitel de loto o de cogollo de palmera, y soñaba egipcios de facciones aniñadas y regulares, egipcias con tocado de escarabajo hierático, discutiendo la última obra de un ilustre de entonces. «¿Me satisfaría a mí esa clase de público?», discurría Silvio. «¡No! Necesito gente de ahora, que siente como yo y sufre las mismas ansias. Sólo me importa el efecto que una obra mía pudiese causarle a Minia, o a aquel a quien yo desearía parecerme... Y según esto, la gloria, nuestro hipo de gloria, ¿qué es? ¿Es orgullo? ¿Es vanidad? ¿Es el simple goce del niño que enseña un juguete a sus camaradas?».

Por más que se esforzase, no podía representarse a los egipcios admirando algo que hubiese pintado él. ¿Qué placer serían los aplausos de Tebas? ¿Aplaudirían al menos? No; les pareceríamos bárbaros. Y, sin embargo, la estatua del Escriba es el non plus ultra de lo que pudiese hacer un moderno para ajustarse a fórmulas de estética que han revolucionado el arte en nuestro siglo...

Mientras Silvio devanaba estas filosofías, Valdivia, algo distraído y remiso, le proporcionaba, no obstante, un taller alquilado en una calle próxima al bulevar de Estrasburgo. El pintor a quien el taller pertenecía viajaba a la sazón, tomando apuntes de paisajes por las montañas del Delfinado; proponíase terminar su veraneo en una playa, y había dado al portero orden de subarrendar. A Silvio le ilusionó infinito el taller, asaz modesto, amueblado con cuatro trastos, tapices hechos jirones y remendados, cacharros encolados y rotos, sillas paticojas; un tufillo de bohemia; pero al cabo, ¡taller en París! Desempaquetó y colocó, ante todo, el retrato de Espina, que en aquel camaranchón polvoriento semejaba un rayo de primavera, entre la frescura de sus rosas y la nube cándida de sus tules.

-Tenga usted paciencia -díjole desabridamente Valdivia-. París no es Madrid. Pequé de optimista, empiezo a comprenderlo. Todavía no hemos podido encontrar para usted retratos. María pensaba dar una fiestecita y enseñar el suyo... ¿No le habla a usted ya de este plan?

Al formular la interrogación, la mirada del celoso era indefinible. Silvio creía notar en ella una interrogación, un reproche, algo bien distinto de la cordialidad de antes. Por contraste, Espina no daba ni señales de recordar lo que más hiere el amor propio de una mujer: el corte de la relación de amor, sin excusa válida. Nunca en sus ojos de avellana puntilleados se encendía la llamarada del capricho o se tendía la niebla del recuerdo; nunca hablaba a Silvio con ese vago tono de tristeza del bien perdido, que delata la tortura de la memoria y la persistencia del cariño invencible.

Por instantes alarmaba a Silvio la actitud demasiado serena de Espina. No era lógica tal conformidad, mediando lo que había mediado, mientras continuaba viéndola, tratándola, frecuentando su casa. ¿Qué había bajo aquella tranquilidad desdeñosa, complicada de aparente protección?

Silvio temía. La prudencia aconsejaba concesiones, pero creía que no le era posible ya tocar a un cabello de aquella mujer, después de las confidencias desesperadas de Valdivia. Se reía a solas de sí mismo, de su quijotismo eternamente ignorado. Una vulgar modelo, una mujer de la calle, antes que la inimitable Porcel: satisfecha la fatuidad y la malignidad, Espina sería para él una de las ninfas de hielo, transparentes, que se liquidaban, bañando de frescura las flores de la mesa. Este orden de sentimientos se reflejaba en su trato con la cosmopolita. Había en su modo de hablarla admiración teñida de acidez, cortesía interesada, con matices glaciales, involuntarios esguinces de repulsión que la voluntad no siempre acertaba a disimular, un oculto fuego de desprecio moral cuyo humo salía afuera; todo lo que componía el sentimiento complejo, más de odio que de otra cosa, que había llegado a infundirle la singular mujer. Ella -en los primeros días de la estancia de Silvio en París, y aun en las ocasiones que el viaje ofrece- había intentado disimuladas investigaciones para averiguar la causa de la retirada amorosa del artista; curiosidad también burlada. Silvio, en su tosca franqueza, resabio de sus tiempos de vida popular, no se recataba para encomiar, delante de Espina, a otras mujeres; y aunque observaba los labios de Espina, no veía en ellos huella de sangre, sino la del carmín fino que los pintaba. Ni escuchaba siquiera. Lanzando un ¡ah! gracioso, se tendía en el diván a fumar sus cigarrillos saturados de opio, que la calmaban y la sumían en adormilado bienestar.

No renunciaba a llevarse a Silvio consigo al través de París, como le había llevado al través de Madrid. Y el artista, por lo mismo que estaba en paz con su conciencia, que nada había allí de peligroso, se dejaba arremolinar, cediendo al atractivo puramente cerebral, peregrinamente mezclado con repugnancia, que ejercía sobre él una naturaleza estética ultrarrefinada, al iniciarle en los misterios de París.

Por entonces Valdivia cayó enfermo. Le postró en la cama una serie de alifafes, y Espina, en vez de cuidarle, se lanzó con su «rapin espagnol», ya al Bosque de Bolonia, ya a las baignoires de los teatrillos subalternos, donde las estrellas de Citera y Pafos se codean con las beldades empingorotadas y curiosas. Eran expediciones clandestinas, que no parecían inocentes, siéndolo en realidad hasta la bobería. Por ventura la acompañaban amigas venidas de Madrid, a pasar los primeros calores y a vestirse de verano, para las playas o para Biarritz en agosto, o de París mismo, que prolongaban la temporada antes de desparramarse por costas e islas inglesas, escolleras de Bretaña y Normandía o bellos castillos del interior de Francia. Silvio pasaba inadvertido; era un protegido, tal vez un apasionado; algo adjetivo, subalterno; y en el torbellino de París, donde el tiempo está avaramente contado, a nadie se le ocurría hacerse retratar por aquel advenedizo. Silvio aprovechaba las mañanas apuntando, dibujando, enterándose de mil cosas, en museos y galerías particulares. La pintura contemporánea empezaba a revelársele, no con el aspecto de improvisación, de revelación súbita, que afecta en España, sino en forma de lenta reflexiva conquista de la técnica, antes de hilar la idea o entonar la copia sentimental de cada uno. Y volvía a sus primeros honrados propósitos: dibujar, dibujar, dibujar, hasta que los huesos de las falanges se le cayesen. «En España no se dibuja lo bastante, se fía todo al color». Avisó modelos; estudió encarnizadamente la forma humana, la infinita magnificencia del músculo sobre el hueso y de la piel sobre el músculo.

Una tarde, Valdivia, desde su sillón de achacoso convaleciente, anunció a Silvio que «tenemos un parroquiano. ¡Y qué parroquiano! De estos que sólo se cazan en París... Mi amigo Perico Aladro, el pretendiente al trono de Albania...». En el regocijo malicioso con que hablaba Valdivia, Silvio pensó descubrir la satisfacción de escamotearle el encargo sensacional a Marbley, el belga. A éste no le conocía Silvio aún, a pesar de oír su nombre, pronunciado en tono de consideración por la gente de buena sociedad, en tono de burla por los contados artistas con quienes había cruzado dos palabras... Valdivia, entre sus curas al salicilato y sus baños eléctricos (el sistema de un Doctor yanqui de paso en París), saboreaba de antemano la mortificación del belga, al cundir la noticia de que el pretendiente de moda se retrataba con el españolito. Marbley le había infligido crueles sufrimientos. Sangraba la herida del celoso, mientras en el alma arenisca de Espina, donde toda emoción de simpatía pasaba barrida por el viento, donde sólo persistían los sentimientos de malignidad, ya Marbley no ocupaba sino el lugar secundario de los objetos que se utilizan para dañar a su hora, el lugar de un puñal colgado en una panoplia, con la punta cuidadosamente emponzoñada.

Silvio se alborozó. ¡Aquel retrato sería un reclamo magnífico! ¡Traería dinero, indispensable, porque los cuatro mil de Valdivia se derretían a semejanza de las esculturas de hielo! Era la misma actualidad parisiense el elegante hidalgo español, bulevardista, por otra parte, hasta la médula, y convertido, cuando nadie se lo imaginaba, ¡en personaje de Los Reyes en el destierro! La figura del jerezano, hasta entonces una de tantas siluetas del París que se divierte, subió de pronto a ser una de las figuras con que París se emociona todas las mañanas; su fotografía figuraba en escaparates, en las publicaciones ilustradas de los kioscos. Silvio contaba con el retrato, en pintoresco traje nacional albanés, para fijar un momento, a su vez la atención de ese París distraído -la imagen, creía él, de Espina-. Con entusiasmo sentido pocas veces comenzó su tarea, charlando y fumando en compañía del candidato al trono, que le refería datos genealógicos, la sucesión directa del héroe, sus derechos claros, notorios, a una diadema novelesca, oriental. Lo que preocupaba a Silvio era pensar si sería ridículo o cortés e imprescindible el tratamiento de Majestad. Con el buen tono de un hombre de mundo, Aladro adivinó las dudas del artista. «Somos dos amigos, dos españoles». Estaba encantado del retrato, en el cual su apostura, todavía gallarda e interesante, aparecía realzada por el carácter y riqueza del atavío; y le agradaba la destreza de Silvio para reconstruir una cara y un cuerpo borrando el estrago de los años sin perder la exactísima semejanza. Y la pintura ni era afeminada ni muelle; la cabeza tenía un aire de altivez melancólica, la justa idealización que cabía en el papel del retrato, en la significación de la vestimenta. El pretendiente no se hartaba de alabar. «¡Qué talento de muchacho!». Se expansionaba con Valdivia, le daba gracias. «Es preciso que no quede descontento; haremos como quien somos».

De la noche a la mañana, Aladro salió precipitadamente para Viena; Valdivia quedaba encargado de pagar. La extrañeza de Silvio fue grande al notar que Valdivia ni pagaba ni volvía a mentar el retrato. Se atrevió a recordarle que lo expusiese. El brasileño sonrió. «No es posible, no es prudente siquiera. ¿Qué sabemos por dónde lo toma París? ¿Y si ponen en solfa el traje de albanés, si dicen que está vestido para un baile de máscaras, y sobre la chunga de aquí viene el mal efecto posible allá? No, no puede ser, Lago. Aladro no me lo perdonaría».

Como Silvio insistiese, preguntando quién había sugerido a Aladro tal recelo, Valdivia respondió con negligencia:

-A Aladro no se le había ocurrido el peligro de tal exhibición; Marbley, con buen sentido, fue quien le abrió los ojos.

-¡Ah, vamos, Marbley! -repitió Silvio, atónito de que Valdivia ahora invocase y acatase la autoridad del belga.

-Marbley... Verá usted -detalló Valdivia-, tiene práctica; dice que para exponer debe tratarse de un retrato serio, de algo que nadie pueda discutir, de una firma segura. «No despistemos a París», repite; y Aladro, a su vez, no quiere despistar... María, a la sola idea de presentar a Aladro con chaquetilla, faja y pistolas, se ha reído inextinguiblemente...

Silvio, sin replicar, se retiró aniquilado. Aunque el retrato del pretendiente le proporcionase recursos (Valdivia ni aun en eso pensaba), él había soñado otra cosa. Su conciencia artística le decía que el retrato tenía el arranque, la vitalidad infundida, por ejemplo, a la cabeza del Doctor Luz. «Al buscar clientes bonitas -pensaba- hago lo contrario de lo que me conviene. Los mejores modelos son los hombres, y no pudiendo ser, las mujeres feas». Estaba arrebatado en la contemplación y estudio de los grandes retratistas europeos; no volvía de su asombro ante el cuadro del «Mariscal Prim», obra del malogrado Regnault; ante los Carolus Durán -un estilo tan español-; ante los Bonnat, maravillas de realismo, retratos de inteligencia, de cerebros, que resumen la energía mental de los modelos, los Taine, los Renan. Como seducción, llegó a preferir los Benjamin Constant. Éste era el maestro prestigioso, el mago de la paleta. Provocaba las dificultades por el placer de vencerlas, y daba a su pintura toda la lujuriosa intensidad del color que acaricia y prende, con el vigor de una ejecución profunda. «Esto es pintar», exclamaba Silvio, atónito; y entonces encontraba justo que el pretendiente no hubiese querido exhibir su estudio al pastel, un juguete, una miseria.

Completamente fascinado, repetía ante las obras fuertes: «Así se pinta». Renegaba de sí; a sus transportes de entusiasmo seguían accesos de inmenso desaliento; él no llegaría a nada nunca; no había que forjarse ilusiones; todo estaba cumplido, los puestos ocupados, el arte en su plenitud. Blasfemaba: desconocía la inexhausta fecundidad, la virtud de renovación del arte, y daba por hecho que, después de una generación gloriosa, rica, se secaba el suelo y nada germinaba ya bajo el sol.

Otras veces, en sus correrías -cuando soltaba el yugo de Espina y se lanzaba solo a apoderarse de París-, la loca esperanza le concedía besos incendiarios. Lo mismo que le parecía motivo de desconsuelo, era ahora causa de ilusión para su cambiante naturaleza. Donde se habían ramificado tantas y tan variadas direcciones, donde tantas personalidades surgían, ¿por qué no surgiría él también a su hora, con su fórmula, con su don peculiar, con su individualidad sagrada?

Después de la generación de Bastien Lepage, de Moreau, de Millet, ¿no se alzaba ya otra llena de vida, no sospechada por ellos, distinta de ellos? ¿No había visto en pos de los retratistas acatados, a los nuevos, al genial Chartran, al extraño neblinista Carrière y no era él de carne, de hueso, no tenía dedos, no tenía ojos, no tenía corazón para sentir, sangre que derramar en la pelea?

«Ahora», pensaba, «paciencia y unos francos de reserva es lo que he menester... Iré al estudio de Dagnan Bouveret: es el más impecable dibujante».

Le obligó Espina, a pretexto de lanzamiento, a hacer efectiva la invitación a comida y postcomida de madama de Mélusine. La morada de esta señora es espaciosa, espléndida, algo abigarrada como el espíritu de la dueña: ostenta un lujo sin intimidad ni densidad aristocrática; recuerda la fisonomía cosmopolita de los grandes hoteles. La comida era más bien frustrada: los convidados no habían sido elegidos con esa inteligencia exquisita que revela el tacto del alma de casa, sino al capricho de la notoriedad o al azar del último descubrimiento de las que Espina llama islas desconocidas, pobladas de antropófagos. Silvio, con su lucidez instintiva para lo social, vio desde el primer momento que aquello no era gran mundo, ni siquiera mundo homogéneo, donde todos se conocen y desde el primer momento saben cómo tratarse y qué decirse. Mientras esperaban en el salón blanco y oro, deslucido por tanto tráfago, que precedía al comedor, los invitados se miraban puntiagudamente, las presentaciones eran laboriosas. El artista comprendió por qué Espina se excusaba de asistir al banquete, proponiéndose limitarse -había dicho con acento desdeñoso- a «dar una vuelta», una aparición en la velada. Valdivia también apelaba a su enfermedad para evitar el convite. Dejaban allí a Silvio, náufrago.

En el concepto gastronómico, la comida fue insuperable. Silvio, estómago exigente, encontró perfecto lo de mascar. Detalles y monerías se echaban de menos. Era oro derrochado en comestibles, cocineros, vinos, servicio.

Silvio devoró, vencido por una tentación de glotonería. Estaba al extremo de la mesa, cosa que le sorprendió algo, pues suponía que el banquete era en su honor, y notó que nadie le hacía caso, que le habían colocado entre una inglesa espiritista y teósofa, religionaria de la Blavatzki, y una esposa de literato semicélebre, que sólo hablaba de la última novela de su esposo. La heroína de la fiesta era una morena de tipo español, de escote llenito y ojos de azabache, vestida con discutible gusto, de raso azul, recargado de lentejuela azul también. El ama de la casa, después de hacer la presentación de Silvio a la morenita, había murmurado, con ese tono enfático que sugiere la importancia del personaje y da por hecho que no es necesario explicar nada de él:

-La señorita Gregoresco.

Sólo al levantarse de la mesa y encontrarse próximo a la morenita, Silvio recordó, enlazó datos confusos, lecturas de periódicos... Era una historia secreteada primero, divulgada después por las agencias, los telegramas, las murmuraciones europeas; y Silvio creía notar ahora en la Gregoresco no sé qué de apasionado, de lunático, chocante en medio de la corrección mundana.

Estuvo a pique de darse una puñada en la frente. ¡Ah, ya! Estaba viendo a la acariciadora de una doble quimera de amor y ambición, la que había soñado una corona entre capítulos de una novela, y aspiraba a conquistarla por medio de la poesía, sin abdicar de su dignidad de mujer, de su pureza de virgen. ¡Imprevistos caprichos de la naturaleza, que no adapta sino raras veces la exterioridad al destino! La inglesa que colocaron a la izquierda de Silvio, con el largo cuello, el pelo de seda clara, los ojos de pervinca, la inmaterialidad de su tipo, parecía de molde para el papel romántico de mujer precipitada de lo alto de su ensueño, de Safo casta que deplora, en versos inflamados, la mentira infinita de amor. Y se figuraba a la señorita Gregoresco así, cuando las peripecias de sus amoríos con un príncipe heredero, protegidos por la diplomacia, hacían el gasto de los telegramas y eran la fábula del mundo diplomático. Hubiese querido Silvio más palidez en aquella frente, más esbeltez en aquel talle, más afinamiento de tristeza y nostalgia en aquella cabeza, otro estilo de vestir: unas gasas salpicadas de lánguidas ramas de glicinia... Porque el mundo entero sabía que Daría Gregoresco no se había consolado, que no quería consolarse, que las cuitas de su corazón las exhalaba en estrofas empapadas de lágrimas; y Silvio, ante el aspecto más bien vulgarmente atractivo de la desengañada, añoraba el retrato que hubiese podido hacer, no menos sensacional que el del pretendiente a la corona. Pero con el tipo de la Gregoresco... ¡quia! Y recordando que le habían ofrecido presentarle pronto a Isabel II, decíase:

-Esta república está llena de reyes que fueron, que serán, que anhelarían ser...

Sin salir del salón de madama de Mélusine, podía ver a dos de estos aproximados a la corona; Daría contestaba al saludo de un príncipe, Bojidar Karageorgewitch, hermano de otro pretendiente; y el día anterior Valdivia había hablado a Silvio de ponerle en relación con Roldán Bonaparte. ¡París! -Algo así como el propio salón de madama de Mélusine, una vega abierta, en apariencia hospitalaria, en realidad cortésmente despegada, que no tiene reparo en aceptar lo que llega, siempre que su nombre resuene, brille, pique la curiosidad-. El sentimiento de su nulidad en París volvió a abrumar al artista. Recordó una conversación en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, adonde sólo había concurrido media docena de noches, y en la cual se trataba del proletariado artístico de París. ¡Diez mil pintores luchan en la capital francesa con la penumbra, el anonimato, la indigencia! ¡Destacarse de entre esta piña!

«Pero -discurría, en la primer modorra suave de una digestión feliz, que predispone al optimismo- es imposible, vamos, imposible que yo no sea algo; que esta calentura sin cesar renaciente, que esta obsesión incurable, no lleguen a cristalizar. Yo veo, yo siento, no sólo los colores y las formas de las cosas, sino su esencia íntima, oculta para los groseros y los serviles. He menester tiempo, constancia, posibilidad de hacer valer estas dotes».

Mientras pensaba así, ofrecía a la Gregoresco un sillón, después de ser presentado a la madre, señora respetable que acompaña por todas partes, en su peregrinación, a la dolorida joven. Y Silvio se decía, implacable en la exigencia estética:

«La mamá también me estorba. Esta novela de nostalgia pide lo bravío de la soledad. ¡Una hija de familia! ¡Una mamá al canto!...».

El salón iba llenándose de gente: ilustraciones masculinas, damas vestidas con más atrevimiento que en Madrid. Había poetas capilares codeándose con celebridades indiscutibles, como el gran Heredia. Presentado a él, Silvio le miró con veneración fetichista. El destino de aquel hombre de corta estatura, de tipo español, sordo, distraído, ya metido en años, era el destino envidiable, ideal, del artista. Con reducida labor, breve pero intensísima, de una intensidad como no ha solido verse desde el Renacimiento; sin soñar en renovar formas, aceptando la más rígida, la más hecha y manejada de todas, el soneto; sin reincidir en el intento victoriosamente logrado; sin perderse en el afán de renovarse; sin decadencia posible, por lo único de la obra; sin la lucha innoble con la necesidad y el envilecimiento de la sobreproducción y del industrialismo; serenamente, bellamente, señorialmente, había llegado a la plenitud de la gloria. ¿Y qué pintor podía preciarse de haber igualado a Heredia, el colorista -a menos que sea Moreau?-. No era la primera vez que Silvio, sufridor de todas las dudas por la misma incandescencia de su fe, se había preguntado, leyendo a Flaubert, a Heredia, a los coloristas de la pluma, si era dable superarles con el pincel; y ahora la duda reaparecía, al recordar el esplendor de Los Trofeos, Antonio en brazos de Cleopatra, viendo en sus ojos el inmenso mar y la huida de las galeras de Accio, los Conquistadores españoles sobre el fosforescente azul del mar de los Trópicos, en la proa de las blancas carabelas, inclinados para ver surgir estrellas nuevas del fondo del Océano.

Sin haber tanteado aún sus disposiciones para el arte, ya padecía Silvio la penosa incerteza, el titubeo de los desorientados y los deslumbrados, la solicitación de las otras formas artísticas, la ambigüedad ambiciosa que obliga al escultor a buscar efectos pictóricos; al pintor, a introducir poesía lírica o épica, literatura, en fin, en sus cuadros; al músico, a calcular efectos descriptivos y notas de color, en vez de notas musicales; al escritor, a emular al pintor, produciendo, a toda costa, la sensación artística, el efecto de la luz o del sonido, al arquitecto, a forzar las líneas, alterando la serenidad, volviendo al barroquismo; a todos, en fin, a meter la hoz en mies ajena, a sentir el desasosiego panestético, ansia de expresar la belleza con mayor amplitud, más recursos, sentimiento más vario, algo que abarca, en abrazo eterno, lo infinito de la hermosura, lo ilimitado de su goce. La idea de que nunca pintaría como hace sonetos Heredia sumió a Silvio en una de esas meditaciones desconsoladas en que se quisiera renegar hasta del ser y convertirse en piedra. Hay instantes en que los pensamientos nos ahogan como olas. ¡Ante Heredia, Silvio se humilló: se vio tan pequeño, tan burlado por la suerte! Era su gran sufrimiento, querer ser otro; era la negación del yo, de lo que más se ama.

Las doce caían cuando penetró en el salón de madama de Mélusine Espina Porcel. Sus pupilas agudas, vivaces, registraron el recinto y descubrieron al joven pintor, perdido en la selva oscura de sus reflexiones. Sacudió la cabeza Silvio y se acercó a la dama, colocándose a su lado. Espina hacía gestos monos al fijarse en la concurrencia, y decía por lo bajo:

-¡De mal en peor esta casa! Llegará día en que no se podrá venir. ¡Qué ancha base! Seguro que me va a endosar, sin previa consulta, a dos o tres notabilidades estrafalarias.

No se engañaba en sus presunciones la Porcel. Ya la Mélusine, con el transporte entusiasta que la acometía al descubrir islas, se aproximaba, llevando de la mano a Daría Gregoresco, y la presentaba entre un balbuceo de simpatía apasionada, con igual emoción y secreteo que Solar de Fierro al mostrar una maravilla única de sus colecciones.

-La señorita Gregoresco... ¡Ya sabe usted!... ¡La señorita Gregoresco!... Nos ofrece la encantadora sorpresa de recitar algunas poesías no dadas a conocer hasta hoy...

Espina se inclinó, lanzó un ¡ah! inefable, y murmuró un «¡encantada!» de los más vagos y distraídos de su repertorio.

La Gregoresco se adelantó; hicieron corro a su alrededor, en primer término, la dueña de la casa, sonriente de beatitud. Estaba la poetisa turbada, y leve ronquera velaba su voz al empezar. Heredia, a quien respetuosamente habían dejado sitio en el aro estrecho del corro, hizo con la diestra cartucho a la oreja para oír bien. Silvio notó que en aquel salón parisiense se escuchaba, como no se escuchaba en Madrid jamás.

Alzábase ya más segura y timbrada la voz de la recitadora, y su dicción pura y dulce iba encendiéndose con apasionados acentos, expresando la cuita, la incurable añoranza del ayer tan próximo, el inextinguible recuerdo del ensueño destrozado por la realidad; la queja salida de las entrañas, que se deshace y rompe en sollozos al asomar a la boca. Su poesía, no escultural y policromada; no impecable y soberana, como la de Heredia; flébil a veces, como lamento de niño; altiva otras, con la generosa altivez del sentimiento que conoce su nobleza y su derecho a la vida, fluía de labios carnosos, poco espirituales, y los transformaba, los afinaba con idealidad. Aquellas amantes querellas, aquellos insistentes brazos extendidos hacia lo que no volverá, lo que no puede volver, lo que tal vez no existía, porque si hubiese existido seguiría existiendo, se sobrepondría a lo accidental y pasajero de la existencia; aquel poema de pasión, con sus paseos a la luz de la blanca luna, sus citas entre flores, decoración trillada y divina; aquella pregunta ansiosa, triste, repetida -¿cómo se puede olvidar cuando se ha querido de cierta manera?-, aquello que era fibras vivientes, sangre de un corazón transformada en luz por la rima, al exhalarse por la boca de la enamorada, la hacía momentáneamente sublime. Sus ojos de sombra brillaban; sus mejillas, bruñidas al sol, se animaban con carmín de fiebre; su estatura parecía crecer. De pronto cubrió su vista un velo, una escarcha de llanto, y la emoción, haciendo palpitar su seno, se reveló en la profundidad vibrante de la voz, en la trepidación involuntaria del torso. Era una gran soprano dramática, y sus acentos tenían poder comunicativo de dolor y piedad. Silvio, con sorpresa, se sentía subyugado. Por primera vez un gemido de amor le conmovía. Se lo dijo a Espina, que, insensible, metida en su concha de mundano aplomo, observaba como se observa una curiosidad cualquiera, un bicho raro, un pájaro de colores. Y, alzando los hombros, contestó a Silvio quedamente:

-¿Le hace a usted efecto la cómica esa? Porque ya comprenderá que de comedia se trata. Ni hubo tal amor, ni tal empeño del príncipe heredero en casarse con ella...

Lago sabía lo contrario, como lo sabía todo el mundo; pero no le preocupaba la autenticidad de la historia. Su naturaleza estética hacía que los efectos le interesasen más vistos al través del arte que en la realidad. «Una impresión bella no miente nunca», era su divisa, y fue su respuesta.

-¿No le parece a usted -añadió- que el amor es la cosa más vieja y más nueva, más fecunda en sugestión, después de todo? ¡Cuánto siento que el amor nada me diga! ¡Es posible que me engañe mi sueño de arte, y esté perdiendo lo mejor de mi vida, los años que no tornan, privándome de la única emoción que compendia lo infinito!

Espina le fijó sin pestañear y no contestó.

«Tal vez -pensaba Silvio- la Gregoresco, con su emoción perpetua, que derrama en versos y que reabsorbe al recitarlos, vive vida más colmada, más intensiva, que el sordo glorioso que la está felicitando en este momento».

Se acercó a la poetisa cuando la dejaron algo libre los admiradores, y apartándose del remolino de la multitud, que ahora se precipitaba para oír recitar fábulas de Lafontaine a Coquelín menor, se encontró aislado con Daría en una especie de gabinetito formado por cortinajes de brocatel, plantas y dorados muebles. Daría respiraba afanosamente aún, y, no creyéndose observada, se pasaba el pañuelo por los ojos, donde se había vuelto agua corriente el rocío.

Silvio, como si la conociese de hacía muchos años, familiar, imperioso, la preguntó:

-¿De modo que no le ha olvidado usted aún?

Hizo ella con la cabeza señal negativa, y se sentó, abrumada sin duda, quebrantados los huesos y anegado el espíritu.

-Siempre -indicó el artista- la poesía consuela.

La poetisa le miró. Estaba, sin duda, habituada a distinguir la verdadera simpatía de la compasión ficticia o burlona. La cara delicadamente expresiva de Silvio, el encanto artístico de su semblante, la mirada sentimental de sus ojos cambiantes, verdiazules, la tranquilizaron, y murmuró, melancólicamente, sumisamente:

-No sé si consuela... Por lo menos, da desahogo al sentimiento. Dicen los médicos que si yo no hiciese estos pobres versos, me hubiese muerto o me hubiese vuelto loca.

-¡Si supiese usted -balbuceó Silvio- cómo la envidio su pena! Quisiera desde que la he oído, poder sentir así. No soy feliz, pero mi pena no es de amor.

-¿De qué es entonces? -preguntó sorprendida ella; tal vez no creía posible que se sufriese por otra cosa.

-De ambición artística... Soy pintor; nada he producido y aspiro a una obra fuerte, señalada, que me eleve...

-¡Vanidad! -murmuró Daría.

-¡Delirio quizá el de usted! -declaró Silvio.

La enamorada suspiró, haciendo un noble ademán de resignación a su eterna tortura, mitigada sólo por el canto. Y mientras se comunicaban, sin conocerse casi, lo más arcano de sus almas, el gentío, desimpresionado ya, olvidando la queja de la tórtola viuda, no sospechando el anhelo del soñador de fama, del ansioso de creación, se agolpaba en torno del actor de la Comedia francesa, escuchándole bordar y cincelar con recitación sorprendente la fabulilla salada por el buen sentido.

Daría y Silvio, un momento, hicieron fondo común de sus penas hermosas. La prosa les rodeaba; se refugiaban en la poesía de lo imposible. ¡Vanidad! ¡Delirio! Para ellos, la mayor verdad; la que nosotros mismos criamos.

*  *  *

Hízose más pesado el yugo que la Porcel imponía a Silvio; y el artista tenía que someterse. Confiaba todavía en el apoyo de Valdivia, en la cacareada exhibición del retrato de las rosas. Salir del anonimato en esa forma no le era halagüeño; pero no había otro recurso.

Tampoco era infalible. Las victorias madrileñas podían convertirse en naufragios parisienses. Una frontera, unos centenares de kilómetros... y todo cambiado. Silvio contaba, no obstante, con la homogeneidad del gran mundo, que, en lo fundamental, es idéntico a sí mismo en cualquier latitud.

Para fijar la atención distraída y volandera de ese gran mundo, el señuelo era Espina. Ella podía, en un acceso de malignidad, retrasar indefinidamente el momento en que París se convirtiese en escenario y mercado para Silvio. Creía tener en la mano el medio infalible de subyugar a la Porcel. La fatuidad le sugería que una escenita, magistralmente representada por el histrión que hay en todo artista, restablecería las relaciones en pie de complicidad; pero no se poseía lo bastante para resolverse a tal farsa. La perversa atracción de Espina se le había transformado en repulsión, y Lago se conocía; sabía que sus sentimientos eran brotes bravos de espino montés; que la misma traición, el mismo disimulo artero, de los cuales sentíase capaz, no podía provocarlos a voluntad y mediante reflexión: le reventaban del alma bajo la presión de las circunstancias. Ni siquiera le movía ya el romántico respeto a Valdivia; su alejamiento era otra cosa: una especie de náusea moral. El cutis de Espina se le figuraba frío como el de un reptil. La neurosis, el diablillo de la neurosis, debía de danzar en esto...

Siempre que se aflojaba algún tanto su cadena, se sumergía en el dibujo, o desentrañaba el París artístico. Hundíase con deleite en el inextinguible foco y luminar de arte, saboreando el placer que causan las obras maestras en relación íntima con nuestra sensibilidad, o que la modifican y renuevan. Había dado por hecho Silvio que entre los pintores modernos le arrebataría Courbet, y comprobó sorprendido que el realismo, exagerado calculadamente, del discutidísimo maître d'Ornans, casi le molestaba. Era la transformación de su ideal propio lo que anulaba su admiración hacia Courbet, exaltada por los ditirambos de Zola. Se quedó Silvio pensativo cuando hubo notado que Courbet, antes, en su imaginación, rey de la pintura, no era, al verle de cerca, sino «un temperamento», un sujeto de cualidades mal aprovechadas y hasta estragadas por la estrechez de una fórmula.

Courbet -decidió Silvio- fue una naturaleza burda; tenía mucho de grosero, no sólo en la producción, sino en su vida, en aquel su eterno fumar y beber cerveza. Sintió que la devoción cambiaba de santo, que se pasaba a Moreau y a Millet, ¡dos ideales tan diferentes! Millet le embelesaba por impresionar a su manera la naturaleza, dominándola con la intensidad del propio sentimiento, y soñaba hacer él en Alborada otro tanto. Las Mariñas distantes le parecían entonces ese rincón del mundo donde cada artista extrae una concepción peculiar de la realidad, según sus propios ensueños de poeta. «En Alborada haré yo mis Espigadoras -resolvía-. No aquella Recolección de la patata, tan tosca, tan villanesca. Otra cosa..., otra cosa... a lo Millet». Pero Moreau le fascinaba más, no imaginando siquiera que pudiese su pincel ejercer la influencia que ejerció aquel creador genial más próximo a fray Angélico y a los místicos que a los modernos. Silvio comprendió que su alma era del grupo poco numeroso a que perteneció el autor de Salomé. Almas complicadas, pueriles y pervertidas, misantrópicas y candorosas, modernas y bizantinas... Nunca almas panzudas de burgueses. Almas siempre resonantes por la vibración de las cuerdas polifónicas de sus nervios.

Silvio encontraba en la sensación peculiar de Gustavo Moreau mucho de lo que había supuesto en París, en el alma de París, y que no descubría en el París verdadero. Éste nada tenía de común con la ciudad de fiebre y placer, cocotismo y despilfarro, de la leyenda internacional. La «Babel» era un telón efectista hecho jirones, y aparecía la colmena, el trabajo asiduo, normal, funcionando y saneando la atmósfera. Los zánganos, en apariencia numerosos, eran en realidad contados. Y de bracero con el trabajo, como esas parejas contentas de serlo que se esparcen por París al anochecer, Silvio veía a la razón, obrera metódica; la voluntad al servicio de la invención. La lección severa de Lutecia era lo contrario de la sangría suelta de tiempo y energías de Madrid.

Recordaba Silvio la capital española como si aún se encontrase en su taller de la calle de Villanueva: las vías públicas, concurridas lo mismo a las cinco de la tarde que a media noche; aquel visiteo injustificado, aquel zanganeo y zascandileo en que las horas se esfuman, cayendo en el curso del mes y del año como granitos de sal en mares de tedio, placer y turbulencia. Y en cambio, en el París que la literatura diseca para descubrir perversiones, y que fotografía sorprendiendo extrañas muecas, en imposibles actitudes, Silvio, al echarse a la calle temprano para dirigirse a su taller, se tropezaba con bandadas de madrugadores intelectuales, pálidos de sueño, que asaltaban las limpias cremerías y se desayunaban con un panecillo de media luna y un vaso de leche, antes de desparramarse, vademécum bajo el brazo, a enseñar o aprender, ¡a trabajar! A tal hora, en que los madrileños, pobres o ricos, leen entre sábanas el primer diario que su mujer o sus criados les suben, Silvio veía a los parisienses, ciudadanos de la metrópoli del sibaritismo, según fama, entregarse con taciturna asiduidad a los preliminares de una jornada laboriosa, seguida de otras y otras, interrumpidas por el descanso dominical disfrutado en sencillos esparcimientos, tan distintos del pagano y sanguinario dominguerismo taurino de Madrid. Los porteros, mozos y dependientes de comercio, barriendo, bruñendo y atersando aceras, llamadores, vidrios y escaparates, como el soldado acicala sus armas para combatir; los profesores, corriendo con ropa raída y estómago mal lastrado a arrancar de entre colchones al alumno, si éste no aguarda ya con las orejas relucientes de fricción y los ojos entumecidos de soñolencia; el personal de los establecimientos públicos, oficinas, tiendas, desde temprano en plena actividad, repetían que la palabra de la esfinge parisiense es TRABAJO. Los ciclistas desfilan, portadores de mensajes o carga; los coches circulan, socarrones, acechando al peatón, que se apresura y los evita; una multitud seria, preocupada de su objeto, invade las aceras, sin agolparse en cualquier parte a curiosear cualquier cosa; Silvio se confunde entre esta multitud, se codea, se hinca, hace cuña y no percibe esa chispa de pasión, de simpatía o antipatía, que en Madrid se transmite de uno a otro transeúnte. La gente que pasa a su lado, que le empuja involuntariamente, que le esquiva con ágil respingo para no detener ni ser detenida, no le ve siquiera. Va a la obligación, va al trabajo. Contados están los minutos, trazado y distribuido el día, tasado el reposo y repartida la tarea.

Esa decisión de funcionar, esa trepidación como de máquina que rinde su contingente, corre en oleada desde los resplandecientes bulevares hasta los barrios semiprovincianos de la banlieue. Hay en París zonas solitarias, pero no holgazanas. La colmena no zumba en la calle; se refugia en las celdillas, en los pisos modestos sobre cuyas ventanas se leen un nombre y un oficio... Ni las breves vacaciones parecen amenguar la actividad de la colmena invisible. Cuando el azar de sus correrías lleva a Silvio, por ejemplo, hacia el Jardín de Plantas, la calma del tranquilo barrio no le impide notar la palpitación del esfuerzo, el anhelar de yunta que abre surco. Humilde es el vecindario; conságrase a labor poco retribuida, pero acata el precepto, de cuyo cumplimiento nacen la riqueza, el vigor y la hermosura. Siente a su alrededor Silvio la ahincada presión del trabajo. Hasta la daifa que recorre un trozo de acera, siempre el mismo, y que interpela al transeúnte, muestra la aplicación de la laboriosidad, tiene dejos de obrera, compelida por la tarea forzosa.

La conseja de la bohemia artística, del descuido y la holganza entrecortada por hipos de genio y arrechuchos de inspiración, con risas, trampas y fumaduras de pipas, se derrumbaba en su romántica falsedad. El divino grupo de Capeaux, La Danza, que Silvio había creído símbolo de la desenfrenada existencia parisiense, ahora se le figuraba, en su nervioso vértigo, expresión de un afanar constante, el de tantos cerebros y tantos brazos.

«Cabe bohemia en literatura -deducía Silvio-, porque una estrofa puede inmortalizar, y una estrofa puede nacer sin esfuerzo; pero nosotros, pintores, escultores, ¿hemos de improvisar monigotes en la pared, muñecos tallados al cortaplumas?». Recordaba su antigua fe en el milagro, sus esperanzas -la de todos- en el golpe de suerte, en la idea feliz que saltea al despertar, en el cuadro-gancho, en el cuadro-trompeta, en lo que a infinitos alucina, y ya se reía de sí mismo. Lo que se hace sin aplicación es deleznable, banco de arena seca y suelta que el aire arrebata, resplandor momentáneo de luciérnaga en estío.

«Un artista bohemio -discurrió- no es bohemio porque deba dinero a todo bicho viviente, ni por correr juergas, que también los filisteos corren. La característica de la bohemia es querer triunfar sin tiempo y sin lucha constante y terrible. La pereza milagrera -he aquí la bohemia-». Acordose una vez más de Minia, de su teoría del monje miniaturista, del arquitecto medioeval, y pensó que, sin el hábito de burel, pero con el espíritu perseverante y el alma muda de esos artistas de antaño, hay en París bastantes obreros que crean porcelanas, alfombras, muebles, joyas, obras maestras donde el arte se disfraza de industria.

«Estas telas de dibujos robados a la naturaleza, estas decoraciones de elegancia ideal, estos bronces, estos Gobelinos, los mismos primores, abrillantados por la imaginación, de la indumentaria femenina, esta densidad de civilización refinada en el puño de una sombrilla, en una bujería cualquiera, sellada por el depurado gusto de París, ¿no son -pensaba Silvio- obra de artistas, que si no bajan a rezar al coro, se esconden en las grandes manufacturas nacionales, y sin ambición, sin calentura, resignados a que nadie pronuncie su nombre, crean su porción de belleza y la expiden, entre el tráfago comercial, a esparcirse por el mundo, a refinar la vida humana?

»Y los mismos que en París quieren que el aire sufra el peso de su nombre, ¿cómo lo consiguen? En sus frentes arderá la llamita simbólica, pero sus hombros sufren la carga del trabajo. Sus manos son recias y duchas. Sus hombros son de cariátide. Su mirar es abstraído. Hasta en sueños buscan la fórmula. Su edad florida ha pasado; ha llegado la viril, ruda, concentrada en el objeto, y ya con el pelo gris, tal vez laureados, siguen rodando, entre sudor y fatiga, la peña de su gloria, para que no les recaiga sobre el pecho y les aplaste. No quieren chapuzar en el olvido, vivos aún. Han probado el licor que embriaga; disipada la embriaguez, no pueden prescindir del licor. Mas ¡ay del que deja apagarse la lámpara!».

Y entonces, espantado del porvenir -cuando aún no tenía presente-, deseaba la oscuridad, el encierro a solas con la hermosura. Creía bastarse. Recordando que poseía singulares disposiciones para la labor del adornista, se veía viejo, habitando en una de esas fábricas de cerámica o de tapices en que hay un jardín abandonado a propósito, donde las plantas y las flores, libremente, adoptan formas gentiles, indómitas; y se veía cortando brazados de ramaje, componiendo después, en su estudio, motivos decorativos, cuyo tema es la rosa húmeda de rocío o la clemátida envuelta en su guirnalda verde.

En los talleres que empezaba tímidamente a frecuentar, Silvio confirmaba sus observaciones. ¡La pereza ha muerto! ¡La bohemia ha muerto! Aquellos artistas que desafiaban al calor y sólo se prometían unas cortísimas vacaciones en la primera quincena de agosto, tenían, más que la preocupación, la obsesión del trabajo. Distribuían su capital de tiempo con una regularidad tan racional, que olía a burguesa prosa, a oficina. En sus conversaciones, en sus indiscreciones chismográficas sobre las costumbres de los privilegiados del arte, se revelaba el método estricto que practica hoy el artista célebre, cultivador y conservador de su fama. Como el acróbata y el jockey, que necesitan entrenarse, los artistas hacían gimnasia, salían al campo a plazo fijo, dibujaban, apuntaban sin cesar, leían, seguían la marcha estética, y demostraban una inquietud higiénica sabiamente fundamentada en consejos del Doctor. Salir al campo es muy bueno porque se domina el plein air, y también porque se hace ejercicio y se respira. Bastantes escultores y pintores cultivaban el músculo y quemaban los ácidos por medio de la esgrima, y, entre trapos antiguos y restos de tapiz, junto al velador árabe que sugiere orientales indolencias y fumaduras soñadoras, se veían por el suelo las pesas y las cuerdas, las caretas y los guantones sudados. Saben las cocineras de estos artistas -ni más ni menos que si sirviesen a esos ricachones que anhelan conservar la personita muchos años- recetas y condimentos que no encalabrinan el estómago; y hasta Venus la dominadora, la embaucadora, la destructora, espera a la puerta del taller, igual que la lavandera y el brochador del piso, a que llegue su hora y su día de la semana, el prescrito, que no debilita la mente ni desasienta el pulso.

Lo ímprobo del trabajo y lo calculado del esfuerzo: eso saltaba a los ojos del joven retratista, como se percibe el congojoso palpitar de la bayadera, el sudor de su dorada piel, bajo las gasas de su túnica y los sartales policromos de su garganta. No: París no tiene el alma de Espina, insaciable y saturada de sensaciones, ésa es, a lo sumo, su careta, su disfraz de Carnaval, su collar de bayadera danzarina.

Silvio se juraba que se evadiría de la Porcel, que se entregaría venturosamente a la labor. Las aguas frías y serenas de la gran piscina probática, depuradoras, agitadas por el ala de la inspiración, le sanarían. Espina... ¡Bah! Un gesto de París; lo que fermenta, lo que gusanea en toda civilización avanzada. Su refinamiento, ¿qué? Fruto del sudor de tantos laboriosos. Para sostener el artificio de su belleza, ardían los hornillos de los laboratorios, se destilaban las esencias de los cálices, se inclinaban sobre la almohadilla frentes de encajeras, allá en solitarias calles de Brujas o de Malinas, velaba el dibujante, cosían en domingo a doble precio las modistas, se estropeaba los ojos la enfiladora de perlas. El gigante árbol del trabajo parisiense echaba una flor venenosa: Espina.

Sin embargo -reconocía Silvio-, esta mujer, su aparición a una hora dada en mi camino, fue el cambio de mi credo. Estoy divorciado para siempre del verismo servil, de la sugestión de la naturaleza inerte, de la tiranía de los sentidos. Soy libre y dueño de crearme mi mundo; ya no venero a los que se limitan a copiar; ya no tengo fetiches; si imitase, sería para dar muerte.

Y comprobaba, en su tendencia perseverante al realismo, la infusión del ideal, la exigencia del espíritu, algo que va más allá del color y de la forma. El mundo ya no le parecía solamente tierra fecundada por el sol. En su superficie corría un agua encantada, y de su seno se alzaban embrujadas vegetaciones, arborescencias de oro y cristal.

«Esto tengo que agradecer a la Porcel, a su individualismo aristocrático y poético, a su desprecio de la imitación literal y de la verdad gruesa. ¡Tal vez ella me ha revelado a mí mismo!».

La hubiese perdonado, hasta la hubiese adorado, si ella no le tiranizase, si le dejase en paz. Pero se desesperaba al recibir por el teléfono de su hotel (donde dormía, no pudiendo hacerlo en el taller) imperiosas llamadas, órdenes de presentarse en el palacete de los Campos Elíseos.

Rendida por el calor, Espina se pasaba las mañanas y las primeras horas de la tarde sin salir, reclinada en su meridiana favorita, de forma griega, amplia como un lecho, revestida de telas blancas, incesantemente renovadas, de cubrepiés de encaje, de almohaditas minúsculas, copos de espuma que la envolvían en el aleteo de un bando de palomas. Delante de la meridiana, una mesita inglesa, de bronce y laca, sostenía refrescos y helados, y otra diminuta mesa, toda de porcelana de Satsuma, los chismes de fumar y un cacharro persa atascado de jazmines. En el centro de la rotonda -que rodeaba una serie de columnas con capiteles de piedras raras, ágatas y jaspes traídos de Italia-, sobre amplia concha de cristal nacarado, pieza rara de Salviati, una gorgona dejaba escapar de sus fauces, incesantemente, un surtidor de agua helada, y en los ángulos de la habitación, no muy grande, pulverizadores automáticos y ventiladores eléctricos sostenían temperatura deliciosa. Silvio no podía menos de complacerse; el contraste era encantador; venía de las calles, polvorientas, trasudantes, de luz cegadora, aturdidas por el estrépito de coches, carros y ómnibus -los pedestres ómnibus a que recurría el pintor por no gastar-, y sentía el hechizo de la penumbra, de la frescura, del lujo, del supremo refinamiento, del silencio, del cuadro compuesto ya, que le movía a exclamar: «Mañana traigo lápices». Al oírlo, la Porcel saltaba: «No lo sueñe usted. ¿Soy yo la Moros? Si quiere modelo, llame a las de oficio».

Cuando se presentaba Valdivia, Silvio, a pesar de lo irreprochable de su proceder, sentía confusión de culpable; comprendía que no era fácil que el celoso leyese en su conciencia, y, puesto que leyese, también leería las páginas de Madrid; sabría el agravio, lo imperdonable, lo que no se lava ni se borra. Una existencia entera de abnegación no compensa, ante la exigencia de los celos, un minuto en que se ha pecado. He ahí la mancha que todos los perfumes de Arabia no limpian. El beso es más indeleble que la sangre.

Valdivia, al entrar, si encontraba a Silvio, hacía indefectiblemente un gesto dolorido, fruncía un ceño torvo.

Silvio no iba a decirle: «Estoy porque Espina me ha llamado». Limitábase a exagerar la actitud correcta, el mutis de respeto, el implícito reconocimiento de los derechos de Valdivia... No era mejor táctica, como no lo es nunca lo artificioso, lo fabricado, en la esfera del sentimiento. Al celoso, un vez alarmado, todo le previene. El hecho más sencillo es tortura; la desconfianza es tan desmedida, como la confianza fue incondicional.

Al tender la mano al brasileño, sentía Silvio retraerse nerviosamente la diestra, volverse rígida, o apartarse con un movimiento mecánico, de los que no domina la voluntad. En los ojos apagados y estriados de bilis de Valdivia, pasaban, como nubes ligeras sobre una charca, fugaces expresiones de odio, de indignación y -lo que más preocupaba a Silvio- de dolor sin consuelo.

Y Silvio no podía soportar la falta de perspicacia del celoso.

«Estoy por llamarle a capítulo y asegurarle...».

¡Qué inocentada sería! ¿Acaso el celoso da crédito a las verdades?

«Este hombre sería dichoso y, además, encantador, si no fuese la víbora que lleva enroscada -pensaba Silvio-. Acabará él también por mordernos a todos».

De la impaciencia de Silvio ante la ceguera del brasileño, nació una especie de menosprecio hacia hombre tan simpático, cuya felicidad deseaba sinceramente, dispuesto a sacrificarse por ella. ¡Al fin y a la postre, de nada servía...! Esta reflexión vulgar fue acaso la excusa que se dio Silvio a sí propio, al sentir reflorecer, involuntariamente, por cortos accesos, el capricho, la curiosidad de Espina. Extraña y casi puede decirse monstruosa atracción, análoga a la que nos lleva a acariciar y jugar con el perro que muerde o el gato que araña y saca sangre. En la soledad del gabinete donde Espina le recibía; en aquel eléctrico silencio ritmado por la canción hialina de la fuente, pervertido por los violentos aromas del jazmín y las gardenias, la tentación nacía del enervamiento, y Silvio la percibía unida al deseo de herir y hacer daño, a un impulso malévolo, rabioso. ¿Por qué le llamaba aquella loca? ¿Por qué se figuraba tonterías aquel insensato? ¿Por qué no le dejaban de una vez tranquilo, tendiéndole una mano si podían, y si no, abandonándole de una vez, a luchar nuevamente, solo, pero suelto y sin falsos auxiliares? Y en la imaginación del pintor se delineaba la escena de violencia que le aliviaría y le vengaría: una carcajada burlona en la cara del celoso, después de una mofadora y ultrajante caricia a la mujer...

Solo con ella tantas horas, el enigma de la Porcel le irritaba. ¿Era efectivamente, según la afirmación de Valdivia, una víctima de la fatalidad? Silvio la clasificaba algunas veces, comparándola a Clara Ayamonte. «Aquélla -pensaba- era una histérica del corazón, y ésta es una histérica del cerebro». Pensándolo mejor, esta frase, como todas las frases, nada decía: no descubría lo sustancial de las cosas, lo que latía en el arcano de aquel espíritu refinado y desquiciado. La clave del sentir de aquella hija de la decadencia no la poseía Silvio, a pesar de prolongadas cavilaciones, cuando veía a Espina tendida lánguidamente sobre la meridiana, fumando con visible beatitud, entre el bando de palomas de sus almohadoncitos de encaje con hopos de cinta, frescos como flores entreabiertas. ¿Qué silbo de culebra había salido de aquellos labios retocados con carmín, para que se despertara en Valdivia la desconfianza? Porque no lo dudaba el artista: el tránsito de la fe a la negra duda no podía deberse sino a ardides de mujer herida en su amor propio y resuelta a no perder el goce de vengarse atormentando.

*  *  *

Una tarde, Silvio se sintió más acometido por la tentación que de mancomún sugerían el calor, el agua cantadora, la calma musical, los efluvios del jazmín y la inquietud maldita del concupiscente espíritu. No pudiendo deletrear lo interno de Espina, ansió sorprender la forma, desconocida y recatada, de su cuerpo. La dama, bajo el cubrepiés de rica guipure aplicada sobre transparente de seda hortensia, se cubría y anubaba con las batistas de su ropa blanca y las gasas de su deshabillé flojo, de flotantes mangas y plegados múltiples. Como siempre, Espina no mostraba sino lo que permite mostrar la más exquisita corrección. El misterio de Espina estimulaba la insolencia de Silvio.

Con fría lucidez en medio de su arrebato, calculó el golpe. Contó con la sorpresa de la señora; se acercó arteramente, tomando un pretexto... y con movimientos pensados e instintivos a la vez, la atacó, precipitándose, desgarrando y desviando en un relámpago encajes y telas... La nube se disipó, y Silvio retrocedió, de sorpresa y de susto.

Sobre el nítido torso, donde la línea de la espalda se inflexiona tan graciosamente destacándose encima de nacaradas tersuras y morbideces de raso, había divisado Silvio algo horrendo, una informe elevación, vultuosa y rugosa como la piel de un paquidermo, una especie de bolsa inflada, que causaba estremecimiento y asco. ¡Allí estaba la fatalidad a que se refería Valdivia, el estigma del vicio maniático, la señal de las picaduras de la morfina! ¡Se disipaba el misterio de aquel alma, al ver sin velos su prisión de carne: la insaciabilidad, el tedio, tal vez el ensueño nunca realizado, la enfermedad de toda una generación, el lento suicidio, en la aspiración a momentos que hagan olvidar la vida, y que sólo proporciona la droga de muerte!

La negra hinchazón, el estigma que Silvio acababa de descubrir, revelaba la verdadera naturaleza de Espina, su exigencia interior, no menos insaciable y desenfrenada que su lujo exterior. Por redimirse de la pedestre realidad que tanto despreciaba, era por lo que Espina, diariamente, introducía en sus venas el veneno. El amor a lo infinito, el ansia de evadirse del prosaico mundo, podían más que los consejos de los médicos, que las enseñanzas de la experiencia, que dice que no llegan a viejos los morfinómanos.

El veneno también destruye el alma. El sentido moral desaparece. Si Lago lo supiese, comprendería a Espina capaz de todo por engañar el tedio. La ponzoña que corría por sus venas era la de las civilizaciones avanzadas en su corrupción, el idealismo prisionero de la materia, el ansia que busca, allende la realidad, flores de más ancho cáliz, placeres desconocidos... Era la Quimera también, la Quimera mortal.

*  *  *

Bajo el afeite que reavivaba los colores de la tez de Espina, un observador ya hubiese discernido letal huella, signo de irremediable descomposición orgánica. Tal vez había principiado a usar la droga, obligada por una de esas catástrofes morales que no dan lugar a la prudencia y sólo reclaman un olvidadero, aunque sea transitorio. La droga no se limita a producir esa peculiar embriaguez venturosa, esa euforia que tiende un instante velo de luz sobre la opaca vida: suprime la memoria de lo reciente, aboliendo así, en una especie de inconsciencia dulce, la razón del dolor humano. ¡Dolor que se olvida, dolor que ha dejado de existir!

Tampoco se daba cuenta Silvio de que el mal de Espina iba en aumento, que la dosis ha de subir para producir su contingente de felicidad satánica. No sabía hasta qué punto, al través del cuerpo, ataca al espíritu la droga, cómo aniquila las facultades afectivas, cómo anestesia la conciencia. No sabía, después de los períodos de postración que sufría Espina (que Silvio en Madrid atribuía al tedio), cuán extrañas impulsividades, cuán loco remolino de antojos alza su polvareda turbia. No sospechaba (correspondiendo a las feas bolsas de piel dura, como lardácea) otra deformación psicológica. El alma de Espina se ensangrentaba en la lucha del que, advertido, amonestado por médicos, no puede vencerse, y si se priva del veneno, siente la necesidad de sustituirlo por caprichos, extravagancias, el goce maldito de hacer sufrir... Aunque Silvio era complicado, no abarcaba la complicación de Espina, su goce en el pesimismo, su desprecio sarcástico de toda bondad y de toda fe, ni menos suponía cuál era el ideal monstruoso -irrealizable dentro de la civilización, semejante al de las reinas y heroínas fabulosas, decapitadoras del hombre con quien han palpitado-, de la Porcel herida de muerte. Aquella soñadora, a quien la morfina había abierto breves instantes el paraíso, guardaba particular rencor a los que sólo se lo habían hecho entrever; y cuando fumaba, muda, entornando los ojos, veía entre nubes de púrpura tiendas asirias, cabezas exangües que agarraban por los negros cabellos blancas manos, y suspiraba, porque ya el mundo antiestético ha olvidado los ritos de la fábula hermosa y cruel...

No había leído Silvio palotada de los efectos de la morfina; no sabía que los médicos califican el estado de alma de los morfinómanos de moral insanity. La flora del mal se desarrolla vivaz en el espíritu del enviciado. La droga lleva consigo perversión, locura, suicidio. Aun sin sospechar esto, la vista de los estigmas le reveló el infierno en el hondo de aquella vida tan intensamente refinada, aquella «vida inimitable». No acertó ni a disfrazar su impresión de espanto. Literalmente dio dos o tres pasos atrás, inmutadísimo. Ella, incorporada sobre la meridiana, altanera, yerta, con una especie de extraña dignidad, se envolvía otra vez en sus rotos cendales de aire tejido, cubriendo las señales delatoras de su perversión. Y en voz reprimida, que por su propia monotonía y lentitud denunciaba el estado excepcional del ánimo, pronunciaba:

-¡Vamos, se ha salido usted con la suya! Ya no tengo secretos para usted. Puede escribir una bonita carta a Lina Moros, describiendo mi bosse, para que ella vaya contándolo. ¿No adivina usted lo que exclamarán? Yo, sí... Me parece que les oigo... ¡Dirán que ya entienden el intríngulis de mi campaña contra el desnudo! En fin, usted estará satisfecho. Quería leerme, me ha leído. Sin embargo... no cante victoria. Si yo fuese nada más que esto... -y por cima de la ropa señaló al sitio donde se alza la bosse- con haberlo visto podría usted decir ¡La conozco! ¡Pero dentro hay más, mucho más! La piel engaña, los ojos, mienten, la boca sirve para archivar la palabra. No sabe usted de mí sino lo que sus lápices embusteros de pastelistas son capaces de desfigurar. ¡Queda mucho, mucho que usted ni sospecha, en Espina Porcel...!

Aniquilado, tartamudeó Silvio:

-Perdón, señora, perdón... ¡Hice mal; fui un villano!

Adelantó, se arrodilló, clavó en ella los ojos, al implorar tan dulces.

-Perdón -repetía, sinceramente desconsolado, humillándose.

-¡Perdón! -respondió ella, encendiendo un largo emboquillado; el otro se le había caído en la lucha-. ¿Conque perdón? ¡No les perdono a mis papás que me hayan echado a este planeta!... No sea usted ridículo, y levántese. Si Valdivia tiene la ocurrencia de entrar y le sorprende así, la hicimos buena...

Su alma amarga, doliente, se asomó a sus pupilas puntilleadas de oro, y una carcajada acre satirizó la postración del arrepentido. Alzose Silvio, triste, incapaz de decir nada que restableciese la normalidad de la conversación. Espina se encargó de esto. Principió, entre bocanada y bocanada de humo suave, a tratar de cosas indiferentes. Acabó por animarse y por sonreír, proyectando una visita al taller de Marbley, el retratista de elegancias. «Sobre todo, que mi Otelo no se entere. Sería una historia. Tiene al pobre Marbley atragantado. Es preciso que yo le quite esa aprensión. Por fortuna, andará estos días muy atareado con no sé qué pesadez de operación financiera... Discreción, ¿eh? Para imprudencias bastó la de hace un instante...».

*  *  *

Había quedado Silvio tan confuso, que por algún tiempo, mientras no se disipase la impresión de remordimiento y piedad, Espina haría de él lo que quisiese. La reacción contra sí mismo, que había arrojado a Silvio a los pies de la noble Ayamonte y de la bravía Churumbela, le sometía ahora a la voluntad despótica de la Porcel.

Dócilmente se dejó recoger en su fonda y conducir hacia el taller del belga, a las cinco de una tarde neblinosa, sofocante, de esas que encalabrinan los nervios. Espina, vestida de Chantilly negro sobre transparente azul oscuro, parecía aplanada y triste. A la memoria de Silvio acudieron las exclamaciones de Valdivia:

-¡Pobre María! ¡Pobre enferma!

Habitaba Marbley un hotel pequeño y nuevo, con su retal de jardín, en una de las calles encalmadas y aristocráticas que abundan entre los Campos Elíseos y el Arco de la Estrella. Un jornalero limpiaba las calles después de haber regado el grass y las flores, cuando llamó a la verja el lacayito de Espina.

El vestíbulo ya infundía consideración. La escalera, desalfombrada, relucía de encerado con holandesa pulcritud, y tenía un balaustre torneado y salomónico, en armonía con los viejos tapices, que vestían la pared de un desfile de paladines, princesas, caballos paramentados y ciervos místicos, crucíferos; del conjunto resultaba esa tonalidad armoniosa, algo sombría, que vierte dignidad.

Les introdujeron en el piso bajo, en un saloncito desde cuya puerta, al través de alta verja de hierro forjado, gótica, se trasparecía la biblioteca, ricamente encuadernada, con que Marbley se daba tono de artista cerebral, muy documentado para disfraces, instalaciones de casas grandes, palacios y garzoneras con relieve estético. Espina, dando muestras de cansancio, se dejó caer en un sillón. Silvio se acercó a ella con solicitud. Era la primera vez que sentía por Espina algo dulce, puro, humano; que la concebía como hermana en sufrimiento. Durábale todavía el reconcomio de su brutalidad maligna, la vergüenza del profanador, y tiernamente y cordialmente dijo a la señora:

-¿Se siente usted mal?

¡Qué destello de ferocidad instantánea en los ojos de venturina! Irradiaban como esas piedras que parecen guardar luz en sus capas minerales; pero el destello se extinguió, y la voz se hizo infantil, delicada, para responder:

-Gracias... Un poco deprimida... Hay momentos...

No añadió más. Marbley bajaba ya, apresurado, la escalera, para hacer los honores, manifestando a Espina rendimiento galante: la actitud correcta de un hombre versado en el protocolo mundano ante una mujer a quien debe la más honrosa de las condescendencias... Excusándose de no ofrecerla el brazo, por lo angosto de la escalera, sin hacer al pronto caso de Silvio, el belga guio a sus visitantes, y ante ellos subió al tercer piso, ocupado enteramente por el taller; en el segundo tenía su vivienda. El taller impresionó a Silvio: tan ideal lo encontró para sus retratos. Proscribiendo la mescolanza de antiguallerías ya tan trillada o más que los salones amueblados por tapicero, Marbley había arreglado su estudio sólo con mobiliario, telas y obras de arte de un mismo período, del legítimo estilo Luis XV francés, sin adulteración de barroquismo ni confusión de épocas. Tallas doradas, sedas rameadas, porcelanas, bronces, retratos de pelo empolvado y amplios paniers, todo había sido adquirido por Marbley con fino olfato de coleccionista; porque el belga, eternamente mediocre, poseía los dones críticos, y jamás se equivocaba en un regateo ni en una compra. Realizaba negocios buenos, colocando entre su clientela americana objetos conseguidos a precios aceptables, y revendidos, sin conciencia, a precios locos. Primero le asparían que confesase este tráfico, pues aspiraba a que todo su lujo se atribuyese a la ganancia de sus pinceles. Siempre que vendía, aparentaba sacrificarse y desmembrar sus colecciones, pero lo que adornaba su taller no lo enajenaba jamás. Esperaba al yanqui, trasudando petróleo, o al boyero de la América del Sur, que en capricho, tanto más vehemente cuanto menos razonado, pusiese por el conjunto, realmente admirable, una fortuna.

Silvio detallaba, embelesado, los canapés y sillones de Beauvais, tapicería tramada de seda, con su franja mágica de tulipanes y narcisos, granadas y uvas; los vasos de Sèvres, azul y blanco, que han pertenecido a la Pompadour y parecen delatar la mano de adornista de Fragonard; los mueblecillos de marquetería, con delicadísimos bronces cincelados; el reloj rococó, que al dar la hora toca una música que habla de fiestas pasadas y amores muertos; los Clodiones, en que travesean amorcitos hoyosos; el techo, obra de Natoire, escena mitológica, rubia y rosada, con senos de perla, vuelos de tórtola, lazos y carcajes; toda la molicie del siglo.

-Sin talento, sin probidad artística, se puede obtener esto en París -pensaba Silvio-; y acaso algún muchacho genial muere de hambre y calor en una buhardilla emplomada.

Tenía Marbley el físico de su especialidad, ya ofendido por el tiempo, y se susurraba que, temeroso de la vejez, andaba a caza de algo pingüe, santificado y asegurado por la bendición. Era alto, robusto y esbelto aún; bajo su elegante blusa de taller, de seda clara, que le refrescaba y animaba la tez, salteada por arrugas y pliegues de fatiga y libertinaje, llevaba, con alarde de originalidad bohemia, en realidad para no congestionarse, descubierto el bien modelado cuello, y la garganta blanca y sin nuez visible. Su pelo rizoso, donde brillaban hilos plateados, le formaban diadema a lo Lucio Vero, caracterizando la figura con sello artístico. Gastaba una barba aparentemente indómita, sin recortar; pero el descuido era cosa estudiada, y aquella barba la impregnaban esencias, la había recorrido mil veces el peinecillo de concha rubia con cifra de plata. Marbley tenía un tipo entre flamenco y español, una cabeza conquistadora, a lo Rubens, cálida, sanguínea; raza de hombres que, de mozos, se gastan por el amor; de maduros, por la gula. Y, en efecto, Marbley empezaba a abusar de los sabios cocineros de palacios y clubs.

No era fácil casar la persona y la pintura de Marbley. Silvio conocía su «Harem turco», obra de juventud, brote de savia pronto agotada, y, juzgándole por su mejor página, profesábale cierto respeto. Quedó estupefacto ante lo que mostraba el belga; el ampuloso retrato de una dama chilena, uno o dos estudios de paisaje -composiciones amaneradas, plagiarias, de colorido falso y pobre-. Por mucho que Silvio se despreciase y rebajase, en su ardiente humildad de catecúmeno, no le era posible comparar con aquella desdicha sus pasteles. En éstos, siquiera, convenía reconocer gentileza, fluidez, elegancia de postura, leve idealidad, mariposeante por cima de lo ficticio y afeminado del procedimiento; pero en la producción del belga no había sino la nulidad irremediable, la esterilidad de páramo, la angustia del manantial seco. Veíase que el talento de Marbley había sido flor de juventud, ese renuevo de poesía que coincide con la inquietud sexual, brote de primavera que agosta el estío. Quedaba un fracasado resuelto a pelear, no por la gloria, sino por el provecho. Lo peor era eso. Marbley, convencido, amargamente desengañado, no cejaba: iba a su fin sin escrúpulos. Para no carecer de su clientela rutinaria y antojadiza, de rastacueros y snobs, apoyábase en la mujer, tejía complicadas redes galantes que sólo a fuerza de estrategia no le enredaban también; no perdía ripio en las salonerías. Espina era un alfil de su juego de ajedrez; últimamente, se había sentido abandonado por ella, y lo creía imposición de los celos de Valdivia, hasta que llegó a sus oídos el anuncio de la próxima exposición de un famoso retrato «de las rosas», del cual contaban y no acababan; y cuando, poco después, supo que el españolito retrataba al pretendiente de Albania, olfateó el riesgo. Una conversación con Aladro previno el primer éxito de Silvio. Quedaba en perspectiva el segundo, y pendía de un capricho de aquella criatura tornadiza, la Porcel. Al verla entrar con su petit espagnol, sintió aguda punzada de despecho. ¡Hola, hola!

Aparentando no mirar a Silvio, de reojo le detalló analíticamente. Reparó la distinción y afinamiento del tipo, la dulzura atrayente de los verdiazules ojos, la juventud y romanticismo de la figura, inspiradora de simpatías fácilmente transformables, el prestigioso parecido con los retratos de Van Dyck... Y percibió además -Marbley de tonto no tenía un pelo- la pasión estética, el entusiasmo, la orientación todavía vacilante, pero de seguro honda y feliz, del artista en marcha hacia su sueño; leyó el fervor del neófito, y descifró algo más mortificante: la triste sorpresa, la mal disimulada decepción que su labor causaba a Silvio. Observó cuánto se le atravesaba la frase cortés de encomio, ante un cuadrito de caballete, escena galante, que parecía, a fuerza de lamedura, un esmalte industrial. Y como en la conversación saliese a plaza el nombre de Millet, Marbley presenció la ferviente efusión de Silvio ante los maestros. Adoptó entonces el belga un continente reservado, la actitud discreta, hermética, con la cual la superioridad se sitúa a distancia; su media sonrisa fue condescendencia de soberano que no se digna descender a discutir. Espina encendía ya su emboquillado, después de rehusar las golosinas y aceptar el té amarillo que una criadita, de cofia y mandil de nieve, acababa de servir en tazas de Sajonia muy auténticas, enguirnaldadas de peonías y rosas. Recobrando su animación tocada de fiebre, pronunció sonriente la Porcel:

-Maestro, no haga usted mucho caso de las opiniones de este novicio... Rectifique usted sus errores... Acababa de desembarcar; viene de Madrid a probar fortuna. No aspira, naturalmente, a llegar a su altura de usted; pero, como en Madrid le han mimado mucho, se ha salido de sus casillas, y rebosa ilusiones. Se propone retratar a las guapas de París, porque en Madrid no se le ha escapado una; y aunque yo le advierto que aquí no son tan fáciles de contentar...

-¡Oh! -exclamó Marbley, ya en situación, secundando a Espina-, aquí tiene el público su gusto artístico muy educado...

Silvio estaba petrificado ante una acometida con la cual no contaba. Sintió unas uñas de gata rabiosa que le arañaban el corazón. Bajo el destile de ponzoña, palideció. Algo candente subía por su garganta. Espina le vio inmutado, y amainó.

-Ya, ya tendrá usted ocasión, maestro, de admirar los prodigios que hace el muchacho. Me ha retratado en Madrid, y pienso reunir algunas amigas para que vean... Ha sido en España un acontecimiento el tal retrato.

-¡España! ¡Qué hermoso país! -murmuró chanceándose el belga-. Allí el naranjo florece...

La intención satírica de la frase no se le escapó a Silvio. Embromaban a Espina con él, y explicaban por capricho amoroso la protección que ella parecía concederle. Ardiente rubor sustituyó a la palidez de antes.

Espina, tranquila, miraba a Marbley como si no comprendiese. Nadie la igualaba en estas comedias de candidez y asombro.

-Maestro, le ruego que no tome en broma a mi protegido -y recalcó la palabra protegido-. Indulgencia: los que llegaron a la cima no deben ser rigurosos con los principiantes. Ya verá usted... Su retrato no está mal. Sobre todo, Lago sabe vestir. Eso sí que sabe. Yo le digo que en algunos de nuestros grandes talleres de modistería le sería fácil ganar dinero.

Escuchaba Silvio petrificado. No entendía si era mofa, si era odio, si era aturdimiento, lo que dictaba la inconcebible conversación. Dudaba entre protestar, tomar el sombrero y desfilar, o hacerse el tonto.

Al fin se le desató la lengua, a pesar suyo.

-¡Me presenta usted bien -gritó- para que el señor Marbley forme de mí un concepto original! ¡Sastre de señoras! Mil gracias... ¿Qué pensará de mí el ilustre autor del «Harem turco»?

No podía caer peor la reminiscencia. Para desazonar a Marbley, bastaba recordarle el «Harem», lo único verdaderamente sentido y franco que su pincel produjo. ¡Tema! ¡Todos habían de ensalzar el dichoso «Harem»! La singular rivalidad de un artista consigo mismo, el despecho furioso de haber tenido talento un solo día de la vida, podían tanto con el belga, que había momentos en que, no acertando a repetir o superar su obra, sentía deseos de quemarla. Exasperado, pronunció entre dientes:

-¡Ah, sí, el «Harem turco»! Ya recuerdo... Labor de muchacho... Como usted no conoce lo que hice después... He enviado a los Estados Unidos mi producción seria. Aquí ni siquiera expongo; mi mercado no está aquí.

Era su artimaña, asegurar que expedía de cuando en cuando una obra fundamental a Norteamérica. Las expedía, sí; pero eran ajenas, antiguas, y algún que otro retrato hecho a las aves de paso en París, y enviado en cajas de magnífico embalaje, lo mejor del envío...

-Nada tendría de extraño -pronunció Silvio incisivamente, pues sus nervios triunfaban- que algún día conociese yo esas obras de usted. Deseo recorrer esos países... Suplícole me dé nota de los museos y colecciones particulares donde pueden verse. Además, me figuro que los periódicos de arte habrán publicado reproducciones. En el Estudio, por ejemplo, ¿no figura al menos una o dos de las más notables?

Marbley, cogido, calló. Un gesto de menosprecio fue su respuesta. Espina mintió por él.

-El maestro prohíbe que se reproduzcan sus cuadros. No quiere que los deshonre el fotograbado y que rueden por ahí. Los riquísimos aficionados que forman su clientela no tienen ganas de que por un franco se adquieran copias. Maestro, dispense la ignorancia de mi protegido y sus preguntas cándidas. No está enterado el pobre.

Marbley sonrió a su defensora. Se pusieron de acuerdo en una mirada rápida. El belga respiró: Espina le entregaba a discreción al rival posible...

*  *  *

-¿Qué efecto le hace a usted el maestro? -preguntó la Porcel cuando subieron al coche y rodaron hacia el centro de París.

-¿Cuál maestro? -chilló Lago-. Señora, ¿se ha propuesto usted burlarse de mí? En París hay muchos artistas a quienes no soy digno de desatar la cinta del zapato; pero si esto es lo que usted llama un maestro... ¿Y por qué me rebaja usted delante de él? Sepa usted que su Marbley no vale un comino. Hoy no hace sino porquerías.

Excitado por la indignación, Silvio alzaba la voz, manoteaba. Impulsos le venían de agarrar de la muñeca a Espina y zamarrearla, arrojándola del coche al arroyo. Olvidado de los antecedentes, en la ferocidad que desarrollan las heridas personales, no sentía ni asomos de piedad, ni siquiera respeto. Ella le clavó sus ojos, puñales de ágata fría.

-¡Ah! Sí, sí... Me olvidaba de que, comparado con usted, Marbley es un pigmeo...

-No soy nadie ni nada -murmuró con energía Silvio-, pero si no he de llegar a más que Marbley, ¿lo oye usted?, ahora mismo renuncio a toda mi ilusión y ocupo el asiento del pescante. ¡Lacayo, antes que Marbley!

-Según eso, ¿usted creía llegar adonde Marbley ha llegado? Bien se ve que le han levantado de cascos Lina Moros y otras de su linaje. Estamos en París. Vamos, vamos... ¿Quiere usted destruir una reputación consagrada?

-Consagrada en los salones, si acaso; consagrada para quien no entiende... En fin, señora, perdóneme; pero ¿a qué hablamos de todo esto? Con usted sería mucho más discreto charlar de modas. ¡Mujer, mujer! ¿Qué hay de común entre tú y yo? -profirió cerrando los puños y ahogando un juramento-. ¡Maldita la hora en que descendemos hasta la mujer!...

-Stop -ordenó Espina-. El señor quiere bajarse.

Y dejando a Silvio en mitad de la avenida, recostándose indiferente, la Porcel añadió:

-Allez vite.

El coche se perdió en la lejanía, enrojecida por la puesta del sol, ensombrecida por los árboles.

*  *  *

En dos días no supo Silvio de Espina; no pudo ni conjeturar si con el incidente a la salida del taller del belga quedaban rotas sus relaciones. Fueron cuarenta y ocho horas de ansiedad irritada, de penosa incertidumbre. ¿Qué hacía el artista sin aquella mujer, al cabo único asidero suyo en París? Se arrepintió de su arrebato. «Debí tener paciencia». No se decidió, sin embargo, a ir a casa de la Porcel. La temía. «Es ridículo. No me pegará...» -pensaba-. Y quedábase.

Al tercer día, estando Silvio en su cuarto escribiendo a Cenizate, desahogando penas, el camarero le avisó de que le esperaba en la calle una bella señora, en un coche. Silvio se atusó, se puso el sombrero, bajó... La propia Espina, ataviada con caprichoso traje, en que la incrustación de bordado inglés ocupaba más sitio que la tela. Bajo la pantalla sedeña de su abierta sombrilla, su cara parecía bañada en amortiguados reflejos de sol, y el nácar de sus dientes la iluminaba con húmedas transparencias.

-Vengo a hacer las paces con usted... -murmuró-. ¿Qué es eso? ¿No se le ha pasado todavía?

Silvio no sabía por dónde salir. No carecía de explicaderas, seguramente; pero la Porcel, al infundirle mil sentimientos opuestos, tenía a veces el don de desconcertarle.

-Vengo -insistió Espina- a raptarle a usted. ¿Vamos, qué aguarda? Suba.

Silvio saltó al coche. Tardaba en encontrar la frase adecuada a su especial situación, y se la proporcionó su interlocutora.

-A ver... Pronto, ese acto de contrición...

Lo salmodiaba el pintor con cómicas añadiduras, cuando Espina interrumpió:

-Por adelantado, la penitencia... Dijo usted que conmigo sólo se podía hablar de modas... Va a acompañarme a casa del modisto. Figúrese que a los Crouzat-Salvilly se les ha ocurrido dar un baile en su castillo, pero un baile que será el de la temporada; han invitado a la fleur des pois... Yo les hubiese agradecido infinito que no se acordasen del santo de mi nombre, porque esos bailes que obligan a viajar en ferrocarril no tienen pizca de divertidos... Pero Valdivia, erre con que no falte; dice que a esa fiesta es preciso asistir... él sabrá por qué. ¡Tonterías! Cuanto menos se preocupa uno de las invitaciones, más le asedian. En fin, necesito arreglar joyas, y un traje que no sea demasiado ridículo... ¡Estoy tan aburrida de lo poco que los modistos discurren! ¡Y pensar que los modelos de estos calabazas, con diez meses de retraso, forman la base de la elegancia vertiginosa de las madrileñas!

Su antiguo despecho, sus celos sin amor, renacían, se desbordaban en sátira. Describía el guardarropa de Lina Moros, a la moda de un año atrás, admirado con la boca abierta por las que todavía daban golpes a los trapos de hace un trienio.

No tuvo tiempo de completar la descripción. Ya el coche se paraba ante una joyería, en la calle de la Paz. Espina se bajó, ayudada por Silvio, y el joyero, solícito, enseñó modelos; discutieron el arreglo y aumento de los largos hilos de gruesas perlas que Espina poseía y pensaba escalonar sobre el escote, a lo Médicis, y para los cuales deseaba un broche espléndido, un rubí único en tamaño, color y talla. Aseguró el joyero que el rubí se encontraría.

-Esta piedrecita -dijo la Porcel a Silvio- debe ser el leitmotiv del traje. Y maldito si sé cómo combinarlo.

Hablando así adelantaban por esa calle en que el lujo de la mujer parece filtrarse al través de las paredes, irradiar incendiando los escaparates tentadores. Desde las deslumbrantes joyerías hasta las britanizadas tiendas de objetos de viaje, con sus sacos de flexible y crujiente cuero repletos de utensilios de plata y cristal, todo hablaba de necesidades complicadas, de atavíos fantásticos, de viajes en trenes rapidísimos, en que se pasea la insolencia de la fortuna al través del mundo. No cabía pensar en pisar aquellos establecimientos sino con carteras rellenas de billetes, las bombeadas carteras de los americanos y los ingleses, que hincha una tumefacción de caudal. En la calle de la Paz, el lujo no se hace adaptable, accesible, como en tantos puntos de París, por ejemplo, los grandes Almacenes, que anzuelan a la mujer con el cebo de la baratura. Al contrario. La calle de la Paz seduce, altanera, con lo exorbitante, lo que sólo allí se paga a tal precio, aunque en otra parte se encuentre, acaso indiscernible. Los sombreros de la calle de la Paz, las camisas de la calle de la Paz, las joyas de la calle de la Paz, tienen la pretensión de cifrar la plenitud e intensidad del lujo, lo serio y gallardo de derroche. Fanatizan... Y no son sólo los escaparates con sus vidrios limpios y altos los que incitan al poderoso. En todos los pisos de las casas, los balcones están cruzados de letreros de oro, enormes, con el reclamo del nombre de alguna celebridad o especialidad de alta fantasía; allí han fijado su residencia los grandes modistos, pontífices de la vanidad y dictadores del trapo. Uno de los aspectos de París triunfante es el trapo: el trapo, una de las maneras seguras que tiene Francia de imponerse al mundo. La parisiense, modestísimamente ataviada trabajando toda la semana con sus dedos ágiles, prepara la derrota del extranjero, el cuele de su fortuna en la caja nacional, fruto de inmensa economía, que permitirá a la patria afrontar indemnizaciones, desquites, reorganizaciones de su ejército. Francia se defiende con el trapo; el trapo vale por muchos regimientos y por muchas fortificaciones.

-¿Adónde me lleva usted? -interrogó Silvio.

-A casa de Paquín... No tiene demasiado talento; se repite que es un dolor... pero al fin es el menos seco y amanerado de todos... Vorth ya es enteramente un modisto de teatro; sólo sabe hacer trajes de aparato, de reina de baraja. Redfern, ¡pch! entiende algo el paño... En sedas y gasas, calamidad... Laferrière se está echando a perder... Doucet... un impertinente; tiene un premier español que ha sido modisto en Madrid, un joven linajudo, pero caprichoso y raro; sólo trabaja de buena fe para las familias reales... Yo, a veces, le hago infidelidades a Paquín con unas casas nuevas que se me figura que tienen porvenir. Descubro estrellas. Boué es de mi escuela; nada pesado, nada que no pliegue... Es enemigo de estos bizantismos y estos japonismos que les encantan a las yanquis; en su manía de buscar lo pasado, las hace ilusión vestirse con dalmáticas y capas pluviales... Aborrezco ese genre. Me gusta otra cosa... Algo de poesía, de ensueño... ¿Verdad que eso es lo bonito?

En esta plática llegaron ante la casa de Paquín. Silvio miró sorprendido la fachada. Los dos pisos que correspondían al gran modisto parecían comentar las últimas palabras de la Porcel. La poesía desbordaba por los balcones. Aquel día, el jardinero, que diariamente los cuajaba de plantas en plena floración, había elegido tiestos de soberbios lirios lancifolios, que abrían sus cálices de terciopelo rosa, atigrados curiosamente, lanzándose fuera del barandal de hierro. Entre las flores, de impolutos pétalos, follaje plumeado de helecho mezclaba sus gráciles airones. Era el único edificio engalanado así en toda la calle; un reto a los otros modistos, un llamamiento, una galante invitación a la mujer, un jardín colgante que gritaba que allí se colmaba el sueño femenino de lujo, gracia, capricho y hermosura. Aquellas flores eran la voz insinuante de la sirena, y la mujer que lo escuchase indiferente tendría su alma enajenada en otro hechizo.

Silvio y la Porcel subieron la escalera y entraron en el templo. La puerta estaba franca: no era necesario llamar. Salvaron la antesala, que cruzaban atareadas oficialistas, y se encontraron en el salón blanco y oro, con ventanas a la calle. En sillas y sillones se repantigaban señoras que, antes de dirigirse al paseo, se distraían en venir a ver la exhibición de los modelos. Había allí de todo: verdaderas damas del buen tono de San Germán; opulentas banqueras; extranjeras que fiaban en sus millones para transformarse en un santiamén en parisienses con chic; actrices que no trabajan en esta época del año y preparan elementos para la temporada próxima; dos grandes cocottes, imitadas en su estilo y adornos por todas las señoras, y hechas, en aquel mismo instante, una preciosidad de finura y de elegancia. Silvio miraba a la clientela, y pensaba: «Con el retrato de estas que están aquí, sería lo bastante para hacerme en París un nombre y sostenerme algún tiempo sin necesitar de Espina...». Después, tascando el freno, murmuraba: «Es innoble tener siempre pendiente la cuestión de dinero. ¡Qué miseria!». En momentos así, se acordaba de la Ayamonte. A su lado no necesitaría sufrir ninguna humillación... Pero habría que ser su marido. Espina, remolcándole, había saludado a algunas conocidas que encontraba allí, señoras legítimas: la condesa de Villars-Brancas, la condesa de los Pirineos, nacida Rohan, la marquesa de Saint Pol, una judía archimillonaria, casada con un descendiente del célebre condestable que hizo traición a Eduardo IV ante Calais. Las extranjeras, olfateando categorías sociales, aplicaban el oído, miraban ansiosamente, soñaban un incidente, una casualidad que las pusiese en contacto. Las del círculo aislábanse, estrechaban su grupo. Amablemente, la Saint Pol pedía consejo a Espina, cuyo buen gusto era tan conocido... Ese dichoso baile de los Crouzat-Salvilly...

-No sé -decía ella, remilgada-. Se me figura que Paquín decae. No tiene fertilidad de imaginación. Mírenme ustedes esos modelos. Bonito, sí, bonito... todo lo bonito que se quiera... pero lo de siempre; los pliegues en la cadera, se han enamorado de ellos, las peregrinas... ¡y estamos de pliegues y de peregrinas hasta el moño! Sería hora de renovar un poco las hechuras, la manera de comprender los adornos, hasta el colorido... Nada: se pone pesado como los viejos...

Mientras Espina hablaba así, las seis muchachas encargadas del oficio de maniquíes vivos se paseaban lentamente, estudiaba la actitud, para mejor hacer admirar el modelo que vestían. Daban la vuelta al salón, dejando desplegarse con armonía la cola, con esa ciencia del efecto de telas sobre las formas, que Silvio había creído privativa de Espina, y que iba pareciéndole uno de los infinitos gestos graciosos y conquistadores de París. Se volvían, para enseñar a cada señora la hechura del vestido o abrigo, de espaldas y de frente, exhalando al mismo tiempo murmullos de encomio, un himno a la originalidad de los adornos, a lo delicioso de la prenda. Aquellos maniquíes vivos eran mujeres hermosas, más hermosas que su clientela tal vez; las envolvía el prestigio de la casa; parecían desdeñar a toda señora que no tirase miles de francos en hacerse ropa; y bajo los caprichosos trajes que un momento las cubrían, llevaban sayas bajeras baratas, adquiridas de ocasión en los Almacenes, calzado fatigado ya, camisas de tres días. Con rapidez vertiginosa, desaparecían, se quitaban un vestido, se enfundaban otro, y volvían a pavonearse, a hacer la rueda, sudando bajo los abrigos de teatro y calle, que las asfixiaban.

Espina pronunció indignada:

-¡También es demasiada avaricia la de este Paquín! Estos modelos están ya imposibles, de tanto enseñarlos todos los días. Mire usted; las gasas parece que han fregado el pico, y ese traje rebordado de lentejuela es un pingajo, como un faldellín de acróbata. El maestro se ríe de nosotras... ¡Y pensar que después de sudarlos así, todavía se los pagan, para modelos del invierno que viene, las modistas de provincia!

Riéronse las parroquianas. Era verdad; no se concebía tacaño como él. ¡Cebado en la ganancia, y sólo pródigo de flores!

-Y después -indicó la Villars-Brancas-, quiere que traguemos que fabrican expresamente para él todas las telas que gasta, cuando me consta, digo que me consta, que pide a los grandes Almacenes géneros... Somos unas infelices en creer sus embustes.

En la conversación de las señoras notábase cierta animosidad; el rencor de las cuentas crueles, la eterna queja del comprador contra el vendedor.

-Lo peor es -advirtió Espina- que se le vaya acabando la inspiración. Dentro de poco no sabremos con quién vestirnos. Y ¿dónde andará ese bajá de tres colas? Podía molestarse al saber que estamos aquí...

Se metió precipitadamente en el gabinetito, al lado del salón, al pie de la escalera por donde debía bajar el modisto. Alfombran el piso centenares de muestrarios, piezas de encaje a medio desenvolver, adornos enrollados alrededor de cartones, cascadas de accesorios, piezas de gasa de colores amortiguados, retazos de cintas anchas, botonería de strass. Y Espina gritó imperiosamente a la rubia oficiala, que la miraba entre alarmada y respetuosa:

-Advierta al señor Paquín que aquí estoy...

La oficiala se precipitó por la escalera misteriosa, pintada de blanco, fileteada de oro. Entre tanto, Silvio había suplicado a Espina: «Presénteme a sus amigas... Sólo conozco a la Condesa de los Pirineos, y es fácil que ya no me recuerde... Acaso alguna se retrate...». Y Espina, sin calor, había presentado: «El señor Lago, un joven artista a quien he conocido en Madrid...».

Bajaba el gran modisto. Silvio le miró con interés. No era un tipo afeminado: al contrario. De aspecto militar, bigotes marciales, ojos negros y duros, tez biliosa, se le podía llamar un buen mozo vulgar, asargentado. Su tiesura poco galante se humanizó ante Espina y las otras parroquianas, de la flor de su clientela. Sin embargo, se veía que la excesiva complacencia no entraba en sus hábitos, y que aquel empaque diplomático era lo único que llevaba como librea de distinción sobre su basta figura.

Espina, resbalando más bien que andando por la alfombra, se le acercó y murmuró:

-Señor Paquín, vengo con una pretensión muy extraordinaria... Que se olvide usted de los modelos que nos enseña desde el mes de abril, y que me haga, para el baile de los Crouzat-Salvilly, algo inédito... Un traje en que el rubí...

El modisto, frunciendo el ceño, herido en su infalibilidad, respondió:

-¿Cómo? ¿La señora querría...?

-Algo inédito, he dicho... Y algo que me hiciese usted el favor de no reproducir en un par de meses, ni para expedirlo a Australia. Vamos, prense usted la imaginación...

-¡Oh! ¡Señora! -murmuró el bajá dignamente-. Espero que no necesitaré gran esfuerzo para encontrar algo delicioso. Indíqueme la señora Porcel su idea, y daré instrucciones a mis dibujantes, y someteré a la señora...

-¡Sus dibujantes de usted! -recalcó Espina-. ¡Si están como caballos de los fiacres! No, Paquín... Se trata del baile de los Crouzat, de algo serio, ¿eh? Me he traído el dibujante, el compositor, el artista en elegancia... Aquí le tiene usted. El señor, en este terreno, es un hallazgo, un tesoro... Me ha de dar usted gracias, y no ha de querer soltarle, así que pruebe sus servicios...

Sin saber qué responder -no estaba en las costumbres de la casa aceptar personal en semejante forma-, el bajá guardaba silencio, y Silvio, atónito al pronto, convulso de ira después que comprendió, con los verdes ojos anegados en sombra, se lanzaba hacia la señora, atropellando exclamaciones.

-¿Qué dice usted? Pero ¿qué está usted diciendo?

-¿Qué le pasa? -repuso ella-. No sea usted niño, no lleve la modestia a extremo tal. Nadie ignora en Madrid las disposiciones de usted para la moda. ¿De qué se alarma? Le estoy situando en su verdadero terreno, y creo serle útil al recomendarle a Paquín. ¿Qué? ¿Lo toma usted a ofensa? ¡Bah! Bueno. No hablemos más.

La extraña escena había fijado la atención del grupo de señoras. Se entremiraban y miraban a Silvio, cuyo rostro demudado podía alarmar. Y la Villars-Brancas y la de los Pirineos, muy amigas, cambiaron expresiva ojeada, como diciéndose: «Aquí hay algo más de lo que sale a la superficie...».

Silvio se había dejado caer en una silla. Su respiración era anhelosa; una resaca violenta hacía palpitar sus hombros y su pecho. Espina se le aproximó. Le prodigaba explicaciones.

-Vamos, no sea usted así... Sobre que hace uno las cosas con la mejor intención... Pero vamos a ver: ¿qué tendría de particular que usted me dibujase un traje? ¿Es algún delito? ¡No sabe uno de quién echar mano para presentarse bien! Y usted, aunque se enfade, ¡viste tan divinamente! ¡Si viese usted, señor Paquín! ¡Sedúzcale con proposiciones, por si le restituimos a su verdadera vocación...!

El artista temblaba con todo su cuerpo; se torcía las manos, para contenerse; sentía, con fuerza casi irresistible, la impulsión destructora, el ansia de abofetear, de herir, de gritar improperios, de hacer algo afrentoso, de proferir, como quien escupe: «Esta mujer que así me habla y yo...». ¿Qué se proponía Espina? ¿Qué monstruosa venganza era aquélla? ¿Qué goces para su estragado espíritu? ¿Cabía bañarse así en el agua amarga del ajeno sufrimiento?

No se acordaba Silvio de que la indiferencia moral, el desprecio a la humanidad, de Espina, le habían parecido en Madrid sello de naturaleza escogida y artística, picante atractivo de su trato y su persona... ¡Cuánto daría ahora por beber la expresión de la piedad y la generosidad en unos ojos humanos!

Se volvió, como si los buscase... y encontró los de la Condesa de los Pirineos -alta señora, encantadora mujer, que no ha sido muy bella nunca, pero que tiene como nadie el aire de distinción y de dignidad social que prestan una biografía diáfana y el hábito de recibir el homenaje del respeto- fijos en Espina con extrañeza y reprobación. Y la voz de la dama, mesurada, simpática, pero firme, pronunció, con ese acento sorprendido y algo irónico que manifiesta la censura entre gente de educación exquisita:

-Charmante, no insista usted, se lo ruego... Se ve que su concepto acerca de las aptitudes del señor Lago, a quien usted misma me presentó en su casa como artista de porvenir... ¿no se acuerda? en un almuerzo tan grato como todos los suyos, no está de acuerdo ni con los propósitos que a él le animan, ni tal vez con la realidad. El señor Lago aspira a otra cosa, y sus amigas -la Pirineos recalcó ligerísimamente la palabra- deseamos que las aspiraciones del señor Lago se realicen.

No respondió Espina sino con imperceptible mohín. No se atrevió a revolverse. Encogió los hombros, sonrió a medias.

Bajo la influencia de la emoción, Silvio se llegó a la condesa, tomó su mano y la besó, murmurando:

-Gracias...

Después se inclinó ante las otras señoras del grupo, que reservándose habían asistido al incidente, y salió sin despedirse del modisto, el cual -envarado y engreído, de pie entre los retazos de encaje, los muestrarios y los metros de gasa desplegada y arrugada por el jaleo de las demostraciones a las parroquianas antojadizas y hartas de trapo- continuó oficiando de pontifical.

*  *  *

Los días que siguieron a este episodio, mejor dicho, los meses, fueron para Lago de lo más sombrío de su existencia. París se había quedado sin gente conocida; una calma provinciana aletargaba sus calles. El calor de agosto, unido a las vacaciones, vaciaba la capital. Silvio, en su cuartito de la fonda, amueblado sucintamente, con lavabo, cómoda y percha, y del cual, según la detestable costumbre de los hospedajes franceses, no habían retirado alfombras ni cortinas, se consumía y achicharraba. En su aplanamiento, algunos días le faltaba resolución para trasladarse al taller. Además no podía gastar en modelo. Su escaso peculio se disolvía como un azucarillo en el agua.

Valdivia y la Porcel recorrían entre tanto castillos y playas, asistían a fiestas, se mecían en terrazas colgadas sobre puntos de vista maravillosos, oreadas por la brisa de mares azules, soñados. Así por lo menos se lo imaginaba, en su despecho, el joven artista, abandonado y burlado por los que le habían traído a Francia. Desde lejos se ve sólo el aspecto brillante y teatral de las existencias, y se oculta su elemento trágico, fatal. Acaso, en Madrid, gentes de la Sociedad de Acuarelistas o del Círculo de Bellas Artes, cocidas en el horno de ladrillo matritense, fantaseaban sobre el tema del viaje de Silvio, y en vez de representárselo paseando con melancolía los malecones del Sena al atardecer, en buscar de un poco de aire fresco, se lo figuraban libando placer y gloria, entre los halagos de la fama, en camino de la reputación universal, hacia cuyo templo le empujaban bellas ensortijadas manos.

En realidad, Silvio no podía decir que le sucediese ninguna grave desgracia. Traducido en prosa su contratiempo, era sencillamente la cebolla del verano que alcanza desde el humilde obrero al industrial y hasta al artista. Los ricos -¡qué milagro!- se zafaban en busca de diversión y salud, a balnearios y costas: en los ecos mundanos del Fígaro había leído Silvio el nombre de Marbley entre los de los concurrentes a unas termas alemanas, donde también se encontraba Espina. Pensó si se habrían citado allí los dos antiguos cómplices. «¿Por qué no?», se dijo, alzando los hombros. Y añadió para sí: «A poder, también iría... O sencillamente, me tumbaría a la sombra de mis cuatro árboles viejos de Zais, a recoger impresiones de paisaje, apuntes y tipos de las celestes Mariñas...».

La decepción se manifestaba en Silvio por ese afán de estar en otra parte, nostalgia del rincón natal, suspiro de «alas como de paloma». Hay períodos en que, sin ningún suceso grave, el horizonte se cierra en niebla, y el suelo que pisamos se convierte en arenal abrasador. La dorada fantasía se convierte en la imaginación calenturienta, y todo se tiñe de oscuro, se baña en océanos de tristeza y desencanto.

Silvio veía a París como un Sahara. Ni los tesoros de los museos, ni los umbríos y afelpados parques, ni lo regado y perfumado de sus limpios jardines -la República los cuida regiamente-, ni el cuadro de su actividad persistente en medio de los rigores de la estación, quitaban a Silvio la manía de que se encontraba, viajero rezagado de la caravana, en un desierto. Le oprimía la soledad infinita de los centros populosos, donde todavía no echó raíces nuestra alma. Creía Silvio perdida del todo su campaña en el extranjero, su carrera interrumpida... ¿hasta cuándo?

Con Espina, era evidente, no podía contar. No sólo no le ayudaba, sino que le aborrecía con el odio que engendran las decepciones humillantes; conspiraba contra él; se complacía y gozaba perversamente, con refinamiento torturador, en destrozarle. Ella misma -no podía ser nadie más- había provocado los tardíos celos de Valdivia, para robarle la protección eficaz del brasileño. Con cálculo pérfido, había traído a Silvio a París prematuramente, a fin de hacerle regresar a Madrid avergonzado. ¿Cómo ingresar en el taller de un maestro francés, allá en otoño, si no podía sostener, si no salían retratos, si las brillantes perspectivas eran espejismo puro?

Todo parecía decirle que en París no se improvisan ni fama, ni gloria, ni aun dinero. Rápidas surgen a veces las reputaciones; en arrebato de locura brinda sus labios la parisiense; pero en esto, como en todo, bajo su apariencia alocada, es reflexiva, tiene en cuenta muchos antecedentes. En un día salda cuentas de años. Parece caprichosa, y ha calculado... La parisiense no se deja sorprender.

La pérdida de la esperanza trajo a Silvio a un estado de entumecimiento, como parálisis de las energías orgánicas de la vitalidad. Extremoso, creyó tabicado el porvenir, y dio por cierto el fracaso de sus aptitudes; la vida destruida, terminada en la sombra. Rendido, pasaba horas enteras echado sobre la cama, sin ánimos para salir, arredrado por el calor creciente, asfixiante. Los rigores estacionales eran, sin embargo, pretexto; la verdadera causa, la rabia del intento frustrado. Hubo instantes en que la idea del no ser le halagó, como halaga la de dormir tras jornada fatigosa, en la cual se han sufrido ansias de agonía. ¡Dormir siempre! «Si yo temiese a esto -murmuraba para sí-, no sería cobarde: sería sencillamente necio, pues lo único tolerable es dormir... o soñar».

En medio del agotamiento de sus fuerzas, persistía un ansia que ya no era de gloria; era sencillamente -achaque de infelices- sed inextinguible de bondad humana, de entrañas compasivas. Empezaba por compadecerse a sí propio; se declaraba y reconocía enfermo, solo, abandonado, pobre, despreciado, en París, entre la indiferencia ambiente, la sordera espléndidamente cruel de una ciudad inmensa, y en su necesidad momentáneamente y egoísta de afectos, decidió escribir a cuantos creía sus amigos, para obtener de ellos una palabra cariñosa. Era de los que aniñadamente, necesitan piedad y amor cuando se sienten tristes, sin cuidarse mucho de cultivar ese amor en los instantes de prosperidad. Como quien recuenta el dinero de su bolsillo, pensó en los que sincera y desinteresadamente le habían amparado: se acordó de las Dumbrías, de la Palma... y también, con añoranzas tardías, de Clara Ayamonte. Hubiese dado algo por sentarse a la mesa de las Dumbrías; por oír aquella palabra, a veces dura, siempre franca y llena de interés hacia los fines altos de la vida, de la famosa compositora. En un periódico francés encontró, por casualidad, un elogio de la Sinfonías campestres, el anuncio de que iban a ejecutarlas en un concierto, y se conmovió, como si aquello fuese para él distinción personal, halagüeña recompensa. Tomó la pluma y escribió a Minia, a la Palma, cartas extensas, íntimas: la de Minia, humorística y respirando por la herida, llena de caricaturas modernistas de la Porcel, representada por un vampiro con sombrero de plumas o una melusina que entre el esbelto rebujo de las ropas saca su cola de serpiente.

Vino una tarde en que se resolvió a escribir a la Ayamonte. Era un billete extraño y breve, especie de desesperado llamamiento de un alma a otra alma. El billete le fue devuelto sin abrir con lacónicos renglones del confesor de la novicia. ¡Era tarde!, frase en que la cronología responde de tantas irremediables desventuras. Y, por otra parte, Silvio había trazado la carta sin objeto: ni se prometía ni ansiaba la respuesta, el perdón, que hubiera podido otorgarle una mujer de sentimientos menos serios, de alma menos encendida y noble. Para responderle, Clara le había querido demasiado, y quería demasiado ahora, con profundo y fiero amor, a su Esposo de allá.

Las Dumbrías, la Palma, tampoco respondieron. Minia se encontraba entonces absorbida por trabajos que no le permitían despachar activamente su voluminosa correspondencia; la Palma había emprendido el viaje de verano a Alemania, y las letras de Silvio no la llegaron, cargadas de direcciones y tachaduras, hasta un mes después. Silvio, impaciente, esperaba respuesta a vuelta de correo. No recibirla le pareció ingratitud, desvío y terquedad de su infortunio. «Está visto, nadie se acuerda de mí».

Entonces le hostigó la idea de regresar a España. Pasaría el resto del verano en Alborada, con las Dumbrías, patriarcalmente, y a la entrada del invierno volvería a Madrid, seguiría haciendo retratos y retratos, hasta que se le cayese el dedo índice. Todo menos continuar en París sin utilidad y sin un solo amigo. Una tarde, en el bulevar, se puso, instintivamente, a seguir a dos transeúntes: un joven elegante, una señora entrada en años, que hablaban español. La conversación más indiferente e insípida: molestias del viaje, comodidades del hotel, detalles de una consulta médica. Silvio bebía, no las palabras, sino su sonido, la cadencia de lengua patria. Se acordaba de discusiones con Minia Dumbría, que es patriota ardiente y tenaz; de alardes suyos de indiferentismo y cosmopolitismo. Se reía de su chifladura, y continuaba detrás de la señora y el mozo, hasta que en la esquina de la calle subieron a un coche.

«Para regresar a España, como para todo» -pensó Silvio- «se necesita dinero...». Hizo un balance, el fácil balance de los pobretones. Debía en su hotel más de doscientos francos de pensión, en el taller un mes de alquiler, y tenía disponibles quinientos francos por junto. No había medio de salir de allí. Por otra parte, llegado el momento de preparar la maleta, el anzuelo de París, del París todavía inexplorado y arcano, le enganchaba el corazón. Escribió una carta respetuosa y sincera al pretendiente al trono de Albania, manifestándole que Valdivia se había olvidado de cumplir su encargo abonando el retrato; y agregaba la cuenta, los dos mil francos, precio francés. Esperó con ansiedad la respuesta. Era posible y natural que se retrasase, pues las señas que habían dado a Silvio en la garzonera del pretendiente no eran seguras. Se comprendía que las facilitaban con cierto recelo. No siempre conviene decir por dónde andan los rondadores de coronas.

Mientras aguardaba, proyectando marcharse apenas recibiese el cheque, su afectividad, dolorosamente exacerbada, se concentró en lo único que tenía a mano. Bobita, la danesa, habitaba en el taller. La portera la mantenía, mediante un franco diario, quejándose siempre del feroz apetito del joven animal, que tragaba, decía la comadre, como un león. Silvio había convenido en que a Bobita nada le faltase: pan, leche, despojos de cortaduría... La perra medraba con rapidez asombrosa; su cuerpo cenceño, enjuto, largo, se cubría de fuerte terciopelo raso, color ceniza de cigarro fino. Su hocico fresco, que exhalaba aliento sano y tibio, se guarnecía de dientes como almendras acabadas de mondar. Tenía los ojos zarcos, preguntones, candorosos. En cualquier posición que adoptase había donaire y vigor, la vitalidad de la juventud animal, sin melancolías ni ensueños. Al entrar su amo, se lanzaba sobre él, juguetona y acariciadora, exigiendo que la entretuviesen, que la sacasen a pasear por ahí. Y Silvio, enternecido, prendado, la daba nombres infantiles, «Bobirrita, Bobirris, Bobitesoro», y, con goce de abnegación, la sacaba a la calle, se encaminaba a sitios donde la danesa hubiese de encontrarse a gusto, y, a pesar de las apreturas de bolsillo, la compraba pasteles, galletas, bizcochos, un collar de cuero rojo con cascabeles de plata. Antes de despedirse de ella, en el taller, hasta el día siguiente, la besaba con locura la suave piel del hocico. La portera, para designar a Bobita, no decía sino «el amor», y Silvio, al pedir su llave, preguntaba:

-¿Y el amor? ¿Me lo ha tratado usted bien, madama Laroche?

Así como al prisionero le bastan un jarro y una tarima por mobiliario, porque la desgracia ha reducido sus necesidades, a Silvio, en aquellas horas de desamparo, le bastó, para no languidecer del todo, Bobita. La perra ocupaba mucho, molestaba, imponía obligaciones; era, pues, capaz de llenar la existencia, más que si sólo divirtiese un rato con sus fiestas bárbaramente aturdidas.

Quince días después de echada al correo la carta para el pretendiente, cuando ya Silvio desesperaba, llegó la respuesta, con sellos austriacos. Era del secretario; contenía libranza de tres mil francos y las gracias más expresivas por el acierto con que había desempeñado Silvio su misión.

Por las venas del artista se derramó alegría; su depresión desapareció instantáneamente. «¡Cualquiera pensará que soy un codicioso!». Su dicha era tanta, que le costaba trabajo no bailar, no abrazar a la camarera; al fin lo hizo, bromeando, y mientras la sirviente protestaba y se reía, sacó del bolsillo cinco francos y se los puso en la diestra.

-Ahora creo yo -pensaba al bajar las escaleras- que este señor tiene derecho a la corona... ¡Me envía mil francos más!... ¡Rey, y muy rey, le llamo!

Con recursos ya, se borró -como se borran las ideas de los momentos oscuros ante la sonrisa de la esperanza- el propósito de regresar a España y refugiarse en una aldea. Alborada se esfumó entre lontananzas y brumas. «¡No vuelvo allá hasta ser célebre!», escribió a Minia, en respuesta a una postal de la compositora.

¡Quedarse en París! ¿Cómo se le había podido ocurrir otra cosa? ¿Qué fuerzas humanas le apartaban a él de aquel foco de fiebre artística? Quedarse, estudiar, esperar la vuelta de los emigrantes... Ya empezaban los bandos de golondrinas a acogerse al alero. En los bulevares, en el patio del Gran Hotel, en las aceras de la calle de la Paz, Silvio encontraba otra vez conocidas españolas, de paso hacia la frontera, que se detenía a hacer provisiones de trapetería para el invierno próximo. Algunas pensaban prolongar su estancia hasta que empezasen a afilar sus cuchillos los cierzos del Sena. Silvio aceptó dos o tres invitaciones en restaurantes de fama. Lo que nadie le proponía era un retrato. Se dio cuenta de lo mucho que había influido en el alza y hervor de su mercado de Madrid, la rutina que empuja a la sociedad a atropellarse en un mismo punto. No le preocupó ni mucho ni poco. Estaba en plena racha de entusiasmo y labor de otro género, labor libre. Como si la subsistencia asegurada le restituyese las vitalidades de la voluntad, se preparaba, por medio de fuertes sesiones de modelo, al ingreso en un taller magistral. Así como así, el dueño del suyo regresaría, y se le imponía el problema de no poder dar pincelada si no buscaba dónde trabajar.

Sus modelos -la hembra, una criatura delgadita, sin plástica, con algo de airoso y delicado en las líneas, la gracia parisiense, que se percibe hasta en la mujer despojada de sus ropas, y el macho, un guapo borrachín en la flor de la vida, no desfigurado aún por el abuso del alcohol- le referían indiscreciones de taller, rarezas de artistas famosos, lances de pingües ventas de cuadros, que no se colocaban en París, y que un cliente americano paga carísimos, llevándoselos inmediatamente en una caja de embalaje. Se veía que este aspecto lucrativo de la profesión artística era lo que danzaba la cabeza de los pobres diablos de modelos, cuya existencia precaria se revelaba en la empobrecida constitución de ella, en los estigmas con que el alcohol, recurso contra el hambre, empezaba a marcar la cabeza hermosa, de Cristo rubio, de él. A Silvio se le ocurrió aprovechar aquellas dos figuras para la composición de un cuadro religioso: una arrepentida, la Magdalena de hoy, semitísica, y un Jesús triste y grave, que, al perdonarla, perdona también a la humanidad, no porque haya amado mucho, sino porque mucho ha sufrido y sufre. Esta idea, la compasión de Jesús por la humanidad, simbolizada en una mujer consumida de privaciones, mostraba cuánto camino había andado el pensamiento de Silvio desde los tiempos en que las burdas y enérgicas reproducciones de una naturaleza sin alma eran su canon de hermosura. Como sucede a ciertas mujeres desatadamente soñadoras, que agotan las emociones de una pasión sin que llegue a saberlo el mismo que es objeto de ella, Silvio había agotado ya dentro de sí, antes de realizar obra alguna de cuenta, la virtualidad de una teoría estética, atravesando las landas del naturalismo y abandonándolas.

Ahora era un idealista, un moderno, y lo que perduraba de sus devociones antiguas, lo que practicaba con mayor fanatismo si cabe, era ese culto del dibujo firme, concienzudo, ahondado, que cada día prestaba mayor seguridad a su mano y mayores vuelos a su imaginación misma, en la cual la forma sensible de las cosas, lo concreto del espectáculo natural, se enriquecía y extendía, pronto a servir a la concepción ideal del poeta que siempre había existido en Silvio, y que se revelaba lleno de sentimiento y de efusión interior. Un Silvio nuevo surgía como la imagen sobre la placa fotográfica cuando la sumergen en el baño reactivo. Ya no aspiraba a la obra fuerte, al trozo de realidad, quería, en esa realidad, realizarse él también, derramar su propia esencia, dominar con su yo lo externo, penetrándolo.

«Pero -meditaba- no es posible imponerse por sorpresa: antes hay que arar, ser buey para poder ser algún día arcángel, como Millet o como Moreau».

Y borró el trazado del cuadro que pensaba componer con sus dos modelos: él, envuelto en una túnica blanca que parecía vestirle de luz; ella, esmirriada, devorada por la anemia, apagada en su ropa negra humilde, la misma ropa suya, de lana, muy traída y pobre, postrada a los pies del Salvador, mostrándole, no su ardiente corazón ni su rubia guedeja, sino sus pies descalzos y ensangrentados, como si dijese: «Mira cuánto he padecido, cuál es mi miseria, y perdona si he errado, hasta si he sido criminal». Para fondo de esta página, Silvio pensaba estudiar la melancólica aridez de un arrabal trabajador de París. Pero no se atrevió, asaltado de escrúpulos de conciencia. ¡Un cuadro de composición! ¡Ridículas pretensiones! Dibujar, dibujar... Lo otro vendría: estaba seguro de ello, vendría a su hora...

No era, sin embargo, la modestia lo que cohibía a Silvio. No quería ser modesto. Sorda rebelión le alzaba ya contra el maestro a cuyo lado trabajase. Resolvía formarse a sí propio, no gastarse en vanas admiraciones. Se propuso tener sus númenes entre los ilustres del pasado; erigir altares a «lo que ha sido», practicando, si le era posible, «lo que va a ser».

En esta liberación interior, orgullosa, de Silvio, había algo semejante a un comienzo de envidia, de animosidad, porque otros ya habían llegado, y él... él no llegaría tal vez nunca. En el taller, solo, con la cabeza de Bobita descansando en sus rodillas, esta idea víbora se le enroscaba al corazón. «¿Y si yo no tuviese talento? ¿si, a pesar de mi vocación, de mi terca vocación, no tuviese talento ninguno?».

El taller, mal barrido por la descuidada portera, que siempre pretextaba quehaceres para ahorrar trabajo, tenía ese aspecto decaído, ese velo polvoriento que influye sobre las imaginaciones vivas sugiriendo aprensiones de fracaso, de esterilidad del esfuerzo, de fatalidades lentas.

Los muebles rotos y mal encolados del artista que viajaba, desbaratándose como si a propósito lo hiciesen. Los tapices eran jirones. Todo gritaba la penuria del dueño de aquel refugio. Silvio sentía, con la intensidad que adquieren las molestias minúsculas en la fantasía de los nervios, el peso de tanta mezquindad, y, cabizbajo, pensaba que ocuparía por muchos años un taller semejante, hasta el día en que... ¿Y si ese día no llegaba nunca?, ¿si él era un frustrado, definitivamente un frustrado?

No se trataba de ningún imposible. Llegar a convencerse de que no hay facultades excepcionales, de que no se es un genio -este drama moral se representa diariamente, con un mismo espectador y actor-. De una generación artística, de diez o doce mil muchachos que caen en París como la falena en la lámpara, ¿hay acaso cien llamados a saborear la gloria? ¿Y por qué había Silvio de ser uno de los ciento?

Soltaba entonces el lápiz; se tumbaba en el diván, manchado y desvencijado, del desconocido pintor en cuyos penates artísticos se cobijaba, y dábase a pensar, no sólo en su destino, sino -con tenacidad que él mismo calificaba de insania- en el de aquel individuo de quien no sabía cosa alguna. «¡Qué diantre! ¡Qué me importa! Así se lo lleve la trampa».

Descuidando el estómago, que era como descuidar la vida, Silvio, en el nuevo acceso de pesimismo, no salía del taller, sosteniéndose largas horas con un pedazo de queso, con un bollo de pan.

Una mañana se sintió tan débil, en tal estado de depresión nerviosa, que se alarmó. Empezaba a notar con frecuencia -desde que se había propuesto observarse y consagrar sus fuerzas todas a rehacerse para entrar dispuesto y de refresco en la batalla- que sus estados de perturbación moral iban acompañados de trastornos correlativos en lo puramente orgánico.

Un miedo nunca sentido le acoquinaba; el de que pudiese faltarle, además del dinero, la indispensable salud; ¡la salud, un instrumento de trabajo más útil aún que la moneda!

Y a ratos se le figuraba baldía tal preocupación. Sus veinticinco años eran o debían ser inagotable reserva vital. ¿Qué importa la debilidad de un estómago caprichoso y delicado? Enfermedad grave... muerte... Palabras vanas. No creía Silvio que realmente podía morirse. Ni siquiera quería confesarse que la emoción, la esperanza, la aspiración, en suma, el devanar de su espíritu, era justamente lo que disipaba aquel magnífico capital de juventud y de robustez que de la juventud se deriva.

Como quien nota la disminución de una suma en monedas de oro encerrada en un arca, Silvio comprendía que su vigor, que su resistencia mermaban a cada alternativa de calenturienta ilusión; pero no sacaba consecuencias de un hecho tan constante. No podía decir que fuese la decepción lo que te postraba; se gastaba también en los momentos de engreimiento; le rendía el breve transporte de un relámpago de confianza en sí mismo.

No pudiendo luchar con estas circunstancias ni trazarse un método, porque su situación era provisional y transitoria, aplazó, despreocupado. La previsión de la muerte no arraigaba en su espíritu, como no arraiga nunca en el de los que forman grandes planes y tienen demasiadas ambiciones, demasiados sueños, tela cortada para fantasear.

«Cuando me normalice de vida y de trabajo -pensó- me cuidaré mucho. Ahora... ¿qué más da?».

Una carta -un aguijón del destino, oculto bajo un sobrecito gris sellado con lacre blanco, exhalando el aroma de una composición demasiado conocida, que actúa sobre los nervios- sacó a Silvio de sus fluctuaciones. La dirección mostraba la acaballada letra de la Porcel, letra sin personalidad, análoga a los palotes de todas las elegantes que han aprendido en los mismos colegios por iguales métodos, y que han suprimido, en la homogeneidad de la moderna educación, aquellas características patitas de mosca de antaño.

Espina, ¡cosa increíble, a no tratarse de tan extravagante mujer!, escribía una misiva casi tierna, mimosa. Se quejaba de la soledad y el ruido de los hoteles; se lamentaba de quebrantos de salud; hablaba vagamente de la inaguantable necesidad de consultar eminencias, de su insubordinación a prescripciones que la contrariaban en sus caprichos; ensalzaba la libertad, «doblemente preciosa que una vida indigna de que nadie se preocupe de conservarla a costa de afearla y hacerla prosaica» -y en la postdata, al descuido, anunciaba su regreso a París hacia mediados de octubre, época en la cual ya se ve gente y se podrá enseñar en debida forma cierto bellísimo retrato a las amigas-. Al leer este párrafo, Silvio vio lucecitas en el aire; su corazón brincó como un cabritillo. El problema de París, resuelto. ¡La Porcel, mudable como la ola, le había perdonado y cumplía su antigua promesa!

Respondió en cuatro carillas llenas de zalamerías, de las que su índole, en algunos respectos femenina, le permitía engastar con la gracia de brillantes falsos en el marco de una miniatura. Era carta amistosa, y amistosa también la que contestaba; pero cuando entre corresponsales de distinto sexo ha mediado cierto género de conexiones, hay un dejo de reserva sentida y de insinuación inconfundible en la menor frase, en los giros, en los encabezados y finales. Silvio, temiendo a los celos de Valdivia, procuró componer su carta de modo que, muy rendida y agradecida, no transparentase la confianza material, la especialísima franqueza que engendran determinados recuerdos. Era la misiva, entre las de Silvio (siempre bien escritas, cultas, expresivas), un modelo de felino halago, de infantil abandono, de adulación quintaesenciada. Cartas así se captan los corazones. Pero Espina no tenía, puede afirmarse, lo llamamos corazón, excepto para sentir la belleza más allá del mal y del bien, y acaso preferentemente más allá del mal, gozando la fruición de lo perverso, como se goza un sabor, un perfume, una asociación de líneas.

Loco de alborozo, Silvio se echó a la calle. Almorzó en un restaurant menos promiscuo que los bouillons, socorrido recurso de los flacos de bolsa; se invitó a media botellita de tisana, buena marca, y al salir del comedero había formado la resolución de emprender un viaje de arte, porque no iba a poder entretener de otro modo la impaciencia los días que faltaban para el regreso de Espina, y se encontraba hasta sin medio de dibujar, porque el dueño de su taller, ya de vuelta, le había dejado políticamente en la calle. Uno de los españoles tropezados en el bulevar, hijo de un banquero de Madrid, venía de Holanda y le había enterado de que allí se viaja baratamente. Aún no estaban muy escurridos los tres mil francos del candidato al trono. Silvio confió a Bobita a su camarero, y salió aquella misma tarde hacia Bélgica provisto de un billete circular y algunos bonos de hotel.

No por necesidad afectiva, que sólo experimentaba en los momentos amargos, sino por no dejar evaporarse impresiones vehementes que hubiese deseado conservar intactas, Silvio escribió entonces casi diario y largo a Minia Dumbría, con encargo expreso de que no rompiese las cartas y se las guardase en un armario vetusto de Alborada, atadas con una cinta de seda, entre lesta y hojas de hierbaluisa, para reclamárselas alguna vez como si fueran «otra cosa».