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La (re)generación del 37

Blas Matamoro





Sarmiento veía un llano desierto dominado por un tigre que era un hombre dominado por el espíritu totémico del tigre que había derrotado. Echeverría vio un desierto donde habitaban animales, Dios se sentía divinamente solo y los salvajes cruzaban sin mayores consecuencias. Alberdi veía un país despoblado que había de ser convertido en una nación llena de gente y de leyes.

¿Qué es tal desierto? ¿Acaso un desierto geográfico? No lo parece: allí hay poca gente, con poca historia, pero, en cualquier caso, gente con historia. Los observadores miran la población con el punto ciego del ojo o proyectan sobre el paisaje una fantasía interior: les hace falta un país sin gente, desean el desierto, como un asceta que lo atraviesa antes de una jornada comprometida, una batalla tal vez.

El desierto es una metonimia de Utopía, el país donde no ha ocurrido la historia, el grado cero del tiempo histórico. En él resulta posible empezar de nuevo, descargarse de los errores del pasado, regenerar. Para ello hace falta una nueva generación, que es eso lo que, estrictamente, significa regeneración. Los jóvenes son los que podrán volver a engendrar: regenerar, cambiar de padres, ya que para generar es menester un padre.

He allí, acaso, el único elemento de utopismo que existe en este núcleo intelectual. No un utopismo doctrinario social, que intenta realizar la república perfecta, sino una figuración utópica como la que rodea la aparición de América en el horizonte europeo del siglo XVI: el sitio donde es posible repristinar la historia. Sin desdeñar, por cierto, las ocurrencias utópicas de algunos textos del grupo, como Argirópolis de Sarmiento y Peregrinación de Luz del Día de Alberdi.

El regeneracionismo vincula a los jóvenes del 37 con el romanticismo y la crítica de la revolución. Si bien ellos no son románticos de escuela, es decir, no pertenecen al mundo contrarrevolucionario que, a fines del XVIII, vuelve sus ojos hacia una remota república católica medieval que repare los horrores de la revolución burguesa, están en la órbita de la sensibilidad romántica o, por mejor decir, de la retórica romántica de la sensibilidad. Entre los paisajes que atraen sus miradas está el de un paradisíaco rincón americano, donde el buen salvaje, desprovisto de historia, aguarda el momento de convertirse en regenerador del viejo mundo.

Lo más acusado de su romanticismo es su preocupación por el origen. Este no se dará en el mundo de los mitos y las epopeyas fundacionales, en un más acá de la historia, sin lugar ni fecha, donde se atesoran las fantasías de lo inmarcesible, suerte de tiempo inmóvil e inabordable del que surge la historia, pero que no puede ser afectado por ella.

Como los románticos (contrarrevolucionarios o liberales), los del 37 intentan datar y fijar en el espacio el momento fundacional de la nación. Así como los ingleses y los españoles rebuscan en las crónicas medievales, los del 37 aceptan como fundacional el hecho de la revolución. La nación empieza en mayo, en el otoño americano que, en la poesía popular europea, es el mes de la primavera regeneradora.

La busca del origen involucra un elemento regenerador. Es la preocupación por hallar lo primigenio, lo que no tiene antecedentes, el tiempo fuerte en que se fijan los rasgos del espíritu popular, el que los artistas deben escrutar para plasmarlo en sus obras, caos que deviene orden por la mediación del logos y que vuelve al pueblo, debidamente compuesto, por una segunda mediación, la que el intelectual cumple, precisamente, entre el logos y el pueblo.

En prueba de este encuentro con el Volkgeist argentino, algunas páginas del grupo intentan retratar sus líneas definitorias. Sarmiento, por ejemplo, caracteriza al argentino por su individualismo, su insolidaridad, su tendencia a la vida improductiva y a la fiesta, su coraje, su sesgo violento, su talento mañoso pero inconstante, su preocupación por lo externo (el traje: una de las inquietudes de estos escritores, rasgo de interés litúrgico, tendencia romántica a observar lo peculiar, modo de razonar, por el tipo externo, la tipología social de los sujetos: la reiteración sarmientina en la indumentaria, Alberdi y su revista de modas, Mármol y la minucia de sus descripciones de vestidos y arreglos, etcétera).

La vuelta al origen obliga a una reflexión crítica sobre la historia patria y, en sentido contrario, es una imposición de la misma historia vivida. Los jóvenes del 37 aceptan el programa de la revolución, pero no sus consecuencias históricas. Es un plan correcto, pero que ha degenerado, por lo que se impone su regeneración. Estos jóvenes son antirrevolucionarios, aunque no contrarrevolucionarios. Caben excepciones, como la de Félix Frías, que asume el pensamiento integrista católico y propone la restauración del orden prerrevolucionario.

Ser antirrevolucionario implica rechazar la ruptura revolucionaria como método de cambio social, y ello tiene especial importancia en una época que no conoce, todavía, el ocaso de las revoluciones. Desde el 89, en Europa se cree y se practica la revolución dentro del ciclo convulsivo del Nuevo Régimen: el 30 y el 48 lo prueban, y ello será así hasta la Comuna de París.

Nuestros escritores, por el contrario, miran con malos ojos la violencia revolucionaria, porque implica la eclosión de la plebe inculta y el montante del caudillismo. Esta es la peor consecuencia de la revolución: la destrucción del orden colonial y la disolución de la antigua burocracia virreinal española han dado espacio para la insurgencia de los comandantes de campaña, los pequeños caciques regionales que han impuesto un orden bárbaro, personificación de las más retrógradas tradiciones del Antiguo Régimen.

De tal modo, la revolución ha logrado lo contrario de cuanto se proponía. Su programa sigue siendo «bueno», se atrinchera antes del ciclo histórico que ha propiciado, pero su herencia concreta ha de revisarse, como parte del proyecto regeneracionista: los jóvenes prescinden de los padres y se sitúan en el lugar de los abuelos, para reconducir, desde él, el curso de la historia.

La propuesta de reconducción histórica implica, ante todo, un recambio en la dirigencia. Para regenerar no sirven los militares ni los terratenientes ni los comerciantes del puerto ni mucho menos, el clero católico. Los jóvenes del 37 se proponen como colectivo conductor a partir de su propia condición de letrados: la revolución será cumplida por un gobierno de mandarines.

Estos intelectuales apasionados por la concreta realidad política argentina, pero repugnados ante la posibilidad de encuadrarse en un partido; hijos tránsfugas de la clase dominante que se piensan como sacerdotes de la religión laica de la regeneración; que declaran a favor de la civilización y se fascinan por la barbarie; que quieren ser europeos en América y se ufanan de que se los distinga, en Europa, por su aire americano; que recorren en los mapas de su fantasía, morosamente, cada rincón del país al que quisieran pertenecer, pero desean vivir en el extranjero (o son deseados por el viaje a ciudades lejanas); estos intelectuales ¿no son excesivamente parecidos a los de hoy? ¿Son los abuelos terribles que han congelado nuestro imaginario hace más de cien años o somos los nietos que no hemos sido capaces de vivir otra historia?

En el fondo de su filosofía cívica hay cierta desconfianza ante la historia y la necesidad de regenerar la sociedad por medio de una revolución moral que cambie las raíces de la comunidad, pero que afecte antes a la interioridad de las almas que a la circunstancia exterior del devenir. El desierto, metonimia del grado cero de la historia, es, a menudo, la tentación del místico que quiere convertirse en el consejero de la ciudad, pero no en su habitante; el cenobita que recibe a los peregrinos en la soledad de sus arenas, pero que no acepta los compromisos del poder. Cuando los hombres vuelven a la ciudad, impregnados de saber, el anacoreta se sumerge en el silencio del páramo, entre animales y dioses.

Es, precisamente, en esa época (concretamente, en 1828, año en que Villemain publica su Cours de littérature française) cuando empieza a compararse, en Occidente, al estamento intelectual con el antiguo mandarinato chino. Sin ser clase ni casta, la intelectualidad se propone a la sociedad como un colectivo homogéneo que se sitúa por encima de los demás colectivos, como el estrato pedagógico, magistral, modélico, de los demás componentes del complejo social.

Al imaginarse como un miembro del mandarinato, el intelectual deja de ser el ideólogo de su clase (en el sentido de clase «real»: su lugar de inserción en el proceso productivo) para convertirse en ideólogo de ese estamento en estado naciente. Ello implica, desde luego, también, un reclamo de poder. No se trata ya de Moreno o Rivadavia intentando pensar por la burguesía portuaria o los hacendados que perjudica el monopolio colonial, sino de un grupo de pensadores que se representa a sí mismo y exige un espacio social protagónico. Las razones de ese protagonismo son exigencias históricas objetivas: los demás estamentos han fallado, llega la hora del mandarinato.

El modelo de conducta de este colectivo es la clericatura. Se trata de tomar el paradigma del clerc (en francés, la misma palabra designa al sacerdote y al intelectual) y profanizarlo, sintetizando el viejo modelo griego de un pensador en la ciudad, distante de la religión oficial, y el judío, que liga la tarea del escritor, estrechamente, con la noción dominante de lo divino. A ello se une el hecho de que la religión se basa en una escritura revelada, es decir que la tarea principal del sacerdote se vincula con la literatura, es establecimiento y desciframiento de unos textos privilegiados por la luz sobrenatural.

Tribunal y órgano de la sociedad, este sacerdocio laico del mandarinato santifica su propia escritura laica y, como es natural, entra en conflicto orgánico con el viejo clero católico. Se trata, en términos zoológicos, de ver quién está legitimando para domesticar la paloma del Espíritu Santo, emblema del logos. O uno u otro, pero no los dos. La masonería, el carbonarismo y otras sectas similares aportarán sus liturgias alternativas.

Ejemplos al caso, la prosa de Echeverría transida de dogmas, de mártires, de religión de la patria, ídolos del despotismo, anatemas, misiones divinas, leyes de Dios que unen y comunican a los hombres. Sarmiento invoca al fantasma de Facundo para que le explique los misterios de la historia argentina. Alberdi creerá que la Constitución hará aparecer una nación en el desierto, como en un episodio de cuento de hadas.

En lugar del antiguo sacerdote, el moderno mandarín reclama su tarea de educar al pueblo, es decir, de hacer comprensible a la masa la verdad de la revelación. Sólo que, ahora, lo revelado no proviene de un acto trascendente, un contacto con la divinidad, sino del proceso mismo de la historia, convertida en hipóstasis, o sea en persona divina ella misma. Un hombre inocente, el buen salvaje que habita América, un hombre que nada debe porque no ha cometido el pecado original, toma los atributos de la divinidad y funda una suerte de panteísmo humanista con variantes considerables.

El hombre tiene derecho a la felicidad terrenal y Dios actúa como garante último del universo y de la razón. Ello explica el progresismo de los mandarines, que creen en el futuro como depósito de lo deseable y en el hombre como un ser perfectible.

Tal perfectibilidad humana permite hacer de la vida política algo programático, práxico, un campo en que el sujeto interviene en la historia «a favor» de los eventos que la conducen hacia sus fines más elevados, que están, en potencia, dentro de la mente de Dios. De algún modo, el filósofo escruta, como el sacerdote, estos designios divinos, y los explicita ante el pueblo. El modelo que Echeverría propone para la educación popular es la canalización de los instintos por medio de la formación religiosa.

La primera mitad del siglo XIX, en que se forman estos escritores, asiste a la traducción del antiguo providencialismo cristiano en progresismo. La historia debe cumplir los fines que le ha asignado el Creador y se dirige como un flechazo hacia dichas escatologías. En la segunda mitad del siglo, la estructura del progreso direccional se intentará explicar científicamente, en sistemas que establecen las leyes del desarrollo histórico, como si la historia tuviera una «naturaleza» y obedeciera a normas. Comte, Darwin, Spencer, cierto Marx, son intentos de tal sistemática.

El mandarinato reúne a intelectuales de diversa extracción, que se homologan en una actitud colectiva y en la explicitación programática de su plan de acción. Ya Carlos Astrada, en remota conferencia, definió a los del 37 como dominados por la preocupación de la praxis. Un programa revolucionario frustrado y un exceso de abstracciones inoperantes en el discurso político obligaban a los regeneradores a proponer inmediatos cursos de actuación. Se habían perdido treinta años de proceso posrevolucionario. No había más tiempo que perder. En esto coincidía un gran propietario rural como Echeverría con un pequeño propietario del interior como Alberdi, un hidalgo pobre como Sarmiento con el hijo de un alto magistrado patricio, como Vicente Fidel López.

Todos ellos tenían cierta mayor o menor sensibilidad literaria, y su múltiple inserción en la praxis social de la época se traduce en una opción formal: un discurso mixto, henchido de normas, impregnado de autoridad «de autor», en que se mezclan diversos códigos, desde el relato novelesco al ensayo sociológico, pasando por la crónica que se vale de cualquier fuente, el panfleto político y la fantasía autobiográfica. Obras como Facundo, Amalia, la Historia de López, la Ojeada retrospectiva, fijan un destino de la literatura nacional, que llega hasta nuestros días, en textos igualmente misceláneos como Adán Buenosayres, Rayuela, Sobre héroes y tumbas o Carne picada.

En el exilio, que marca a todos ellos, a veces con reiteraciones (Sarmiento), asociándose a la muerte (Echeverría), convirtiéndose en una elección vital (Alberdi), se fragua un país del que han sido expulsados, como la mayor parte de los líderes americanos de la Independencia, por sociedades que han retrocedido al más intransigente sectarismo. Están exiliados de una nación inexistente, a la que intentan dar una existencia objetiva, pero ideal, a través de un corpus literario. Este se alimenta, a menudo, con libros franceses que hablan de comarcas asiáticas, para acentuar que se escribe «desde» el Occidente civilizado respecto al Oriente bárbaro.

La Argentina empieza a ser, entonces un tema literario, un asunto a resolver en los libros que remiten a otros libros, que son como anotaciones marginales a las páginas de los viajeros europeos por las lejanías orientales. Futuros legisladores (Alberdi), diplomáticos (Mármol), rectores de universidad (Juan María Gutiérrez), conductores de pueblos y de tropas (Sarmiento, Mitre), se ensayan en una mirada exterior que penetra los desiertos patrios, definiendo a América como ese hueco fecundo y penetrable (femenino, por tanto) que la viril y compacta Europa puede llenar con su propia plenitud histórica. El modelo de encuentro germinal es los Estados Unidos.

La mediación entre Europa y América, entre lo femenino y lo masculino, entre el logos y el demos, entre la civilización urbana y capitalista, y la barbarie rural y feudal, sitúa al mandarín en un terreno ambiguo, en que la obligación nacional empuja hacia un término de la dicotomía y la fascinación visceral hacia el opuesto.

El fin inteligible (civilizar la barbarie) significa acabar con la naturaleza americana y su imponente belleza, recorrida por ese temblor elemental que es como la presencia inmediata de Dios en su Creación. El Sarmiento que celebra la masacre de Benavídez, se extasía ante una corrida de toros o recoge la herencia caciquil en el discurso de Chivilcoy, es el enemigo del Sarmiento que pretende convertir al país en una escuela. Si como ilustrados se sienten parte de la luz universal de la razón, como románticos se ven empujados a la comunión irracional con la naturaleza y a la celebración de las peculiaridades del paisaje, de las costumbres y el tesoro tradicional del folclore. En cualquier caso, las ideas europeas deben ser traducidas, su discurso, en América, no puede tener virtualidad inmediata, y necesita que de él se extraiga otro discurso, suficientemente adaptado a las condiciones concretas de la vida en cada sección del mundo nuevo.

Algo similar ocurre ante el problema de la división política argentina. Los jóvenes del 37 no son unitarios ni federales, tienen reservas notables ante ambos bandos, su posición favorable al bloqueo anglo-francés los separará aún más de ellos, pero admiten que se trata de distintas manifestaciones auténticas de la historia nacional, de las cuales no se puede prescindir a la hora de intervenir concretamente en la política argentina. De algún modo, el emergente más típico de la revolución nacional es Rosas, aunque se convierta en el enemigo común que los deja sin suelo y sin sociedad.

Frecuentemente, recorriendo, lejos del país, las páginas de estos escritores, se sufre de un recurrente presentismo argentino, con mucho de mágico y de perverso, con un atractivo mórbido de historia detenida y de eterno retorno a unos orígenes que no se reconocen claramente como tales.





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