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La Reina Católica en la historiografía y en el arte durante la Ilustración

Gonzalo Anes y Álvarez de Castrillón





Los planteamientos de los humanistas del renacimiento europeo sobre la igualdad entre hombres y mujeres parece que no influyeron en la España de los siglos XVI y XVII, al menos en lo concerniente a que hubiera escritores que se interesasen en rebatir, en aceptar o en desarrollar sus doctrinas. Parece como si hubieran continuado vigentes el aristotelismo y el tomismo en asunto de tanta importancia como el de equiparar a hombres y mujeres en cuanto a su inteligencia y a sus capacidades. Será mediado el tercer decenio del siglo XVIII cuando Feijoo, en el tomo I del Teatro Crítico, trate de la igualdad entre hombres y mujeres respecto a inteligencia y a capacidad para las distintas actividades a las que se dediquen. Influyó en él Baltasar de Castiglione.

Feijoo, en su razonamiento, utiliza el principio de autoridad para aceptar sus planteamientos cuando racionalmente puede hacerlo. También emplea la experiencia -la que le proporciona el conocimiento de la historia- para proponer ejemplos que corroboren lo que la razón le indica. Así, en lo concerniente a defender a las mujeres, Feijoo sabe que viene «a ser lo mismo que ofender a todos los hombres», pues conoce, por experiencia, que raro era el varón que no se interesase en la precedencia de su sexo con desestimación del otro, Feijoo manifiesta -y parece que se funda en «la opinión común» formada en vilipendio de las mujeres-, que apenas se admitía cosa buena en ellas y que, en donde más fuerza se hacía, era en considerar limitados sus entendimientos. Él quiso tratar de todas las supuestas limitaciones de las mujeres y, muy especialmente, detenerse en las aptitudes femeninas «para todo género de ciencias y conocimientos sublimes». Era consciente de que algunos escritores sagrados habían declamado contra las mujeres. Como no podía -no le convenía- oponerse abiertamente a ellos, se conformó con aclarar que las críticas deberían entenderse dirigidas a las mujeres perversas, que no era dudable que las había.

Feijoo, que salía poco de su celda benedictina, se fundó en las lecturas para combatir errores. Como hombre de su siglo, también observó para corroborar sus deducciones racionales1. Así, para mostrar que hubo mujeres que habían sido prudentes políticas, dio nombres de reinas famosas de la antigüedad -Semíramis, Artemisa- y de otras de los tiempos modernos, entre las que figuran Isabel de Inglaterra, en la que reconoce haber concurrido en su formación, «con igual influjo», las tres gracias y las tres furias: su soberana conducta hubiera sido siempre -según Feijoo- la admiración de Europa «si sus vicios no fueran tan parciales de sus máximas, que se hicieron imprescindibles». Para Feijoo, la imagen política de Isabel de Inglaterra habría de presentarse siempre a la posteridad coloreada (manchada -dirá mejor-) con la sangre de la inocente María Estuardo, reina de Escocia. También adujo Feijoo el ejemplo de Catalina de Medicis, reina de Francia, a la que elogia «por la sagacidad en la negociación de mantener en equilibrio los dos partidos encontrados de católicos y calvinistas, para precaver el precipicio de la Corona». Con el fin de ilustrar ese equilibrio conseguido por la reina, Feijoo se vale de la imagen de los volatines que, por su destreza, «en alta y delicada cuerda, con el pronto y artificioso manejo de los dos pesos opuestos, se aseguran del desempeño y deleitan a los circunstantes, ostentando el riesgo y evitando el daño». Para Feijoo, la reina Católica Isabel «no fuera inferior a alguna de las referidas -a estas y a otras que él cita y a las que no es del caso referirse aquí- en la administración del gobierno, si hubiera sido reinante como fue reina»2. A pesar de que a Feijoo le pareciera que Isabel no tomaba decisiones de gobierno, reconoce que «con todo, no le faltaron ocasiones y acciones, en que hizo resplandecer una prudencia consumada». Cita la frase de Laurencio Bayerlink, «Quid magni in regno, sine illa, imo nisi per illam fere gestum est?». También reconoce que el descubrimiento del Nuevo Mundo no se hubiera hecho si la magnanimidad de Isabel no hubiera vencido los temores y perezas de Fernando.

Feijoo añadió a los ejemplos de reinas famosas por sus cualidades de gobierno el de algunas que sobresalieron por su malicia, aunque no les faltase sagacidad. Incluso reforzó su argumentación con muestras de matriarcado en Borneo, y de sacerdotisas en la isla Fermosa, en el mar meridional de la China. Respecto a la fortaleza, Feijoo también dio ejemplos de mujeres que sobresalieron en la guerra, para concluir, con Séneca, que son absolutamente iguales a los hombres en todas las disposiciones o facultades naturales.

Respecto a las capacidades mentales de las mujeres, Feijoo se refirió a los libros en los que se afirmaba la superioridad intelectual de los hombres, al fin y al cabo, jueces y parte, en cuanto que sus autores fueron siempre varones. Trató también de la instrucción femenina y sus limitaciones e hizo una relación de mujeres españolas insignes en todo género de letras: Ana de Cervatón, Isabel de Joya, Luisa Sigea, Oliva Sabuco de Nantes, Bernarda Ferreyra, Juliana Morella, Sor Juana Inés de la Cruz, para continuar con ejemplos de mujeres célebres francesas, italianas y alemanas. Omitió, en el catálogo de mujeres eruditas, a «muchas modernas», por no hacerle dilatado, y a muchas antiguas, por encontrarse noticias de ellas en numerosos libros. La conclusión a que llegó es que «casi todas las mujeres» que se habían dedicado a las letras habían logrado «considerables ventajas», cuando, entre los hombres, apenas de cien que seguían estudios sólo salían «tres o cuatro verdaderamente sabios». Tal desproporción se debía -y así lo señala Feijoo- a que sólo se dedicaban al estudio mujeres especialmente aptas para el cultivo de las ciencias, mientras que muchos hombres «de habilidad corta» eran destinados a la carrera literaria, «en atención a adelantar su fortuna». La conclusión a que llega Feijoo, con sus ejemplos, es que no hay desigualdad en las capacidades de uno y otro sexo3. No dejó de citar a Aristóteles en lo referente a que, en todas las especies animales, incluyendo la especie humana, las hembras son más astutas e ingeniosas que los machos, sin olvidar que a la vez envilece a las mujeres suponiéndolas maliciosas, envidiosas, maledicentes y mordaces, aunque les reconoció también la virtud de la misericordia. Así, pues, Feijoo concluyó que las mujeres eran iguales a los hombres en la aptitud para las artes, las ciencias, y para el gobierno político y económico. Establecer esta verdad serviría, según Feijoo, para desterrar el error de la inferioridad femenina, en las mismas mujeres y no se diga en los varones, con sus secuelas de aceptación, por ellas, de la violencia cuando, en el matrimonio, «pasa el hombre de la ternura a la tibieza» y de la tibieza al «desprecio y desestimación positiva»: cuando el marido llega a este vicioso extremo -añade Feijoo- «empieza a triunfar y a insultar a la esposa en fe de las ventajas que imagina en la superioridad de su sexo para señorearla como tirano dueño»4.

Juan de Cabrera, en 1719, Juan de Ferreras en 1722 y 1724 y el padre Enrique Flórez coincidieron en valorar a Isabel como mujer y como reina. Me limitaré a exponer lo esencial de los argumentos del agustino Enrique Flórez, recopilador de los documentos que publicó en su magna obra La España Sagrada, patrocinada por la Real Academia de la Historia desde 1773.

El padre Flórez, en el año 1761, publicó unas Memorias de las Reynas Catholicas, Historia Genealógica de la Casa Real de Castilla, y de León, todos los infantes i trajes de las Reynas en estampas, y nuevo aspecto de la Historia de España5. Ello no significa que no se valoren los juicios de los otros autores, a los que se les dedicó atención recientemente6. Aquí me detendré en exponer el contenido de la obra del padre Flórez por considerar que refleja la actitud favorable a la equiparación de la mujer con el hombre. En esto, Flórez responde a los planteamientos de Castiglione y del padre Feijoo, que también aplicó Campomanes en su obra y desarrolló después Jovellanos, con efectos en reales cédulas que las discriminaciones negativas sufridas durante siglos por las mujeres.

El padre Flórez, en sus Memorias de las Reynas Catholicas, después de tratar de la reina doña Juana de Portugal, mujer de Enrique IV, expresó que con Isabel la Católica se entraba «en unos tiempos más felices», pues parecería que «todas las nubes tempestuosas de los reinados precedentes estuviesen esperando los días de esta reina, para serenarse». Flórez se fundó en las crónicas para dar los datos esenciales sobre educación y apartamiento de la Corte, ya que el hermanastro de Isabel, Enrique IV estaba casado «con esperanzas de propia sucesión». Por tanto, Isabel no fue educada en la opulencia, regalo y fausto que le correspondía, por no ser sino hermana (media hermana) del rey reinante. Vivió con su madre alejada de la corte, lo que, según el padre Flórez, «la libró del contagio de las adulaciones», con lo que pudo juzgar las cosas por su mérito, cosa importante para cuando llegase a ceñir la Corona. El padre Flórez refiere una anécdota, recogida del padre Sigüenza -que puede ser verdadera o no- sobre que, cuando Isabel, siendo ya reina, se confesó por primera vez con fray Hernando de Talavera se produjo una curiosa situación: parece que era costumbre que, en el acto de la confesión, tanto el monarca como el sacerdote o religioso se pusiesen de rodillas, «junto a un banquillo, a modo de sitial». Parece que, para oír a Isabel reina, fray Hernando se sentó. Al advertirle la soberana sobre el estilo que habría de seguir -«entrambos hemos de estar de rodillas»- Fray Hernando parece que contestó:

No, señora: Yo sentado y Vuestra Alteza de rodillas, porque éste es el tribunal de Dios, y yo hago aquí sus veces.



Isabel -según relata Flórez siguiendo al padre Sigüenza-, calló entonces, pero dijo, después de obedecerle: «éste es el confesor que yo busco»7. También valoró Flórez la religiosidad de la reina, acrecentada con el trato de buenos conocedores de las cuestiones del dogma, y con el «claro y penetrativo ingenio» de la princesa. El padre Flórez concluyó que la educación recibida por doña Isabel, si se hubiese de «medir por los efectos», ninguna mujer antes de ella la habría tenido mejor.

La decisión de que tanto Isabel como su hermano don Alfonso viviesen junto al rey, ya nacida doña Juana (llamada la Beltraneja), parece haber tenido como motivo evitar que fuesen utilizados por los descontentos. El padre Flórez se refirió en su libro a los proyectos matrimoniales para Isabel y a las circunstancias políticas que llevaron a proclamarla princesa heredera, hasta su boda con Fernando de Aragón, ya por entonces rey de Sicilia, casamiento que calificó el agustino de «feliz para España».

Flórez, al tratar de la reina y del rey como soberanos, señala que comenzaron a reinar en tiempos de desorden y de discordia, cuando todo estaba «desordenado, inquieto y consumido, en coyuntura que pudiera ser más formidable el cetro que apetecible». Enseguida exaltó Flórez el valor de los príncipes -Isabel y Fernando-, su prudencia, constancia, celo de religión y de justicia. Todo ello habría conducido el trono «a una tal altura, firmeza y majestad», que el abandono pasado servía «para realzar el mérito de lo conseguido». El ánimo infatigable de ambos y su unión eran tales que, según Flórez, no permitían, «a veces, discernir el triunfo de cada uno». Fundándose en lo que afirmó Pedro Mártir de Anglería en su epistolario, Flórez concuerda en aceptar que «la reina gobernaba» de tal suerte, «que parecía ser el rey el que gobernaba». Esta interpretación de las acciones de gobierno de Isabel, propia de los planteamientos vigentes en los siglos XV y XVI, la revisará Flórez en Las Memorias de la Reyna Catholica después de coronada, como epígrafe de su libro8.

No podía Flórez por menos de exaltar a Isabel, en la época más esplendorosa de su vida, cuando, a los veinticuatro años, comenzó a reinar:

edad briosa para las grandes empresas que Dios la tenía reservadas en fatigas, viajes, cuidados y solicitudes de dilatados reinos.



Para todo ello, como don del cielo, habría recibido Isabel «unas bellas disposiciones corporales que facilitasen las conquistas». Y, así, la hermosura sería uno de esos dones del cielo, ya que:

todas sus facciones eran bellamente proporcionadas para formar un compuesto muy amable; el rostro hermoso, el color blanco y rubio; los ojos entre verde y azul; el mirar muy gracioso y honesto; la estatura mediana; el movimiento compuesto y majestuoso; las acciones de agrado; la voz suave, la lengua [la manera de hablar] expedita; el ingenio agudo; la honestidad cual pocas; el corazón cual ninguna.



Flórez ilustró su libro con un grabado del año 1761 por G. Gil, en Madrid, que representa a Doña Isabel la Católica, reina propietaria, en la página 788 de su libro, y el árbol genealógico correspondiente. El artista parece que se inspiró, para el traje, en los sellos reales. Así se dice en el tomo: «el traje se conserva original en los sellos reales, y uno es el de la estampa, posterior a la conquista de Granada».

Señala también Flórez que «en otros» [sellos?] y en las monedas de oro «se representa con escote y jubón acotillado»9.

En cuanto al carácter, no podía Flórez por menos de completar la descripción con las virtudes de la reina:

su modestia era tanta, que aún debilitada a la hora de la muerte de fuerzas corporales, no quiso descubrir el pie para la Santa unción, haciendo que le ungiesen cubierto10.



En cuanto a su resistencia y capacidad de sufrir el dolor sin perder la compostura, recogió Flórez la tradición, documentada, de que la capacidad de la reina para soportar el padecimiento era tal «que ni en los dolores de parto se quejaba», sino que «cubría el rostro, para no desairar con algún [gesto de] dolor la majestad».

Flórez recogió las versiones de las crónicas para señalar que hubo situaciones en las que Isabel tuvo que trasladarse aceleradamente de una ciudad a otra, «y no suspender las marchas sin embargo de malparir en el camino». Afirma también el padre Flórez, al describir el carácter de la reina, que no se sabía «si era más la prontitud en acometer, que la constancia en acabar»11.

En cuanto a la continencia de la reina en el comer y en el beber, exalta también el padre Flórez, que su sobriedad era tal que jamás había probado el vino. Otras virtudes que acompañaban a la reina, según Flórez, era la de ser «amiga de la fama», lo que le hacía «empeñarse [emprender] en cosas grandes, enemiga de supersticiones» y, quizá por ello, «irreconciliable contra los enemigos de la fe»; «celosa en dar buenos prelados a la iglesia, amante del culto divino; atenta a la justicia, pero sin olvidarse de la misericordia». Además, había protegido a las personas religiosas y a las gentes de letras «para ilustrar a la nación». En suma, Isabel «tenía en sí un conjunto de prendas cual se requiere para formar una heroína»12. Flórez dio detenida cuenta de cómo se organizó el gobierno entre Fernando e Isabel, de las atribuciones de uno y otro, que ambos hubiesen «de sonar juntos en los despachos, pregones, monedas, sellos», precediendo el nombre del rey al de la reina, pero que, en el escudo de armas, «habrían de preceder las de Castilla a las de Aragón y Sicilia»; que los homenajes de las fortalezas se hiciesen a la reina; que las presentaciones de obispados y otras habrían de hacerse a nombre de los dos; que los corregimientos los habría de proveer el rey, facultándolo para ello la reina; que la justicia se administrase en nombre de los dos cuando estuviesen juntos y que, de estar separados, en nombre del que hubiese quedado en donde estuviese en consejo13. Respecto a que don Fernando se hubiese disgustado «algo» por el mucho poder que mantendría Isabel, Flórez señala que ella le habría hablado «con tanto amor, dulzura y eficacia» que enseguida se habría conformado él, persuadiéndole de «que ella sólo sería reina donde él fuese rey»14.

Respecto a la guerra con Portugal, y a la necesidad de acuñar moneda en Segovia para financiarla, equipara Flórez los esfuerzos de Isabel en esto a los de Fernando con las armas, sin dejar de reconocer que también tomaba parte ella en los hechos de guerra, ya que, en el conflicto armado con Portugal, reclutó la reina cuantos soldados pudo en tierras de Valladolid para irse con ellos a Palencia, y así hizo en otras ocasiones15. Por todo ello, no podía por menos de concluir Flórez que don Fernando, además de tener en doña Isabel «una dulcísima consorte», y «un esforzado capitán», pues «en unas partes se valía de armas» y en otras de ardides y de ofertas16, sabiendo perdonar a quienes vencía en la guerra, por tener tanto «de marcial contra el rebelde» como «de amor de madre para con el rendido»17.

No dejó de referirse Flórez al hecho conocido de que la reina, al morir el conde de Paredes, maestre de Santiago, para evitar discordias en Uclés al elegir uno nuevo, se dirigió a allí con tal rapidez, que pudo llegar en tres días desde Valladolid hasta Ocaña, a pesar de los fríos de diciembre, para apoderarse de la fortaleza y conseguir el control de la administración de la orden. Recogió Flórez la descripción de que, al entrar la reina en la sala capitular de Uclés y al sentarse en el lugar del maestre, mientras permanecían en pie los demás, accedieron a sus deseos. Otros hechos, como la toma de Trujillo en 1477, y la pacificación de Andalucía mediante el sometimiento de los nobles que dominaban ciudades importantes de aquellos reinos, hacen decir a Flórez que tal sometimiento se juzgaba ser «superior al brazo y cabeza de una mujer», pero que, como el corazón de Isabel «era varonil y magnánimo», no se había acobardado ante las dificultades18.

La unión de Castilla y Aragón en 1479 vino a convertir a Isabel -y así lo señaló Flórez- en una de las más poderosas reinas del mundo. No dejó de referir las precedencias en la enumeración de los reinos de Castilla respecto a los de la Corona de Aragón, ni la jura del príncipe don Juan como heredero de Castilla en las cortes de Toledo de 1480 y de Aragón en las que se celebraban en Calatayud en 1481, lo mismo que a los solemnes recibimientos y festejos hechos a los reyes en las distintas ciudades, hasta llegar a Barcelona, y después a Valencia, en lo que sigue a Gerónimo Zurita y a Garibay19, sin dejar de aludir, aunque con cautela propia de un historiador del siglo de las luces, a la fundación del Santo Oficio en 1481, y al nombramiento del inquisidor, que califica de «gran varón», Fray Tomás de Torquemada20.

La guerra de Granada, en la que participó el rey desde su comienzo en 1482, decidió la reina, en Medina del Campo, a reclutar tropas en Castilla. Flórez se refiere al viaje de la soberana hasta Córdoba y su acción en Andalucía, «haciendo guerra a los enemigos con sus acertadas direcciones», y reclutando tropas, sin que se lo impidiese el hecho de estar en los últimos meses del embarazo, del que nació la infanta doña María, en Córdoba, en 148221. Flórez se refiere a la prosecución de la guerra de Granada, fundándose en Garibay22, con las tomas de Alhama, primero, y, después, de Ronda, Loja, Illora, Moclín, Vélez-Málaga, Vera, Huescar, Baza, Almería, Guadix, en campañas en las que la reina, a la que Flórez califica de «heroica princesa», desempeñó importantísimo papel, tanto al reclutar tropas, como por proveer lo necesario para armar y alimentar a los soldados y reparar puentes y caminos. Flórez dice de la reina que «no conocía desmayos en las dificultades», pues habría nacido para vencer, por lo que pudo triunfar «de todo». Las acciones dirigidas a reunir el dinero necesario para los gastos inmediatos hacen afirmar a Flórez, refiriéndose a Isabel, que nunca «desmayó el valor de aquel invencible corazón»23. No dudó Flórez en atribuir a Isabel, por su constancia, la conquista del reino de Granada. Afirma en su escrito que, de no ser por ella, «tarde se hubiera logrado la agigantada empresa» de rendir la ciudad. Flórez sigue a Pedro Mártir de Anglería en la relación de cómo Isabel se puso en contacto personal con las tropas, por lo que su presencia habría sido «la más intolerable batería para los moros». Al saber que la «belicosa Minerva», «su irreconciliable enemiga», estaba en los Reales, los islamitas «imaginaron que no se apartaría de allí hasta rendirlos».

He aquí como narra Flórez los acontecimientos marciales:

Desmayaron los sitiados; olvidáronse de sus trabajos [de las dificultades] los nuestros; revivió el valor en los soldados; rindiéronse los moros.



El cuatro de diciembre de 1489 se rindió Baza y, seguidamente, Almería y Guadix. Flórez no puede por menos de rememorar lo que suponía en 1491 estar a las puertas de Granada, después de tantos siglos de luchas por la reconquista de la España perdida. Sitiados los granadinos, se acercaba el amanecer de «aquel día feliz» que había tardado casi ochocientos años en ver el alba, «batallando en todo aquel espacio por arrojar de sus templos» a los mahometanos, a los que califica de «inmundicia». El padre Flórez, para exaltar a la reina, señala que el cielo había reservado la gloria de conseguir la recuperación total de España a «nuestra católica heroína». Narró Flórez las conocidas incidencias del sitio de Granada, del incendio de las tiendas y de la edificación de la ciudad de Santa Fe, con la iglesia fundada por la reina, a la que dio la calidad de Colegial, con Abad y canónigos, y el nombre de Santa María24. Flórez no puede por menos de exaltar el carácter belicoso de Isabel, dentro de la tendencia a mostrar cómo es posible que, en determinadas circunstancias, hasta en la guerra las mujeres puedan equipararse -cuando no superar- a los hombres. Veamos cómo describe ese carácter belicoso de la soberana, acalorada en la conquista, ante la ciudad de Granada, a la que deseaba rendir, y que quiso ver de cerca: «Púsose -la reina- [a] una legua de la ciudad, aumentando con su vista la sed [de conquistarla], pero enjuagándose con pronta esperanza [de conseguirlo]», cosa que ocurrió, después de ataques y contraataques el día dos de enero de 1492, con lo que terminó la reconquista y se produjo la unión del reino de Granada a la Corona de Castilla, «último y más poderoso de los sarracenos en España»25.

En las páginas dedicadas a Isabel la Católica, Flórez trató también de las reformas eclesiásticas y de la Bula de Alejandro VI de 27 de marzo de 1493. Respecto a la valoración de Isabel y de Fernando, Flórez hace unas consideraciones que, en resumen, inclinan la balanza del elogio a favor de la soberana. Así, fundándose en Pedro Mártir de Anglería, escribió:

La unión de Sus Majestades hacía que sonasen ambos en las empresas, porque los dos cuerpos no tenían más que un espíritu, pero como la Reina era la Señora propietaria de esta casa [la de Castilla], como era de más viveza y penetración que el marido, como no conoció igual en el celo, a ella se debe deferir [atribuir] el movimiento, [...]



Por lo que, era de ella «de quién se hablaba en el mundo en los grandiosos asuntos del reino de Castilla». Siguiendo a Pedro Mártir de Anglería, señala Flórez que no se hablaba en Italia de otra cosa que de ser Isabel «una mujer caída a la tierra desde el cielo». Y continúa:

Príncipe hubo que, picado de la curiosidad, y viendo ser los reyes de los que se forman las conversaciones, tiró a saber ¿por qué la reina de Castilla era el blanco de todas, fuera de lo que pasaba en otras reinas? Consta pues la pública persuasión de que la nuestra [Isabel] era el móvil de las empresas.



Así, aunque Flórez, vinculado a los planteamientos de su tiempo, pensaba que Isabel, por ser mujer, no parecía que debiera «por sí misma» llevar a cabo la reforma eclesiástica, no quiso ceder a otro la «gloria de reformar las comunidades monásticas femeninas». Para exaltar los valores de Isabel, Flórez recogió la noticia de que ella sabía mezclar la política con la laboriosidad -también esto para dar ejemplo, se supone- y que decidía visitar un convento de religiosas, llevando

La labor que traía entre manos, ya de hilar, ya de punto, y hacía que cada monja tomase también la suya. La conversación era la principal labor de sus deseos. Preguntaba lo que sabía, para obligar a que ellas mismas se descubriesen. Estregaba las llagas para que las avivase el dolor. Proponía el medicamento, pero de un modo que ellas mismas le escogiesen. Su decoro, su reputación, su honestidad, era lo que infundía en el pecho de cada una, pero con una discreción tan salada, con un agrado tan penetrativo, con una tan amorosa eficacia que las robaba los afectos.



Y así, una vez dueña de «las llaves de los corazones», podía apoderarse fácilmente «de las de la clausura». Conseguía, con toda su acción, que las mismas monjas «votasen recogimiento», con lo que era de admirar haber sido raro el convento en el que entrase [la reina Isabel] «la conquistadora» (no ya de tierras sino de corazones) y en el que no consiguiese alcanzar su deseo, en el mismo día en que se presentaba26.

No podía dejar de aludir Flórez a las virtudes de la reina como mujer a la que atribuye «portentosa capacidad» y en la que «se hermanaba lo particular de su sexo con las heroicidades varoniles». A Flórez parece complacerle que coincidan ambas actitudes en una mujer, pues señala que, de darse una u otra, degeneraban por ser únicas. De darse las dos, se templaban mutuamente las bastardías. Señala, siguiendo a Pedro Mártir de Anglería, que, en Isabel, valores aparentemente tan opuestos, eran «nativos». Así, «el valor, el consejo, la fortaleza, la constancia estaban más de asiento en sus entrañas que en el corazón de muchos hombres».

Y superaba a los varones «en honestidad, en la compasión, en la piedad y en la devoción más refinada de mujer».

Otras virtudes de la reina: la continencia en el ánimo; mandar de tal suerte «que parecía mandar con el marido», ciencia que dice Flórez no conocen los hombres. Y todas estas grandezas de ánimo eran en la reina compatibles con la labor femenil. Utilizaba el huso y la rueca con gran perfección; cosía y remendaba tanto como otras mujeres rompían. Se preciaba de que el rey don Fernando, su marido, jamás se hubiese puesto camisa que ella no hubiese hilado y cosido27. Como madre, enseñó a hilar a sus hijas, a coser y a bordar. También recogió Flórez la noticia de que al venir a España los religiosos del Santo Sepulcro en el año 1489, con la Embajada del Sultán, les dio un velo que ella había hecho con sus manos para que lo colocasen sobre la tumba de Cristo, en Jerusalén28. Como no sabía estar ociosa, si no tenía trabajo propio se empleaba en hacer labor para el culto divino, ya que «para todo tenía tiempo, porque todo le empleaba bien»29.

Los desahogos y las gracias de Isabel no desmerecían de su actitud majestuosa, lo que se veía en el trato con su hijo y con sus hijas. Así, una de las hijas se parecía mucho a la madre de la reina, por lo que la llamaba madre. El príncipe don Juan era, para la reina, su Ángel. Como la infanta doña Juana -luego reina- se parecía a la madre de don Fernando, la llamaba mi suegra y, a las otras hijas, mis ángeles, con lo que, según Flórez, «desahogaba con gracia el amor maternal de sus entrañas». También dio cuenta Flórez de otras cosas graciosas sobre las actitudes de Isabel en el hogar.

No podía, en la reina, faltar la virtud de proteger las letras. Lo que señaló Flórez al referir que, mientras ella «andaba en la guerra», quería que Pedro Mártir de Anglería instruyese a los jóvenes nobles de palacio, e hizo otros encargos a escritores de su tiempo, interesándose ella misma en estudiar la lengua latina, ya siendo reina. El padre Flórez acepta la afirmación de Lucio Marineo Sículo de que Isabel llegó «a hacerse señora de la lengua latina» y de que entendía y traducía lo que los embajadores le decían, o libros que leía, pues no sólo pronunciaba con primor el latín, sino que conocía tan bien la prosodia que si los embajadores se equivocaban en algún acento, «luego le corregía». Por ello, cabría afirmar -señala Flórez- que en el reinado de Isabel tuvo lugar «el principio del restablecimiento de las letras»30.

Respecto a la expulsión de los judíos que no quisiesen convertirse a la religión católica, Flórez no deja de señalar que «muchos políticos no aprobaron la conducta», aunque, para paliar los efectos poblacionales negativos muestra, como compensación, que el cielo la ensalzó dándole el reino de Granada y un nuevo mundo, descubierto, a instancias de los reyes, por Cristóbal Colón, en «las Indias occidentales». Los reyes católicos, «desterrada sucesivamente la idolatría», fundaron «un mundo nuevo para la cristiandad», habiendo sometido «a su imperio» las islas Canarias. A estas glorias, habría que añadir las de haberse encargado la Corona de la administración de los maestrazgos de las órdenes militares, reintegrando a la Corona ciudades principales, como Plasencia, Cádiz, Gibraltar, Arévalo y otras, lo que considera vendría a ser un premio dado por Dios a quienes militaban por su causa31.

No deja de sorprender que detallase Flórez las descripciones del padre Sigüenza de las condenas del payés que quiso asesinar al rey en Barcelona, de lo que informaron los distintos cronistas y Gerónimo Zurita, a quien sigue el agustino32. El padre Flórez transcribe una carta de la reina a su confesor, cuando estaba la corte en Aragón, para exaltar la modestia y el recato de doña Isabel ante las palabras del obispo sobre trajes, bailes y comidas, y hasta corridas de toros que ella, después de presenciarlas, se propuso, «con toda su determinación», de no volver a verlas en toda su vida, aunque no pudiera prohibirlas, ya que esto no era para ella «a solas»33, lo cual reforzaba, en Flórez, la actitud ilustrada de suprimir las corridas de toros.

Las guerras de Italia, los triunfos del Gran Capitán, la muerte del príncipe don Juan y otras desgracias familiares que angustiaron a la reina fueron objeto de atención por el padre Flórez y por los demás historiadores del siglo de las luces, lo mismo que el testamento y muerte el 26 de noviembre de 1504, de aquella mujer que no vivió «para sí, sino para los reinos», por lo que -y así se expresa Flórez- «acrecentó en ellos el dolor de su falta, quedando como en noche, puesto el sol, y la luna eclipsada». La reina fue llevada a Granada, con el hábito de San Francisco. El padre Flórez proponía que se adornase el sepulcro de Isabel con «extraordinarios relieves»: ruecas, agujas y lanzas habrían de hermanarse en una reina «que de tal suerte manejó las unas, que no supo desairar las otras». Además, cruces, mitras y cetros habrían de ponerse por blasón en la mujer «que militaba en sus conquistas por la fe» en la que había empeñado su poder por «restablecer la disciplina de la Iglesia», en la que había sido enemiga irreconciliable de la superstición -tan combatida en el siglo de las luces- con un sencillo epitafio: ISABEL LA CATÓLICA. IPSA LAUDABITUR; por sí misma será ella alabada34.

*  *  *

Por su parte, Campomanes llegará a decir que si la instrucción de los hombres y de las mujeres fuese igual, se comprobaría que no eran distintas sus capacidades. Resultaba, pues, error del vulgo considerar que las mujeres eran menos inteligentes y tenían menores capacidades para todo que los hombres. Lo que sí resultaba necesario era instruir a las mujeres en sus casas, en las iglesias, en las escuelas35. Habrían de aprender a leer, a escribir, a dibujar y habilitarse para que pudieran dedicarse a cualquier oficio, habrían de suprimirse las discriminaciones impuestas por los hombres en contra de las mujeres para que permaneciesen ignorantes y sometidas36. Enseñar mediante el ejemplo fue método que se utilizó en el siglo de las luces, por el convencimiento de que observar resultaba más eficaz que difundir conocimiento mediante el criterio de autoridad. Según este principio de actuación práctica, a los historiadores ilustrados les interesó mostrar que las mujeres tenían las mismas capacidades que los hombres y que, en las tareas de gobierno, no había limitación alguna impuesta por el sexo. Esta es la causa de que pusieran como ejemplo a la reina Isabel de Castilla, a la que presentaron como mujer instruida, capaz de gobernar, de participar en las guerras, de ser, en suma, igual o superior a su marido el admirado rey don Fernando.

Así que, don Pedro Rodríguez Campomanes, en su Discurso sobre la educación popular de los artesanos, quiso actualizar los planteamientos de Feijoo, con una finalidad práctica: la de favorecer e impulsar a las mujeres para que se dedicasen a toda clase de trabajos, según les conviniese. En el párrafo 17, dedicado a «las ocupaciones mujeriles a beneficio de las artes» -como digo- sintetizó el pensamiento de Feijoo sobre las capacidades de las mujeres respecto a los hombres y puso ejemplos, resultado de la observación. También se ocupó de señalar como habría de conseguirse que las mujeres se instruyese, para igualarse con los hombres, de modo que cesase su sometimiento.


Esculturas y grabados

En la pintura y en la escultura, se quiso expresar el esfuerzo unificador en el gobierno de los territorios de ultramar. El padre Sarmiento escribió páginas sobre descripciones de cómo habrían de representarse los hechos del pasado y los personajes de relieve histórico en el Palacio Nuevo, en Madrid, edificio que se pensó en función de las posibilidades educadoras y de boato e imagen. Los esfuerzos unificadores para culminar la integración creciente de los territorios y habitantes de España, islas adyacentes y los ultramarinos no sólo se proyectaron en medidas legales a favor del libre comercio entre todos ellos, sino también en acciones político-administrativas.

El proceso unificador y racionalizador pareció culminar con la decisión regia de reunir los asuntos de España e Indias en cada una de las secretarías de Estado existentes. Así se decretó en julio de 1787.

La vinculación institucional de las Indias a la Corona de Castilla se hizo con los mismos procedimientos políticos utilizados en el valle del Guadalquivir después de las conquistas de Fernando III, en el reino Granada y en Canarias, al descubrir y poblar las islas. Los reinos de Indias no diferían, en su vinculación política a la Corona, de los peninsulares. Ni siquiera a finales del siglo XVIII llegó a arraigar el vocablo colonia para designar los territorios de ultramar, utilizado ocasionalmente por algún escritor político en el último cuarto de la centuria. Al incorporar los territorios y poblaciones de las Indias a la Corona de Castilla, no se hizo otra cosa que obedecer al mandato de la reina Isabel, expresado en el codicilo de su testamento, al encargar al rey su marido y a la princesa doña Juana su hija y heredera, que fuese su norte principal instruir a los indios y que evitasen, por todos los medios posibles, y no consintiesen, que los habitantes de las tierras descubiertas sufriesen «agravio alguno en sus personas y bienes», sino que fuesen justamente tratados.

La acción política estuvo dirigida, desde finales del siglo XV al XIX, a integrar las tierras y los habitantes de las Indias a la Corona. Siempre se veló por la eficacia de los virreyes y por la unificación de las acciones de la iglesia, respecto a las que ejercía en España. En la Instrucción reservada para la dirección de la Junta de Estado creada por decreto de ocho de julio de 1787, se recomendó cuidar de que para el gobierno de las Indias, tanto en lo espiritual como en lo temporal, se eligiese a los mejor capacitados para «promover y conservar la pureza de la religión, la mejoría de las costumbres, la administración recta y desinteresada de la justicia, y el buen trato, moderación y suavidad en la exacción de los tributos»37.

Las complejidades de los problemas que originaba el gobierno de las Indias y el deseo de unificar la administración de todos los territorios -los de la Península e islas y los de ultramar- quisieron resolverse mediante Resolución de 25 de abril de 1790. Se pensó entonces en lo conveniente de que todo lo relativo a Indias se examinase y despachase en las cinco secretarías de Estado de España. Se quería -y así lo manifestó Carlos IV en el preámbulo de la Real Resolución- que, al estar unidos todos los ramos de cada departamento del Despacho Universal de España e Indias en una sola secretaría, subsistiesen las cinco de Estado, Gracia, Justicia, Guerra, Marina y Hacienda. Con la medida, se esperaba que hubiese «una perfecta igualdad y reciprocidad en el gobierno y atención de los negocios de unos y otros dominios y de sus respectivos habitantes». Esta Real Resolución, cuya eficacia quedó limitada por las dificultades administrativas de aplicarla, es muestra de la actitud de la corona respecto al gobierno de las Indias. No se quería que hubiera diferencias entre unos y otros habitantes y territorios de la península y de ultramar, por considerarlos iguales en derechos y obligaciones, como súbditos todos ellos de Su Majestad, para ser definidos pocos años más tarde, como ciudadanos de la nación española.

La actitud integradora no sólo se dio a finales del siglo de las luces. Hubo continuidad en ella desde el momento mismo de la llegada de los castellanos al que, para ellos, acabó siendo un nuevo continente, en nuevo mundo. Son prueba de esto las palabras del codicilo de la reina Isabel, las denuncias de fray Bartolomé de las Casas cómo fueron atendidas en la corte y el gran número de disposiciones de las que son muestra las recogidas en la compilación denominada leyes de Indias. Esa actitud integradora también se quiso exaltar no sólo en el ámbito de las ideas políticas y de la legislación, sino en el de la plástica educadora: así, en la decoración externa del Palacio Nuevo -el Palacio Real de Madrid- fueron colocadas en las esquinas de la fachada que da a la plaza de la armería, que es la principal del edificio, las estatuas de Atahualpa, emperador Inca, y de Moctezuma, emperador azteca.

Al situar estas estatuas en lugar bien visible de la fachada principal del Palacio, se quiso significar que los personajes representados formaban parte de la Historia de España, por lo que se les vinculó a la Monarquía38. Igual actitud y análogo criterio responde el dibujo que se grabó para colocarlo plegado en la obra, de la que fueron autores Jorge Juan y Antonio de Ulloa, Relación histórica del viaje a la América Meridional de orden de S. M., publicada en Madrid en 1748. La estampa está al comienzo del capítulo dedicado al «Resumen histórico del origen y successión de los incas, y demás soberanos del Perú, con noticias de los sucessos más notables en el reinado de cada uno». En él se figura un árbol genealógico ideal de los emperadores del Perú, con sus retratos de busto en medallones con cartelas que los identifican, para representar al que, por entonces, fue el último de ellos, Fernando VI, soberano reinante en España y en las Indias, al que se le da el número XXII como emperador del Perú, con el mismo criterio con el que se le atribuyó el numeral VI, por considerar a Fernando II de Aragón, V de España. Preside el conjunto el gran escudo o blasón compuesto por las armas de los reinos que formaban la monarquía hispánica.




Las pinturas murales

Son muy pocas las pinturas del siglo XVIII que tienen como asunto hechos del reinado de los Reyes Católicos. De ellas, cabe citar las que decoran dos bóvedas del actual Comedor de Gala del Palacio Real de Madrid. La de la bóveda central, de mayores dimensiones, fue pintada por Antonio González Velázquez y la del tercer tramo, por Francisco Bayeu39.

Antonio González Velázquez nació en 1723 y murió en 1793. Fue discípulo, en Roma, de Corrado Giaquinto con el que aprendió a pintar al fresco. González Velázquez fue nombrado Pintor de Cámara en 1757, director honorario de la Academia de San Fernando en 1765 y director en 1785. A su regreso de Roma, en 1753, pintó la cúpula de la Seo de Zaragoza y más tarde la del Monasterio de la Encarnación de Madrid. En el Palacio Real de Madrid, decoró al fresco la bóveda central del que es hoy Comedor de Gala, (la de la Saleta de Doña María Cristina de Habsburgo-Lorena), la de la sala de Papeles Pintados y la de la sala de Bordados40.

En la bóveda central del que es hoy Comedor de Gala de Palacio, pintó Antonio González Velázquez a Cristóbal Colón ofreciendo el Nuevo Mundo a Isabel y Fernando. Ambos aparecen sentados bajo un rico dosel y, al fondo, se ve un palacio de estilo neoclásico. Sobre los reyes, la figura femenina alada, es la alegoría de la Victoria, con una corona. A su lado, un amorcillo derrama sobre la escena todo un conjunto de símbolos, entre los que es de destacar el cuerno de la abundancia, que significa la prosperidad alcanzada en el reinado. Frente a los reyes, arrodillado, Colón sostiene en sus manos un globo que significa la bola del Mundo. La ofrece a los soberanos, que están rodeados de figuras. Entre ellas, destacan los soldados con lanzas y estandartes, y las riquezas del nuevo mundo. También están representados los indios habitantes de las tierras descubiertas. En el cielo, entre nubes, figura las alegorías de la Fe Católica rodeada de ángeles, adorando el Cáliz y la Hostia sagrada, y las regiones españolas, representadas por mujeres. Un grupo de ángeles enseña el evangelio abierto a los indios, como símbolo de la cristianización del Nuevo Mundo. En los ángulos, como medallones en bajorrelieves de claroscuro, están representados Chile, Méjico, Perú y Filipinas.

Cabe destacar también la gran pintura del tercer tramo de la bóveda del mismo Comedor de Gala, por Francisco Bayeu. Nacido en Zaragoza en 1734, fue discípulo de José Luján y de Antonio González Velázquez. Llegó a la Corte en 1762, llamado por Mengs. Fue elegido académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1765, pintor de Cámara en 1767 y director de la misma Academia en 1788.

En esta bóveda, Francisco Bayeu representó la rendición de Granada por los Reyes Católicos, pintura al fresco de la que se conserva un boceto en el Museo del Prado. La dirección de estas obras se había encomendado a Mengs, quién encargó a Bayeu la decoración pictórica de la tercera bóveda. El 16 de abril de 1763, el marqués de Esquilache comunicó a Mengs que don Francisco Bayeu habría de pintar la tercera antecámara de la reina madre. La pintura muestra, en el centro, al rey Fernando, recibiendo las llaves de la ciudad de Granada y, a su derecha, a la reina Isabel, con el rey Boabdil que se inclina ante ella, tomando su manto en actitud de besarlo. En la zona de la izquierda de la cúpula, aparece representado un esclavo negro, con un caballo en escorzo, que representa al que utilizó el rey Boabdil para abandonar la ciudad, de la que se ven las murallas al fondo. En primer plano, aparece un soldado que recoge el botín conseguido en la rendición. Sobre la escena, en el plano celestial, a la izquierda, aparece un grupo de angelotes, con ramas de olivo, palmas y espigas, que simbolizan la paz, la victoria y la abundancia. En el centro, sobre el rey Fernando, se ve una figura femenina, alegoría de la Victoria, con corona de laurel y palma. A la derecha, en la parte más alta, aparece otro grupo de angelotes. Portan las armas reales. Uno de ellos lleva en la mano el nuevo cuartel heráldico, tras la conquista de la ciudad, representada con una granada41.







La mirada integradora hacia el pasado condujo a la unión que formó el gran conjunto hispano-indiano, en el que, salvo algunas dificultades episódicas, constituyó un ejemplo de crecimiento económico y civilizador de amplitud inigualada, hasta entonces en la historia humana. El crecimiento económico del conjunto hispano-indiano, con los inevitables desequilibrios territoriales según las épocas, se manifestó en el número de ciudades fundadas en las Indias y sus esplendores, mantenidos hasta la independencia de los virreinatos de la América continental. La integración hacia el futuro se preparó en el siglo de las luces, para culminar en el Cádiz de las Cortes y expresarse en la Constitución de 1812: en el artículo primero de la Carta Magna, en cuya formación participaron diputados de ultramar, se definió la nación española como el conjunto de todos los habitantes de ambos hemisferios, de la Península y de América. También se delimitó el ámbito de las Españas, al incluir en él los territorios de la Península e islas adyacentes, los de África, los de toda la América española, las islas Filipinas y las que dependían de su gobierno. Éste fue el epílogo glorioso de las acciones que comenzaron en las montañas de Asturias en los primeros decenios del siglo VII. Enseguida se formuló la idea de la pérdida de España y de su recuperación, completada después de casi ocho siglos, con la toma de Granada a comienzos de enero de 1492. En el mismo año, al emprender Colón y sus acompañantes el viaje que habría de conducir a la llegada a las islas y tierras del continente que luego habría de recibir el nombre de América, comenzó el proceso integrador que habría de culminar con la participación de procuradores americanos en las Cortes de Cádiz y con la constitución que definió como españoles a los habitantes del inmenso conjunto hispano-indiano.



 
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