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La relación texto-fotografía en «Viento del pueblo» de Miguel Hernández

Rafael Alarcón Sierra

Viento del pueblo. Poesía en la guerra (1937)1 es un poemario de Miguel Hernández que une texto e imagen: el libro consta de veinticinco composiciones y dieciocho fotografías de diversos autores, aspecto insólito en el panorama editorial del momento, al que no se ha prestado la atención que merece, y al que voy a dedicar este artículo.

La materialidad plástica y figurativa de la poesía hernandiana

Podemos considerar que este aspecto visual del libro, de alguna manera, duplica la materialidad de la poesía hernandiana, a la vez que viene a sustituir y a recordar, una vez impreso, los componentes épicos y colectivos de su recitación oral. Me detendré, en primer lugar, en estos aspectos. Ya Ramón Gaya, en su reseña de Viento del pueblo en Hora de España (1938, 48), habla del «delirio materializador» del poeta. Juan Cano Ballesta (1971, 174), al analizar la imagen poética hernandiana, destaca la figuración corpórea y visionaria en su poesía de guerra, donde los «conceptos abstractos se hacen materiales, corpóreos y palpables». Marie Chevallier (1977, 301), por su parte, habla de las «metáforas de la dislocación corpórea», de «interpenetración de la tierra y de lo humano». Claude Le Bigot (1997, 65) señala en esta poesía una «retórica del cuerpo», sostenida por el paradigma «latido, pulso, fiebre, corazón, vena, sangre», y Serge Salaün (1993a, 437-438, y 1993b, 109-110) destaca «la vigencia de lo concreto, de lo material» del «léxico corporal» en Viento del pueblo (donde «mano» es el término más habitual tras «sangre», y por delante de «corazón», «hueso», «alma», «boca», «frente», «ojos», «cuerpo» y «voz»). Se trata de «un área semántica abierta, a la vez anatómica y simbólica o metafórica», de forma que «la relación entre lo concreto y lo abstracto es de tipo dialéctico», tanto por la polisemia de los términos empleados como por la «técnica combinatoria» y el «vigor asociativo» de Hernández. Finalmente, Mario Martín Gijón (2012, 263-276), partiendo de la dimensión de «presencia» analizada por Gumbrecht (200-4, 9-11) frente a las «culturas del significado», ha relacionado esta poesía con una «'cultura de la presencia' definida por la centralidad del cuerpo, la integración del hombre en la naturaleza y una definición profética del oficio de poeta».

No debemos olvidar cómo sustenta Miguel Hernández esta unión verbal de lo concreto y abstracto que, en realidad, vertebra toda su poesía, desde sus inicios, llena de una sensorialidad y una sensualidad de la materia y los objetos del campo, que unos atribuyen a su ser y temperamento levantino, pero que podemos achacar más bien a su aprendizaje dentro de la modernidad lírica, que recoge y contextualiza el resto de acarreos que presenta su obra. Entre estos, no es nada desdeñable su lectura de los poetas místicos, puesto que tanto san Juan de la Cruz como santa Teresa de Jesús son verdaderos maestros en hacer bien visible la «realidad invisible» (que diría Juan Ramón Jiménez) de su certeza espiritual mediante un lenguaje repleto de audaces imágenes sensoriales, traduciendo los procesos místicos más elevados a una fisicidad concreta y aun baja. No estará de más recordar imágenes, como, por ejemplo, en el tratado de la Noche oscura sanjuanista, «el jabón y fuerte lejía de la purgación de esta noche» (II, 2, 1), la purificación del alma en el fuego «como el oro en el crisol» (II, 6, 6), o la comparación de la purgación del alma por la luz divina con la que realiza el fuego en el madero (II, 10, 1), imagen central y punto básico de toda la exposición de la Noche (Juan de la Cruz, 1991, I). San Juan habla de «la madera del alma» (II, 12, 5), construcción análoga a expresiones hernandianas como «la herramienta del alma», en «Las manos» o, más rudamente, «los cojones del alma», en «Los cobardes». En el caso de Santa Teresa, solo traeré a la memoria la famosa analogía de las moradas del alma con el corazón del palmito (Moradas primeras, II) y la no menos famosa comparación con el gusano de seda (Moradas quintas, II); «me sembraban la sangre de gusanos de seda hilando suavemente», dice Retama, por cierto, en el acto tercero, escena segunda, de Los hijos de la piedra (Hernández 2010, II, 1199).

Bien es cierto que este «delirio materializador» de Hernández no se entiende sin la eclosión de la modernidad lírica del siglo XX, como decía antes, en la cual, tanto la vida como la literatura se llenan de cosas. A las cosas mismas, proclama la fenomenología (Zirión, 203), que Ramón Gómez de la Serna (1934), otra lectura básica hernandiana, traduce por nuestra salvación a través de las cosas. Desde el punto de vista soviético, Sergei Tretiakov escribe La biografía de la cosa (1929), donde critica el fetichismo de la mercancía y demuestra que «la cosa» es una condensación de procesos laborales socializados que tiene lugar a lo largo del tiempo. Aún falta otro paso para llegar a la poesía del oriolano, que no es otro que el surrealismo y Pablo Neruda, con su revalorización visionaria de la dimensión física tanto del ser humano como de la materia verbal. La fuerza imaginística de la materialidad elemental que impregna el mundo caótico, fragmentario y angustiado de Residencia en la tierra es fundamental para la maduración de la nueva poesía hernandiana, como es sabido (Hoyo, 1952; Cano Ballesta, 1971; Cervera, 1993, entre otros). Es el surrealismo el que propone una nueva «estética de la presencia», la condición inmediatista de una «puesta en presencia» donde la imagen quiere ser la cosa misma, hacerse cuerpo u objeto material para actuar contra el orden de lo real, revelando su falsedad y descubriendo la evidencia del mundo (Puelles, 2002). El propio surrealismo se pone al servicio de la revolución, y, por tanto, no es paradójico que esté presente en la lírica que Miguel Hernández escribe durante la guerra civil (donde su poesía se carga de compromiso social sin abandonar las imágenes irracionales ni los ritmos salmódicos), que va a ser considerada como una eficaz arma de combate.

Es la guerra civil la que tensa esta energía de la poesía hernandiana y la lleva a su extremo, alcanzando altas cotas de eficacia tanto en lo ético como en lo estético, tanto en lo literario como en lo ideológico, anudados de una forma única en sus mejores poemas. Su lírico «delirio materializador» se tiñe de materialismo histórico y militante, podríamos decir, como una extensión natural de su cosmovisión poética y humana. Miguel Hernández «fue el mejor y más auténtico poeta de la guerra», como dejó escrito Rafael Alberti (2009, 35-4), y lo fue en este sentido de «poesía total», parafraseando a Serge Salaün (1993b), a través de su fe y su pasión en la palabra como transformadora de la lírica y del mundo, según manifiestan los optimistas cantos que componen Viento del pueblo.

La energía de esta poesía se relaciona también con el hecho evidente de que se trata de una lírica épica, de guerra y de combate, de agitación y propaganda, que tiene como finalidad animar, enardecer, reforzar y convencer a su público (ese pueblo en armas al que, al modo de un profeta romántico, se dirige) de que su lucha es justa y su victoria, inevitable. Por eso mismo, sus componentes orales son muy importantes, y acrecientan sus valores físicos y materiales, así como su efecto galvanizador y catárquico, aunque su difusión es múltiple y no solo oral (recitada en distintos espacios públicos, desde un teatro o una plaza de toros hasta el frente; leída por megáfonos y altavoces en las trincheras; retransmitida por radio; musicada y cantada; escrita en periódicos murales; impresa en tarjetas postales u hojas volanderas; arrojada desde aviones; publicada en una revista, ya sea del frente o de la retaguardia y, finalmente, recopilada en libro, ya sea colectivo o individual, como es el caso de Viento de pueblo). Todos estos canales y cauces de difusión son complementarios e igualmente importantes, y, en cada uno de ellos, ni el poema ni el receptor son enteramente los mismos. Tan erróneo e incompleto es obviar el componente oral como despreciar el poemario que recolecta estas composiciones, y lo digo porque parte de la crítica hernandiana ha oscilado entre un extremo y otro.

El hecho de que los poemas bélicos de Miguel Hernández, como casi toda la lírica de la guerra civil, hayan sido escritos pensando en su recitado público, determina su conformación sintáctica, fónica, rítmica y estructural, el uso de repeticiones y anáforas, paralelismos y quiasmos, correlaciones, bimembraciones o trimembraciones, así como el empleo de otros elementos propios de una retórica oratoria, épica, propagandística y didáctica: la arenga, el apóstrofe y la exhortación, el presente acrónico, el imperativo y el vocativo, la retórica triunfalista, la afirmación rotunda y enfática, la dialéctica de la pregunta y la respuesta, la isotopía maniquea, las metáforas enfrentadas en series paralelas, la animalización y desvalorización del enemigo, la llamada al combate y la promesa de victoria (vid. al respecto Salaün 1985, 111-155, y Chevallier, 1977, 311-345). En definitiva, la identificación y comunión, física, laboral, bélica, ideológica, emocional y hasta mítica (a través de la mística de la tierra, de la sangre, del esfuerzo y del trabajo), con su oyente. De este modo, cada composición parece convertirse en una poesía performativa, que no solo expresa, sino que realiza lo enunciado de una manera mágica y ritual, como si de un nuevo texto sagrado se tratara.

Ello no supone necesariamente una simplificación estética; se trata de una escritura enérgica y potente, que se muestra como cauce perfecto para vehicular tanto la voz y la dicción hernandiana como su lirismo visionario. La recitación del poema actualiza y reduplica su potencia verbal, física y sensorial mediante una «puesta en escena» que incluye rasgos suprasegmentales o prosódicos como la entonación, las variaciones articulatorias, el ritmo o la duración, y otros interpretativos como la gesticulación, la escenificación, la dramatización o teatralización de la lectura. Antes me refería a una «retórica de la presencia», que es bien aplicable a lo que estoy describiendo ahora, y también el término de «poética-acción», que ha empleado Serge Salaün (2010) para referirse a esta lírica de la voz, la dicción y el gesto.

Tomás Navarro Tomás (Hernández, 1992b, I, 609) describe en el prólogo a Viento del pueblo el momento en que Miguel Hernández convierte su verbo en carne, y de forma análoga lo recuerdan Pedro Mateo Merino (Gómez y Patiño 1999, 464-473) y Vicente Aleixandre en Los encuentros (1958, 199-200). Podemos fácilmente imaginar el efecto de galvanización en su auditorio. Sobre el poder y la eficacia incluso militar de estas lecturas, Enrique Líster (1977, 127-128) dejó un preciso testimonio en sus memorias: «He podido comprobar muchas veces que una poesía capaz de llegar al corazón de los soldados valía más que diez largos discursos».

Retórica de la presencia y componente visual en Viento del pueblo

En esta retórica de la presencia, el componente visual del libro impreso juega un importante papel. El paso del poema de la publicación periodística, o de su recitación pública, a su recopilación en volumen, supone un cambio de contexto, de lectura y de recepción del mismo, aparte de haber superado el filtro de la actualidad inmediata para pasar a formar parte de un producto cultural con vocación de permanecer. Como ha escrito Serge Salaün (1985, 89), «la prensa difunde la creación al día», mientras que «el libro aporta la distancia y la sanción del tiempo», «fija, instaura lo definitivo»; por tanto, «la prensa sería el gesto espontáneo y el libro el monumento duradero». No son demasiados los poemarios que se publican en la España republicana entre el 18 de julio de 1936 y el 28 de marzo de 1939: Salaün (1985, 81-89) localizó unos setenta y cinco títulos de obras poéticas editadas en España y en castellano, de las cuales, más de la mitad no pasaban de ser folletos (entre cinco y cuarenta y ocho páginas) y más de un tercio eran antologías colectivas. Entre las cerca de cincuenta obras poéticas individuales publicadas durante la guerra en el bando republicano se encuentra Viento del pueblo. Que su contenido fueran composiciones aparecidas previamente en la prensa periódica era lo habitual.

Con estos datos, el hecho de que Miguel Hernández publicara su libro es todo un privilegio. Pero mayor aún lo es que se publicara con sus características formales: tiene un papel de calidad, un tamaño de 17 x 23,5 centímetros, va acompañado por dieciocho fotografías (un retrato inicial de Hernández más diecisiete imágenes que acompañan a sendos poemas, con una distribución uniforme a lo largo del libro2), y tiene 158 páginas con gran desahogo tipográfico: una hoja para el título del poema y, tras ella, la composición (en un buen tamaño de letra, con espaciados interestróficos y con amplios márgenes), a la que precede o sigue una fotografía: el título, por tanto, engloba tanto al poema como a la imagen. La disposición de la fotografía también es importante, porque no se publica al margen de la escritura, como es habitual: en ocho ocasiones, la imagen se publica en el vuelto del folio que reproduce el título del poema, cara a cara con el texto, y en otras nueve, la foto aparece en la misma página del poema: en seis casos, antes de iniciarse la composición, y en otras tres, justo al final de esta. De este modo, la imbricación de texto e imagen es mayor, y recuerda a la que se produce en la prensa periódica. Además, las fotos varían de formato, tamaño y disposición; unas son cuadradas o acarteladas, y otras rectangulares y apaisadas, llenando así una franja del ancho de la página (en un caso, el retrato en plano medio de Dolores Ibárruri, la «Pasionaria», la foto aparece recortada, siguiendo su silueta); pueden ocupar desde la página entera (caso del retrato inicial de Hernández, o de la foto que muestra los pies de los labradores junto al poema «Campesino de España») a tan solo un tercio de la misma; pueden aparecer centradas en el texto o alineadas a la derecha o a la izquierda de la página; incluso, en un caso (la fotografía de un edificio bombardeado que acompaña al poema «Recoged esta voz»), aparece volcada sobre su ángulo inferior izquierdo, a manera de rombo, acentuando así el dramatismo de lo representado y cantado.

En casi todas las fotografías aparecen personas, un sujeto colectivo y anónimo (salvo en el caso de la «Pasionaria») a la vez que heroico, resaltando así el componente humano, popular y humanista del poemario: en ocho de ellas aparecen campesinos desarrollando distintas labores agrícolas (en la primera, los campesinos sostienen en alto las hoces, símbolo comunista y revolucionario; en dos de ellas, quizá las mejores, muestran un sorprendente primer plano, en ángulo picado, de las extremidades en reposo: manos en «Las manos» y pies en «Campesino de España»). En cuatro de ellas encontramos milicianos (en dos, desfilando y en otras dos, en las trincheras, en actitud vigilante y con una ametralladora -significativamente, la última foto del poemario-); en una, una mujer y dos niños, como representantes de la población civil que sufre la guerra, y en otra, la «Pasionaria», «mujer, España, madre en infinito» (Hernández 2010, 517), defensora de todos ellos, emblema, líder y mito político de la resistencia republicana. También me parece importante señalar que (coincidiendo con su relevante papel en las composiciones del libro), en cinco fotografías aparecen mujeres (el trabajo, la producción, el combate y la defensa es tarea de todos, y la República hizo un esfuerzo importante para que la mujer participara en ellos): además de las dos últimas que acabo de citar, en otras dos aparecen campesinas y en otra, una soldado observando a los milicianos que desfilan. Solo hay tres fotos sin personas: el edificio bombardeado antes citado y dos representaciones alegóricas: el collage o fotomontaje que acompaña la «Elegía segunda» a Pablo de la Torriente, donde la estrella comunista de cinco puntas, rodeada de un círculo, aparece en blanco, sobreimpresionada sobre una fotografía de unas hojas de laurel, símbolo del héroe y de la victoria, y los caballos galopando (símbolo de la fuerza y el empuje del «pueblo en armas») que anteceden a «Juramento de la alegría». Las imágenes se afilian a la estética del fotoperiodismo documental que practican los medios de izquierdas en toda Europa y la República durante la guerra civil, glorificadora del pueblo a través de una mirada que combina lo antropológico, lo social y lo ideológico (la visión casi etnográfica del trabajo colectivo del campo junto a la formación disciplinada del «pueblo en armas», protagonista y sujeto de su propia historia y de su propia defensa).

Salvo la foto de la mujer con los niños y el edificio bombardeado, que aluden a un ámbito civil y urbano, todas las demás muestran, como vemos, el campo y el frente de batalla, lo que se adecúa a las composiciones (la unión telúrica de pueblo y tierra, también anunciada por las espigas de la cubierta, dibujadas sobre el título3), a la realidad hernandiana y social (la española era una sociedad mayoritariamente agraria), al esfuerzo propagandístico republicano (a través de su política, reflejada mayoritariamente en la prensa y el cartelismo) y al lector al que principalmente se dirige el poemario. Solo en la primera foto citada, la de las víctimas más indefensas de la guerra (que además inicia el volumen), la mujer y los dos niños retratados miran a la cámara, como interpelando al lector y espectador de libro, solicitando su ayuda. En las demás no sucede esto, lo que está en línea con la extendida idea de que, en la fotografía proletaria, los actores de las imágenes no se tenían que percatar de que los estaban fotografiando o, al menos, no tenían que entrar en contacto visual con la cámara, para que su situación vital no se viera influenciada por el hecho de ser fotografiada (Hesse 2011, 66). Como apunta Bourdieu (1988, 30), «Todo ocurre como si la estética popular estuviera fundada en la afirmación de la continuidad del arte y de la vida». Por la misma razón, no sorprende que en el libro solo encontremos un fotomontaje, cuya eficiencia para la propaganda de masas era vista con reservas por parte de la cultura obrera4.

Tanto fotografía como poema son fenómenos culturales estilizados e interrelacionados, que producen en su receptor primario el goce del reconocimiento a la vez que una redención empática de su realidad física, laboral y bélica. De este modo, se ofrece una imagen supuestamente auténtica y fiel, a la vez que propagandística, del pueblo que trabaja, que se defiende y que disfruta del libro como protagonista y destinatario principal del mismo (un volumen que es a la vez documento, por su propósito político, ideológico, movilizador, y monumento, por su propósito artístico, estético, poético), coincidiendo así con los postulados del arte de izquierdas. De este modo, Viento del pueblo va más allá de ser un libro; es un organismo social importante que participa en los procesos de comunicación y propaganda de la España republicana durante la guerra civil, contexto en el que se inserta (y por ello su valor es anunciado, junto a una imagen del poeta, en la revista El Mono Azul el 19 de junio de 1937, de esta manera: «La edición, que constará de muchos ejemplares, irá ilustrada con fotografías, será esparcida por las trincheras y arrojada como propaganda en el campo enemigo»5).

«Toda fotografía es un certificado de presencia», escribe Roland Barthes (1990, 151y 155), donde «el poder de autentificación prima sobre el poder de representación», al contrario que en la escritura. Su «fuerza de evidencia», de una «evidencia extrema» (Barthes 1990, 181 y 193)6, contribuye a reforzar el mensaje que los poemas hernandianos transmiten.

La unión de texto escrito y texto visual conforma lo que se ha llamado una «imagen texto» (Mitchell, 2000, 231), un «icono texto» (Burke 2001, 51) o un «tercer texto» (Mit 2008)7, un sistema de recreación dual que, en este caso, se concreta en un «foto libro» (AA. VV. 2004, Parr 2004-2014, Fernández 2014), aunque es cierto que desde la cubierta del volumen se reconoce la autoría del poeta y no la de los fotógrafos, cuyas obras, por tanto, al menos en la intención del editor, aparecen subordinadas al texto, como un suplemento (Lo que, por otra parte, no es extraño: tanto para Walter Benjamín como para Bertolt Brecht o John Heartfield, «la imagen fotográfica debía estar siempre subordinada -o encerrada en- una clave textual»: Gough 2011, 76). No hay duda de que es cada poema el que indica cómo debe ser interpretada cada imagen8. Esta, por ende, tiene un efecto mnemotécnico sobre el lector u oyente del poema, y es de una utilidad inmediata en una población que en gran parte no sabe leer; adaptando el dictum gregoriano9, podemos decir que las fotografías son las letras de los analfabetos (Moholy-Nagy, 1928, había escrito que «El analfabeto del futuro no será el inexperto en la escritura sino el desconocedor de la fotografía»: Benjamín 2005, 12 y 52-5310). Conforman, junto a la lectura en voz alta de los poemas, el verdadero libro, visual y auditivo, para ellos (volviendo a fórmulas medievales de renovada significación agit-prop: «lo que los simples no pueden captar a través de la escritura debe serles enseñado a través de las figuras»11).

La unión de fotografía y poema era muy habitual en la prensa periódica, pero no en la edición de libros poéticos. Más frecuente es encontrar, durante la guerra, poemarios colectivos (como el Romancero General de la Guerra de España, Madrid -Valencia, Ediciones Españolas, 1937, editado por Antonio Rodríguez Moñino y Emilio Prados) e individuales editados con dibujos: por ejemplo, Miguel Prieto ilustra Llanto en la sangre (Romances 1933-1936), de Emilio Prados (Valencia, Ediciones Españolas, s.f. (1937)); José Machado, La guerra (1936-1937), de su hermano Antonio (Madrid, Espasa-Calpe, 1937); viñetas de Ramón Gaya acompañan El hombre y el trabajo, de Arturo Serrano Plaja (Barcelona, Ediciones Hora de España, 1938); y las de Luis Coronas, los Romances de la guerra, de César M. Arconada (Santander, Unidad, 1937); ilustraciones de dos dibujantes (lo que es poco habitual), Ignacio Díaz y José Bartolí, completan Zafarrancho de España, de Alfonso M. Carrasco (Barcelona, Secretaría de Agitación y Propaganda del PSU de C., 1937); y láminas a color (hecho tampoco habitual) de Manuel Ángeles Ortiz se insertan en Guerra viva. Romances, de José Herrera Petere (S. I., Valencia, Ediciones Españolas, 1938).

Un poco de historia: la relación entre texto e imagen, de la prensa al libro

Hagamos un poco de historia. En el siglo XIX, la incorporación del grabado, xilográfico y litográfico, a la prensa periódica (en España, desde El Artista y el Semanario Pintoresco Español, en la década de los treinta, a las posteriores Ilustraciones), y la consecuente interacción entre texto e imagen, modificó las formas de escritura y lectura, de recepción y consumo. En cuanto a la fotografía, en 1839 llegan a España las noticias del invento de Niépce y Daguerre (Pedro Antonio de Alarcón le dedica el poema titulado «A Daguerre» en 1869). De 1844 es el primer libro que combina texto y fotografía, The Pencil of Nature, de William Fox Talbot, que contiene 24 calotipos pegados a mano sobre el papel. El camino hacia la fotografía impresa se inicia en estos años, y pasará por el ensayo de distintas técnicas fotomecánicas; en síntesis: primeros procesos, fotolitografía, copia al carbón, woodburytipo y, desde finales de los años sesenta, fototipia, fototipografía y huecograbado, que suponen la generalización de la ilustración fotográfica impresa en libro (Fontanella 1981; Sougez 1989, 60-85; López Mondéjar 1997). Hasta que no se consiguió la reproducción directa de una fotografía en un medio impreso, era frecuente encontrar en los libros ilustraciones «de daguerrotipo», es decir, litografías o grabados que copiaban más o menos fielmente el modelo fotográfico. Así, entre las primeras, en Panorama óptico artístico de las Islas Baleares, de Antonio Furió (Palma de Mallorca, 1840), o España: obra pintoresca en láminas, ya sacadas con el daguerrotipo, ya dibujadas del natural, grabadas en acero y en boj (Barcelona, 1842) que incluye grabados a partir de daguerrotipos realizados por Ramón Alabern, autor de las primeras fotografías tomadas en nuestro país. La primera muestra de reproducción fotomecánica en una edición la encontramos en las Excursions daguerriennes editadas por Lebours en París (1841-1842: tres láminas conseguidas por el procedimiento de Hippolite Fizeau). El primer libro de arte ilustrado con fotografías (si bien estas reproducen grabados que a su vez son reproducciones de pinturas) es el cuarto volumen de Annals of the Artist of Spain, de William Stirling (Londres, 1848: 66 calotipos originales realizados por Nicolaos Henneman) (Sougez 1989, 60-85).

En cuanto a la prensa periódica, el 4 de marzo de 1880 se publica la primera fotografía directa con semitonos, sin intervención del dibujo, en el New York Daily Graphic. El 17 de noviembre de 1881 La Ilustración, dirigida por Luis Tasso, publica una fotografía de la catedral de Palma reproducida tipográficamente. Poco después, en 1882, el procedimiento de fotograbado químico patentado por Georg Meisenbach será decisivo para facilitar la impresión conjunta de texto e imagen. El primer uso en España de este sistema fototipográfico de tramas se produce el 8 de noviembre de 1883, fecha en que La Ilustración Española y Americana reproduce el cuadro de Salvador Clemente titulado Volverán las oscuras golondrinas, con la firma Meisenbach al pie. El semanario Blanco y Negro comienza a publicar fotografías en 1892 y el ABC (todavía semanal), en 1903, aunque no de forma regular. La prensa diaria no aplicó las nuevas técnicas hasta 1897, año en que el New York Tribune inicia sistemáticamente el uso de la ilustración fotográfica (Rodríguez Merchán 2001, 270 y ss.) Hubo que esperar otros siete años a que el diario El Gráfico, fundado en junio de 1904, publicara fotografías en sus páginas (coincidiendo con el británico Daily Mirror), seguido, al año siguiente, por el ABC (Rodríguez Merchán 2001, 279). Las revistas de ilustración fotográfica se multiplicarán con fuerza por toda Europa en las primeras décadas del siglo XX.

Se suele considerar que el primer libro de ficción publicado con fotografías es Bruges-la-morte, de Georges Rodenbach (París, Flammarion, 1892), novela lírica y simbolista cuya primera edición contiene treinta y cinco imágenes de la ciudad12. En España, uno de los primeros es Por los Pirineos. Impresiones de un viaje (Barcelona, 1903), con fotografías de Pedro Casas Abarca y texto de José Puigdollers. También es destacable la edición de La ruta de don Quijote de Azorín que se publica en 1912 con treinta y tres fotos de Manuel Asenjo. En cuanto a poemarios acompañados por varias imágenes (y no únicamente por un retrato del autor), contamos con el pionero ¡Quién supiera escribir!, la famosa dolora de Campoamor, ilustrada fotográficamente por Antonio Cánovas mediante reproducciones en heliograbado (París, 1905)13. Tras él, uno de los primeros en España es Apolo. Teatro pictórico (Madrid, V. Prieto y Compañía, Editores, 1911) de Manuel Machado, colección de veinticinco sonetos que describen, en un proceso de écfrasis, diversas pinturas; en el libro, varias de ellas son reproducidas mediante láminas en blanco y negro. Otro caso es el poemario de Francisco Villaespesa Andalucía. Con cinco ilustraciones de Julio Romero de Torres (Madrid, Casa Vidal, 1911). Bien es cierto que se trata de fotografías de obras artísticas existentes antes del libro, y no son comparables a los ejemplos posteriores.

En la vanguardia, la correlación entre texto e imagen pronto se convierte en metáfora y en realidad: Antón Giulio Bragaglia publica su tratado de Fotodinamismo futurista en 1911; Alvin Langdon Coburn idea en 1917 la vortografía, vinculada al vorticismo de Wydham Lewis y Ezra Pound; Philippe Soupault da a conocer en la revista SIC cinco poemas titulados «Photographies animées» (1918); Blaise Cendrars edita en 1924 un poemario titulado Kodak (Documentaire), donde las composiciones, muchas de ellas collages, son concebidas como «fotografías verbales» (curiosamente, tres años antes, Gregorio Martínez Sierra había titulado un libro de viajes Kodak romántico). También aparecen varios libros que combinan poemas y fotografías: Bonjour cinéma, de Jean Epstein (1921), que incluye reflexiones sobre el cine, Nadjia, de André Bretón (1928), que contiene fotos de Jacques-André Boiffard y Raoul Ubac, entre otros; Le tombeau des secrets, de René Char (1930), que se publica con retratos de su familia, o Facile, de Paúl Eluard (1935), que combina sus poemas con fotografías de Man Ray (Virmaux 1968, Ortel 2002, Wall-Romana 2013). En Estados Unidos, Hart Crane introduce fotografías de Walker Evans en su poemario The Bridge (1930), sobre el puente de Brooklyn. En España, Federico García Lorca había proyectado en los años treinta la publicación de Poeta en Nueva York precisamente junto a dieciocho fotografías, pero el libro, como sabemos, se publicó tras su muerte, en 1940, y sin imágenes (Millón 1994, 54-59). La Agrupación de Amigos del Libro de Arte, encabezada por Eugenio d'Ors, sí publica en 1930 una edición de Las poesías del duque de Rivas con cuatro collages fotográficos de Adelia de Acevedo que siguen de cerca a Max Ernst.

Durante la guerra civil, quizá sea Viento del pueblo el único poemario editado en la España republicana con estas características, puesto que el espectacular folleto Madrid (Baluarte de nuestra guerra de independencia. 7.XI.1936-7.XI.1937) (s. l., Servicio Español de Información, s. f. (1937)), seguramente maquetado por Mauricio Amster, que muestra cerca de cincuenta fotografías en ocho hojas, iba acompañado por textos de Antonio Machado, pero todos en prosa, salvo, en su inicio, los cuatro endecasílabos del famoso serventesio: «¡Madrid! ¡Madrid! ¡Qué bien tu nombre suena, / rompeolas de todas las Españas! / La tierra se desgarra, el cielo truena, / tú sonríes con plomo en las entrañas». En Santiago de Chile sí apareció el mismo año España en el corazón. Himno a las glorias del pueblo en la guerra (1936-1937), de Pablo Neruda, acompañado de dieciséis láminas con fotografías y fotomontajes del chileno Pedro Olmos (varias se reproducen en Neira 2015, 144-148). Bien es cierto que el poemario de Hernández podemos insertarlo fácilmente en la serie de fotolibros republicanos publicados durante la guerra, como España 19 de julio 1936 (Barcelona, Oficinas de Propaganda CNT FAI, 1936), Madrid (Barcelona, Comissariat de Propaganda de la Generalitat de Catalunya, 1937), El crimen del camino Málaga-Almería, de Norman Bethune (Valencia, Iberia, 1937), La lucha del pueblo español por su libertad y Work and War in Spain, ambos editados por Antonio Ramos Oliveira (Londres, Spanish Embassy, 1937 y 1938), o Valor y miedo, de Arturo Barea (Barcelona, Publicaciones Antifascistas de Cataluña, 1938), e incluso considerarlo complemento superior de la Castilla escolar antifascista (Valencia, Ministerio de Instrucción Pública, 1937). (Vid. Fernández 2014).

Las fotografías de Viento del pueblo: sus autores y Tina Modotti

No sabemos si Miguel Hernández intervino en la selección del material fotográfico (sí corrigió pruebas de sus poemas: el 21 de abril de 1937, le dice en carta a Josefina: «Mi libro ya está puesto en marcha. Después de escribirte, voy a ponerme a corregir pruebas de él, que me han mandado ya de la imprenta»: Hernández 2010, II, 1655); lo más probable es que esta tarea la llevara a cabo Tina Modotti, conocida como «camarada María Ruiz», responsable de la edición del libro en el Socorro Rojo, fotógrafo italiana y compañera de Vittorio Vidali, el comandante Carlos. Bien es cierto que Miguel Hernández siempre se había interesado por la relación entre texto e imagen. En un poema de 1931, «Carta completamente abierta a todos los oriolanos», muestra su propósito de hacer «Un bello libro que vaya / ilustrado por Penagos, / por Bartolozzi o Pedraza» (Hernández, 2010, I, 145). Se conservan cuatro dibujos del oriolano (una sandía, unas granadas, un gallo y una serpiente), amén de numerosos bosquejos de otros en sus manuscritos, que estaban destinados a ilustrar sendas composiciones de Perito en lunas, propósito que finalmente no se llevó a cabo (Martínez Sainz y Vera Abadía 2003). Del mismo modo, es conocido que Hernández, en sus recitales, se ayudaba de una pizarra y de la tiza para explicar estos poemas, así como de unos cartelones con dibujos de su amigo Francisco Díe (por ejemplo, para su «Elegía media del toro»). Posteriormente, Hernández le propuso a Benjamín Palencia, en una carta fechada en diciembre de 1935, que ilustrara El silbo vulnerado y, el mismo año, Maruja Mallo -una viñeta suya acompaña al poema hernandiano «Al que se va» en la revista Silbo, 1 (mayo de 1936), 2- había concebido la idea de realizar la escenografía de Los hijos de la piedra, aunque ninguno de estos proyectos se cumplirá. Recordemos además los cuentos para su hijo Manolillo que el poeta escribió en la cárcel, y que fueron acompañados por dibujos de su compañero Eusebio Oca (vid. Estévez, 2010).

Las fotografías aparecen de forma anónima, lo que era habitual en las publicaciones editadas durante la guerra. No obstante, he localizado a varios de sus autores (aparte de alguna otra posible atribución). Por un lado, el retrato de Miguel Hernández que encabeza el libro es obra del brigadista alemán Hermann Radunz (1870-1954), que era empleado de la librería extranjera que había en la calle Caballero de Gracia de Madrid, y captó la imagen a corta distancia (por lo cual aparece un poco deformada), con una cámara Rolleiflex. Lo sabemos porque Manuel Llácer, que dirigía la revista Comisario, se lo comentó a Arturo del Hoyo (2003 y 2004), quien lo hizo público (Hernández 1992a, I, 57). Se trata de un retrato, en primer plano, de tres cuartos de perfil. Al contrario que en muchas de las fotos que se conservan de Miguel Hernández, el poeta no sonríe, está serio, y su mirada no está dirigida al espectador, sino que se focaliza a la derecha, fuera de la imagen, sugiriendo un estado de ánimo lleno de dignidad y determinación, que se adecúa plenamente a lo que el libro va a comunicar.

También sabemos que la foto que acompaña al poema «Las manos» es seguramente de Tina Modotti, que ya captó con su cámara otras fotos similares en su etapa mexicana (como Manos lavando y Manos de titiritero, de 1927, o Manos de trabajador, de 1928). De esta manera, Modotti inserta su imagen y el poema hernandiano en una serie icónica de largo desarrollo en los años veinte y treinta, como he estudiado en otro lugar (Alarcón Sierra 2015). Quizá también fuera suyo el único fotomontaje de todo el poemario, que acompaña a la «Elegía segunda» dedicada «A Pablo de la Torriente, comisario político». Podrían ser suyas otras imágenes, pero no puedo aportar más que afinidades entre fotografías: en México, Modotti retrató los pies calzados con sandalias de un campesino, que está sentado y con las manos bajo las rodillas (Pies de campesino, 1927: vid. Manguel 2002, 83-194), de forma similar a como sucede en la imagen colectiva que acompaña al poema «Campesino de España». Esta apareció previamente en el folleto 7 octubre. Una nueva era para el campo (Madrid: Ministerio de Agricultura, 1936), cuya composición gráfica realizaron Josep Renau y Mauricio Amster (Robles 2014, 10714), y luego lo hace en Frente Sur, 50 (16 de septiembre de 1937), 2, con el pie de foto: «Los decretos del Ministro de Agricultura, camarada Uribe, calientan el cuerpo y el alma de los campesinos españoles». En ambos casos la palabra «Decreto» aparece sobreimpresionada en la imagen, lo que no sucede en Viento del pueblo.

La imagen, lateral y a contraluz, de los soldados avanzando en línea, que cierra en Viento del pueblo el poema «Al soldado internacional caído en España», pertenece a David Seymour («Chim»), y se publicó en la página 10 de la revista holandesa Wij el 26 de marzo de 1936, ilustrando el artículo titulado «De Heilige Mis Aan Het Front» con fotografías del reportaje sobre la misa en el frente que realizó el cámara durante el mes de febrero en Berriatúa, Vizcaya (Young, 2011, 2, 114; Robles, 2014, 108). Seguramente también aparecería en alguna revista española.

No se había señalado hasta ahora que la foto del militar reposando en una trinchera que cierra la «Canción del esposo soldado» es del alemán Otto Pless (1898-1972), al que Miguel Hernández conoció, como luego veremos, y que mantuvo en Madrid laboratorio propio durante la guerra civil, «Foto Oples». Se publicó ilustrando el reportaje de I. W., «Dos días con la centuria Thalmann en el frente de Aragón», en la página 14 del número 460 de revista Estampa, el 7 de noviembre de 1936 (la instantánea está recortada en el poemario: tal y como aparece en la revista, a la izquierda del brigadista se ve otro soldado y una ametralladora, y va acompañada de la indicación: «Un nido en la posición de la Centuria Thalmann»). Las imágenes de campesinas que acompañan a los poemas «Los cobardes» y «1.º de mayo de 1937» también parecen ser de Otto Pless, pues se conservan copias suyas en la Biblioteca Nacional con el sello «Altavoz del Frente Zona Sur» en el reverso y anotaciones en alemán (BNE, GC-CARP/246; Robles 2014, 108). Igualmente sería suya la fotografía de la madre con dos niños que acompaña la «Elegía primera», pues forma parte de la serie tomada en el asalto al Santuario de Santa María de la Cabeza, Andújar (BNE, GC-CAJA/88/4/2, ibid.).

Tampoco se había señalado que la foto del edificio en ruinas que acompaña al poema «Recoged esta voz» corresponde a uno bombardeado en 1937 en el barrio madrileño de Argüelles, y fue hecha por Vicente López Videa. Apareció publicada como portada de Mundo Gráfico, 1320 (17 de febrero de 1937)15. Las fotos-denuncia de inmuebles bombardeados son muy frecuentes en la prensa republicana. Katy Horna, por ejemplo, captó con su cámara algunas imágenes similares, en Barcelona y Aragón, y Capa y Taro lo hicieron en Madrid. Recordemos al respecto el artículo de Miguel Hernández «La ciudad bombardeada», publicado en el número 7 de Frente Sur (11 abril 1937). No se ha indicado tampoco que la foto de «Pasionaria» procede del discurso con que arengó al Quinto Regimiento a comienzos de octubre de 1936 (sus imágenes son constantes en la prensa republicana desde su famosa proclama «¡No pasarán!», pronunciada ante los micrófonos del Ministerio de Gobernación el 19 de julio de 1936) y probablemente sea de «Chim» (David Seymour), quien dedicó un reportaje gráfico al acto (vid. los negativos de La maleta mexicana en Young 2011, 2, 47-48). Por último, otras tomas pudieran ser del fotógrafo Tréllez, compañero de Miguel Hernández en el Altavoz del Frente, al que conoció en Jaén. Se conserva una foto donde ambos aparecen sentados en un muro de piedra, que se publicó en el libro de Josefina Manresa Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández (1980, XIV) y en el de Agustín Sánchez Vidal, Miguel Hernández, desamordazado y regresado (1992, 233); actualmente puede verse también en la fototeca virtual de la Fundación Cultural Miguel Hernández. No obstante, otros fotógrafos trabajaron para el Altavoz del Frente, como Francisco Mayo y Benítez Casaus, amén de que Tina Modotti, al preparar la edición del libro (si es cierto que fue ella) seleccionaría las imágenes de entre el material que tuviera a mano, incluida la prensa ilustrada republicana.

Al menos ocho de las fotografías del poemario las he encontrado publicadas en el periódico del altavoz del Frente Sur: el retrato de Hernández aparece en el número 12, correspondiente al primero de mayo de 1937, acompañando a su artículo «La fiesta del trabajo», en la parte inferior de las páginas 3 y 4 (pudiera variar ligeramente el ángulo de la toma fotográfica, aunque el efecto puede deberse también a la mala calidad del periódico consultado y a que la imagen se divide en dos páginas). En el mismo ejemplar encontramos otras dos fotos del libro: en la página 2, la de los campesinos arando la tierra que abre el poema «Jornaleros»16 y, en la página 4, la del soldado con la ametralladora Lewis que ilustra el poema «Euzkadi», que reaparece en Frente Sur, 19 (27 de mayo de 1937), 3. Previamente, en el número 3 de Frente Sur (28 de marzo de 1937), 3, encuentro la imagen del soldado en la trinchera que en el libro se sitúa tras la «Canción del esposo soldado» (ya aparecida en Estampa, ahora con el siguiente pie de foto: «FRENTE DE ARAGÓN.- Un puesto de observación en uno de los sectores de dicho frente»)17. La foto de la mujer con los dos niños que inicia la «Elegía primera» se publica en la cuarta página del número 15 de Frente Sur (13 de mayo de 1937), acompañando al artículo de Miguel Hernández «Los traidores del Santuario de la Cabeza», y con el siguiente pie: «En la tristeza de estas caras están reflejados todos los padecimientos sufridos por los cautivos del santuario de la Cabeza». La imagen es más amplia que la incluida en el poemario, que ha sido recortada (en la primera aparece un tercer niño de pie a la izquierda de la mujer, y un cuadro sobre las cabezas del grupo).

La imagen que inicia el poema «Los cobardes», donde varias campesinas están cribando el grano de cereal con cedazos, aparece en la portada del número 28 de Frente Sur (27 de junio de 1937). La campesina sonriente que cierra la composición «1.º de mayo de 1937» se publica, más recortada en su margen izquierdo, en la página 4 del número 35 de Frente Sur (22 de julio de 1937), con el pie de foto: «Esta joven campesina contempla con satisfacción las mieses de cereal que ya no pertenecen al terrateniente sino a ella y a los suyos»; un primer plano de su rostro lo volvemos a encontrar en Frente Sur, 80 (1 de enero de 1938), 7. Como ya he indicado antes, la imagen que abre «Campesino de España» se publica en Frente Sur, 50 (16 de septiembre de 1937), 2. Además, una foto muy similar a la de los milicianos desfilando que acompaña a «Llamo a la juventud» aparece repetida en Frente Sur, 11 (25 de abril de 1937), 2, y 77 (19 de diciembre de 1937), 2, y otra en que aparecen los campesinos con las hoces en alto -Frente Sur, 135 (27 de mayo de 1938), 1- es una variante de la que inicia en el libro el poema «Vientos del pueblo me llevan»18.

Finalmente, la fotografía que acompaña al poema «El niño yuntero» en Viento del pueblo fue publicada en Frente Extremeño. Periódico del Altavoz del Frente de Extremadura, I, 4 (1de julio de 1937), 2, bajo el artículo «A los campesinos extremeños» y con el pie de foto: «Empuñando el arado mientras sus hermanos mayores empuñan el fusil». Aparece, como es habitual, de forma anónima, aunque en la Biblioteca Nacional se conserva una copia de la misma con el sello húmedo (BNE, GC-CAJA/56/2/15; Robles, 2014, 107), que sería, «Foto Oliva» por tanto, su autor.

¿Quién era Tina Modotti, responsable de la edición de Viento del pueblo? La crítica hernandiana no se ha ocupado demasiado en este punto, pese a su evidente relevancia (Pérez Álvarez 1995 y 2003, 52-59; Dalla Rizza 2005). Tina Modotti (Assunta Adelaide Lugia Modotti, Udine, Italia, 1896- México DF, 1942) se había formado como fotógrafo en Estados Unidos (donde vivía desde 1913) junto a Edward Weston, quien fue su amante (Figarella 2002). En el México postrevolucionario de los años veinte, frecuentó la compañía de Rivera (quien la retrato junto a Frida Kahlo en el mural El Arsenal en 1928) y Siqueiros, entre otros artistas de la vanguardia mexicana. En sus fotografías ofrece, con gran sensibilidad social y simbólica, testimonio y denuncia de las formas de vida del pueblo mejicano. En 1928, la revista barcelonesa D'Aci i d'Allà le dedica un artículo, que alaba la calidad estética y revolucionaria de su trabajo. Al año siguiente, su primera exposición individual en la capital mejicana es celebrada por Siqueiros como la primera exposición de la fotografía revolucionaria en México. Tras ser expulsada del país por sus actividades políticas (Modotti pertenecía al Partido Comunista desde 1927), recala en Berlín y en Moscú junto a Vittorio Vidali, a quien había conocido en México (Vidali 1984). En Moscú trabaja en la sección de Prensa y Propaganda de la oficina exterior de Socorro Rojo, hasta que ambos son enviados por el Komintern a la España republicana a comienzos de la guerra civil. Como miliciana del Quinto Regimiento y coordinadora del programa de trabajo del Socorro Rojo Internacional (SRI), Modotti, con el nombre de camarada María Carmen Ruiz Sánchez, desempeñó diversas tareas (enfermera en el Hospital Obrero de Cuatro Caminos, organizado por el SRI, y en una unidad móvil de transfusiones junto al médico canadiense Norman Bethune; enlace de distribución de alimentos del Socorro Rojo; evacuación de niños a otros países; representante del SRI en el II Congreso Internacional de los Intelectuales en Defensa de la Cultura y en el Congreso de la Solidaridad). Además, editó diversos carteles fotográficos, escribió el folleto La fotografía como arma del Socorro Rojo Internacional y fue supervisora y redactora de la revista Ayuda. Semanario de Solidaridad del Socorro Rojo Internacional, donde se incluían fotografías (Miguel Hernández publicó en ella varios poemas, como sabemos), y en la que firmó varios reportajes con diversos seudónimos. No extraña, por tanto, que se encargara de la edición de Viento del pueblo y de seleccionar su material fotográfico. Ya en 1929 había trabajado en la edición de El canto de los hombres del mejicano Germán List Azurbide (como posteriormente lo haría con otro libro de Constancia de la Mora sobre los indígenas mejicanos), aunque ambos proyectos quedaron finalmente inéditos (Cacucci 1992; Barckhausen-Canale 1988 y 1998, 123-150; Hooks 1998; Branciforte 2006 y 2011; Poniatovska 2000 y 2002; Calle 2003 y 2007; Bertelli, 2008; Ruiz Rico 2009; Fernández 2011). En 1939 abandonó España por la frontera francesa y se exilió de nuevo en México, donde murió en 1942. Pablo Neruda (1984, 324) le dedicó el poema «Tina Modotti ha muerto», que leyó ante su tumba, e incluyó posteriormente en Tercera Residencia. 1935-1945 (1947). Rafael Alberti, por su parte, le dedicó el poema «Presencia de Tina Modotti».

El hecho de que el poemario se publique con fotografías evidentemente determina su lectura. La crítica hernandiana tampoco se ha detenido apenas en este aspecto. La mayoría de las ediciones modernas de Viento del pueblo ni siquiera reproducen las fotos de la edición original (solo lo hizo la edición facsimilar del poemario a cargo de Rovira y Alemany y la edición de su Obra completa, ambas de 1992, pero no lo hace la reedición de esta última). Rovira y Alemany destacan sumariamente «la propuesta de un código de la imagen junto al texto», una «acertada conjunción de códigos expresivos» ( Hernández 1992a, I, 57; lo que se produce es una interdependencia) y Eutimio Martín (2010, 464) califica al poemario de «documental épico-lírico dirigido tanto a la imaginación auditiva como a la percepción visual» (vid. además Torres Begines 2012). Serge Salaün (1985, 94-105) estableció una primera aproximación a la relación de poema e imagen, pero solo se refirió a las tiras, viñetas, cómics o tebeos de la prensa periódica y a las aleluyas, en las que el código verbal y el icónico entablan un diálogo en una comunicación de masas muy efectiva y de éxito considerable en la guerra civil (recordemos, por ejemplo, el popularísimo «Oselito» de Martínez de León en Frente Sur, compañero de Miguel Hernández en Jaén).

El propio Miguel Hernández (2010, I, 827) es consciente del poder comunicativo de la imagen fotográfica, que usa metafóricamente en varios poemas (vid. Estévez, 2010, 86-88). En su crónica «La rendición de la Cabeza», sobre la toma del santuario de Andújar, publicado en el número 13 de Frente Sur, correspondiente al 6 de mayo de 1937 (cuarta página), un epígrafe se titula: «Pless con su arma de combate: la máquina fotográfica», y bajo el mismo escribe: «A las ocho avanzaron seis tanques hacia Cerro Chico. Pless se desliza tras uno de ellos con un grueso de infantería, dispuesto a dar su vida para lograr una fotografía buena. Pless es un germano maduro que peleó en la guerra europea y que, por tanto, tiene sobradas experiencias. Sus cincuenta años no le estorban para correr y reír como un chiquillo y en las trincheras parece un patriarca fotógrafo y guerrero. [...] Pless disparaba su arma fotográfica y avanzaba con ellos». Hernández se refiere al ya citado Otto Pless, firma que encontramos bajo sus fotografías, por ejemplo, además de la ya citada Estampa, en Luz. Diario de la República en 1933, y en el ABC madrileño durante la guerra civil19.

Viento del pueblo: fotografía, arte, guerra y comunicación de masas

En las primeras décadas de siglo XX, la fotografía, a través de la prensa y las revistas ilustradas, se convierte en el vínculo perfecto entre el arte y los medios de comunicación de masas, en una nueva «política de las representaciones» que está en todos los debates sobre el realismo, los procesos revolucionarios o las retóricas humanistas. Por un lado, en Estados Unidos, el trabajo que Lewis Hine emprende a partir de 1907 supone un inicio para la fotografía de representación de las clases obreras y el subproletariado: con un propósito de denuncia social, retrata la llegada de los inmigrantes a la Isla de Ellis, sus insalubres condiciones de vida y de alojamiento y sus distintos trabajos en fábricas o tiendas, sin rehuir la explotación infantil. Este trabajo se prolongaría a partir de los años treinta en la campaña de documentación de los efectos de la depresión económica en el mundo agrícola del sureste de Estados Unidos, dirigida por Roy Stryker y con la participación de grandes fotógrafos como Walker Evans, Dorothea Lange, Ben Shahn, Arthur Rothstein o Russell Lee.

Por otro lado, en los años veinte surge un nuevo movimiento fotográfico vinculado a la Internacional Comunista, la factografía (la «escritura o fijación de los hechos», el montaje dialéctico de los hechos reales, integrando el arte y la vida; en realidad, el mito de la fotografía como el registro de los hechos carente de mediaciones y anterior a cualquier interpretación), práctica surgida en el productivismo que conecta la escritura, la fotografía y el cine, y que protagonizan creadores como Alexander Rodchenko, Sergei Tretiakov, Gustav Klutsis o Boris Kushner, y que pronto se expande a través de Alemania (donde el papel de Willi Münzenberg y la Neuer Deufscher Verlag, «Nueva edición alemana», es fundamental, así como el precedente del fotomontaje dadaísta berlinés, de Haussman a Grosz y Heartfield) a todos los medios de comunicación de la izquierda europea. Se trata, con ayuda también del cartelismo, la tipografía, el fotomontaje y el cine, de redefinir los sistemas de representación de la nueva sociedad y de considerar al arte como un instrumento para la transformación social; de crear una imagen de tipo periodístico, con propósito objetivo y descriptivo, y destinada a los medios impresos, que documente la vida cotidiana de los trabajadores. Una imagen que convierta al proletariado en protagonista a la vez que en creador y espectador, como forma de emancipación social y de apropiación de los medios de producción y reproducción, tal y como teoriza Walter Benjamín en su ensayo «El autor como productor» (1934; vid. Río 2010).

En definitiva, se toma conciencia de la importancia que tiene la imagen fotográfica en la prensa ilustrada para la construcción de la opinión, de la ideología y de un imaginario social. La fotografía, aparentemente, favorece una percepción directa de la realidad, una disolución de la distancia entre los hechos y el espectador. La tarea de la prensa es, por tanto, la educación de las masas, como propone, entre otros, El Lissitsky, y los artistas de izquierda se ponen al servicio de este objetivo, elaborando además un programa iconográfico-propagandístico y un imaginario antifascista.

En la España republicana las Misiones Pedagógicas llevan la cultura al mundo rural (y deja constancia de sus actividades en el fotolibro Patronato de Misiones Pedagógicas, 1934) y a la vez construyen una imagen del mismo en los filmes documentales de José Val del Ornar, como también hace Luis Buñuel en Las Hurdes, tierra sin pan. Estudio de geografía humana (1933), combinando arte, visión antropológica y denuncia social, o como hará posteriormente, por ejemplo, Josep Renau en sus murales. Se trata de construir la imagen de un nuevo sujeto articulando nociones de cultura popular, propias del mundo rural y de sus formas tradicionales de producción, con las nociones históricas de clase, de alternativa a la burguesía, dentro de la concepción general de las clases proletarias como sujeto histórico emergente.

La guerra civil supone la consagración del fotoperiodismo: Agustí Centelles, Alfonso Sánchez Pórtela, Robert Capa, Gerda Taro, David Seymur, el propio Otto Pless, etc., con sus cámaras Leica y Rolleiflex (Sánchez Vigil y Olivera Zaldua, 2014) y de todas estas ideas: el arte se utiliza como un arma más, a través de lo que se denominó «cultura de guerra»20; un arte comprometido, cercano al realismo y al modelo soviético del agit-prop. Josep Renau, nombrado Director General de Bellas Artes, fundamentó su política artística en la relevancia de la imagen como instrumento de persuasión, de forma que el cartel, la fotografía, el fotomontaje, el fotomural, la ilustración gráfica y el cine se convirtieron en manifestaciones artístico-propagandísticas clave. En definitiva, es en este contexto, que he sintetizado brevemente, en el que hay que interpretar la edición de un poemario como Viento del pueblo, y su efectiva combinación de texto e imagen.

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