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La renovación de la prosa narrativa por la generación de 1923 (primera época)

Ignacio Soldevila Durante





La obra literaria de la generación de 1923 (preferimos, entre las muchas denominaciones que ha tenido este movimiento literario, la que sitúa su nacimiento a las letras en el año en que termina el régimen parlamentario establecido con la restauración borbónica)1 se caracterizó desde sus orígenes por una búsqueda de formas y perspectivas revolucionarias (es decir, en ruptura brusca y agresiva contra las tradiciones retóricas vigentes) en la que se polarizó a la vez el desprecio por la limitada horizontalidad y bajura de techo de la vida literaria española (que compartieron con sus predecesores noventaiochistas y postnoventaiochistas) y la frustración nacida del pesimismo frente a toda posibilidad de transformación política de España en una democracia moderna, pesimismo sobre el que no vamos a decidir ahora si era constitutivo e inevitable, según se mira desde una perspectiva marxista (que ve deterministamente en ellos el producto de una burguesía típica o de una aristocracia emburguesada) o si no era más que coyuntural. Que nos sea permitido señalar que los acontecimientos político-sociales de la década 1929-1939 serían los que permitirían escoger entre mantenerse en el pesimismo (que entonces sí sería endémico) o dejarlo atrás frente a la nueva coyuntura republicana. De hecho, la disgregación de los miembros de dicha generación se hubo de iniciar entre 1929 y 1932, se hizo tajante a partir de 1936, y quedó sellada definitivamente con la diáspora de 1939.

Las características voluntariamente minoritarias de su producción literaria en esa primera década que ahora consideramos (de 1921 a 1931, aproximadamente) tendían a favorecer un producto textual de corta extensión en el que la densidad y la concentración expresiva eran consecuencias de la búsqueda de una perfección ideal estimulada -si no aprendida en ellos- por los mentores de dicha generación: Juan Ramón Jiménez, cuya revista apadrina algunos de sus primeros textos, y Ortega y Gasset, cuyas orientaciones y estímulos fueron de mayor alcance y permanencia, entre otras razones porque la panoplia de publicaciones periódicas y empresas editoriales que dirigía o en las que tenía vara alta era mucho más considerable, y tuvo más continuidad y variedad.

Este tipo de texto literario intenso favorece las formas del verso lírico, del ensayo y de la narración breve. Por esto, en las historias del género narrativo, exclusivamente dedicadas a la novela, se ha dejado en la sombra, o en el olvido total, la mayor parte de la producción narrativa de esta generación. Ni siquiera en un tratado como el de Eugenio G. de Nora, que ha consagrado un capítulo a la narrativa de esta generación, se han considerado todas las novelas por ellos publicadas, o para ser más preciso, todas sus obras narrativas extensas. Baste recordar las biografías noveladas de personajes literarios e históricos del XIX, y las de estrellas del cine, que son todas ellas ficcionales.

Los textos breves en prosa narrativa, que solían aparecer fragmentariamente en las revistas, no siempre fueron recogidos luego en publicaciones exentas, yen muchos de los mejores casos, sólo han sido reeditadas en las obras completas muchos años después2. Los escritores, en las circunstancias de entonces, no solo se contentaban con aquella circulación restringida, de revista minoritaria y monogeneracional, o de libritos de reducidísima tirada, no infrecuentemente a cuenta de autor, sino que hubieran rechazado los elogios críticos de otros que no pertenecieran a su grupo (con la salvedad, bien entendido, de los Ortega y Gasset, J. R. Jiménez, Díez-Canedo, Ramón Gómez de la Serna, y pocos más). De este modo, el inventario de los trabajos críticos que en aquellos años suscitaron puede producir hoy la impresión de una sociedad de bombos mutuos. Salvo las connotaciones peyorativas, así fue, y por voluntad propia, no con intención de crearse a poco coste una popularidad que aborrecían sinceramente. Baste recordar el traumatismo que le produjo a García Lorca el éxito de su Romancero gitano en los círculos literarios extra-generacionales. No es, pues, para escandalizarse si en los últimos meses, y debido a esa penumbra y olvido en que quedó la producción narrativa en prosa de la generación de 1923, se haya procedido a inventar una generación de prosistas llamada del Nuevo Romanticismo, que, de hecho, viene a ser la producción narrativa de la generación de 1923, pero vista únicamente a partir de la fecha de fisura de 1930, en la que una parte de los narradores y poetas cambió de actitud con respecto a la política. Cambio de actitud que se iba a reflejar inmediatamente en su producción literaria.

Ni qué decir tiene que el tipo de producción literaria realizado hasta 1930 implicaba a priori no sólo la renuncia al éxito popular sino, consecuentemente, a hacer de la escritura una profesión. De ahí que, salvo los casos, no infrecuentes, de fortuna personal y familiar, los escritores de esta generación ejercieran una profesión en el mejor de los casos paralela a su vocación literaria: profesorado, periodismo, profesiones liberales y comerciales.

El análisis de la producción narrativa generacional entre 1920 y 1930 nos revela, sin sorpresas, características conformes a dicho espíritu minoritario y dilettante. Podríamos definir la narrativa de ese período como el relato irónico o humorístico de una huida angélica de los valores degradados de la sociedad española, a partir de una posición de convencimiento de que la búsqueda de valores auténticos en la sociedad degradada es inútil, y que sólo el encuentro de espíritus excepcionales en un aislamiento voluntario puede dar alguna satisfacción al héroe. Esta definición sitúa el inicio de este tipo de narrativa allí donde termina la novela burguesa tal como la definió Lucien Goldmann a partir de la teoría lukacsiana de la novela, y de los análisis de René Girard. Una variante de la narrativa generacional implicaría la búsqueda demoníaca de valores auténticos (no burgueses) al margen de dicha sociedad burguesa, variante que, por lo demás, coincide con la corriente central.

Profundizando en los fundamentos semióticos de dichos textos, a un hacer interpretativo al nivel de las categorías modales de la veredicción (el juego de la verdad), veremos que dicho hacer no juega sobre el eje verdadero-falso (del ser o no ser, o parecer ser, o parecer no ser) sino sobre el eje SECRETO-ENGAÑOSO (es, pero no parece ser símbolo parece ser pero no es).

Introduciendo las modalidades aléticas, interviene la determinación del estado por el deber. En el cuadrado semiótico correspondiente,

Cuadro

la narración de nuestra generación entre 1920 y 1930 nos parece inscribirse con clara preferencia en el eje POSIBLE- CONTINGENTE («no tiene por qué no ser»-«no tiene por qué ser»).

Al tercer nivel -el del juicio epistémico- (decidir la alternativa entre CERTIDUMBRE-INCERTIDUMBRE y entre PROBABILIDAD-IMPROBABILIDAD) la decisión parece ser rechazada como tal, como si el enunciador esperase a priori de su enunciatario que no considerase siquiera la posibilidad de pronunciarse sobre estas cuestiones a propósito de sus textos, por no pertinentes, ya que estos se inscriben en el dominio de la gratuidad, por un lado, y por otro en el de lo alegórico secreto, del que la clavete reserva a los íntimos, iniciados ya en los secretos del círculo.

En el nivel referencial, los textos narrativos de este período no apuntan a la polaridad tradicional hacia una «realidad» concebida de manera simplista como una relación verificable de veredicción entre los textos y una «realidad» extratextual manifiesta por procedimientos no de lenguaje. En esta primera década, el grupo generacional abriga por una parte la ilusión -o el convencimiento- de que la realidad auténtica está inédita, y que frente a los textos procedentes del «realismo» literario y sus secuelas, por primera vez se dispone de un instrumental lo suficientemente complejo para revelarla a la vez en su pluralidad de facetas y en la inevitabilidad de su perspectivismo relativizante. (Convencimiento, pues, paralelo al que en otras artes creativas llevó a movimientos revolucionarios que, como el superrealismo, están tan íntimamente relacionados con la actividad creadora de esta generación). Una realidad, pues, alcanzable no con procedimientos racionales o científicos, sino cuasi mediúmnicos, que el superrealismo, inspirado por las terapéuticas freudianas, concretará más tarde en la escritura automática. (No tan lejos, bien entendido, de la antigua concepción de la poesía como rapto).

Por otra parte, frente a la tendencia verificatoria entre literatura y realidad, se manifiesta una voluntad explícita de valorar la intertextualidad, aparentemente contraria a la concepción adánico-paradisíaca del descubrimiento de una sobrerrealidad virgen. Aparentemente, decimos, porque, aparte del hecho, perfectamente normal en una generación literaria que vive programáticamente en el aislamiento, de una escritura hecha de ecos, reminiscencias y guiños mutuos, esta generación no podía evitar la búsqueda de justificaciones heráldicas, y para el hallazgo de antepasados hubo de saltar por encima de los antecesores inmediatos (con las mencionadas excepciones a la regla) hacia los modelos de las vanguardias europeas y hacia los predecesores remotos del barroco español, otra época de repliegue frente a una sociedad degradada. Aquí las líneas genealógicas se catalizan entre el culteranismo gongorino, el conceptismo gracianesco y quevediano, y el popularismo lopesco.

Como consecuencia, nos encontramos con una narrativa de segundo y tercer grado, potenciada por esa constante referencialidad intertextual a la vez en sincronía y en diacronía remota. En ella se justifica la revalorización de una serie de procedimientos estilísticos formales de dichas corrientes barrocas, armonizadas con las que utilizan los antecedentes inmediatos entre las minorías letradas de Europa y América.

Además de estas corrientes constitutivas del quehacer literario y artístico los componentes de la generación, para quienes la temática es precisamente lo único en donde la novedad no se busca, sería olvido imperdonable el de la importancia que tuvo entre ellos el séptimo arte. Es archiconocido que de la generación del 23 surgió Buñuel, que, en colaboración con Dalí, contribuyó en España a hacer del cine obra artística, pero se suele olvidar que su caso no constituye excepción. Otros tres directores de cine artístico surgen de la generación: Antonio de Obregón, Claudio de la Torre y Edgar Neville. De ella surgen también los dos primeros críticos españoles de calidad (Francisco Ayala y César M. Arconada), y que analizan el cine en esa perspectiva de arte nuevo. De esa generación surge también la cinefilia, y la fundación del primer cine-club (en el seno de La Gaceta literaria). En años posteriores al período que ahora analizamos, otros nombres de la generación se añadieron a la lista como críticos de cine, guionistas, etc.

Como consecuencia de esta colaboración directa de la generación al cinematógrafo, la presencia del nuevo arte en la producción literaria hubo de ser manifiesta. De manera «negativa», el nacimiento del cine dispensaba a los narradores (como el nacimiento de la fotografía había dispensado antes a los pintores de obligaciones reproductivas y retratistas) del imperativo de contar historias, puesto que el cine constituía una manera insuperablemente directa y convincente de «narrar» historias (si podemos llamar metonímicamente narración a la presentación visual del cine). El narrador, pues, se puede desinteresar de las historias para concentrarse en lo que el cine no puede dar, es decir, en la construcción del lenguaje narrativo, y en la introspección.

A esta presencia en negativo, dispensatoria, hay que añadir el influjo en los modos narrativos (particularmente a nivel mesoestructural) en el incremento, entre otras cosas, de las elipsis, en la tendencia a suprimir los elementos de transición, en la detención en los detalles de origen visual, en el cinetismo descriptivo (travellings, plongée y contre-plongée, ralenti, primer-planismo, fundido encadenado, etc.) sin olvidar que, de cualquier modo, la mayor parte de estos procedimientos, incluyendo las suspensiones del cinetismo en los cambios de secuencia, eran conocidos de la literatura. Se trata, pues, de un aumento cuantitativo de uso y de un mayor rigor de utilización. Por último, el cine, como fenómeno social, aporta elementos temáticos novedosos tanto en tipología humana como en ambientes, que los narradores de la generación serán los primeros en explorar y explotar, junto con Ramón Gómez de la Serna. Todo ello dentro del extrañamiento de la circunstancia inmediata y tradicional que les caracteriza, y que se concreta en el ensalzamiento de la cosmópolis universalista y en la búsqueda de lo natural salvaje.

No puede sorprender, en este contexto, que las tonalidades narrativas dominantes sean, junto al lirismo, el humor y la ironía, que contribuyen, entre otras formas, al distanciamiento aislador.

En cuanto a la estructura formal, la narrativa evoluciona, en esta primera década, a nivel de las macroestructuras, hacia conjuntos menores (comparados con las macroestructuras realistas naturalistas y sus secuelas, que prefieren netamente los grandes conjuntos: novelas grandes, series novelescas, sagas). Las más extensas de las unidades novelescas generacionales, por ejemplo, las de Benjamín Jarnés, oscilan alrededor de las doscientas páginas, con paginación y tipos de gran generosidad. A esta generación corresponde, como era de esperar, la revalorización del libro como objeto artístico, de donde la selección tipográfica, la presencia de grabados, de papeles especiales, de tiradas numeradas, etc. Baste recordar la belleza y modernización de la Revista de Occidente y de sus ediciones.

Al nivel de las mesoestructuras, la composición lineal y temporal es reemplazada por la composición geométrica (mosaico, collage) y espacial, reduciéndose la cronología en espacios mínimos por lo que se refiere al tiempo narrado, frente a la extensión del tiempo de la narración, como era de esperar en la revalorización del perspectivismo y la figuración discursiva. La temporalidad está, en el mismo orden de planificación, frecuentemente trastocada y sincopada. El predominio de las escenas frente a los racconti, de las descripciones frente a las «historias», era igualmente previsible, al nivel secuencial. El sistema tradicional de partes y capítulos es reemplazado por las secuencias separadas por signos tipográficos, con frecuentes soluciones de continuidad. La construcción mosaica se traduce muy a menudo en una acumulación de varias historias autónomas o semiautónomas, unidas entre sí por el motivo común o por el protagonista único.

La organización de las microestructuras se establece en torno al sintagma, frente a la amplia unidad de párrafo de la narrativa tradicional, aunque en este aspecto, muy particularmente, hayan tenido el precedente, entre los noventaiochistas, de la frase azoriniana. (Dicho sea de paso, la relación entre Azorín y esta generación funcionará, hasta fines de la década, en doble sentido, como hubo de ocurrir también con Valle-Inclán). La frase breve, trabajada, pulida y reducida como en el verso poético, se funda primordialmente en lo que pudiéramos llamar un metaforismo cinético global. Este metaforismo cinético global, así nos parece, identifica todos los procedimientos estilísticos de la generación. Sus elementos, todos ellos analizados separadamente por los mejores críticos entre los muchos que esta generación ha tenido en las últimas décadas (evidentemente, hablo de la poesía, pero los resultados se aplican, mutatis mutandis, a la narrativa) se resumen en los siguientes: desrealización (entendida, entre otras cosas, como limpieza de los elementos de acarreo y tradicionales de la visión de la supuesta realidad, y como institución de la nueva sobrerrealidad), reificación de lo humano, humanización de lo objetal y lo animado. No son sino elementos constitutivos e interreactivos de ese metaforismo cinético global.

Nos resulta imposible, dados los rigurosos y razonables límites impuestos a las ponencias en este congreso, todo adentramiento en detalles y ejemplificación sobre el funcionamiento de dichos procedimientos3. Y con mayores motivos, renunciamos a toda consideración de la segunda etapa de la narrativa generacional (1929-1939) durante la cual se produce primero la fisura y luego la ruptura entre las dos tendencias hasta entonces concomitantes de su visión del mundo: desprecio por la política española y por la institución literaria oficial.





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