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ArribaAbajo - XVI -

Mi mujer y yo señalamos para la mañana del siguiente día la captura y examen del hojalatero; pero el oficioso polizonte, desviviéndose   —167→   por servirme, nos trajo el chico aquella misma noche. Le cazó en la calle del Desengaño cuando salía con un recado de arandelas de latón para la Cofradía de la Leche y Buen Parto, y después de acompañarle hasta dejar las piezas en San Luis, le condujo a nuestra casa, en calidad de preso, sin darle más explicaciones que la oferta de una paliza si alborotaba por el camino. Llegó a nuestra presencia consternado el pobre rapaz, y lo menos que pensaba y temía era que le íbamos a condenar a cadena perpetua. A mi mujer y a mí nos dio lástima de verle tan compungido y lloroso, como un reo que se dispone a confesar sus tremendos crímenes, entregándose a la compasión y a la indulgencia de sus jueces. Trabajo nos costó apartarle de los ojos los puños, y hacerle comprender que no le haríamos ningún daño.

-Ya sé que te llamas Rodrigo Ansúrez -le dije-, y que eres buen aprendiz de hojalatería. Tu padre se llama Jerónimo... Mírame bien, y di si recuerdas haberme visto en alguna parte. Sus ojos empañados del llanto se fijaron en mí; mas no revelaron que me conociera. Cuando en el castillo de Atienza vi a la familia celtíbera, la rama más pequeña de aquel frondoso árbol humano era el niño a quien Miedes llamaba Ruy, buscando el son arcaico de los nombres. Hoy representa unos catorce años, y en su persona resplandece la hermosura y gallardía de aquella selecta casta de españoles.   —168→   Yo no me cansaba de mirar en el rostro de él la impresión del de su hermana; impresión borrosa y triste, como la del rostro de Jesús que los cristianos vemos en el paño de la Verónica. Sólo que aquí era semblante de mujer, no impreso en una tela, sino en otro semblante; y por cierto que no era afeminada la cara de Rodrigo, sino muy varonil, en su adolescencia vigorosa.

Las primeras declaraciones del hojalatero fueron de cerrada negativa a cuanto le preguntamos; mas, al fin, Ignacia con dulzura, Sebo con rudeza policíaca, y yo con un tira y afloja entre ambos resortes de convicción, le trajimos a la verdad. Con decirle y asegurarle que no queremos descubrir a los salvajes para perseguirles, sino para socorrerles, acabé de traerle a nuestra confianza, y obtuvimos los secretos que embuchados tenía. Aquí pongo lo esencial de la revelación: Leoncio Ansúrez, hermano del declarante, es el robador, palabra textual, de la señora Virginia. Leoncio ha cumplido ya los veintidós años, y es muy hábil en cerrajería, en composturas de toda clase de máquinas, y conoce y maneja con admirable pericia las armas de fuego. De la arrancada inicial, se fueron los amantes a San Sebastián de los Reyes, donde estuvieron pocos días, y allí, tirando siempre hacia el Norte por la Mala de Francia, llegaron a la falda de la Sierra. Allí se establecieron, cambiándose los nombres y figurándose matrimonio por la religión. En diferentes parajes   —169→   habitaron, acomodando su vivir errante a las necesidades de cada día, y a las ofertas de trabajo para satisfacerlas. En un pueblo que llaman Bustarviejo, Virginia lavaba, y Leoncio se contrató con el Ayuntamiento para matar los animales dañinos que en invierno bajan de la Sierra, cobrando tantos o cuantos reales por cada cabeza de alimaña que presentase. Por una loba, treinta y cinco reales, y veinticinco por el macho; por cada zorra, ocho reales; por cada gato montés, seis; por un tejón, doce; por un patialbillo, lo mismo. El turón, la garduña y la jineta se pagaban a siete reales, y el águila, el milano, el alcotán y el búho valían dos reales. De todo esto dio relación minuciosa el pobre chico, declarando con cierto orgullo que había él andado con su hermano en aquellas arriesgadas monterías, y terminó esta parte del relato diciéndonos que por una culebra que no tuviera menos de tres cuartas de largo, daban un real.

Disentimientos de Leoncio con el señor Alcalde por la informalidad en el pago de alimañas muertas, moviéronle a largarse de Bustarviejo, corriéndose hacia los altos de la Sierra. El declarante, obligado a volverse a Madrid para seguir en el oficio, no les siguió en esta nueva etapa de azarosos trabajos. Sabe que Leoncio llevaba una vida muy aperreada, sacando piedra de las canteras, y que estuvo muy malo, en gravísimo peligro de muerte. Ignora por qué los salvajes abandonaron la Sierra viniéndose a tierra   —170→   llana. Seguramente, alguien les ofreció por acá mejores medios de vida. El pueblo donde ahora se encuentran es Coslada, a mano derecha del camino real, más allá de Canillejas. De Coslada escribió Virginia su última carta con las instrucciones para que yo le diese en la forma que he referido las seguridades de mi protección, y Rodrigo tenía órdenes de al transmitir al mismo pueblo lo que resultara de mi paseo telegráfico, si en efecto yo respondía por tan ridículo lenguaje. Con esto concluyó la declaración del hojalatero, y dimos por bien empleada su captura.

Alegres por este feliz resultado, tranquilizamos al hojalatero, añadiendo a nuestras palabras cariñosas una gratificación en metálico, que no quería tomar ni a tiros. Para que consintiese en aceptarla, fue preciso que mi mujer le repitiera una y otra vez que no haríamos ningún daño a Virginia y Leoncio; antes bien, ellos y toda la familia tendrían de nosotros cuanto pudieran necesitar. No quise dejarle partir sin que me diese informes de su parentela. Díjome que su padre vivía tranquilo y satisfecho en la Villa del Prado, al frente de la labor de su yerno el señor Halconero. De su hermana Lucila diome la estupenda noticia de que ha engrosado considerablemente, y tiene ya dos chicos. Oí estas referencias como el estallido de una bomba de poesía que se deshace en cascos de prosa. Hízome el efecto de una esfera de cristal, lumínica, que se rompe,   —171→   se apaga, disolviéndose en un vapor rastrero... ¡Gorda y campesina, con principios de numerosa prole!... Guiada por el tiempo, la Naturaleza nos baja desde las cumbres de la vida soñadora al llano de la vida ordinaria.

31 de Junio.- Indulgente Posterioridad: Antes que yo te lo diga, comprenderás que, sabido el paradero de Mita y Ley, determiné correr hacia ellos. Menos vehemente que yo, mi mujer quiso que lo tomase con calma, pues tiempo había de sobra para ejercer la caridad con el libre matrimonio. Mas no me convenció, y aquella misma noche mandé preparar un coche de colleras con buenas mulas, para salir a la siguiente mañana con la fresca. Viéndome tan decidido, María Ignacia no insistió, pues harto conoce cuán pernicioso es para mi salud el continuo encierro dentro de la esfera de un vivir acompasado y sin accidentes. Bien sabe mi esposa que contenerme en estas expansiones de generosidad es reducirme a tristeza y desaliento. Convinimos, al fin, en que llevaría conmigo al criado de más confianza, un hombrachón atenzano, llamado Zafrilla; y para ir reforzado de un poquitín de autoridad gubernativa, que bien podía ser necesaria, acordé llevarme también al gran Sebo. Figúrate, ¡oh Posteridad!, el júbilo con que esta idea fue acogida por el interesado. Pero como tiene, según dijo, servicio en el barrio de la Plaza de Toros, desde media noche hasta el amanecer, me rogó que pues   —172→   yo había de salir por la Puerta de Alcalá, mandase parar el coche en el Parador de Muñoz, donde se uniría conmigo para custodiarme hasta Coslada.

Salí, pues, tempranito con Zafrilla. Guiaba un excelente cochero, y el ganado era de lo mejor: tres mulas capaces de llevarme a Pekín, si necesario fuese. Para que nada faltara, llevábamos provisiones para sustentarnos durante todo el día, y aun para dejar surtidas las flacas despensas de la desamparada Mita. Nada digno de contarse nos ocurrió a la salida de Madrid. Pero al llegar al Parador de Muñoz, serían las seis y media de la mañana, me vi sorprendido por la súbita emergencia de un interesante capítulo de la Historia de España. Entró Sebo en el coche con risueño semblante, el bigote más cerdoso y erizado que de costumbre, y entre salivas, me roció estas palabras: «Señor, ya se armó la trifulca. Ya está O'Donnell en campaña con sin fin de tropas de Caballería y mucha Infantería.

-O usted sueña, o al tomar la mañana, ha empinado más de lo regular.

-Yo no empino sino cuando tengo disgustos en casa. Pero en todo lo que es del procomún, guardo la serenidad para hacerme cargo bien de las cosas, y ver qué postura me conviene... Por aquí han pasado, serían las dos y media, tropas que no sé si son de Extremadura. Iban algo desmandadas. La Caballería, según me han dicho, salió por la Mala de Francia, y con ella los del   —173→   Príncipe, mandados por Echagüe, y en el Campo de Guardias hicieron alto. Al frente de la Caballería iba el Director del Arma, general Dulce.

-Eso no puede ser, Sebo. Don Domingo Dulce dio al Gobierno polaco seguridades de lealtad.

-Lealtad es palabra de dos caras: con una mira al Gobierno de la Reina; con otra, a la Reina del mundo, que es la Libertad sacratísima.

-Revolucionario estáis, amigo Sebo.

-Es que no como; es que once reales y medio al día dan poco de sí, excelentísimo señor, y una de dos: o las revoluciones no sirven para nada, o sirven para que el español un poco listo ponga unos garbanzos más en el puchero, y si a mano viene, una pata de gallina... Digo y repito que el general Dulce ha sacado la Caballería, que es como sacar el Cristo. Vuecencia no podrá negarme que este Dulce no lo es más que por su apellido, pues tiene un genio más agrio que las uvas verdes, y la mano, como las de almirez, muy dura. Esto va de veras, señor; esto no es ya jugar a los soldaditos. Hoy temblará Madrid.

-Pero, a todas éstas, de O'Donnell nada se sabe.

-Se sabe que a las tres de la mañana salió por la Puerta de Bilbao, en coche que guiaba el propio marquesito de la Vega de Armijo... No sé si se agregó a la Caballería en el Campo de Guardias. Los sublevados   —174→   a pie y a caballo, otros que iban en coche, y muchos paisanos, bajaron, antes de amanecer, del Campo de Guardias a la Fuente Castellana, siguiendo por los tejares hasta la venta y portazgo del Espíritu Santo.

-Llevan, como nosotros, la dirección de Canillejas o de Alcalá de Henares.

-Para mí que no pasan de Canillejas, donde aguardarán a las tropas del Gobierno para darles la batalla.

Cuánto me alegré de este inopinado brote de sucesos graves, no hay para qué decirlo. Frente a mí tenía una revolución, no de éstas que se manifiestan en las declamaciones teóricas de libros y discursos, sino viva, con choque formidable de hombres y caballos, caídas de cuerpos y de ideas, alzamiento de nuevos principios. El asunto que motivaba mi viaje por el camino real de Aragón quedaba ya en segundo término, y lo más interesante para mí era la página histórica que de improviso ante mis ojos se abría. Mi alma necesita hoy, más que nunca, un poco de drama. La comedia me aburre ya, y sus blandas emociones no satisfacen el hambre de mi espíritu. Hasta la política, desde las guerras últimas, ha venido a ser casera, cominera y familiar, como las comedias del amigo Bretón. Ya llevamos largos años de una paz tediosa, empapada en la insulsez administrativa. Por ley física, han de venir ahora estremecimientos que despierten la vitalidad de la Nación, que hagan circular su sangre y sacudan sus nervios.   —175→   Tendremos, pues, enfermedad saludable, de esas que hacen crisis en el individuo, y promueven el crecimiento, la adquisición de fuerza nueva.

Pensando esto, deseaba yo que las mulitas de mi coche se convirtieran en hipogrifos, para que velozmente me transportasen al lugar en que la página histórica había de ser escrita con empujones, gritos, choque de armas, sangre, y todo lo demás que es del caso, hasta que caen unos hombres y otros suben, y las utopías derriban del pedestal a las verdades para ponerse ellas... De estas meditaciones me distraía el gran Sebo, haciéndome notar los grupos de paisanos armados que por el mismo camino que nosotros iban. Unos llevaban trabucos, otros escopetas; reían y bromeaban como si fueran a una feria. Vi caras conocidas; otras que anualmente se ven en la función patriótica del Dos de Mayo, en las algaradas callejeras, en las ejecuciones de pena de muerte, en las Vueltas del día de San Antón, y en el Entierro de la Sardina. A muchos designó Telesforo como gente alborotada y maleante, patriotas de oficio que acuden a donde hay tumulto y bullanga por la Libertad o la Constitución, aunque ninguno sepa cuál de las que tenemos está vigente... Y también iban entre ellos algunos de quien Sebo se recató, agachándose para no ser visto. «Estos que ahí van, señor -me dijo-, son los de más cuidado entre la familia patriotera. Si llegan a verme, no escapamos   —176→   sin que nos tiren una piedra, a mí, que no a Vuecencia... y a uno de los dos nos podían machacar un ojo. Me tienen tirria porque les he metido mano más de cuatro veces cuando andaban en el trajín de acariciar lo ajeno. Ahora van tras de O'Donnell, como irían tras de José María o del moro Muza. Éstos confunden a la diosa Libertad con el dios... ¿No hay un dios que se llama Caco?

-No era dios, según creo. Para mí era de la Policía».




ArribaAbajo - XVII -

Estaba yo en mis glorias, y me recreaba previamente en las emociones de aquel día, como un chiquillo contemplando los zapatos nuevos que van a ponerle. El polvo que mi coche levantaba rodando por el camino real, parecíame polvo de batalla, y en los cambiantes que hacían sus ondas traspasadas por el sol, veía yo las terribles falanges en lucha. El paisaje que a los dos lados del camino se extiende, no podía ser más apropiado a guerras y trapisondas. Todo es allí aridez, tierras desoladas y libres, donde los hombres no tienen nada que hacer, como no sea lanzarse a desesperados combates, por el gusto de pelear, no por la conquista de un suelo que tan poco vale.

  —177→  

A la vista de Canillejas, vimos obstruido el camino por un grupo de gente que vitoreaba a la Libertad y a los generales sublevados. Mandé parar, y antes que yo pudiese ordenar al cochero y a mis acompañantes que secundaran los clamores patrióticos, saltó Sebo al camino, y echó al aire su sombrero de copa, gritando hasta desgañitarse. Pasó el sombrero de mano en mano hasta volver a las de su dueño en estado de ruina lastimosa, y sin ponérselo, para no desairar su figura, pronunció Sebo un ronco panegírico de la revolución, terminándolo con frenéticos vivas a mi humilde persona. Entendió la multitud que iba yo en seguimiento de la columna de O'Donnell, y no fue preciso más para que me aclamasen como a libertador de la clase civil. Los más próximos al coche me contaron que las tropas habían hecho un alto en Canillejas para reconocer y proclamar la autoridad suprema de O'Donnell, el cual se presentó vestido de paisano, a caballo. Vulgar y breve fue su arenga, limitándose a las frases de ritual en la literatura de pronunciamientos... «que él no daba aquel paso por vengar agravios personales, sino por sacar a la Patria de su envilecimiento... que para esto era menester el esfuerzo de todos sus hijos...», y pitos y flautas... Eran los tópicos de siempre, y las inveteradas fórmulas de requiebro que gastan los políticos delante de la Nación, cuando encaran con ella para declararle un amor honesto, apasionado y con buen fin.

  —178→  

Disparado por O'Donnell el ruidoso cohete de la proclama, siguieron las tropas su camino. Quién decía que llegarían hasta Alcalá, quién que no pasarían de Torrejón. Entré yo en Canillejas, y al arrimarnos a un parador para dar pienso a las mulas, y a nuestros cuerpos alguna reparación, me vi rodeado de multitud de gente de aquel pueblo de Madrid, que ávidamente me pedía noticias del plan de campaña, y de lo que hacía o dejaba de hacer el Gobierno. ¿Continuaba la Corte en El Escorial? ¿Era cierto que Sartorius había salido de Madrid disfrazado de carbonero, y que se formaba un Ministerio Blaser-Custodia-Domenech? ¿Disponía el Gobierno de tropas leales para batir a los revolucionarios? ¿Se confirmaba que la Polaquería no contaba con un solo soldado? Contesté que nada sabía yo de planes de campaña; y a responder a las otras preguntas me disponía, cuando Sebo me quitó la palabra de la boca para trazar una relación sucinta de los acontecimientos futuros, como si ya fuesen pasados y él los hubiese visto. De las fogosas expansiones de mi acompañante, declarando que había sido de la Policía, pero que ya renegaba de su ominoso empleo, y ponía su voluntad y la porra de su bastón al servicio de los caudillos libertadores; de esto y de mi buen humor resultó que hube de convidar a todos los presentes a tomar cuantas copas quisieran. En medio del barullo patriótico y tabernario que allí se armó, yo, silencioso,   —179→   batallaba en mi espíritu entre un deber y un deseo. ¿Qué haría yo? ¿Seguir mi camino hacia Coslada en cumplimiento del plan humanitario, móvil primero de mi viaje, o abandonar este plan para correr tras el suceso histórico que la suerte me deparaba? Por fin, pudo más que la obligación la curiosidad, y a ello contribuyó mi diablo con estas sugestivas razones: «Señor, lo primero es la Patria, que hoy está en el filo de perderse o salvarse. Vuecencia es, ante todo, un buen español. ¿Cuándo se le presentará ocasión como ésta de ver salvar a España, y aun de contribuir, si a mano viene, al salvamento? Y considere que para visitar a los bárbaros de Coslada, lo mismo da un día que otro».

No necesité más para convencerme: mandé enganchar, y salimos hacia Torrejón. Al mediodía pasábamos el puente llamado de Viveros; poco después entrábamos en el pueblo a que ha dado fama un hecho militar del amigo Narváez. Rindiendo culto a la verdad histórica, debo decir que nuestra entrada fue triunfal, entre aplausos, vocerío y disparos al aire. Creían que llevábamos la dimisión y caída del Gobierno, la subida de O'Donnell, quizás la cabeza de Sartorius. No me valió decir que nada de esto llevábamos, porque el maldito Sebo, con sus gárrulos discursos, hacía entender a la gente que no íbamos a Torrejón por pura curiosidad. También allí vi defraudada mi esperanza de alcanzar la columna de O'Donnell. Poco antes   —180→   de mi llegada había salido el caudillo para Alcalá con el grueso de la tropa sublevada, dejando en Torrejón el regimiento del Príncipe con Echagüe y una sección de Caballería. Tuve intención de verle: quería yo charlar con mi amigo de aquel aparatoso alzamiento; mas, antes de llegar al caserón donde se alojaba, me vi envuelto por una nube, que de otro modo no puedo llamar a la turbamulta de personas que me rodearon, caras de Madrid, conocidas, algunas de amigos.

La primera intimación fue que nos reuniéramos todos a comer. Díjeles que yo les convidaba, pues, a más del repuesto de provisiones de boca, traía exquisitos vinos: comeríamos y beberíamos a la salud de los libertadores. Interpretando con agudeza y prontitud mis deseos, corrió Sebo al parador y mandó disponer comistraje abundante, de lo que hubiese, que con lo llevado por nosotros formaría un banquete espléndido. Y mientras bajo la dirección de Telesforo funcionaban las cocinas, recorría yo el pueblo de un lado para otro, viéndome abrazado por cuantas personas encontraba. En estas expansiones populares, el abrazo entre desconocidos es el signo externo del cordial regocijo, de la esperanza que toda insurrección despierta en el sufrido pueblo español, mal gobernado siempre. Las revoluciones tienen entre nosotros el carácter de salutación al nuevo tiempo, y establecen entre los ciudadanos la confianza, la fraternidad y el   —181→   generoso cambio de demostraciones cariñosas. Yo me vi en Torrejón festejado por la multitud. No sólo me abrazaban los de Madrid, sino los del pueblo, éstos con mayor efusión. A mi paso avanzaban también las mujeres, alzados los brazos, y soltaban con chillona voz el grito de ¡Viva España! Algunas viejas me besuquearon, y los chicos gritaban: ¡Viva Madrid! ¡Vivan los hombres de corazón! Se les había metido en la cabeza que yo llevaba una misión política, y no siéndome fácil sacarles de aquel error, pues no había razón que les convenciera, dejeme llevar de la ola popular. Cerca del caseretón que me pareció Ayuntamiento, se vino hacia mí un señor que con cierta solemnidad se presentó a sí mismo, diciendo: «Simón Carriedo, Alcalde de Torrejón de Ardoz». «Por muchos años», contesté yo dejándome abrazar, y él prosiguió: «Está Vuecencia en uno de los pueblos más liberales de España. Aquí aborrecemos la tiranía, y queremos un Gobierno que mire por la libertad y por la ilustración. ¡Viva Isabel II! ¡Mueran los polacos!...

-Bien, señor, muy bien. Pero yo...

-No se nos achique Vuecencia, ni crea que aquí no conocemos a los hombres de valer. Torrejón sabe que tiene en su recinto al que es cabeza civil de la revolución bendita... Señores: ¡Viva el marqués de Beramendi!

-¡Vivaaa...!

-Pero, señores -dije balcuciente, de   —182→   pura modestia-, yo les aseguro que no toco pito...

-Adelante... Aquí no valen tapujos. Torrejón es un pueblo muy liberal, un pueblo ilustrado... El Ayuntamiento, señor Marqués, se reúne esta noche para proclamar con la debida solemnidad el pronunciamiento. Torrejón se pronuncia, Torrejón destituye a Sartorius, y no reconoce más autoridad que la de los libertadores. ¡Viva Isabel II!

Pues adelante. Ya no me opuse a ninguna demostración; ya me creí obligado a tomar la iniciativa en los abrazos, y estrechaba efusivamente contra mi pecho a todo el que cogía por delante. Y mientras esto ocurría, noté que en todas las ventanas y ventanuchos aparecían trapos de colores, colchas y pañuelos; sábanas, donde no había otra cosa, y hasta bayetas amarillas, en representación del tono gualda de nuestra bandera. El pueblo se engalanaba para festejar el cambio venturoso, la nueva dirección hacia los vagos horizontes del progreso y el bienestar. Todas las mujeres estaban en la calle: algunas alzaban en brazos sus chiquillos mamones, como alzarían un estandarte, o cualquier signo para guiar a las multitudes, y los muchachos sacaban cuantos objetos pudieran servir de instrumentos de ruido para imitar el de tambores, remedando con boca y narices el piafar de caballos y el estridor de cornetas. En medio de esta algazara, vino Sebo a decir que la comida estaba   —183→   pronta. Convidé al Alcalde, que aceptó, con la recíproca de prometerle yo cenar en su casa. Arrastrado por aquel vértigo y metido en él, llegué a creerme que soy, en efecto, la cabeza civil de la revolución; y en el bullicio del parador, rodeado de diversa gente, tan dispuesta al buen comer y mejor beber como al derroche de palabrería patriótica, mi alucinación casi llegó al pleno convencimiento. Los discursos que en el curso de la comilona pronunció Sebo, arranques oratorios con toques de esa sinceridad bufonesca que tanto agrada en los días de exaltación popular, me contagiaron, lanzándome a improvisaciones locas. Ni recuerdo bien lo que dije, ni hago traer aquellos disparates desde las neblinas de mi memoria a la claridad de estas páginas.

Entre los comensales había dos cadetes de Caballería que desde el primer instante de nuestro conocimiento me encantaron por su juvenil desenfado, por su ingenio vivísimo, que así se manifestaba en la charla voluble como en los desahogos de la maledicencia política. No he olvidado sus nombres: Pastorfido se llamaba el uno; el otro Narciso Serra, y ambos hablaban por los codos, empezando en prosa y acabando en verso. Serra, principalmente, se disparaba en redondillas sin darse cuenta de ello. Cuando salíamos del parador para ir al alojamiento del brigadier Echagüe, me dijo con la naturalidad de la prosa corriente:

  —184→  

   ¿Dormir yo? No tengo gana.
Sueño pensando en mi suerte.
El descanso de la muerte
quédese para mañana.



Antes de visitar a Echague, acordeme de mi casa, de mi mujer y mi niño, y sentí ardientes deseos de volverme a Madrid. Mas ya era tarde para emprender el regreso, y además la página histórica, ofreciéndose a mi mente con extraordinaria luz, debilitó mi querencia del hogar y de la familia. Resolví quedarme, y para que María Ignacia no estuviese con cuidado, mandé a mi criado Zafrilla que alquilase un buen caballo y a Madrid partiera sin demora. Hecho esto, fue sosegada mi permanencia en Torrejón toda la noche, que hube de pasar de claro en claro, por los obsequios del Alcalde, por el patriotismo bullanguero del vecindario y el continuo movimiento de tropas, y por los divertidos coloquios con Serra y Pastorfido, que ni dormían ni dejaban dormir a nadie.

A Echagüe le encontré caviloso, inquieto, como hombre que sabe pesar la grave responsabilidad contraída. La importancia militar y política de los personajes sublevados era garantía de un éxito feliz; pero siempre quedaba el temor de inesperadas contingencias, de ésa no vista piedra que hace volcar el carro, del olvidado detalle que destruye en un momento la lenta obra de la previsión. Díjome que los Generales contaban con el concurso de todas las fuerzas   —185→   que tenemos en Alcalá, y con los medios que ofrece aquel depósito para poder armar buen número de paisanos. Nada sabía de los planes del Gobierno, que de fijo habría dispuesto que la Corte regresase a Madrid, para disponer de las tropas de guarnición en el Real Sitio. Con poca o ninguna Caballería contaba el Gobierno; en cambio, no le faltaba la suficiente Artillería para dar un mal rato a los rebeldes. ¿El plan de O'Donnell era caer sobre Madrid en son de ataque, o esperar a pie firme al ejército llamado leal? No lo sabía, o quizás sabiéndolo no estimaba prudente decírmelo. Ya de madrugada, supe por mis amigos Serra y Pastorfido que Echagüe tenía orden de ponerse en camino a la mañana siguiente, tomando la dirección de Coslada. A Coslada iría yo también, haciendo de la página histórica y de la novelesca una sola página.

Dormí un par de horas, y más habría dormido si no me despertara con grandes voces mi amigo el coronel Milans del Bosch, que acababa de llegar de Madrid, de paso para Alcalá, con una misión del Gobierno. Hombre expansivo, de corazón fácilmente inflamable por toda idea generosa, pródigo de palabra, en las resoluciones más impetuoso que tenaz, ha ilustrado su nombre en las armas, junto a Prim, y en sociedad es de los que saben ganar numerosos amigos. Mientras yo me vestía, tomaba el desayuno que le subió Sebo. Hablamos de la revolución, que él miraba con simpatía como liberal   —186→   y patriota, y lamentaba que la disciplina no le permitiera secundarla. Tal fuerza expansiva tenía en su alma la sinceridad, que no me fue difícil obtener alguna indiscreción referente al mensaje que llevaba. Oyéndole charlar con espontaneidad impropia de un diplomático, vine a sacar en limpio que la Reina concedería su perdón a O'Donnell y a los demás Generales, reconociéndoles sus grados y honores, siempre que volviesen a Madrid y entregaran a Dulce para someterle a un Consejo de guerra. Me pareció que era gran tontería proponer a un sublevado español vilipendio semejante, y que la misión del parlamentario había de ser inútil. También Milans así lo creía. En él advertí desconfianza de su papel diplomático, y ganitas de ponerse al lado de los libertadores y en el puesto de mayor peligro. Es de los que no quieren lucha sin gloria, ni ven la gloria donde no hay mil probabilidades de perder la vida.

Bajamos a la plaza, y cuando le despedía junto a la portezuela del coche, me veo venir a Andrés Borrego rodeado de un grupo de patriotas y periodistas. Habían llegado por la noche, y después de un descanso breve continuaban camino de Alcalá. Poco pude hablar con aquel buen amigo tan experto en cosas políticas y revolucionarias. Díjome que el Gobierno había perdido la chaveta, y con sus desatinos daría el triunfo a la insurrección. No se le ocurría más que ordenar prisiones de gente de viso, entre ellas los   —187→   banqueros Collado y Sevillano; suspender toda la prensa independiente, y amenazar con comerse los niños crudos. «Pero lo más ridículo que estos pobres polacos han podido idear -me dijo Borrego en los últimos apretones de manos-, es la revista militar que han dispuesto para hoy en el Prado, con asistencia de Su Majestad, para que las tropas la vitoreen y le digan que por ella derramarán su sangre. Ya sabe usted, mi querido Beramendi, que estas paradas son un recurso teatral que nada resuelve. En ninguna revolución ha faltado este prologuito de las grandes catástrofes, ceremonia militar, desfile de soldados melancólicos. Los vivas de ordenanza, el estruendo de clarines y tambores, suenan a melopea desmayada y quejumbrosa, a marcha fúnebre.




ArribaAbajo - XVIII -

Sueltos, en parejas o en alegres bandadas, pasaron también por Torrejón, el día de San Pedro, multitud de pájaros, la inquieta juventud de estos tiempos, revolucionaria y masónica, vanguardia del pensamiento y zapadora de la acción. El polaquismo, con sus increíbles desafueros, ha fomentado el entusiasmo, la impaciencia temeraria y generosa de la juventud militante. Mal haya   —188→   el Gobierno que desprecia estas manifestaciones de la vida nacional en que andan poetas y escritores sin juicio. Resultará que lo tienen de sobra cuando son olvidados o perseguidos. Y por fin, de los que hacen coplas o chistes es el reino de la opinión... A muchos de los que en Torrejón aparecieron conocía yo de trato, a otros de nombre y fisonomía. Hablé con Cristino Martos, que en todas las funciones de la palabra es orador, como es poeta Serra siempre que abre la boca. El sentimiento revolucionario se desborda en él con las formas gramaticales más graves y rítmicas. Lleva en sí el espíritu girondino: su verbosidad sentenciosa resulta noble y clásica, y por esto mismo no es de los que conmueven a la plebe. Yo le digo que, hablando siempre en nombre del pueblo, resulta el más aristocrático de los tribunos. Ortiz de Pinedo, Cisneros, Somoza, Abascal, y otros que vi pasar aquel día, me contaron que de Madrid venían contra los sublevados los generales Blaser y Lara con la Infantería que había quedado en Madrid y la que regresó de El Escorial, con la Caballería de Villaviciosa, algunos tercios de Guardia Civil y no pocas piezas de artillería...

De mi casa me trajo Zafrilla noticias que me permitieron aguardar con tranquilidad los acontecimientos que Clío nos preparaba. Esta bondadosa divinidad cuida siempre de evitar el aburrimiento a los pueblos que se envanecen de tenerla por relatora de sus   —189→   grandezas. Y apenas entró en funciones la buena musa en aquellos campos, tuve que tomar nota de un hecho singular: la transformación del gran Sebo. No viéndole por parte alguna en toda la mañana, mandé a Zafrilla que le buscase, y al fin me le trajo en tal manera cambiado, que al pronto no le conocí. Habíase afeitado el cerdoso bigote, operación que debió de inutilizar las navajas barberiles. Se había cortado el pelo al rape, haciéndose un tipo de cura montaraz, que se completaba con ropas negras y raídas, faja mugrienta, obscura, y gorra de pelo de conejo. «Señor Marqués -me dijo con voz que revelaba más miedo que vergüenza-, he tenido que disfrazarme porque... desde anoche andan por aquí más de cuatro y más de cinco policías, algunos de mi propia sección y de mi propio barrio... Traen proclamas leales para repartirlas a los soldados, y con las proclamas, sin fin de mentiras que van echando en todos los oídos para que la gente se desanime... Me han visto, me han preguntado si ando con la Revolución, y les he respondido que estoy donde estoy. No debe uno comprometerse antes de tiempo... No debe uno dar su brazo a torcer... A la Revolución pertenezco yo en cuerpo y alma, y de ella espero la recompensa de mis buenos servicios. Pero mientras se decide si la Revolución vive o muere, ¿qué necesidad tengo de dar la cara? Póngome esta postiza para que mis compañeros no puedan decir que han visto a Sebo entre los sublevados.   —190→   Si vienen mal dadas, serán capaces de fusilarme o de meterme en un presidio... Y sería lástima, excelentísimo señor, porque, aquí donde Vuecencia me ve... no creo haber nacido para el oficio vil de corchete... Modestia a un lado, señor, Telesforo se siente jefe político...».

Asentí a cuanto decía, regocijándome de su infantil ambición, no enteramente injustificada, pues gobernadores he visto salidos del más bajo montón burocrático, o de obscuros aprendizajes políticos... Sigo contando. En la tarde del 29, gran número de paisanos mal armados o por armar entraron en Torrejón, presentándose al brigadier Echagüe. Al anochecer supimos que en la madrugada próxima saldría de Alcalá la división libertadora, engrosada con las fuerzas de Infantería y Caballería que guarnecían aquella ciudad, con el contingente de la Escuela Militar, con los setecientos quintos armados de tercerolas, y el núcleo de paisanos, que iba aumentando por el camino. Dieron a la hueste adventicia el nombre de Voluntarios de Madrid. Madrugamos para salir al encuentro de esta variada y pintoresca tropa. Salió todo el vecindario: la carretera parecía un campo ferial en movimiento. Nunca vi gente más alegre: creyérase que esperaban lluvia de monedas de oro y plata, o presenciar gloriosos combates caballerescos, con intervención del apóstol Santiago. ¡Desgraciado pueblo, que no esperando nada de la paz, porque en este escepticismo lo mantienen   —191→   sus gobernantes, lo espera todo de la guerra civil.

Cuando las avanzadas del ejército libertador aparecieron, destacándose del horizonte obscuro en las primeras claridades del alba, rompió la multitud en exclamaciones de júbilo. El toque de clarines de Caballería y el grave paso de ésta encendían en todos los corazones un sentimiento de admiración, de piedad y ternura, que no es fácil definir. En los sentimientos que despierta tan sublime música, se confunden y hermanan la grandeza heroica y el fervor religioso. Las pausas en el toque, aquel silencio del metal sonoro que deja oír las patadas rítmicas de los caballos, es de una solemnidad que induce a la efusión, al llanto mismo... Entró la Caballería en Torrejón, después la Infantería y Voluntarios, luego el Estado Mayor General escoltado por una sección de coraceros... Por falta de viento, la nube de polvo rastreaba, no subiendo más arriba de las barrigas de los caballos y de los pies de los jinetes. Lamañana entró alegre, luminosa, esparciendo su luz rosada por los campos estériles y por las abigarradas multitudes de militares y campesinos. Dijérase que traía la fecundidad al suelo, y a todos los corazones la esperanza.

En el ejército encontré multitud de amigos. Pero apenas pude hablar con algunos, pues el descanso en Torrejón fue brevísimo. Salieron las tropas en dos divisiones; la una, mandaba por Dulce, siguió por el camino   —192→   real con órdenes de llegar hasta Canillejas para hacer un reconocimiento; la otra, con O'Donnell al frente, tomó la dirección de Vicálvaro. A la impedimenta de ésta me agregué yo, gozoso con la idea de pasar por Coslada. En esto me equivoqué, porque el paso fue por un sitio distante media legua del pueblo en que los salvajes residían. Salieron a vernos hombres, chiquillos, mujeres. Miré las caras de éstas, buscando entre ellas la de Virginia; pero no la vi. O no estaba, o desfigurada totalmente por la barbarie, no pude reconocerla.

En la parada que allí hicimos, se adelantó Sebo para refrescar con el aguardiente que vendían unos cantineros, y al volver me dijo: «Vea, señor, a los dos oficiales que desde aquellas tapias le están mirando... Ahora le saludan con la mano. Son Navascués y Gracián. Fui hacia ellos y ellos vinieron hacia mí, partiendo el camino, y afectuosamente nos saludamos. El General les había encargado de la instrucción y mando de las compañías de Voluntarios, tarea no floja, pues eran gente revoltosa, temeraria, más fácil al heroísmo que a la disciplina. Volviéndose de improviso hacia Sebo, Gracián le agarró de una oreja, diciéndole: «Ahora me vas a pagar todas las que me has hecho, perillán. Pensabas que yo no te conocería con esa facha de saltatumbas... Ya no te suelto; te doy la filiación, quieras o no quieras; te pongo en las manos una carabina, y como no seas valiente, te fusilo por la   —193→   espalda...». «Señor -contestó Sebo con mal disimulado pánico-, no se empeñe en hacerme héroe, porque no lo soy. No he nacido para eso...Si quiere emplearme en el ejército libertador, como es mi gusto, deme un cargo administrativo, sanitario o, si a mano viene, de municiones de boca, que algo entiendo de esto...». Y Gracián: «Si no tienes ánimos para cargar el chopo, te haré mi capellán castrense.

-Señor, no soy cura.

-Lo pareces, y es lo mismo... No te me escapas ya. De los malos ratos que me has hecho pasar dándome caza, voy a vengarme ahora, tunante». Y sin esperar a más razones de Sebo ni mías, llamó a un sargento y le entregó el nuevo voluntario, con esta suave recomendación: «Ea, cogedme a este gandul, que es un cura mal disfrazado... Ponédmele en el servicio de cartuchos, hasta que llegue la ocasión de auxiliar a los moribundos... Cuidado con él; y si quiere escaparse, dadle veinticinco palos como primera providencia.

Desapareció Sebo dolorido y rezongando, y siguió su marcha la división por el camino polvoroso. Picaba el sol; los ánimos ardían.

Apenas entraron en Vicálvaro las tropas sublevadas, corrió la voz de que estaban a la vista las del Gobierno. Expectación, toques de mando, movimiento. Era una falsa alarma, que se repitió media hora más tarde, cuando los soldados requerían sus alojamientos y olfateaban las humeantes cocinas.   —194→   Por fin, cerca de las tres, ya fue indudable que venía el Ministro de la Guerra, general Blaser, con Lara, Capitán General, y casi toda la guarnición de Madrid. Antes de que viéramos las avanzadas, una bala de cañón, que casi tocó a las tapias del pueblo, fue como el primer grito de guerra. Nube de polvo lejana anunció la Caballería del Ejército que el convencionalismo histórico llamaba leal. Pronto vimos que la Artillería enemiga escogía posición excelente en lo alto de un cerro, detrás de un arroyo. Entendiendo poco de estrategia, pareciome que Blaser no pecaba de tonto. Lo mismo pensaron los de acá, según después supe. Pero ya no podían rehuir el combate en el terreno escogido por los de Madrid. Vi que avanzó el batallón de la Escuela Militar, como en reconocimiento, y sobre ellos vinieron con furia los caballos de Villaviciosa. La batalla estaba empeñada. Híceme cargo del plan de ambos caudillos. El de allá ganaría si desalojaba de la posición de Vicálvaro a los que bien puedo llamar nuestros. Ganarían los sublevados si conseguían tomar de frente los cañones de Blaser.

Reconozco mi falta absoluta de espíritu bélico, y no me avergüenzo de confesar que me siento incapaz de todo heroísmo en el terreno de las armas. Como además no gusto de acudir a donde sé que mi persona no hace ninguna falta, determiné situarme en lugar seguro, aunque en él no pudiese ver en todo su desarrollo el que ha de ser histórico suceso.   —195→   Me interesan, sí, en grado sumo las consecuencias políticas o sociales de este duelo marcial; pero las peripecias y lances del mismo no despertaban en mí ninguna emoción, como no fuera la de piedad y lástima por los que habían de morir. Desde las tapias más lejanas del pueblo, por el Este, procuraba yo ver y enterarme, recorriendo con ávidos ojos el campo de batalla. Entre nubes de polvo y humo vi las filas de caballos, las filas de hombres, grupos contra grupos, y... ¿lo diré como lo siento? Yo no deseaba sino que acabaran pronto. ¿Diré también que toda aquella porfía me pareció estúpida? Pues lo digo. Y al fin, entre mis confusiones y mi hastío de tanta barbarie, surgía la pregunta no contestada: «¿Y todo esto, para qué?» No sé qué habría yo pensado si me viera ante un San Quintín; pero ante aquel combate, en cierto modo casero, entre cuatro gatos, como suele decirse, lucha por el gobierno de un país siempre desgobernado, mi pensamiento no podía elevarse a las alturas de la Historia trágica. Nada, nada: que acabaran pronto, y se fueran a sus casas.

Dos horas corrieron, y no se veía ventaja en ninguna de las dos partes. Se tiroteaban, se acuchillaban, y las ondulaciones de las masas combatientes no determinaban ganancia ni pérdida de los trozos de suelo en que reñían. En la salida del pueblo, por el camino de San Fernando, donde busqué mi refugio, había multitud de viejas, que allí se guarecían de las balas. Alguna de ellas me   —196→   dijo que a la villa le venía bien aquella guerra, porque la tropa siempre deja dinero, y otra se lamentó de las muertes que habería, no sin atenuar su pena con esta consideración filosófica: «También hay que ver que es güena la guerra cevil, porque en ella fenece toda la granujería de los pueblos. Perdidos, vagos, ladrones: en tiempo de paz no hay quien vos mate. Salta la guerra, y a la guerra os vais como las moscas a la miel. Sois valientes, metéis el pecho de veras. Ahí morís todos, pestilencia». Y un vejete medio alelado y paralítico tomó así la palabra: «Esto que vedéis no es guerra mesmamente y de por sí, sino rigolución... Y quien diz rigolución, diz dinero en Vicálvaro: la rigolución trai derribo de casas viejas, de conventos y santularios; rompición de calles, de lo que viene obra mucha de casas nuevas, y vender acá más yeso del que ora vendemos. Ya vedéis la paradez del yeso. Pus como ganen los libres, tendréis en Madril obra de casas, y aquí el quintal de yeso por las nubes». No podía yo enterarme bien de otras cosas que el vejete decía, porque en el sitio donde estábamos se habían refugiado todos los perros del pueblo, asustados de la batalla, y allí coreaban con sus ladridos el militar estruendo.

También los mendigos de ambos sexos tenían allí su resguardo, y entre éstos un ciego que, según contó, estuvo en los famosos sitios de Zaragoza. «Aquéllas eran guerras por honra, señor -dijo revolviendo   —197→   sus ojos muertos-, y no estas comedias con tiros, por el mangoneo, y por ver quién pone o quién no pone un par de principios después de los garbanzos. Bien claro está que no hay cosa de por medio. España se va volviendo muy comelona; los ricos traen cocineros de Francia... ¡Comer bien, vivir bien! ¿Lujo grande, monises pocos? Pues revolución, para que el dinero que hoy está en tus manos venga a las mías... Yo he sido en Madrid cocinero de fondas y de alguna casa. ¡Veinticinco años cocinero, señor! Me arruiné por poner un establecimiento en que daba de comer a lo que llaman precios reducidos. La maldita baratura y el no entender el negocio me dejaron por puertas, y para acabar de arreglarlo, mis pobres ojos, del calor de las hornillas día y noche, se quemaron, se quedaron ciegos... No veo las cosas, y veo las causas de estas marimorenas... Todo es cuestión de principios... de poner dos principios... Yo ponía tres por dos pesetas, y ya se sabe lo que me pasó. Las clases no pueden comer dos principios sin hacer una revolución cada pocos años para que los buenos sueldos pasen de unas manos a otras manos... Tenemos en Madrid el furor del buen vivir, que viene de Francia, como las modas de sombreros... tenemos el furor de los dos principios, de los chalecos de felpa y de cachemir, de los pantalones patencur, de las butacas con muelles, de las alfombras de moqueta, de los jabones de   —198→   Benjuí o de terciopelo, y de los féretros metálicos, que también en esto hay furor... Muchos furores y poco dinero, señor. ¿Poco dinero? Pues ya se sabe: revolución al canto... estas revoluciones de dentro de casa... el fogón, la despensa, el guardarropa, los principios...




ArribaAbajo - XIX -

Con estas conversaciones, me distraía de la acción campal y no paraba mientes en sus peripecias. Al recogido lugar donde yo estaba venían noticias de que iban ganando los libertadores. Los zambombazos de la Artillería eran menos frecuentes; hasta me parecieron más lejanos. No fue menester, como en los tiempos de Josué, que se detuviera el sol en su carrera para dar lugar a que los combatientes decidieran cuál se llevaba la victoria... El día, como de Junio, era largo, tan largo, que no acababa nunca, y la victoria no parecía. Liberticidas y libertadores se peleaban, sin darse ni quitarse posiciones, ni extremar sus ataques. Creyérase que todo era una comedia marcial, representada entre compadres con menos saña que ruido... La página histórica me resultaba poco interesante. Sin duda, su interés estaba en otro lugar y ocasión. La verdadera página histórica con gravedad y trascendencia vendría después, larga secuela de   —199→   un hecho militar pequeño y de poca sangre. Antes que empezase a declinar el día, cansado de su propia largura, sentimos que menguaban los tiros. Al extremo del pueblo donde yo estaba llegaron grupos de paisanos y soldados, sedientos, el polvo pegado al sudor. Nos decían que llevaban ventaja; pero no traían en sus rostros ni en sus palabras el júbilo de la victoria. Entraban en las casas atropelladamente, buscando agua con que aplacar la sed. Al paso de los hombres por los corrales, huían despavoridas las gallinas, que ya requerían los palos de sus albergues. Con más agua que vino se refrescaban los combatientes; algunos hablaban con poco miramiento de los Generales libertadores, que no les habían mandado tomar a pecho descubierto las piezas de artillería. Éstas se retiraban, según dijeron. Blaser y su ejército leal se volvían a Madrid, donde seguramente darían un parte proclamándose vencedores.

Mi criado y el cochero, a quienes di permiso para que se corrieran un poco hacia las eras del pueblo, donde podrían ver algo de la función, amparándose de las casas más próximas, volvieron a contarme lo que habían visto, y de ello no copio más que esta referencia histórica: «¿No sabe, señor? A don Telesforo Sebo le han traído entre cuatro, digo, entre dos, cogido por los brazos. Viene todo magullado de la carrera de baqueta que le dieron antes de empezar la acción, y de los pisotones de tropa y patadas   —200→   de caballos que luego sufrió el pobre en lo más recio de un ataque. Heridas de arma no tiene, sino cardenales y mataduras que dan compasión. En nuestro alojamiento le han metido: allí le están curando unas mujeres, y él echando de su boca maldiciones contra los Blases de allá y los Dulces de acá». Quise ver y consolar al desdichado Sebo; mas no pude hacerlo tan pronto como quería, pues desde el punto en que recibí la noticia hasta mi alojamiento era dificultoso el tránsito, por la muchedumbre de tropa y paisanos que invadían las calles. En medio del tumulto tuve una grata sorpresa: vi un rostro conocido, de persona que como yo trataba de abrirse paso. Era Rodrigo Ansúrez, el aprendiz de hojalatero, que había sido como el anunciador de las disposiciones del Destino, determinantes de mi viaje a Vicálvaro... Le cogí por un brazo. Díjome que su maestro, el señor Albear, le había dado permiso para seguir los pasos del general O'Donnell, el cual salió de la Travesía de la Ballesta en la madrugada del 28. Con otro chico y el oficial de la hojalatería, ambos de ideas muy liberales, se había ido Rodriguín a Torrejón y a Alcalá, después a Vicálvaro. Había visto todo y podía contarlo. No disparó tiros porque no le dieron carabina ni escopeta; pero ayudó lo que pudo, llevando cartuchos para el fuego y agua para la sed. Agua y pólvora eran lo más preciso.

«Oye una cosa, Rodrigo. Sin noticia ni   —201→   dato alguno en que fundarme, sólo por corazonadas, pienso que tu hermano Leoncio está en Vicálvaro. ¿Acierto? ¿Le has visto tú?

-Sí, señor... le vi un momento y hablamos. Estaba con otros paisanos que iban en el batallón de la Escuela Militar. Mi hermano, que es gran tirador, llevaba una carabina muy maja, que no sé de dónde pudo sacarla... Le perdí de vista... Como hay Dios, que Leoncio ha matado a muchos Blases.

-Haz por encontrarle, Rodriguillo. Deseo conocerle, preguntarle por su mujer. ¿Tú qué crees? ¿Leoncio se habrá vuelto a Coslada?... Si estuvo en Alcalá, y de Alcalá se vino aquí con las tropas, ¿le habrá seguido en esos trotes su mujer?

-Para mí que le ha seguido, señor, pues ella es también muy trotona. No se cansa de correr, y como se quieren tanto, juntos están siempre. Adonde va él va ella, y al revés, que es lo que se dice viceversa.

-Siempre juntos. Y si Leoncio ha estado en medio del fuego, ¿ella también...?

-Como en el fuego mismo no estaría Mita; pero cerca sí, señor, que valiente lo es hasta dejárselo de sobra... Se habrá puesto donde pudiera verle con su carabina maja tirando tiros y acertando siempre, porque, créame el señor, no hay puntería como la de Leoncio.

-Pues si están en Vicálvaro, hemos de revolver el pueblo hasta encontrarles, lo que no es fácil con tanto barullo de tropa y   —202→   de paisanos forasteros. Rodriguillo, cuenta con una recompensa magnífica, un traje nuevo, o su importe si prefieres el dinero a la ropa; un reloj si te gusta más que el traje; en fin, lo que quieras, si encuentras a Mita y Ley. Ponte en movimiento ahora mismo; no descanses, chiquillo. Mejor que ropa o reloj querrás... no sé qué... algún antojo tuyo... Dímelo.

-¿Para qué quiero yo reloj, si no me importa nada saber la hora? Y de trajes, con lo que tengo me basta... Más me gustaría otra cosa, señor...

-Pide por esa boca, hijo, y no seas corto de genio.

-Pues, señor, lo que quiero es un violín.

-¿Eres músico?

-Tengo afición. Cuando estuve en la fábrica de cuerdas, mi principal, que es de la orquesta del Circo, me dio lecciones. Aprendí pronto. Yo me habría pasado toda la noche rasca que te rasca; pero los vecinos se quejaban del ruido que hacía, porque el violín que tengo canta como un grillo, y en los graves parece un rabel de los que tocan los chicos en Navidad.

-Pues nada, cuenta con un violín bueno, de aprendizaje. No será un Stradivarius: ése lo tendrás cuando sepas, cuando seas un gran concertista... Pero no nos entretengamos. Ya estás echando a correr. Queda hecho el trato... Tráeme a Mita y Ley o dime dónde están, y tú rascarás.

Salió el chico presuroso a su encargo, y   —203→   yo entré en mi alojamiento, la casa de un yesero, con almacén, dos corrales, y arriba estancias vivideras; mas era tal el cúmulo de gente militar y civil en todos los patios y aposentos, que allí no podía uno revolverse, ni aun pensar en comida y descanso. Lo mejor que hacer podía el que tuviera libertad, era huir de Vicálvaro; pero la obligación que me impuse de buscar a los salvajes me retenía en el pueblo, esperando el resultado de las investigaciones del hojalatero violinista. Mientras éste llegaba, bajé a consolar a Sebo, que asistido de dos viejas piadosas, curanderas, yacía sobre un montón de sacos de yeso, vacíos, entre sacos llenos. El polvillo blanco, flotante en la cavidad del almacén, se fijaba en el rostro y manos del magullado policía, dándole aspecto de cadáver o de figurón con jalbegue. Sus muecas de dolor y sus plañideras voces sonaban a bromas lúgubres de Carnaval. ¡Pobre Sebo! Más que de los dolores de sus mataduras, quejábase de la crueldad de Bartolomé Gracián, que había dado permiso a sus tropas para zarandearle y jugar con él a la pelota, dejando correr la fábula de que era cura disfrazado. Y no sentía tanto el molimiento y los cardenales como el grave daño inferido a su dignidad. Menos le dolerían sus huesos si se los hubieran roto, y sus carnes si se las hubieran hecho picadillo, que le dolía el alma, del escarnio sufrido y de la vergüenza de haberse visto en tan ruin vapuleo. Y era lo peor que por ningún camino podría   —204→   llegar a vengarse del don Bartolomé, quien, al parecer, estaba en gran predicamento con Dulce y con Ros de Olano. En mí confiaba para su delicada traslación a Madrid manteniendo el disfraz, y ocultándose en mi casa hasta que se decidiera si los perros se ponían el collar revolucionario o el absolutista. Y yo tendría la caridad de sustentar a la familia mientras durase la encerrona y llegara el nuevo destino. Éste correría de mi cuenta si triunfaba O'Donnell, lo mismo que si ganaba Sartorius, que para uno y otro perro tengo yo buenas aldabas. «Después de servir a Vuecencia con tanta lealtad -me dijo haciendo pucheros y besuqueándome la mano-, no tendrá Vuecencia entrañas si abandona a su fiel servidor».

Mientras hablaba yo con Sebo y miraba por su asistencia, metieron en el almacén unos ocho heridos, algunos graves, y aquella atmósfera de hospital en que respirábamos yeso se me hizo insufrible. Salí al portalón, donde había corros de militares, y hablando con ellos adquirí la certeza de que la batallita no les había satisfecho, por su equívoco resultado. Ni en ellos cabía vanagloria, ni en Blaser tampoco. Verdad que los de acá, como sublevados, podían contentarse con medio triunfo, o con la modesta gloria de un combate a la defensiva, sin perder terreno, mientras que los otros, como Gobierno constituido, quedaban muy desairados con la media victoria. Su retirada hacia Madrid, sin desorganizar y dispersar a los Generales   —205→   sediciosos, era un verdadero desastre.

Así me lo dijo Borrego, hombre de gran pesquis, añadiendo que la situación está moralmente derrotada. Borrego, Martos, Ortiz de Pinedo, y otros madrileños que habían venido de mirones, andaban a la busca de comestibles, a cada hora más escasos. Los estómagos empezaban a renegar del patriotismo; llevaban muy a mal que las cabezas, antes de prevenir lo tocante al sostén de los cuerpos, se lanzaran a trastornar la política y la sociedad. Compartí con los buenos amigos lo poco que a mí me quedaba; allegamos algo más, todo ello fiambre, reseco y con sabor a yeso, no sé si real o imaginario, y luego nos fuimos a la casa próxima, donde moraban Ros de Olano y Echagüe. A éste no le vimos: había sido llamado por O'Donnell. Ros comía tranquilamente con Buceta, el teniente coronel Zalamero y el paisano don Ceferino España, sentados los cuatro en derredor de una silla, por no haber mesa disponible. ¿Qué comían? Lonjas de carne de cabra rebozadas con yeso, y almendras de Alcalá, que parecían pedazos de escayola. Con su habitual gracejo, Ros nos dijo: «El primer acto no ha sido malo. Como primero, no podía tener efectos grandes, ¿verdad? Es una exposición hecha con arte sobrio. Sería necedad acalorarse demasiado pronto.

-¿Y dónde pasará el segundo acto, mi General?

-¡Ah!, no lo sé... yo no hago la Historia...   —206→   La que ven ustedes de mi letra la escribo al dictado. Me dictan; yo escribo...

-¿Se puede saber a dónde va mañana el ejército libertador?

-Si dejáramos los caballos de Dulce entregados a su instinto, creo yo que nos llevarían a la querencia de sus cuarteles.

-¡A Madrid, al bulto!

-Puede que sea más práctico esperar a que el bulto se mueva para saber lo que tiene dentro.

De las medias palabras del general Ros, colegimos que se esperaba un movimiento en Madrid. El Gobierno, con toda su tropa disponible, tendría que atender a sofocarlo: ésta era la ocasión de caer sobre la Villa y Corte. Entre tanto que el formidable tumulto estallaba, los libertadores pasearían militarmente por la zona circundante, pronunciando a los pueblos y reclutando patriotas. El fogoso Martos, que todo lo veía conforme a los anhelos de su impaciente corazón de sectario, dijo, con la solemnidad que ponía siempre en su limpia palabra, que las piedras de Madrid se levantarían para contestar con barricadas a las insolencias del polaquismo. Las lenguas habían sido ya bastante elocuentes. Lo que aún restaba por decir, lo dirían los guijarros... y la pólvora.

La idea y la esperanza de un alzamiento general en los Madriles eran unánimes. Oficiales y paisanos que se acercaron a la mesa del General, las expresaron ruidosamente, unos como chispazos de su inflamado   —207→   patriotismo, otros como consuelo de la deslucida función bélica de aquella tarde. Pasando de corrillo en corillo y de casa en casa, oí, entre mil comentarios del suceso y de sus consecuencias, una versión que me pareció la más discreta y juiciosa, como salida del entendimiento de Andrés Borrego, uno de nuestros más expertos catadores de acontecimientos, y de los móviles y personas que los determinan. La jornada de esta tarde -nos dijo a Pinedo y a mí-, desairada como acción de guerra, es una obra maestra de sagacidad política y de cuquería revolucionaria. Lanzar a las tropas al ataque con todo el brío que ellas saben desplegar, habría sido dar a este movimiento, desde sus primeros vagidos, un carácter rencoroso, sanguinario, como el de las luchas por principios irreconciliables. Y aquí no hay ni puede haber a la postre lucha de esa naturaleza. No hay cosas más conciliables que dos porciones de nuestro ejército regular, la una frente a la otra. ¡Cómo que en el fondo de estos movimientos y de estos choques entre pronunciados y leales, hay siempre un compadrazgo disimulado con las apariencias de antagonismo! Compadres son todos; no se tiran a destruirse, y ninguno de ellos quiere echar sobre su contrario la tristeza de una grave derrota. Con perfecta bonhommie atacó Blaser a Dulce, y éste y O'Donnell te devolvieron su cortés tiroteo. ¡Oh!, este irlandés sabe mucho, y no sólo es un buen guerrero, sino un excelente estratega del corazón   —208→   humano. En el curso de la acción he visto yo los efectos de su malicia sajona, y de su admirable delicadeza para efectuar el tacto de codos sin que nadie lo advierta, ni dejen de enterarse los codos del contrario. Viendo la acción sin ver al caudillo, yo le oía decir: «Compadre Blaser, no nos comprometamos derramando más sangre de la que manda la etiqueta. El polaquismo es cosa perdida. En el reloj del Destino ha sonado mi hora, y yo y los que están conmigo hemos de coger la sartén por el mango... Amigos seremos todos, aunque ahora el buen parecer pida que nos figuremos rivales. No tardaremos en abrazarnos... Nadie tema venganzas. Yo miraré por unos y otros... Somos el Ejército de un país sin fuerza de opinión, de un país que un día nos pide Orden, otro día Libertad... y lo que nos pide... tenemos que dárselo».




ArribaAbajo - XX -

Hastiado al fin de las prolijas versiones de un mismo asunto, salí con Zafrilla en busca de Rodrigo Ansúrez, que aún no había parecido por nuestro alojamiento. Recorrimos varias calles, la plaza, parte del camino real. En la plaza vi largas filas de caballos comiendo el pienso que con solicitud fraternal les servían sus jinetes. Los nobles animales, que habían trabajado todo el día   —209→   pisando terrones y cardos borriqueros, o algún cuerpo herido, muerto quizás, respirando tufo de pólvora y enardeciéndose al incitante toque de clarines, mascaban tranquilos su cebada, ajenos a la gloria militar. Observé que todos los perros del pueblo, que durante la batalla se habían alejado del campo de guerra expresando su terror con aullidos, se congregaban en derredor de los bridones, mirándolos con respeto y envidia. Algunos, después de mostrar su afecto a los generosos brutos de la guerra, salían a ladrar por las calles próximas, como queriendo espantar a otros animales enemigos que veían en forma vaporosa, o avisar la llegada de escuadrones fantásticos, sólo vistos por ellos. Luego volvían junto a los caballos nuestros, efectivos, y les hacían la tertulia, sentándose en postura de esfinge en medio de los grupos de soldados y corceles, o escarbando graciosamente la paja que a éstos se les caía.

Divagué por entre estos renglones de la página histórica, más interesantes, a mi ver, que los renglones belicosos, y al volver de una esquina me encontré al hojalatero, que corrió hacia mí gozoso, diciéndome: «Señor, dos horas hace ya que le busco. Estuve en la yesería tres veces...».

-¿Y qué hay, chiquillo? ¿Dónde está mi gente?

-¡Ay, me parece que me quedo sin violín!... no por culpa mía, pues he revuelto todo este poblacho... y...

  —210→  

-¿No parecen?

-Se me ha secado la boca de tanto preguntar... Por fin, señor, en la puerta de la Iglesia me encontré a un yesero de Coslada: vivía pared por medio de la casa donde se albergaban Leoncio y Mita; le llaman el tío Meas... Me dijo que con mi hermano había venido su mujer, la cual, todo el tiempo que duró el tiroteo, estuvo en casa de unas viejas que apodan las Cangrejas, porque tienen en San Fernando el negocio de mandar cangrejos a Madrid.

-Bueno, y te dijo...

-Que, en cuanto se acabaron los tiros, Mita fue en busca de Leoncio y se le llevó... Él no quería; pero ella... ¡vaya, que gasta un genio!... Es la que manda.

-Se fueron, pues... ¿a dónde?

-A San Fernando... con las tías ésas, que, como le digo, allí tienen gran casa... Algunos días está toda llena de cangrejitos del Jarama...

-¡Todo por Dios...! Pues no es cosa de que ahora vayamos a San Fernando. Yo tengo que volverme a casa: hace tres días que no veo a mi mujer y a mi hijo.

-Y no es lo peor que se hayan ido tan lejos, señor... Van más allá. Mañana, según me dijo el tío Meas, pasan a Mejorada, donde se establecerán, porque el negocio de Coslada parece ser que se les torció.

-A mí sí que se me han torcido todos mis planes. Pero ya volveré a ponerme en camino: iremos a Mejorada...

  —211→  

-Yo también... Si ahora no me gano el violín, ¿lo ganaré después?

-Tú rascarás... Tendrás un buen instrumento para estudio... Aplícate, y si eres realmente artista, yo te protegeré...

Desde aquel momento prevaleció en mi espíritu con poderosa fijeza la idea de partir inmediatamente para Madrid. Di a Zafrilla las órdenes necesarias para emprender la marcha. ¿Llevaríamos a Sebo? ¿Llevaríamos a Rodriguillo Ansúrez? Este compañero de viaje no nos traería ninguna dificultad; el otro tal vez sí. Resolvimos disfrazarle de cura, y al efecto encargué a Zafrilla que buscara, o comprase si era menester, las ropas necesarias para la mutación del travieso policía en venerable sacerdote. Andando en estos preparativos, encontramos a Navascués, el cual nos dijo que a la Corte se volvía con su inseparable Gracián. Comprendí que la misión de estos pájaros en Madrid no era otra que levantar al paisanaje y encender la lucha de barricadas. No se necesitaba mucho para esto, y oyendo hablar al impetuoso Martos, se adquiría el convencimiento de que Madrid sería un volcán en todo el día próximo. Las dificultades que tuvimos para conseguir la ropa clerical de Sebo las resolvió fácilmente Bartolomé Gracián, que estaba en buenas relaciones con el ama de un cura, frescachona, la cual facilitó sotana y balandrán viejos, y un sombrero de teja, raído, tan largo como un ataúd. No tenía Sebo magulladuras en el rostro; los   —212→   chichones de la cabeza se tapaban con el sombrero, y el cuerpo, bien bizmado, quedaba bajo la sotana holgadísima, pues el difunto era mayor.

Sobre las once nos dispusimos a salir. Gracián y Navascués, vestidos de paisano, confiaban en su audacia para entrar en la Corte sin infundir sospechas. Pensaban detenerse en Vallecas, donde tenía Gracián una amiga diligente que a él y a Navascués proporcionaría, en caso de necesidad, traje, burros y mercancía de panaderos para colarse sin ningún riesgo en la capital. Martos, Pinedo, Borrego y otros se las arreglarían fácilmente para el regreso. Llegada la hora de partir, y abreviadas las despedidas, metí en el coche al maltrecho Telesforo, convertido en clérigo campestre; subieron al pescante Zafrilla y el hojalatero, y deseando yo disfrutar a pie de la plácida noche y de la conversación grata de Navascués y Gracián, me fui andando con ellos detrás del vehículo, a regular distancia, por el camino de Vallecas. Innumerables perros salieron a decirnos adiós, ladrando, y enseñándonos los dientes; se retiraban rezongando; volvían con más furiosos ladridos; acudían otros de casas lejanas. Navascués, que se preciaba de entender el léxico perruno, les dirigió la palabra amenazándoles con su garrote: «Caballeros, que no somos gitanos ni frailes mendicantes. Retírense en buen orden, y váyanse a cuidar las casas del lugar». Gracián, también entendido en el lenguaje canino,   —213→   dijo que todo el alboroto que hacen los perros al ver pasar coches y trajinantes, significa que desean saber el punto a que éstos se dirigen. Créense investidos de facultades para el reconocimiento de pasaportes y para la vigilancia de caminos, y sus ladridos, que no son más que el cumplimiento de un deber, cesan cuando se responde a la interrogación que expresan. «Señores perros -les dijo Bartolomé mostrándoles el Palo, después una pistola-, sepan que vamos a Vallecas... ¡a Vallecas! No sé decirlo de otro modo: ya tenían ustedes tiempo de aprender castellano... Conque ya saben... a Vallecas vamos. Si no se dan por satisfechos, lo diré con la estaca; y si la estaca no hablara con bastante claridad, les pegaré un tiro». Oído esto, los perros se fueron retirando por escalones. De hocico al pueblo, todavía rezongaban con mugido displicente.

Diré que el tal Gracián me encantaba por su donosura, por la fatuidad de buen gusto con que se había atribuido un papel constantemente activo en la comedia o drama de la vida. No fue menester estímulo de mi parte para que su confianza se abriera y su verbosidad se desbordara. Es de estos que entregan todo su interior, sin reservar ninguna porción de lo malo ni de lo bueno, tan ineptos para la hipocresía como para la modestia. La conversación que yo entablé sobre el tema de la guerra y de la política, fue derivando, por los giros que le daba el sensualismo de Gracián, hasta llegar al tema   —214→   de mujeres. La vida de aquel libertino era manantial inagotable de asuntos para tal conversación. Oyéndole contar alguna de sus aventuras, acometida con harta impavidez y cierta convicción profesional, vi reproducida en él la figura del burlador de antaño, a un tiempo heroico y cínico. La degeneración del tipo es evidente, como lo es la de las víctimas, más fáciles hoy a la seducción. Sobre este punto me permití opinar que en la moral no tenemos progreso. Hay, sí, más pudor de lenguaje, y escrúpulos de palabra que antes no se conocían; pero, con todo esto, los baluartes que hoy guardan la virtud femenina son de estructura más endeble.

Consiste la presente relajación, según indicó Gracián, en que apenas hay ya quien crea en el Infierno, y las mujeres que aún profesan este dogma terrible, lo han reformado en su pensamiento, estableciendo un Infierno sin infinito y con salidas al mundo de los vivos. Mi parecer es que la sociedad actual, con la facilidad de relaciones entre los sexos y la mayor licencia en las costumbres, permite a los galanes triunfos baratos, que no exigen ni grande agudeza, ni arranques de valor temerario. De aquí resulta que el ejemplar, el tipo de burlador más común en estos tiempos, es de un prosaísmo evidente, agravado por los toques de sensiblería fúnebre y de languidez mocosa. Hay también tipos de varonil desvergüenza que sostienen la tradición mejor que los galanes   —215→   lánguidos, y en los pueblos tenemos el tenorio cerril, que no deja mal puesto el pabellón de la galantería ilegal. A propósito de esto, hizo Gracián una observación que sintetiza su gracioso cinismo. Dijo que los tenorios rústicos prestan un gran servicio a la sociedad contemporánea, porque ellos contribuyen en gran parte a la producción de amas de cría y al fomento de niños de madres pudientes. El mal y el bien andan enlazados en el mundo, y a cada instante vemos que algún trozo del edificio de las virtudes sociales se caería si no estuviera apuntalado por un vicio. ¡Qué sería de la infancia rica sin tanto menoscabo y deshonor de muchachas pobres! Y si las criaturas ganan al cambiar el esquilmado pecho de sus madres por el exuberante de las nodrizas, también éstas salen gananciosas, porque se desasnan, se civilizan, y al concluir llevan al pueblo sus ahorros, y encuentran un labrador honrado que se casa con ellas...

Apurando el tema con sofistería inagotable, llegó a sostener Gracián que las aventuras ilegales de amor son manantial de poesía. El mundo se volverá enteramente prosaico y la vida humana totalmente estúpida, si no le prestan su encanto la turbación de matrimonios y el desconcierto de los hogares, donde toda monotonía y toda insulsez tienen su asiento. Y a tales ventajas deben agregarse las de preparar a la sociedad para las revoluciones, que vienen a ser como una   —216→   limpia general y mudanza de aires, ambas cosas muy necesarias en la vida de los pueblos. Los amores ilegítimos desatan lazos, aflojan vínculos. La volubilidad y el capricho de la mujer extiende por toda la sociedad un cierto espíritu de rebeldía que es el principal elemento de las alteraciones políticas. Sin darse cuenta de ello, los hombres, sean burlados o por burlar, se ven arrastrados a este remolino, que acaba por conmover los cimientos del Estado. Las mujeres sienten, los hombres ejecutan. El pecado turba las conciencias, y éstas tratan de aplacarse buscando la alteración de la ley, por la cual es pecado lo que no debiera serlo. El deseo de alterar la ley trae las agitaciones públicas, que son tentativas, ensayos, cambios de postura; y aunque pasado el trastorno vuelven las cosas a su estado natural, y la ley sigue imperando y jorobándonos a todos, ello es que se quebranta con tantas sacudidas, como se resquebraja el terreno en que se suceden los terremotos.

Esta singular teoría de que los pecados mujeriles abren camino a las revoluciones, y de que éstas resultan siempre fecundas, no podía ser admitida sino como una forma de humorismo para pasar el rato, como quien dice. Pero él a sus paradojas se aferraba; con ellas se metió en el terreno político, y explicome su fervor revolucionario como un estado fisiológico contra el cual su voluntad nada puede. La regularidad y permanencia de las instituciones se representa en su   —217→   ánimo como una enfermedad. La paz pública es como una parálisis. Él se subleva por instinto de conservación o de salud, sintiendo en sí una parte de la dolencia que a toda la Nación afecta. Es un miembro, un pedazo de carne y nervios, partícipe del general dolor. Romper la disciplina es lo mismo que medicinarse, o por lo menos hacer ejercicio, con el fin de buscar la salud en la actividad muscular y en la fluidez sanguínea. La Ordenanza, la Constitución vigente y sus predecesoras, son síntomas terribles de una lesión honda que ha de traer la muerte. En todas las leyes establecidas hemos de ver formas del dolor, de la congestión, de la fiebre. Sus efectos en la vida equivalen a tumores, úlceras, sarna, postemas, calambres y demás lacerias, contra las cuales hay que aplicar, no sólo el movimiento, sino el fuego y las sangrías.

Todo esto, y lo que omito, lo decía Gracián dando suelta a la caudalosa vena de su ingenio. Sus acompañantes reíamos a veces, o dábamos nuestro asentimiento por el regocijo que nos causaba. Es, en verdad, un admirable hablador. Posee la elocuencia de los disparates, y el arte de entretener al oyente con graciosos absurdos, expresados en el tono de una profunda convicción... El camino se nos hizo corto con estas charlas, y por mi parte no sentía cansancio cuando divisamos las primeras casas de Vallecas. Los perros de esta villa salieron a recibirnos en cuanto nos olfatearon, y con ladridos regañones   —218→   nos preguntaban de dónde veníamos y qué demonios íbamos a buscar allí. De Vicálvaro -dijo Gracián-, y no seáis impertinentes. De Vicálvaro, y no alborotar: llevo cargadas las pistolas. Tras de los perros vinieron hombres, preguntándonos por la acción de aquella tarde, y si O'Donnell iba ya sobre Madrid. Respondió Gracián con informes totalmente opuestos a la verdad, sacados de su cabeza, y anunció que en Vallecas se había de librar el próximo día la más tremenda de las batallas. En esto, nos llevó a una de las casas que están a la entrada del pueblo, un poco apartadas del camino, y antes de que llegáramos a ella vimos luz en las habitaciones y oímos musiquilla de murga, violines mal rascados, clarinete y un trombón. Pronto supe que se habían celebrado los días de la dueña de la casa, y que llegábamos a los últimos pataleos y ronquidos de la bulliciosa fiesta. Entramos, y lo primero que me eché a la cara fue una mujerona de buen ver, alta de pechos, la tez morena, los ojos fulgurantes, de una categoría mixta, pues si por el continente y la finura del rostro parecía señora noble, su habla y modales denunciaban la mujer del pueblo. Era una transición o producto híbrido de esta sociedad infiel al principio de castas. Recibionos afablemente, y a Gracián con mayor cariño y confianza. Luego me invitó a descansar, ofreciéndome un dormitorio para esperar el día. No accedí, pues deseaba continuar mi viaje sin demora. La señora   —219→   puso término a la fiesta; despidió a los pocos convidados que allí quedaban; dio licencia a los músicos, y a mí las buenas noches, agarrando por un brazo a Gracián, el cual es dueño del corazón de aquella tarasca, según me dijeron los músicos momentos después, añadiendo que a la señora se la conoce por La Panadera y que es viuda y rica. Para más pormenores, Gracián la engaña con una sobrina de ella, pobre, habitante en el mismo pueblo, y a las dos con una casada residente en Canillas. En la casa de La Panadera se quedó Navascués, inseparable amigo del otro peine, y su mono de imitación, con tan mala sombra, que cuantas aventuras intenta son bajas parodias de las del maestro.

En la calle ya (más propio será decir en el campo), dispuesto a proseguir el viaje, se me acercaron los pobres murguistas suplicándome que les trajese a Madrid en mi coche, pues se hallaban rendidos de tantas tocatas y caminatas: habían tenido boda en Mejorada, bautizo en Loeches, y en Perales festividad del patrono San Pedro Apóstol. Ya no podían con sus almas, ni con sus instrumentos. Accedí gustoso a transportarles, y corrieron al parador, donde tenían sus livianos bultos de ropa, y paquetes o envoltorios pesados, pues casi todo su trabajo musical lo cobraban en especie. Mi protegido el hojalatero pidió a uno de ellos que le dejase su violín, mientras iban a recoger la impedimenta. Accedió el murguista. Cogió el chico la carraca, se la echó al pescuezo, tendió   —220→   el arco sobre las tripas vibrantes, y allí fue el sacar sonidos largos, dulces, elocuentes, que rasgaban el silencio en la noche plácida...




ArribaAbajo - XXI -

Estábamos en un terreno polvoroso que no sé si era camino, plaza, o ejido. Sentado yo en un trozo de construcción de adobes, que lo mismo podía ser resto de un edificio que principio de él, a mi espalda veía las chozas que se arman en las eras para guardar la mies en gavillas; frente a mí, casas mezquinas agrupadas, como si quisieran formar calles; a mi derecha, la de La Panadera, grande y con letreros, en que se distinguían las palabras Salvados, Harinas... Ningún árbol vivo alcanzaban a ver mis ojos; había, sí, frente a mí uno muerto, tronco y ramas en completa desnudez esquelética. Los tejados y el árbol se destacaban con trazo vigoroso sobre un cielo limpio, sin ninguna nube en su concavidad majestuosa, alumbrado por una luna menguante, tuerta, con un solo carrillo y un ojo solo, bastante luminosa para que palidecieran las estrellas, quedando las de primera magnitud muy rebajadas de categoría. Frente a mí, de espaldas a mí, sentado en una piedra, estaba el hojalatero encorvado sobre su violín, pasándole el arco, ahora con suavidad,   —221→   ahora con brío... Cuando rozaba en la prima, el arco apuntaba al cielo con su contera, y a la tierra cuando rozaba en la cuarta. Tocó Rodrigo aires del Pirata, de Beatrice di Tenda, de Maria di Rudenz, de otras óperas en boga. Sin duda por el estado de mi espíritu, más que por la destreza del violinista, la emoción que sentí fue muy honda, de esas que remueven lo más quieto y despiertan lo más dormido del alma. Y alguna parte tendría en esta emoción el mérito del artista: cuanto más yo le oía, más me admiraba la perfecta afinación, el juego elocuente del arco, su fuerza, su delicadeza, según los pasajes y diseños que atacaba. Llegué a sentirme encantado de aquella música, deseando que durase todo el resto de la noche, y que ésta fuese muy larga. Tocaba el muchacho con devoción y fe, poniendo la mitad de su alma en los dedos de su mano izquierda, y en la derecha la otra mitad. Quería serme grato, y mostrarme su afecto en el lenguaje que mejor conocía... Con la palabra no habría podido expresar ni aún mínima parte de lo que sentía, gratitud, esperanza. De mí esperaba medios para ser un artista eminente, de universal renombre.

En lo más solemne de la serenata, cuando yo me hallaba en pleno éxtasis, oí que las mulas del coche, situado como a veinte pasos de distancia, detrás de mí, redoblaban las manifestaciones de su inquietud, pateando con más fuerza y sacudiendo las colleras, que arrojaban al aire la tintinabulación de   —222→   sus cascabeles, como un espolvoreo de notas metálicas. Este ruidillo no turbaba la dulce melopea del violín, sino, antes bien, la exornaba con un comentario gracioso, de cómica elegancia... Volví mis ojos hacia el coche, y vi que por la portezuela asomaba la cabeza de Sebo, como un mascarón lívido, que lo mismo podía ser de clerizonte que de rufián. La bella música le atraía, le embelesaba, como a mí. Aprobaba con un movimiento expresivo de la cabeza, y luego lanzó esta frase, rasgo de poeta y de crítico: «Anda, hijo, no sabía yo que fueras tan buen profesor... Toca, toca: las estrellas te oyen».

Cortaron bruscamente los músicos la bella serenata, presentándose con ruidosa premura cargados de sus paquetes. Calló el violín maravilloso, y los viajeros se ocuparon de colocar sus bultos en el pescante o dentro del coche. Subimos: Ansúrez pidió al dueño del instrumento nuevo permiso para seguir tocando por el camino, y obtenido lo que deseaba, se encaramó en el pescante. Entramos los demás, acomodándonos en aquella estrechez como pudimos, y las impacientes mulas no aguardaron la intimación del cochero para emprender la marcha. Por el camino, el hojalatero, sentado al borde del pescante junto a Zafrilla, con una pierna colgando, tocaba todo lo que sabía, himnos patrióticos, mazurcas y valses, tiernas melodías de Bellini y Donizetti. En el curso del viaje hasta las inmediaciones   —223→   de Madrid, no dejé de sentirme embelesado con la música, adormeciéndome en un vago ensueño. Las notas patéticas del violín flotaban sobre el pesado ruido del coche, como una cabellera dorada y vagarosa que el viento agita sin desprenderla del cráneo en que se arraiga. La cabellera se daba al viento como una idealidad que vuela, sin abandonar la realidad que la sustenta y la produce. Las propias mulas parecían adaptar su paso al ritmo de las tocatas... Yo me adormecí... Todo era música... música también el son continuo de los cascabeles y los ronquidos de Sebo.

6 de Julio.- Dos días con parte de sus noches tardé en contar a María Ignacia lo que había visto en mi excursión, desviada de su primordial objeto por el Acaso, más poderoso que mi voluntad. No estaba conforme mi costilla con el quiebro que di a mis planes, y sentía que no hubiese persistido en la busca y captura de Mita y Ley. Propuse nueva salida; pero Ignacia no aprobaba la repetición del viaje, sin duda por notar que del primero había vuelto yo muy melancólico, con tendencias a dormirme o amodorrarme encima de una sola idea. ¿Se reproducían en mí las tristezas o saudades que años atrás alteraron gravemente mi salud? ¿Volveré a sentir mi pensamiento balanceándose sobre aquella línea, sobre aquel lindero que separa la razón de la sinrazón?... Mi mujer me interroga con cierta prolijidad, al modo facultativo, que me pone   —224→   en cuidado. Yo, sondeando cuidadosamente mi interior, le respondo que lo que ahora siento es... ganas de vomitar toda la historia contemporánea que tengo en el cuerpo, y que se me ha indigestado formando un bolo: necesito expulsar este bolo. María Ignacia se ríe; yo me explico mejor diciéndole que mis ilusiones de ver a España en camino de su grandeza y bienestar han caído y son llevadas del viento. No espero nada; no creo en nada... Me hastía el recuerdo de la batalleja que vi en Vicálvaro. Me figuro a los niños de Clío jugando con soldaditos de plomo... En cuanto a las ambiciones que han movido esta trifulca las considero semejantes por su altura moral a las ambiciones de mi amigo Sebo... La página histórica tras la cual corrí, resúltame ahora como pliego de aleluyas o romance de ciego. ¿Será que mi mente ha caído en la dolencia de remontarse y picar muy alto, o que los hechos y los hombres son por sí sobradamente rastreros y miserables?

A cuantas noticias vienen a mí de sucesos ocurridos en Madrid, o en el camino que llevan los que se llamaron libertadores, les doy carpetazo. ¡Quién pudiera disponer del olvido, como de un pozo en el cual se arrojara todo lo que no se quiere saber! Olvidar las cosas ingratas en el mismo punto en que suceden, sería la mejor reparación de las sofoquinas a que diariamente está sujeta nuestra alma. Pero el maldito tiempo no permite al olvido andar solo, y hemos de conformarnos   —225→   con la insufrible lentitud del presente, y su resistencia a convertirse en pasado...

¿Me pide la Posteridad referencias históricas? Pues allá va una que juzgo en extremo interesante. Sabed que el gran Sebo se aposenta en mi casa, confundido con mi servidumbre, conservando su figurada estampa de clérigo. Por las noches, con el aditamento de anteojos verdes y de un raído traje, sale y visita sin recelo a su familia. El sostenimiento de ésta corre ahora de mi cuenta, y ello ha de ser hasta que Clío nos depare la total ruina del polaquismo y el triunfo de los de Vicálvaro. Yo le rezo devotamente a Santa Clío, pidiéndole que apresure este negocio, porque pesa sobre mí como un mundo el hambriento familión de mi huésped.

10 de Julio.- Sabed, ¡oh generaciones venideras!, que los sublevados, ni victoriosos ni vencidos en Vicálvaro, tomaron el camino de Aranjuez. Tratan de despertar a su paso a la Nación dormida. Diríase que la Nación abre los ojos, se despereza, vuélvese del otro lado y recobra la plácida quietud del sueño. En Madrid, el Gobierno echa furibundas roncas subido a la Gaceta, y continúa alimentándose con niños crudos, que le dan malas digestiones. A los sublevados da el nombre de traidores y otros no menos infamantes, y en sendos decretos exonera y pone en la picota a Dulce, O'Donnell, Messina, Ros de Olano, y a los ilusos que van con   —226→   ellos... Noto en el pueblo de Madrid cierta depresión de la fiebre revolucionaria. En los cafés sigue la gente despotricando contra Sartorius, y denominando simplemente ladrones, turba de lacayos y rufianes, a los personajes más empingorotados de la situación. Todo esto ha venido a representárseme como vocinglería de gitanos. La flojedad del acto militar que lleva el nombre de Vicálvaro ha producido el enfriamiento de la temperatura política. Las revoluciones, como las tiranías, acaban en ociosas algaradas cuando no son robustecidas por la fuerza.

Más importancia que estas manifestaciones de la vida pública tenía en mi ánimo lo que a contar voy, con permiso de la señora Posteridad. Pues sepan que compré al hojalatero un violín excelente para estudio, y que el pobre chico no halló mejor manera de mostrarme su gratitud que ofrecerse a darnos en casa cuantos conciertos quisiéramos oír. A mi mujer le encantaba la música, y le hacía gracia el fervoroso entusiasmo con que Rodrigo tocaba en nuestra presencia. Afectado yo de tristezas grises, me sentía en situación semejante a la de Felipe V, buscando su consuelo en el arte de Farinelli. Para distraerme con más eficacia, el buen chico estudiaba cada noche nuevas piezas, y de esta variedad resultaba para Ignacia y para mí mayor deleite. Tanto ha llegado a interesarnos este incipiente artista, que hemos decidido ponerle   —227→   un buen maestro, el mejor que hoy tenemos en Madrid. Bajo la férula del anciano don Juan Díez, adquirirá seguramente la perfección de estilo que ha de ser el mejor adorno de sus prodigiosas facultades... «Y a todas éstas, ni por el hojalatero violinista, ni por otro conducto, nos llegan noticias de Mita y Ley. ¿Cómo no escribe la salvaje? ¿Será menester que salgamos por segunda vez en su busca? A repetir la suerte me inclino yo; pero mi mujer no me deja: quiere retenerme; confía en que el reposo y las emociones dulces han de serme más provechosas que el traqueteo de un viaje y las caminatas en pos de lo desconocido.

15 de Julio.- Despierto una mañana con la idea de que... Vamos, creo haber descubierto el verdadero sentido y fundamento de estas mis nuevas murrias, parecidas, si no iguales, a las de antaño. Fue muy consoladora para mí la convicción de que mi dolencia no es más que Ansia de belleza. Parece que no, y ello es que todo enfermo siente algo parecido al alivio cuando escucha de boca de su médico el nombre del dolor o molestia que sufre. En las alteraciones nerviosas principalmente, cualquier denominación técnica suele hacer veces de calmante. ¡Ansia de belleza, que por el reverso es el desdén y hastío de las vulgares cosas que me rodean! Anhelo lo grande y hermoso, la poesía de los hechos humanos, así del orden privado como del público. El recuerdo de una batalla de aficionados en campo   —228→   casero, me lleva al ardiente afán de presenciar un Austerlitz, o algo semejante; y para que se me quite el mal gusto de boca que me dejan estas peleas por un puñado de garbanzos, miro hacia las ambiciones de un César, de un Cromwell, de un Bonaparte.

Desdeño las tintas medias, la clase media, el justo medio y hasta la moral media, ese punto de transacción o componenda entre lo bueno y lo malo. No me gusta nada que sea medio; me seduce más lo entero. Váyase mucho con Dios el buen sentido, y tráiganme la sinrazón, el desenfreno de la inteligencia y de la voluntad. ¡Bonito se va poniendo el mundo desde que nos ha entrado esta bárbara invasión de lo práctico, desde que los hombres de pro se consagraron a desterrar la exageración, y a recortar y reducir a estrechas medidas los alientos humanos! Hemos vuelto del revés la fabulilla del asno vestido con piel de león, y ponemos todo nuestro empeño en que los leones se vistan de borricos... Hablo de esto con mi mujer, y ella me exhorta blandamente a tomar las cosas como son, a combatir el Ansia de belleza, aspiración insana, y a conformarme con la única realidad accesible a nuestros deseos, el gracioso engaño de la fealdad pintadita y retocada, que nos dice: «soy bella». Creámosla y admirémosla sin discutirla.

16 de Julio.- ¿Qué pasa en Madrid? Oigo ruido, pisadas de un pueblo que ha roto la silenciosa quietud en que vivía, y se agita   —229→   buscando armas y posiciones para combatir. Perdóneme mi dulce amiga la Posteridad: con esto de mis murrias, que a nadie interesan, he olvidado contar las pequeñeces del vivir público, que usurpan un puesto en las filas históricas. Allá voy. Los Generales que a sí propios se denominan libertadores, y que el Gobierno llama facciosos, se fueron al Real Sitio de Aranjuez, y de allí enfilaron las planicies manchegas, adelante siempre, reclutando mozos, requisando caballerías, y requiriendo amorosamente cuantos fondos guardaban las administraciones subalternas de los pueblos... Tras ellos han ido Blaser y Vistahermosa, despacito, persiguiéndoles sin querer alcanzarles, a la distancia que marca el compadrazgo fraternal, norma constante de toda esta gente.

Me cuenta el gran Sebo que en Madrid quedó un Comité revolucionario, del cual son alma Cánovas del Castillo, Fernández de los Ríos, y no sé si Tassara o Vega Armijo. Ello es que los dos primeros cogieron muy calladitos el camino de la Mancha hasta dar con O'Donnell, y charlaron con él largo y tendido, diciendo que Madrid no se levanta y los polacos no se rinden, porque las promesas de los libertadores, harto vagas, hablan poco a la inteligencia del país, nada a su corazón. No se hacen las revoluciones por las ideas puras, sino por los sentimientos, revestidos del ropaje de las ideas. Los libertadores ofrecen cosas muy buenas, de esas que forman el tejido artificioso de   —230→   todo programa político y revolucionario. Veámoslas: Pureza del régimen representativo, Mejora de la legislación electoral y de imprenta, Rebaja de los impuestos. ¿Te parece poco, infeliz Nación; te parece vano, retórica de quincalla, de la de a dos cuartos la pieza? Pues allá va otra cosa: ¡Moralidad! Esto sí que es bonito. ¡Moralidad! Vamos a tener en el Gobierno esa preciosa virtud. Y por si es poco, ahí va también otra joya incomparable: ¡Descentralización! ¿Qué tal? Descentralización y todo, y para completar tanta ventura, también os damos Economías. No queremos pecar de cortos en el ofrecer. Economizaremos, moralizaremos y descentralizaremos... ¿Qué?, ¿no nos creen?

En efecto: el pueblo no da valor ninguno a tales pamplinas, y alza los hombros viendo a unos pasar hacia la Mancha, viendo al Gobierno inmóvil en su inmoralidad, en su despilfarro y en su centralismo. Cánovas y Fernández de los Ríos, bien pulsada la opinión en Madrid, ven clara la vacuidad de ese programa; corren a la Mancha, y en los polvorosos caminos encuentran a O'Donnell. Paréceme que les oigo: «Mi General, dé por abortada su revolucioncita si no cambia esas monsergas por otras, o no les añade un tópico resonante, de esos que hablan, más que al entendimiento, a la fantasía, o si se quiere, a la vanidad del pueblo español; algo que sea o que parezca ser garantía de las libertades públicas, y aparato político de pura   —231→   figuración externa, y de ruido y colorines...». Paréceme que veo al irlandés rebelde al convencimiento. No cede; se aferra con terquedad al plan primero de su revolución, exenta de toda concomitancia con las muchedumbres; revolución cómoda, casera, cambio de nombres y de personas nada más... Es como un calzado viejo, holgadito, con el cual andará el hombre por casa sin ninguna molestia. Nada de calzado nuevo, que aprieta y chilla... Pero tanto le dicen sus amigos, y tanto machacan, que al fin llevan a su ánimo la convicción. No concede que sea bueno lo que le proponen; pero reconoce que, de no admitirlo, él y sus compañeros y su ejército corren a una triste desbandada y al amargo destierro... No había más remedio que ceder. O'Donnell cede; los de Madrid redactan un nuevo programa, en el cual, después de estampar las consabidas monsergas de Moralidad, Descentralización, etc., añaden otras sugestivas monsergas. En el programa debieron poner esta frase: «Caballeros, se nos había olvidado lo principal, lo más importante. Perdonad el error, que en este pueblo de Manzanares subsanamos, escribiendo en nuestra bandera el mágico lema de Milicia Nacional».



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ArribaAbajo - XXII -

17 de Julio.- Volvieron a Madrid los mensajeros con el reformado papelito, y apenas lo dieron a conocer, se sintió en esta villa como una trepidación del suelo, y lo mismo fue publicarlo que volverse loco todo el vecindario... Las dos palabras añadidas tuvieron el efecto explosivo que hacía falta, y que en vano se pidió a los otros términos del programa. Milicia Nacional es una bomba cargada de pólvora. Hablar de Moralidad, de Descentralización y Economías era cargar la bomba con miga de pan. Para mayor fascinación del público, el Manifiesto declara que la popular institución se planteará sobre sólidas bases. ¿Qué tal? Milicia ya es mucho; sólidas bases, ¡ah!, ya son miel sobre hojuelas...

¿Pero qué escucho? Ahí es nada. ¡Qué se sublevan o pronuncian Barcelona y Valladolid! Y en esta Corte de las Españas parece que todos se vuelven epilépticos. Salgo a dar una vuelta, y noto en las caras de los transeúntes un júbilo extraño; en los cuerpos, síntomas claros del mal de San Vito. La gente se agrupa sin darse cuenta de ello. En   —233→   cuanto dos secretean, agréganse cuantos van pasando. Donde hay tres personas, antes que pasen cinco minutos hay treinta. En la Puerta del Sol se estacionan los grupos, mirando al Principal. Es la expectación, la ansiedad pública ante el rostro ceñudo del Destino. ¿Qué pasará, qué resoluciones expresan o anuncian los ojos inmóviles y la torva seriedad de la esfinge? De tanto mirar al Principal, llegamos a ver en las ventanas y rejas facciones que algo dicen... que algo callan.

Sigo mi paseo; entro en la librería de Monier, encuentro amigos que me llevan a divagar por la Carrera de San Jerónimo y calle del Príncipe, de grupo en grupo. El tránsito es difícil... ¿Qué pasa? Ahí es nada lo del ojo... que ha caído Sartorius. Estatua de barro, se ha deshecho en pedazos mil al estrellarse contra el suelo. Refiere el batacazo un exaltado progresista, que acumula sobre la cabeza del Conde los epítetos más infamantes. No puedo contenerme: salgo a la defensa del favorito que ha dejado de serlo. Mi defensa es tomada a chacota, y da margen a mayor impiedad y a burlas más crueles. El que con más dulzura le trata llámale Monipodio. Entre unos y otros, verbalmente, le escarnecen y le escupen. Luego le arrastran por las calles, y no encuentran muladar bastante inmundo en que arrojarle.

En otro grupo contaban que a Sartorius se le ha despedido como a un criado. Llegó a Palacio y no le dejaron pasar a las habitaciones reales. Esto no me parece verosímil. Sea como fuere, ello es que no hay Gobierno,   —234→   que la infame pandilla polaca tiene ya su merecido. No falta un furibundo sectario que, al oír lo que se cuenta de la desgracia del Conde, exclama en dramático tono: «Esto no es cuestión de política, sino de vergüenza. Ya podemos sacar a nuestras mujeres a la calle. ¡Viva España decente!»

Hablando con gente diversa, pude advertir el radiante júbilo de los corazones ante este hecho negativo: No hay Gobierno. El no haber Gobierno viene a ser como un descanso, como la sedación de un largo suplicio doloroso; parece como la vuelta a la normalidad de la existencia, o el renacer a la edad de oro cantada por los poetas. En la Puerta del Sol, los grupos estacionados frente al Principal esperan ver salir de él algo extraordinario y magnífico: un genio pródigo que salude al pueblo arrojándole puñados de centenes, o panecillos, o credenciales. Veo miles de caras de cesantes que con ninguna clase de rostros pueden confundirse. Sus trajes de buen corte y muy ajados ya, sus sombreros sin lustre, proclaman la penuria de innumerables familias decentes. Al fin ha sonreído la esperanza para muchos que desde el 48 viven condenados al estudio de las matemáticas, a calcular las probabilidades de cambio de situación, y en tanto mantienen a la familia con el olor de las ollas ministeriales.

Camino de mi casa, me encontré a Sebo en la calle del Arenal. Díjome con sigilo   —235→   que se armaría el tumulto grande a la salida de los Toros. «No olvide Vuecencia que hoy es lunes. La plaza está llena de gente; allí están todos los aficionados a la tauromaquia y a la politicomaquia... Otra cosa, señor: sepa que formará Ministerio el general Córdova... Dejando aparte la amistad de Vuecencia con don Fernando, yo diré que éste no es hombre para el remedio de la tremenda enfermedad de España... Caerá, caerá también, y si hoy decimos «¡pobre Sartorius!», mañana diremos «¡pobre Córdova!...». Parece que anda en tratos con algunos señores del Progreso para ver de ponerles el collar de ministro; pero ellos no quieren ponerse más collar que el de su dogma. ¿Me entiende, señor? Dicen que su dogma o nada... Pues yo, con permiso de Vuecencia, digo que no me conviene ser colocado hasta que vengan los que han de ser estables, O'Donnell y Dulce, un Gobierno tranquilo. Es ése mi dogma, señor. Entiendo yo que esta palabra significa la cosa más necesaria del mundo, verbigracia, comer con tranquilidad.

Sigue Julio.- El 17 por la noche, cenando, supimos que la salida de los toros había sido tumultuosa. El himno de Riego resonó en las puertas de la plaza, y creciendo, creciendo en intensidad, al llegar el coro a la Puerta del Sol era como si todo Madrid cantase. Supimos también que Córdova ha catequizado a Ríos Rosas para que le acompañe en el Ministerio. Ante la insurrección   —236→   popular, que me parece ha de ser de cuidado, ¿quién podrá vaticinar si estos nuevos gobernantes lograrán la reconciliación del Pueblo y el Trono? Mal avenidos los deja el polaquismo. De sobremesa, llegan algunos amigos que sostienen la tertulia normal de casa, los perdurables reaccionarios señor Sureda y don Roa, y otros, que en noche de acontecimientos vienen a traer y a recibir impresiones: mi hermano Agustín, polaco; don Nicolás Hurtado, bravo-murillista; San Román, narvaísta; Bruno Carrasco, progresista, y Aransis, indefinido, con cierta inclinación a los partidos bullangueros. No se entablaron las disputas agrias que amenizan nuestra tertulia las más de las noches. Fue aquélla, noche de expectación, de conjeturas, de profecías, de apuestas. Vaticinó mi suegro la disolución social, y Carrasco apostó a que antes de ocho días tendremos a Espartero en Madrid. La repentina emergencia de sucesos históricos graves no podía menos de traer igual aglomeración congestiva de acontecimientos privados. Llegó Sebo a decirme que había visto a Gracián en la calle de Rodas, con La Panadera de Vallecas y un tal Ramos, que es el gran reclutador de populacho para motines; presentose después Valeria, lloriqueando, con el cuento de que su maridito, el angelical Navascués, no había parecido por el domicilio conyugal en cuatro días con sus noches, y por fin se coló en casa el hojalatero, trayendo la novedad interesantísima de que   —237→   Mita y Ley están en Madrid. Sentí en mi cabeza el torbellino de la brusca entrada de tantos huéspedes mentales en la cavidad del cerebro. Aunque algunos me interesaban poco, la súbita irrupción de tantas ideas me hizo estremecer. Se introducían todas a un tiempo, montando unas sobre otras.

No era posible que yo me privase de salir a la calle, para contemplar una página histórica, que sin duda habría de ser más bella que la de Vicálvaro. Los temores de mi mujer se acallaron viéndome acompañado de Aransis y Bruno, de otros amigos de la casa, y de Sebo y Rodrigo. Formábamos una caravana bastante fuerte para despreciar el peligro. Además, dimos formal palabra de no intentar ver de cerca ninguna barricada, caso que las hubiere, y de ponernos a discreta distancia de las aglomeraciones de gente... Con ver un poquito bastaría: quizás, y sin quizás, ciertas páginas históricas, como las obras de pintura, pierden bastante miradas desde un punto de vista cercano... Mi primer pensamiento, bajando la escalera, fue para preguntar al violinista la residencia de su hermano y de Mita. «Ayer, señor, se aposentaban en el mesón de la calle Angosta de San Bernardo, donde paran las tartanas de Loeches y Mejorada; pero fui a verles hoy, y me dijeron que se han ido a otra parte, no saben a donde. Yo lo averiguaré esta noche, pues de seguro lo sabe mi cuñado Halconero, que también está en Madrid con su familia».

  —238→  

Nada respondí al buen Ansúrez. Sentía yo que el Destino se mostraba propicio a mis deseos: no era menester que mi voluntad solicitara sus favores... Entre tanto, embargaba mi atención el espectáculo de público regocijo que ofrecía Madrid, con luces en todas sus ventanas y balcones, y hasta en los últimos agujeros de los más altos desvanes. Ningún vecino había dejado de sacar al exterior el farol o candil, las elegantes bujías o el velón lujoso, que era como sacar al rostro las esperanzas y los gozos del alma. En ninguna festividad oficial, ni en coronación de Rey, ni en parto de Reina o bautizo de Príncipe, vi más espontánea y sincera manifestación del júbilo de un pueblo. Iban por la calle en grupos bulliciosos los vecinos, hombres y mujeres, niños y ancianos, y con ingenuo fervor gritaban: «¡Viva la Libertad, muera Cristina, abajo los ladrones!», poniendo en sus acentos, más que la idea política, un sentimiento familiar con ecos de exaltación religiosa. Dábanse unos a otros parabienes expresivos, y personas que no se conocían se abrazaban; otros que jamás se vieron se preguntaban recíprocamente por la familia y se deseaban mil bienandanzas. Nunca vi cosa igual.

Para poder llegar a la Puerta del Sol, tuvimos que dar un largo rodeo desde mi casa, subiendo a la plazuela de Santo Domingo y bajando por Preciados. Esta calle no estaba tan obstruida por el gentío como la del Arenal, donde las multitudes se obstinaban   —239→   en que repicara San Ginés, una de las pocas iglesias que a celebrar se resistían con el volteo de sus campanas la felicidad popular. Al fin repicó San Ginés, repicaron las Descalzas Reales, y no hubo campana ni esquila que no uniera su voz al cántico de tantas alegrías. Hacia el Postigo de San Martín vimos a un hombre gordo que, plantado en medio de la calle, convidaba a los transeúntes a tomar café o copas en el café de la Estrella. El lo pagaría todo. Más abajo, un tabernero invitaba bizarramente al público a entrar en el establecimiento, y hacer todo el consumo de vino que requerían las venturosas circunstancias. Penetrando a fuerza de empujones y codazos en la Puerta del Sol, vimos que las turbas se arremolinaban. En el inmenso oleaje se marcó una corriente que marchaba hacia la calle de la Montera. Sobre las cabezas movibles se destacaba un hombre a caballo; el hombre enarbolaba un trapo a guisa de bandera; otras banderas de colorines le seguían, y al compás de la marcha cantaban las voces el Himno de Riego, y pedían que vivieran los buenos y que murieran los malos. Pronto pudimos enterarnos de que aquel enorme destacamento de la masa plebeya se encaminaba al Saladero, con el noble fin de poner en libertad a los presos políticos que en aquella inmunda cárcel penaban por sus ideas o sus escritos.

Lo mas curioso, o si se quiere lo más instructivo, de aquella noche memorable, fue   —240→   que todos los policías y corchetes desaparecieron, como si se los tragara la tierra. No se veía en las calles ninguna autoridad. Dentro de la Casa de Correos había, sin duda, alguna representación de ella, que no se manifestaba al exterior más que por la claridad de las habitaciones bajas, y por las figuras quietas que al través de las rejas se vislumbraban. El pueblo miraba sin cesar a las rejas, y después de mucho mirar, se entablaron diálogos familiares entre los de fuera y los de dentro. Ved la muestra:

«Abrid la puerta. Entraremos y nos daréis armas.

-No puede ser. No somos enemigos de la Libertad. Ya veis que no os hacemos fuego.

-Abrid, y seamos hermanos.

-Ni vosotros entraréis, ni nosotros saldremos. Todo seguirá como ahora está.

-¿Hasta cuándo? Nosotros estaremos aquí hasta que nos den armas.

-No necesitáis armas. Nosotros no haremos fuego contra el pueblo... Abriremos un instante las puertas para recoger a nuestros centinelas... Pero habéis de prometernos y jurarnos que, al ver abrir la puerta, no empujaréis para colaros.

-Lo prometemos. Abrid, y que entren vuestros centinelas».

Se hizo como aquí lo digo. Abrieron los de dentro; entraron los dos centinelas, el que hacía la guardia en la esquina de la calle de Carretas, y el de la puerta principal. El pueblo, que aún permanecía en los rosados   —241→   nimbos de su entusiasmo inicial, todavía generoso, cumplió su palabra, y no aprovechó la fugaz abertura para empujar y colarse adentro. Después se acentuaron en la inquieta masa las ganas de proveerse de armas, cuya posesión conceptuaba como un derecho, y se entabló nuevo diálogo más vivo y apremiante que el anterior. Nada podía resultar de estos dimes y diretes al través de una puerta: el pueblo no podía pasar más tiempo sin armas, y las armas estaban dentro de la Casa de Correos. Para cogerlas era menester franquear la entrada del edificio, y esto se haría batiéndola con ariete a estilo romano: el ariete fue una viga que los más decididos sacaron del derribo de la Casa de Beneficencia. Puesto el madero en hombros de una docena de bigardos en fila, lo movían horizontalmente a compás, descargando furibundos golpes en la puerta. Esta respondía con hondo gemido; pero no se abría. A los golpes agregaron el fuego, prendido con maderas de la casilla del retén de policía que al anochecer destruyó el pueblo en los Caños de Peral. Combinados el incendio y los porrazos, cedió al fin la dura puerta de Gobernación y entró el paisanaje, encontrando a la Guardia Civil y soldados en correcta formación descansando sobre las armas. Sin violencia alguna pasaron los fusiles y espadas de las manos militares a las plebeyas. Trámite más sencillo de revolución no se ha visto nunca.

Según me contó el gran Sebo, que anduvo   —242→   en este lance, los paisanos invadieron las habitaciones altas de Gobernación, respetando los objetos de valor, escribanías de plata, fajos de papeles, y legajos atados con balduque, cuidándose tan sólo de encender cuantas bujías y velones en las dependencias había para arrimar luces a las ventanas. Se buscaba el efecto decorativo de iluminar la Casa de Correos, único edificio que hasta entonces había permanecido a obscuras. La muchedumbre que llenaba la Puerta del Sol, recibía con aplausos y gritos de júbilo las sucesivas apariciones de luminarias en los altos huecos... Pueril era esta forma de venganza popular. No era menos inocente el gustazo que se dieron todos de sentarse en la poltrona que había ocupado San Luis. A bofetadas se disputaban los paisanos el honor de sentarse en ella, forma de vindicación que a muchos les pareció bastante. ¿Qué más quería el pueblo que convertir la silla del tirano en mueble nacional para uso de todos los españoles?

Era media noche. El pueblo armado, libre, dueño de Madrid, evolucionaba lentamente desde el período de las alegrías ingenuas hacia el de las vindicaciones terribles. En días, en horas, pasa este soberano de niño a hombre, y sus derechos, que empiezan siendo juguetes, se convierten en armas.



  —243→  

ArribaAbajo - XXIII -

Cuando Sebo volvió a reunirse a mí en la calle de Cofreros (núm. 6, paragüería de Larrea), donde teníamos nuestro cuartel general, ya nos faltaban algunas figuras del grupo: unos por cansancio, otros arrebatados por el oleaje, desaparecieron de nuestra vista. Sólo quedábamos Aransis, el hojalatero y yo. Sin movernos de aquel rincón, en el cual teníamos retirada segura por la calle de Peregrinos, supimos que en el Ayuntamiento y Gobierno Civil había penetrado también el pueblo, y que en uno y otro local se habían constituido juntas, de ésas que nacen con espontánea fecundidad de los días y más aún en las noches calurosas de revolución. Que alguna de estas juntas intentó parlamentar con Palacio, se dijo por allí; que en Palacio no quisieron recibirla, me lo imaginé yo; que en Palacio estaban a la sazón los nuevos Ministros por no poder estar en ninguna de las dependencias del Estado, lo suponíamos. Luego, al saber la verdad, vimos que habíamos acertado, y que componemos la Historia sin saberlo... Lo extraño es que antes de oír el rumor de que la plebe invadía y quemaba la vivienda de Cristina, tuve yo adivinación o presciencia de aquel suceso. No es difícil hoy que el   —244→   pensamiento de cualquier ciudadano se anticipe a los hechos históricos, porque estos se anuncian por inequívocos efluvios en el ambiente que respiramos. Los odios más frenéticos del pueblo español en estos días recaen sobre dos cabezas: la de San Luis y la de María Cristina. Uno y otra han desatado sobre España todos los males. San Luis es el insolente capitán de esta cuadrilla de ladrones públicos; Cristina, la mujer rapaz, avarienta, insaciable, que con diestra mano escamotea los tesoros de la Nación. Así lo cree la gente.

Apenas se vieron las multitudes dueñas de la capital, sin autoridad que las contuviera, corrió la noticia de que ardía el palacio de la esposa de Muñoz. Se dijo antes de que fuera cierto, y todo el mundo lo creyó antes de oírlo decir. Cuando llegó a nosotros el primer rumor, ya íbamos hacia allá, seguros de encontrar incendio. Nada sabíamos aún, y nos daba en la nariz olor de madera quemada. En la plazuela de las Descalzas, un amigo de Sebo con quien tropezamos, nos dijo que, atacado por las turbas el palacio de la calle de las Rejas, la Reina Madre escapó por las caballerizas, vestida de hombre. No lo creí: ya sabe un ciudadano listo distinguir las mentiras absurdas de las verosímiles. Sin que nadie me lo asegurara, pensé que doña Cristina, desde los primeros síntomas de alboroto, se había trasladado al Palacio Real, llevándose por delante cuantos papeles pudieran comprometerla.

  —245→  

He perdido la memoria de las vueltas que tuvimos que dar para poder asomamos a la plazuela de Ministerios por la calle de Torija. Desde lejos vimos el resplandor del incendio. Frente a doña María de Molina habían hecho una hoguera, en la cual hombres y mujeres de mala facha arrojaban lo que iban sacando del palacio: muebles, cuadros, cortinas. No sé qué habría sido de la Reina Madre si hubieran podido cogerla como cogían un sillón. Oí decir que fue respetada la servidumbre; oí también que hicieron pedazos todo lo que por su pesadez no podían transportar a la hoguera. ¡Benigna es ciertamente la barbarie de un pueblo que venga sus agravios en muebles, porcelanas y objetos insensibles!

La curiosidad pudo en mí más que el sentimiento del peligro, y descendí a la plazuela con mis acompañantes, abriendo paso a empujones. La hoguera desplegaba al viento sus llamas rojizas. En lo más animado de la quemazón se hallaba el pueblo, pasando ya casi de lo siniestro a lo divertido, cuando vino a cortar bruscamente la gresca un destacamento de Cazadores mandado por un paisano. A la luz vivísima del incendio le conocí: era Gándara, el conspirador de 1848, el militar valiente que adora la Libertad, y sabe capitanear igualmente soldados y pueblo. Yo le supuse afecto a O'Donnell y comprometido en la Revolución. Me sorprendió verle mandando tropas. ¿Por qué las mandaba? Según la versión corriente aquella noche,   —246→   habiendo sabido Gándara que el pueblo trataba de incendiar la casa de su entrañable amigo don José Salamanca, corrió a Palacio en busca del general Córdova, flamante Presidente del Consejo, y allá tuvieron los dos unas palabritas harto vivas, por si el nuevo Gobierno se cruzaba o no de brazos delante de las turbas de bandidos. Acabó Córdova por decirle que a sus órdenes ponía dos o tres compañías de Cazadores de Baza; que con ellas fuese al instante a contener los brutales atentados, empezando por lo más próximo, que era el asalto y destrucción del domicilio de la Reina Madre. No necesitó más Gándara para ponerse al frente de los Cazadores. Como insignias llevaba la faja y sombrero que le dio un caballerizo. Sus bromas, en casos de esta naturaleza, solían ser pesadas, y testigo fui de ello, pues en cuantito que embocó por la calle de Bailén a la plazuela de Ministerios, gritó con estentórea voz: «¡Cazadores, por mitades! ¡Preparen, apunten...!»

¡Fuego! A la primera descarga cayeron muchos. La dispersión fue instantánea y rapidísima. Corrí de los primeros, pues maldita la gracia que me hacía ser fusilado estúpidamente... Encontreme solo junto a la escalerilla de la calle del Reloj, donde se me reunió Rodriguillo Ansúrez... Preguntéle por Aransis y Sebo, y no supo contestarme. Díjome que en derredor de la hoguera había más de una docena de muertos. En la puerta del Senado, vi a un pobre que allí   —247→   quedó seco, y a pocos pasos de él una mujer, que yacía boca abajo... La segunda descarga ya nos cogió en salvo; pero poco faltó para que nos arrollara la multitud que por la calle del Reloj emprendía la retirada. La ardiente curiosidad me picó de nuevo y asomé las narices a la plazuela. Vi a los Cazadores acometiendo a bayonetazos a los infelices que buscaron refugio en el mismo palacio asaltado. Dentro de éste sonaron tiros. Los de Baza mataban sin piedad a cuantos andaban todavía en el trajín de acarrear muebles para la hoguera. Los atizadores de ésta, o habían desaparecido o pataleaban en el suelo. Clamaban los heridos entre tizones: aquí y allí zapatos, ropas, gorras y sombreros abandonados; algún trabuco, charcos de sangre, despojos del palacio y de sus asaltadores...

No quise ver más ni exponerme a nuevos peligros, y por la travesía del Reloj y la calle de Fomento tratamos de ganar la Cuesta de Santo Domingo. Fuimos a parar a la rinconada próxima al pórtico del venerable convento de monjas, y allí, por extraño encadenamiento de ideas, me acordé de un poema burlesco, graciosísimo, que Narciso Serra nos había recitado con prodigiosa memoria en el banquete de Torrejón. Era una historia disparatada, parodia de las leyendas en boga: un galán hambriento que rondaba el convento de dominicas buscando la manera de escalarlo para verse con la Sor de sus pensamientos; un jorobado sacristán que le   —248→   llevaba bartolillos y empanadas, y dentro de una de éstas la esperada cartita... La misteriosa volubilidad del pensamiento humano se me patentizó entonces, pues, hallándome frente a una situación trágica, mi memoria dio un salto hacia las cosas de burlas, reconstruyendo sin perder sílaba la primera quintilla del chistoso poema, y, en voz alta la repetí:


   En un obscuro lugar
que junto a Santo Domingo
húmedo se suele hallar,
porque en él a conjugar
van todos el verbo MINGO...



Nada tenía que ver esto con lo que a la sazón me rodeaba; pero los caprichos de nuestra mente no están sujetos a ninguna ley conocida. Mi memoria continuó jugando con la quintilla, y dándosela y quitándosela a la palabra... Luego vi que venían tropas por la calle de Fomento. Era un retén que debía cerrar el paso a la plazuela de Ministerios. Los soldados ocuparon la bocacalle, y el oficial que los mandaba pasó a la rinconada con objeto, al parecer, de conjugar el verbo mencionado en la quintilla. Le vi de vuelta y, reconociéndole, le salí al paso. Era Navascués. Hablamos rápidamente, encareciendo él la rabia que sentía de verse obligado a hacer fuego contra el pueblo, preguntándole yo dónde estaba Gracián, y qué papel hacía en la diabólica función de aquella noche. Con desconsolado acento me dijo que   —249→   su amigo había logrado evadirse del servicio de tropa regular, y andaba organizando los grupos más levantiscos de la plebe allá por la calle de Toledo y plaza Mayor. Y yo: «Mucho me temo que Bartolomé perezca de mala manera en este torbellino de las venganzas populares». Y él: «Gracián no muere. Está donde le llaman su destino y su vocación. Algo terrible y grande hará si le ayudan... Como no hay Gobierno, el pueblo es el amo esta noche». Y yo: «Si no hay Gobierno a media noche, a la madrugada lo habrá... El héroe de esta noche y de mañana no será Gracián, sino Joaquín de la Gándara». Y él: «Gándara es héroe popular, por más que ahora nos haya traído a castigar a los incendiarios. Por caudillo del pueblo le tuve yo siempre. Con él me batí el 48.

-Pues si es héroe popular, ¿por qué ha mandado fusilar al pueblo?... Gándara es hoy el héroe del Orden, no de la Libertad.

-No, señor: de la Libertad. El Orden que el defiende es el Orden del Desorden.

-Es decir, la autoridad de la revolución. ¿Cree usted, Rogelio, que el rebaño puede ser pastor?

-Si es rebaño de ovejas, no; si lo es de hombres, sí.

-Siempre hay un hombre que pastoree. Ya no es Sartorius el pastor: ¿lo será Gracián?

-Lo es, lo será... Retírese, querido Pepe... Abur.

¡Pobrecillo!, era un eco de la fraseología   —250→   de Gracián; su pensamiento volaba con las ideas del otro pájaro... Seguimos Rodriguillo y yo, no recuerdo por qué calles, en busca de emociones nuevas, viendo y admirando el aspecto de Madrid a tales horas, en noche de plena emancipación del pueblo. ¡Infeliz pueblo! Por una noche, por algunas horas no más, le permiten los dioses el uso práctico de su soberanía, de esa realeza ideal que sólo existe en las vanas retóricas de algún tratadista vesánico. Y en su candidez, en la inexperiencia de su soberanía, es el pueblo como un niño al que entregan un juguete de mecanismo delicado y sutil. No sabe de qué suerte lo ha de poner en movimiento, ni con qué frenos pararlo, ni con qué llaves darle cuerda... acaba por romper el juguete y abominar de él...

Pues bien: aunque por ninguna parte se notaban indicios de autoridad, no vimos desafueros más graves que los que ordinariamente turban la paz del vecindario; no advertimos más que una alegría desatinada, burlas ruidosas de las autoridades ausentes, desvanecidas como el humo de los incendios. En la Red de San Luis vimos en el cielo el resplandor de las hogueras, y a nosotros llegaba un alarido sordo de embriaguez revolucionaria, mezcla de vivas y mueras... A lo largo de la calle de Caballero de Gracia oímos tiros, y mayor escándalo de voces airadas o triunfales. Hermoso me pareció el tinte rojo del cielo; solemne el ruido lejano de combatientes, incendiarios o lo   —251→   que fueren. Descartando el juicio de los hechos, y ateniéndome sólo a la estética, la noche ruidosa, iluminada por las hogueras, me arrebataba de admiración, de un júbilo de artista. Veía, por fin, una página histórica, interesante, dramática, producida en el tiempo, sin estudio, por espontáneo brote en el cerebro y en la voluntad de millares de hombres, que el día anterior ignoraban que iban a ser histriones de una teatralidad tan bella. No tenían más inspiración que sus odios, verdadera razón de Estado para los ciudadanos que no habían gobernado nunca, y entonces con actos bárbaros gobernaban a su modo, realizando algo parecido a la justicia, si no era la justicia misma en todo su esplendor.

Mañana, pensaba yo, se juzgarán estos hechos como atentados a la propiedad, como profanación de la ley o arrebatos de salvaje cólera. ¡Y las culpas de esta brutal plebe, nadie las atenuará con el recuerdo de las horribles violaciones de toda ley moral y cristiana que se contienen en el gobierno regular de las sociedades; nadie verá la inmensa barbarie que encierra el régimen burocrático, expoliador del ciudadano y martirizador de pobres y ricos; nadie se acordará del sinnúmero de verdugos que constituyen la familia oficial, y cuya única misión es oprimir, vejar, expoliar y apurar la paciencia, la sangre y el bolsillo de tantos miles de españoles que sufren y callan!... Nadie se fijará en el crimen lento, hipócrita, metodizado, de   —252→   la acción gobernante, mientras que salta a la vista el crimen desnudo, instantáneo, de unas gavillas de insensatos que asaltan, queman, matan, sin respetar haciendas ni vidas. Nadie ve las víctimas obscuras que inmoló la ambición de los poderosos, ni los atropellos que se suceden en el seno recatado de una paz artificiosa, sostenida por la fuerza bruta dominante, y todos se horrorizan de que la fuerza oprimida y dominada se sacuda un día y, aprovechando un descuido del domador, tome venganza en horas breves de los ultrajes y castigos de siglos largos... Y bien mirado esto, delante del sacro altar de Clío, ante el cual no cabe falsear la verdad; bien miradas estas vindicaciones instantáneas frente a las demasías que las motivaron, todo se reduce a una bella variedad de formas de justicia dentro del canon de Naturaleza. Tenemos la justicia espiritual, que nos habla, nos oprime y nos mata con el lenguaje del derecho. Tenemos la justicia animal, que nos aterra con manotazos y rugidos. De la intercadencia histórica de una y otra justicia resulta una armonía mágica, que es de grande enseñanza para los pueblos.

Puestos todos a violar, no creo que deban cargarse a la cuenta de la plebe las más escandalosas violaciones. El favoritismo en altas esferas no hace menos estragos que la desatada barbarie en las bajas. No es el pueblo quien da forma de embudo a las leyes, ni quien envenena las aguas del poder   —253→   en su propio manantial. Su ignorancia no es el único mal; otros males hay, de que son responsables los que leen de corrido, los que escriben con buena sintaxis, y los que hablan con sonora elocuencia. Así están las leyes, arrinconadas como trastos viejos cuando perjudican a los que las han hecho. Así huele tan mal el libro de la Constitución...


porque en él a conjugar
van todos el verbo MINGO.