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ArribaAbajo - XXIV -

Vi las hogueras en que ardían los muebles de Salamanca, calle de Cedaceros; vi las quemazones en la casa de San Luis, calle del Prado, esquina al León; vi otros juegos de pirotecnia en diferentes calles donde vivían hombres aborrecidos. De dos a tres de la madrugada, la tropa mandada por Gándara iba calmando el furor de quemas. En Cedaceros y Carrera de San Jerónimo cayeron ciudadanos que andaban por allí de mirones, mientras que los incendiarios escapaban con veloz carrera. En otros puntos de Madrid hubo tiroteo y lucha cuerpo a cuerpo entre paisanos y tropa, y por todas partes se iba revelando la autoridad, como si saliera de un eclipse o despertara de un pesado sueño. Hasta en el paso de la gente que iba   —254→   en retirada, se conocía que no estábamos ya huérfanos de gobernantes: aún no se veía la mano dura; pero su acción la sentíamos todos.

El carnaval revolucionario con chafarrinones de sangre y fuego se acababa pronto. Los Dioses, envidiosos del Hombre, lo reducían a breves horas. En éstas, los bromazos no llegaron al trágico desenfreno de las revoluciones más señaladas en la Historia. Casi todos los muertos eran de la clase humilde. El carnaval de la turba emancipada ofreció la tremenda ironía de que, vistiéndose de jueces, las máscaras resultaron víctimas. Todo el furor que al pueblo enardecía en las primeras horas de la noche, quedó reducido a un soez pataleo delante de las casas en que habían vivido los tiranuelos, a gritar con aullidos patrióticos, y a quemar sillas y mesas inocentes, cuadros y cortinajes. No arrastraron a nadie, no quitaron de en medio a los que con voces roncas llamaban rateros y truhanes. Pagaron el pato los objetos de carpintería y tapicería, venganza popular harto benigna... Pensaba yo que la destrucción de muebles de lujo es un hecho favorable a los progresos de la industria y a la renovación de formas suntuarias. Los ebanistas y decoradores de casas ricas estaban de enhorabuena, así como los que inventan nuevos estilos de sillas y sofás. El fuego perjudicaba poco a los Salamancas y Sartorius, y beneficiaba providencialmente a los fabricantes.

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Retireme a casa cuando amanecía. Triste era el aspecto de las calles donde hubo fogatas. Por ellas desfilaban presurosos los transeúntes como gato escaldado. Ceniza y tizones quedaban, restos humeantes, en los cuales revolvían merodeadores rapaces. Cadáveres vi en la calle de Cedaceros y en la del Baño; los heridos se retiraban por su pie si podían, o eran auxiliados por gentes caritativas, que nunca faltan. En la Puerta del Sol vi bastante tropa y Guardia Civil; las puertas del Principal, cerradas a piedra y barro. De lejanas calles venía rumor de algarada. Ya teníamos otra vez Gobierno, ya teníamos autoridad. Entre los grupos se deslizaban, todavía medrosos, algunos policías vergonzantes.

En casa me esperaba Sebo, que, al disgregarse de nuestro grupo en la calle de Torija, creyó que yo me había retirado a descansar. Intranquilo estaba, y mucho más mi mujer, que me abrazó como si yo volviese de un largo y peligroso viaje. «No me ha pasado nada. No verás en mí ni un rasguño. Todo lo he presenciado, y me he divertido muchísimo... No te rías, mujer. El espectáculo ha sido de incomparable belleza, y de esos que rara vez podemos disfrutar. ¡El pueblo ejerciendo de soberano por unas cuantas horas, y entreteniéndose en jugar con los flecos y garambainas de su manto!... Luego, al andar, se pisa el manto, se cae de bruces... En fin, que estos carnavales son forzosamente muy breves, y el   —256→   pueblo, que por divina licencia los celebra, se divierte poco, como no entienda por diversión el ser fusilado en lo más entretenido de la fiesta».

Me acosté, pero no dormí. Ardía mi mente del recuerdo de los espectáculos de la noche pasada. Era una visión que no quería borrarse, y que me atormentaba, engrandeciendo el interés de sus incidentes, y revistiéndose a cada instante de mayor hermosura. No me canso de decirlo: una de las cosas más bellas que yo había contemplado en mi vida era la acción libre del pueblo durante algunas horas, el albedrío nacional desenfrenado y en pelo, manifestándose como es; paréntesis de realidad abierto en el tedioso sistema de ficciones que constituyen nuestra vida social y política. Buen alivio daba el tal espectáculo al Ansia de belleza que me afligía, dolencia del alma; pero no acababa de satisfacerme: yo quería más, más pataleos y manotazos de la plebe restituida a su libertad; quería gozar más de las ideas elementales, como fueron antes de toda organización, y ver el Gobierno y la Justicia reproducidos en la desnudez y simplicidad de su estado primitivo...

Desde mi lecho, cerrados los ojos figurando que dormía, creía yo sentir lejanos alaridos de la multitud. Llegué a pensar que habían levantado barricadas en la vecina calle del Arenal o en la plaza de Santo Domingo. Mi mujer me desengañó, incitándome al descanso, y diciéndome que no había tales   —257→   barricadas, y que Madrid tomaba su chocolate tranquilo debajo del poder de Fernando Córdova y de Ríos Rosas. Yo aparenté creerlo; pero seguían mis oídos dándome la sensación de bullicio popular cercano. Órdenes severas había dado mi señor suegro para que ni a Sebo ni a Rodrigo se les permitiese llegar a mi presencia. Querían encerrarme, aislarme de la vía pública, que era mi encanto, como escenario de la más bella función teatral... Fui bastante astuto para disimular mi deseo de echarme a la calle... me levanté... supe asentir a las insustanciales opiniones de don Feliciano, maldiciendo los excesos demagógicos... Las once serían cuando aproveché un descuido de mi mujer para escabullirme de la casa lindamente. Nadie me vio salir. En el portal me esperaba el hojalatero, y juntos, sin hablarle yo más que por señas, dimos la vuelta a la esquina... y desaparecimos por la calle de la Sartén.

-¿Sabe el señor dónde están Leoncio y su mujer? -me dijo Ansúrez en cuanto nos vimos en paraje seguro-. Pues en una tienda de la plazuela de San Miguel, donde se vende al por mayor toda la cangrejería que viene a Madrid.

-¿Y tu hermana Lucila?

-En la calle de Toledo... no sé el número... Entrando por la plaza Mayor, a mano derecha, pasadas dos o tres casas.

-Bien, bien. Vamos hacia allá. ¿Hay guerra en las calles?

  —258→  

-Muchísima guerra y tiros muchos, lo que los músicos llamamos à piacere, disparando cada cual como se le antoja, y en allegro vivace que quiere decir: vivo, vivo...

-¿Esta mañana, después que me dejaste en casa, ocurrió algo? Yo he sentido tiros.

-¡Anda! Un fuego tremendo en la plaza de Santo Domingo, mucho pueblo contra la tropa que guarda Palacio y el Teatro Real, donde dicen que están escondidos los ministros ladrones, y el jefe de los rateros y guindillas, D. Francisco Chico...

-Bien decía yo que había trifulca... ¡Y mi mujer queriendo convencerme de que Madrid es la antesala del Limbo!

-Pues hoy hemos tenido función bonita... Mucho pueblo... ¡qué bulla, qué entusiasmo!, y en medio del paisanaje un militar a caballo, con su ordenanza, también a caballo. Era el Coronel de Farnesio... En fin, señor, que el Coronel y el pueblo hablaron a gritos: primero en la plaza Mayor, después en el Principal de la Puerta del Sol; pero yo no entendí lo que decían, porque no pude acercarme. Ni sé cómo se llamaba el Coronel... ni qué le pedían, ni qué contestaba... Sólo sé que después fueron todos a la plaza de Santo Domingo, donde andaban a tiros tropas y paisanos... Yo fui también... Por el camino, cadáveres, sangre... las casas cerradas todas, mucho miedo... ¿Qué pasó? No lo sé... El Coronel mandó cesar el fuego, y después, por la vuelta que llevaba, me pareció   —259→   que iba a Palacio, y gritaba la gente: «¡Viva... tal!» No me acuerdo del nombre.

-Por algo que hoy ha dicho mi suegro en casa, entiendo ahora que ese que viste es el coronel Garrigó... Con O'Donnell estaba en Vicálvaro. Se portó como un héroe. Fue herido, cayó prisionero frente a los cañones de Blaser... Al volver a Madrid las tropas del Gobierno, procedía fusilar a Garrigó... Pero ¿qué había de hacer la Reina más que indultarle? En estas guerras mansas entre dos partes del Ejército, no puede haber ensañamiento. Al fin han de entenderse y ser todos amigos. Ni han fusilado al Coronel de Farnesio, ni habrían fusilado a O'Donnell, ni a Messina, ni a Dulce, ni a Ros de Olano si les hubieran cogido... ¿Te vas enterando? Garrigó es liberal, y además muy valiente, tan buen patriota como buen soldado. El pueblo le quiere; la tropa también. De lo que me cuentas y de lo que oí a mi señor suegro, saco esta conjetura, mejor dicho, dos conjeturas: o Garrigó ha sido mandado por Córdova a parlamentar con los insurrectos para ver de encontrar un término de avenencia y paces, o ha dado este paso por su propio impulso generoso, deseando facilitar a la Reina lo que la Reina estará deseando a estas horas: reconciliarse con la Nación... A ver si recuerdas, hijo. ¿A lo que Garrigó decía contestaba la multitud con aclamaciones?

-A veces, sí; a veces, no... Cuando entró ese señor en el Principal, el pueblo pidió que saliese al balcón... pero no salía.

  —260→  

-No salía, y las turbas impacientes...

-Gritaban: «¡Qué desarmen a la Guardia Civil». Esto sí lo entendí bien... Y yo también lo grité, sin más razón que oírlo a los demás.

-Perfectamente. Y al fin salió Garrigó al balcón.

-Sí, señor... y parecía que queriendo decir una cosa, no podía decirla... o que no sabía cómo contestar a los de fuera y a los de dentro.

-¿Los de fuera pedían el desarme de la Guardia Civil?

-Y gritábamos: «¡Mueran los asesinos!» Al Coronel no le entendí más que unas pocas palabras hablando de la Reina.

-Del bondadoso corazón de la Reina... Y el pueblo, que es un buenazo, se ablandaba con esto.

-Se ablandaba un poquito, y después, otra vez con que se desarmara a la Guardia Civil...

-Naturalmente... Puesto que la Reina es tan bondadosa, que mande a la Guardia Civil parar el fuego... En fin, que Garrigó fue a la plaza de Santo Domingo a ordenar que cesaran las hostilidades. Y las masas tras él... ¿no es eso?

-Tras él yo también, gritando, hasta quedarme ronco, todo lo que oía gritar a los demás... Y como digo, pararon los tiros, y el señor Garrigó siguió luego hacia Palacio... Puede que haya llevado a la Reina unas palabritas del paisanaje...

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-De seguro habrá dicho a Su Majestad algo del bondadoso corazón del pueblo, y corazones frente a corazones, tendremos sensiblería, pucheros, abrazos, y tutti contenti. Esto podrá ser; pero no será; ni quiero yo estas blanduras ni estos abrazos, que son la pérfida componenda, el engaño recíproco, para vivir siempre en un régimen de mentiras. Nada de paces ni arreglitos, sino lucha, y que veamos practicadas las ideas elementales de Justicia y de Gobierno. ¿Me entiendes tú? A las sociedades les conviene volver de vez en cuando al salvajismo... como ventilación, como saneamiento... Vivimos una vida de artificios, que a la larga nos van cubriendo de polvo y telarañas... Conviene barrer, ventilar, fumigar...

Recordando ahora, un poco lejos ya de aquel día y de aquellos sucesos, lo que entonces pensaba yo y decía, obligado me veo a reconocer que no me encontraba, el 18 de Julio, en la completa serenidad de juicio que normalmente disfruto. Las escenas trágicas de la noche del 17, el fulgor de las hogueras, mis ansias de belleza, el desarreglo estético, digámoslo así, que se inició en mí desde el regreso de Vicálvaro, habían turbado mi espíritu. Al escaparme de mi casa, escabulléndome con Rodrigo Ansúrez por calles poco frecuentadas, me sentí romántico: la leyenda, la poesía política, si así puede llamarse, me seducía y me rondaba. Érame grato no llevar la compañía de Sebo, cuyo prosaísmo me apestaba, y sí la   —262→   del hojalatero artista, de ingenua sencillez en su trato. Pensaba yo que el muchacho podría extasiarme tocando en el violín la Tabla de los Derechos del hombre, o el Contrato social... Camino de la plaza de Oriente, rodeando calles y travesías, díjele que le nombraba mi escudero, y que, no gustando yo de cosas comunes ni de términos trillados, le llamaba Ruy, nombre conciso y de sabor arcaico.

No nos fue posible llegarnos a la plaza de Oriente, defendida por todos sus approches como campamento atrincherado. Rodeando seguimos, y por la calle de la Escalinata y de Mesón de Paños nos subimos a la calle Mayor, donde la enorme aglomeración de gente dificultaba el tránsito; quisimos pasar a la plaza de San Miguel, y la ola humana que tratamos de atravesar nos arrastró hacia Platerías. No sé las veces que fui y vine a lo largo de la calle, no por mi voluntad, sino por traslación de la masa viviente a la cual pertenecíamos mi escudero y yo. Tan pronto me veía en la embocadura de la Puerta del Sol como en el arco de Boteros. En la plaza Mayor sonaba horroroso fuego. La Guardia Civil trataba de arrojar de ella a los amotinados.

La confianza se establece pronto entre las moléculas que componen la muchedumbre, por más que estas moléculas cambien de sitio a cada instante. Caras que yo veía próximas me sonreían, y bocas de aquellas desconocidas caras me dijeron: «En Palacio no   —263→   se dan a partido... No nos entendemos... Dicen que pitos, y luego son flautas...». En la onda fluctuábamos cuando aparecieron tropas por la Puerta del Sol, con un General al frente. Oí que era Mata y Alós. Con dificultad se abría camino. Antes de que llegase a la calle de Coloreros, apareció por ésta el popular Garrigó con escolta de infantería y caballería. Se encararon uno y otro caudillo; hablaron... Yo estaba lejos, nada pude oír. Mata siguió hacía los Consejos: sin duda iba a Palacio; el otro entró en la plaza. Observamos que cesaba el fuego. ¿Se entenderían al fin? ¿Traía Garrigó instrucciones de Palacio y nuevos arranques del bondadoso corazón de la Reina? Sin duda no traía nada decisivo, porque el fuego se reanudó... Fue que la Guardia Civil, por orden del valiente Coronel de Farnesio, puso culatas arriba. El pueblo entonces se arrojó obre los guardias para quitarles las armas. Pero los guardias no son gente que a dos tirones se deja desarmar... Otra vez el fuego, y algunos paisanos mandados al otro mundo.

Yo no presencié estos incidentes. Oí los tiros, y vi los heridos y muertos un rato después. Terminó la reyerta retirándose Garrigó con la Guardia Civil, y penetrando impetuosamente en la plaza por sus diferentes boquetes, el mar, el pueblo... En aquel mar iba yo con mi leal escudero, cuya vista de lince descubrió al instante rostros conocidos, y me dijo: «Vea, señor: allí, entre aquellos que manotean, está el valiente... mírelo...   —264→   Don Bartolomé Gracián, en mangas de camisa, sin sombrero... Arma no lleva, si no es que la esconde.




ArribaAbajo- XXV -

Corrí tras del hombre que en aquella ocasión a mis ojos tomaba proporciones de figura heroica, tribuno y caudillo de la plebe; pero las oscilaciones del gentío le alejaban de mí cuando ya creía tenerle al alcance de mi mano. Yo gritaba: «¡Gracián, Gracián!» Se perdía mi voz en el bramido estentóreo del viento y la mar, que esto era el pueblo, océano revuelto y aires desencadenados... Por fin, pude cogerle en el arco de la calle de Atocha, y hablamos brevemente, pues no había lugar de largas conversaciones. «¿Quiere usted armas? -me dijo-. ¿Se batirá usted con nosotros y por nosotros?

-Los hombres que se lanzan con tanto valor y entereza a una lucha desigual contra la burocracia y el militarismo, tienen todas mis simpatías. Pero yo no soy de armas tomar; no sirvo para esto... Vengo de curioso...

-De cronista quizás.

-Algo también de cronista. Quiero ver el atleta desnudo, inerme, luchando con su hermano, el otro atleta, vestido de todas armas, pueblo contra ejército, que es dos formas de pueblo la una frente a la otra. Entiendo,   —265→   querido Gracián, que no hay ni puede haber en el siglo que corremos espectáculo más hermoso que este pugilato entre dos hijos de una misma madre: el hijo soldado, el hijo paisano... Dos gladiadores y una sola espada.

-Me parece que el gladiador desnudo llevará la ventaja. Ahora tenemos que ajustarle las cuentas a este asesino de Gándara, que sube de Atocha con Artillería de montaña, Ingenieros, Guardia Civil de a caballo, y la bendición del Patriarca de las Indias... Allá vamos. En la plaza de Antón Martín se verá quién es más guapo, si él o yo... Tengo antojo de merendarme a ese Gándara con toda su fachenda... Ya sabe él que estoy aquí; ya sabe que a estos pobres borregos los hago yo leones, y que con ellos y conmigo no se juega... No digo que no sea valiente... le conozco; nos conocemos: juntos peleamos el 48... Viniendo contra mí, crea usted que no viene tranquilo... En fin, ya nos veremos luego, y le contaré a usted nuestras hazañas para que las escriba».

Siguió por la calle de Atocha, precedido y seguido de una turba de aspecto feroz, armada con variedad de instrumentos mortíferos, obediente al jefe, a él sujeta por una disciplina improvisada, mezcla de respeto, de entusiasmo a estilo militar, y de terror a usanza de bandidos. Pareciome el valor de Gracián como un producto de la arrogancia histriónica y farandulera. Era valiente por el aplauso, y acometía y realizaba sus hazañas   —266→   para que le viera el público. Su heroísmo era orgullo con guirindolas y cascabeles; se había imaginado el tipo del héroe popular, y como gran artista, encarnaba admirablemente el papel que para sí mismo había compuesto.

Volvimos mi escudero y yo a la Plaza, donde tuvimos poco tiempo de tranquilidad. Por la calle Mayor aparecieron tropas con intento de ocupar la Plaza, y el paisanaje corrió a cortarles el paso por los portales de Bringas y por los tres ingresos que dan a Platerías. El tiroteo arreció en pocos minutos. Adquirieron ventaja los paisanos por la ocupación previa de las casas. Mientras unos, parapetados en los porches, abrasaban a los soldados, otros, desde los altos pisos y desvanes, les dañaban horrorosamente con auxilio del vecindario: mujeres y chicos arrojaban sobre la cabeza del gladiador armado, tiestos, tejas, agua caliente y otras materias. El gladiador desnudo se defendía con todos los proyectiles que pudieran suplir la corta eficacia de su armamento. No creyéndonos seguros de un balazo en ninguna de las galerías de la Plaza, emprendimos nuestra retirada por la calle de Botoneras. Vimos un portal que se abría para dar paso a un hombre; descubrí en éste a un antiguo conocimiento mío, Sotero Trujillo, el esposo de la pobre Antoñita, que acabó sus tristes días el 48, en un segundo piso de la cercana Plaza: agraciome el tal con un fino saludo; invitome a guarecerme en su domicilio, desde   —267→   donde podía ver la función sin riesgo; acepté, subimos.

Escalones arriba, me contó Sotero que había contraído segundas nupcias con una viuda, la cual con suave dominación le había curado de su vagancia y borracheras; que su mujer era sastra de curas y ganaba buen dinero, y él, por influencias de ella, había conseguido un empleíto en la expendeduría de las Bulas... Tiempo hubo de que me contara esto y algo más, por ser la escalera larguísima... Llegamos por fin al término de la ascensión... Sotero me presentó a su cara mitad, que es fea, gorda, tuerta; no tiene pescuezo, el seno casi se toca con la barbilla, y los hombros se dejan acariciar por los pendientes de filigrana que cuelgan de sus orejas. La sala en que nos recibieron, y que estaba llena de viejas de la vecindad espantadas de los tiros, era taller de sastrería eclesiástica, y no se veían allí más que sotanas y manteos en corte o en hilván, roquetes y sobrepellices, y algún modelo de bonete colocado sobre una cabeza de sacerdote de cartón. En la pared vi retratos de diferentes Papas, Vírgenes del Sagrario, de la Cinta, de la O, de la Fuencisla, de la Valvanera, y el escudo de la Santa Cruzada junto a un cuadro de mesa revuelta, que fue la especialidad de Sotero en sus floridos tiempos de dibujante.

Con remilgos de finura me hizo los honores de su casa la esposa de Trujillo, no sin decirme que ella es de la familia de los   —268→   Samaniegos, oriundos de Mena, muy señores míos, y hablamos de aquella cruel guerra en las calles, que no había de traer más que desolación, hambre, irreligiosidad y, por fin, ateísmo... No pudimos extendernos en este coloquio, porque Sotero nos invitó a salir al tejado por un buhardillón, para ver desde lo alto la tremenda lucha entre los dos hermanos, según Gracián: el gladiador vestido y el gladiador desnudo. Yo, que no deseaba otra cosa, acepté la invitación de Sotero, sin hacer caso de los arrumacos de susto con que quiso retenernos la señora; subimos por empinadas escaleras, salimos a un ventanón de donde se veía toda la Plaza... El espectáculo era desde arriba muy interesante, no exento de peligro, pues bien podían algunas balas subir más alto que la intención de los que disparaban. Los paisanos defendían las entradas de Boteros y Amargura, el callejón del Infierno y los portales de Bringas; desde los techos de la Casa-Panadería y casas próximas hacían fuego contra la calle Mayor...

Como el estado singular de mi espíritu ante la revolución visible solía distraer mi atención, apartándola de los objetos de mayor importancia para fijarla en los accesorios e insignificantes, me entretuve un momento, y aun dos momentos, en mirar los gatos que en aquellos irregulares y viejísimos tejados tienen su habitual residencia. Andaban los animales de un lado para otro, paseando su turbación, y excitados por el   —269→   fuego... Contagiados por el ejemplo de los hombres, unos a otros se desafiaban con furiosos mayidos, y no lejos de mí, en un tejadillo que vierte a la calle Imperial, dos de atigrada piel vinieron a las uñas, y se sacudían y arañaban de firme como encarnizados enemigos. Probablemente se peleaban por dar gusto a la garra, y desconocían el motivo y fin de sus querellas. Observé asimismo que no se veían gorriones ni palomas por aquellos aires. Los tiros ahuyentaban a todos los pájaros que merodean en la zona urbana. Las golondrinas, menos asustadizas de la pólvora, no se habían perdido de vista, y volaban, trazando grandes círculos, en tomo a la mole de San Isidro o sobre el copete de San Justo.

De estas observaciones me apartó Ruy, llamándome a que mirara lo que en la Plaza ocurría: «Señor, mire hacia abajo. ¿Ve aquellos dos hombres que cargan un herido, uno le coge por los pies, otro por los sobacos?

-Sí les veo... y paréceme que no es herido, sino muerto el que traen... Lo tiran en el suelo, como si fuera un saco, al pie del caballo de bronce...

-Muerto parece. De los dos que lo han traído y que ahora vuelven hacia los portales, fíjese en el que va delante, que lleva un gorro colorado... Es mi hermano Leoncio».

Desde las alturas no pude ver del hombre que yo había conocido por Ley, y ahora es Leoncio, más que la gallarda estatura, el   —270→   andar resuelto, y el encarnado turbante o pañuelo que ceñía su cabeza.

«Si esto se acaba y podemos andar por el suelo sin peligro -dije a mi escudero-, hemos de buscarle y echar un párrafo con él».

El tiroteo era ya menos vivo. Los defensores de Boteros se retiraron al centro de la Plaza. Vimos uniformes que avanzaban. Parapetados tras el pedestal de Felipe III, aún defendían la Plaza los más tenaces. Heridos había muchos; muertos, no pocos. Un hombre de aspecto agitanado yacía junto a un farol, el cráneo deshecho, el calañés a media vara de distancia, y arrimados a la Casa-Panadería, tres hombres tumbados, que más parecían borrachos que muertos: eran cadáveres de héroes bebidos, que habían peleado enardeciendo su patriotismo con el aguardiente. Mujeres vimos recogiendo heridos y metiéndoles en una tienda de vaciador y en la zapatería de Arnáiz... La ventaja de la tropa se manifestaba bien a las claras y crecía por momentos. Al fin el pueblo se retiró a la calle de Toledo, y los soldados ocuparon la Plaza.

Admirable punto de defensa era para el gladiador desnudo el arranque estrecho de la calle de Toledo, entre gruesos porches que le servían de amparo. Allí y en la calle de Botoneras se entabló de nuevo el combate, que no fue de larga duración, porque al gladiador armado le llegó refuerzo por la Concepción Jerónima. El paisanaje se dispersó, filtrándose por los edificios. En tanto, la tropa   —271→   no podía estacionarse, por no ser suficiente para guarnecer y fortificar todos los lugares estratégicos. Su misión era despejar la extensa línea entre Palacio y Atocha para impedir que en los puntos principales de ella se fortificase la insurrección, y contener a ésta en los barrios del Sur, impidiéndole la comunicación fácil con las zonas del Barquillo y Maravillas, donde también había, por lo que después me contaron, tiroteo gordo. Despejada la plaza Mayor, la tropa siguió hacia la de San Miguel y calles de Milaneses y Santiago. Otras secciones recorrían la línea desde la plaza del Progreso hasta San Francisco.

En tanto, la más tremenda lucha de aquel día se empeñaba en la plazuela de Antón Martín, primero; después, en la del Ángel, entre el bravo Gándara y el paisanaje dirigido por el temerario Gracián y otros tales, no menos arriscados y feroces. Desde la atalaya en que nos habíamos subido, oíamos el estruendo de fusilería y cañones, y veíamos la humareda que el viento empujaba hacia el Oeste, arremolinándola en torno a la torre de Santa Cruz. Observando esto, dijimos que la torre se ponía mantilla. Si el humo nos daba idea de un terrible combate, no era menos pavoroso el efecto de los tiros. Creyérase que todo aquel núcleo de casas, entre la Trinidad y la Imprenta Nacional, entre Santa Cruz y las Niñas de Loreto, se resquebrajaba, y que a pedazos caían paredes y techumbres. La pelea se iba corriendo   —272→   hacia el Este. Ya el humo no parecía tan amigo de la torre de Santa Cruz, y acariciaba la de San Sebastián. La artillería tronaba por la calle de Atocha...

A todas éstas, el reloj de la Casa-Panadería, que, por encima de la rabia y el delirio de los hombres, seguía fiel a su obligación, nos dijo que eran las cuatro; nos recordó que no habíamos almorzado ni comido, y el hambre nos advirtió que debíamos dar algún lastre a nuestros pobres cuerpos suspendidos en el aire. Discurriendo estábamos el modo y ocasión de comer algo, cuando el amigo Sotero subió a invitarnos en nombre de su señora. Aceptamos con gratitud, y la propia sastra nos sirvió unas malas sopas que sabían a sebo; una fritanga de mollejas, queso, vino y pan de picos, duro de cuatro días. Con ser tan malo el comistraje, nos supo a gloria, y reparamos las fuerzas del gran sofoco de estar todo el día sobre tejas, mirando a los hombres matarse de tejas abajo. Muy agradecidos a las amabilidades de Sotero y su esposa, abandonamos nuestra torre-atalaya; descendimos, y en la calle Imperial nos echamos a la cara un montón de muertos que había arrimado a la pared, en la rinconada del Fiel Contraste. No se llevó flojo susto mi buen Ruy, porque, viendo entre los cadáveres uno con trapos rojos en la cabeza, liados al modo de turbante, creyó por un momento que era Leoncio; mas, examinado de cerca el pobre difunto, nos tranquilizamos, y para mayor seguridad los   —273→   miramos todos, pues en lo más bajo del montón vi asomar unos pies que me parecieron los del gran Sebo. Tampoco estaba Sebo entre aquellos mártires políticos, cosa natural en quien siempre tuvo por vocación lo contrario del sacrificio por una bandería pequeña o por una idea grande.

«Ya parecerá -dije a mi escudero-, debajo de alguna mesa, o embutido dentro de un armario donde los masones guarden los trastos y chirimbolos de sus ritos... Y entre tanto, Ruysillo, hazme el favor de guiarme hacia donde yo pueda ver y saludar a los queridísimos salvajes Mita y Ley».

Aprovechando el despejo de las calles de Toledo y Latoneros, Ruy me llevó a la de Cuchilleros, diciéndome: «Antes de llegarnos a la cangrejería, donde me parece que no encontraremos a nadie, entremos en el establecimiento del señor Erasmo...». Siguiéndole, miraba yo los rótulos de las estrechas tiendas y pobrísimas industrias de aquel rincón de Madrid. Vi taller de estañero, con muestrario de jeringas; vi tienda de albayalde y ocre; vi albardero y jalmero, cestero, jaulero... Por fin, dijo Ruy: «aquí es»; y por la entornada puerta nos colamos en el local angosto de una tienda que tiene por muestra: Obleas, lacre y fósforos.



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ArribaAbajo - XXVI -

Vi un taller parecido a los laboratorios de nigromantes o brujos que aparecen en las comedias de magia, calderos y vasos de extraña forma, hornillas, telarañas, y una pátina de polvo y mugre sobre paredes y techo; el suelo de tierra, apelmazado y endurecido por las pisadas. Suspenso el trabajo, sin fuego los hornos, volcados los calderos, todo revelaba pobreza y el mísero rendimiento de las industrias que viven un día sí y otro no, conforme a la desigual demanda de consumidores. Verdad que aquellas modestísimas artes se relacionan con otras artes o granjerías de alguna importancia: las obleas son hermanas de las hostias; el lacre tiene algo que ver con los barnices, y los fósforos con la pirotecnia. Por esto había surtido de carretillas de pólvora para jugar los chicos; pasta para pegar cristalería y porcelanas rotas, y diversas materias malolientes, en frascos y pucheros, solidificadas al enfriarse; cola, pez, trementina, ingredientes tintóreos y mixturas de todos los diablos... Me detuve a contemplar aquella miseria, y a considerar los esfuerzos que representa, titánicos, pero ineficaces para obtener un pedazo de pan. ¡Lo que luchan y se afanan estas clases inferiores de la industria para sostener   —275→   una existencia mezquina sin esperanzas de mejora! Y los infelices que en aquel taller echan diariamente el quilo, estarían seguramente en las calles haciendo fuego contra el poder establecido, y presentando su pecho a las balas y a las bayonetas del Ejército.

A mis preguntas sobre este particular, contestó Ruy que era dueño del titulado establecimiento un pobre hombre, que había gastado su vida en aquellos trajines. Un hijo le quedaba, de los tres que tuvo, y ambos eran tan furibundos patriotas como cuitados menestrales, que empleaban toda su fuerza física y moral en la conquista de unas sopas, y éstas, ¡ay!, no se lograban todos los días. Representaban allí el patriotismo dos estampas: una, de Espartero a caballo; de Martín Zurbano la otra, en el acto de ponerle la venda para fusilarle. Yo no las había visto: estaban adheridas con engrudo a la pared, y del humo y la mugre apenas se conocían las figuras. Díjome Ruy que ambos, hijo y padre, tienen la monomanía de las revueltas, y son los primeros en echarse a la calle en días de motín, y que apetecen los puestos de mayor peligro. ¿Y por qué lucha esta gente? Por ésta o la otra Constitución que no conocen, por derechos vagos que no entienden, o por idolatría fetichista de hombres y principios, cuyas ventajas en la práctica no han de disfrutar jamás. De fijo que si esta revolución triunfa y tenemos Milicia Nacional sobre sólidas bases,   —276→   como dice el programa de Manzanares, estos dos hombres, Erasmo Gamoneda y su hijo Tiburcio, serán los primeros que se gasten cuanto tienen para endilgarse el uniforme y salir a pintarla militarmente en procesiones y paradas. Y con esto se quedarán muy satisfechos, sin reparar que siguen y seguirán tan pobres como antes, y que irán al sepulcro sin que conozcan ni aun parte mínima del bienestar posible dentro de los humanos. ¡Inocentes y generosos hombres! De veras les admiro.

-Señor -me dijo Ruy-, espérese aquí un poquito, mientras yo subo a ver si está Virginia... Ella no bajará, ni le mandará subir a usted sin saber quién la visita, porque no se le pasa el miedo de la policía ni aun con estas trifulcas. Siempre está con cuidado. Se viene acá, porque los Gamónedas, primos de mi padre, son gente de toda confianza que en ningún caso la venderían».

Desapareció Ruy por una escalera empinadísima, angosta como de dos tercias, con los peldaños de fábrica, gastados. Empezaba en un pasillo, al fondo del taller, y no se le veía el fin... Yo no quitaba mis ojos de los peldaños más altos, últimos para el que subiera, primeros para el que bajase, y no tardé en ver unos pies de mujer, una falda azul... Pies y falda se pararon cuando sólo estaba visible menos de la mitad inferior del cuerpo. Yo me agaché para ver algo más... La media figura seguía inmóvil. «¿Será Mita?», me decía yo. Salí de dudas   —277→   cuando ella, doblándose por la cintura, me mostró su cabeza ladeada al nivel del techo del taller... Con una exclamación de júbilo avancé hacia la escalera, y ella gritó: «Pepe, Pepillo, pero ¿eres tú de veras?» Bajó dos escalones y me alargó su mano para darme apoyo y guía en aquella subida gimnástica... Sin soltarme de la mano, me llevó a un aposento de bajo techo, pobrísimo, lleno de estrafalarios objetos, herramientas y cacharros. En el fondo obscuro, una mujer de mediana edad, sentada cerca de un anafre, cuidaba de los pucheros puestos a la lumbre. Era la dueña de la casa... Después de presentarme, Virginia me acercó una silla de paja desfondada, y en otra se sentó ella. «Me parece mentira que nos vemos, que me ves tú -fue lo primero que ella dijo en cuanto nos sentamos-. ¿Sabes, Pepe, que por primera vez, en mi vida de salvajismo, siento... no sé cómo lo diga... vamos, que me da vergüenza de que me veas en esta facha?»

La tranquilicé, mirándola bien y apreciando con rápido examen toda su persona, de pies a cabeza. Entiendo que está más bella de salvaje que lo estuvo de señorita y señora, y que los efectos del sol y el aire superan a cuantos cosméticos inventa la industria del tocador. No obstante, se advierte en su rostro la fatiga del trabajo duro, que acabará por deteriorar su belleza si no le depara Dios un vivir reposado. Entre la Virginia de Madrid y la Mita de los bosques, entre la damisela frívola y la dríada correntona,   —278→   ha puesto la Naturaleza sus mayores distancias elementales. Es ya otra mujer: figura, modales, expresión, y hasta la voz, han cambiado; conserva la gracia y el ingenio. Hablando con ella largo rato, pude advertir que sobre sus facultades brilla hoy un sol nuevo que todo lo ilumina, la razón, antes apenas perceptible, como un resplandor de aurora entre brumas. Noto que se han desmejorado extraordinariamente las manos, antes blancas, finísimas, de perfecta forma, hoy ásperas, coloradotas; los dedos, que fueron los más bellos instrumentos de la holgazanería, son hoy duros, acerados, con lóbulos que marcan la deformación de los huesos, por causa de la ruda faena de lavar ropa en agua muy fría... En su vida silvestre ha sabido Mita conservar la limpieza y corrección de su dentadura; su peinado no es del estilo de pueblo, con moñitos y picaporte, ni tampoco el que en Madrid se usa, sino más bien un estilo propio suyo, sencillo y airoso; el calzado muy tosco, y bastante usadito, disimula la pequeñez y buena forma de sus pies. En su ropa, de todo hay: remiendos, agregados, telas que lucieron en Madrid, y otras que proceden del mercado de Bustarviejo, así como el corte del cuerpo denuncia los figurines de Miraflores de la Sierra.

Las primeras expresiones de Mita fueron para sus padres, dulce recuerdo acompañado de la indispensable ofrenda de lágrimas. Como yo hablase de posible reconciliación, con el solo objeto de sondar su   —279→   ánimo, me dijo: «Pensar en eso es locura, Pepe. Para volver a llamarme hija, mis padres me pedirán que deshaga yo todo lo hecho desde mi fuga, y que me ponga el capisayo de un arrepentimiento que me parece tan absurdo como si el sol saliera por Poniente. ¡Arrepentirme yo de lo único bueno que he sabido hacer en mi vida! Esto no lo verá mi familia... Por encima de mi familia está Ley y el amor que le tengo. Los padres son padres, y una les quiere porque a ellos debe la vida; pero sobre todos los amores está el del hombre que será padre de los hijos que una tenga... ¿No lo ha establecido así el mismo Dios?... El amor entre hombre y mujer ha de mirar más a lo que ha de venir que a lo que pasó. ¿Me das en esto la razón?

-Te la doy, hija... Pero es lástima que por algún medio no puedas consolar a tus padres de la tristeza en que viven.

-Pues busca tú ese medio, Pepe; búscalo con ayuda de los Cuatro Evangelistas, de los Siete Sabios de Grecia y de las Nueve Musas; porque yo he pensado mucho en ello, y no veo de dónde puede venir ese consuelo, que deseo más que nadie. Que maten al que se llamó mi marido por la Iglesia, o que reformen todo ese catafalco de la Religión y la Sociedad... A ver, a ver... vengan esos guapos reformadores y consoladores. Yo, dispuesta estoy a todo... a todo lo que quieran, de Ley para abajo... porque lo que es sin Ley, siendo Ley menos que el mundo   —280→   entero, que no me hablen a mí de arreglitos...».

Por giro natural, la conversación fue a parar a su hermana. «Sácame de dudas, hombre -me dijo-. ¿Es dichosa Valeria? ¿Está contenta de su marido? En Valeria pienso cuando me sobra algún rato del tiempo que tengo que consagrar a mis cosas... y no sé por qué se me figura que mi hermana no es feliz... Siempre tuve a Rogelio por un tarambana; sería milagro que, por la sola virtud de las bendiciones de un cura, se volviera listo y bueno el que de soltero no inventó la pólvora, ni supo hacer nada con sentido... No, no me digas que mi hermana es dichosa, porque no lo creeré... Sospecho que se aburre, que se distrae recibiendo y pagando visitas, y asistiendo a todos los teatros... A no ser que le dé por matar el fastidio en las iglesias, comiéndose los santos... Si es así, de veras la compadezco».

Respondile que yo también dudo de la felicidad matrimonial de Valeria, y que ésta no tiene el mal gusto de distraer sus ocios en devociones insustanciales, entre clérigos y beatas. La señora de Navascués, desatendida por su esposo, busca en los trapos elegantes y en los muebles de lujo y novedad el regocijo de su alma. Mimada por sus padres, Valeria es protectora de los que se dedican a la importación de telas suntuarias y de tapicería y ornamento de casas nobles. No hace muchos días me dijo: «¿Cuándo volverá   —281→   Rogelio? No quiero estar sola: le aguardo y le tiemblo... todo me lo estropea. ¡Es tan bruto!... En cuanto entra en casa, se tumba en los sillones de la sala, forrados de terciopelo, y allí echa sus siestas... como si mis sillones fueran camastros de campaña. Por más que le riño, no hace caso. Las colchas de seda, que cubren las camas durante el día, y otras cosas que son de puro adorno, no le merecen ningún respeto. A lo mejor se quita las espuelas y las pone en el platillo de ágata que tengo en la chimenea de mi gabinete; las alfombras las trata como si fuesen esteras; entra con las botas llenas de barro y todo me lo deja perdido... La mantelería fina la he retirado del uso diario, porque... parece que lo hace adrede... siempre que come en casa, derrama el vino y hace mil porquerías... En fin, que es muy bestia... no se hace cargo de mis afanes para tener la casa tan bien adornada y tan decentita».

Todo esto le conté a Virginia para que se enterara del estado psicológico de su hermana. Me oyó con interés, mostrando sorpresa, disgusto... después se distrajo, haciendo menos caso de mí que de su propia inquietud y sobresalto por la tardanza de Ley. «¿Qué te pasa, hija?... ¿Esperas a tu hombre?... ¿Temes por él?

-Siempre temo, Pepe, y no puedo estar tranquila -dijo Mita mirando a la calle por un ventanucho no mayor que su cabeza-. Tengo una fe ciega en que Dios ha de guardar   —282→   a Ley y librármele de todo daño; pero la fe es una cosa y el temor es otra. No estoy tranquila, y las horas que pasa en esas calles, disparando sus armas, se me han hecho siglos...

-Si tienes fe, no temas... Yo le he visto, serían las cuatro... Estaba en la plaza Mayor recogiendo heridos...

Rodrigo corroboró este informe; pero Mita, sin acabar de tranquilizarse, mandó al hojalatero que se diese una vuelta por la plaza Mayor y calle Imperial. Luego seguimos hablando de Valeria y de Navascués, y contesté como pude al sin fin de preguntas que me hizo acerca de ellos y de los Rementerías, hijo y padre, sin ocultar el desprecio que estos le merecen. De los míos también hablamos. Tanto se interesó Virginia por María Ignacia y por mi niño, que hube de referirle las gracias de éste, y hacer cuenta de los dientes que le han salido.

«Sácanos de una duda, Virginia. Ni mi mujer ni yo hemos podido desentrañar el significado de tu nombre salvaje. ¿Qué quiere decir Mita?

-Tonto, el amor tiene lengua de niño para abreviar los nombres. Al declaramos libres, quisimos olvidamos hasta de cómo nos llamábamos... Él me decía Mujercita... y quitando letras y letras, vino a parar en Mita... Yo, sin saber cómo, convertí el Leoncio en Ley... Los salvajes, ya lo sabes, cuando no tienen otra cosa que comer, se comen las sílabas...

  —283→  

En esto llegó Rodrigo diciendo que detrás de él venían su tío Gamoneda y su primo Tiburcio... A Leoncio nada le pasaba. Entró un momento en casa de su hermana Lucila... Pronto llegaría. Tranquilizadas Virginia y la otra mujer, activaron la comida que hacían en el anafre, y pusieron la mesa. Entraron el Erasmo y su hijo, satisfechos, alabándose de su ardimiento, y de haber causado a la tropa el mayor daño posible. Por la noche tendríamos barricadas. Hijo y padre eran hombres de talla menos que mediana, desmedrados, paliduchos. El tizne de sus rostros y el desgaire de su ropa derrotada amedrentaría a cualquiera que se les encontrase de noche en un camino solitario. Arrimaron sus escopetas a la pared y vinieron a saludarme, a punto que Mita les decía mi nombre y mi antiguo conocimiento con su familia. Hablamos de la revolución, y de lo que vendría o debía venir. «Para mí -dijo el fabricante de obleas y lacre-, la partida está ganada. La Reina no tendrá más remedio que llamar a la gobernación a los hombres del Progreso, y lo primero que pongan será la Milicia Nacional... Con Milicia no puede haber polaquismo, ni pillería, ni chanchullos. Ya estaremos al tanto para llevar al gobierno por buen camino... y todo marchará como Dios manda, y habrá pan para las clases... ¡Abajo el monopolio!» De estas y otras frases que luego echó de su boca tiznada, colegí su inocente optimismo. Pensaba que con el establecimiento de la   —284→   Milicia Nacional se venderían más obleas, más lacre y más fósforos.

Alguien subía la escalera silbando, canturriando. Con decir que desalada corrió Mita a su encuentro, se dice que era Leoncio el que subía.




ArribaAbajo - XXVII -

No sé cuántos de Julio.- Leoncio era: su alegre rostro, su gallarda soltura me cautivaron desde que entrar le vi, reconociendo en él un hermoso ejemplar de la raza de Ansúrez. Su varonil belleza respiraba salud, fuerza, y un perfecto equilibrio de los dos elementos que nos componen, el animal y el hombre. «Éste es Ley -dijo Mita haciendo las presentaciones con una sencillez encantadora, su mano en la mano de él-. Ley, aquí tienes a nuestro amigo Pepe, que, aunque nada me ha dicho todavía, nos protegerá, ¡vaya si nos protegerá!... en la cara se lo conozco. Es un buenazo, y como nosotros, tiene ideas libres». Con cierto embarazo me saludó Leoncio. Yo le animé con mi afabilidad sincera, y él se arrancó a decirme: «Don José, puede creerme que, antes de conocerle, yo le quería, por lo que mi Mita me contaba de usted... Muchas tardes, muchas noches hemos hablado de usted largamente, calculando lo que el señor haría por nosotros   —285→   si nos viéramos entre las garras de la curia, por el aquel de casarnos por nosotros mismos.

-Sí haré, sí haré -dije yo con efusión de simpatía. Y él prosiguió repitiendo el último concepto: «Casarnos por nosotros mismos, y echarnos las bendiciones... Perdone el señor don José que hable tan a lo bruto, y que no sepa decir los verdaderos nombres de cada cosa... Poca instrucción tuvo un servidor... y luego, como hemos vivido Mita y un servidor tan a lo salvaje, se nos iba marchando de la memoria todo el vocablo fino... No gastábamos más que las palabras precisas para entendernos... y cada día... nos entendíamos con menos palabras.

Le hice sentar a mi lado. Mita no se sentó, porque la reclamaba el trajín de la próxima comida. Iba y venía, moviéndose graciosamente, desde la mesilla en que ponían los platos, sin mantel, y el rincón en que Leoncio y yo estábamos. Sintiéndome poseído de inmensa piedad hacia los que ya miraba como amigos de mi predilección, casados a contrafuero, burladores de toda ley, les aseguré que yo les protegería contra viento y marea. Prometí yo lo que quizás no podría cumplir, sin desconocer las dificultades del asunto. Pero en España todo se puede, aquí donde lo provisional es eterno, donde lo ilegal se legaliza, y no hay montes que no se muevan con el influjo personal y las recomendaciones... Hablando luego de las enconadas luchas de aquel día, Leoncio   —286→   me contó que tenía muchas ganas de andar a tiros con los del gobierno, y sólo para desahogar su apetito y dar gusto al dedo había venido a Madrid con Mita. Se alabó de ser un buen tirador, y de conocer a la perfección el mecanismo de las armas de fuego. «Vea usted esta pistola -me dijo mostrando la que con la escopeta había dejado al entrar-. Es un arma de nuevo sistema, y casi desconocida en Madrid. La inventó un norteamericano, un Mister Colt... se llama pistola giratoria... también la llaman revólver... El armero ése del 10 de la calle Mayor la tiene de venta. Pero aquí, como no saben manejarla, los pocos que la han comprado, la descomponen a los primeros tiros. Ésta me la dio un amigo como cosa que no servía para nada. Yo la examiné, y en el taller de Rosendo, en esta misma calle, la puse como nueva... Vea usted, se carga de una vez para seis tiros...

Cuidado, Leoncio, no se escape una bala y me deje en el sitio...

-Está descargada: no tema usted. Pues hoy la estrené en los portales de Bringas con un resultado magnífico. Arrimado a un pilarote de aquéllos, me harté de apuntar a mi gusto: no perdía ni un tiro... Crea usted que con la rabia que les tengo a los que mangonean en la Nación, se me afinaba la puntería. Yo me hacía cuenta de que por cada bala que yo mandaba, había en la otra banda un enemigo nuestro que caía patas arriba. «Pim... ésta para el suegro de Mita...   —287→   Pim: ésta para el cura que casó a Mita... ésta para su tía Cristeta... Pim, pim: éstas para los padrinos de su boda... ésta para los que duden que Mita es mi mujer...

-Y con todo ese furor, amigo mío, y eso de mandar las balas con sobrescrito como si fueran cartas, lo que ha hecho usted es matar a unos cuantos soldados inocentes...

-No sé, no sé a quién he matado: También pudieron ellos matarme a mí... Yo tiro contra los del Gobierno, y caiga el que caiga. Esto son las guerras... Y si por matar yo a muchos de allá, viene un gobierno que ponga las cosas en su punto, permitiendo que los mal casados se descasen, y que todo se ordene como es debido, y los pobres puedan respirar, unas cuantas vidas nada significan».

Pusiéronse a comer, no sin invitarme cada uno por sí, y en coro. Por causa de las porquerías que metí en el buche en la casa de Sotero, no tenía yo ni asomos de apetito. Si lo tuviera, seguramente habría participado de la pitanza de aquella pobre gente. No cabían ellos en la mesa angosta, y Rodrigo y su hermano comían de pie, cogiendo los dos del plato de Mita lo que llevaban a las bocas con la cuchara o el tenedor de peltre. «Aunque tuvieras ganas -me dijo Mita-, no podrías comer en tanta pobreza. Este guisado que nos sabe tan rico, a ti te repugnará, como las herramientas con que comemos». Y al decir esto, volviéndose en la silla, y mostrándome la feísima cuchara,   —288→   el movimiento de sus hombros y de la cabeza desdecía del salvajismo pobre, pues fue movimiento de gran señora. Yo me excusé. Bebí el vino con sabor a pez que me ofreció Leoncio, y comí unas almendras con que graciosamente me obsequió Mita. Esto y pasta de higos era el único postre. Comiendo con voracidad, Erasmo Gamoneda explanaba teorías de gobierno, y profetizaba los próximos acontecimientos políticos. «Si ganamos, vendrá un gobierno de hombres del pueblo, pudientes, y lo primero que hagan será decirnos a todos que nos armemos. Milicia Nacional al canto, y ¡ay del gobernante que no ande derecho! Ladrocinio y agios no consentimos. Mucho ojo, caballeros, que aquí está el pueblo armado para vigilar, para deciros si vais mal o vais bien. Y que tendremos de todo: Infantería, Caballería, Artillería... Yo seré de Artillería, como la otra vez, por lo que sé de polvorista y de bombista... pues de todo habrá. Ingenieros también, y Ambulancias, y hasta nuestro poquito de Clero castrense... Conque, mucho ojo, caballeros».

Tiburcio Gamoneda, que se había fogueado en diferentes puntos de Madrid, nos contó que si terribles fueron los combates de las plazas del Ángel y Antón Martín, donde Bartolomé Gracián con sus valientes le quitó los moños al fantasioso de Gándara, también se habían machacado las liendres paisanaje y tropa, allá en el tras de la Universidad, plazuela de los Mostenses y   —289→   calle del Álamo... Pues en la parroquia de Santiago y en toda la caída de calles que bajan a la plaza de Oriente, la tremolina fue superior, con una de tiros que daba gloria oírlo, más de cuatro muertos en las calles, y uno en un balcón, con medio cuerpo fuera... Entraron dos vecinos, el estañero del número inmediato, fabricante de jeringas y otros objetos, y un cacharrero de Puerta Cerrada, tratante y expendedor de sanguijuelas. Venían ya preparados para las faenas de la noche, con escopeta en mano y pistola en cinto. Dijeron que las tropas liberticidas no se atrevían a salir de sus posiciones. Por la noche, Madrid se cubriría de barricadas. Un día más de constancia y valor, y la masa patriótica, dueña del campo ya, podrá escoger gobernantes a su gusto. Ya se decía que la Reina quería entenderse con el pueblo, y formar un Ministerio de plebeyos ilustrados; pero que no la dejaban. Los verdugos de la Libertad y los secuaces de la Reacción tenían a Su Majestad con las manos atadas, como quien dice, y armaban mil enredos para quitarle la buena voluntad.

Sentí lástima de aquella pobre gente, y también admiración muy viva, pues desde la hondura de su vida miserable se lanzaban impávidos a la conquista de una España nueva. Cuanto tenían, las vidas inclusive, lo sacrificaban por aquel ideal de pura soñación, y por un programa de Gobierno que no habrían podido puntualizar, si fueran   —290→   llamados a realizarlo. Y después de pasarse largos días y noches en tan peligrosas andanzas, volvería cada cual a sus obligaciones. El uno seguiría fabricando obleas y lacre; el otro, jeringas, y el tercero vendiendo sanguijuelas, para ganar un triste cocido y vivir estrechamente entre afanes y miserias. Todo lo soñaban, menos llegar a ser ricos, o al menos, vivir con desahogo. ¡A luchar y a pelearse por un principio fantástico, vagaroso, como las formas de hombres y animales que se dibujan en las nubes! ¡Y luego volver al trabajo, a las privaciones, a la insignificancia! ¿Cómo no admirarles si, en medio de su ruda ignorancia, advierto en ellos una elevación moral que en mí propio y en los de mi clase no veo, no puedo ver, por más que la busco?

Esto, con más concisa palabra, dije a Mita, mientras los hombres, en grupo aparte, hablaban de su plan defensivo. «Yo no entiendo de esas cosas -respondió la salvaje-; pero quiero que peleen... y no importa que muera alguno, con tal que no sea Ley; que haya mucha trapisonda y se estremezca todo eso que llaman el Trono y el Altar, para que resulte vencedora la Libertad. Sí, Pepe: que me traigan Libertad... y gobiernos muy libres... ¿No vendrá también, entre las libertades nuevas, el libre matrimonio, y el descasarse, que es, como quien dice, divorcio?»

Con una sonrisa le contesté, por no atreverme a manifestarle de palabra mi escepticismo   —291→   acerca de los progresos de nuestro país en la legislación matrimoñesca. Luego, viéndola descorazonada, le dije: «Sí, que peleen y se destrocen, a ver si la sangre nos trae mucha Libertad, pero mucha; ideas nuevas, prácticas de otros países. Quién sabe, Mita: no pierdas la esperanza. Esta revolución será tan tremenda, que el Altar y el Trono quedarán necesitados de una mano de carpintería que los componga y los deje como nuevos. Confiemos en la Providencia; esperemos que después de estas guerras no se diga, como otras veces, que todo queda lo mismo que estaba.

-¡Ay, Pepillo!, en la manera de decirlo te conozco que no tienes fe... ¿Tú piensas que todo quedará lo mismo?

-No, hija, esperemos... Vendrá libertad, libertad a chorros, a torrentes...

No quise seguir tratando este punto, por no empañar con mi escepticismo las ilusiones de aquella Libertad áurea con que Mita soñaba, y que, según ella, debía organizar en forma nueva el mundo de los enamorados. Leoncio, llegándose a nosotros, dijo que si la caída del polaquismo y el triunfo de los patriotas traía mucha Libertad, vivirían ellos tranquilamente en un pueblo; pero que si la tal Libertad no venía, grande y con alma, poniendo patas arriba todo lo existente, se irían a Marruecos, y tomarían trazas y habla de moros, para vivir tranquilos. En Marruecos tiene él un hermano que se ha hecho al vivir berberisco, y ya no   —292→   le conocería por español ni la madre que le parió... Esto y algo más que dijo del hermano marroquí, me movió a preguntarle por su hermana Lucila, que a dos pasos de donde estábamos vivía. Sin dar reposo a la lengua, Leoncio limpiaba sus armas y se proveía de pistones para una larga función de guerra, ayudándole solícita la que me atrevo a llamar su mujer, y su hermanillo, aunque más entendido en violines que en pistolas. Lo primero que contaron de Lucila fue que es dichosa en su matrimonio con el señor Halconero: ha sabido adaptarse a la vida campesina, y no se halla bien fuera de su casa y tierras. Vino a Madrid acompañando a su marido, por diligencias de éste, y esperan que amaine la revolución para meterse en la tartana y volverse al pueblo. «Es tan guapa mi cuñada -dijo Mita con extremos de admiración-, que cuando la veo me quedo embobada, y no sé quitar de ella mis ojos. Pienso que escultores y pintores debieran tenerla siempre delante para sacar del rostro de ella toda la belleza de sus cuadros y estatuas, porque de seguro no ha criado Dios modelo más perfecto de hermosura de mujer... modelo de que se podrían sacar los retratos de Diosas y Vírgenes para los museos y las iglesias.

Como hablara yo de su gordura, recordando lo que Rodrigo aseguró, los dos salvajes se echaron a reír, de lo que no se abroncó poco el pequeño. «Está en el punto preciso de las buenas formas de mujer -dijo Mita-:   —293→   ni un punto más ni un punto menos que la medida y peso justos.

-Su cuerpo -indicó Leoncio- es como su cara: la perfección, señor don José. Cuantos la ven lo dicen. ¿Sabe por qué ha dicho este tontaina que Lucila está de libras? Porque él tiene en su cabeza un tipo de mujer enteramente espiritado, y a toda la que no sea un palo vestido, la llama gorda.

-Ya ves, Pepe -dijo Mita riendo-: él es como una espátula, y tiene una novia que allá se va en corpulencia con el arco del violín. Perdidamente enamorado está de semejante lombriz... Mira, mira qué colorado se pone cuando hablamos de sus amores. La verdad, Pepe, no es fea la muchacha.

-Sería bonita si echara unas pocas de carnes... Pero a Rodrigo así le gusta, porque está enamorado de lo magro. Magro es lo que toca en el violín; magro todo lo que piensa.

-Su bello ideal, como se dice, es un alambre, y cuando ve comer a su novia pierde la ilusión. ¿Verdad, Rodrigo? Quieres que todo sea música; que las vidas sean, como las notas musicales, almas sin cuerpo.

Los tres nos reíamos de mi escudero, que ruboroso se defendía torpemente con monosílabos. Reconoció al fin que se había equivocado al decir que su hermana está gorda. Fue aberración de sus sentidos, incapaces de apreciar la verdad material y la verdad numérica, por natural desvarío de gran artista. Y no sólo había desvariado en lo de la   —294→   gordura, sino en lo de la fecundidad, pues hablando los cuatro aquella tarde, se deshizo el engaño de que Lucila era madre de numerosa prole. No tiene más que un niño, precioso como un ángel, y no hay indicios hasta hoy de que aumente la descendencia de Halconero. «Estos benditos músicos -dijo Mita con agudeza y donaire- no aprecian el número, y de una cosa hacen siempre dos. No hay aria que no tenga su ritornello. Así este tonto vio un niño; luego vio otro... y aun creyó que iba a venir un tercer niño.

-Es verdad que me equivoco en el número, y que duplico los objetos, y que, por gustarme lo flaco, paréceme gordo lo que no lo es -dijo el violinista burlándose de sí mismo-. Esto será porque mi maestro don Juan Díaz me dice a cada instante: «Afina, hijo, afina... no rasgues el sonido. Hay que ahilar, ahilar... busca el hilo del sonido... el hilo delgado, delgadísimo». Y cuando me vuelvo yo tarumba para que el sonido me salga delgado y puro, el maestro me dice: «Repite, hijo: otra vez... otra».




ArribaAbajo - XXVIII -

Detonación cercana nos hizo estremecer. Recogió Leoncio todos sus bártulos de guerra para lanzarse a la calle. Mita quiso detenerle un rato más, y no lográndolo, dijo   —295→   que ella también saldría... Salimos todos. ¿Qué habíamos de hacer allí? En la calle vimos sin fin de paisanos que subían a la plaza por la Escalerilla. No tomó Leoncio aquella dirección, sino la de Latoneros, donde le aguardaban los amigos a cuyo lado combatía siempre. Entramos en una tienda de cedazos, ratoneras, cucharas de palo y molinillos para el chocolate. Celebrose allí una especie de consejo de guerra o conferencia entre caudillos. No me enteré bien de lo que discutían; sólo al fin pude comprender que todos los patriotas allí presentes, que eran más de siete y más de ocho, declaraban que no se batirían a las órdenes de Gracián, a quien tacharon de orgulloso y déspota, execrando su vanidad y su afán de lucirse él solo y de tomar para sí las glorias de los demás. No llegaron a mi oído razonamientos más detallados ni pormenores precisos de la conducta del héroe popular, porque Mita y el hojalatero me hablaban de cosas diferentes a las cuales no podía negar mi atención. Cuando de la tienda salimos, anochecía ya. En la calle obscura veíanse, como sombras fugaces, los patriotas que acudían a sus puestos. Despidiose Leoncio de su mujer, con la orden de que se fuese a la casa de Lucila y le esperase allí a media noche, o cuando tuvieran fin las refriegas que se preparaban. Le vi partir sereno, y acompañé a Mita hasta los soportales de la calle de Toledo, frente a la Imperial, notando que a pesar de su fe ciega en la invulnerabilidad   —296→   de Ley, la salvaje no gozaba de tranquilidad. Es difícil que la fe y las balas se pongan de acuerdo, y a lo mejor la divinidad que protege a ciertos hombres escogidos sufre lamentables distracciones. Sobre esto me dijo algo la pobre Mita cuando íbamos hacia los porches, añadiendo que si Dios se volviese atrás de lo dicho y dejase morir a Ley, ella se iría para el otro mundo sin perder momento.

Ni Mita me invitó a subir a la habitación del señor Halconero, ni habría yo subido aunque me invitara. El síntoma más penoso de mi Ansia de belleza era que la atracción y el miedo del ideal se juntaban en un punto. Después me dijo Ruy que el señor Halconero es muy celoso, y aunque Lucila no le da motivo de escama, no gusta de que en su casa entren hombres, ni menos señoritos. Yo no entraría, ni tenía para qué. Entendía que mi dolencia, más punzante y angustiosa en aquel triste anochecer, requería como eficaz remedio el largo pasear y el tender mi espíritu por diferentes calles. Así lo hicimos, metiéndonos por la calle del Grafal y la Cava Baja hasta Puerta de Moros, regresando luego por la Costanilla de San Pedro y calle del Nuncio. Animación y bulla vimos por todas partes; ventanas y balcones con luminarias en todos los sitios dominados por el pueblo; obscuridad siniestra en los parajes ocupados por tropa. El acaso nos trajo de nuevo al punto de partida. Desde Puerta Cerrada habíamos querido salir a   —297→   Platerías por la plazuela de San Miguel, para irnos a casa por las Hileras y Santa Catalina de los Donados; pero no hallamos camino franco. Tenebrosas estaban aquellas barriadas, y a cada momento daban los soldados el quién vive.

Cuando llegamos a los portales de la calle de Toledo, ya habían echado los insurrectos el fundamento de la barricada, la cual avanzaba en ángulo para hacer frente con una de sus caras a la calle Imperial, y con otra a la de Toledo. Mi admiración de aquellos inocentes vecinos subió de punto viéndoles trabajar como hormigas en el parapeto que había de protegerles contra las iras del poder público, y no sólo sacrificaban su vida y su tiempo por un ideal político que entendían como la escritura chinesca, sino que también ponían en ello el ajuar pobre de sus casas. Era de ver la diligencia con que hombres y mujeres, y también chiquillos, acarreaban de las casas trastos y trebejos para echarlos en el montón, y luego ponían encima los colchones, privándose de dormir en blando con tal de ofrecer cómodo abrigo a los defensores del pueblo. ¿En dónde y cuándo se ha visto mayor abnegación, ni entusiasmo más candoroso? El señor Erasmo Gamoneda, que como artillero con pujos de ingeniero dirigía la barricada, me dijo que los españoles sacrifican colchones, esteras, y aun sofás de paja de Vitoria, en aras del patriotismo. Cuando les pareció que la barricada tenía bastante altura y que la   —298→   escarpa de ella ofrecía resistencia eficaz a las balas enemigas, se ocuparon en decorar la fortificación. Eran pueblo, que es como decir niños, y el poder imaginativo les arrastraba a la juguetería. En el extremo de la derecha, tocando al portal último, pusieron un retrato de Espartero clavado en la pared; al otro extremo, unas banderas en pabellón, donadas por un vecino ebanista, y que habían hecho su papel en el adorno de la calle cuando entró doña María Cristina para casarse con Fernando VII, y en el vértice del ángulo, un lienzo con el retrato de la Virgen de la Paloma, desclavado del bastidor y muy estropeadito. Después de servir de imagen titular en una tienda de la calle de Latoneros en el pasado siglo, estuvo largos años en un portal, con ofrenda de velas y aceite, parando al fin Nuestra Señora en patrona y capitana de la plebe amotinada. Desde el palo en que pusieron la Virgen hasta los dos extremos de la barricada, tendieron cuerdas con banderolas y pingajos de diferentes colorines; moñas de toros, y el indispensable cartel de Pena de muerte al ladrón.

Dentro de la barricada, en las dos bandas de soportales, tenía la calle aspecto de feria. Paseamos por un lado y otro, viendo las hileras de tiendas, que de día me parecían cavernas forradas de bayetas y paños. En noche de revolución estaban cerradas, o a media puerta, para entrar y salir la gente armada. Las mujeres y los niños se refugiaban en los entresuelos, tan lóbregos de   —299→   noche como de día. Cerradas las tiendas, se destacan los rótulos: aquí nombres muy acreditados en el comercio, como el famoso Tío Rico, celebridad choricera; allí denominaciones simbólicas al uso, como La Perla, El Jazmín, que anuncian ropa de niños, camisería y género de punto. De todo hay en aquellas grutas, donde guarda su hacienda un pueblo de afanosas hormigas. Desde la puerta de una de estas tiendas señaló mi escudero al piso segundo de la casa de enfrente, dirigiendo mi atención a una ventana más iluminada que las demás de la calle, y me dijo: «Vea, señor: aquella ventana de tanta luz que parece un retablo, es de las habitaciones donde viven mi hermana Lucila y su marido don José Halconero». «Liberal de veras será tu cuñado -observé yo-, cuando tan espléndida luminaria pone en su casa». Y él: «Liberal y patriota fue, según dicen, en tiempo de aquel que llamaron Héroe de las Cabezas, verbigracia, Riego; y él mismo cuenta que en una batalla que dieron los Milicianos en el Arco de Triunfo, el día tantos del mes de Julio de un año de aquel tiempo, se batió como un león, y sacó dos heridas en la cabeza que por poco le cuestan la vida. Hoy sigue liberal y partidario del Progreso; pero ya no le queda más que el compás, y todo lo que dice es: «¡Ah, en mi tiempo!... ¡Oh, aquellos eran hombres!...». También mi hermana Lucila es patriota, al modo de mujer, clamando por que triunfe el Adelanto; pero dice que no   —300→   vendrá civilización grande si no tenemos antes Diluvio... el Diluvio, señor.

-Tiene razón Lucila. En este inmenso secano, no puede haber buena cosecha sin lluvias abundantes.

Sin hablar más de esto, pasamos al otro lado: nos llamaba Erasmo Gamoneda con fuertes voces, y en cuanto nos tuvo al habla díjonos que habíamos de tomar las armas o largarnos de la Plaza; éramos un estorbo y un cuidado, y no estaban allí los valientes para custodiar a los petimetres que venían de mirones. Antes de que yo le manifestara mi ineptitud para el heroísmo, y aun para el manejo de las armas de fuego, salió Ruy diciendo que bien podía yo permanecer en la Plaza sin necesidad de cargar el chopo, pues venía como historiador, y a los historiadores se les respeta en los campamentos por el bien que traen narrando las hazañas. Al oír esto Gamoneda, cambió de tono, y con gesto y expresiones corteses demostró la admiración que siente por los que consagran su ingenio a reproducir y encomiar las glorias de la patria. «Bien, muy bien, señor mío -me dijo estrechándome la mano-. Ya leeremos todo lo que Vuecencia escriba de este sufrido pueblo... y si sale esa Historia por entregas, a cuartillo de real, los pobres podremos comprarla...

-Yo -declaró un ciudadano, que a nuestro grupo se acercó, fusil al hombro- me quitaré el pan de la boca para tener en casa esa Historia y leérmela de corrido... Pero   —301→   tenga cuidado de que no se le olvide nada.

-¡Ah! -indiqué yo-, de eso trato, de no perder el menor detalle de estas grandezas.

-Nos dará luego la Segunda Parte -dijo Gamoneda-, que traerá todo el relato del establecimiento de la Milicia Nacional... Yo, como dije al señor don José, seré de Artillería, por lo que entiendo de materias para disparos y explosiones...».

Invitáronme a visitar el local que allí tenían, en la cabecera de la barricada, un almacén que fue de paños, ya desalquilado y vacío. Ocupáronlo por ley de guerra los patriotas, y en él pusieron su almacén de provisiones de guerra y boca, con botijos de agua fresca, dos catres para los heridos, depósito de armas, y líos de esteras viejas para refuerzo de la barricada. Entramos y nos ofrecieron como asiento unas cubas vacías. Mientras Gamoneda daba órdenes a unos tipos con morriones de miliciano del año 22, y que debían de ser ayudantes o cosa parecida, el otro ciudadano me hacía los honores del Cuartel general, y de paso daba unos toques políticos y sociales: «Para mí, señor, la Revolución no debe cuidarse sólo de traer más Libertad. Venga, sí, toda la Libertad del mundo; pero venga también la mejora de las clases... porque, lo que yo digo, ¿qué adelanta el pueblo con ser muy libre, si no come? Los gobernantes nuevos han de mirar mucho por el trabajo y por la industria. Hay que proteger al trabajador, y echar leyes que abaraten el comestible y den mayor   —302→   precio a las cosas de fabricación. Yo, señor, soy fabricante de zorros para quitar el polvo a los muebles. Mi establecimiento está en la rinconada del Almendro, donde el señor tiene su casa, y puede visitar los talleres cuando guste. La muestra dice: Hermosilla. Zorros y plumeros. Hermosilla es un servidor, para lo que guste mandar... Mis zorros son especiales... Castiga usted con ellos los muebles de tapicería sin deteriorarlos, porque empleo material escogido de orillo. Ahora me dedico también al plumero, que fabrico para los muebles finos de Francia, que están de moda. Es un plumero tan suave, que se come todo el polvo y hasta el polvillo, y es de larga duración si cae en manos de criadas que lo manejen con suavidad, acariciando, señor, acariciando, sin dar golpes...».

Con todo lo que dijo estaba yo conforme, y así se lo manifesté al bueno de Hermosilla con franca urbanidad, añadiendo que la Revolución no sería eficaz si no nos traía un gran desarrollo de las artes industriales. Luego me quedé solo con Ruy, el cual me llevó por los espacios interiores de aquel local vacío, que iba a parar a la calle de Cuchilleros. «Esta puerta -me dijo mostrándome una claveteada y con fuertes cerrojos- da a la escalera por donde se sube al piso en que vive mi hermana Lucila, y por la misma se puede salir a cuchilleros; pero está cerrada y por aquí no podemos salir. Vámonos por donde entramos, señor, y veamos   —303→   de procurarnos un sitio de descanso, ya que no pueda el señor ir a su casa y yo acompañarle, como es mi deber». La idea de volverme al seguro de mi casa me halagó un instante; pero me sentía perezoso, o más bien, una fuerza de adhesión casi irresistible, pegajosa, en aquellos lugares me retuvo. Cierto que mi mujer estaría sin sosiego; pero ya se tranquilizaría viéndome entrar a media noche o a la madrugada... Con esta idea fuimos a la Plaza, y después de vagar por ella nos refugiamos en el quicio de una cerrada puerta, junto a la calle de la Sal... Fatigado yo y anhelando la quietud, me senté en el suelo; Ruy se puso a mi lado. Parecíamos dos mendigos: no nos faltaba más que alargar una mano y soltar la quejumbrosa plegaria para solicitar la caridad del transeúnte. El vivo resplandor de mi espíritu en aquella hora triste de la noche, que no parecía sino que cien hogueras ardían en él, es de tal importancia en estas memorias, que necesito tomarme tiempo y descanso para referirlo como Dios manda. Mañana, amiguita Posteridad, seré otra vez contigo.




ArribaAbajo - XXIX -

¿Julio todavía?... No sé en qué día vivo.- Sigo contando, y describiré brevemente las batallas que andaban dentro de mí. Mi   —304→   alma era toda tristeza, considerando cuán poco soy y cuán poco valgo. ¡Entre aquellos hombres inocentes y rudos que perciben un ideal y corren ciegos tras él menospreciando sus propias vidas, y yo, existencia infecunda, inmóvil pieza de un mecanismo que anda sólo a medias y a tropezones, qué colosal diferencia! Ellos me parecían materia viva, aunque tosca; yo, materia inerte, ociosamente refinada. Ellos marchan; yo permanezco apegado al suelo como un vegetal. Ellos son elemento activo; yo, formación petrificada del egoísmo y de la pereza. Para consolarme de la envidia que me punza el corazón, pienso en la barbarie de ellos; comparo su grosería con mi finura, y su ignorancia con las varias erudiciones de segunda mano que me adornan. Pero esto no me vale, y en lo mejor de mis comparaciones, les veo agigantarse, mientras yo, de tanto empequeñecer, llego a ser del tamaño de un cañamón. Ellos trabajan rudamente todo el año para vivir con estrechez, y yo vivo de riquezas que no he labrado, y de rentas que no sé cómo han venido a mí. Y viviendo en la inactividad, amenizando mis ocios con el recreo de ver pasar hombres y cosas, ellos se lanzan a la hechura de los acontecimientos, a impulsar la vida general, y a desenmohecer los ejes del carro de la Historia. Ellos dan su hacienda corta y su vida, no por el beneficio y mejora de sí mismos, y de la clase a que pertenecen, sino por la mejora de toda la sociedad. Si algo   —305→   bueno resultare de esta revolución, no será para ellos, que seguirán tan pobres, obscurecidos y bárbaros como antes, mientras recogen el fruto de la mudanza política los camastrones que han cultivado y adquirido la agilidad oratoria, o los áureos gandules como yo.

No me conformo con esta inferioridad a que me condena mi propio juicio, y evoco toda mi voluntad para ver si en ella encuentro fuerza bastante con que acometer algo que a tales hombres me iguale. ¿Qué puedo hacer? ¿Coger un arma y lanzarme a la pelea junto a esos admirables ciudadanos? No, porque ya sé lo que ha de pasarme si me meto a revolucionario de acción. Me faltará ardimiento, la fiera impavidez ante el peligro. Me figuro que intento ponerme a disparar tiros en una barricada, y antes de empezar me sentiré invadido de un sentimiento humanitario, incompatible con el heroísmo bélico. Vamos, que si suelto el tiro con buena o mala puntería, y tengo la desgracia de matar a un pobre soldado, he de afligirme como si a mi propio hermano matara. No, no: he de buscar un heroísmo que no sea el militar. Pues ¿qué, entonces? ¿Recoger y asistir a los heridos, exponiendo mi cuerpo a las balas, como si éstas fueran motitas de algodón? ¿Predicar de casa en casa y de pueblo en pueblo las doctrinas salvadoras, y no cejar en ello, desafiando persecuciones, cárceles, presidios y la muerte misma? Estos y otros medios de elevación moral   —306→   iban pasando por mi mente, sin que me decidiera por ninguno, pues aunque todos me parecieran buenos, yo ambicionaba el mejor, el insuperable. Había de ser algo que yo fuese a buscar a los más eminentes espacios de la bondad humana...

No sé a dónde fue a parar mi desconcertada mente. Sí sé que mis nervios cayeron en una sedación honda. ¿Yo dormía o velaba? Cualquiera lo averigua... ¿Sentí los ronquidos de Ruy, o es que éste tocaba el violín? «Ruy -le dije sobresaltado-, eso que tocas ¿es el aria del Rapto en el Serrallo, del amigo Mozart, o un motivo de tu invención?

-¿Qué motivo ni qué carneros?... Despierte, señor, y vea que no tengo violín, que estamos pasando la noche arrimados a una puerta, en la plaza Mayor.

-¿Crees tú que yo he dormido?

-¡Anda! Pues no ha soñado poco...

-¿Sabes una cosa? Es muy agradable dormir al raso en estas noches de verano. En la calle, sueña uno cosas más bellas que en casa... Y dime, ¿has oído tú al reloj dar las horas?

-Le oí, señor; pero todas las horas las daba equivocadas. Dio dos veces la una; dio las once después de las doce, y repitió las dos para que parecieran las cuatro.

-¿De modo que con ese reloj no sabemos a qué hora vivimos? Así es mejor. No hay cosa más cargante que saber la hora, y sentir el tiempo marchar siempre hacia adelante. Yo he pensado que estábamos a prima noche, y   —307→   que cuando Mita subió a casa del señor Halconero, subíamos con ella.

-Me parece, señor, que no es verdad que subiéramos... Lo que hay es que usted y yo deseábamos subir; pero no fue más que deseo... quiero decir, que el deseo subió, y nosotros nos quedamos en la calle viendo hacer la barricada...

-Más bonita es Lucila que la barricada, pienso yo... y también te digo que en los ojos de tu hermana están todas las revoluciones.

-Mi hermana es tan bella, que yo mismo, al mirarla, me quedo pasmado. Creo a veces que Lucila no es mujer, sino diosa, una diosa con disfraz, que tiene el capricho de pasar temporadas entre nosotros los humanos...

-Ciertamente: Lucila no es de este mundo, sino criatura celestial... Dios la encarnó en una raza escogida... porque has de saber, Ruy, que vosotros, los Ansúrez, sois celtíberos, la raza primaria. Tu padre es el perfecto tipo de la nobleza española, y tu hermana, el ideal símbolo de nuestra querida patria... Y el hijo de Lucila es como un príncipe que lleva en sí todos los caracteres de la realeza: cuando crezca, verás en él la más bella persona, y la más gallarda, la más generosa. No digo yo que reine; pero sí que debe reinar y que idealmente reinará... A propósito, ¿qué nombre le han puesto a ese niño?

-José... el nombre de su padre.

  —308→  

-Y mío... Has de notar que todos los españoles nos llamamos José. Casi, casi, llamarse José es como no llamarse nada, y tu sobrinito ha de tener otro nombre, que no conocemos; un nombre que le ha puesto Lucila, y que sólo ella sabe... Porque no dudes que ese niño ha sido engendrado por el Dios celtíbero, o por el mismísimo genio de la patria.

-Poco a poco, señor Marqués... Mire lo que dice. No está bien que una persona como usted vitupere a mi hermana, señora honrada, más honrada que el sol, y aunque esposa de un viejo, es tan fiel, tan fiel y tan pura, que ninguna otra mujer la puede superar.

-¡Si lo sé, hijo: si la tengo por dechado y compendio de todas las virtudes! Pero lo uno no quita lo otro, querido Ruy.

-Todos cuantos conocen a mi hermana se hacen lenguas de su recato y honestidad, y mi cuñado Halconero es la persona más envidiada que hay en el mundo. La gente dice en coro: «Vaya una mujer que se ha llevado este tío». Su buen comportamiento, digo yo, es lección que debieran aprenderse de memoria las demás mujeres.

-Lo sé, lo sé. Pero eso no quita... Pudo ser con ella el Dios celtíbero o el genio de la raza española, conservando sin menoscabo su virtud y, si me apuran, su virginidad...

-Señor, señor, tanto como eso no se puede decir... Cállese, por Dios, o creeré que delira... Si no estuviéramos a obscuras, vería   —309→   usted que, oyéndole esos despropósitos, me he puesto muy colorado.

-Tú podrás ponerte como un cangrejo, si ése es tu gusto. Yo, sin cambiar de color, expreso una idea elevada, teológica... y en el terreno de la fe la sostengo. Claro que no podrá demostrarse; pero la demostración contraria, ¿quién será el guapo que hacerla pueda?...

-El señor conoce a Lucila: no es necesario que sea teológica para ser hermosa y buena como los ángeles.

-Cierto: esto lo sé por espontáneo conocimiento, inspiración si así quieres llamarlo, porque he tratado poco a tu hermana. Sólo dos veces la he visto, y en ninguna de esas ocasiones he tenido el honor de hablar con ella.

-Pues si es así, no conoce el señor lo más bello de mi hermana Lucila, que es el acento, el metal de voz.

-Sin oírlo, lo conozco, Ruy, por percepción intuitiva. En la voz de esa mujer cantan todos los ángeles y serafines.

-Así es... No han oído los hombres música que a la voz de mi hermana pueda compararse... No puedo hacer comprender al señor cómo es aquella voz... Si hubiera traído mi violín, algo podría decirle acerca de esto.

-Pues que no se te olvide traerlo, siempre que salgamos a divagar de noche por las calles solitarias... ¿Sabes, Ruy, lo que estoy reparando? Que alumbra la luna con luz tan   —310→   clara como si tuviéramos en el cielo tres o cuatro lunas.

-No es claridad de luna lo que vemos, sino del mismo sol. Señor, es de día.




ArribaAbajo - XXX -

Julio... todavía Julio.- La primera embestida de esta dolencia tan vaga como cruel, a la que he dado diferentes nombres sin acertar, creo yo, con el verdadero, empezó a fines del 49 y no terminó hasta mi viaje a Roma el 51. Sufrí entonces desórdenes extraños de la inteligencia y aberraciones sensorias muy peregrinas; pero nunca llegué, como en este segundo ataque, a confundir la luna con el sol, y la noche con el día. Tampoco di entonces en la extravagancia de desayunarme con buñuelos y aguardiente, como hice en la ocasión que refiero. Fue Ruy quien me incitó a tomar tales porquerías, que en mi estómago, la verdad sea dicha, cayeron como veneno, poniéndome de cabeza y voluntad más perdido y desatinado de lo que estaba. En lo que sí coincidían mi primero y mi segundo ataque era en el olvido de mi cara familia, en el amor ardiente al pueblo y en la insana ambición de realizar yo una o más acciones heroicas, siempre dentro de lo popular; es decir, que mi quijotismo tenía el carácter de amparo   —311→   de los humildes por estado y nacimiento...

Hoy, mejorado de tan raras turbaciones, no puedo traer fácilmente a mi memoria mis acciones de aquel día... el día de los buñuelos y el aguardiente... porque desde que embuché aquella ponzoña se me inició la inconsciencia, y ésta fue aumentando, según me dijo Ruy, hasta que llegué a ser como autómata que iba y venía, y maquinalmente funcionaba moviendo los muelles y resortes de mi organismo, sin apreciar la causa impulsora ni darme cuenta de sus efectos. En mi cerebro ha quedado el estruendo de los tiros que oí, tiros próximos, lejanos lejanísimos, y después he sabido por Ruy que eran el lenguaje de la batalla empeñada en las calles, y me ha informado de las defensas que hubo en estas o las otras posiciones: barricada en la calle de la Montera, en Antón Martín, en Santo Domingo, en los Mostenses... qué sé yo... Todo Madrid debió de ser barricada... Mas si el estampido de la fusilería y cañonazos era recogido por mi cerebro, nada del lenguaje humano que en aquella mañana oí persiste en mi memoria. Los que hablaron conmigo, háganse cuenta de que hablaron con una estatua.

Pero lo más peregrino, entre los muchos fenómenos de inconsciencia de aquel indefinido lapso de tiempo que duró mi turbación, fue que yo me encontré armado sin saber quién había puesto en mi mano un fusil. Y nada me ha causado tanto pasmo y   —312→   terror como el decirme Ruy con ingenua convicción que yo había hecho fuego... Veinte veces me lo aseguró y aún no le daba yo crédito. Yo disparé mis armas; alguien me las cargaba, y vuelta otra vez a disparar... Añadió mi escudero que durante una hora o más me batí en la barricada, y que por mi arrojo y mi desprecio de la muerte parecía un insensato. ¡Válgame Dios con mi heroísmo sin saberlo! ¿Por desgracia mía, algún cristiano fue víctima de mi despiadado, inconsciente furor? Las referencias de Ruy y las de Tiburcio Gamoneda convienen en que fue Leoncio quien me dio las armas y quien las cargaba. ¡Y mis locas acciones, trabajo de un maniquí de perfeccionado mecanismo, hiciéronme pasar por valiente a los ojos de los tiradores de verdad!...

Si nada quedó en mi memoria de los disparos que hice, según cuentan, con marcial coraje, nada recuerdo tampoco de haber comido. Ruy me asegura que sí. ¡Vaya por Dios! Comí pan, aceitunas negras, un pedazo de cecina, medio arenque, y apuré un vaso de vino... Lo más singular y maravilloso es que mi escudero jura por la salvación de su alma que lo comí con apetito... Mi memoria no recobró su poder hasta después de anochecido, y la primera prueba del renacer de la preciosa facultad fue verdaderamente muy desagradable. Hallábame yo en la calle de Botoneras: me complacía en observar cómo iba recobrando el sentido del lugar y el tiempo, y para comprobarlo   —313→   reconocía la casa de Sotero, y apreciaba la entrante noche... En esto vi que un hombre a mí se llegaba: era Gracián. Su presencia me hizo temblar. Aunque ni su rostro ni su actitud indicaban hostilidad, despertó en mí un horrible miedo. Con palabra balbuciente contesté a sus preguntas, que no sé si se referían a mi salud o a mi valentía. Dudé si eran manifestaciones de amistad o de burlas; y deseando perderle de vista, porque su mirada me causaba pavor, antipatía, consternación, antes que él se apartase me escabullí yo rozando con la pared de las casas... Intenté dar el pretexto de que alguien me llamaba; pero no sé si lo di...

Entrada la noche, y sosegado ya del miedo que me causó Gracián, tuve mayor prueba del restablecimiento de mi memoria. Fue para mí sorpresa y confusión grandes verme cómo estaba vestido. Hasta entonces no había caído yo en la cuenta de que llevaba un chaquetón holgado y vetusto, en vez de la levita que saqué de mi casa, y de que en lugar de mi sombrero llevaba una gorra de cuartel. Pantalones y chaleco eran los mismos de mi anterior vestimenta, y conservaba el reloj y dinero; pero mis botas de caña, por arte de magia, se habían convertido en zapatos de orillo, blandos y feos. Lo peor de todo fue que mi escudero no supo darme razón de aquel cambio de ropa. ¿Me había mudado en mis horas de máquina inconsciente, o me transformaron los demonios?   —314→   Ruy no lo sabía, lo que me probaba que él también había tenido eclipses de la memoria y del conocimiento. La mejor prueba de que mi cerebro recobraba su normalidad, la tuve oyendo cuanto se decía de los acontecimientos de carácter público, y asimilándome aquellas referencias, apuntes que pronto habían de ser páginas históricas. La lucha en las calles se había suspendido. En la tregua fraternizaban pueblo y tropa. ¿Qué Gobierno había? Lo ignorábamos. Sabíamos que una Junta magna tomaba sobre sí la obra de pacificación... Entre los nombres que oí, se estamparon en mi mente con vigor y claridad los de Sevillano, Vega Armijo, don Joaquín Aguirre, Fernández de los Ríos y el general San Miguel. Ya estaban en negociaciones la Junta y Palacio... ya se vislumbraba la paz; el triunfo del Pueblo era evidente. Se contaban maravillas del arrojo y constancia de los patriotas en las barricadas de la calle de la Montera, en la confluencia de las calles de San Miguel y Caballero de Gracia, en las Cuatro Calles, plaza de las Cortes... Las tropas que Córdova tenía en la zona de Palacio no habían podido comunicarse con las que ocupaban el Prado y Recoletos... Entre todas las barricadas, la más ineficaz había sido la nuestra, calle de Toledo, y conceptuándola disparate estratégico, Gracián había mandado abandonarla. Esta noticia me llenó de confusión. ¿Dónde me había batido yo? ¿Dónde tuvieron su teatro mis estupendas   —315→   hazañas?... Mas ¿cómo habíamos de dilucidar este obscuro punto, si Clío, que todo lo sabe, ignoraba en qué lugar se habían separado de mi cuerpo mis botas y mi levita?

Muertos vi en gran número en la calle Imperial, Atocha y entrada de la de Carretas. Heridos transportamos al Fiel Contraste; y hallándome en esta operación, tuve el sentimiento de acompañar en sus últimas al bueno de Erasmo Gamoneda. El pobrecito me pidió agua: se la di de un botijo que pasaba de mano en mano y de boca en boca; bebió con ansia. Parecía sentir alivio del escozor de sus heridas, que eran tremendas: un agujero en la clavícula derecha; en el vacío del mismo lado, otro que le pasaba de parte a parte; la cabeza rota, una mano casi deshecha. Mirándome agradecido, me dijo con sencillez y satisfacción tranquila, como si se alabara de terminar felizmente una partida de obleas: «Hemos ganado. Bien, bien... Milicia Nacional: bien... Yo artillero...». Y repitiendo el bien, bien, yo artillero, estiró piernas y brazos, y abriendo la boca en todo su grandor, entregó el alma.




Arriba - XXXI -

Este y otros espectáculos tristes deprimieron horrorosamente mi ánimo. Iniciado el despejo de mi entendimiento, ganaba terreno   —316→   por instantes la querencia de mi familia y el gusto de la vida normal. Pero no volvería yo a mi casa sin resolver dos problemas de importancia: recobrar mi ropa, y saber la suerte y paradero de Mita y Ley. Más fácil era, según Ruy, lo segundo que lo primero, pues sólo Dios podía encontrar una levita y un sombrero en aquel maremágnum de pobreza y confusión. En el Rastro quizás parecerían, y quién sabe si veríamos ambas piezas, dos días después, en la hinchada persona de algún funcionario de la flamante situación popular. No hallando a Mita y Ley en la casa de los Gamonedas, desierta y abandonada, fuimos a la cangrejería de la plazuela de San Miguel, donde nos dijeron que cansada Mita de esperar a Leoncio, y medio muerta de ansiedad, andaba en busca de él, de barricada en barricada. ¡Vaya por Dios! Afanosos nos lanzamos mi escudero y yo a la misma caminata, y en ella se nos pasó gran parte de la noche, sin encontrar a los salvajes. Lo peor fue que con tanto ajetreo me sentí nuevamente amagado de mis desórdenes cerebrales y nerviosos: yo estaba fatigadísimo. Para contener el mal que me rondaba, y dar algún descanso a mis pobres huesos, me metí en el desalojado almacén de paños de la calle de Toledo, ahora convertido en cuartel general de la plebe, depósito de armas y algo que con optimismo burlón llamábamos víveres... Entramos. Vimos diversa gente; hombres fatigados que no podían moverse; otros que perezosos recogían   —317→   objetos diversos para devolverlos a los hogares: botijos, sillas, colchones. En un rincón había heridos graves, rodeados de sus familias, que no sabían si dejarles morir allí o llevárselos a casa. Mujeres vi en actitud estoica, mujeres desesperadas... Mi cansancio físico no me permitía ya ni aun ser piadoso... Me interné por aquellas obscuras y destartaladas estancias, y fui a parar a la más interior, que cae sobre Cuchilleros. No podía yo con mi cuerpo ni con mi alma; en un montón de esteras que me brindaba las blanduras de un diván, me dejé caer, y estirándome todo lo que daban de sí brazos y piernas, sin llegar a las medidas del camastro, me dormí profundamente.

El tiempo que duró mi sueño no puedo precisarlo... Desperté con una idea triste, una desfavorable opinión de mí mismo: yo era inferior, muy inferior a toda la caterva popular entre la cual había vivido tantas horas; yo no podía compararme a ellos, pues mis hazañas eran fantásticas, quizás burlescas, y ellos sabían luchar y morir por un ideal tanto más grande cuanto más nebuloso. Volvería yo a mi clase o jerarquía social, materializada y egoísta, sin haber hecho nada fuera de lo común, sin encontrar medio de ennoblecer mi alma con un acto hermoso de piedad, o de justicia, o de moral grandeza... Esta idea me mortificaba, y también la sed: revolví mis ojos por la estancia, que alumbraban candiles moribundos; vi a Ruy, dormido a mi lado como un tronco; en   —318→   el opuesto rincón, un hombracho, envuelto en manta gris, era también tronco durmiente. Creyendo ver junto a éste un cántaro de agua, me levanté para cogerlo, y no había dado dos pasos cuando entró en la estancia un hombre, que al punto reconocí... ¡Ay, qué miedo!: era Bartolomé Gracián. No esperó a que yo le hablase, y reconociéndome al punto, y llegándose a mí jovial, me dijo: «Hola, Beramendi: no creí encontrarle aquí... ¿Salía usted?...». «No -le respondí temblando-; iba en busca de aquel cántaro: tengo sed». Por disimular mi miedo, me dirigí a donde estaba el cántaro, y volviendo junto al héroe de la plebe, con un gesto le ofrecí agua... Me sentía mudo.

«Gracias, que aproveche. Pero ¿qué, se asusta de mí?... Al contrario, diviértase con lo que voy a decirle, amigo Beramendi. Es usted de los míos... Ha terminado la partida militar, y ahora empiezan las amorosas partidas... Yo soy así: salgo de una locura, y emprendo locura mayor... De ésta saldré tan bien como de la otra... ¿Qué le pasa a usted, que no dice nada? Beba si tiene sed... Y si quiere presenciar un grande atrevimiento de amor, más interesante y más dramático que todos los que le conté caminando de Vicálvaro a Vallecas, espéreme aquí un momento».

Al decir esto, ponía la mano en los hierros de una puerta. Siguiendo con mis ojos su mano, reconocí la puerta de la escalera que por arriba conduce a las habitaciones   —319→   donde moraba Lucila con su marido, por abajo a la calle de Cuchilleros. Interrogado por mis ojos, que debieron de echar lumbre, Gracián me dijo: «En el piso segundo está una mujer a quien yo amé tres años ha; me quiso ella con locura... El Destino nos separó. No he vuelto a verla desde entonces. Casó Lucila con un viejo campesino... Ayer supe que está en Madrid y en esta casa... No soy quien soy si no la saco esta noche del domicilio conyugal para llevármela al mío. Después de estos terribles combates, ¿qué puede apetecer el soldado más que descansar en un éxtasis de amor? Marte nos irrita; Venus nos consuela... Parece que usted no me cree, y aun que se burla de mí. ¿Quiere que hagamos una apuesta? Lucila no me ha visto desde aquella separación de comedia; Lucila, esta tarde, no sabía que yo existo... A media noche le escribí una carta, de las que yo pongo, con el alma, toda la fascinación del mundo en pocas letras... Con Servanda se la mandé. ¿Sabe usted quién es Servanda? Una mujer muy sutil que celestinea maravillosamente... Sé que la carta está en su poder. Lucila no me contestó, ni hace falta su respuesta... ¿Qué creerá usted que puse yo en mi carta?... Cuatro palabras de fascinación, y pocas más diciéndole que... Todo ello es sencillísimo, mi querido Marqués... diciéndole que en cuanto deje a su marido bien dormido, pero bien dormido, salga al pasillo de su casa... Allí me espera... Entro yo...

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-Pero usted no entrará -le dije poniendo mi mano sobre la suya, que tocaba la puerta.

-Tengo la llave de aquí... y la de arriba también... véalas. Servanda me las ha dado.

-Pero Lucila no se prestará, no, a ese ardid impropio de un caballero... Lucila es honrada.

-Yo subo; yo entro...

-Y a encontrarle saldrá don José Halconero, armado hasta los dientes.

-Ríase usted de Halconeros y de dientes armados. Es usted un candidote que no conoce el mundo misterioso de la infidelidad conyugal, ni los impulsos de una mujer que, enamorada ciegamente una vez, no deja en ningún caso de acudir al reclamo de su ilusión.

-No acudirá, no acudirá, Gracián -afirmé yo, libre ya mi alma de todo miedo.

-Hagamos la grande apuesta. Usted aquí se queda en expectación de mi aventura. Si al cuarto de hora no me ve pasar por aquí con Lucila, pierdo... Estipulemos lo que se ha de perder o ganar, según falle o no la empresa.

-Yo no apuesto, señor Gracián -respondí sintiéndome todo entereza- Yo no hago más que decir a usted que no subirá... porque no debe subir, porque yo no debo permitirlo; más claro, porque yo le prohíbo que suba.

-No contaba yo con este guardián caballeresco -dijo Gracián echándose atrás-;   —321→   pero va usted a ver cómo me sacudo yo a los caballeros de la Guarda y Vela».

Al movimiento que hizo para echarme sus crispadas manos al pescuezo, me anticipé yo levantando con poderoso impulso y coraje el cántaro mediado de agua; y ello fue tan rápido, que al tiempo que sus dedos me tocaban, se estrelló el cántaro en su cabeza, y los cascos y el agua envolvieron su rostro, le cegaron... En el mismo instante oí una voz que gritaba: «¡Mátele, señor, mátele!» Y el hombracho aquel que dormía se llegó a mí y puso en mi mano una pistola... Antes que Gracián, rehecho del golpe y mojadura, volviera sobre mí con furiosa exclamación de cólera, la bala se le metió en el cráneo, y de golpe toda su arrogancia y toda su maldad cayeron en los profundos abismos.

Segundos duró lo que cuento. El hombre que me había dado el arma, me cogió del brazo, y sin dejarme ni tan siquiera mirar a la víctima, me llevó fuera diciéndome: «Señor, no le tenga lástima... Vámonos de aquí. ¿No me conoce? Soy Hermosilla, el fabricante de zorros y plumeros... Almendro, 14... Ha quitado el señor de en medio la mayor calamidad del mundo. ¡Vive Dios que ha sido grande hazaña!... Ese tunante me perdió a mi hija mayor, la Rafaelita; después a mi segunda, la Generosa. ¡Qué dolor! Las dos andan por esas calles...».

¿Dónde estaba yo en la mañanita del 20,   —322→   con Hermosilla? En una sombrerería de la Concepción Jerónima, buscando una prenda decente, cobertera de mi cráneo, para poder entrar en mi casa con el decoro propio de la clase a que pertenezco. Mi diligente escudero, a quien había mandado por cigarros, vino desolado a decirme: «Ahí están, señor... Míreles... Mita y mi hermano Leoncio... Se van, se van de Madrid».

Salí, y en la misma puerta de la tienda me vi cogido de las manos por Mita, que, con premioso acento de despedida, me dijo: «Nos vamos, Pepe... adiós. Ya hay Gobierno; otra vez hay leyes: ya no podemos seguir en este pueblo maldito.

-¿Y Ley?

-Mírale allí, metiendo nuestros baulitos en la tartana... «Nos vamos al campo, al sol... ¡Salvajes otra vez, hasta que Dios quiera!...».

Corrí a donde estaba el coche, y apenas tuve tiempo de despedir a mis buenos amigos con toda la efusión de mi cariñosa amistad y sinceros ofrecimientos de protección. El coche partió. ¡Cuándo volveríamos a vernos! Díjome Ruy que se iban a la Villa del Prado, donde vivirían al amparo de Lucila.

«¿Y tu hermana, y el bendito señor de Halconero, a quien estimo mucho sin tener el honor de conocerle?

-Pues han salido hace un cuarto de hora en otra tartana que va delante».

Se iban a la paz y a las alegrías del campo, y aquí quedaba Madrid con su corte, su   —323→   política y el eterno rodar de los artificios, que se suceden mudándose, y se mudan para ser siempre los mismos... Y yo a mi casa: ya era irresistible mi deseo de ver a mi mujer y a mi hijo... No me faltaba más que buscar una levita semejante, si no igual, a la que perdí, pues no me resignaba, no, al deplorable efecto de mi aparición con la facha de jamancio crúo. Y me faltaba también discurrir la ingeniosa mentira con que debía justificar mi ausencia de casa en las turbulentas noches y días de la Revolución. Pensando en ello estaba, y ocupado además en la diligencia de buscar la levosa, cuando vi pasar por la calle de Toledo abajo al general San Miguel, a caballo, con abigarrado séquito de patriotas y militares, también a caballo. Vestía don Evaristo de paisano, con fajín, y a su paso le saludaba la multitud con aclamaciones de respeto y júbilo. Era el pacificador, la personificación del feliz consorcio de Pueblo y Ejército. A poco de verle pasar, una ideíta que yo buscaba entró gozosa en mi mente. «A casa mandaré a Ruy -me dije- para que prepare la vuelta del prófugo con un lindo embuste. Dirá que me cogió el general San Miguel el día 18 para que le ayudara en sus trabajos de pacificación... que no pude zafarme del compromiso, ni de la encerrona en patrióticas asambleas... No, no: esto no lo creerán... Tengo que inventar otra cosa, fabricar mi novela en históricos moldes... Diré que Córdova me llamó a Palacio;   —324→   que luego se me encargó una misión muy delicada cerca de la Junta que se reunía en casa del señor Sevillano; que fui detenido por un grupo de revolucionarios ardientes; que me encerraron en la Posada del Peine... en el palacio del Nuncio... en las casas de Porras... averígüelo Vargas... guardándome prisionero con exquisitas consideraciones y esmerado trato de aposento y boca...».

Esto contaría yo mutatis mutandis, y una vez salvado el decoro de mi presentación, a mi mujer le contaría la verdad escueta, sin omisión ni aditamento, historiador sincero y leal de una de las páginas más interesantes y dolorosas de mi pobre existencia... Así lo hice. No se cuidaba mi mujer más que de llevarme al reposo y a la franca sedación de mi mal, y lo consiguió con su dulzura. A los trágicos y cómicos lances que le referí, y a mis variados cuentos y descripciones, puse un juicio sintético que aquí reproduzco como término de esta parte de mis Memorias. Ved aquí el juicio y la fría opinión, una vez pasado el hervor revolucionario y entibiadas las pasiones que del corazón de los demás pasaban al mío: Todo es pequeño, en conjunto. Relativa grandeza o mediana talla veo en la obra del pueblo sacrificándose por renovar el ambiente político de los señoretes y cacicones que vivimos en alta esfera. Menguados son los políticos, y no muy grandes los militares que han movido este zipizape. Pobre y casera es esta revolución, que no mudará más que los externos   —325→   chirimbolos de la existencia, y sólo pondrá la mano en el figurón nacional, en el cartón de su rostro, en sus afeites y postizos, sin atreverse a tocar ni con un dedo la figura real que el maniquí representa y suple a los ojos de la ciega muchedumbre. De mezquina talla es asimismo mi hazaña, la rápida muerte que di a Gracián, en defensa de la paz obscura de una mujer... única paz que en lo humano existe... Todo es pequeño, todo; sólo son grandes Mita y Ley.

Mi mujer no me deja continuar mis Memorias, y por culpa de su cariñosa prohibición, en el tintero se queda la trágica muerte de Chico, y la entrada de Espartero, explosión grande del entusiasmo inocente y de la candidez revolucionaria. Otros contarán estos hechos, que yo no presencié, porque mi esposa me aísla de lo que llamaremos emoción pública... Desde mi doméstico retiro, atendiendo a mi salud, que lentamente recobro, y privado de la compañía de Ruy y de Sebo (que ahora goza un lucido empleo en el Gobierno Civil), sigo con la imaginación los varios acontecimientos, y ya sean dramáticos, ya de risa, les pongo por comentario un grito que me sale del corazón. Siempre que mi mujer me da cuenta de algo que merece lugar en la Historia, yo digo: «¡Viva Mita!... ¡Viva Ley




 
 
FIN DE LA REVOLUCIÓN DE JULIO
 
 


Santantder, Septiembre 1903.- Madrid, Marzo 1904.