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ArribaAbajo- XVI -

Sentí que la sangre se me trocaba en hielo, los cabellos se me pusieron de punta y por breve rato estuve sin respiración. Mi primer impulso, cuando pude tener impulso, fue buscar con la vista un hueco por donde echarme fuera de allí. Mi mayor confusión consistía en no poder asociar estas dos ideas: la Inquisición y el Sr. Mano de Mortero.

-No te asustes -dijo Monsalud-; aquí estamos tan seguros como en tu casa. Después de todo, esto no es tan feo como parece desde arriba.

Acudió en tropel a mi mente todo lo que había oído, visto y leído referente al temible tribunal. Aquel solitario y lúgubre sitio en que me encontraba desmentía un poco con su silencio y abandono las ideas de espanto que invadieron mi cerebro, porque ni se oían lamentos, ni se veían los humanos cuerpos arrastrando cadenas sobre el ensangrentado suelo. Con todo, aquel lugar, bastante pavoroso por sí, lo era mucho más desde que la fantasía lo asociaba a la tremenda Inquisición. No podía uno menos de considerarse sepultado allí. No bastaba que la razón dijera: estoy libre; el corazón se sentía estrechado por una mano de bronce, y el cuerpo se reconocía cobarde hasta para huir.

Era imposible dejar de ver en los indefinidos objetos que obstruían el paso horribles aparatos de tormento, que, como manos ávidas, alargaban sus garfios para agarrarle a uno las carnes; era imposible dejar de ver en movimiento toda aquella maquinaria infernal, y los apagados hornillos encenderse, cual miradas del Infierno, ascuas que resplandecían contemplando y llamando a sus víctimas; y los tornos girar, zahiriéndolas con su irónico chirrido, semejante a pullas de vieja; y los potros estirarse, deseosos de descoyuntarse a sí mismos mientras no les   —104→   dieran cuerpos humanos que desbaratar; y abrirse las cajas, murmurando un gruñido sordo, como bostezo de Satanás, para cerrarse luego, tragándose un cuerpo humano palpitante aún de rabia y dolor. Era imposible dejar de ver brazos amenazadores, escuetas figuras de angustia, semblantes doloridos, luengos trajes negros y garabateadas dalmáticas de ignominia, monteras de papel llenas de gatos y diablillos pintados, y horribles caperuzas sin rostro, con dos agujeros por donde asomaba la Suprema sus insaciables ojos, buscando la herejía.

Al cabo de un rato de observaciones, distinguí varias puertas a un lado y otro.

-¿Son esas las mazmorras donde están los presos? -pregunté a mi amigo.

-Mazmorras son; pero no hay presos.

-¡Que no hay presos en la Inquisición!

-No: esto es ya una broma, un cachivache histórico que sólo asusta a los niños de teta. Los dos o tres presos que hay están en el piso segundo, y se pasean por los corredores tomando el sol.

-¿Y estos instrumentos de suplicio?

-Tú ves visiones: aquí no hay nada que sirva para dar tormento -dijo Monsalud, dando un puntapié a una caja vacía que retumbó con lastimero acento-. ¿Ves esto? Pues es una caja de botellas de vino.

-Desechos de la comilona que tuvieron el otro día los señores -dijo Mortero.

-¿Y aquellos maderos que allí se ven? -pregunté señalando unos palos en cruz, cuyo aspecto me parecía el más siniestro que se podía imaginar.

-Es un catre de tijera colocado patas arriba.

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-¿Y aquello que luce y parece metal?

-Un brasero viejo.

-¿Y aquello que tiene cadenas y unas como pesas?

-La garrucha vieja que estaba en el pozo del patio grande -repuso Mortero.

-¿Y aquel cilindro horrible?

-Un tambor que servía al pregonero de la Bula.

-¿Y aquella argolla enorme?

-El aro de una pandereta con que jugaba en las Pascuas del año pasado el niño del conserje.

-Por allí veo unas al modo de mandíbulas, que parece se van a comer a todo el género humano.

-Si es un fuelle viejo sin cuero.

-Y una caperuza.

-Fue la que me puse el Carnaval pasado.

-Algunos cachivaches de tormento deben de quedar aquí -dijo Monsalud.

-Pero están hechos pedazos y cada pieza por su lado -repuso Mortero-. Yo cojo todos los días madera y hierro para remendar las guitarras, y hacer obra nueva. Si no fuera esto no tendría materiales para la juguetería... Hago caballitos, nacimientos, peonzas, aros, ballestas y mil diversiones para los niños... Lo que servía para atormentar se lo llevaron hace poco a la cárcel de la Corona en la calle de la Cabeza... lo pidieron las comisiones de Estado... Lo que ahí queda, entre los ratones y yo lo acabaremos.

Después del temor que yo había experimentado, sufrió mi alma una transición notoria: un vivo sentimiento de lo cómico se apoderó de mí. Produjo estos efectos la disparidad que resultaba entre el terrible tribunal, como la mente lo concebía, y la grotesca realidad de sus calabozos; pero lo que principalmente había enfriado de súbito mi terrorífica excitación, era la voz, el gesto, la figura del miserable viejecillo, cuya persona en aquellas oscuridades inofensivas se asociaba al siniestro exurge domine. Era aquello como el despertar en sainete después de haber soñado tragedias. Como alta torre que se desploma, así cayó ante mis ojos el tremendo aparato fantástico de la Inquisición de Corte, y roto el negro capuchón, aparecía desnudo el vil mamarracho, cuya grotesca risa más inspiraba desprecio que horror.

-Pero ¿usted quién es?, ¿qué hace usted aquí? -pregunté a Mortero sin poder refrenar mi curiosidad.

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-Yo barro las salas bajas -respondió-, limpio el patio, hago recadillos a los señores, les arreglo el calzado, subo agua, voy por una onza de rapé, saco a paseo los niños del conserje, y remiendo y compongo los sillones, las cajas, las mesas y la estantería del archivo.

Mirándole y recordando al fin su historia, no pude menos de echarme a reír. Era un antiguo chalán del Rastro, contrabandista y capitán de matuteros, gran maestro de las tomadoras del dos y hombre de empuje para todas las empresas difíciles 10. Puestas a un lado las armas, cuando con la edad se acabaron a nuestro héroe las fuerzas, se dedicó al comercio de las Américas, o sea, el tráfico del Nuevo Mundo; que estos nombres tienen hacia el Sud 11 de Madrid las industrias de compra y venta establecidas en la Ribera de Curtidores. Mano de Mortero tuvo mala suerte. Parece que la justicia dio en decir que el almacén de aquel varón insigne se abastecía del hurto, teniendo por principales acopiadores a todos los ladrones de la Corte.

¡Infame y vil calumnia! Víctima de ella, el pobrecito Mano de Mortero hubiera sido indignamente perseguido sin la caritativa intervención de los padres de la Merced que le tenían particular afecto; y no sólo le libraron estos de las execrables garras de la justicia, sino que lograron colocarle en un puesto humilde, pero honroso, dependiente de la conserjería de la Inquisición de Corte. El sueldo era casi una limosna; pero Mortero era Mortero y se las ingeniaba en aquellas profundidades. Llevó toda su hacienda al lóbrego departamento que le destinaron y no le faltaban industrias que ejercer. ¡Extrañas anomalías del siglo! La casa de la Inquisición ofrecía un refugio al inválido de la matutería, al insigne Aquiles retirado de las epopeyas del contrabando, al atleta de las luchas con la autoridad civil.   —107→   Cuando le hacían notar esta coincidencia singular y el amparo que recibía en su vejez, decía sonriendo:

-Buenos barriles de vino les he regalado en mis buenos tiempos. No volvía nunca a Madrid de mis viajes sin traerles la sarta de chorizos, la pieza de cotonía inglesa, el jamón de Portugal o las docenas de pañuelos del Bearn...

La Inquisición no era muy escrupulosa en aquellos tiempos para elegir el bajo personal que le servía. Todo el mundo sabe que cuando la de Murcia se encargó de los presos políticos después de fracasada la intentona de Torrijos en 1817, tenía por carcelero a un gitano. Fácil fue a los conspiradores que no habían sido puestos a la sombra, salvar de la prisión a sus compañeros. La respetable persona que los guardaba hizo lo que puede suponerse. El historiador que se ocupa del gitano, dice que en Madrid no estaba la Inquisición mejor servida que en Murcia; pero no nombra al insigne Mano de Mortero, sin duda porque este gitano era más oscuro y subterráneo que el de Murcia. Lo que sí dice es que ciertos conspiradores habían encontrado medio de penetrar en la Inquisición desde una casa cercana, a la cual por el mismo camino, vamos a pasar ahora Monsalud, yo y mis lectores, si quieren por entre estas tinieblas seguirme.

Pronto dejamos las bóvedas de la Inquisición, subimos otra escalera, pasamos a un patiecillo, donde despidiéndonos cordialmente nos abandonó el Sr. Mano. Salvador llamó a la puerta que allí se veía, y abierta por un hombre de aspecto común, nos encontramos en una casa, en una verdadera casa, como todas las que habitamos los hombres. Me parecía mentira que estaba ya fuera de la región de oscuridad y miedo.

-Aquí se respira, aquí se vive -dije a Salvador.

Después de atravesar varias piezas, llegamos a una en que había varios estantes con libros, mapas, planos, esferas geográficas y otros objetos que convidaban al estudio.

-¿Pero estamos en una academia? -pregunté-. Hemos pasado de la Inquisición a los libros... ¡Cuán cerca están el gato y el ratón!

-¿No ha venido nadie? -preguntó mi amigo al hombre que nos guiaba.

-Sí señor -repuso este-. Allá están los señores López Pinto, Infante, Zorraquín y media docena de paisanos.

-¿Pero en dónde estamos? -pregunté con viva curiosidad cuando nos dirigíamos al sitio que el portero, criado o lo que fuese designó simplemente con la palabra allá.

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-¿No has oído decir que Su Majestad nombró en 1814 una Comisión de oficiales del ejército, para que escribiese laHistoria de la guerra de la Independencia?

-Sí. Dicen que la obra está atrasadilla.

-¿No sabes que se dio a la Comisión un edificio de Mostrencos para que en él se reuniese, y con todo recogimiento y comodidad pudiera dedicarse a sus trabajos?

-Sí, en la calle de la Flor Baja.

-Pues en esa calle y en el edificio de la Comisión estamos. Sólo que los señores oficiales...

-En vez de dedicarse a escribir, se dedican a conspirar. También lo había oído decir. Pero hace poco, ¿no se disolvió la Comisión?

-Sí; pero ellos conservan las llaves del edificio y se reúnen aquí algunas veces. Has de saber que esto no es logia masónica; es una junta de patriotas. La iniciación es sencillísima, y basta ser presentado por cualquiera de nosotros.

-Pero esta reunión... ¿cómo la tolera el Gobierno?

Monsalud alzó los hombros.

-Yo creo que el Gobierno tiene noticia de ella; pero el Gobierno está también minado, como está minada hasta la misma Inquisición.

-Por cierto que no acabo de explicarme...

-A poco de frecuentar esta casa, descubrieron algunos que, haciendo una pequeña obra, se podía pasar fácilmente por los sótanos del edifico al cercano de la Inquisición. El arquitecto de estas viejísimas casas previó la confusión que había de venir con los tiempos nuevos y el trabajo socavador de las ideas que por todas partes se meten y toda histórica muralla horadan. Logramos seducir primero a dos o tres empleaduchos del Tribunal, y por último al conserje mismo. Hasta se me figura que algún inquisidor debe de tener noticia de que solemos pasar allá y revolverles un poco el archivo, pero no se atreve a decir nada, porque nos tienen miedo.

-¡Miedo los inquisidores!

-O simpatía... también puede ser. La Inquisición es hoy una cosa que se aburre, un instituto infinitamente fastidiado de sí mismo. Sus procesos son un bostezo. Si en los Tribunales de provincia se conserva bastante rigor (testigo de ello, mi madre), el de Corte es una decrepitud lela, un aburrimiento, como te he dicho, que anuncia la paralización del sepulcro. Nos burlamos de este perplejo estafermo, que se duerme con el azote en la mano. El tunante Mortero, convirtiendo en juguetes para   —109→   la industria los instrumentos de suplicio, te dirá más que todos los razonamientos. Por cierto que no se ve tipo más truhanesco que este antiguo chalán del Rastro, a quien la Inquisición ha dado asilo en su casa. Una noche estaba yo en la habitación de él admirando sus industrias y oyéndole contar graciosas historias, cuando vi entrar a doña Fe. Mientras nosotros ganábamos al buen gitano, este había explorado la vecindad y héchose amigo de tu sirvienta. Los dos se entendían admirablemente. En prueba de ello, busca bien en tu casa y encontrarás no pocos platos de menos.

-Ya lo he notado.

-Comprenderás que sentí curiosidad y deseos de entrar en tu casa, y que, dado el carácter de Doña Fe, no me fue difícil conseguirlo.

-Tú mismo me dejaste el papel... ¡Si supieras qué rato me hiciste pasar...!

-Esta noche entré como has visto y por los motivos que ya sabes. Vine aquí después del lance ocurrido en mi casa, y hallándome en esta misma sala, lleno de confusión, perplejidad y amargas dudas, resolví hacerte una visita. Ya ves cuán fácil y natural explicación tiene lo que a ti te ha parecido efecto de masónicos conjuros. No tengas por masones a Doña Fe y al criado que ella misma te propuso; tenlos por dos grandes tunantes; échalos a la calle y cuida mejor las puertas de tu casa.

-¡Vive Dios, que has hablado como un libro! Ahora dime qué vamos a hacer aquí, y con qué clase de gente tenemos que habérnoslas.

-Ya te he dicho que esto es una reunión de patriotas pura y simple, no una logia masónica. No esperes nada misterioso ni formulario. Eso lo hay en otras partes; pero la revolución es tan urgente y tiene tanta prisa, que ha dejado a un lado los floretes para tomar las espadas.

-Pues adelante; entremos.



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ArribaAbajo- XVII -

Pasamos a una pieza grande, mejor amueblada que alumbrada, en la cual había hasta diez personas. Algunas de ellas revelaban claramente su profesión militar, aunque no tenían uniforme. Hablaban en alta voz con gran algazara. Cuando Monsalud me presentó a ellos, diciendo mi nombre y apellido con la añadidura de los cargos que había desempeñado, callaron todos, y no se oyó más que un murmullo. Creeríase que mi nombre había caído en la reunión como un jarro de agua en brasero encendido.

Pero el que llamaban Zorraquín, que parecía tener cierta superioridad sobre los demás, se dignó hablarme con benevolencia.

-Las adhesiones de personas importantes que cada día recibimos -dijo con petulancia-, prueban que el absolutismo se desmorona.

-Hemos llegado a un punto -repuse-, en que es indispensable tratar   —111→   de una revolución en el Gobierno. Yo no valgo nada. Usted me favorece demasiado... Doy a usted las gracias...

Y luego para mi capote añadí:

-(¡Cuatro tiros te daría yo de buena gana, tunante!)

-Eso lo reconocen todos los hombres de talento -dijo otro de los presentes.

-Yo mismo lo vengo sosteniendo -indiqué-. Público es y notorio que he aconsejado a Su Majestad... Pero a ese pobre señor... a ese pobre señor le han puesto una venda en los ojos, y es muy difícil arrancársela. La corte debiera comprender su interés y transigir con ustedes.

Y para mis adentros añadí:

(¡Qué bien os vendría un par de carreras de baqueta a cada uno!)

-La cosa ha llegado a tal extremo -dijo el que nombraban López Pinto-, que ya son contados los personajes importantes que no están dispuestos a ayudar a la revolución... Pero vamos a lo positivo, y ocupémonos de lo que nos ha reunido aquí. ¿Cómo es la gracia de ese señor?

Yo di mi nombre, y lo apuntaron.

-¿Quién responde del Sr. Pipaón?

-Yo respondo -dijo Monsalud-. Pero siguiendo la costumbre, se extenderá un acta y él la firmará.

Maldita la gracia que me hacía poner mi nombre y rúbrica al pie de un compromiso revolucionario; pero me acordé de las amonestaciones de D. Antonio Ugarte, y eché mano a la pluma. En el documento constaba que, admitido yo a la reunión y hecho partícipe del objeto y plan de ella, me comprometía a cooperar en la obra revolucionaria. Firmaban cuatro además del presentado y del presentador, y aquella hoja se unía al cartapacio que uno de los militares llevaba siempre consigo.

Encabezaba el cuaderno una declaración importantísima, punto capital del programa revolucionario, y era que aquellos señores y yo, desde tal momento, prometíamos hacer todos los esfuerzos imaginables para derrocar el absolutismo y restablecer la Constitución de Cádiz.

(Antes os derrocaría yo la cabeza -dije para mí mientras firmaba, decorando mi faz con una sonrisilla.)

Con tan breve fórmula quedé armado caballero de la caballería demagógica, sin más petada ni espaldarazo. Esta sencillez patriarcal no dejó de llamarme la atención. Zorraquín me dijo:

-No todos los personajes importantes que se abrazan a la revolución, tienen el valor de venir aquí. Muchos hay que trabajan desde sus casas,   —112→   en el mismo Palacio y en los Ministerios. Parece seguro -añadió, bajando la voz -que el Sr. Lozano de Torres es nuestro.

-Esta mañana le vi -dije yo-, y no sé por qué me pareció un poco inflamado de ardor revolucionario.

-Es indudable que esta noche deja de ser ministro.

Empezó a entrar gente, y bien pronto la sala estuvo tan llena, que hacía allí un calor sofocante. La animada conversación, las preguntas de fuego sostenían también una elevada temperatura moral. Sorprendíanse algunos de verme allí, y por mi parte no volvía de mi asombro al ver en tal sitio a ciertas personas. Aquello tenía todo el aspecto de un club, y no parecía que nos reuníamos para tratar una cuestión concreta, sino que nos congregaba el deseo de desahogar por la vía oratoria las pasiones políticas. Eran oídos los que más gritaban, y en ciertos momentos todos hablaban a la vez, resultando que ninguno podía ser escuchado. Yo había resuelto hacerme notar desde el primer momento, y como repetidas veces me manifestaran deseos de que dijese alguna cosa, me subí sobre un banco, y con gesto académico y cara sentimental, me expresé de este modo:

-«Señores: Voy a hablaros con toda la franqueza propia de mi carácter...   —113→   porque yo llevo siempre el corazón en los labios; yo no conozco el disimulo; soy un hombre que hasta en sus defectos (pues tengo muchos, dicho sea sin modestia) lleva el sello de la más pura lealtad... Señores, faltaría a esa misma lealtad de que blasono si yo viniera aquí ahora haciéndome pasar por liberal de toda mi vida, cantando himnos a la Constitución y apostrofando al absolutismo. Si eso se me exigiera por la misma puerta por donde he entrado me marcharía, con el corazón lleno de amargura, pero con la conciencia tranquila. (Bien, bien.)

»No; yo no puedo presentarme aquí alardeando de servicios prestados a la causa constitucional, ni afectando un entusiasmo tardío. Quédese eso en buen hora para los que se vuelven siempre al sol que más calienta, para los que adoran el triunfo, cualquiera que este sea. Yo diré más, señores: yo levantaré ante vosotros, hombres honrados y leales, mi cabeza humilde, pero honrada también, y diré: 'Señores, he sido absolutista; he servido al Gobierno absoluto; me he honrado con la amistad de mi Soberano, a quien desde aquí respetuosamente saludo'. Diré más aún; diré: 'Yo he trabajado contra la revolución; he procurado atajarla por cuantos medios estaban a mi alcance'. Pues bien, señores, esta franca declaración mía, ¿no es una garantía de mis intenciones? ¿No prueba que no soy un aventurero? ¿No indica claramente que traigo aquí ideas de rectitud, de buen proceder, y sobre todo del más puro patriotismo y lealtad? (Sí, sí.)

»Pero los que me escuchan dirán: '¿Cómo este hombre, que ha servido al absolutismo, viene a servirnos ahora a nosotros?'. Se hablará de defección, de inconsecuencia, de falta de lógica. No, señores, no, y mil veces no. Yo he visto el abismo a que es rápidamente conducida la Nación por hombres perversos; yo veo los graves, los hondos, los inmensos males de la patria; veo a la corte desbocada, digámoslo así, por un carril de males; la veo tocando ya al término de la perdición, de la ruina. Hago esfuerzos para salvarla, y no puedo; quiero detenerla, y me atropella; le grito, y no oye. ¿Qué hacer, señores, qué hacer? ¿Cruzarme de brazos y contemplar con fría imperturbabilidad el desdoro y la destrucción de mi patria? ¿Encerrarme en mi egoísmo, no ver más que mi propia persona y dejar que la revolución y el absolutismo se despedacen en feroz encuentro? ¡Oh!, no, señores, y mil veces no. Los que tenemos un corazón que nace al dulce nombre de la patria; los que hacemos nuestras las alegrías y las penas de la tierra en que hemos nacido, no podemos proceder de esa manera. Una voz dolorida suena en nuestro cerebro, y el corazón palpita al representarse las angustias de la patria agonizante.   —114→   Bendita seas una y mil veces ¡oh patria generosa, bella y desdichada! ¡Bendita seas, y malditos los que no estén prontos a derramar por ti la última gota de su sangre! (Emoción general.)

Tuve que detenerme, porque yo también me conmovía y la voz se ahogaba en mi garganta.

-Perdonadme, señores -continué, reponiéndome y pasando el pañuelo por mis ojos-; perdonadme si mis palabras desdicen de la gravedad de este lugar, si me dejo llevar de sentimientos... Porque sin quererlo... casi me he puesto en ridículo. (No, no; que siga.) No puedo tratar de ciertos asuntos sin mostrar toda la sensibilidad de mi corazón... Pues decía, señores, que un hombre honrado no puede permanecer tranquilo en presencia de los males gravísimos que todos conocemos. Yo, como otros muchos, he fijado los ojos en la idea que bullía en estos lugares secretos. Por lo mismo que la combatí, reconozco su poder; ¿a qué negarlo? Nadie se atreverá a sostener que la idea liberal es mala en sí; nadie, nadie. Yo mismo, que la he combatido, he dicho, fijaos bien, señores; he dicho que la idea liberal y aun la Constitución del 12 podían ser de provecho en determinado día... Pues ¿quién duda eso? Estableciose el absolutismo cuando era natural y lógico que se estableciera, porque la desorganización nacional, consecuencia lógica de la guerra, exigía una unidad poderosa que amalgamara los elementos dispersos. Pero el absolutismo, entiéndase bien esta idea, que yo he sostenido siempre, no podía considerarse sino como transitorio, como una obra de las circunstancias. Bien claro lo dice el Manifiesto del 4 de Mayo de 1814. Pues bien; así como fue natural y lógico establecer el absolutismo, entiéndase bien, señores, ahora es lógico y naturalísimo que el absolutismo cese... No; España no puede continuar por más tiempo siendo una excepción en Europa. No sólo Luis XVIII, sino también Alejandro, el autócrata ruso, ha aconsejado a nuestro Rey la adopción de una Carta constitucional. Esto es lógico; los tiempos lo reclaman, el país lo pide a grito herido; porque el país, señores, tiene mejor que nadie el instinto de su conveniencia; y así como aplaudió hace cinco años el absolutismo, aplaudirá después el Gobierno liberal, sabiamente establecido. Y ahora pregunto yo: en estas ideas que he vertido, y que son norma de mi conducta, ¿hay defección, hay inconsecuencia, hay falta de formalidad? (No, no.)

»Repito que yo no vengo aquí a proclamarme revolucionario rabioso. No soy ni siquiera revolucionario. Mi sistema político se funda en un orden perfecto, en una concordia preciosa. Gobierno prudente y liberal;   —115→   reformas sabias; respeto a Su Majestad; orden, mucho orden. Si se trata de escándalos, de disturbios sangrientos, me marcharé por donde he venido, e iré a llorar en la soledad de mi retiro los males de la patria y los errores y la ceguera de mis conciudadanos. (Muy bien.) No me pidan manifestaciones calurosas. Trabajaré por el cambio de Gobierno. Trabajaré con ardor y celo, pero sin demostrar esa vana oficiosidad de los que se unen a las revoluciones para desacreditarlas, mientras sacan provecho de ellas. Yo no quiero provecho; yo quiero ser el primero en el trabajo y el último en la recompensa. Quiero ser el último, señores; quiero permanecer en la oscuridad el día del triunfo. El que no se acuerde de mí en dicho día, me hará el mejor servicio que puedo apetecer. Ruego a todos los presentes que no vean en mi más que un hombre oscuro, que podrá equivocarse, que se ha equivocado tal vez, pero que jamás ha fingido sentimientos ni ideas que no sintiera. Con la misma lealtad y franqueza con que expuse antes mis servicios al absolutismo,   —116→   declaro ahora que creo en el triunfo de las ideas liberales. Yo no engaño, yo no finjo, yo no hago papeles diversos; yo no tengo entusiasmos hoy, frialdades mañana y veleidad y novelería siempre; en una palabra, yo no sirvo a partidos, ni a pandillas, ni a poderes, ni a reyes, sino a la madre que reverencio y adoro, a la patria idolatrada, objeto de todas mis ansias, de todos mis desvelos, de todos mis amores. Fijos los ojos en la patria, exclamo: Joven libertad, yo te saludo. He dicho».

Concluí mi discurso entre señales de aprobación tan manifiestas y calurosas, que, a pesar de estar yo en el secreto, como autor de la pieza oratoria que acaba de leerse, no pude menos de admirarme a mí mismo. Mi discurso, dicho sea sin modestia, era un modelo en ese género resbaladizo, flexible y acomodaticio, que sirve, mediante hábiles perfidias de lógica y de estilo, para defender todas las ideas y pasar de uno a otro campo. Era un modelo en lo que podemos llamar el género de la transición. Yo descubría maravillosas facultades para la política.

Los buenos revolucionarios, al aplaudirme y admirarme irreflexivamente sin reparar mis antecedentes, no hacían mas que cumplir las condiciones inevitables de su carácter, que eran candor y generosidad. La mayor parte de ellos tenían una buena fe excesiva, y abrían los brazos a todo el mundo, viniera de donde viniese. Dejábanse cautivar por los discursos amañados y retumbantes, sin reparar de qué boca salían, dándose el caso aquella noche de que a un hombre como yo le festejaran, considerándole como una esperanza de la joven libertad, a quien ardientemente saludara.

Otros hablaron después que yo; pero no se oyeron más que discursos violentos, sin aquella mesura y espíritu práctico y justo medio y prudencia y pulso que resplandecían en el mío. Yo hablé como hombre de gobierno: ellos como agitadores desalmados. Yo hablé desde un terreno en que fácilmente se podía volver la vista al absolutismo y al constitucionalismo, vistiendo al uno con los trajes del otro, según conviniera; ellos quemaban sus atrevidas naves, declarándose jacobinos. ¡Diferencia notable! El porvenir era mío. Ellos morirían despedazados por sí propios.

Últimamente la reunión se dividió en grupos, y hablaban todos a un tiempo. Yo advertí que Monsalud, Zorraquín y otros habían desaparecido después de mi presentación, sin oír mi discurso, y curioso por saber dónde se escondían, lo pregunté a un señor ex-colector de Espolios que conmigo charlaba.

-Están en la sala inmediata -me dijo-. Esas cabezas de la conspiración   —117→   deliberan secretamente. Para pasar allí es preciso haber trabajado mucho y servido bien a la causa. Creo que esta noche hay noticias importantes: ya nos las dirán. Se dice que va a salir al momento un comisionado para Andalucía.

Uno que parecía militar de elevada graduación se acercó y nos dijo:

-Se asegura que esta noche misma vendrá aquí por primera vez a inscribirse y a comprometerse D. Juan Esteban Lozano de Torres.

-¡Hombre!... ¡Tan pronto!... -exclamé yo.

-Sr. de Pipaón, aprendamos a ver claro y a no juzgar a las personas por lo que aparentan. Yo mismo he visto a Lozano en la logia masónica de la calle de las Tres Cruces.

-La verdadera masonería dicen que no es revolucionaria.

-Hay de todo; por ahí se empieza.

-No: no es que yo ponga mi mano en el fuego por la pureza antirrevolucionaria 12 de D. Juan Esteban -dije-. Él, como todos nosotros, habrá comprendido que es imposible sostener el absolutismo... Quien no se dejará bautizar fácilmente con estas aguas, amigo, es el señor marqués de M***, a quien se indica para sucesor de Lozano.

-También lo creo así. El marqués de M*** no será de los nuestros hasta que no triunfemos. Su anticonstitucionalismo consiste en que no cree en la posibilidad de la caída. Allá veremos. Me temo que si entra ese señor en el Ministerio, sea esta la última noche en que nos reunamos aquí.

-Es posible.

-Pero no faltará un agujero. Madrid es muy grande, y la policía, en su previsión incomparable, no deja de simpatizar con las sociedades secretas. Felizmente ahora se han reunido fondos...

-La cosa -dijo el militar, dando a esta palabra (cosa) el sentido revolucionario que siempre tiene en vísperas de trastornos -vendrá esta vez de Andalucía.

-Sí; esta noche misma sale un comisionado para allá. El ejército de la Isla y las tropas que con motivo de la fiebre están acantonadas en las Cabezas de San Juan, serán las que nos saquen de penas.

-Conozco a algunos jefes -indiqué.

-Y yo a todos -dijo el militar.

-¿A Rafael del Riego?...

-De ese no puede esperarse gran cosa. Es un hombre que por milagro de Dios sabe leer y escribir.

-Mucho corazón.

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-Regular nada más. En lengua sí le ganan poco. Es de los que más hablan y de los que menos hacen.

De improviso entró en la reunión un hombre a quien yo había visto mucho en Palacio, y que aun en aquella época privaba mucho con Ramírez de Arellano y Villar Frontín.

-Señores -gritó con voz estentórea-, el marqués de M*** es ministro de Gracia y Justicia.

-¡Viva Lozano de Torres! -exclamó uno de los presentes.

-Su Excelencia ha salido desterrado para el castillo de San Antón de la Coruña.

-No podía faltar el paseíto -dijo el ex-colector.

-Ahora mucho cuidado. El Sr. D. Buenaventura nos enviará aquí sus perros. Ya no tendremos un jefe de policía que ampare la reunión.

La conversación se animó. Hubo amenazas, promesas, votos, juramentos y proyectos. Yo me mantenía siempre en una actitud de dignidad y reserva, como hombre amante del justo medio y enemigo de escándalos. Se respiraba allí una atmósfera de pasión que no era la más a propósito para mí y empecé a sentir hastío. Sin embargo de esto, hice aquella noche algunas amistades. ¡Cuántos hombres conocidos encontré allí y con cuántos desconocidos trabé relaciones! Había gran número de personas muy notorias por su probidad, por su honrada vida en el comercio y en la industria; había altos empleados que sirvieron o servían aún con buena nota; liberales exaltados que llevaban en sus manos la señal de las esposas del presidio, revolucionarios frenéticos y templados, hombres de ideas nobles y hombres de acción ruda, personas sencillas las unas, inteligentes y astutas las otras, la violencia y la persuasión, la sencillez y la anarquía. Para que nada faltase, vi algunos que se habían distinguido en los seis años por su absolutismo furibundo. El pan que iba a salir de aquel amasijo, sólo Dios lo sabía.

Al fin aparecieron los que se ocultaron al principio de la sesión, y Zorraquín dijo:

-Señores, es preciso que nos retiremos. La entrada del marqués de M*** en el ministerio nos quita toda seguridad, y esta casa puede ser registrada cuando menos se piense. Si el Sr. Lozano no nos protegía abiertamente, me consta que hacía la vista gorda; es decir, que no quería meterse con nosotros, y perseguía tan sólo a nuestros agentes. El Tigre no hará lo que el Zorro y dirigirá sus golpes a lo alto. Quizás a esta hora estén cambiados los agentes de policía. Precaución, pues, y cada cual a su casa. Se avisará.

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Lentamente fueron desfilando todos. Hubo despedidas cariñosas, apretones de mano, promesas, citas particulares para el día siguiente. Todo era concordia y entrañable afecto. Monsalud y yo nos quedamos los últimos. Riéndome, no sé si de mí mismo o de qué, le dije:

-¿Con que soy masón?

-Masón no -me respondió-. La masonería, propiamente dicha, no es revolucionaria, aunque el vulgo y los absolutistas llaman masones a los que conspiran. Ya te dije que esto no es una logia, sino una reunión; lo que en Francia llaman un club.

-¿De modo que no soy todavía masón, propiamente dicho? Pues bien, soy liberal.



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ArribaAbajo- XVIII -

Y rompí a reír con más fuerza. La revolución individual se había consumado en mí. La segunda casaca, no menos ridícula a mis ojos que la ropilla encarnada de un bufón, pesaba sobre mis hombros.

-Una cosa no me ha gustado Salvador -le dije cuando salimos a la calle-, y es que han tratado ustedes secretamente lo más importante de la reunión. ¿Por qué no había de cooperar yo con mis consejos a lo que se está tramando?

-¿Acabas de sentar plaza y ya pretendes ser general?

-Qué quieres... yo soy así... Pero, ¿a dónde vamos ahora?

-Adonde gustes. Yo tengo que salir para Andalucía al rayar el día, quisiera tomar alguna cosa y descansar un poco.

-¡Ah!, eres tú el comisionado que va a Andalucía -exclamé con viveza-. Dicen que vendrá de allí eso que llaman la cosa. ¿Vas a llevarles dinero o instrucciones? Se me figura que de todo llevarás.

-Mucho quieres saber en poco tiempo -me dijo-. Te advierto que nunca he sido indiscreto. Sigue concurriendo a la reunión, muéstrate activo y servicial, y pondrás tus manos en la masa fina.

-Tienes razón, no debo ser curioso. Pero dime tú que estás en los secretos, ¿la revolución vendrá pronto?

-Aunque no tengo la fe ciega de otros, creo que esta vez ha de resultar   —121→   algo de provecho. Se ha trabajado tanto, se ha llevado el hilo de la conjuración a tantas partes, que a poco que de él se tire habrá movimiento en diversos puntos, y cuando el Gobierno quiera cortarlo, se enredará en él.

-Por lo que veo y por lo que he oído, tú eres de los que más han trabajado en estos líos -dije procurando ganarme toda la simpatía de mi amigo-. Desde la conspiración de Porlier andas en danza, Salvadorcillo, según lo prueba la hoja de servicios que me enseñó Lozano de Torres. ¿Sabes que por mucho que te den el día del triunfo, no habrá bastante con que recompensarte?

-Yo no trabajo por recompensas, amigo Bragas -replicó-; trabajo por una pasión irresistible que me ocupa todo desde que me vi maldecido por mi patria y arrojado al suelo extranjero como una bestia maligna. Esta pasión es la que me impele, es la que me mueve, haciéndome infatigable; la que me hace afrontar todos los peligros y despreciar la muerte, a que mil veces estuve expuesto.

-Yo también tengo una verdadera pasión porque mejore la suerte de mi querida patria. Salvador, entre tú y yo hemos de hacer algo muy sonado.

-Mi ambición y la tuya son muy distintas. Tú has empezado a creer que esto va mal desde que has empezado a perder tu valimiento. Yo he creído siempre lo mismo, y mucho me temo que, aun después del triunfo, sigan pareciéndome las cosas de mi país tan malas como antes. Esto es un conjunto tan horrible de ignorancia, de mala fe, de corrupción, de debilidad, que recelo que esté el mal demasiado hondo, para que lo puedan remediar los revolucionarios. Entre estos se ve de todo; hay hombres de mucho mérito, buenas cabezas, corazones de oro; pero así mismo los hay tan vanos como bullangueros, que buscan el ruido y el tumulto, no faltando algunos que están llenos de buena fe; pero carecen de luces y de sentido común. Yo he observado este conjunto en que se revuelven, sin poderse unir, la grandeza de las ideas con la mezquindad de las ambiciones; he sentido al principio cierto temor; pero después de meditarlo, he concluido afirmando que los males que pueda traer la revolución no serán nunca tan grandes como los del absolutismo. Y si lo son -continuó desdeñosamente- bien merecidos los tienen. Si esto ha de seguir llevando el nombre de Nación, es preciso que en ella se vuelva lo de abajo arriba y lo de arriba abajo, que el sentido común ultrajado se vengue, arrastrando y despedazando tanto ídolo ridículo, tanta necedad y barbarie erigidas en instituciones vivas; es preciso que haya una renovación   —122→   tal de la patria, que nada de lo antiguo subsista, y se hunda todo con estrépito, aplastando a los estúpidos que se obstinan en sostener sobre sus hombros una fábrica caduca. Y esto se ha de hacer de repente, con violencia, porque si no se hace así no se hace nunca. Ya sabemos lo que son las promesas hechas en manifiesto durante los días de miedo. Aquí se han de romper a hachazos las puertas de la tiranía para destruirlas, porque si las abrimos con ganzúa o con su propia llave, quedarán en pie y volverán a cerrarse.

-Salvador, me espantan tus ideas -dije yo, no pudiendo renunciar a mi papel de sustentador del orden social.

-Pues acabas de comprometerte a defender estas ideas que tanto te espantan. Si quieres que siga gobernando a una Nación como esta el capricho de un Rey o la ambición infame de media docena de lacayos; si quieres que todo el manejo de la fortuna del Reino esté al arbitrio de una mujerzuela o de un palaciego adulador; si quieres que la parte principal de la riqueza del país sea chupada por un enjambre de holgazanes corrompidos, sin ley de Dios ni de los hombres; si quieres que la ignorancia y la barbarie de los pueblos sean ley del Estado, y que se proscriban los libros como una plaga; si quieres que un capellán de monjas más estúpido, aunque menos gracioso que fray Gerundio, ponga su veto a las obras del entendimiento más sublime; si quieres que siga este envilecimiento en que tantos seres viven, gobernados como carneros, y sin saber ni pedir cuenta de su conducta a los que les gobiernan; si quieres que todos los hombres eminentes se mueran de miseria y dolor en los calabozos o en los presidios de África, y que los mejores títulos para escalar las altas posiciones sean aquí la adulación, la bajeza, la nulidad, la ignorancia, la intriga; si quieres esto, Pipaón, ¿para qué has salido de Palacio y has entrado en el club?

-Veo, amigo Salvador -le dije con complacencia-, que has aprendido en la emigración muchas cosas que antes no sabías.

-La desgracia abre los ojos -me contestó-, y la desgracia en países que son una perpetua lección para el nuestro, es la mejor maestra que se conoce. Tengo fe inmensa en el éxito definitivo de mis ideas; tengo la creencia de que al fin y al cabo triunfarán, y serán tan comunes a todos como son hoy comunes la ignorancia y la ceguera de una gran parte de los españoles.

-De modo que ahora...

-Ahora, si he de hablarte con franqueza, no creo yo que las ideas liberales sean bien comprendidas, ni menos bien practicadas.

  —123→  

-Es decir, que serán una calamidad.

-Hasta cierto punto, sí.

-Entonces los que las predican hacen mal, y los que tratan de establecer el sistema liberal, peor.

-No, porque alguna vez se ha de empezar.

-El pueblo necesita ser ilustrado para poder practicar la libertad.

-Y necesita practicar la libertad para ilustrarse. Parece que esto es un círculo vicioso; pero no lo es realmente. ¿Por dónde se empieza? Esta es la cuestión. Comprenderás que todas las cosas tienen su principio doloroso. El hombre antes de andar en dos pies, ha andado a gatas. Supongo que por evitarte los tropezones que acompañan a los primeros pasos, no desearás tú que el género humano ande siempre a cuatro pies.

-Ciertamente que no.

-En ese período estamos, amigo.

-¿En el de los cuatro pies?

-Exactamente. Yo le digo a la sociedad española: «levántate», y me responde: «no sé andar derecha». Los frailes y los palaciegos le aconsejan que no se meta en la peligrosísima aventura de marchar como la gente. Al fin le azuzamos tanto, que se levanta.

-¡Y a los pocos pasos, al suelo!

-Pero la estimulamos de nuevo con ruegos, o a latigazos, si es preciso. Afligida, repite ella: «Si no sé, si me caigo, ¿qué debo hacer para aprender a andar?». Y le contestamos: «Andar, andar siempre».

-Bien, muy bien, Sr. Monsalud -dije riendo-. Dios quiera que el tropezón que vamos a dar ahora no sea tal, que nos rompamos las narices...

-Y andará, al fin tiene que andar -añadió-. Decirte cuánto he trabajado por que llegue el día del triunfo; pintarte los peligros que he corrido, y la extraordinaria constancia mía al inaugurar una tentativa al pie mismo de los cadalsos donde ha expirado la anterior, sería imposible. Esta fuerza, este afán incesante, sin desmayar nunca, sin desconfiar del éxito, a pesar de las repetidas contrariedades que han agobiado y descorazonado a tantos, no se tiene sino cuando el alma está llena y ocupada por esas ardientes y potentes ideas, por las pasiones políticas que alientan y queman. Para desafiar la muerte es preciso no temerla, y este arrojo imperturbable, sólo cabe en corazones limpios de toda ambición pequeña.

-Comprendo que los trabajos han sido muchos; pero no me hables de los peligros, porque no creo en ellos. Pues qué, ¿no es sabido que los   —124→   conspiradores y masones o lo que sean, burlan la policía y la justicia, cual si estuviesen de acuerdo con el Gobierno?

-Te diré: es cierto que hoy se ha relajado considerablemente la justicia; pero es porque al Gobierno le ha entrado ya el mareo de la perdición, le ha entrado el aturdimiento que indica su próxima ruina. El absolutismo mismo, esa fiera indócil e incapaz de benignidad, parece como que quiere congraciarse con la revolución. Esto no es tolerancia, Pipaón, esto es cobardía... Recuerda que Porlier fue ahorcado, Lacy fusilado y Vidal y sus infelices compañeros inmolados también en un aparato lúgubre que indica la crueldad más refinada... Hoy el absolutismo no ahorca; más no porque no sepa hacerlo. Ahora le toca a él tener miedo... Sin embargo, la impunidad que hoy disfrutan los revoltosos, tiene sus límites. Cierto que hacen su voluntad y conspiran una multitud de personajes que han ocupado altos puestos o los ocupan hoy. Con estos transigirá siempre el Gobierno, porque no es cosa de meter en la cárcel a un Consejero de Estado o a un capitán general. Con los que el absolutismo no transige es con los que, como yo, no son ni siquiera sargentos, ni siquiera covachuelos, y se atreven, sin embargo, a atentar contra lo existente. Para los que no somos nada, la impunidad no existe. Otros, si son cogidos, sufrirán pequeño arresto, o una detención insignificante, recibiendo algún recadito del Ministro, de tal dama, o de cual palaciego: en cambio yo y otros como yo, si somos cogidos, lo pasaremos mal.

-¿No eres amigo del Sr. Villela?

-Pero el Sr. Villela, aunque conspira, conspira a lo cortesano, y es esclavo de las conveniencias. Es mi amigo, pero sólo hasta cierto punto, y en tanto cuanto no se comprometa por mí. No creas que me fiaría del Elefante en un caso de apuro. Los protectores y cómplices de la Corte   —125→   sirven de poco. ¿Piensas que me hubiera sido fácil escapar de las garras del marqués de M*** si por desgracia hubiera caído en ellas esta noche?

-Tú me has dicho que has sobornado a muchos polizontes, y por lo que Zorraquín me indicó, se comprende que la policía no os molestará mucho.

-Pero no estoy libre de la policía de la Inquisición -añadió Salvador-, lo cual es muy distinto.

-Hace poco, cuando estábamos en aquellos sótanos tan apacibles, me dijiste que la Inquisición era una burla, un fantasma.

-Una burla y un fantasma porque no es lo que era, es decir, porque no quema, ni descuartiza, ni descoyunta, pero aún tiene presos y alguna vez se da el gustazo de atormentar. Si he de hablarte con franqueza, en este período de perdición y desvanecimiento en que ha entrado el absolutismo, no temo ni que me ahorquen ni que me fusilen, porque además de la flojedad del Gobierno, no faltaría quien me salvase; pero temo las molestias, y sobre todo la falta de libertad. Por eso varío de domicilio con tanta frecuencia, con objeto de evitar a los infames hurones que olfatean la revolución, faltos de valor para destruirla. Por eso he organizado una especie de policía a mi manera, la cual me permite conocer gran parte de lo que pasa en los ministerios y en Palacio, en la Corte y fuera de ella.

-¡Admirable habilidad la tuya! Por lo que has hecho en mi casa, juzgo de lo demás -le dije-. Ya no me sorprende que tuvieras noticia de la orden secreta dada por el Supremo Consejo para poner en libertad a tu madre, ni que sepas la venida de Carlos Navarro, cuando su misma mujer no sabe lo que hace.

-Eso lo sé por un amigo llegado ayer.

-Mientras más hablo contigo, más me alegro de renovar nuestra antigua amistad -le dije cariñosamente y con franqueza-. Creo que entre los dos podremos hacer algo de provecho. Sigamos nuestras relaciones... escríbeme... Quiero saber día por día cómo va nuestra querida revolución... porque yo, Salvador, soy todo tuyo.

-Entusiasmado estás. Veremos si dentro de algún tiempo dices lo mismo -me contestó deteniéndose.

Habíamos llegado a la Puerta del Sol y junto al café de Levante.

-¿Es hora ya de que nos separemos? -le pregunté.

-Sí; te ruego que no me acompañes más. Ahora necesito estar solo.

-¿Y no puedo seguir en tu agradabilísima compañía hasta el momento en que te pongas en camino?

  —126→  

-No, querido Pipaón. Ahora deseo quedarme solo. Unos amigos me esperan aquí. Tengo que arreglar mi viaje. Con que...

-¡Pues adiós, ilustre y heroico joven! -le dije abrazándole-. ¡Cuántas cosas han pasado desde que te apareciste en mi casa! ¡Qué nuevo mundo de ideas! Entre morir y resucitar no hay tanta diferencia. ¡Si me parece que he vuelto a nacer!... Soy otro, Salvador.

-Falta que seas consecuente, que comprendas bien la gravedad de tu misión ahora.

-Tomándote por modelo, mi querido amigo, no me equivocaré... ¡Venga otro abrazo... otro! Si no me canso de abrazarte. Que vuelvas pronto y nos traigas la revolución. ¡Oh!, ¡la revolución!...

-Adiós...

-Soy todo tuyo... todo tuyo y de la libertad. Adiós.

Nos separamos. Yo corrí a mi casa. El frío de la madrugada, azotándome el rostro, obligábame a marchar velozmente como un ladrón que huye o un amante que acude a la cita.

Gran asombro me causó hallar a Jenara levantada. Su palidez indicaba doloroso insomnio. Tenía en los ojos un exceso de atención y de vida, semejante a los primeros síntomas del delirio mental.

-¿Cómo es eso?... ¿En pie a estas horas? -le dije.

-Gusto de madrugar -me respondió, señalando las ventanas, por donde entraban las primeras luces del día-. Vea usted. Ya amanece.

-¡Ah!, señora -exclamé compungidamente-. Vengo de cumplir el más penoso de los deberes... ¡Terrible trance que ha llenado de angustia mi corazón!... pero en fin, el deber es lo primero.

-¿De qué habla usted?

-¡Y me lo pregunta! ¡Y se hace la ignorante!... Pues qué, ¿necesito decir que ese miserable enemigo nuestro se halla en poder de la justicia, que bien pronto, ¡oh dolorosa y tristísima idea!, le hará expiar sus nefandos delitos?

-¿El que estaba aquí?... -preguntó, venciendo su perplejidad.

  —127→  

-Pero, Jenara, ¿es posible que no haya comprendido usted mi intención y el gran celo con que esta noche la he servido?

-¿A mí?

-¡A usted! Francamente, amiga mía, sólo por usted, sólo por el gran amor que profeso a su familia, he podido yo acometer la penosa empresa de esta noche... Le aseguro que mi corazón está destrozado.

-Nada comprendo. Sólo sé que, después de charlar en confianza, salieron ustedes juntos.

-¿Y lo demás, es preciso decirlo letra por letra?... ¡Qué tonta es la niña!... ¿Pues no se comprende que si salí con él fue para llevarlo astutamente y con sutil engaño a un punto donde no pudiera hacer ninguna resistencia?...

-¡Para prenderle! -exclamó con asombro.

-Pues es claro... ¡Y se asombra!... ¿Pues no era este el gran empeño de usted?... El infeliz, al escapar de la emboscada que le prepararon en su casa, creyó encontrar refugio y amparo en la mía; pero se la he pegado bien... Fingiendo conducirle a paraje seguro, le puse entre los dientes del dragón. Con que, señora mía, los vivos deseos de usted están satisfechos. ¿Me he portado bien?

-De modo, que fingiéndose amigo...

-Eso es, fingiendo que le protegía, le entregué a los sayones de don Buenaventura, que darán cuenta de él.

-¡Qué felonía! -exclamó con arranque tan espontáneo que me desconcerté.

Después, tratando de reponerse, me dijo:

-Pero más vale así, para que no se pierda mi trabajo.

-¡Ah!, lo que es esta vez subirá al cadalso, estoy seguro de ello... Pero noto en el semblante de usted síntomas de lástima, Jenara.

Y era verdad que los notaba.

-Justicia y generosidad no se excluyen -me respondió-. Ya he dicho que detesto al delincuente, pero que compadezco al encausado.

-Estoy notando que en el espíritu de usted se encadenan de una manera misteriosa el odio y la compasión -le dije-. De tal manera las pasiones humanas, originándose las unas a las otras, llevan el alma a extremos lamentables.

-¿Dice usted que ahora no escapará?

-Pero, ¿no sabe usted que el marqués de M*** está en el ministerio?   —128→   Con esto se ha dicho todo. Lo ahorcarán sin remedio, y pronto, muy pronto. Ya se acabó la impunidad de los agitadores y jacobinos. Por cierto, Jenarita, que usted y yo nos hemos lucido. ¡Qué gran servicio hemos prestado a la patria! Lástima grande que no siguiera usted descubriendo criminales y yo echándoles el guante.

Dirigiome una mirada rencorosa. Arrojándose en un sillón, apoyaba su frente en la palma de la mano.

-Cuando se pasa la noche sin dormir -dijo-, la cabeza es de plomo.

-¡Noche de emociones! -indiqué-. Yo sí que las he tenido buenas. Figúrese usted... ¡Tener que vender a un hombre de quien uno ha sido amigo!... ¡Entregarle a la justicia!... ¡Engañarle!... ¡es horrible!... Y todo lo he hecho por usted, Jenara, por complacerla, por dejar satisfechas esas violentas pasiones de la mujer más caprichosa de la tierra.

-Mi abuelo dice que ya no ahorcan a nadie -indicó, fijando en mí sus ojos que pedían no sé qué desconocida misericordia.

-¿Se inclina usted a la generosidad? ¿Venimos ahora con blanduras? Las mujeres... nunca se sabe lo que quieren.

-No... dejémonos de generosidades humillantes.

-Eso es... palo en él... duro. Sea usted como yo, inexorable.

-Sí -dijo Jenara, levantándose y mostrándome su rostro teñido súbitamente de apasionados fulgores-. Sí, la palabra de estos tiempos, el lema de mi familia debe ser: ¡castigo!

-¡Castigo! Sí. ¡Qué bien he interpretado el deseo de usted!

-Mi deseo es... ¡que muera!

Descargó la trágica mano en el aire, y su hermoso semblante lleno de luz, de majestad, de inexplicable imán de amores, se entenebreció con el ceño propio de una divinidad ofendida y vengadora.

Al mismo tiempo sonaron voces en la puerta de la casa.

-¡Mi marido! -gritó la dama.

Después de breve pausa de confusión y estupor, Jenara corrió al encuentro de Carlos Navarro, que acababa de llegar en compañía de dos amigos, dos guerrilleros barbudos, dos salvajes de voz dura y miradas terribles y cuerpos y voluntades de acero.

Un instante después de su llegada, yo me colgaba al cuello de Carlos Garrote y estrechándole ardorosamente hasta sofocarle, le decía con voz conmovida:

-Bien venido sea, bien venido sea el insigne guerrero... ¡Gracias a Dios!... No podía usted venir más a tiempo. ¡Parece que le envía el cielo,   —129→   ahora que levanta por todas partes su cabeza la hidra revolucionaria; ahora que bullen las infames sociedades secretas y está Madrid plagado de miserables conspiradores y masones, los cuales con horrible alevosía tratan de hacer una revolución... ¡oportunidad admirable!

-¿Revolución? Lo veremos -dijo con acrimonia Carlos, correspondiendo afectuosamente a mis demostraciones.



  —130→  

ArribaAbajo- XIX -

Carlos Navarro, al día siguiente de su llegada, me notificó que su familia abandonaba mi casa. Además de que no parecía de su agrado aquella residencia, las habitaciones no eran suficientes para cinco personas, pues Navarro no quería separarse de sus dos amigos. Alquiló, pues, una hermosa casa amueblada con lujo en la solitaria calle de Sal si puedes, hermosa vivienda, perteneciente a un grande que viajaba por el extranjero. Carlos era hombre rico y nada tacaño en el gasto y brillo de su persona: así es que, extinguido el imperio del avariento Baraona, púsose la familia en un pie de   —131→   opulencia que eclipsó mi decorosa medianía. Tenían casa hermosa, aunque pequeña, varios criados y cuadras y cocheras, anejas al edificio. No sé si he dicho que Garrote era coronel de ejército, merced al reconocimiento de grados que se hizo a los guerrilleros; y si él hubiera sido pedigüeño como otros, habría obtenido la faja.

Como vivíamos tan cerca, casi todos los días me tenían allá. Baraona, que cada vez se inclinaba más a la tierra, no podía pasar sin mis noticias ni sin mi atención, cuando soltaba la sin hueso en pro del régimen absoluto. Carlos se preocupaba mucho también de política.

Jenara me parecía más taciturna después de la llegada de su esposo; y si he de decir verdad, yo no advertía entre uno y otro aquellas señales de mutuo afecto, de amable cortesía que indican perfecta paz y concordia en un matrimonio. Jenara y Carlos se hablaban poco y con frialdad. Nunca reñían; pero manteníanse a cierta distancia el uno del otro, más bien como conocidos indiferentes que como esposos. Noté en él no sé qué desconfianza vigilante, y en ella cierta reserva ocultadora. Por algunas palabras y acciones de Carlos comprendí que acechaba. Por el silencio y la conducta de Jenara comprendí que temía...

Yo no sabía a qué atribuir tales fenómenos, que habían empezado a notarse desde que se verificó el matrimonio, aunque no tomaron carácter alarmante hasta la época a que me refiero. ¿Provenían de una profunda disconformidad entre sus caracteres? Bien podía ser, porque Carlos, hombre de corazón recto, era muy rudo y al mismo tiempo sencillo, sin delicadezas, enemigo acérrimo de novedades dentro y fuera de la casa, muy reservado, ardiente, profundo, áspero y de una constancia y perdurabilidad enorme en sus sentimientos y afecciones. Jenara, a quien yo no conocía bien aún, pareciome que estaba fundida en moldes muy distintos.

Un día fui, como de costumbre, a charlar con Carlos de política. No necesito decir que yo disimulaba perfectamente mi complicidad revolucionaria, pues si aquella gente tan fanática hubiera conocido mis veleidades, no lo pasara bien este desgraciado. Los Baraonas y los Garrotes, procedentes de lo más duro de las formidables canteras vascongadas, eran gentes con las cuales no se podía jugar en materia de ideas políticas. Después que hablamos un poco los cuatro, salieron a paseo Jenara y su abuelo, y cuando Carlos y yo nos quedamos solos, aquel mostró deseo de hablarme de un asunto extraño a las conspiraciones.

-Pipaón -me dijo-. Va usted a tener conmigo tanta franqueza como si fuéramos hermanos. Se me figura que usted sabe algo que me interesa   —132→   y que no me quiere confiar, algo que, según su entender de usted, no debe decirme.

-No, Sr. D. Carlos mío; nada sé yo referente a usted que al punto no pueda decir.

-Usted habrá notado que mi mujer no me hace feliz -dijo, expresándose con cierta dificultad, como quien no encuentra la palabra propia-, quiero decir... pues... quiero decir que no soy completamente feliz con mi esposa.

-Sr. D. Carlos, me parecía haber notado eso.

-Sin duda mi carácter es muy opuesto al suyo. Sin duda ella tiene la cabeza llena de proyectos estupendos y su alma toda entregada a ilusiones locas. Yo vivo en la tierra, soy rutinario, pacífico, me gusta la vida ordinaria que se va deslizando tranquila por la suave pendiente de los fáciles deberes fácilmente cumplidos; ella es un alma de dificultades... no sé si me expreso bien... quiero decir que Jenara no puede vivir sino donde hay tumulto y algún monstruo con quien luchar.

-Ahora lo entiendo menos,

-Quiero decir que Jenara tiene en su alma un laberinto.

-¿Un laberinto?

-Una batalla constante con sombras, con fantasmas, con cosas grandes y enormes que atropelladamente se levantan dentro de ella y la llaman y le arrojan piedras como montañas...

-¡Ah! Sr. D. Carlos, juro a usted que no entiendo una palabra.

-Pues yo sí lo entiendo -repuso con tristeza-. Esto que hablo, ella misma me lo ha dicho. Me lo dijo a poco que nos casamos. ¡Ah! Sr. de Pipaón, yo no debí casarme con Jenara. Ella pudo ser franca también y no casarse conmigo; debió buscar su igual, y su igual no soy yo.

-Aprensiones, mi Sr. D. Carlos.

-Realidades, mi Sr. D. Juan. El resumen de todo es que yo amo extraordinariamente a mi mujer, porque soy más pequeño que ella, y que mi mujer no me quiere a mí, porque es más grande que yo. Lo grande desprecia siempre a lo pequeño; es ley eterna. ¡Oh! Dios mío, ¡cuán difícil es resolver la cuestión de tamaño en las almas!

-Creo que usted se deja llevar de presunciones falsas, de cavilaciones...

-No, todo es realidad, realidad -dijo Carlos con el aplomo que da una convicción profunda-. Mi mujer no me ama. Si en esto no hubiese más que un simple asunto de amores, me callaría; sí, padeciendo, me callaría; dejaría correr la enorme rueda de molino que da vueltas sobre   —133→   mi corazón y lo tritura... pero esto es también una cuestión de honor.

-De honor...

-¡Sí, porque Jenara no es mi querida, es mi esposa! -exclamó sombríamente, clavando en mí el rayo de sus negros ojos-. Es mi esposa, y si mi esposa (entienda usted bien que es mi esposa, unida a mí por lazo indisoluble), olvidase sus deberes y me fuese infiel...

Al decir esto, Carlos me había agarrado el brazo, y con su fuerza hercúlea me lo estrujaba sin piedad, y se ponía pálido y echaba el globo de los ojos fuera del casco, y tenía una expresión de ferocidad que me dejó helado. Acabó la frase, dijo:

-Si me fuera infiel... ¿Ha visto usted matar a un pájaro? ¡Pues lo mismo la mataría!

-Perdone usted, Sr. D. Carlos -dije con mucha congoja-; pero mi brazo... este brazo que usted quiere convertir en polvo, no ha sido infiel a nadie, y...

Garrote me soltó.

-Lo que quiero, Sr. de Pipaón -añadió-, es que usted me diga todo lo que sabe.

-Yo no sé nada.

-Durante mi ausencia, Jenara ha vivido en su casa de usted.

Como las miradas de Carlos despedían saña y rencor, pensé si tendría celos de mí; absurda idea que a nadie podía ocurrírsele. Yo me distinguía por mi fealdad, y carecía de cualidades propias para agradar a mujeres como Jenara. Era imposible que Carlos tuviese tal sospecha.

-Mientras usted ha estado fuera, la conducta de Jenara ha sido ejemplarísima -le dije.

-¡Mentira!, ¡mentira! -exclamó, sacudiendo la cabeza, que en aquel instante me parecía una hermosa cabeza de león-. Si usted me oculta la verdad, sospecharé...

-¿De mí?

-Oiga usted -dijo con misterio, frunciendo el torvo ceño-. A fuerza de dinero, yo he hecho confesar a una Doña Fe que sirvió en la otra casa. Me ha dicho que mi mujer salía algunas veces a altas horas de la noche; me ha dicho que se estaba días enteros fuera; que andaba a la pista de un hombre; que hacía averiguaciones para saber su paradero, gastando mucho dinero; que algunas veces salía, no volviendo hasta el día siguiente, siempre en compañía de Paquita, esa criada infame a quien separé de su lado cuando llegué.

  —134→  

Al oír esto, no pude contener la risa. Carlos, al verme reír, se enfureció más.

-Calma, mucha calma, amigo mío -le dije-. Si no tiene usted otros motivos de disgusto... Afortunadamente estoy enterado de eso, y disiparé tales sospechas.

-Ya... me dirá usted que mi mujer salía de casa para ocuparse en cosas de caridad, para repartir limosnas. Aunque torpe, ya conozco el estribillo.

-Nada de eso. Jenara andaba a la pista de un hombre, de un criminal, Sr. D. Carlos, de un conspirador. ¿Apostamos a que no lo cree?... ¿apostamos a que lo toma usted a risa?...

-Sr. de Pipaón, mi mujer no es alguacil.

-Sr. D. Carlos, su mujer de usted lo es.

En breves palabras le conté lo ocurrido, empezando por el encuentro de Jenara con Salvador Monsalud en la Iglesia del Rosario. Después referí el empeño febril que había mostrado porque le cogiese la policía, y por último sus afanosas pesquisas, tanto más enérgicas cuanto más impropias de una mujer. Carlos me oyó atentamente. Parecía muy asombrado de mi relato; pero no estaba tranquilo.

-¿Le parece a usted inverosímil lo que ha hecho Jenara? -le dije.

-No me parece inverosímil -repuso-. Eso puede caber en su carácter. Una extravagancia, que en otra sería increíble, es en ella natural.

-Entonces, ya se han disipado las dudas.

-No señor; al contrario.

-¿No cree usted lo que he dicho?

-Lo creo: a quien no creo es a ella; es decir, tengo la convicción de que mi mujer le engañó a usted haciéndole creer toda esa comedia de Salvador Monsalud y la conspiración y los alguaciles. El infame jurado no ha intervenido para nada en este asunto. ¡Farsa, pura farsa!

-Yo tengo pruebas de que Jenara no me engaña.

-¡Farsa, pura farsa!

Traté de convencerle, refiriéndole la frustrada captura de su enemigo y dándole datos y razones de gran peso; pero no era posible vencer la tenacidad de aquel pensamiento, al cual se adaptaban las ideas con invencible cohesión. Era vascongado.

-El ingenio de Jenara -dijo sombríamente-, es inagotable. Dios le ha dado la filosofía suprema del engaño, la luz divina del disimulo. Penetrar su pensamiento es obra superior a la perspicacia de los hombres. Tiene las insondables argucias del Demonio debajo de la sonrisa de los   —135→   ángeles. Sólo Dios puede saber lo que hay bajo el azul de sus ojos. El azul de los cielos, ¿no es una mentira?, pues el mirar de ella es una inmensidad de embustes.

Una idea acudió veloz a mi mente, y aunque atrevida, no vacilé en manifestarla, diciendo:

-Oiga usted lo que se me ocurre, amigo mío. Quizás sea esto un absurdo; pero ya que los dos tratamos de encontrar la verdad...

-Venga.

-Si Jenara, según la idea de usted, nos engaña a los dos; si es evidente que Jenara ama a algún hombre que no es su esposo (lo cual, sea dicho entre paréntesis, yo no creo); en fin, si tiene usted razón a atribuir a desvío la conducta de su esposa, es preciso creer que el hombre por quien olvida sus deberes es el mismo Salvador Monsalud, a quien aparentaba perseguir. La lógica es lógica, amigo.

Carlos Navarro me miró... no sabré decir cómo... con mirada más llena de desprecio que de rencor, con una especie de lástima iracunda. Alargó su mano hacia mí, como si me quisiera abofetear: después hizo un gesto de señor que despide a un vil esclavo. Más que hablarme parecía escupirme, cuando me dijo estas palabras:

-¿Qué está usted hablando?... ¡Asquerosa idea! Mi mujer, señor de Pipaón, podrá ser criminal, pero no degradada. En el corazón de Jenara cabrá la perversidad, pero no la bajeza. El sujeto a quien usted acaba de nombrar no puede nunca ser mirado por ella sino como un despreciable ser, más digno de compasión que de odio. Hay cosas que están fuera del orden natural. Por Dios, buscando la verdad, no caigamos en ridículos absurdos. No soltemos lo verosímil que ya tenemos, para agarrar en las tinieblas lo imposible.

-Pues entonces, Sr. D. Carlos -dije campechanamente-, fuera sospechas; fuera dudas ridículas.

-Si algo hay claro en los sentimiento de mi mujer -añadió Navarro en tono misterioso-; si hay algo que salga a la superficie y aparezca con luz y forma precisa en medio de las oscuridades espantosas de su carácter, es el odio y la antipatía profunda que le inspira el hombre envilecido con quien tuve la desgracia de batirme hace bastantes años. Dios quiso que su diabólica mano me hiriera... Dios lo quiso, sin duda para abatir mi orgullo... Era en tiempo de la guerra; yo era entonces muy orgulloso. Debí despreciar a Salvador Monsalud... Por no despreciarle me castigó Dios. ¿Usted no le conoce? Traición, perjurio, cobardía, desvergüenza, jacobinismo; haga usted un amasijo de todo eso y tendrá a   —136→   nuestro paisano. Usted no ha logrado penetrar mis ideas; usted no comprende los grandes temores y recelos que me atormentan. Jenara, a quien adoro, amará, ama sin duda a un hombre superior, muy superior   —137→   a mí, a un hombre que sepa responder con la grandeza de su entendimiento a la grandeza de las pasiones de ella; Jenara no se mide con los insectos que andan escarbando la tierra. El día en que ella quiera perderse, no se arrojara a un charco inmundo, sino al mar inmenso... ¿Cree usted que no lo conozco? Sí, y el conocerlo y conocer mi pequeñez es lo que me contrista, porque ha de saber usted que yo soy un bruto.

Dijo soy un bruto con tanta sencillez y aflicción como decía Otelo soy negro. Una pena profunda se pintaba en su semblante, enterneciendo la ruda voz del bravo guerrillero.

-Soy un bruto -añadió-, soy cualquier cosa, un hombre adocenado, un ignorante, un palurdo, un soldadote, y me he casado con una princesa, con una maga, con una sibila. Usted no ha visto de cerca a Jenara como la he visto yo; usted no la conoce. En el fondo de la intimidad es donde se ven estas cosas y donde se compara bien. Yo vivo en la vida ordinaria, quiero traer a mi esposa a mi lado, y cuando alzo los ojos la veo alargando la mano para coger las estrellas. Yo no puedo ofrecerle sino un puñado de este barro grosero y ramplón con que los vulgares amasamos la existencia; ella huye de mí sin dignarse mirarme.

-Preocupación.

-¡Realidad, realidad! -continuó, cruzando los brazos y hundiendo la cabeza-. Estoy convencido, convencidísimo.

-¿De qué?

-De que Jenara tiene para mí un sentimiento peor que el odio, la indiferencia. El corazón y los pensamientos de mi mujer pertenecen a otro.

-Pero ¿a quién?

-No lo sé; pero pertenecen a otro. Mi mujer ama a alguien. Lo veo, lo sé, lo conozco en su silencio, en su frialdad, en su inquietud cuando está inquieta, en su tranquilidad cuando está tranquila; lo conozco hasta en su manera de abrir los ojos cuando despierta. Hay otro hombre, otro hombre -añadió con ferocidad-; le siento, le respiro en el aire. Los ojos de mi mujer tienen la terrible luz de la infidelidad; están hablando siempre con alguien. Si miran algún objeto, aquel objeto parece que me mira a mí y me dice: ¡Carlos, alerta!... ¡Jenara está enamorada!

-Pero ¿de quién?

-¡De quién!... ¡De quién! -exclamó, remedándome con grotesca ira-. ¿Faltan en la tierra hombres? Descuide usted... el que mi mujer ame no será un cualquiera; será lo que es ella, un portento; pero... tan mortal es   —138→   el cuerpo de un sabio como el de un imbécil... Yo le veo, le siento... por ahí ha de andar -añadió con febril exaltación-. Tendrá todo lo que yo no tengo; cualidades eminentes, nobleza de ideas, aparato de sabiduría y de hermosura; pero no, no, ¡no tendrá un corazón como el mío!

-¡Calma, Sr. D. Carlos! -dije yo-. Es un capricho, un delirio pensar en semejante cosa!

-¡Realidad, realidad! -contestó apartando bruscamente mi mano que alargué para tocar su hombro-. Me confirman esas salidas nocturnas de mi mujer, esa supuesta persecución de un criminal, de quien ella no puede en realidad ocuparse más que para despreciarle, porque es indigno de que ella le persiga... ¡Ah!, la conozco bien; Jenara será criminal, pero nunca tendrá mal gusto. Ella no hace papeles indignos, ella no es capaz de emplearse en un vil espionaje... ¿y por quién?, ¿y contra quién?, contra quien deshonraría la mano del último esbirro. No, Pipaón, eso no puede ser. Pretexto y nada más que pretexto; un artificio con el cual ha logrado engañarle a usted; pero no a mí... no a mí, que lo veo todo. Los ojos de los celosos son muy singulares. Así como los del gato ven en la oscuridad, así los del celoso ven en el disimulo. En el fondo de la intimidad, amigo mío, es donde todo se entiende y se descubre. Los breves diálogos que apenas se oyen, las preguntas no contestadas, los ojos que se cierran para ver mejor lo que tienen dentro, las respuestas que no vienen al caso, la frialdad de estudiadas caricias, este es el gran libro, lo demás es error. El ofendido es quien sabe leer en él; usted, que tiene tanto talento, hará mil argumentaciones sabias para quitarme esto de la cabeza; pero yo, que soy un bruto, sé más que usted ahora, y de mi cerebro no se desclavará jamás este letrero. Al contrario, yo me lo clavo más cada día con mis propias manos, y si estas letras de fuego dejaran de quemarme un solo momento, lo tendría por una deshonra... y nada más, sino que es lo mismo que yo digo, ¿entiende usted?... y si me contradijeran mucho, sospecharía que no se me trata con lealtad, ¿entiende usted?... y ya que se me quiere ocultar la verdad, como se oculta la desgracia a las almas cobardes, no me vengan con sutilezas y palabras bonitas y razones absurdas, ¿entiende usted?

-Entiendo, sí señor -repuse, sin saber cómo suavizaría la violencia creciente de mi enojado amigo-. Pero insisto en lo dicho. Mientras no tengamos un hecho concreto, todo es presunción.

-¡Realidad, realidad! -repitió el guerrillero.

Sus palabras eran tan enérgicas, que cuando movía la mano acentuándolas,   —139→   parecía que iba a escupirlas. Yo deseaba variar de conversación. Decía alguna palabra de política; pero Garrote volvía a su tema. Por último, libráronme de tal tormento Baraona y Jenara, regresando de su paseo. Carlos, al ver a su mujer pareció más excitado, más inquieto, más violento.

-Tengo que hablarte -dijo a Jenara.

Baraona se había retirado a descansar. Despedime yo, y al ver la palidez y alteración de las facciones de Jenara, no pude menos de decirme al salir:

-Ahí me las den todas.



  —140→  

ArribaAbajo- XX -

Resuelto a no apartarme del camino nuevamente emprendido y seguro de que conducía a buen término, seguí asistiendo a la reunión secreta. A los que ya me conocen, no necesito decirles que en poco tiempo me congracié de tal modo con los revolucionarios, que yo parecía un democratista de toda mi vida. Bien pronto adquirí singular prestigio entre ellos; me comunicaban acuerdos importantes y se asesoraban de mí para vencer dificultades. En honor de la verdad debo decir que yo trabajaba con celo, sin hipocresía ni doblez, al menos aquellos días, que eran los últimos de 1819: yo no daba cuenta de lo que veía   —141→   en las reuniones más que a D. Antonio Ugarte, de quien era poco menos que esclavo. En cambio, recibía de él noticias e indicios estupendos que con toda diligencia comunicaba a mis nuevos amigos.

La entrada del Sr. Marqués de M*** en el ministerio no había cambiado radicalmente la situación. Verdad es que él, creyéndose un Júpiter de Gracia y Justicia, descargaba sus rayos a diestro y siniestro. ¡Pobre hombre! Sus rayos, o mejor dicho sus palos, eran palos de ciego. No dio un golpe que no cayera sobre inocentes, mientras los verdaderos criminales bullían en torno suyo, gozándose en la bufante ira del Ministro. Todos los días decretaba destierros, embargos, prisiones, registros de casas; el aturrullado Marqués hubiera despoblado a Madrid sin dar con los verdaderos revolucionarios. ¡Y qué convencido estaba él de que iba poco a poco arrancando de cuajo la perniciosa yerba! Había que ver al buen señor; había que oírle ponderar el éxito de sus trabajos, mientras daba pataditas en el suelo, emblemático movimiento para indicar queaplastaba la hidra revolucionaria.

Si apunto estos detalles es porque yo le veía con frecuencia, y si le veía con frecuencia era porque nuestra antigua amistad no se había enfriado. Tan lejos estaba el bendito Marqués de tenerme por liberal como de creer que llovían calabazas. Muy al contrario, me juzgaba empalagado de amor por el absolutismo, y en ley de tal me hacía confidente de sus proyectos y de lo bien que le iba saliendo el espurgo y limpieza del Reino. Para que no sospechase, yo me deslenguaba en denuestos e injurias contra los liberales, y alguna vez iba con el cuento de una logia descubierta por mí o de una conspiración sospechosa. De este modo favorecía a mis nuevos amigos, porque si nos reuníamos en tal calle, llevaba yo el soplo de que la cita era a legua y media de allí. De este modo, mientras la logia estaba tranquila, descomunal nublado caía sobre una junta de cofradía o merienda de artesanos pacíficos.

Entre tanto era evidente que la cosa iba a paso de carga, según opinión de los más metidos en harina. Al mismo tiempo todo Madrid esperaba algo estupendo. Había en la población la atmósfera especial del gran suceso inminente, una ansiedad precursora, sin saberse aún de qué. A pesar de esto, los adeptos a la comunidad secreta no sabíamos nada fijo; sabíamos tan sólo que se trabajaba en el ejército. Del de la Isla corrían versiones muy distintas: unos lo daban por entregado a la revolución; otros le creían patriota en la idea, pero tímido en la acción. Salían y entraban comisionados; pero Monsalud no regresó de Andalucía. Últimamente logré internarme más en el corazón de la conjura, fui   —142→   dueño de importantes secretos. El golpe debía darse en la Coruña y en Zaragoza.

Llegó el 1.º de Enero de 1820; vino el día de Reyes y una noticia circuló por Madrid con la celeridad del rayo. Fue a despertarme Carlos Garrote, el cual me dijo que me vistiese con toda presteza para salir juntos. Estaba tétrico, y sus miradas y sus palabras eran hiel.

-¿Apostamos a que este bruto ha hecho una atrocidad con su mujer? -dije para mí.

-Levántese usted -me dijo-; ocurren sucesos graves...

-¡Pobre Jenara! -exclamé-. Yo tengo la seguridad, Sr. D. Carlos...

-¿Qué habla usted ahí? No se trata de mi mujer.

-¿Pues de qué, Sr. D. Carlos?

-Se han sublevado algunas tropas del ejército expedicionario.

-¡Qué picardía! ¿Habrase visto?... -exclamé yo simulando tanto enojo como espanto-. ¿Pero son muchas las tropas sublevadas?

-Unos dicen que son muchas y otros que sólo un par de regimientos.

-¿Y no sabe en qué punto?

-En las Cabezas de San Juan.

-¿Y hacia dónde están esas Cabezas? No conozco más que una, que suele verse sobre los hombros del Santo Precursor o en la bandeja de Herodías.

-Estas Cabezas, donde se ha consumado tan vil traición, están en Andalucía, cerca de Jerez. Ya sabe usted que el ejército expedicionario, por librarse de la fiebre amarilla, se había acampado en las Cabezas de San Juan, en la Corredera, en Arcos de la Frontera y otros puntos del interior.

-¿No manda ese ejército el conde de Calderón? -dije haciéndome de nuevas.

-El mismo: le conozco, es un viejo estúpido.

-¿Y no se sabe qué cuerpos han dado ese aleve grito? ¡Que no los fusilaran a todos!... Sr. D. Carlos, esto da vergüenza.

-Dicen que el batallón de Asturias ha sido el primero.

-¿Quién lo sublevó?

-Rafael del Riego.

-¡Rafael Riego! -dije yo fingiendo que hacía memoria-. ¿Le conoce usted? ¿No estaba ese muchacho en el regimiento de Valencey?

-Sí; empezó sirviendo en la Guardia de la Real Persona. Durante la guerra sirvió en el ejército y en las partidas. Sé que estuvo en las acciones de Balmaseda, San Pedro de Gueñes y Espinosa de los Monteros.   —143→   Después le hicieron prisionero, y al cabo de algún tiempo apareció en Galicia.

-¿Le conoce usted?

-Le vi en Vizcaya al principio de la guerra. Era valiente. Algunos traidores lo son.

-Si parece increíble, Sr. D. Carlos -dije vistiéndome apresuradamente-. ¡Que tal canalla haya nacido en España!... No sé qué haría... Si todas las cabezas de esos infames rebeldes estuvieran al alcance de mi mano, las cortaría de un solo golpe.

-Este es el resultado -murmuró Carlos-, de la benignidad del Rey con los militares que descubiertamente han estado conspirando desde el año 14.

-Dice usted bien. Si Su Majestad no se hubiera andado con blanduras... Vea usted el pago que le dan al mejor y más generoso de los reyes. ¿Y usted qué piensa hacer?

-Ahora mismo me voy a presentar al Capitán General para que disponga de mí. Quiero formar parte del primer ejército que salga a combatir a los insurrectos.

-¡Oh, cuánto siento no ser militar como usted, Sr. D. Carlos! -exclamé con calor-. Si yo fuera militar, iría también el primero y entraría lanza en ristre a esas rebeldes Cabezas de San Juan... ¡La sangre me arde en el cuerpo!... Supongo que se mandará allá un ejército; que este   —144→   ejército les entrará a saco; que no dejarán con vida ni a uno solo de esos infames.

-El ejército -dijo Garrote sombríamente-, está corrompido y minado por el liberalismo.

-¿No se sabe más que la rebeldía del batallón de Asturias?

-Se dicen tantas cosas... Todavía no será posible precisar la extensión del mal. Todo depende de que Cádiz y su guarnición hayan respondido al movimiento. Se habla también de otro batallón sublevado, el de España, que manda Antonio Quiroga.

-Ese ha estado preso hace poco por conspirador liberal.

-No sé más de él sino que debió el grado de coronel a la prontitud con que trajo a Madrid la noticia de la muerte de Porlier.

-¡Linda carrera!... pero vamos, vamos a la calle. Le acompañaré a usted al ministerio de la Guerra, donde sabremos la verdad de todo.

Salimos; la gente iba y venía como de ordinario; pero hacia el centro de la villa, vimos grupos y gentes curiosas y anhelantes que preguntaban o respondían, dando curso a imponderables mentiras. Las palabras Cabezas, Riego, Quiroga, sonaban sin cesar en nuestros oídos en todo el trayecto que recorrimos. Era digno de notarse que los semblantes alegres eran aquella mañana en mayor número que los tristes. En el ministerio había tanta gente y charlaban tanto, diciendo tan diversas cosas, que nada pudimos sacar en limpio. Vimos entrar al señor ministro, el general Alós, hombre de quien un escritor coetáneo dice que era más propio para capellán de un convento de monjas que para ministro de la Guerra.

«Que los insurrectos habían entrado ya en Cádiz.

»Que los insurrectos habían sido rechazados en el puente de Suazo.

»Que se les había unido el batallón de Sevilla, a las órdenes de Muñoz.

»Que habían sorprendido y arrestar en Arcos de la Frontera al general en jefe, conde de Calderón».

»Que el general en jefe les había sorprendido y arrestado a ellos.

»Que el batallón de Canarias, acantonado en Osuna, se les había unido también.

»Que habían sido atacados y destrozados por el batallón de Canarias.

  —145→  

»Que Riego y Quiroga habían reñido el uno con el otro, dándose de porrazos por quién de ellos mandaba.

»Que se habían dirigido a Algeciras para embarcarse y refugiarse en Gibraltar.

»Que venían sobre Córdoba (la ciudad)

»Que Córdova (D. Luis, no la ciudad) iba sobre ellos.

»Que Sevilla se había pronunciado también.

»Que Sevilla no se había pronunciado ni se pronunciaría jamás».

Estas y otras noticias fueron llegando sucesivamente a nuestros oídos. Era preciso resignarse a no saber nada fijo y cierto hasta que Dios quisiera; porque entonces había tiempo de hacer todas las revoluciones imaginables de que la noticia llegase a la Corte. Al medio día separeme de Carlos, porque deseaba visitar a mis flamantes colegas de conspiración.

«Que toda Andalucía estaba en armas.

»Que Zaragoza tenía ya formada su Junta revolucionaria.

»Que Murcia y el arsenal de Cartagena habían proclamado ya la Constitución.

»Que la Coruña y el Ferrol ardían.

»Que mañana se daría el golpe en Madrid.

»Que las tropas que se enviaban a combatir la insurrección se negaban a hacer armas contra sus compañeros.

»Que era gloriosísimo que todo se hubiera hecho sin efusión de sangre.

»Que la Europa nos contemplaba llena de admiración».

Tales fueron las noticias y versiones con que me aturdieron mis optimistas amigos. Yo, sin embargo, ponía en cuarentena tan lisonjeras especies.

El marques de M***, a quien vi por la noche, estaba furioso, aunque se esforzaba en disimularlo, fingiéndose tranquilo y aun gozoso por el giro que tomaba la rebelión.

-Me alegro de que hayan arrojado la máscara -dijo, dando las pataditas con que emblemáticamente indicaba la destrucción de la hidra revolucionaria-. De este modo será mucho más fácil concluir de una vez con todos ellos.

-La situación, Sr. D. Buenaventura -dije yo en tono agridulce-, no es muy lisonjera.

-Ya verás, ya verás -me dijo con cierta acrimonia que me disgustó- cómo les sentaremos la mano. Y se me figura que te me estás volviendo   —146→   liberalote de algún tiempo a esta parte... Pipaón, tengamos la fiesta en paz.

-¡Yo liberal! -exclamé-. Pero no se trata aquí de ser liberal ni de dejar de serlo. Trátase de ver si esta oleada que se ha levantado en Andalucía llegará a la Corte y nos anegará a todos.

-Veo que tienes miedo... el miedo es el mayor auxiliar de la traición.

-Jamás seré traidor; pero hablemos con toda franqueza, Sr. D. Buenaventura. Ponga usted la mano sobre el corazón, y dígame si el gobierno y la administración de nuestro país no exigen pronta y radical reforma.

-Pero ven acá -repuso, poniéndose rojo como un pimiento-. Dado el caso de que esa reforma sea necesaria, lo cual es muy dudoso, ¿quién la realizará? ¿Esos infames perdidos, esos desocupados que charlan   —147→   en los cafés, esos desalmados políticos del 12, esos militares revoltosos que no conocen la disciplina?

-Líbreme Dios de defender a los revolucionarios y perturbadores -dije-; pero vengamos a la cuestión.

-Al fondo de la cuestión.

-Eso es, al fondo. El Gobierno absoluto no puede sostenerse. Bien sabe usted que mi opinión no es sospechosa: ¿no lo he defendido con todas mis fuerzas? ¿No he puesto a su servicio cuanto yo podía y sabía? Pues bien; yo, el más humilde soldado de aquel piadoso ejército de patricios que en 1814 derrocó la infame facción, declaro ahora que el absolutismo, tal como al presente se halla, maleado y corrompido, no puede seguir rigiendo a la nación.

-¡Ah, gran canalla! -exclamó D. Buenaventura dando fuerte puñada sobre la mesa-. Te me has pasado, te me has pasado al enemigo... ¡Ira de Dios! Ya van hoy doce, doce traiciones. Llega el simple anuncio de una insurreccioncilla con esperanzas de triunfo, y ved aquí a mi gente mudando de casaca, como histriones que, concluida la tragedia, se preparan para el sainete... ¡Esto no se puede sufrir! ¡Esto es ignominioso!... ¡Pipaón de todos los demonios, Pipaón maldito, también tú, o como dijo el gran romano, tu quoque, fili mihi!... Serían las seis de la mañana cuando llegó la noticia del pronunciamiento; fui a Palacio, vine después al ministerio, recibí a varias personas, y no eran las doce cuando ya me habían manifestado sus simpatías por la revolución cinco personas, cinco furiosos absolutistas de aquellos de pelo en pecho que no transigían con nadie y hace poco amenazaban comerse a quien de liberalismo les hablase... En el resto del día ha aumentado el número de las defecciones repugnantes. Tú eres el duodécimo... Pero estos canallas, ¿dónde tienen la conciencia? Sin duda creen que la infame facción triunfará. ¡Quieren congraciarse con los rebeldes por si llega la marimorena de los destinos...! ¡Ahí os quiero ver, miserables!... Que no se os volvieran veneno los reales despachos... Los muy tunantes no se atreven a vituperar de súbito el paternal Gobierno que nos rige, ni a ensalzar a los revoltosos; pero van preparando el terreno para la defección, y con delicada hipocresía dicen: «La verdad es que así no se puede seguir... la arbitrariedad no puede gobernar constantemente a los pueblos cultos... es indispensable que el Rey dé una Carta a la Nación... la Europa no puede consentir...». Y vuelta a la Europa, y al Rey, y a los pueblos, y a la dichosa Carta, esquela o lo que sea. Vale más que de una vez salgan por esas calles gritando: ¡Vivan Robespierre y la guillotina!, y acabaremos   —148→   de una vez... ¡Ah, menguado Pipaón!, ¡ah, pérfido discípulo! Eres el cuervo que he criado para que me saque los ojos... ¡Con que te me has pasado a la masonería y a la revolución! -añadió, tirándome de una oreja con impertinentísimo movimiento-; ¿con que esas tenemos, señor bergante? ¿Con que después de haber explotado el oscurantismo, después de haberle chupado la sangre al Reino, y al Rey, y a chicos y a los grandes, reniegas de la generosa cabrita cuyas ubres has puesto, a fuerza de mamancia, como zurrón vacío?... ¡Ah, troglodita! ¿Sabes que desde hace algunos días sospechaba yo tu defección? Me habían dicho que mangoneabas en las sociedades secretas; pero no lo quise creer. Te juzgaba mejor de lo que eres... Pero ¿qué puede esperarse de estos petates, cuando se asegura que hasta hombres como Lozano han caído en la tentación? Execrable aventurero, ¡qué chasco te vas a llevar! ¡Qué horrible será el castigo de tu traición indigna! La revolución no triunfará, porque estamos decididos a aplastarla, sí señor, a confundirla; y si es preciso, iremos todos allá, desde el ministro hasta el último empleado; y entre tanto, en este foco de las conspiraciones buscaremos a los astutos Robespierres, a los violentos Dantonazos, a los sanguinarios Marates, y les entregaremos a la Inquisición para que dé buena cuenta de ellos... Descuida, que todo se hará, empezando por ti, monstruo de felonía y doblez... ¡Te vigilaré, te pondré preso, te ahorcaré!!!...

Aquel hombre estaba loco o al menos lo parecía, según se inflamaba su rostro y se hinchaban sus venas y espumarajeaba su boca. Oí la filípica con aquella calma burlona que me era propia y que tan bien cuadraba frente a un hombre tan ruidoso como poco temible... Pero me convenía no prolongar más aquella conferencia. Antes que me echase de su despacho, me marché, para que no se irritase excesivamente, y al salir llevaba conmigo la seguridad de que hombre tan fiero sería de los más blandos si los acontecimientos seguían a su resolución con la precipitada corriente que hasta allí parecían llevar.

Del mismo modo que me trató D. Buenaventura, tratáronme otros personajes que hasta entonces no sospechaban de mí, y que al fin tuvieron indicios (de ningún modo certeza) de mi defección. Yo me reía de todos ellos y de su furor impotente. Hiciéronme desaires y me pusieron avinagrados gestos en algunas casas que visité; pero en ninguna recibí tan mal trato como en casa de Carlos Navarro. Verdad es que del fanatismo insensato y exaltado de aquella gente todo se podía esperar, incluso el repudiar a un leal amigo por cuestión de ideas. Baraona me   —149→   dirigió amargas pullas, Carlos apenas se dignó hablarme, e hizo alusiones tan crueles a mi conducta, que otro más valiente que yo le habría pedido satisfacción. No era extraño que me manifestaran tanto desprecio por una simple sospecha, porque ellos eran atroces, intransigentes, irreconciliables, tenían el absolutismo en el fondo del alma y en la médula de los huesos, como tiene el león la fiereza. Además, D. Buenaventura, que iba allí de tertulia las más de las noches, les había dicho de mí mil picardías.

Únicamente Jenara se mostró amable y cortés conmigo. Por eso sin duda, al salir yo, noté que su marido la reprendía ásperamente, lo cual me hizo decir para mi capote como en otra ocasión:

-Ahí me las den todas.



  —150→  

ArribaAbajo- XXI -

Desgraciadamente, los acontecimientos iban con mucha calma. La revolución, como las carretas de aquellos tiempos, como la administración española, como toda la vida de antaño, iba despacio. Parecía una cosa oficial. No había en aquel estadillo aquel progreso instantáneo, el correr tempestuoso que indican la ira nacional. Yo me acordaba de cómo se alzaban los pueblos en la guerra de la Independencia, y al ver aquella pereza, aquella lentitud somnolienta de 1820, se me abrasaba la sangre de impaciencia. «Si viene que venga de una vez», decía yo. Más que   —151→   revolución, aquello parecía una fiesta, una cabalgata suspendida por la lluvia, una procesión atascada en los baches del camino. No había en ella el incendio popular, sino una especie de lento deshielo, inseguro, dificultoso.

Durante bastantes días no vino noticia alguna de ventajas obtenidas por los insurrectos. Se supo con precisión la verdad de lo ocurrido al principio; pero escaseaba lo nuevo. Eran hechos incontrovertibles la sublevación del batallón de Asturias al grito de su segundo comandante, D. Rafael del Riego, de los de España y la Corona, mandados por Quiroga, y la marcha de ambos jefes insurrectos hacia Cádiz. También era cierta la sorpresa y prisión del general en jefe con tres generales más. Hasta aquí no había ocurrido ningún contratiempo; pero cuando los insurrectos, tomando el puente Suazo, trataron de penetrar en la Isla, tuvieron la mala suerte de tropezar con un D. Luis Fernández de Córdova, que acompañado de algunos urbanos les supo detenerles. Igualmente era cierto que, si los insurrectos no habían podido vencer la obstinación de Córdova, tampoco fueron desbaratados por D. Manuel Freire, que fue contra ellos.

Estaban, pues, en situación que no podía llamarse ni próspera ni adversa. Si cualquiera de ellos hubiera tenido una chispa de genio militar en su entendimiento, fácilmente habrían adquirido ventaja, porque las tropas del Gobierno andaban azoradas, como buscando un pretexto decoroso para insurreccionarse también; pero ni Quiroga, ni Riego, ni Arco Agüero, ni O'Daly valían todos juntos para componer un mediano estratégico. Faltos de resolución, de verdadero instinto revolucionario y de iniciativa, los rebeldes decidieron... esperar. Una sublevación que espera es una sandez. Es como un rayo que tomara aliento en mitad de su veloz camino.

Dentro de Cádiz, un tal Rotalde, quiso subleva r la guarnición; pero Córdova ahogó también el pronunciamiento.

En Madrid nos moríamos de angustia. Era tristísimo en verdad, que los que nos habíamos embarcado en la revolución, aceptando sus hechos y renegando in pectore de sus principios, viésemos frustrados nuestros honrados planes. ¡Sensible desgracia! Nosotros no éramos Robespierres ni Marats; nosotros no queríamos cortarle la cabeza a nadie, ni aun al marqués de M***, ni hacer horrores; queríamos sencillamente adaptar la revolución a nuestra voluntad, aprovecharnos de ella, encauzarla en el lecho de nuestras ideas, haciendo de la hidra espantosa una flexible y condescendiente cortesana que tuviese sonrisas para todo el mundo y   —152→   no metiese miedo a nadie. ¡Y por torpeza de aquellos desdichados militares, el plan admirable iba a fracasar, y nos veríamos expuestos ¡oh funestos hados!, a quedar en la más crítica situación del mundo, mal con los liberales, mal con los absolutistas! ¡Esto no se podía sufrir! ¡Esto era el colmo de la injusticia y de la desgracia! Pensándolo, yo me volvía loco; invocaba el auxilio de mi ángel de la guarda, sin apartar la mente de Dios y de su Santa Madre, para que llevasen a seguro puerto el desmantelado bajel de la revolución.

Pero ¡ay!, Dios y su Santa Madre no me hacían caso. Sin duda protegían al Rey, como depositario en la tierra de la autoridad divina. ¡Horrible situación! ¡Contratiempo funestísimo! La revolución, aquella obra tan cariñosamente preparada por los conspiradores viejos y por los catecúmenos, que eran (testigo yo) los más diligentes; aquella semilla tan esmeradamente puesta en la tierra, y a la cual dieron riego abundante los liberales y abono fecundo los absolutistas convertidos, se malograba de día en día, se perdía, se secaba... ¡Oh desesperación! ¡Y el país consentía tal cosa! Y el país, contemplando las marchas y contramarchas de aquellos soldados, no profería un grito, ni se levantaba en masa, ni hacía disparates, ni echaba el Reino por la ventana, sino que, indiferente, frío y mano sobre mano, esperaba que se lo dieran todo hecho... ¡Qué país, señores, pero qué país!

Pasaban los días todos de Enero, sin que tal situación variase. Cundía el desaliento entre los revolucionarios, y los absolutistas, reponiéndose de su susto, sonreían con la vanagloriosa sonrisa del triunfo y la venganza. Véase, pues, lo que los hombres de orden y de ideas templadas sacaban de meterse en aventuras con los liberales. ¡Cuando más!... Era una ignominia que aquellos holgazanes dejados de la mano de Dios nos hubiesen comprometido de tal manera, exponiéndonos a ser ahorcados juntamente con ellos... ¡Ya, como si todos fuéramos unos; como si un Gobierno pudiera medir por el mismo rasero a jacobinos desharrapados 13 y a hombres rectos y prudentes que sólo por amor al orden habían auxiliado a la revolución!

Yo renegaba de los masones y del liberalismo y de la Carta y de la Constitución del 12, y de los derechos del pueblo, y de toda la monserga con que en las reuniones me volvieron loco, haciéndome cómplice de tales extravagancias... Yo estaba furioso; maldecía los clubs y quien los inventó; maldecía también a Ugarte que me catequizó y a Monsalud que me bautizó; y me arrancaba los cabellos pensando en el instante de mi primera entrada en aquellos oscuros antros de necedad y jacobinismo.

  —153→  

La revolución fracasaba sin remedio; sucumbía al nacer como un engendro enteco y miserable a quien hace daño el primer aire que respira fuera del claustro materno... Llegó Febrero. En Febrero, como en Enero, la revolución moría... era forzoso tomar precauciones contra el chubasco, abrir apresuradamente el paraguas de la más exquisita prudencia. ¿Necesito decirlo palabra por palabra?... Pues era preciso volver al redil, echar tierra a lo pasado y conducirse como si nada hubiera sucedido; hacer pedazos la nueva casaca, cuidando de esconder estos donde nadie los viese, y meter el cuerpo en la antigua...

¡Ay!, mi pobrecito corazón afligido necesita desahogarse con alguien; era un vaso lleno, próximo a desbordarse. Mi alma, agobiada por la pesadumbre, necesitaba otra alma amiga con quien comunicarse; otra alma que recogiera parte del enorme fardo que sobre la mía gravitaba. Me hacía falta un amigo generoso, un hermano, un padre. Tomando una resolución súbita, alcé la calenturienta cabeza que durante largo rato había tenido apoyada en las palmas de las manos, y tomando capa y sombrero, y me fui a ver al marqués de M***, a mi generoso amigo D. Buenaventura. La turbación del criminal llenaba mi alma; pero un arrepentimiento sincero me fortalecía.

Contra mi creencia, recibiome con agrado. Estaba contentísimo, y su semblante era todo felicitación. La alegría daba como una luz singular a su arrebolado rostro, y aquel sol de Gracia y Justicia parecía puesto en el zenit de la Administración para repartir calor y vida a todos los confines de la vida burocrática. Su sonrisa pregonaba el fracaso de la insurrección. Llevábase el tabaco a la nariz, aspirándolo con la voluptuosidad a que el alma se entrega cuando no tiene nada que temer y todo es rosas y paz y claridad en torno suyo.

-¿Ya estás aquí, perillán? -me dijo, señalándome una silla-. ¿Qué te parece el famoso pronunciamiento de las Cabezas? ¿Hemos triunfado o no? Ya estarás convencido de que España no quiere revoluciones, sino paz. ¡Ay!, este gran pueblo celtíbero, romano, gótico, musulmán, es muy sensato... Ama el sueño y aborrece a todos los que meten ruido... Ya ves cómo la revolución se ha enredado en sus propios lazos. Ni siquiera ha esperado a que la aplastáramos; se ha muerto ella sola, dañada por la podredumbre que al nacer trajo en sus entrañas. Aquí están tan bien dispuestas las cosas y tan bien equiponderadas las fuerzas sociales, que cuando estalla un pronunciamiento, el Gobierno no tiene que hacer más que cruzarse de brazos y dejar a los revolucionarios entregados a su tontería y frivolidad, que es su muerte y nuestra venganza.

  —154→  

Yo dudaba si hacer mi reconciliación con arte hipócrita o entregarme sin condiciones, como el hijo pródigo que vuelve al hogar paterno. Después de pensarlo, me decidí por lo primero, y hablé de este modo:

-A mí no me coge de nuevo el fracaso de la revolución; a todo el mundo lo dije. Cuando le vi a usted muerto de miedo, bien claramente   —155→   le expresé mi creencia de que todo vendría a parar en nada. Pero por eso no es menos cierto, Sr. D. Buenaventura, que lo que ha pasado debe considerarse como una lección, como una advertencia de Dios, para que se reparen los males causados por la arbitrariedad. No me canso de repetírselo a usted -añadí con aplomo ciceroniano-; el Gobierno de estos reinos necesita prudentes reformas. ¿No recuerda usted lo que le dije el otro día? Es preciso que quitemos a los trastornadores de la paz pública todo pretexto de trastornos... Lo estoy diciendo hace tiempo; lo estoy pregonando en todos los tonos y nadie quiere hacerme caso... ¡Pero qué obcecación, Dios mío! ¡Aquí están, aquí están los resultados!... ¡Es particular que entre tanta gente, yo solo haya tenido penetración suficiente para ver el peligro!

-¡Oh, tú eres muy listo! -dijo D. Buenaventura, moviendo la cabeza con una expresión que me pareció algo irónica.

-Eliminado de la Administración, apartado de la política -proseguí con llorona sensiblería-, he servido siempre al Gobierno absoluto en mi humilde esfera. ¿Y qué pago se me da? ¡Horroriza el pensarlo! Calumnias, inicuas sospechas de mi honradez y consecuencia. En verdad que se necesita tener un corazón muy recto para no dejarse arrastrar por el despecho y hacer cualquier tontería. Pero, ¡ay! yo quisiera que se pudiese hacer una investigación irrecusable de la conducta de todos los hombres notables que usted y yo conocemos. Yo quisiera que existiese un ojo milagroso para leer en el corazón de cada uno de ellos. Entonces se vería quiénes son los buenos.

-Vamos, Pipaón, no te enfades -me dijo D. Buenaventura con bondad-, ya sé que eres hombre honrado. Cierto que me han dicho de ti algunas cosillas; pero la verdad, no les he dado crédito.

-Gracias, gracias -dije, cobrando nuevos bríos-, yo no esperaba otra cosa, y cuando el otro día me acusó usted de no sé qué monstruosa infidencia, mi alma se llenó de angustia... Yo lo olvido, Sr. D. Buenaventura, yo perdono a los que me han calumniado, y en vista de los peligros que corre el Gobierno absoluto, elevo como siempre mi voz amiga para predicar la concordia... Unámonos, Sr. D. Buenaventura; unámonos hoy, como nos unimos hace seis años para salvar a la Nación del abismo a que corría. Cesen los chismes ridículos, las hablillas malévolas con que se han querido manchar reputaciones como la mía... Por mi parte todo lo olvido; no veo más que a nuestro querido Rey, a nuestra querida patria, a nuestras adoradas prácticas de gobierno, a las cuales falta poco para ser las más sabias del mundo... Pero ese poco que falta   —156→   debemos dárselo para aplastar de una vez al jacobinismo insolente, a las logias inmundas, y a los liberales soeces que quieren cubrir de ruinas el suelo de España. Quitémosles todo pretexto para nuevas insurrecciones; reformemos el Gobierno; ocupemos los hombres de bien todos los puestos que insolentemente usurpan los pillos, y constituiremos una Nación feliz, y legaremos a nuestros hijos, si los tenemos, toda clase de prosperidades y bienaventuranzas.

D. Buenaventura me oía con admiración profunda. Concluido mi discurso, estrechome la mano, y con benevolencia más ardorosa que lo que el caso exigía, me dijo:

-No he dudado de ti. Eres un hombre excelente. Verdad es que tuve sospechas; pero las he disipado. Soy todo tuyo.

-Unámonos, señor marqués...

-Unámonos, sí. Reconozco que se te ha postergado con injusticia. Eras de los primeros y se te puso en las últimas filas. El puesto que tú debías ocupar en el Consejo se ha dado a hombres nulos que han trabajado descaradamente por la revolución.

-Yo no guardo rencor a nadie -dije con hipocresía perfecta-. ¿Querrá usted creer que no me había vuelto a acordar de la tal plaza de consejero, ni de la incalificable ofensa que me hicieron? Yo soy así: el primero para agradecer, el último para odiar.

-Pero aún es tiempo de repararlo todo -dijo el ministro atracándose de tabaco-. Hay otra vacante, y anoche me acordé de ti.

-No, no, de ninguna manera. Hágame usted el favor de no dármela; se lo suplico... Vamos, que me pondrá usted en el caso hacer renuncia.

-Bueno; veremos si te atreves a desairarme. Es preciso hacer reparaciones, reunir toda la gente buena alrededor del Trono. Convengo contigo en que es preciso hacer alguna cosa para normalizar el Gobierno.

-Por mi parte, señáleseme un puesto de peligro, un puesto en que sólo haya trabajo y no beneficios, un puesto que permita manifestar la diferencia que existe entre los aventureros sin conciencia y los hombres honrados que se desviven por el Rey y por la patria.

Asuntos urgentes reclamaban la atención de Su Excelencia, y despidiéndome, me dijo con muchísima amabilidad:

Queridito Pipaón, vete a tu casa. No llegará la noche sin que recibas un recuerdo mío. No salgas en todo el día de tu casa, y espera.

Retireme lleno de gozo... ¡Fuera revoluciones!, ¡fuera clubs!, ¡fuera   —157→   trastornos políticos que alteran la santa armonía de la vida!, ¡fuera jacobinos y logias!... Como el que ha vivido algún tiempo en poder del Demonio y se ve libre de la terrible obsesión, así yo renegaba de mis veleidades revolucionarias, haciendo voto de no prevaricar más en mi vida.

Pero me aguardaba un golpe terrible, uno de esos golpes que anonadan, que hunden, que matan, arrojando a un hombre en los abismos de la desesperación. Como me había mandado el marqués, aguardé en mi casa todo el día. Al fin sintiéronse pasos en la puerta: yo creí que me visitaba un ordenanza de Su Excelencia, portador de pliegos en que se me notificase algo lisonjero, cuando mi criado me dijo que gran numero de alguaciles preguntaban por mí.

¡Traición inconcebible! D. Buenaventura había determinado prenderme, y con su hipócrita zalamería alejaba de mí toda sospecha. Al decirme que no saliese de mi casa, su intención era que me pudiesen coger fácilmente sus miserables sayones. En aquel trance supremo, vacilante entre el miedo y el peligro, pude tomar una determinación salvadora, y corrí a la puerta interior. Por fortuna, fueme fiel mi criado. Doña Fe ya no estaba allí. Escurrime por la escalera con tanta presteza, que cuando los alguaciles registraban mi casa ya estaba yo en el lóbrego aposento del Sr. Mano de Mortero, a quien con las más patéticas razones pedí hospitalidad.

Temí que los tunantes me siguieran, pero el buen gitano me ofreció que en tal caso me ocultaría en lugar más seguro.

Mi angustia era inmensa. Contemplé con el alma destrozada el sitio en que me hallaba, mientras Mortero decía:

-Por sí o por no, apaguemos la luz.

Antes de que la soplara, mis ojos se extendieron por la habitación, y vi que sobre el lecho del Sr. Mano yacía tendido y como soñoliento un hombre. La luz se apagó y no pude verle; pero en el mismo instante sentí pronunciar mi apellido, y por la voz conocí que estaba en compañía de Salvador Monsalud.



  —158→  

ArribaAbajo- XXII -

La pena y furor que yo sentía no dieron lugar por algún tiempo a la sorpresa que el encuentro inesperado de mi amigo debía producirme. El tío Mano, seguro de que no había peligro, encendió de nuevo la luz, y diciéndome algunas palabras festivas y tranquilizadoras, puso sus manos en la obra interrumpida. Estaba haciendo un ejército. Yo alcé la vista; contemplé la bóveda bajo la cual estaba, las macizas paredes, y me creí sepultado para siempre. Parecía que había caído sobre mi corazón una losa enorme. La Inquisición, o si se quiere la autoridad, ponía sobre mí su pie y me aplastaba como a un insecto. Una aflicción inmensa llenó mi alma, asemejándose a una irrupción de tinieblas que entraban en ella, ocupándola toda para nunca más salir. Yo no podía formar otra idea que esta.

-¡Adiós carrera, adiós porvenir, adiós posición mía!

¡Debilidad pueril! Ocultando el rostro entre las manos rompí a llorar como un chiquillo.

-No hay cuidado ninguno -dijo Mortero-. Aquí no vendrán los mochuelos. Esto es un sepulcro. Y si vinieran, señor mío, todavía están ahí los calabozos, y si entraran a registrar los calabozos, todavía nos quedaba la cisterna.

  —159→  

-Fíate de los amigos querido Pipaón -dijo Monsalud sacudiendo la pereza-. Pero aquí puedes estar tranquilo.

-También a ti te han querido prender -exclamé con furia -. ¿Has conocido hombre más infame que ese D. Buenaventura? ¡Miserable mastín del absolutismo! Dios poderoso: ¡permite que se desborden sobre España las revoluciones más horrendas; permite que se alce una guillotina en cada calle y que rueden por el suelo las cabezas de todos esos bárbaros tiranuelos que envilecen el país!! ¡Sí, sí, vengan los disturbios con sus cuadrillas de asesinos, levántese el pueblo y arrastre a esos menguados ídolos; ardan España y Madrid!!... ¡Pero qué detestable Gobierno! ¡Qué infames ministros! De modo que a un vecino honrado, a un hombre de bien, se le pone preso sin más ni más, porque a un ministro se le antoje... De modo que no hay seguridad... ¡De modo que la libertad y la vida de los españoles están a merced de un vil delator!... ¡Esto no se puede sufrir, esto es inicuo! Es preciso que esto concluya. ¡Salvador, venga la revolución, venga una y mil veces! Abajo todo esto y venga lo que saliere.

-Vamos: se conoce que te duele. Pues hay que tener paciencia, amigo -contestó Salvador fríamente-. La revolución no viene.

-¡No viene!

-Se ha constipado en el canal de Santi-Petri.

-Pues debe venir -repuse con furor-. Tú y tus amigos sois unos menguados cobardes. ¿Por qué no tenéis más energía?, ¿por qué no atropelláis por todo?, ¿por qué no subleváis en masa al país?, ¿por qué hacéis las cosas a medias?, ¿por qué andáis con paños calientes?, ¿por qué no matáis?, ¿por qué no incendiáis?... ¡Horrible estado es el nuestro! ¡Horrible situación la de España, entregada a un espantajo como D. Buenaventura, y sin encontrar media docena de hombres valerosos que me salven!

La cólera mía no encontraba otro lenguaje. Mi pecho era un volcán y mis palabras fuego.

-¡Jacobino estás! -me dijo Monsalud riendo, más sin abandonar su calma.

-Pero, hombre, ¿no bufas como yo?, ¿no te indignas?, ¿no deseas ver al infame marquesillo asado en parrillas?... Yo quisiera tener cien bocas para gritar con todas ellas:¡Viva la libertad! ¡Viva la Constitución!... Si no alcanzo cómo hay absolutistas en el mundo... Si no se comprende cómo no son liberales hasta las piedras de las calles... Si no se concibe cómo estas no se levantan solas y van corriendo por los aires   —160→   a destrozar a esos miserables verdugos... Si no se concibe que doce millones de españoles consientan ser tratados como una manada de carneros... Si no se comprende cómo hemos vivido tanto tiempo en compañía de esa vil canalla sin hacer una revolución cada día y un motín cada hora... Salvador, tú no tienes sangre en las venas, cuando estás ahí tan tranquilo, y no te irritas al oírme, y no rechinas los dientes y no maldices a nuestros bárbaros enemigos, y no echas hiel y fuego y veneno por la boca.

-Sigue, sigue -dijo-. Te oigo con gusto.

-¡De modo que estoy perdido para siempre! -exclamé cruzando las manos con angustia-. ¿De modo que esa endiablada revolución no triunfa ya? ¡Qué inicua farsa! Nos comprometéis a tantos hombres honrados y luego lo perdéis todo por vuestra cobardía... Y heme aquí perdido para siempre, sin carrera, sin más porvenir que el destierro... porque es claro, tendré que emigrar, si no me ahorcan antes... Hombre, horrorízate... ten lástima de este desgraciado... consuélame, amigo, dime alguna palabra que alivie mi angustia... por Dios, Salvador, por Dios vivo, ¿no habrá todavía ninguna esperanza?

-Ninguna -contestó secamente mi amigo.

-Pero hombre, ¿es eso verdad?, ¿ninguna, ninguna? ¿Ha fracasado la revolución?

-Por completo.

-Quizás te engañes. Puede que todavía...

-Ya no hay remedio.

-¿Qué sabes tú? Todavía...

-Vengo de Andalucía.

-¿Cuándo llegaste?

-Hoy. Nadie sabe mejor que yo lo que allí ha pasado...

-Y dices que... ¿Pero qué haremos ahora?

-Nada; tener paciencia -repuso con una flema imperturbable que me exaltaba más.

-¡Tener paciencia! Eso está bueno para ti que nada pierdes, porque nada tenías; para ti que tan poca cosa eras antes como ahora; mas ¡ay!, yo estoy arruinado, yo estoy perdido. ¡Adiós carrera, posición, porvenir!... Pero cuéntame. ¿Qué ha pasado en esa fatal Andalucía? ¿Dices que has llegado hoy? ¿Por qué te has metido aquí?

-Porque el señor marqués no se duerme ahora en las pajas. Me han seguido la pista todo el día; me he visto muy apurado para escapar. Hoy no se encuentra un amigo por ninguna parte. Los Villelas y comparsa,   —161→   en vista del mal éxito, adulan al Gobierno. Después de recorrer varios albergues, he creído que en ninguna parte estaba tan seguro como aquí. No he confiado el secreto de este escondrijo ni a mis más íntimos amigos. ¿Qué habrá sido de ellos?, en el aciago día de hoy, querido   —162→   Pipaón, se han hecho más de doscientas prisiones. No hay compasión ni para los arrepentidos.

-¡Nos hemos lucido! Pero ¿no habrá alguna esperanza? Dime, por Dios, que sí.

-No, no hay ninguna. Los insurrectos vagan a estas horas por los llanos de Andalucía, medio muertos de hambre y de cansancio, sin encontrar apoyo en ninguna parte, viendo disminuir rápidamente su número en vez de aumentar; y gracias que los últimos consigan llegar vivos a la raya de Portugal. Ni Riego ni Quiroga valen más que para un momento de esos en que sólo se necesita arrojo. Cuando el primero arengó a sus soldados en las Cabezas y les dijo: Basta de sufrimientos, valientes camaradas; hemos cumplido con el honor; más larga paciencia sería vileza y cobardía, parecía que aquel hombre iba a imprimir a la insurrección impulso poderoso; pero después le hemos visto perplejo, vacilante, dejando pasar todas las buenas ocasiones, y corriendo de aquí para allí como un recluta al cual de golpe y porrazo se le pusiera en la mano el bastón de general. Tuvieron la mejor coyuntura para batir uno a uno los batallones que no habían querido insurreccionarse, y la dejaron perder. Rechazados en la Cortadura, salió Riego de la Isla con mil quinientos hombres y marchó hacia Algeciras, movimiento cuyo objeto no se alcanza a nadie. Cuando quiso regresar, supo que Freire bloqueaba la Isla, donde estaba Quiroga, y corrió a Málaga. Perseguíale D. José O'Donnell sin conseguir derrotarle ni tampoco ser derrotado por él. La insurrección hasta entonces no era más que un marchar continuo, sin aliento, sin entusiasmo, sin espíritu, porque en todos los pueblos del tránsito no había más que frialdad, indiferencia... De Málaga pasó Riego a Córdoba, donde entró con quinientos hombres.

-¿Y los otros mil?

-Habían desertado, y aprovechándose de la revolución, se iban tranquilos a sus casas.

-¡Canallas!... ¡Pero qué falta de entusiasmo y de patriotismo, sí señor, de patriotismo! -dije yo, no comprendiendo cómo había quien desmayase, tratándose de derribar al Gobierno absoluto.

-En Córdoba no fueron hostilizados por la tropa; pero tampoco vitoreados ni agasajados por el pueblo. No he visto frialdad semejante. Parece que esto no es Nación, sino un pueblo de sombras.

-¡Qué país! -exclamé con desesperación-. Con que mientras nosotros trabajamos por variar la forma de gobierno; mientras nos exponemos a perder las ventajas de una brillante carrera y sufrimos persecuciones,   —163→   el bendito país se está mano sobre mano, sin decir esta boca es mía... ¡Pero qué horrible ingratitud, hombre! Lo que tú dices, un pueblo de sombras.

-Lo que más me ha afligido en este fracaso, no es la mala suerte de los militares sublevados, sino la apatía del país, su poltronería política, pues no merece otro nombre. Ve que se levantan unos cuantos hombres proclamando la libertad para todos, los principios de justicia, el gobierno ilustrado, y se cruza de brazos, no comprende nada, sonríe al ver pasar la insurrección, cual si fuera cabalgata de Carnaval. Esto hiela el corazón...

-¿Pero qué es esto, pues? Explícamelo.

-Esto es un triste desengaño; esto significa que España no nos entiende. Conoce su gran pobreza y envilecimiento; quizás comprende que otros pueblos viven mejor; pero no se le ocurre que en sí misma tiene los medios para salir de tal estado. Tres siglos de absolutismo no podían menos de producir esta modorra intelectual en que el país vive. Duerme: sueña tal vez. Sufre un encantamiento parecido al de aquellos caballeros a quienes un mago convertía en estatuas. Es verdad que en este león encantado hay una cabeza que piensa, la idea que está en la flor de la sociedad, en algunos centenares de hombres escogidos... pero estos pueden poco. La cabeza viva, puesta en un cuerpo inerte, no sabe hacer otra cosa que atormentarse con su propio pensamiento. Eso hacemos nosotros: atormentarnos, discurrir, creer. Tenemos fe, tenemos ideas; pero ¡ay!, queremos tener acción, y entonces empieza el desengaño; queremos movernos... ¡Cómo se ha de mover una piedra!

-Desconsolador cuadro me pintas, Salvador.

-¡Ojalá no fuese verdadero! En mí notarás una transformación tan rápida como triste. Mi pensamiento tiñe de negro todo aquello en que se fija. Ayer estaba lleno de luz, y hoy no hay más que tinieblas dentro de mí. No tengo ya esperanzas; he perdido todas las ilusiones. Parece mentira que se pierda todo esto y siga uno viviendo. He visto por mí mismo la apatía nacional, una congelación lamentable, una incapacidad absoluta para apropiarse la idea política y los sentimientos que con ella se relacionan, fuera del sentimiento de la patria y del sentimiento religioso, concebidos en bruto, a lo salvaje. Aquí el pueblo no entiende de ideas: sólo los sentimientos enormes del amor al suelo y a Dios le pueden mover. Hablarles otro lenguaje es hablar a sordos... Nosotros somos muy torpes: confundimos deplorablemente la conspiración con la revolución; creemos que la connivencia de unos cuantos   —164→   hombres de ideas es lo mismo que el levantamiento de un país, y que aquello puede producir esto. Vemos el instantáneo triunfo de la idea verdadera sobre la falsa en la esfera del pensamiento, y creemos que con igual rapidez puede triunfar la acción nueva sobre las costumbres. Las costumbres las hizo el tiempo con tanta paciencia y lentitud como ha hecho las montañas, y sólo el tiempo, trabajando un día y otro, las puede destruir. No se derriban los montes a bayonetazos.

-Siempre creí que España era un pueblo de costumbres absolutistas -dije yo-, y que la revolución y el liberalismo estaban sólo en las cabezas exaltadas de cierto número de caballeretes, un tanto avispados por el alcohol de las lecturas... Por eso yo, al conspirar, no contaba con que se hiciera ninguna revolución verdadera, sino simplemente una mojiganga de revolución, una cosa teatral y de mentirijillas, que no alterara nada en el fondo, sino en la superficie, y que contentándose con fórmulas, verificase un razonable y justo cambio de personas, que es al fin y al postre lo más conveniente.

-Como tú piensan muchos, muchísimos de los que más han bullido en las logias, y esta es una de las causas del fracaso. Aquí no hay más que absolutismo, absolutismo puro arriba y abajo y en todas partes. La mayoría de los liberales llevan la revolución en la cabeza y en los labios, pero en su corazón, sin saberlo se desborda el despotismo.

-¿De modo que, según tu frase, España seguirá andando a cuatro pies por mucho tiempo?

-Por muchísimo tiempo.

-¿Y qué piensas hacer ahora?

-Nada: renunciar a un trabajo que creo no ha de tener resultado alguno. Yo empecé con mucho ardor; tenía una fe profunda; creía que por tales medios podía adquirir gloria para mi país y para mí; trabajaba a ciegas sin ver el material que tenía entre las manos. ¿Me preguntas lo que pienso hacer? Renunciar a un papel que empieza a ser criminal y hasta ridículo desde el momento en que sólo puede servir para ayudar a vulgares ambiciones. Estoy convencido de que la revolución tiene que ser vana por ahora. Lo he visto por mis propios ojos; lo he tocado con mis manos... Con su nombre pueden elevarse y luchar facciones miserables, y a facciones no sirvo yo. He sido durante algún tiempo aventurero, pero en mis aventuras entreveía un hermoso ideal. Mientras duró el engaño, mi conducta no podía dejar de ser noble. Pero, amigo mío, ya he visto que los que creía gigantes eran molinos de viento, y aquí concluye mi caballería andante. Felizmente no he perdido el seso. Si   —165→   pude un día aceptar lo que hay de generoso en el papel del gran caballero de la Mancha, renuncio ya a lo que en él hay de ridículo, y arrojadas las inútiles armas me vuelvo a mi aldea.

-¿A tu aldea?

-Al extranjero, quiero decir; o a América, qué sé yo... En mi horrible descorazonamiento, amigo Bragas, yo conservo una serenidad notable, y no tomaré resoluciones atropelladas. No hay que apurarse... Calma. Durmamos ahora tranquilamente y mañana se pensará lo que se ha de hacer.

-Parece mentira que puedas dormir una noche de desgracias como esta. ¡Qué calma tienes!

-Estamos caídos -dijo con voz que se extinguía poco a poco a causa del sueño-. Algún día nos levantaremos. Dicen que no hay mal que cien años dure.

-¿Y serás capaz de dormirte así... dejándome solo, sin consuelo?...

-¿Consolarte yo? -repuso dormitándose, sin consideración a mi soledad-. ¡Pobre Pipaón, pobre cortesano!, le han quitado su destino... le han dado un puntapié con sandalia de rosas... Eso no es nada, amigo. Con unas cuantas sonrisas recobrarás tu favor... y si no con un par de lágrimas. El chubasco pasará y... al cabo de cierto tiempo... como si tal cosa...

Durmiose el infame, dejándome entregado al sombrío martirio de mis pensamientos... ¡Dormir cuando yo estaba perseguido, dormir cuando el orden natural de las cosas se había alterado! Encontreme enteramente solo, porque el Sr. Mano de Mortero había salido poco antes. Estuve meditando y cavilando con tal laberinto en el cerebro, que al fin deliraba. Creo que hablé solo largo rato y una visión extraña atraía la atención de mi espíritu. ¿Qué era aquello que yo contemplaba, Dios mío? Yo veía un ejército poderoso que avanzaba en gallarda formación. Las filas de hermosos caballos corrían las unas tras las otras tan matemáticamente alineadas, que no discrepaban una línea. Los jinetes todos esgrimían sus sables, y a igual altura se elevaban empenachados morriones... Pasaban, pasaban fila tras fila, escuadrón tras escuadrón, sin acabarse nunca y sin variar nunca. Era el ejército infinito, siempre el mismo, siempre marchando y nunca concluido. De las apretadas y correctas filas salía sin cesar un grito majestuoso, que penetraba en mi alma como un rayo de luz. El grito era: «¡Viva la libertad!».

No sé cuánto tiempo duró este fenómeno; pero al fin entró el señor Mano de Mortero, hizo ruido y me moví. En el rincón frontero y sobre   —166→   el banco del taller, continuaba el ejército; más era un escuadrón de groseros muñecos mal tallados y peor pintados... Sin embargo, siempre me parecía que gritaban con sus bocas de palo: «¡Viva la libertad!».

El Sr. Mano de Mortero dejó a un lado el farolillo con que se alumbraba, la capa y el sombrero, y en voz alta nos dijo:

-Buenas y frescas, señores.

Monsalud despertó.

-¿Hay noticias? -pregunté con ansiedad.

-Y buenas. La Coruña ha proclamado la Constitución.

-¿Pero es verdad? ¿Lo dicen por ahí?

-Lo dicen por ahí y es verdad. Y el Ferrol y Vigo también se han sublevado. Dicen que los ministros están que se les puede ahorcar con un cabello.

-¡Dios mío, Virgen Santísima!, que sea verdad lo que dice este buen hombre -exclamé juntando las manos-. ¿No has oído, Monsalud, lo que cuenta el Sr. de Mano? ¿Qué te parece?, ¿será verdad?

-Puede ser verdad -dijo Salvador con mucha calma.

-Con que la Coruña, el Ferrol, Vigo; es decir, toda Galicia... Principio quieren las cosas. Si saldremos al fin con que triunfa la marimorena y arde toda España.

-El ejército nada más... -dijo mi amigo fríamente.

  —167→  

-Sr. de Mano, quién sabe, quién sabe todavía... Oye, Salvador, me ocurre una idea.

-¿Qué?

-Que imploremos de la Divina Misericordia...

-¿El perdón de nuestros pecados?

-No, el triunfo de la sedición. Pidamos a Dios con todo fervor y recogimiento... que sea verdad lo que ha dicho este buen hombre; que sea verdad el levantamiento de la Coruña...

Monsalud estaba echado boca arriba en actitud de tranquilidad perfecta. Había extendido sus dos brazos formando arco alrededor de la cabeza, y miraba al techo.

-Hombre, no seas impío -añadí-, ¿por qué no hemos de impetrar de la Omnipotencia Divina lo que deseamos? ¿No piden pan los hambrientos y salud los enfermos? Pues pidamos nosotros revolución. El Evangelio dice: «pedid y se os dará».

Monsalud reía.

-Sr. de Mano -añadí yo-. Aquí veo unas hermosísimas imágenes de la Virgen y del Señor. ¿Por qué no les pone usted una vela?

Salvador no podía tener la risa.

-Hereje, empedernido hereje, calla, calla. Cada uno tiene sus ideas. Yo soy religioso, yo soy creyente y tú eres un perro judío. Querido Sr. de Mortero, encienda usted un par de luces en ese altar que está junto a la cama.

Mortero encendió las luces.

-Ahora -dije yo-, que la Santísima Madre de Dios, Nuestra Señora del Rosario, nos dé el inefable beneficio de un pronunciamiento en cada ciudad de España; que sea un volcán Galicia y otro volcán Aragón; que caigan por tierra el absolutismo y D. Buenaventura.

-Me parece que se sienten pasos arriba -dijo Salvador en voz muy baja.

-Es que andan por allá el Sr. Secretario y un señor inquisidor -repuso Mortero-. No hagan ustedes ruido. Están sacando papeles del archivo.

-Es que ven la cosa negra -afirmé yo-. Sin duda temen que el pueblo penetre en la casa y descubra alguna picardía. Señor Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra...

-¡Es gracioso! -dijo Monsalud mirando la imagen, que era la Virgen del Rosario con Santo Domingo de Guzmán arrodillado a sus pies-. Si a esos señores inquisidores que están arriba les dijeran ahora que en un   —168→   sótano de la Santa Casa arden velas ante las imágenes cristianas para implorar de Dios el triunfo de la revolución...

-Si se lo dijeran... seguramente no lo creerían.

Mi amigo se volvió hacia la pared, y al poco rato dormía.

Yo no cesé de rezar en toda la noche.



  —169→  

ArribaAbajo- XXIII -

Al día siguiente muy temprano, Mano de Mortero, que había salido a sus quehaceres, entró diciendo:

-Gordas y frescas.

-¿Qué, qué hay?

  —170→  

Que lo de Galicia es tremendo. El Rey y la Corte están muy asustados... Toda la noche han estado los ministros en Palacio... Quieren contemporizar... les ha entrado el destemple... desconfían de la guarnición...

-¡Desconfían de la guarnición! ¿Oyes, Salvador; oyes, hombre? -exclamé con exaltado júbilo.

-Oigo -repuso mi amigo secamente.

-¡Y de la Guardia de la Real persona! -añadió Mano.

-¡También desconfían de la guardia! ¿Oyes, Salvadorillo de mi alma?

-Oigo.

-Sr. de Mano, traiga usted cuatro velas; yo las pago.

-Con esa condición, aunque sean ocho -dijo Mortero, abriendo el cajón de una cómoda.

-No quepo dentro de mí -exclamé saltando del jergón-. Voy a salir a la calle, aunque me exponga a ser cogido. Me pasearé, comeré en casa de algún amigo... Sr. de Mano, ¿tiene usted algunas ropas con que disfrazarme?

-Tengo vestidos de cómicos. ¿Quiere usted ir de rey turco?

-Hombre, no.

-¿Y de senescal de Polonia?

-¡Qué majadero!

-¿Y de majo? Sombrero ancho, capa encarnada, marsellés...

-Venga, venga. Me embozaré hasta las cejas.

Mano sacó unos vestidos, que yo me puse, acomodándolos lo mejor posible a mi cuerpo. Peineme a lo majo, tizneme el rostro, y quedé convertido en chispero, tan al vivo, que era muy difícil conocerme. Con tal pergenio, guiado por Mortero, que me llevó por oscuros laberintos, salí a la calle, embozado hasta las cejas. Monsalud no quiso seguirme. Pasé por Palacio, y vi que entraban y salían muchos coches; recorrí, luego la calle Mayor hasta la Puerta del Sol; pero aunque encontré en este sitio muchos conocidos, no me atreví a hablar a ninguno; tanta era mi cobardía aun bajo el disfraz de chispero. Estábamos en los primeros días de Marzo.

Ya conocí en la actitud y semblante de las personas, y en las palabras que al vuelo cogía, que era ciertísima la alarma anunciada por Mortero. Sin cesar herían mi oído las vocesCoruña, Ferrol, Junta Revolucionaria, Don Pedro Agar, volviéndome loco de alegría. Recorrí la población sin descubrir mi cara, atendiendo, disimuladamente a todos los grupos, huroneando, atisbando, olfateando la revolución. ¡Ay!, la revolución   —171→   palpitaba; yo la sentía. Quien había puesto tantas veces la mano sobre el pecho de la sensible villa no podía engañarse.

En estas exploraciones empleé toda la mañana y parte de la tarde. No me había descubierto a nadie. Llegó por fin una hora en que me picó el hambre con alarmante viveza; porque el júbilo y esperanza no me alimentaban; que esto corresponde a las magras y otros condimentos, y de ningún modo a las sensaciones agradables del alma. ¿Qué hacer? El Sr. Mano no podría ofrecerme sino un guisote grosero. ¿Entraría en algún café o figón? No, porque mi pusilanimidad veía alguaciles en todas partes, y se me figuraba que ni siquiera me dejarían llevar la cuchara a la boca. ¿Iría a casa de algún amigo? Ugarte estaba fuera de Madrid, y quizás perseguido también. De Villela y otros personajes no me fiaba más que del Demonio. Pensé ir en busca de D. Gil Carrascosa, hombre que me debía muchos favores, o de D. Bartolomé Canencia; pero luego discurrí que las casas de donde más rápidamente debía huir eran las de aquellos que me debían beneficios.

De pronto vi a cuatro personas que me inspiraron una idea felicísima. Eran Carlos Navarro y D. Miguel de Baraona, que iban por la calle de la Montera hacia la Puerta del Sol, acompañados de los dos zafios amigos que con el primero vinieron del Norte. Antes me metiera yo mismo en la cárcel que presentarme ante aquellos hombres fanáticos, capaces de hacer conmigo una felonía; pero teniendo la certeza de que estaban ambos fuera de casa, bien podía pedir amparo a la señora doña Jenara, que de fijo no me lo negaría ni me vendería.

-Si Jenarita está en su casa -me dije corriendo en dirección de la calle Ancha-, comeré, y comeré bien.

Poco después entraba yo en la calle de Enhoramala vayas, para pasar a la de Sal si puedes. Esta tenía poco que andar. Componíanla dos casas humildes, otra suntuosa, y una tapia de corrales o jardines. La suntuosa, como muchas personas, tenía mejor alma que cuerpo; es decir, que su aspecto vetusto y feo no correspondía a su comodidad interior. De poca fachada, extendíase mucho en el fondo de la manzana, y lo mejor de ella era la crujía de Poniente, que daba a un patio donde estaban las cocheras. Este patio tenía la salida a la calle de Aunque os pese. Aquel pequeño barrio de nombres tan extraños, era entonces más solitario aún que ahora.

Entré resueltamente. Por fortuna Jenara estaba, y estaba sola. Tan sólo su doncella tuvo noticia de mi visita.

Expuse a la generosa dama la aflictiva situación de mi estómago,   —172→   rogándole encarecidamente que si me daba de comer lo hiciera pronto para evitar el peligro de un encuentro con los feroces Navarro y Baraona. Ella se rió mucho de mi extraña facha, y me dijo:

-Hace usted bien en temer a mi marido y a mi abuelo. Ellos no disculpan ni perdonan. Están furiosos contra usted y si le encontraran aquí, serían capaces de entregármele atado de pies y manos a D. Buenaventura.

-¡Miserable sayón!

-Anoche estuvo aquí, y dijo de usted mil picardías. ¡Pero qué atrocidades ha hecho usted, Pipaón!... Conspirar así; escribir cartas; juntar dinero... qué sé yo... Es usted un Robespierre. Dice el marqués que no se consolará en toda la vida de que se le escapara usted, y que daría un ojo de la cara por atraparle.

-¡Bandido!... Pero si usted tuviera la bondad de darme de comer... Ahora o nunca: me muero de hambre.

-Al momento -repuso riendo-. Pero van a decir que soy encubridora de revolucionarios y el marqués querrá prenderme también.

Inmediatamente dio órdenes a su doncella para que me trajese lo que tan imperiosamente pedía mi pobre cuerpo. Ella misma tendió un pequeño mantel en el velador de aquella estancia que era la suya, y me iba poniendo delante los platos, amenizando el festín con discretas observaciones y celestiales sonrisas. Yo caí sobre los manjares como el tigre sobre su presa.

-Perdone usted, si como groseramente -le dije-. Un condenado a muerte tiene derecho a prescindir de ciertas reglas.

-¡Parece mentira! -exclamó-. ¡Usted revolucionario, usted liberal!...

-Señora, no haga usted caso de infames calumnias. Mis enemigos discurren infernales embustes para perderme. Ya disiparé yo las nubes que empañan el limpio sol de mi reputación. Deje usted que pase este chubasco...

-Triunfen o no los revolucionarios -dijo ella sentándose frente a mí y apoyando el codo en la misma mesa donde yo comía-, lo cierto es que los conspiradores lo pasarán mal. Casi todos están presos, ¿no es verdad?

-Creo que sí.

-Sin embargo, no se oye decir que ajusticien a ninguna persona conocida.

-Incomparable está esta gallina -repuse, más atento a la reparación de mis fuerzas que a la suerte de los conspiradores.

Cuando empecé a reponerme y a sentirme dueño de mí mismo, fijáronse   —173→   mis ojos con singular deleite en la hermosísima figura que tenía delante de mí. Nunca me había parecido Jenara tan bella. En la nueva mansión su hermosura soberana se realzaba con el lujo que el generoso marido había acumulado allí, labrando de este modo el único estuche digno de alhaja tan preciosa. Fuera por una irradiación admirable de la privilegiada naturaleza de Jenara, fuera porque la casa era en realidad   —174→   muy linda, todo lo que veían mis ojos tenía el más puro sello artístico. Cuadros, tapices, muebles, cornucopias, ofrecían mil formas encantadoras que extasiaban la vista. El oro y los pastosos tonos, las tintas brillantes admirablemente armonizadas, llevaban los ojos de sorpresa en sorpresa. Los excesos del lujo, que generalmente traen el mal gusto, eran allí, o al menos a mí me lo parecía, un esfuerzo sublime de la imaginación, comedida siempre en su delirio.

En su propia persona, los encantos de Jenara eran, como siempre, superiores; pero allí su grave y patética sencillez brillaba más que cuando vivía en mi casa. Siempre tuvo el raro instinto de ataviarse elegantemente, y la no aprendida ciencia, en virtud de la cual una mujer privilegiada sabe estar preciosa con el adorno más insignificante. Aquella tarde en que me dio de comer, estaba vestida con la negligencia cuidadosa que parece han de emplear las que siempre quieren estar bien, aun sabiendo que nadie las ha de ver. Sobre su cuerpo no había más que dos colores, el blanco y el negro; este en una copiosa sarta de cuentas que pendían de su cuello, adorno muy usado entonces. Su traje blanco, conjunto delicado de graciosos caprichos de aguja, de pliegues y rizos, era un plumaje maravilloso, que a causa de la estrechez de los talles de entonces cubría delicadamente sus incomparables formas sin desfigurarlas, respetando cuanto el divino cincel modeló en aquel hermoso barro humano, es decir, no aplastando ningún bulto, ni llenando ningún hueco, ni alterando con importuno arte la más acabada estatua en cuyo tibio mármol han vibrado nervios y corrido, por las azules venas, menudas venas de impetuosa sangre.

Cuando se movía de aquí para allá trayéndome lo que yo había de comer, parecía una hechicera de leyenda que cuidaba de mí, niño extraviado en la caverna de magia, entre maravillosas transformaciones; primero maltratado por ogros horribles, después mimado y agasajado por las blancas manos de las hadas. Caía la tarde, y la dulce luz crepuscular que entraba en la estancia por las ventanas abiertas al patio y a la calle de Aunque os pese, derramaba en torno mío, entre ella y yo, una dulce onda de tristeza. Cuando yo concluía de comer, sentose como he dicho, frente a mí, apoyando el codo en la mesa y la mejilla en el puño. En primer término yo veía un brazo que a ningún otro puede compararse, blanco, torneado, de una pureza y corrección admirables. Distinguíanse en la suave penumbra de lo interior de la manga las morbideces del ante-brazo que se perdía al fin entre la batista, seguido hasta lo último por mi ansiosa vista. Tenía los ojos medio cerrados.   —175→   No sé por qué todo allí era tristeza. Yo exhalé un suspiro tan hondo, que Jenara se conmovió cual si oyese un grito.

-¿Qué tiene usted? -me dijo.

Estaba pensando, señora mía, que el Sr. D. Carlos, mi antiguo amigo y esposo de usted, es el hombre más feliz de la tierra.

-¿Por qué?

-Porque es dueño de tanta hermosura.

Jenara hizo un gesto de desdén.

-Pero no sabe apreciar su felicidad, señora mía -añadí-, y con sus ridiculeces y manías mortifica a este ángel de gracia y de bondad.

-Galán está usted -me dijo sonriendo-. No extraño que usted hable así de Carlos. Todo el mundo conoce lo mal que me trata. Ni siquiera tiene el tacto de guardar para mí sola sus impertinencias, sino que delante de los amigos me suele ofender...

-Él mismo confiesa que es un bruto; pero su alma y su corazón son excelentes. Procure usted domesticarle, y...

-No sirvo para domadora -me contestó, moviendo con insistencia su linda cabeza-. Él se cansará o se corregirá. ¿Qué puedo hacer para convencer a un hombre que se encariña con sus errores y con sus sospechas? Cuando alguien intenta quitárselas, Carlos se enoja como si le quisieran robar un tesoro.

-Sí, muy bien dicho. Es avaro de sus tenacidades y equivocaciones. ¡Cabeza de granito! Se estrellará, pero no dirá jamás: «me equivoqué».

-Esto tiene que concluir de un modo o de otro -afirmó-. Es imposible vivir así. Cada día una cuestión, cada hora una disputa. ¿Y por qué? Por nada, por fantasmas. Sepa usted que el cerrar los ojos y el abrirlos es en mí un indicio de infidelidad, según mi marido. Aprenda usted a tener perspicacia.

-¡Detestable sistema es ese! Conozco algunos maridos que por buscar tres pies al gato, han hallado los cuatro. Mucho cuidado, Sr. Garrote, vais por mal camino... No crea usted; yo le reprendí y le dije media docena de verdades... pero no hace caso. Tiene a gloria el equivocarse. En disparatar consiste su orgullo.

-Ahora, con estas cosas de la revolución que viene, está insoportable -dijo la dama con ademán ponderativo-. No se le puede resistir... Ahora paso los días entre el temor y la tristeza, asustada cuando le espero y creo que va a llegar, triste cuando estoy sola. Con él tiemblo; sola me aburro. ¿Puede haber situación más horrible? ¡Ha de saber usted que Carlos, con sus impertinencias ha llegado a lo que nunca creí, a   —176→   malquistarme con mi abuelo, que también sospecha, también! Figúrese usted si será deliciosa mi existencia. Ellos dos, es decir, toda mi familia, están contra mí. A mi lado no hay nadie más, ni hermanos, ni hijos, ni siquiera amigos... Las amistades, cualesquiera que sean, me están prohibidas... ¿No es verdad que soy digna de envidia? La cabeza hecha un volcán y el corazón vacío, enteramente vacío.

-¡El corazón vacío!, es decir, holgazán... ¿Qué de cosas no discurrirá el muy tunante para poder entretenerse?... ¿eh?

En el mismo instante sentimos ruido de voces y pasos en el interior de la casa.

-¡Carlos! -exclamó Jenara con el mayor sobresalto.

-¡Jesús, María y José! -dije yo sintiendo que flaqueaban mis piernas-. ¿Dónde me escondo, dónde?

-Váyase usted. Está usted perdido si él le ve.

Jenara y yo, llenos de confusión, no sabíamos qué partido tomar.

Escóndase usted aquí -me dijo la dama, mostrándome un armario, que abrió precipitadamente-. Después saldrá usted.

Escurrime dentro. Yo no era hombre, yo era un papel. Creo que me hubiera metido entre dos platos. De tal modo me hacía flexible el miedo.

Poco después de esconderme, entró Carlos. Yo no le veía; pero le sentía. El resoplido de la fiera, llegando a mis oídos, me ponía los cabellos de punta. Acompañábale uno de sus amigos, el llamado Zugarramurdi, que era el más bruto. Estuvieron los tres en silencio durante breve rato. Sin duda Carlos estudiaba el semblante de su mujer.

-Jenara -dijo al fin-, el portero me ha dicho que entró hace poco un hombre y que no ha salido.

-¡Un hombre!... -repuso Jenara-. No sé...

Su voz temblaba.

-¡Es singular cosa! -dijo Carlos con marcado acento de ironía-, pero como en estos tiempos hay tantos ladrones...

-Se registrará la casa -indicó con bronca voz el amigo.

Yo me quedé yerto; yo era un cadáver.

-Como no sea... -dijo Jenara-. Sí... hace poco estuvo aquí un señor, preguntando...

-¿Preguntando qué? -vociferó Garrote-. Sosiégate, mujer... te doy tiempo para que medites lo que quieras decirme... no se ocurren siempre buenas ideas para ocultar la verdad. Los más listos se turban... Con que entró uno preguntando...

  —177→  

Sentí el chasquido de los maderos de la silla en que la bestia se sentó.

-Un hombre, no sé quién... -continuó Jenara en tono más tranquilo y algo altanero-. Si no lo quieres creer, no lo creas. Me parece que era el que anoche fue contigo en busca de Pipaón.

Hubo una pausa. ¿Le convencería?

-¡Pipaón! -dijo el amigo-. Juraría que le encontramos hoy en la calle.

-¿Y por qué no me lo dijiste? -repuso Carlos con violencia-. Crees que me importa pescar en medio de la calle a un sapo, liarle una cuerda a los brazos y llevarle a la superintendencia de policía.

Yo daba diente con diente.

-Pues sí -dijo Jenara con voz serena-, ese creo que era...

Y deseando variar de conversación, repuso:

-¿En dónde has dejado al abuelo?

-Fue solo al Príncipe, a comprarte billetes para esta noche.

-¿Qué función es?

-Una ópera nueva, una sandez, qué sé yo -dijo Zugarramurdi.

-Se llama La inútil presuncióno El barbero de Sevilla, por un tal Rufini o Rossini -gruñó Carlos con malísimo humor.

-Anoche se estrenó: es un sainete ridículo, según me han dicho -añadió el amigo-. Un tutor estúpido, un barbero sin vergüenza, una pupila descocada, un amante que se finge soldado borracho para meterse en la casa, después se hace maestro de música, y luego entra por el balcón.

-Por el balcón -repetí yo, apropiándome con calenturiento afán aquella idea.

De repente Carlos, que sin duda no estaba para pensar en óperas, dijo levantándose:

-¿Cerré yo la puerta interior al marcharme?

-Creo que sí -dijo el amigo-. Lo mejor sería registrar la casa. Hay ahora tantos ladrones...

Carlos y su camarada salieron.

Jenara, al verse sola, abrió precipitadamente el armario, y me dijo:

-Esta farsa no puede seguir... ¡qué compromiso!... Es preciso que yo diga la verdad a mi marido... Ya no es fácil que usted pueda marcharse...

-¡Señora!... ¡por compasión!

-La verdad, más vale decir la verdad... ¿a qué vienen estos enredos?... Bastantes tengo con los que él inventa...

  —178→  

-¡Señora!... ¡por piedad! -exclamé de rodillas.

Y me dirigí al balcón que daba al patio.

-Por aquí -dije, asomándome para medir la distancia.

-Se va usted a estrellar.

Felizmente el descenso era muy fácil. Había bajo el balcón una alta ventana con reja de hierro, que casi era una escalera. No lo pensé más.

-Se puede, sí, se puede -dijo Jenara-. ¡Pronto abajo! Por fortuna no hay nadie en el patio ni en las cuadras... La puerta que da a la calle de Aunque os pese está siempre abierta.

Lieme la capa en la cintura, y con presteza sin igual me deslicé, sin más contratiempo que algunas rozaduras en las manos. Embozándome hasta los ojos, salí sin obstáculo a la calle; pero no había dado dos pasos, cuando vi al Sr. de Baraona que atentamente me observaba. No quise detenerme y apreté a correr, diciendo para mí lo de marras:

-Ahí me las den todas.



  —179→  

ArribaAbajo- XXIV -

-Salvadorillo, albricias -dije a mi amigo, entrando en la cueva del Sr. Mano-, todo va bien, la revolución marcha. Madrid ofrece un aspecto imponente... ¡Si vieras qué cosas me han pasado!... ¡qué aventuras!... ¡qué peligros!... soy un héroe. Pero en fin, he comido como un príncipe. ¿A que no sabes dónde? Pues en casa de tus amigos los Baraonas. Jenara, con sus propias manos divinas, me sirvió de comer.

-¿En dónde viven ahora? -me preguntó Salvador con indiferencia.

-En la calle de Sal si puedes... bonito nombre... aquí cerca.

-Te lo pregunto porque quizás me dé una vuelta por allá.

-Me alegraré de que busques camorra a esa canalla. Pero aguarda a que triunfe la revolución. Entonces les meteremos en un puño. Cuando la policía sea nuestra, es preciso tomar venganza. Enviaremos a Garrote a presidio y a Baraona a una casa de locos.

Monsalud se estaba arreglando y vistiendo. Habíale proporcionado Mortero un vestido de majo, como el mío, pero mucho más elegante: marsellés nuevo, calzas y pantalones negros, capa de grana y sombrero redondo. Su figura no podía ser más hermosa.

-¿Vas a salir esta noche? Te acompañaré. Me aburre este agujero. En Madrid se respira, amigo mío, el aliento sulfúreo de la revolución. La conmoción viene, el trueno retumba ya muy cerca.

Salimos juntos. Habíase disipado en gran parte mi miedo, y la compañía   —180→   de Monsalud infundíame valor. Desde los primeros encuentros con varias personas conocidas, comprendimos que no corría ya gran peligro nuestra libertad. Las noticias eran tremendas para el absolutismo, y según dijeron, se preparaba para el día siguiente un decreto haciendo concesiones y prometiendo reunir Cortes. Tanta cobardía inflamaba más a los revolucionarios.

Visitamos aquella noche con el mayor descaro algunas tertulias, que no eran otra cosa que las mismas reuniones perseguidas por D. Buenaventura; pero con la súbita esperanza de triunfo, la revolución había arrojado la máscara y se burlaba del Gobierno. En este no había un solo ministro propio para la gravedad del caso. Hombres todos de miserable espíritu, no servían más que para la adulación. Todo Madrid se reía de ellos. Los conspiradores que no estaban presos afectaban en las calles y en sitios públicos un desprecio a la autoridad que rayaba en desvergüenza.

Al día siguiente, tranquilos ya con el aspecto que tomaban las cosas, abandonamos Salvador y yo el escondrijo del Sr. Mano de Mortero, y tuvimos hospitalidad en casa de un amigo.

Era el 6 de Marzo, cuando llegó la noticia de la sublevación de las tropas que estaban en Ocaña. El júbilo y osadía de los revolucionarios eran tan grandes, que por momentos se temía en Madrid un alzamiento popular. La atención de todos se fijaba en la guarnición de Madrid, formada de algunos regimientos de la Guardia y de otros de línea. En Palacio, según me dijo el Sr. Villela, a quien encontré en un estado de indecisión extraordinaria, todo era tumulto y azoramiento. La Reina Amalia lloraba, el Rey bufaba de ira y los palaciegos iban y venían consternados, sin saber si pondrían la vela al santo o al demonio, o a entrambos a la vez, que era lo más seguro. Escondíanse el duque de Alagón y los demás favoritos, y diversos personajes, oscurecidos u olvidados por la corte, se presentaban llamados por el Rey o espoleados por su propia ambición.

Desde que amaneció el día 7, Madrid ofrecía el aspecto propio de los días en que va a pasar algo extraordinario. Inútil es decir que desde muy temprano recorrí yo las principales calles, en unión de algunos individuos que iban sembrando la semilla del tumulto de barrio en barrio. Recordaba yo las escenas famosas del 1.º de Mayo de 1814, y me parecía que nada había cambiado. Las caras eran las mismas, los gritos parecidos. Ciertamente que la idea era distinta; pero como la idea no se ve, de aquí la ilusión.

  —181→  

No hay cosa más parecida a un motín absolutista que un motín revolucionario. Se asemejan como una calabaza a otra. No trabajar, cerrar las tiendas, salir chillando, derribar lápidas y letreros, injuriar a los caídos, proclamar nombres nuevos, levantar ídolos, mezclar tal o cual arranque generoso a salvajes actos, esto fue lo que vi en 1814, y lo que se repitió ante mis ojos en 1820. En una y otra época, por rara coincidencia, fui agente eficaz en el movimiento, y las dos veces mi astuto aguijón pinchó a la bestia feroz para que gruñese. Antes había gruñido en las Cortes; ahora debía gruñir en Palacio.

Comprendiendo la gravedad del asunto y la conveniencia de que el trabajo de seis años no se malograse, desplegué aquella mañana facultades verdaderamente maravillosas que llenaron de asombro a los revolucionarios viejos. Ya se comprenderá que los nuevos éramos atroces. No perdonábamos.

Debo advertir que en Marzo de 1820 yo notaba en la población un movimiento mucho más espontáneo y general que en Mayo de 1814. Todos los tenderos, todo el comercio alto y bajo de los barrios del Sur y del Centro se asociaba al impulso con una franca y natural alegría que me llenó de admiración. En los empleados, en todo el personal de la clase media, había un sentimiento de simpatía que más tarde llegó a manifestarse en hechos. Había, pues, en aquel día dos corrientes, la corriente natural de la gente de buena fe que se alegraba del cambio previsto, y la corriente del tumulto, que tenía encargo de vociferar y hacer demostraciones locas. Ambas se mezclaban y juntas invadían las calles, llenando los aires con sordo mugido, sin que se pudiese determinar dónde acababa el oro y empezaba el plomo. En la generalidad de la población resplandecía la más franca hombría de bien, una especie de candor revolucionario, si así puede decirse, un júbilo patriarcal que era del mejor augurio.

Por la tarde la muchedumbre formaba una apretada masa en los alrededores de Palacio. Escenas bulliciosas de animación, de risas, de plácemes, de gritos, de palabrillas un poco jacobinas alegraban las calles del Arenal y Mayor.

«Que el Rey juraba.

»Que el Rey no deseaba otra cosa que jurar.

»Que los ministros y palaciegos eran unos tunantes, pero que Fernando el hombre mejor del mundo.

»Que, a Dios gracias, nos íbamos a ver libres de pillos.

»Que en aquellos momentos se estaba formando un nuevo Gobierno.

  —182→  

»Que por la noche la guarnición de Madrid, incluso la guardia real, debía apoderarse del Retiro, para desde allí enviar una diputación al Rey pidiéndole el juramento consabido.

»Que la Reina decía entre lágrimas y suspiros que la habían engañado, y que se quería volver a Sajonia.

»Que Ballesteros, recién llegado por mandato del Rey, había dicho que nada se podía hacer ya.

»Que los hombres de la corte opinaban que no era cosa de trastornar al Reino y de pasar sustos por un juramento de más o de menos».

Esto y otras cosas que omitimos decía la gente. Yo no quise hacer demostraciones en público; pero me daba a conocer a todos mis amigos, no recatándome de nadie, porque ya no había para qué. Con los liberales me hacía el exaltado y con los templados el indiferente.

Cerca de Palacio, la multitud prorrumpía en desaforados gritos: allí estaba nuestra gente pidiendo a voces la Constitución y el juramento con tanto ardor, que parecía no poderse pasar ni un momento más sin ello. Pero los balcones de Palacio permanecían cerrados; no se veía ni aun la nariz del Infante D. Carlos, generalísimo de los ejércitos.

Iba cayendo la tarde, y no había novedad. Algunos jinetes de la guardia decían al pueblo que se retirase. Su actitud no era hostil, sino tan conciliadora, que despertaba general simpatía. La guardia, que tanto dio que hacer después, estaba aquel día como un guante. Verdad es que aquel día era un fenómeno por la generalización súbita de los sentimientos   —183→   liberales. Había contagio sin duda. Los exaltados contagiaban a los tibios; los tibios a los indiferentes; los hombres contagiaban a las mujeres, las mujeres a los niños, y los niños a los pájaros, que de rama en rama piaban Constitución.

La noche enfrió el entusiasmo de muchos; pero exacerbó más el furor de otros. Aquellos que a toda costa deseaban una escena y la pedían y la estaban buscando, no querían irse a sus casas sin saber la determinación de Su Majestad. Diversas comisiones entraron en Palacio, pero el pueblo ignoraba todo. Por eso cuando corrieron voces de que era inútil esperar nada positivo hasta la mañana siguiente, un bramido de despecho circuló de un cabo a otro. Gracias a que nuestro pueblo es dócil, poco exigente, humilde, y conserva sentimientos de profundo respeto al Trono en medio de sus más soeces expansiones, que si no fuera así, algo grave habría ocurrido aquella noche.

Mientras los vecinos se iban a sus casas o a las tertulias o a los cafés, los que mangoneábamos en la maquinaria oculta del alboroto popular, azuzábamos a los beneméritos patriotas para que manifestasen sus altas dotes, ora rompiendo algunos vidrios absolutistas, ora entonando canciones que a toda prisa improvisaron ramplonas musas. Todo lo hicieron a pedir de boca; pero aquello donde más lució su destreza fue la algazara que armaron en la Plaza Mayor al poner una lapidilla provisional, que más tarde fue sustituida por otra de mármol. Diversas turbas, roncas a fuerza de gritos y aguardiente, daban vivas a la Constitución, y había grupos carnavalescos, semejantes a los que forman los gallegos la víspera de los Santos Reyes.

Aquella vez, entre lucientes antorchas no llevaban escaleras, sino el libro de la Constitución, abierto e izado en un palo. La gracia de esta apoteosis consistía en hacer que todo transeúnte besase el libro, previa inclinación del palo hacia el suelo. Se obligaba a los transeúntes a ponerse de rodillas, siendo de notar que la mayor parte lo hacían de muy buen grado. Fuera de este inocente desahoguillo, no hubo ningún exceso aquella noche, ni se vertió sangre, ni nadie fue arrastrado, ni se realizó ninguno de aquellos siniestros augurios que en tiempo de la conspiración se hacían. Todo era una especie de juego de chiquillos.

Así pasó la noche. Ya no tuve recelo de entrar en mi casa, en la cual encontré aún dos o tres polizontes, que me recibieron sombrero en mano, con exagerados cumplidos y servilismo. Yo les mire de un modo altanero, y entonces cada uno de ellos me rogó que le proporcionase un ascenso, puesto que ya de vencido me trocaba en vencedor e iba a estar   —184→   pronto en candelero. Prometiles a tan guapos chicos mi favor, y se despidieron diciendo que si el nuevo Gobierno les mandaba prender a D. Buenaventura, lo harían de mil amores. Por último, les recomendé que al día siguiente muy de mañana saliesen por las calles dando vivas a la Constitución y a la libertad, que vigilasen la casa de Baraona por ver si entraban en ella gentes sospechosas, y que se pusiesen en todos los sucesos del día al lado de los buenos y ardientes patriotas.

El 8 fue día de júbilo, de triunfo, de algazara, de expansión incomparable. El pueblo, más niño en las buenas que en las malas, parecía haber recibido un juguete por mucho tiempo deseado. Viendo tanto entusiasmo, ¡quién creería que bien pronto el muñeco había de ser hecho pedazos por las mismas manos que entonces le recibían! Todo estaba consumado; la revolución estaba hecha; lo de arriba había pasado abajo y lo de abajo arriba; la cabeza era pie y el pie cabeza; la soberanía del pueblo, representada en un papel escrito, había subido al majestuoso   —185→   zenit del Estado, echando de allí a la soberanía real para ponerla debajo. La gran jugarreta que hacen los siglos a los siglos estaba consumada, y el hoy había triunfado sobre el ayer. El Monarca de derecho divino, el escogido de Dios, se había prosternado moralmente ante los gallegos, que, cual comparsa de noche de Reyes, recorrían las calles con escobas encendidas, y había besado de rodillas el libro puesto en un palo. Ya era público el famoso decreto del 7 de Marzo, y desde muy temprano no había ciudadano de la improvisada nación constitucional que no repitiese el me he decidido a jurar la Constitución promulgada por las Cortes generales y extraordinarias de 1812. Tendreislo entendido... etc...



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ArribaAbajo- XXV -

¡Cobardía y debilidad!... Pero a mí no me importaba averiguar los sentimientos que dictaron aquella resolución, y salí gritando como todo el pueblo, como los discretos y los ignorantes, como los ancianos y las mujeres, como las viejas y los chiquillos de escuela:¡Viva la Constitución!... Era una fiesta nacional, un desbordamiento impetuoso de alegría: ¡la mayor parte no sabían por qué! Se alegraban por el gozo extraño.

En todos los balcones pendían cortinas, las famosas y eternas y apolilladas guirindolas que habían festejado la primera entrada de Fernando en Abril del año 8, la entrada de Wellington después de Arapiles, la proclamación de la Constitución en Agosto del 12 y su caída en Mayo del 13, la segunda arrebatadora entrada del ídolo al volver de Valencey, la entrada de Isabel, que había pasado por el Trono como una sombra simpática y bienhechora, y la de Amalia, que, rosario en mano, sustituyó a Isabel. Las cortinas se iban ya poniendo algo viejas. ¿Qué dirían ellas de tantas y tan repetidas ventilaciones como recibían por distintos motivos? El viejo y miserable caserío de entonces, no renovado completamente todavía, cubierto de harapos rojos y blancos, tenía perfecta similitud con una risueña cara de vieja emperifollada. La gente invadía las calles. En estos días el vecindario, con irresistible impulso de bullanguería, siente un aguijón que lo expulsa de las casas. Hay necesidad absoluta de salir, de preguntar lo que ya se sabe, de comunicar las impresiones, los sustos y las alegrías. Al mismo tiempo y mientras se empavesaban los balcones, mil candilejas, puestas en los antepechos y goteando su aleve aceite sobre los transeúntes,   —187→   amenazaban con una iluminación general en la próxima noche. Lozano de Torres hubiera creído que la Reina estaba de parto.

Imposible es para mí describir las manifestaciones cariñosas de que fui objeto. La gratitud, llenando mi corazón, ahogaba mi voz. Todos me felicitaban, me estrechaban la mano, dándome parabienes por mi libertad y por el fin de la horrible persecución que había sufrido. Rogábanme otros que les tuviese presentes; los liberales me ponían en las nubes, y los absolutistas, buscando el modo más decoroso de elogiar la revolución, decían: «Es preciso confesar que se ha hecho muy bien; ni una gota de sangre, ni un atropello. En verdad que no me asusta la revolución. Yo pensé que era otra cosa».

Todo era abrazarse y congratularse. ¡Qué hombres tan negros blanquearon su semblante con la sonrisilla del regodeo liberal! ¡Qué trasmutación de rostros, qué quitar y poner de caretas, conforme el caso exigía! Muchos derramaban lágrimas.

En la calle Mayor encontré a Salvador Monsalud, a quien no había visto desde la noche del 6, y al punto corrí a abrazarle. Estaba regocijado sin exaltación.

-¿Qué te parece -le dije-, el hermoso, el ejemplar espectáculo que están dando Madrid y la Nación? Esto es un modelo de pueblos sensatos. Di ahora que no sabemos practicar la libertad.

-El primer día -repuso-, todo es concordia y festejos. No quiero decir que no sea muy satisfactorio. Estoy contento, y este espectáculo llena mi alma de alegría.

-Y disipará tus dudas ridículas.

-Eso no; las conservo -repuso-. Aquí, todo lo que pasa tiene un sello oficial que destruye la espontaneidad. Yo he visto los pueblos del campo y las pequeñas ciudades, que es ver la Nación desnuda y entregada a sí misma obrando por su propio impulso; y lo que he visto me ha infundido ideas que tus banderolas no pueden disipar.

-¿Asegurarás que no hay aquí un verdadero amor a la Constitución?

-Aquí sí, aunque ese amor no será tampoco muy firme... Sin embargo, fuerza es aprovechar lo que existe, poco o mucho, y trabajar sobre ello.

-Pues a trabajar. Has de saber, amigo, que aún falta mucho que hacer. Todavía puede volverse la tortilla. No nos fiemos de promesas. Es indispensable que el Rey nos dé una garantía sólida. ¿Vienes conmigo? Es preciso alborotar mucho esta tarde.

-Pues entonces no voy. Alborota tú.

  —188→  

-¡Vaya un revolucionario!

-Cada uno lo es a su modo. Si la mudanza deseada está ya hecha, ¿a qué más ruido?

-Amiguito, es que todavía falta lo mejor -contesté con mucho apuro-. Estamos en el momento crítico. Se ha de nombrar una junta, ayuntamiento, autoridades, cualesquiera que ellas sean. Si no acudimos en el primer momento de la marejada, y metemos ruido y nos ponemos en primer lugar, es fácil que nos quedemos fuera. ¿Vienes?

-No quiero ser autoridad.

-¿Pero qué hay en ti? ¿Qué calma es esa? ¿A dónde vas?... Ya... perplejidades de hombre enamorado, que no piensa más que en su dama. Salvador, ten juicio, sé al fin un verdadero y grave hombre político, un hombre de orden, un padre de la patria, un sostén del Estado...

-Adiós -me dijo riendo.

-Pero ¿a dónde vas?

-A prepararme. Saldré mañana de Madrid.

-¡Ahora! -exclamé en la mayor confusión-. ¡Salir de Madrid, es decir de Jauja!...

-Voy a Logroño a reunirme con mi madre, que debe de estar libre. Después iremos a la Puebla. Volveré a Madrid.

-Volverás. No creas que me olvidaré de ti. Al contrario... Yo te aconsejo que optes por Paja y Utensilios. Ahí empecé yo... Puedes ir descuidado. Yo velaré por ti, Salvador. Dale expresiones a Doña Fermina... ¡apreciable señora!... ¿Sabes -añadí riendo-, que los Baraonas y Garrotes habrán tragado a estas horas mucha hiel? Infames servilones... ¡Qué bien merecido les está!... Dime, ¿piensas sentarle la mano a Carlos, como dijiste?

-Tal vez no -repuso Monsalud con tristeza-. Están caídos y les perdono.

-¡Generosidad ridícula!... ¿Sabes lo que me han dicho esos guapos chicos de la policía? Que ayer y anoche han entrado misteriosamente en casa de Garrote algunos pájaros gordos, Eguía, el marqués de M***, Alagón. Me parece que traman algo. ¡Qué buena ocasión para darles un susto! Yo estoy muy ocupado; encárgate tú. Me alegraría de que les pusieras las peras a cuarto. Yo te proporcionaré media docena de ciudadanos que te acompañen con buenos garrotes... Anda, hombre, anímate.

-En caso de ir, iría solo... Pero hemos vencido; basta ya de violencia. El derrotado bastante amargura tiene en su derrota. Seamos generosos.

-Pues adiós. Voy a ver lo que se hace esta tarde. Que escribas...   —189→   Pídeme lo que quieras. Aunque nunca me has dicho nada... en fin, por algo se empieza. Haré por ti lo que pueda... habrá tantas solicitudes, tantas pretensiones, serán tantos los que abran la boca... pero no te olvidaré, no.

-Adiós -me dijo estrechándome la mano cordialmente y sin hacer caso de mis últimas palabras.



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ArribaAbajo- XXVI -

El Rey había prometido jurar; pero no juraba, ni se nombraba nuevo Gobierno, ni siquiera nuevo Ayuntamiento. Estábamos a merced de un golpe de mano, y si el ejército había dado al país la libertad, el ejército podía quitársela de la noche a la mañana. Las reuniones secretas, que ya eran públicas, trabajaron toda la tarde y parte de la noche, mientras seguían las demostraciones populares, juego inocente que nos daba risa.

Amaneció el día 9, el gran día. El pueblo, aguijoneado por quien sabía hacerlo, se reunió en los alrededores de Palacio, puso su planta en la puerta y dijo que quería entrar. La guardia callaba y dejaba hacer. El pueblo entró en el patio grande y se paseó de un extremo a otro, dando gritos y entonando las canciones de aquellos días. Por los vidrios de la galería alta asomaban las caras pálidas de medrosas damas   —191→   y tímidos palaciegos que preveían un desastre. Cansado de esperar en el patio, el importuno visitante bramaba de impaciencia. Era aquella una visita que no se hace todos los días, y como cosa nueva carecía de reglas de etiqueta. El pueblo, pues, anhelaba subir antes de que se lo mandasen, o antes que lo echaran a la calle. El amo de la casa, sintiendo desde su gabinete el resoplido del animal que tan descortésmente quería penetrar hasta él, se sentaba y se levantaba, reía y bufaba, y a ratos pálido, a ratos rojo, dirigía preguntas a todos. Hubiera deseado que su mirada fuese un rayo que desde arriba, traspasando las paredes, cayese sobre la bestia y la aniquilara.

Al mismo tiempo el amo de la casa forjaba proyectos de venganza y estudiaba un papel, papel difícil que rara vez se desempeña bien ante el peligro. No es lo mismo recibir al cuerpo diplomático entre sonrisas de oficio y estudiadas fórmulas, que recibir al pueblo entre rugidos.

Fernando no se atrevía a formular el terrible que pase adelante. Pero el pueblo parecía dispuesto a colarse sin que se lo mandaran. Inquietos pero decididos los de abajo, inquieto y vacilante el de arriba, no era fácil prever en qué iba a parar aquello. ¡Si hubiera habido un batallón de la guardia dispuesto a desafiar las navajas!... pero los emperejilados guardias se mantenían tiesos y hermosos, empuñando sus armas como empuñaban sus palitos blancos las figuras del tío Mano de Mortero.

Por último, todos tomaron una resolución, los de abajo y el de arriba. La visita quería posesionarse del estrado; el señor había dispuesto enviar un mensaje a los del patio, rogándoles y prometiendo. Estos habían nombrado una comisión. La comisión y los mensajeros del Rey se encontraron en la escalera. Allí hubo expresiones benévolas, un cambio feliz de sentimientos conciliadores, y el asunto empezó a tomar aspecto risueño. Subieron al fin los comisionados que eran seis, y al poco rato bajaron con la noticia de que Su Majestad había mandado al marqués de Miraflores que estableciese el Ayuntamiento del año 14.

El Palacio quedó poco a poco libre y el movimiento del pueblo era en dirección a la Casa de la Villa. Los que deseaban mangonear en los primeros momentos y coger para sí los primeros peces del revuelto río, no tenían tiempo que perder. Yo fui de los más veloces en invadir las Casas Consistoriales, en ocupar las oficinas, en apoderarme de una resma de papel de oficio, en expedir órdenes menudas a los subalternos. Así es que cuando Miraflores llegó, ya estaba yo allí dictando leyes, como un déspota, expidiendo órdenes y preparándolo todo para el gran acto que se iba a realizar.

  —192→  

De buena gana me hubiera nombrado alcalde a mí mismo; pero yo no era del 14. Con aquella presteza febril y verdaderamente maravillosa que yo tenía para las improvisaciones oficinescas, me impuse desde el primer momento, y a los diez minutos de intrusión, ya no podía hacerse nada sin mí. Yo solo sabía dónde estaban los pliegos, yo solo sabía en qué términos debían hacerse los oficios, cómo se había de ordenar lo que entonces se llamaba la Tabla del Excelentísimo Ayuntamiento.

También salí al balcón con otros, teniendo la suerte de enjaretar unos parrafillos tan bien dichos, tan conmovedores y del caso, que me aplaudieron frenéticamente. Yo fui quien inauguró los abrazos que tanto entusiasmaron a la generosa muchedumbre. Sin más ni más abracé al que tenía a mi lado, un liberalote furioso de toda su vida; este abrazó al vecino, y entre lágrimas y patrióticos pucheros nos abrazamos todos repetidas veces. Yo gritaba: «¡Se acabaron las discordias, se acabaron los odios! ¡Ya no hay más que españoles leales y amantes de la Constitución! Todos son hermanos. ¡Viva España, que es la Nación más sabia y más gloriosa del mundo! ¡Viva la Constitución! ¡Viva el Rey!».

¿Quién puede olvidar aquellos sublimes instantes? ¡Inefable día!

El marqués de Miraflores iba pronunciando los nombres de los individuos del Ayuntamiento. El pueblo aplaudía o denegaba, gritando: bien, bien, o ése no, ése no que es servil. Concluido esto, dirigiose a Palacio el Ayuntamiento recién establecido, para recibir el juramento de Su Majestad, y por el tránsito todo fue bullicio, loca alegría, vivas roncos, embriaguez indescriptible. Poco después, Madrid entero sabía que Fernando VII había jurado la Constitución.

¡Viva el Rey! Ya todo estaba hecho. Ya podían venir las iluminaciones, los festejos, las alegrías, las ceremonias llenas de exaltación política mezclada de religioso entusiasmo. Una nueva era se presentaba, una nueva era, sí, vasto campo a la actividad de los hombres listos. Yo no salí aquel día del Ayuntamiento y trabajé con ardor en diversos asuntos.

El 10 apareció el Manifiesto en que están las célebres palabras: Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional. El 14 dio D. Carlos su programa al ejército, congratulándose del juramento de la Constitución. El mismo día 9 nombró Su Majestad la Junta provisional consultiva que debía suplir al Ministerio mientras este se formaba, y tuve tan buena mano y tacto, que me congracié soberanamente con todos y cada uno de los esclarecidos individuos de ella, en tales términos, que no sabían cómo recompensar mis servicios. Estos eran importantísimos. Yo estaba siempre en primer término; yo salía siempre al   —193→   encuentro de todo; yo era la previsión, el cálculo, la prudencia. Híceme de tal modo necesario, que mi nombre sonaba aquí y allí donde quiera que ocurrían dificultades. Debía esto a mi tino para todo, a mi destreza y experiencia suma de los hombres y las cosas. Por eso supe encaramarme dentro de la revolución a puestos tan altos como los que ocupé dentro del absolutismo, y en uno de los primeros consejos de ministros que se celebraron se acordó darme la plaza de consejero, en premio de los servicios que había prestado al liberalismo, y como compensación de las horribles persecuciones de que había sido objeto.

¡Ventura incomparable! ¡Qué bien sentaba a mi gallardo cuerpo la nueva casaca! ¡Cómo me reía yo de D. Buenaventura y de todos aquellos vanidosos prohombres que me habían postergado en 1819! Ellos purgaban sus culpas con la ignominia que les resultaba de humillarse ante la revolución, después de haberle combatido hasta el último momento. Verdad es que pronto le declararon nueva guerra; pero fue porque la revolución, despreciándoles, no quiso nada de ellos ni con ellos.

Largo tiempo estuve en gracia con la revolución, la cual no era tan fiera como nos la pintábamos los absolutistas cuando la combatíamos. ¡Matrona más condescendiente no la vieron mis ojos! ¡Qué excelente señora! En muchas, en muchísimas cosas del Gobierno apenas se conocía su existencia. Verdad es que sus noveles servidores hacíamos lo posible por ponerle una venda en los ojos para que nada viese y renunciase a la fatal manía de innovar, que era su flaco. Con mi nuevo y flamante destino renació la dicha en mi alma y la holgura en mi casa, que ya se iba desmejorando con el largo vagar; me vi de nuevo favorecido y adulado por grandes y chicos, y Su Majestad me mandó asistir a sus tertulias. El pobrecito no podía pasarse sin mí.

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No puedo seguir, no puedo hablar más, porque la alegría embarga mi espíritu y ahoga mi voz. Aunque algo sé digno de contarse, lo entrego a otro narrador para que con más aliento que yo lo continúe; y postrado y sin fuerzas doy fin aquí a mis curiosas Memorias, encargando al copista de ellas que me sustituya en las últimas páginas de este libro.



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ArribaAbajo- XXVII -

Concluidas las Memorias que por dichosa casualidad vinieron a nuestras manos, seguimos contando por cuenta propia.

El 8 de Marzo, uno de los tres días de bulliciosa huelga que sirvieron de introito a la revolución, un anciano avanzaba al caer de la tarde por la plazuela de Santo Domingo, en dirección a la calle Ancha de San Bernardo. Su paso era vacilante; su actitud la de un descaecimiento lamentable. Fijaba la vista en el suelo y movía la cabeza, cual si no tuviera en su cuello fuerza suficiente para mantenerla derecha. A ratos hacía con los brazos y las manos súbito movimiento, como el de quien se ocupa en cazar moscas. Hablaba consigo mismo y daba bastonazos en el suelo tan fuertemente como los ciegos que reconocen el terreno. Su cuerpo encorvado tropezaba a menudo con los transeúntes, sin que el choque le distrajera de su penosa marcha meditabunda.

Al llegar a la entrada de la calle Ancha, un obstáculo que no podía vencer le detuvo. Tropezó con una muralla. Había allí tanta gente reunida que no se podía seguir.

-¡Otra pared de carne!... -gruñó el viejo con impaciencia-. ¡Y no hay quien la derribe a cañonazos!

Trató de abrirse paso, pero no pudo. Se abría ante él un boquete; pero al punto se volvía a cerrar, dejándole tapiado dentro de una ardiente mampostería de brazos, muslos y espaldas. El viejo movía sus codos y avanzaba la mano y el palo como una cuña. En una de estas,   —195→   dos piedras enormes se juntaron, cogiéndole en medio y exprimiéndole sin piedad.

-¡Mil demonios! -chilló el viejo con voz angustiosa-. Que me aplastan ustedes... Atrás, animales... Dejen pasar a un hombre de bien, que no se mete en estas danzas y aborrece la bullanguería... ¡Eh!, so bruto que me destroza usted con su anca.

-¡Maldito viejo! -gritó uno de los más cercanos-. ¿Para qué se meterán entre el gentío estos escarabajos? ¡Hermano, váyase al hospital!

-Si todo el mundo estuviera en su casa -dijo el anciano-, si el Gobierno no permitiera estas atrocidades ridículas, no se obstruirían las calles.

-¿Quién es ese cernícalo que grazna?

-Señor abate, señor capellán, señor sepulturero o lo que sea -dijo un individuo en tono compasivo-, sálgase usted de este laberinto, porque le van a hacer tortilla.

-¡Paso, paso! -gritaba el viejo con un arranque de cólera y de energía que contrastaba extraordinariamente con su miserable cuerpo-. ¿No hay quien meta en cintura a esta canalla?

En torno al anciano se elevó un murmullo siniestro, entre burlón y hostil, que hubiera asustado a otro, pero que a él no le alteró; tan grande era su ánimo.

-Sí, lo repito -añadió echando fuego por los ojos-, estas borricadas existen, porque no hay un Rey que tenga calzones.

Diciendo esto, el sombrero del anciano voló por los aires, y unas manos vigorosas, cogiéndole ambas orejas, le hicieron dar grotescas cabezadas. Risas generales celebraron el hecho. El pobre viejo rugía como un noble animal prisionero e insultado. Todo cuanto la lengua contiene de festivo, de grosero, de ignominioso y de mordaz resonó en las insolentes bocas. El anciano fue empujado, estrujado, arrastrado y su endeble cuerpo, escurriéndose dolorosamente por una grieta, erizada de agudos codos y de crueles manos, fue a chocar contra una pared de la calle de la Inquisición. Pegado a ella, con las manos cruzadas, la boca espumante; llenos de luz y de ponzoña los ojos vengativos, parecía una pantera vieja, que en su agonía estaba resuelta a hacer estragos.

-¡Miserables!, ¿pensáis que os temo? -exclamó más bien rugiendo que hablando-. Yo no temo a nadie, yo no temo a indignas sabandijas que huyen del peligro y se ensañan picando a los débiles; yo temo a hombres valientes; no a una vil chusma gritona.

-Es un demente -repitieron varias voces.

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-Es un hombre de bien -gritó él-, es un buen patricio, es un cristiano, es un español. Cáfila de rateros y farsantes, respetad a los que nunca han robado, ni conspirado, ni maldecido a Dios, ni hecho revoluciones; respetadle o no faltará quien os enseñe a hacerlo.

Una mano cogió el cuello del frenético viejo, y otra mano le golpeó.

-Está bien -dijo con voz ahogada cuando quedó libre-. De este modo abofetearon a Cristo. Escúpeme también, sayón.

Le golpearon de nuevo, y el anciano añadió:

-Está bien. Burro, acepto tus coces.

-Dejarle 14; es un pobre viejo inofensivo -indicó una voz-. ¿No veis que está demente?

-Desprecio tu misericordia -gritó el inexorable hombre caído-. Si no insultarais, si no escupierais, si no deshonrarais, si no rebuznarais, no seríais lo que sois: masones, revolucionarios, ateos, jacobinos.

-Vamos, padrito; levántese usted y se le dará un vaso de agua.

-Aparta tus manos de mí -repuso con desprecio-, y ve a coger las tijeras, sastre. No abras tu boca para hablarme, y ve a mascar la suela, zapatero. No me toques y ve a espumar los pucheros, pinche. Soy un caballero. Señores sastres, zapateros, pinches y albéitares, que hacéis revoluciones y quitáis al Rey sus derechos y enmendáis la obra de Dios, buscad para vuestra miserable obra un Reino que no sea este Reino de España, esta tierra de caballeros, de santos, de soldados...

¡Cómo se reían al oírle!

-Haced revoluciones -prosiguió-, degradad más el suelo que pisamos; manchadlo todo, imbéciles. Haced un estercolero con las banderas gloriosas, con los laureles, con las coronas de santos y reyes, y el Demonio estará contento... Poned la historia toda bajo vuestras patas y bailad encima, acompañados del Cabrón. El Infierno triunfa.

Dicho esto lanzó una carcajada siniestra.

-Es un servil -dijeron algunos.

-No hacerle 15 daño -añadió un compasivo.

-Colgarle 16 de una reja de la Inquisición -añadió un cruel.

En aquel instante todas las miradas se fijaron en un edificio, a cuya puerta 17 el gentío se apretaba, cual si todos quisieran entrar a un tiempo. Era la Inquisición de Corte, cuyo frontispicio, marcado hoy con el número 4 de la calle de Isabel la Católica, nada tenía de particular. Componíase de algunas ventanas y una puerta grotesca en el piso bajo, de una serie de balcones en el piso principal y de varios huequecillos enrejados en el sótano. Los balcones estaban llenos de paisanos. En la   —197→   calle y arriba el general bramido de triunfo e impaciencia formaba una algarabía infernal. Un hombre echó el cuerpo fuera en el balcón principal, y sacudiendo las manos arrojó una gran masa de papeles que cayeron a la calle. Multitud de hojas quedaban suspendidas y flotando de aquí para allí, llevadas por el viento. Iban y venían como pájaros que han recobrado la libertad. Eran las causas de la Inquisición. El pueblo soberano estaba inventariando a su modo el archivo.

Casi todos querían entrar para ver los terribles calabozos. Penetraron muchos; pero salían descorazonados, diciendo que todo había sido ocultado a tiempo y que no restaba nada. Quién sacó una tarima de brasero, quién un fuelle roto; este una sartén vieja, aquel un cazo. No se encontraron otros instrumentos de tortura. De repente un individuo apareció en la puerta principal. Venía cargado de extrañas cosas. Arrojolo todo en el suelo, diciendo así:

  —198→  

-Ahí están las picardías.

Una lluvia de soldaditos a pie y a caballo, de muñecos articulados, de peones, de animalillos de cartón, de reyes magos, de pastores de Belén, de panderetas y rabeles, cayó sobre las cabezas y los hombros del gentío. Carcajadas generales acogieron el regalo.

Después de esto despejose un tanto el terreno, y una turba de chiquillos cayó, cual manada de lobos, sobre tan rica presa.

Poco después oyose un rumor de júbilo. Por el portal grande apareció un grupo de gente gritona, que sobre sus hombros, a manera de trofeo glorioso, sacaba tres personajes, nada flacos ni extenuados. Eran los únicos presos que se encontraron en el piso alto del edificio; uno de ellos, D. Luis Ducós, rector de Hospitalarios.

Tras la procesión siguió toda la muchedumbre, dando vivas a la libertad, y la calle de la Inquisición empezó a despejarse, mientras se llenaba la de Torija, junto al edificio de la Suprema.

Era ya completamente de noche, y el infeliz viejo a quien dejamos rugiendo de cólera entre un grupo de ciudadanos, continuaba en el mismo sitio, arrojado en el suelo, con la espalda y la cabeza apoyadas en la pared. No hablaba ya ni se movía. Un hilo de sangre corría por su rostro, desapareciendo por el cuello entre la ropa. En derredor suyo había nuevo corro de ciudadanos, pero de ciudadanos prudentes y compasivos, que en silencio le miraban, guardando religiosa compostura en torno suyo, sin atreverse a tocarle, llenos de curiosidad y aun de respeto. Eran Currito el de la carbonera, de ocho años; Joselito González, el del covachuelista, de siete; Paco el de D. Robustiano, de diez; Isidorillo, el de la tía Rampiosa, de seis y medio, y otros que la historia y la tradición no recuerdan bien. Entre todos eran una docena. Cada cual llevaba en su mano un objeto de los que estaban desparramados en la calle ante la puerta de la Inquisición.

Acercábase uno a mirar de cerca el rostro del anciano, y con ademán pavoroso decía: «Está muerto». Reían todos, mirándose unos a otros, y ya se disponían a retirarse juntos, cuando Isidorillo el de la tía Rampiosa, que por ser el más chico era el más travieso de todos, tuvo una feliz idea, que al instante puso en ejecución. Llevaba en la mano una varita delgada y larga, y con la punta de ella exploró por dentro la nariz del desgraciado anciano. Este hizo una mueca, se movió, y un coro de risas infantiles acompañó a su movimiento.

Abrió el anciano los ojos, miró a todos lados, pasose la mano por la frente, dio un suspiro...

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-¡Qué buena turca ha cogido usted, hermano! -dijo Currito el de la carbonera.

El anciano revolvió sus ojos a todos lados, amedrentando con la fiereza de ellos al regocijado concurso, y en voz ronca, habló así:

-¡A esto llamáis una revolución! Menguados, si queréis hacer una verdadera revolución, hacedla; alzad la guillotina; cortadnos la cabeza a todos los que tenemos en ella la idea de Dios, la idea del deber, la idea de la justicia, la idea del honor y de la hidalguía... ¿Queréis acabar con los buenos?, pues a ello. Combatidnos y se os vencerá. Matadnos y resucitaremos en otra forma. Pero no, no llaméis revolución a este conjunto de graznidos y patadas... Sois miserables y grotescos bufones que deshonráis el suelo de la patria. Apartaos de mí, despreciables bailarines. ¿Creéis que una Nación es el tabladillo de un teatro?... Inmundos tiples, no chilléis más en mi oído... Mi voz atruena.

Una algazara de risas siguió a estas palabras. Los pajarillos piando con alegría en torno al buitre moribundo, no se hubieran expresado de otro modo. El anciano hizo esfuerzos por levantarse; sus huesos crujían; pero al fin lo consiguió y se puso derecho, apoyándose en la pared. Los ciudadanitos, agrupándose en torno de él, no le dejaban dar los primeros pasos.

-Fuera de aquí, hombres pequeños -dijo el viejo empujándoles a un lado y otro-. Queréis hacer revoluciones y ninguno de vosotros alza una vara del suelo.

Cuando los muchachos se oyeron llamar hombres pequeños, redoblaron las risas. Siempre con las manos en la pared, siguió andando el viejo. Los chicos le seguían, tirándole de la ropa e impidiéndole el paso. Él observaba las fachadas de las casas, como para orientarse; doblaba todas las esquinas que encontraba al paso. De este modo recorrió lentamente varias calles, y después de muchas idas y venidas, entró en la de Amaniel. Los chicos habían ido desertando poco a poco. Al fin Joselito González, que era el más pesado, le dejó solo. El anciano se detuvo, reconoció la calle, y con voz débil murmuró: «no es por aquí». Volvió atrás, dobló varias esquinas, siguió a lo largo de la pared apoyándose en ella... pero sus pies vacilaban, temblaban sus piernas; su cuerpo abatiose rozando el muro y cayó al suelo sin sentido.



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ArribaAbajo- XXVIII -

Estaba en la calle de Eguiluz. No pasaba nadie por allí. Poco después, al extremo de la calle abriose una puerta y aparecieron en un oscuro hueco dos personas, hombre y mujer; el uno despidiéndose de la otra, a juzgar por las breves palabras cariñosas que en el silencio de la calle resonaron sin que ningún extraño las oyera. Después de confundirse los dos bultos en uno, efecto sin duda de la oscuridad de la noche, se separaron; la mujer desapareció, y el hombre echó a andar por la calle adelante, hasta que el obstáculo de un cuerpo atravesado en la acera le detuvo. En el mismo instante una vieja, llegando por el otro lado, se detenía también. Inclináronse ambos, examináronle el rostro, le palparon, le movieron, y el joven dijo:

-Es el Sr. D. Miguel de Baraona.

Trataron de reanimarle. Respiraba, pero no se movía. El joven, después   —201→   de un rato de vacilación, se terció la capa, enlazó con sus brazos vigorosos el desmadejado cuerpo del anciano, y se lo echó a cuestas como un saco.

Felizmente el peso del Patriarca del Zadorra no era excesivo, ni el humanitario joven tenía que andar mucho para llegar a la calle de Sal si puedes. Los curiosos que en el camino se le unieron quedáronse a la puerta de la casa, y él subió solo. Ni porteros ni criados salieron a su encuentro en la escalera. Abrió la puerta una criada, y bien pronto sonaron en la casa gritos y lamentos de mujer, angustiosos diálogos, preguntas, órdenes rápidas.

Baraona fue puesto en el suelo. El que le había llevado permanecía en pie. Jenara miraba al uno y al otro con muda sorpresa; pero el dolor no dejaba lugar en su corazón a otro sentimiento. Las dos mujeres, azoradas, llamaron; acudió un criado; entre todos trasportaron al enfermo a su cuarto, tendiéndole de largo a largo en la cama. Abrió, al sentirse en ella los ojos, y lanzando un hondo suspiro, dijo:

-¡Me muero!

-¿Pero está herido? -exclamó Jenara-. Esa sangre... ¿Qué le han hecho? ¡Dios mío!... ¡Abuelo!

Interrogaba con los ojos al portador de tan gran desgracia; pero este, alzando los hombros, decía:

-No sé una palabra. Así le encontré en la calle.

Salió del cuarto, y en el laberinto de los pasillos medio oscuros preguntó que por dónde se salía.

-Por allí -le indicó Jenara, que a su lado pasó rápidamente, corriendo en busca de remedios caseros.

Dirigiose el joven a la puerta en el momento en que, abierta por fuera, daba paso a tres hombres. Carlos avanzó el primero, y tras él sus inseparables amigos. Vieron a aquel hombre, y la sorpresa les detuvo y les inmovilizó un instante, como cuando se ve lo imposible.

-¿Qué buscas aquí? -gritó Navarro, mirando colérico a Salvador.

-¡Has entrado aquí! -rugió destempladamente el que llamaban Zugarramurdi, asiendo al joven por el brazo.

El que llamaban Oricaín corrió a asegurar la puerta.

-¿Qué haces en esta casa? -repitió Navarro con mirada furibunda y amenazadora.

-Nada -respondió Monsalud, dando un paso hacia la puerta-, y por eso, me marcho.

  —202→  

La voz de Jenara, que llegó volando más bien que corriendo, puso término a aquella escena.

-¡Carlos, Carlos! -gritó-. El abuelo enfermo... herido... ¡Se muere!... Este... este buen hombre le ha traído de la calle... Un accidente desgraciado, un atropello... qué sé yo. Ven al instante...

Navarro miró a Monsalud, como pidiendo más explicaciones.

-Estaba en la calle de Eguiluz, arrojado sin movimiento ni sentido, sobre la acera -dijo Salvador-. No sé más.

Navarro tomó una determinación súbita.

-Yo averiguaré lo que hay en esto -afirmó-. Oricaín cierra esa puerta. Zugarramurdi, detén a este hombre.

Y corrió hacia dentro.

Carlos y Jenara se acercaron al lecho del enfermo, e hiciéronle mil preguntas; vendáronle su herida, le abrigaron, tratando de reanimarle por todos los medios. Baraona sufría un temblor convulsivo.

-La canalla me ha insultado -murmuró-. Pero les dije cuatro verdades... No pudo conmigo... ¡Conmigo no puede nadie!, ¡nadie!

-¿Pero quién, pero quién?... Dígame usted quién ha sido -vociferó ciego de ira Carlos, cerrando los puños-. ¡Dígame usted quién ha sido!

-Muchos, muchísimos. Los revolucionarios -murmuró el enfermo-. Sus manos inmundas me golpeaban... Está bien: ¿no abofetearon los judíos al Señor?...

Carlos rugía como un león y sus dedos se clavaban como garras en los colchones de la cama.

-Maldito sea yo si no me vengo -gritó-. ¿Y usted no recuerda quién le trajo aquí?

-¿Quién me ha traído? -dijo el anciano con la mayor sorpresa, abriendo mucho los ojos-. Nadie: he venido yo solo; he venido por mi pie.

-No sabe lo que se dice -indicó en voz baja Jenara.

-Pero ¿por qué gritáis tanto? -murmuró Baraona cerrando los ojos-. ¿Qué ruido, qué algazara infernal es esa?... Callad por Dios... necesito descanso, necesito dormir... ¿No habrá nunca silencio en esta casa?

Cuando esto decía, el silencio era profundo en la habitación. Jenara y su marido observaban fijamente la fisonomía del enfermo.

Mientras esto ocurría en la alcoba, el señor Zugarramurdi, que era un hombrazo corpulento, de espesa barba rubia, frente estrecha y miembros poderosos, se acercaba a Salvador Monsalud en la antesala, y   —203→   dejando caer sobre el hombro de este una de sus gruesas manoplas, le decía con voz áspera y cavernosa:

-¿Sabes quién soy?

-Sí -repuso Salvador mirándole con desprecio-. Ya sé que eres un bruto.

Oricaín, pequeño, regordete, de ojos negros, cubiertos por una sola ceja pobladísima y corrida de sien a sien, guardaba la puerta.

-Soy Zugarramurdi -dijo el de este nombre-. Estuve en la batalla de Vitoria. ¿Te acuerdas de la retirada, juradillo?

-Sí; me acuerdo. Tú estabas entre los mulos.

-¿Te acuerdas del que hirió a nuestro amigo y jefe Carlos Garrote? -prosiguió el vizcaíno-. ¿Recuerdas que yo te guardaba y que te me escapaste, porque una señora compró a los centinelas?

-¡Déjame! -gritó con violencia Salvador apartando bruscamente el brazo del guerrillero-. Oricaín, abre esa puerta.

-Ven a abrirla -repuso imperturbablemente el navarro-. ¿Sabes quién soy?

-Sí; ya lo sé: ladrabas en la jauría de Garrote. Abre esa puerta, o pasaré por encima de ti.

-Ya te espero... -dijo Oricaín-; como no me coges de espaldas, no hay que temerte.

-Abusáis de mí, porque veis que no llevo armas -dijo Salvador conteniendo su ira-. Estoy indefenso, porque yo no muerdo como vosotros.

Carlos se presentó en el mismo instante, fruncido el ceño, pálido el rostro, con un visible sello de dolor y de desesperación en su grave persona.

-Carlos -dijo Monsalud-. ¿He entrado en una guarida de lobos?

-Es espía de los ateos -dijo Oricaín clavado siempre en la puerta-, y viene a saber lo que hacemos para contárselo a esa canalla.

-Ha venido a provocarte y a desafiarte -dijo Zugarramurdi-. Nosotros le enseñaremos a ser comedido.

-¡Carlos! -gritó Monsalud perdiendo toda prudencia-. ¡Mira que no tengo armas!... ¡Esto es una infamia!...

-¿A qué has venido aquí? Lo mismo te desprecio amigo que enemigo; lo mismo te desprecio espía que servidor. Vete y di a los revolucionarios que mañana salimos para Navarra a levantar partidas.

-Yo no soy espía... ¿Pagas con tan vil sospecha el servicio que acabo de hacerte?...

-No sé si te debo un servicio o una nueva ofensa.

  —204→  

-Yo no me ocupo de ofenderte -dijo Monsalud con desprecio-. Has sido conmigo cruel, implacable y sañudo como una fiera. Tu corazón de piedra no se ha movido al ver los tormentos de una pobre mujer inocente; te has opuesto a que la pusieran en libertad; has redoblado el furor de los inquisidores, verdugo. Y sin embargo de esto, cuando ha concluido el martirio de mi madre; cuando ha venido la revolución, y triunfábamos, y tenía yo todos los medios para tomar venganza de ti; cuando me era fácil prenderte, molestarte, denunciarte a los vencedores, nada he hecho contra ti, Carlos, y no queriendo abusar de la gran ventaja adquirida, te he perdonado.

-¡Dice que me ha perdonado!... ¡que me ha perdonado! -exclamó Garrote, con el rostro encendido.

-Sí, te he perdonado; he tenido lo que tú no conoces: generosidad.

Navarro permaneció un momento en extraña perplejidad.

-Vamos -dijo al fin con desdeñoso acento de ironía-, es un modo raro de pedir misericordia. Salvador, tu odio y tu generosidad, tu venganza y tu perdón, son igualmente despreciables para mí... No quiero hacerte el honor de mirarte. Zugarramurdi, Oricaín, registradle bien, y si veis que no tiene armas, dejadle salir.

-Sí, eso, eso -dijo Oricaín con pena-, para que nos denuncie a los ateos, y vengan acá y nos prendan.

-Y nos impidan salir mañana para Navarra -añadió Zugarramurdi.

-Que vaya... que lo diga... que vengan esos cobardes bullangueros a detenernos -dijo Navarro-. Ya sabía yo que algunos polizontes atisbaban estas noches mi casa.

-No hay duda de que es espía -gritó Oricaín-. Me consta.

-No se burlará de nosotros, ¡con cien mil demonios!

Zugarramurdi asió con violencia los dos brazos del joven, que se estremeció al sacudimiento de aquellas tenazas, sin poder desasirse de ellas. Oricaín acudió en auxilio del otro sayón; vino también un criado, le sujetaron, le contuvieron, le amordazaron, le liaron una larga cuerda en brazos y piernas, y llevándole a una habitación cercana donde había un pie derecho a manera de poste, resto de un tabique antiguo recién derribado, le sujetaron a él tan fuertemente, que el desgraciado joven no podía mover ni un dedo. Palpitante, sofocado, rugiente, como un volcán obstruido; amenazado de violenta congestión, Salvador veía a sus enemigos delante de sí, y no se podía defender sino mirándoles... La rabia de sus ojos era su única arma. Se contraían sus músculos: la prisionera sangre hinchaba sus venas.

  —205→  

-¿Qué pensáis hacer? -preguntó Carlos a sus amigos, cuando concluyó la operación, sin que él se dignara tomar parte en ella.

-Cuando nos marchemos -repuso Oricaín-, le ahorcaremos.

En aquel instante Jenara pasaba.

-Es demasiado -dijo Navarro-. Le dejaremos así. Basta que no pueda hacernos daño de aquí a mañana... ¿Sabes que esa postura es buena para conspirar contra el Trono? -añadió, contemplando con hosca serenidad a la víctima-. ¿Por qué no vas ahora de Herodes a Pilatos, comprometiendo oficiales, repartiendo proclamas, engañando al país, difundiendo la rebeldía contra Dios y contra el Trono? ¡Miserables conspiradores! Ve y di a tus revolucionarios que vengan a sacarte de aquí. Llámales, invoca, la libertad, los derechos del hombre. ¡Que vengan Riego y Quiroga a desatarte!... ¡Oh!, si desde un principio hubieran puesto a la masonería y al ateísmo como estás ahora, ¿habría revoluciones? Que me den el mando un solo día, y verás qué gran soga lío alrededor del gran cuerpo. ¿Por qué no conspiras ahora? ¿Por qué no sublevas regimientos? Abre la boca y predica libertad y jacobinismo... ¡Ah!, tú creerás que eres un mártir digno de lástima. ¿No lo has de creer, si en ti y en esta canalla que acaba de triunfar no hay idea de justicia?... ¡Justicia! ¡Castigo del crimen! ¡Qué sublimes ideas! En medio de la impunidad espantosa que invade el reino todo como una plaga, aquellas grandes ideas se ven realizadas en un rincón de Madrid... en un rincón de mi casa...

Cuando esto decía, Jenara volvió a pasar.

-¡Bonita imagen de la revolución tenemos delante! -prosiguió Carlos con amarga ironía-. ¡Qué emblema tan hermoso del sistema curativo de una Nación revolucionaria! En esa postura se olvida el modo de andar y se pierden los deseos de agitarse mucho; se puede meditar tranquilamente en Dios y reconocer las ofensas que se le han hecho... La voz se olvida de que ha dicho herejías e infamias. Se aprende a obedecer y a callar, y el que manda, manda... Yo querría que toda España fuera pasando por esa puerta y viera a su revolucionario... el pobrecito no mueve brazo ni pierna; no habla ni gruñe. Está convertido, y ya no hace daño ni con su lengua ni con su brazo... ¡Qué lección, Sr. Monsalud!... ¡Si esos locos o imbéciles que chillan por las calles vieran esto!... Si estoy por abrir entrada pública y exponerte como una cosa rara, anunciando «el gran fenómeno de la justicia», o sea «la revolución en la soga...». Esto abriría los ojos a muchos... Tal idea debe cundir y propagarse; es admirable. Todos los que han atentado contra su Rey deberían   —206→   atravesar ese pasillo y mirar adentro... Se te pondrán luces...

Jenara pasó de nuevo.

-Mi opinión -añadió Garrote-, es que no se te quite la vida, a no ser que resulte que has maltratado a mi abuelo, como sospecho. Si eres inocente, no te haremos daño. La enemistad privada que tenemos tú y yo, me obliga a ser generoso. Ni aun consentiría la violencia que sufres si yo y mis amigos no estuviéramos en peligro de ser denunciados por ti; pero es preciso asegurarse, señor masón... ¡Cuánto me alegraría de tenerte así el día del triunfo de mis ideas para soltarte y decirte: «Ahora, los dos a solas, arreglaremos una cuenta antigua!...». Pero yo estoy caído, y tus amigos son poderosos... es preciso tener algún rigor con los vencedores, mientras se puede; que tiempo tienen ellos después para abusar de su victoria. Cuando esto pase, cuando yo y mis amigos no corramos riesgo de ser denunciados a un partido vengativo, nos veremos, ¿eh?... No haya miedo que se te aten entonces las manos. Al contrario, te las multiplicaría si en mi poder estuviese... ¿Me buscarás tú? ¿Será preciso que yo te busque? ¿Entrarás entonces furtivamente en mi casa para espiarme? ¿Golpearás en la calle a mi infeliz abuelo, con el fin de encontrar después, socolor de ampararle, un pretexto para meterte en el domicilio de un hombre de bien? Esto se averiguará... Me parece que penetro tu intención... eres astuto... Sabías que aquí se conspiraba... sabías que aquí nos reunimos en estos días algunos hombres del partido del Rey. Sin duda les viste entrar. Bien, Sr. Salvador; todas esas cuentas se arreglarán después... Hasta la vista.

Cuando Carlos salió, Jenara pasaba otra vez.

Cerraron la puerta y Monsalud se quedó solo. Los rumores de la casa sonaban a lo lejos. En su desesperación sentía transcurrir el tiempo sin darse cuenta de él, y pasaron minutos que le parecieron horas. Cualquiera que fuese el delirio de su mente y la exagerada proporción que daba a todo, ello es que pasó mucho tiempo, y un reloj cercano le iba marcando los plazos solemnes de su agonía. Imposibilitado de moverse, luchaba con extraordinaria fuerza del espíritu y del cuerpo; pero no le era posible vencer. Su sangre era una corriente de fuego: sentíala en el palpitar de las sienes, semejante al golpe de un hacha. Al fin perdió el sentido claro de las cosas.

A hora bastante avanzada creyó sentir mayor intensidad en los ruidos de la casa, el ir y venir y el precipitarse, que indican la gravedad de un enfermo y la consternación de una familia. Constantemente subía y bajaba gente por la escalera principal, que cercana de su prisión estaba.   —207→   Sintió al fin gran rumor de pasos, como si subiera mucha gente a la vez, y acompañaba a este rumor el triste son de una campanilla y rezos en latín. El Viático entraba en la casa. Monsalud distinguió lejano resplandor de faroles; después de un gran silencio, sólo interrumpido por algunas voces que en lo más hondo de la casa sonaban, semejantes a los tristes ecos del coro de un convento. Luego se oyó el estrépito de los pasos, la misma campanilla, los mismos rezos. Dios salía.

No supo apreciar bien el tiempo que trascurrió después. Su pensamiento estaba fijo en la idea terrible de que después de entrar Dios en la casa, continuase la iniquidad que en su persona se cometía... La fiebre empezó a trazar sus vertiginosos y atormentadores círculos dentro del   —208→   cerebro del infeliz; pero al fin, trascurrido un plazo de difícil apreciación, distinguió una claridad que parecía la de la aurora; vio claramente que la puerta se abría, que alguien entraba sin hacer ruido, más semejante a una sombra que a una persona, y por último, que unas manos blandas y frías tocaban su cuerpo.



  —209→  

Arriba- XXIX -

El Sr. de Baraona pasó muy mal la noche. El médico dijo que no saldría de la madrugada. A esta hora la claridad de sus facultades mentales le permitió hacer sus disposiciones y recibir a Dios, lo cual verificó con piedad suma y unción evangélica, que fue causa de gran emoción entre los circunstantes. Su aplanamiento fue después muy grande, y todo hacía presumir rápido desenlace. Sin embargo, hablaba el enérgico anciano todavía, y dando explicaciones del triste accidente, aseguró no conocer a ninguno de los que le maltrataron. No hacía memoria de que un extraño le había traído a su casa, y con toda firmeza aseguraba haber venido por su pie. Carlos y Jenara no se apartaban de su lado. Zugarramurdi y Oricaín, que salieron en compañía del Viático, tardaron bastante en volver.

Principiaba a lucir el día, cuando Baraona dijo:

-Tengo que hablarte, amado Carlos; tengo que decirte dos palabras. Sentiría llevármelas conmigo y no poder soltarlas... ¡pesan tanto!

Carlos y Jenara se inclinaron hacia él, a un lado y otro del lecho.

-Lo que tengo que decir -indicó el patriarca mirando a Jenara-, tú no debes oírlo. Querida nieta, sal de aquí por un momento. Carlos y yo debemos estar solos.

Jenara salió: el moribundo y Carlos quedaron solos.

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-Hijo mío -dijo Baraona expresándose con dificultad-, en esta hora suprema me veo obligado a hacerte una revelación penosa. Mucho me cuesta, pero la verdad es lo primero... Hace tiempo que me has manifestado dudas y sospechas acerca de la fidelidad de tu esposa, mi querida nieta.

-Sí -repuso sombríamente Navarro.

Reinó por breve rato un silencio tal, que los dos parecían muertos.

-Sabes que yo la he defendido -añadió Baraona-, aunque al fin la fuerza de tus argumentos y la evidencia de ciertos síntomas, me han hecho dudar también, hasta que al fin...

Carlos miró al moribundo con terrible ansiedad.

-Hasta que al fin... -repitió el anciano haciendo un esfuerzo-. No puedo acusar terminantemente a mi adorada nieta; pero sí te diré que al anochecer del sábado vi a un hombre que se descolgaba al patio por el balcón del cuarto de tu mujer.

-¡Un hombre!

-Sólo los ladrones y los amantes salen de este modo de las casas. He estado dudando si te lo revelaría o no... creo ya que en conciencia debo decírtelo... ¡Averigua... indaga! Quién sabe... quizás sea inocente...

-¡Un hombre! -repitió Carlos ahogando un bramido.

-Un hombre vestido con el traje de la gente del pueblo... capa de grana, sombrero redondo... calzón negro... De su cara nada te puedo decir. Ya sabes que la puerta del patiecillo estaba siempre abierta; desde entonces la cerré y guardé la llave. Bajó del balcón, apoyándose en la reja. Mi primera intención fue gritar y echarle mano; pero no quise dar escándalo ni comprometer la honra de Jenara hasta no hacer averiguaciones. Bien podía ser algún enredo de la criada... Carlos, con un pie en el sepulcro, te pido que no condenes a mi pobre nieta sin oírla. Ten prudencia, calma y tino, y no seas arrebatado ni ligero. Si Jenara es inocente, pídele en nombre mío perdón de esta sospecha. Si es culpable... ¡que Dios tenga misericordia de ella!... Ahora puedes llamarla. Me parece que ya me apago... ¡Dios sea conmigo! Quiero despedirme de todos. ¿Dónde están tus buenos amigos? Jenara, Carlos, venid todos.

Carlos salió de la habitación. Bajo el fruncido ceño, sus negros ojos, despidiendo rayos, exploraban en la penumbra de la casa con feroz curiosidad. Pasó por el cuarto oscuro y miró hacia adentro. Monsalud   —211→   no estaba allí. En el suelo se veían los pedazos de la cuerda y el cuchillo con que acababan de ser cortados.

Garrote dio un rugido y saltó afuera.

Deslizose por el corredor hacia el cuarto de su mujer. Entró. El balcón estaba abierto, y Jenara, asomada en él, se inclinaba hacia fuera, diciendo: «¡pronto, pronto, que puede venir!».

El rencor de Carlos era mudo porque era inmenso. Abalanzose hacia el balcón y hacia Jenara, que sintió el bronco resuello de su marido, semejante a una llamarada de volcán que le quemaba el rostro. Volviose y su grito de espanto aumentó el furor de Carlos. Este pudo ver claramente a un hombre en el momento en que se desasía de la reja del piso bajo, y envolviéndose rápidamente en su capa de grana, echaba a correr hacia la puerta.

¡Instante más breve que la palabra, acción más breve que el pensamiento!... Jenara y Carlos se miraron. En el semblante de ella brilló de súbito una serenidad profunda. El hombre que huía se detuvo un instante en la puerta del patiecillo, porque al entrar en la cerradura la llave, esta y aquella no obedecían.

-¡Dos vueltas a la llave y tirar hacia adentro! -gritó Jenara con verdadero acento de inspiración.

La ira del esposo estalló como un trueno.

-¡Traidora! -gritó agarrando a Jenara por un brazo y apartándola del balcón.

Su mano de hierro, tirando fuertemente del brazo y del cuerpo de la mujer, hízola dar rápida vuelta en torno suyo. Las flotantes faldas describieron, arremolinadas, un disco blanco, en cuyo centro el busto admirable de Jenara, al caer de rodillas, se alzaba con el semblante vuelto hacia el esposo, los cabellos en desorden, la mirada ardiente. De su pecho contraído y sofocado por la veloz caída, salió una voz que dijo:

-¡Salvaje, haz de mí lo que quieras!... ¡Ya sabes que te aborrezco!

Carlos alzó con movimiento brusco a la infeliz mujer, y de nuevo la dejó caer o la impulsó contra el suelo. Una imprecación horrible sonó en la sala, y en el mismo instante sonaron también las palabras angustiosas de una criada, que súbitamente entró diciendo:

-El señor se muere.

Navarro llevó, mejor dicho, arrastró a su esposa hasta la habitación del enfermo.

  —212→  

Baraona respiraba con dificultad. Sus ojos, medio apagados ya, se fijaban en un Santo Cristo que frontero de la cama había. Jenara, puesta de rodillas junto al lecho y apoyada el rostro en él, ocultaba sus lágrimas. Los dos amigos de Carlos entraron en aquel instante, y con la cabeza descubierta se acercaron al moribundo. Carlos, lívido y terrible, estaba en pie, la vista fija en el suelo.

Baraona recobró de repente la energía. Una llamarada, último esfuerzo del vivir que se despedía, inflamó con fugaz esplendor su naturaleza. De los hundidos ojos brotó un rayo, y la lengua articuló palabras claras.

-Hijos míos, amigos míos -dijo dirigiéndose a todos-. Adiós; ahí os queda el mundo. Tal como hoy está, no es gran regalo... Muero en Dios, muero proclamando la justicia y la ley. Sed buenos. Hija mía querida, ama y obedece a tu esposo... Amado hijo mío, respeta y dirige a tu mujer.

Los sollozos de Jenara le hicieron callar un momento.

-A todos perdono -continuó poniendo la flaca mano sobre la cabeza de Jenara-. Si alguno hay con mancha de pecado, que mi perdón sea la señal de su arrepentimiento... Y vosotros, valientes amigos, y tú, noble hijo mío y de aquella tierra de Álava que no ven mis ojos en este triste momento, recibid mi bendición, recibidla todos. Valientes jóvenes, muero aborreciendo la revolución, muero abofeteado, escupido, azotado, inmolado por ella, como Jesús por los judíos. ¿Qué mayor gloria?... ¡Gracias, gracias, Dios mío!

Entusiasmo y gozo vibraban en su voz.

-Valientes jóvenes, mirad la imagen del Dios-Hombre, que está frente a mí; mirad ese cuerpo bendito puesto en la cruz. Juradme ante él que derramaréis hasta la última gota de vuestra sangre en defensa de los buenos principios, de la justicia, de la ley de Dios. Jurádmelo, si queréis que muera contento, y que mi alma angustiada se arroje libre de toda zozobra y desconsuelo en los inmensos, en los infinitos brazos de Dios.

Los tres jóvenes miraron la sagrada imagen. Estaban juntos en imponente grupo. Los tres extendieron el brazo derecho hacia la efigie, alzaron orgullosamente la cabeza, y con voz entera y solemne dijeron a un tiempo:

-¡Lo juramos!

Los tres brazos continuaron alzados breve rato, y en el trágico grupo reinó el silencio de las grandes emociones.

  —213→  

Carlos dijo:

-¡Que mi alma arda en el Infierno eternamente si no lo cumplo!

-¡Muerte a los infames! -bramó Zugarramurdi.

-¡Muerte! -repitió Oricaín.

Los sollozos de Jenara se confundían con los terribles juramentos.

La energía de Baraona se extinguió de improviso. Empezó a apagarse, a pestañear, a oscilar tenuemente, como brillo del ascua que va a ser tragada por las lóbregas fauces de la oscuridad.

-Júramelo otra vez -murmuró en voz queda y con los ojos cerrados, hablando desde el fondo de su agonía.

Los tres repitieron, alzando el brazo:

-¡Lo juramos!

Al bronco sonido del juramento, los enormes cuerpos crecían. Todo tomaba proporciones enormes. Las manos del Crucifijo parecían tocar a Oriente y Occidente.

En aquel momento se oyó un rumor lejano, el resuello profundo del pueblo, que volvía a invadir el recinto de la Inquisición, gritando: «¡Viva la Libertad!».

Baraona abrió los ojos, y señalando con el dedo al punto por donde parecía venir el discorde ruido, murmuró:

-La ola de estupidez se acerca.

Después se estremeció, y cruzando las manos, exhaló un hondo suspiro. En su pecho cavernoso retumbaron estas huecas palabras como un ronquido:

-¡Hasta la última gota de vuestra sangre!

-¡Hasta la última! -repitió Navarro sordamente.

El mugido de Baraona se repitió más lento, más apagado, más lejano.

Parecía una voz que se alejaba de caverna en caverna, y decía:

-¡Acabar con todos ellos!

-¡Con todos ellos! -dijo Oricaín.

-¡Hasta el último! -dijo Navarro.

Baraona, después de ligera convulsión, había abierto desmesuradamente los párpados, y sus pupilas, semejantes a insensibles globos de vidrio, continuaban fijas en el Santo Crucifijo con aterradora insistencia. Su alma navegaba ya por la inmensidad de las olas eternas.

El rumor de la calle se acercaba, y el solemne reposo de la estancia era turbado por este grito:

-¡Viva el pueblo! ¡Viva la libertad!

  —214→  

Carlos dirigió a la calle una mirada terrible. Mientras Jenara cerraba los ojos de su abuelo, los tres jóvenes juntaron espontánea e instintivamente sus manos, y alzando con insolente soberbia la cabeza, gritaron:

-¡Viva el Rey! ¡Viva la religión!




 
 
FIN DE LA SEGUNDA CASACA
 
 


Madrid, Enero de 1876.