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La tradición trágica española según los tratadistas del siglo XVIII

Rinaldo Froldi





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El concepto de que el problema del teatro ha dado origen a uno de los debates culturales más sentidos y disputados del siglo XVIII ya tiene firmes raíces y es comúnmente aceptado. Baste sólo recordar los ensayos críticos que han dedicado al tema tanto Cook1 como Mc Clelland,2 y también las aportaciones de los investigadores franceses Paul Mérimée y René Andioc,3 quienes -estudiando   —134→   uno la primera parte del siglo y el otro la segunda- han sabido esclarecer del teatro de aquella época no sólo las motivaciones, sino sus caracteres, sus estructuras, amén de sus implicaciones ideológicas y sociales; así que podemos afirmar que en la actualidad contamos con un cuadro claro y a la vez profundo del fenómeno, estudiado en su real historicidad.

No obstante, en aquel debate que fue centro de interés de los hombres del Setecientos español, hay un aspecto que me parece digno de ulterior meditación porque -puesto que no se ciñe a la literatura de la época- ofrece la posibilidad de algunas consideraciones más generales: se trata del problema de la tragedia. Más concretamente, me refiero a la idea que tuvieron los estudiosos del siglo XVIII sobre el «género trágico» y no tanto en sus aspectos teóricos como en los histórico-culturales, en relación con una tradición española que ellos, más que constituir, pensaron recoger, renovar y perfeccionar.

De hecho, lo mismo que para otros géneros literarios, también para el teatro, en la polémica contra el gusto que todavía no se denominaba «barroco» -pero que estaba, de todos modos, bien individualizado en sus características básicas y que se denominaba decididamente «mal gusto»-, quienes se proclamaban restauradores del gusto «clásico» miraron al siglo XVI de su historia y cultura como a su siglo de oro.4

Cuando se habla de la renovación cultural y literaria de la España del siglo XVIII, es preciso hacer referencia a tres autores, destacándolos de los demás: estos son Gregorio Mayans y Síscar, el Padre Feijoo e Ignacio de Luzán Claramunt.

Mayans fue, esencialmente, un neohumanista que quiso volver a despertar el culto de las letras clásicas, indignamente abandonado durante el XVII, siglo que él tenía sus buenos motivos para considerar de decadencia. Se hizo promotor de una renovada seriedad crítica en el campo de   —135→   la historia y de los estudios jurídicos y eclesiásticos; se propuso un estudio histórico de la retórica, de la lengua y de la literatura castellana y es uno de los primeros que, en la base de la renovación, señala los modelos culturales del Quinientos. Aunque Mayans no afronte directamente el tema del teatro español, en su Vida de Cervantes,5 cita unos pasos del Don Quijote, de la Adjunta al Viage del Parnaso y del Prólogo a las Ocho Comedias, que ponen de relieve el recelo de Cervantes por los comediantes a menudo incultos, así como su personal profundo respeto por el gusto clásico.

En el Padre Feijoo se anotan algunas indicaciones relativas a la comedia, pero no específicamente a la tragedia.6

Por el contrario, quien desarrolla un amplio tratado sobre la tragedia es Luzán en su Poética de 1737.7 Los estudiosos conocen bien sus circunstancias humanas y culturales: educado en Italia en el clima de la renovación racionalista y clasicista de la triunfante Arcadia, vuelve a España después de haber cumplido 31 años; se da cuenta del profundo retraso cultural de su país y, seguro del propio conocimiento profundo de toda la tradición crítica aristotélica, se propone elaborar algo que faltaba en España: un tratado moderno de poética.8

El contacto cultural más determinante que había tenido en el ambiente cultural italiano fue, sin duda, con la obra de Ludovico Antonio Muratori, autor de dos tratados publicados a comienzos del siglo y que constituyen la base de la ideología y de la intencionalidad práctica de Luzán:   —136→   Della perfetta poesia italina (1706) y Riflessioni sopra il buon gusto (1708-1715). Muratori se propuso renovar la literatura italiana y hacerla digna de valoraciones más positivas que las expresadas por el francés Bouhours. Así Luzán espera, con los frutos de su tratado, ver

rejuvenecer la Poesía Española y remontarse a tal grado de perfección que no tenga la nuestra que invidiar a las demás Naciones ni que recelar de sus críticas.9



Así es que, bajo su empeño teórico, se entrevé claramente una intención polémica y una bien precisa voluntad de reconstrucción. En el fondo, también él quiere responder a las reservas que Boileau y el Padre Bouhours habían manifestado ante la literatura española, aunque esté dispuesto a reconocer lo que de justo hay en su crítica. Para él los españoles, sobre todo en el siglo XVII, se dieron más a cultivar el talento natural que no el estudio o el arte:

es tan dañosa esta necia presumpción que a ella como a una de las principales causas, puede con razón atribuirse la corrupción de la Poesía del siglo passado, particularmente en lo que toca al Theatro.10



En efecto, por lo que al teatro atañe, Luzán está de acuerdo con Muratori cuando rechaza el drama en música, el abuso de lo inverosímil, la mezcla de fines y medios de dos géneros tan diversos como lo son la comedia y la tragedia. Por lo que a la poesía trágica se refiere, si Muratori excluyó a España del número de naciones que habían alcanzado dignidad en el campo trágico («molte [tragedie] ne han degne d'essere lette la Grecia, alcune il Linguaggio Latino, altre ha l'Italiano ed altre ancora il Franzese»),11 Luzán le sigue al afirmar, una vez subrayada la alta función moral y educadora de la tragedia, que justamente por esta razón

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se me hace más sensible el descuido de nuestros Ingenios Españoles que no se han exercitado en esta especie de poesía tan provechosa, cuando en Italia, en Francia y en Inglaterra ha sido tan conocida esta utilidad y tan comprobada con tanto número de excelentes Tragedias que los Poetas de aquellas Naciones han escrito en los siglos passados y en el presente.12



Aunque reconoce que algunas de las comedias españolas contienen elementos trágicos, condena precisamente la mezcla de lo cómico con lo trágico, basándose en la aceptada doctrina aristotélica. Para él, las tragicomedias son «un nuevo monstruo no conocido de los Antiguos».13

Cita Luzán un solo caso de tragedia española: el Pompeyo de Cristóbal de Mesa (1616), para luego condenar la variedad métrica usada en la versificación, por estar en conflicto con la debida verosimilitud.14

Se sabe que el Diario de los literatos15 hizo una recensión discreta de La Poética de Luzán, debida a la pluma de Juan de Iriarte, a quien Luzán respondió, con el mismo comedimiento y dignidad, en su Discurso apologético.16 Por lo que se refiere al teatro, la reseña del Diario era una defensa cortés no tanto de los principios teóricos sobre los que se había basado el teatro nacional, como de la poeticidad del mismo, recogida en una propia realidad histórica. A causa de esto, Iriarte se alejaba del rigor de Luzán, para admitir que «en punto de dramática... [las reglas] no son más que fueros particulares del genio y gusto de cada siglo y de cada nación».17

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La reseña del Diario de los literatos daba inicio a un debate público que alcanzará un nuevo desarrollo en el círculo de aquellos estudiosos que la Condesa de Lemos, luego Marquesa de Sarriá, reunió en la Academia del Buen Gusto. En esta Academia de nombre tan emblemático, confluyen diversas tendencias, representadas por autores ya de inclinación tardo-barroca como el Conde de Torrepalma o José Porcel, ya por los innovadores de inclinación clasicista, como Antonio Nasarre, Agustín Montiano y Luyando y el mismo Ignacio de Luzán.18

El Conde de Torrepalma -defensor de la «felicísima osadía» de Lope y Calderón en un Discurso suyo, leído en la Academia el 1º de octubre de 1750,19 y que adquiere el tono de una invitación al cultivo de la poesía en clara tentativa de restauración de las pasadas glorias- debe reconocer que el teatro español ha decaído y necesita de la imitación de buenos modelos, guiada de la sagaz crítica de los académicos. De este modo, incluso la

olvidada y magnífica tragedia reedificará sus animados teatros no ya de ta gótica bárbara, no de la toscana humilde, no de la jónica femenil, no de la corintíaca artificiosa, no de la compuesta confusa, sino de la dórica varonil y sólida arquitectura.20



Pero, más allá de las afirmaciones genéricas y ciertamente retóricas mencionadas arriba, conviene citar, para ilustrar la vivacidad del debate, los textos de otros miembros de la Academia, más específicamente implicados. El primero, si seguimos el orden temporal, es Nasarre.

En el Prólogo a su edición del Teatro de Cervantes, del   —139→   año 1749,21 en el que sostiene aquella curiosa teoría que proclamaba que el teatro de Cervantes había sido escrito de modo paródico, con el fin de criticar el teatro de Lope, afirma explícitamente su intención de rebatir las afirmaciones de Du Perron de Castera, quien en 1738 publicó el Theatro Español,22 juzgándolo con severos criterios clasicistas. Nasarre se propuso demostrar que España tuvo un «buen» teatro propio, y movido por su celo patriótico, inculpa a Du Perron de haber tomado en consideración las malas comedias y no las que «la Nación tiene por buenas», para olvidarse luego de mencionar las que él juzga buenas, confundiendo además a menudo los términos «comedia» y «tragedia». Su clasicismo le lleva a declararse de acuerdo con Antonio López de Vega, al reconocer la necesidad de que «sea triste y perturbada siempre la tragedia».23 Supone que este tipo de tragedia había existido en España, apoyándose en lo que Cervantes, en el libro I, capítulo 48 de su Quijote, pone en boca del canónigo, durante el coloquio con el cura: o sea que la culpa era de los cómicos que representaban, en consonancia con su gusto depravado, unos «disparates» en lugar de las obras realizadas según las normas del buen arte, y no del público, capaz de apreciar estas mismas piezas como demostró el éxito sobre las tablas de la Isabela, Filis y Alexandra de Lupercio Leonardo de Argensola.24

El interés predominante de Nasarre se dirige a la defensa sin reservas de la tradición española, contra los detractores extranjeros. La paradójica conclusión es que, al aplicar al teatro español la defensa que Corneille había aplicado al propio, se puede afirmar que «tenemos mayor número de comedias perfectas y según arte que los franceses e italianos y ingleses juntos».25

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En el mismo cauce de defensa patriótica navega Montiano y Luyando, en quien deberemos detenernos más ampliamente, pues él es, sin duda alguna, el principal estudioso de la tradición trágica española.

Al principio de su primer Discurso sobre la tragedia española (1750), afirma: «Sin el impulso del amor a la Patria no me hubiera atrevido a tomar la pluma».26 También él cita el Theatro Español de Du Perron como origen de su estudio. Quiere confutar la afirmación de Du Perron que había negado la existencia de una tragedia española y demostrar lo contrario: que en español no sólo se han escrito tragedias, sino que se han representado, y que los poetas españoles son capaces aún de escribirlas para que sean representadas.

Por lo tanto en sus Discursos (al primero seguirá un segundo en 1753), por una parte se empeña en una investigación histórica, y por otra teoriza sobre la tragedia, aunque no en modo abstracto, sino con base en dos textos trágicos compuestos por él mismo: la Virginia y el Athaulpho, presentados con voluntad de que se tomen como modelos del género y elaborados, bajo todos los aspectos, según los cánones aristotélicos y las normas establecidas por Luzán, autor que Montiano acepta, aunque con leves variantes parciales. A nosotros nos interesa establecer sobre todo la idea que Montiano tuvo de la tragedia española. Y es justo que se le reconozca ante todo el mérito de haber sido el primero que se ocupó de la búsqueda de los textos, así como de establecer una historiografía del género.

Así, en el primer Discurso, traza una línea de desarrollo que va desde Fernán Pérez de Oliva, autor, según él, de libres traducciones en prosa de las tragedias La Venganza de Agamenón tomada de Sófocles y Hécuba triste de Eurípides, a Francisco Jerónimo Bermúdez, quien en 1577 publicó con el pseudónimo de Antonio de Silva sus dos Nises: la lastimosa y la laureada, obras juzgadas positivamente por Montiano, bajo todos los aspectos. Se muestra menos favorable con respecto a las cuatro tragedias de Juan de la Cueva,   —141→   representadas entre 1579 y 1580 y recogidas sólo en 1588 en un volumen. De hecho se le presentan bien lejanas de las buenas reglas del género, por lo que condena la falta de unidad en Los siete Infantes de Lara, y sobre todo de verosimilitud en La muerte de Ayax Telamón, así como la inadecuada mezcla de dos acciones en La muerte de Virginia y Apio Claudio o la exageración monstruosa, de carácter inverosímil, en El príncipe tirano, que va más allá de los justos sentimientos de lástima y temor que debe suscitar la tragedia en el público. Da muestra de apreciar en Cueva algunas veces sólo ciertos aspectos formales y valores poéticos.

Después, Montiano declara que no ha leído la obra de Rey de Artieda, Los Amantes, y que se fía del juicio que de ella hace Cervantes en La Galatea; ni siquiera conoce las tragedias de Lupercio Leonardo de Argensola, mencionadas por Cervantes en Don Quijote. Haciendo acopio de lo que Cervantes dice, estima que la tradición dramática del Quinientos español debió de haber sido rica en tragedias y que éstas debieron superar el número de las que han sobrevivido, pero que ya en la época de Cervantes comenzarían a corromperse.

Por el contrario, conoce las cinco tragedias de Cristóbal de Virués. Dedica palabras de elogio incondicionado sólo por la Elisa Dido que el mismo Virués afirma haber escrito «toda por el estilo de los griegos y latinos». A las otras (La gran Semíramis, La cruel Casandra, Atila furioso) adjudica defectos graves de composición: acción confusa, falta de verosimilitud e inútil énfasis de los temas de la muerte y del horror. La infelice Marcela, en fin, es más una comedia que una tragedia.

Es interesante la observación que hace con respecto a La gran Semíramis: recuerda que Voltaire, cuando en 1749 publicó una disertación sobre la tragedia antigua y moderna, junto a su Semíramis, observó que entre las cerca de cuatrocientas tragedias que se pueden considerar como el corpus de la tragedia francesa, sólo once o doce no se basan en un enredo amoroso, tema juzgado más apropiado a la comedia que a la tragedia. Esta observación le permite a Montiano argüir «que debe ser tratada mi Nación con alguna indulgencia si se hallan en las suyas tragedias este o semejantes defectos».27 Una vez más asoma el tema polémico,   —142→   inspirador del escrito de Montiano.

Por lo que se refiere a la tragedia del siglo XVII, Montiano nota que Cristóbal de Mesa en su Pompeyo, publicado en 1618, «abandonó las reglas que no ignoraba»,28 en abierta contradicción con las premisas expuestas en la Dedicatoria de la obra. En cuanto a Lope de Vega, Montiano se da a la búsqueda de las obras que el mismo Lope llamó «tragedias», y halla seis: El Duque de Viseo, Roma abrasada, La bella Aurora, El castigo sin venganza, La inocente sangre, El marido más firme. Mas todas, aunque en modo diverso, pecan contra las reglas, ya de la verosimilitud, ya de la unidad, o bien por haber mezclado elementos cómicos con los trágicos.29

Con respecto a las obras que Lope definió como «tragicomedias», encuentra doce, asimismo juzgadas por él como artísticamente inaceptables. Parece ser que la conclusión es que Lope nunca fue un verdadero poeta trágico.

Las apreciaciones que atañen a Mexía de la Cerda, autor de una Doña Inés de Castro, colma de «crasos errores»,30   —143→   no son mejores ciertamente, así como las referentes a Hurtado Velarde, autor de una no unitaria composición sobre Los siete Infantes de Lara, abundante en impropiedades e inconveniencias, o las aplicables a Francisco López de Zárate, que da a luz la tragedia El Hércules furente y Oeta, de corte senequista, confusa y prolija, publicada en 1651.

Nos encontramos, por tanto, ante un panorama de experimentos, titubeantes más que nada y reducidos en número, aunque se quiera añadir el recuerdo de las traducciones de Pedro Simón Abril y de González de Salas (Troyanas de Séneca). Montiano se da cuenta de esto, y, para sostener su tesis, observa que todavía muchas comedias españolas contienen elementos trágicos y han tenido «algún respeto a la venerable antigüedad».31 Añade también que estas obras, «con pocos retoques», podrían llegar a ser aceptables e incluso gozar del favor del público, corrompido sí, pero no hasta el punto de no interesarse por temas graves.

Así es que, para Montiano, los españoles no son negados para la tragedia; por el contrario sería «carácter distintivo de los españoles» la obediencia a la razón, abandonando a su merced afectos y pasiones, pues propensos son a considerar más la sustancia que no los accidentes; por esto contarían con una predisposición natural a la «circumspección trágica» y a la reflexión que de ella deriva. A quien pudiera objetar que la mayor parte del pueblo en España es proclive sobre todo a la aceptación de las composiciones frívolas y «desarregladas», Montiano responde, apoyándose en otra afirmación de Voltaire, que sostiene que en París ocurre lo mismo, para concluir después: «La extravagancia del pueblo no degrada a la Nación de la gloria adquirida por su buen gusto»,32 lo que es una afirmación clara de un concepto aristocrático y elitista de la poesía en general y del teatro en particular; el mismo que hallamos en la Academia del Buen Gusto y en la cultura española en general, con acentuado carácter académico, de la época de Fernando VI.33

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A nadie le escapa la contradicción fundamental que existe en el Discurso de Montiano, quien por una parte afirma que «es verdad que hemos tenido muy anticipadamente tragedias con arte y esplendor, pero que duró poco su pureza y hasta el presente su corrupción»,34 mientras que por la otra sostiene una natural tendencia del carácter español hacia la tragedia. El caso es que Montiano escribe para defender a su patria de las acusaciones extranjeras; por lo tanto, asume una actitud de apologista de la literatura nacional. Quiere demostrar que, incluso en la tragedia, España ha tenido su tradición, y sin duda cuenta con una capacidad igual, si no superior, a la de las demás naciones. Espera también que su obra sirva de exhortación a los contemporáneos, para que se midan en el campo trágico, como él hace al proponer como modelos su Virginia y su Athaulpho. Todo ello aparece muy claro en estas palabras que pone como conclusión de su primer Discurso:

No fue mi intento acreditarme de Maestro, sino deshacer la impostura con que hallé ofendida mi Nación y contribuir al mismo tiempo con las tales quales luces adquiridas en esta materia a que conozca no menos ella misma lo que alcanzaron nuestros mayores y lo que cabe que renueven, con más lustre, los presentes.35



En el segundo Discurso (1753),36 Montiano añade, como fruto de su investigación diligentemente renovada, la indicación de otros textos «que califiquen la gloria con que estuvo el Poema trágico en España en los tiempos felices del Buen Gusto».37 Antes de todo, las tres tragedias bíblicas (Absalón, Amón y Saúl, Jonatás en el monte Gelboé) que compusiera Vasco Díaz Tanco de Fregenal; después las tragedias que se creen escritas por Cervantes; y, por último, la Dido y Eneas de Guillén de Castro y otras referencias que le hacen suponer que en el siglo XVI serían frecuentes las representaciones trágicas. Pero está dispuesto a confirmar que después hubo decadencia, en concomitancia   —145→   con el «abandono de los preceptos» y la aceptación de «los desórdenes de la imaginación y del gusto».38 Está convencido además de que, bajo la apariencia de «tragicomedias» (y tal vez con el equívoco nombre de «comedias»), existen muchas obras que «con leve corrección» podrían colocarse en la clase de «regulares Tragedias».39 De este modo abre el camino a las refundiciones.

Con respecto a esta parte propiamente histórica, la siguiente y mayor parte del segundo Discurso se dedica a observaciones de carácter más propiamente doctrinal; Montiano se detiene sobre todo en la consideración del aparato, la recitación y el gesto, elementos de estrecha conexión con la tragedia, pero que no atañen tanto al poeta como al actor, o bien -como hoy diríamos- al «metteur en scène».

He querido dedicar una especial atención a Montiano porque sus Discursos me han parecido los textos fundamentales del pensamiento español del Setecientos, con referencia al problema que nos interesa.

En efecto, él recoge las noticias básicas en torno a los experimentos trágicos del siglo XVI, e inicia, como ya he tenido ocasión de subrayar, la historiografía del género. Él es quien influye, en fin, sobre todos los que escribirán después de él sobre este tema.

Así, Velázquez, en sus Orígenes de la poesía castellana de 1754,40 se refiere expresamente a Montiano cuando alaba las tragedias de Bermúdez; de Montiano acepta la idea de que la decadencia ha iniciado con Virués y con Lope, y participa plenamente en el ideal de Montiano, quien quiso contribuir con su obra «al desagravio de la Nación».

Sigue también sus huellas Nicolás Fernández de Moratín que se empeña en defender las nuevas ideas, como las había sostenido Clavijo y Fajardo en El Pensador,41 por   —146→   medio de sus tres Desengaños al teatro español.42 Como Montiano y con argumentaciones semejantes, une la justificación teórica a la elaboración poética en sus dos tragedias: Lucrecia (1763)43 y Hormesinda (1770).44

Semejantes consideraciones pueden aducirse para López de Sedano,45 autor que da muestra de tener presente a Montiano, y esto tanto en sus observaciones histórico-críticas como en las técnico-teóricas; las últimas en particular, relacionadas con la composición de su Jahel (1763).46

En todos se advierte también, a modo de constante, la preocupación de rechazar la pretendida incapacidad española para el género trágico. Hasta el editor de García de la Huerta -que, como bien se sabe, con la Raquel quiso aceptar más los aspectos formales que no los ideológicos de la reforma- presenta la obra de Huerta como la que ha desmentido «la ruin voz de ser los Españoles incapaces de concluir una tragedia con todo el rigor del arte».47

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En otros autores se llega a exasperar esta preocupación. Sirva de ejemplo el caso de Llampillas,48 por lo demás comprensible, pues halló a veces en el exilio italiano una atmósfera agriamente hostil a la cultura española. Pero no hay duda de que incluso Llampillas pertenece al grupo de quienes, a menudo, quisieron elaborar celebraciones de corte retórico sobre débiles bases histórico-críticas. Para todos estos vale lo que escribe Leandro Fernández de Moratín, en sus Orígenes del teatro español: «Llegó el tiempo de las apologías y apoyados los defensores de nuestro crédito literario sobre tan débiles fundamentos, compusieron libros enteros llenos de sofismas y errores».49

En España, no obstante, los más sagaces -en un clima cultural que suponía exigencias no estrictamente académicas y solicitudes de un gusto abierto a las nuevas necesidades nacidas del sensualismo y psicologismo filosófico- comenzaron a preocuparse por la búsqueda de una renovación concreta del teatro, en lugar de darse a discusiones académicas. Recordaban, tal vez, la sabia advertencia que Moratín padre había hecho a su tiempo:

Dejémonos de críticas, que ya estamos corrompidos de tantas y no se adelanta nada. Si Corneille, Racine, etc., en vez de hacer sus tragedias, hubieran escrito críticas, estuviese como el nuestro su Teatro.50



Se multiplicaron así las refundiciones y dieron inicio las experimentaciones cuyos modelos fueron el italiano Alfieri y los ingleses; se intentaron, en fin, vías más modernas que habrían de conducir sucesivamente a hacer confluir la tragedia neoclásica en el drama romántico.51

Pero no podemos dejar de examinar un último texto   —148→   crítico. Se trata de la segunda edición de La Poética de Luzán, publicada en 1789. Con relación a la edición de 1737 se inserta, al inicio del tercer libro, un capítulo completamente nuevo cuyo título es: «De la poesía dramática española, su principio, progresos y estado actual». Sabemos que esta 2ª edición tiene como base los apuntes que Luzán había recogido en los márgenes de una copia de La Poética, reelaborados luego y ampliados por Llaguno y Amírola.

La influencia de Montiano aparece evidente también aquí (nótese por ejemplo, la apreciación de las obras de Pérez de Oliva y de Bermúdez); pero es igualmente evidente un sentido histórico-crítico más maduro, que no puede referirse a Luzán, muerto en 1754: refleja desde luego las ideas de Llaguno, ya en 1789.52

Al final del desarrollo histórico, el autor introduce sus propias reflexiones y constata que:

La tragedia que se hunda en las reglas que nos dejaron Aristóteles y Horacio, no ha sido recibida ni practicada en nuestros teatros, aunque algunos nacionales hayan escrito sobre sus reglas, insinuado o aprobado algunos de sus preceptos, escrito algunas tragedias o comedias con intención de observarlos y hecho críticas juiciosas o sátiras al desarreglo general.53



Y añade:

Cuatro o cinco tragedias que jamás se representaron, aun cuando fuesen perfectas, y otras muchas que solamente lo son en el título, no bastarán para que tengamos esta clase de poesía por connaturalizada entre nosotros en ningún tiempo.54



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Para apoyar sus argumentos cita a Cascales, quien en la tercera de sus Tablas poéticas (1617) pone en los labios de Pierio esta pregunta:

Agora se me ha venido al pensamiento (no sé si es muy a propósito) cómo en España no se representaron tragedias. ¿Es por ventura porque tratan de cosas tristes y somos inclinados a cosas alegres?55



La edición de La Poética de Luzán de 1789, indica la maduración de un pensamiento que lograba entrever -superando el loable esfuerzo historiográfico realizado en los años centrales del siglo, a pesar del daño que le produjeran las preocupaciones polémicas, expresadas bajo la forma de un apologismo más o menos inteligente- la diferencia entre la tragedia, que en el siglo XVI había nacido en España, en el cauce de la imitación clásico-renacentista, intento literario que luego no cuajó en una real tradición teatral, y la comedia que se formó en la misma época, tuvo contactos con la tradición clásica e italiana pero, por haber conservado raíces sólidas en el ambiente y en la tradición hispánica, pudo encontrar su propio camino, constituyéndose autónomamente como espectáculo público y llegó a ser lo que denominamos «comedia barroca».

Lo que Llaguno y Amírola, al sacar sus conclusiones, no se planteó como problema, fue el porqué de esta diferencia de la tradición teatral española con respecto a lo que ocurrió en las demás culturas del Occidente europeo. Problema que, desde luego, se entrecruza con otro: el de la presencia de elementos y caracteres trágicos en la misma comedia española.

En otras palabras (y es un problema que se han puesto recientemente los investigadores): sin respetar las normas clásicas, ¿tuvo España una tragedia propia, de contenido nacional (la que, por ejemplo, se puede encontrar en unas obras de Calderón o de Rojas Zorrilla)?

Al primer problema se ha dado a menudo una respuesta que creo no se puede aceptar, es decir la afirmación de una   —150→   especie de connatural falta de habilidad de los españoles para la tragedia.56

Es innegable, por otro lado, la presencia de lo trágico en obras dramáticas del siglo XVII resueltamente lejanas de la tradición trágica clasicista que se intentó fundar en España, en el siglo XVI, sin efectivos ni duraderos resultados. Que esto haya ocurrido, pienso pueda encontrar explicación dentro de la misma realidad histórica de España, es decir fijándose en las condiciones que contribuyeron al fracaso de los intentos quinientistas y luego a consolidar en España un tipo de cultura al margen de la inexorable indagación de la conciencia personal, de la afirmación exasperada de la razón y de la libre tensión ideológica, fundamentales ingredientes constitutivos, en su origen y desarrollo, de la tradición trágica.

Soy de la opinión de que la cultura española del siglo XVII sólo permitió a los autores de teatro enfrentarse con ciertos temas de la realidad social del país, determinando de este modo un cierre a una más amplia problemática ideológica y ética. Con todo eso cuando estos temas, por ejemplo los de honor, no fueron tomados como fácil juego de recreo y amonestación, sino llevados hasta las últimas consecuencias, se dio la representación de una humanísima casuística existencial, a menudo observada según la perspectiva de una superior verdad ética; se dio -en otras palabras- la posibilidad de dar vida en la escena a lo trágico, sin salir de las formas de la comedia española.

Pero las que acabo de indicar son consideraciones   —151→   personales que me han salido al margen del estudio hecho sobre los tratadistas del dieciocho; pueden -a lo más- ser una hipótesis de futuro trabajo, pues el problema requiere una investigación específica de particular empeño y seriedad.

Mi intento, hoy, ha sido sólo el de aclarar el pensamiento -si queremos parcial y no exento de contradicciones- de aquellos tratadistas del Setecientos a menudo olvidados y quizás a veces injustamente despreciados.

Tengamos presente que la reflexión sobre la tragedia española, en los tiempos modernos, empezó por mérito de ellos y que también sus ideas pueden ayudarnos en la difícil tarea de comprender lo que fue el teatro español.





 
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