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La uña del Chivo

Carlos Franz





Nunca releemos un libro, ya se sabe. Lo leemos «de nuevo». Leí por primera vez La Fiesta del Chivo en Berlín, bajo la impresión de que este drama político tropical no quedaba tan lejos de Alemania y la constante introspección de su pasado totalitario. Lo gocé como una novela política (algo que en los tiempos que corren ya es suficiente mérito). Ahora lo he leído «de nuevo», en Madrid, siete años siglo adentro. Y en esta lectura nueva no he podido evitar que el drama de Urania regresando a la Isla de Santo Domingo, me llevara mucho más atrás que hasta mediados del siglo XX y sus miasmas históricas. Hasta la Grecia clásica y el pathos de sus tragedias, nos remonta.

Electra, la hija vengativa pidiendo la cabeza de su madre; Ulises, retornando a la isla de Ítaca y a la revancha. Los ajusticiadores que esperan al despiadado reyezuelo de Ciudad Trujillo, desde el principio, en lo que será su final. Ese asesinato, hacia el cual el tirano se precipita, relajando la seguridad que lo protege en el momento más peligroso, casi como si deseara cumplir de una vez lo que no podrá -a pesar de todo su poder- evitar.

No es, sin embargo, ese invencible y consabido hado lo que le otorga a La Fiesta del Chivo la audacia de una tragedia contemporánea. Es la presencia en el Chivo y en el mundo que moldeó a su semejanza, de aquello que George Steiner llama «el mal absoluto». Ese tipo de mal ante el cual nuestra imaginación -formada en los moldes morales y jurídicos judeo cristianos- vacila y retrocede. Pero ante el cual no retrocedían los antiguos. Un mal sin justicia ni reparación; pero sobre todo sin explicación o razón que lo domeñe, siquiera intelectualmente.

Alguien dirá que el tiranicidio de Trujillo, que libera de él a República Dominicana, sería suficiente justicia. Pero ni el hado ni Vargas Llosa nos sueltan tan fácilmente. La isla, liberada por la venganza, es dirigida después por Balaguer, el presidente títere que el propio Chivo manipulaba. La «inmundicia humana» (como llamaba el dictador a su senador y siervo, Henry Chirinos) no se retira, se aleja. «Todavía flota algo de esos tiempos por aquí.» Y, sobre todo, los tiburones del Caribe no pueden devolver a los desaparecidos. Los muertos no reciben justicia -lo supieron los antiguos mejor que nosotros. Y los vivos que han muerto un poco con ellos, tampoco.

Urania (cuyo nombre, lo noto en esta nueva lectura, rima con Erinia), no tiene paz. No halla un desahogo en el regreso a la isla y al odiado padre devastado por la edad, parapléjico, mudo. Destruido, sí, pero no por la justicia y acaso ni siquiera por la culpa (al menos, nada nos lo asegura). Urania, la furia, no encuentra alivio; porque no es alivio ese hielo en su corazón y sus entrañas que sigue con ella cuando parte.

«Mi único hombre fue Trujillo», dirá al final. Y no será exacta. Porque no fue el hombre, sino la uña del Chivo (metáforas aparte), lo que metió en la niña inocente que fue Urania, ese hielo. El mal absoluto que la congeló en una inocencia perpetua.

Esa inocencia radical de su protagonista, a la cual no divide culpa propia o responsabilidad compartida, hace audazmente pre moderna a La Fiesta del Chivo (y cómo se agradece esa antigüedad en la frivolidad posmoderna). El personaje trágico interroga a un cielo mudo -a un padre mudo- que no puede y quizás hasta no quiere, explicarle. Ella, aunque hable durante toda la novela, también está muda. Porque la única palabra que podría liberarla, no puede pronunciarla: perdón. En cierto paradójico sentido, sólo quienes conocen la culpabilidad pueden perdonar. Urania, la furia inocente, no.

En su magnífico libro de 1961 (el mismo año del asesinato de Trujillo), Steiner diagnosticó «la muerte de la tragedia». Nuestra entrenada idealización de la justicia dificulta que el lector moderno perciba que, en esos raros casos cuando ésta llega, ganamos en civilización lo que perdemos en sabiduría. La reparación de lo irreparable, la compensación de lo intolerable, hace humano lo que debiera permanecer inhumano.

No es el mérito menor de esta novela de Vargas Llosa haber logrado que, a comienzos del siglo XXI, ese lector nervioso que somos, ese que va al teatro con el diario de hoy en el bolsillo (Baudelaire), se vea involuntaria e inadvertidamente enfrentado al hielo de la tragedia. La antigua, la dada por muerta, la absoluta.

En aquella lectura berlinesa de hace siete años lo único que no me gustó fue la integridad vindicativa de Urania, y ciertos diálogos y monólogos, excesivamente explicativos, me parecía. En esta nueva lectura me doy cuenta de cómo fui hábilmente engañado. Desaprensivo y entretenido por la estupenda artesanía de un libro que podemos leer también como un relato político y hasta policíaco, oía, sin escucharlas, las voces del coro. Veía, sin reconocerla, a la Erinia que esconde Urania. No reparé en la uña del Chivo. Leí una novela y era una tragedia.

Podrían decirse muchas cosas más de esta larga novela. Pero con esa basta para decir que es grande.





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