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La vida de Aldao por Domingo Faustino Sarmiento

Celina Manzoni





Entre 1843 y 1850, Sarmiento produce algunos de sus textos literarios fundamentales en un recorrido que reconoce un continuo deslizamiento de lo biográfico a lo autobiográfico. Recuerdos de provincia parece reunir los dos movimientos que hasta entonces podrían haberse admitido como separados en, por ejemplo, la escritura de la vida de los otros (Aldao y Facundo), y la escritura de la propia vida (Mi defensa, Viajes).

En la biografía del fraile Aldao1, se percibe un firme trabajo de selección y ordenamiento de una zona de la Historia que consigue eludir la incompetencia que Sarmiento en el Facundo atribuye a los biógrafos de Bolívar: «[...] pero en esta biografía [...] veo el remedo de la Europa, y nada que me revele la América»2. La grandeza de Bolívar, insinúa, sólo se puede alcanzar a través de la diferencia. Entre la tentación del modelo europeo civilizado y la creación de una retórica que dé cuenta de lo bárbaro, Sarmiento opta por lo diferente. Desde la diferencia ratifica, por una parte, algunas certidumbres de la estética romántica, y por otra, las transgrede en tanto la suya es escritura de lo otro desde el interior de la otredad, con todos los conflictos que le genera también el deseo de separación.

Sarmiento elige, entresaca de las conversaciones, saquea en los recuerdos, y eventualmente en los documentos, en el tesoro acumulado por los otros. Toma en préstamo y podría decirse que moviliza el capital atesorado de la tradición, para crear nuevos sentidos contundentes en la lucha política inmediata, pero sobre todo de enorme eficacia en la constitución de una ideología que se proyecta hasta la actualidad. Despreocupado de la verdad, comienza a publicar su biografía a un mes de la muerte de Aldao; sostenido por la confianza en el poder de la palabra escrita, construye discursos y los carga de materialidad, se instala en la insoportable seguridad de una palabra ordenadora que al no confrontarse con los hechos, se convierte a sí misma en hecho, en Historia. Mientras que en el Facundo (escrito diez años después de la muerte del caudillo), alude a un esfuerzo de documentación, en Aldao no hay mención alguna a este procedimiento erudito. La voz narrativa pone en juego una serie de saberes difusos: «Dicen unos...», «se dice...»; en la que la impersonalidad por una parte parece que diluyera responsabilidades y por otra, que legitimara o naturalizara saberes no fundamentados, suposiciones. Proliferan proposiciones conjeturales que en un deslizamiento imperceptible se convierten en afirmaciones rotundas, más contundentes cuanto más incomprobables3. Es así como Sarmiento escribe esta biografía, género ambiguo, zona de cruce en la que se sutiliza el roce entre ficción e historia.

En el Facundo, define el nacimiento de la poesía en «el espectáculo de lo bello, del poder terrible, de la inmensidad, de la extensión, de lo vago, de lo incomprensible, porque sólo donde acaba lo palpable y vulgar, empiezan las mentiras de la imaginación, el mundo ideal»4. Esas «mentiras de la imaginación» producirán en otro espacio (Francia), y en otro tiempo (1896), los retratos irrepetibles de Marcel Schwob y su irónica teorización acerca de las posibilidades del género: «El arte del biógrafo consiste precisamente en la selección. No debe preocuparse por ser verdadero; debe crear un caos con rasgos humanos». Sin la urgencia del «deber ser» sarmientino y ya de vuelta de la ilusoria confianza en un orden racional, el biógrafo, a diferencia del Dios que distingue el cosmos del caos, elegirá de entre los elementos acumulados aquellos que le permitan componer una figura que no se parezca a ninguna otra.

En Sarmiento, la inclinación biográfica y la ambición de originalidad explosivamente combinadas con la compulsión educadora, crearán existencias únicas, irrepetibles, admirables retratos que conforman una galería familiar. Sus biografías bárbaras constituyen una trama nacional de la infamia desde la que podría leerse la Historia universal... de Borges con su desfile de personajes espantosos hechos a la imagen del redentor Lazarus Morell tras el que se recorta la evangélica imagen de Lincoln, el leñador de Kentucky.

Sarmiento elude el juego irónico. Quien como él crea un personaje con el proclamado propósito de desnudar la vida de una sociedad, debe evitar los juegos, debe creer y hacer creer que ese personaje es tal como él dice que es y no una imagen de tinta y de papel. El cierre del Aldao: «La biografía de los instrumentos de un gobierno revela los medios que pone en acción, y deja conjeturar los fines que se propone alcanzar» (65), se anuda con la Introducción al Facundo y refuerza el didactismo implícito en el género. Escribe estas «biografías inmorales» mientras espera las condiciones propicias para la culminación de la serie con el retrato de Rosas. Una edición de la librería El Ateneo del año 1952, bajo el título general de Civilización y barbarie agrupa la Trilogía de Quiroga-Aldao-El Chacho» con «Mi defensa» y «Recuerdos de provincia», en una obvia organización de los dos polos que encierra la formulación general.

Al relacionar los títulos de estas tres biografías bárbaras notamos una serie de desplazamientos. La vida de Juan Facundo Quiroga se ha convertido en Facundo, simplemente un nombre y supresión del apellido (apellido que por otra parte le correspondería al propio Sarmiento, si hemos de creer al cuadro genealógico que acompaña ese amasijo de autobiografía/biografía que es Recuerdos de provincia). En la biografía del Chacho titulada El Chacho. Último caudillo de la montonera de los llanos, desaparecen el nombre, el apellido y el cargo de general que ostentaba Ángel Vicente Peñaloza. Por el contrario, en Aldao, no sólo no se suprime el nombre del oponente, sino que la marca es la de la acumulación por una parte, y la de la mezcla por otra. El título que registra Obras (VII) es: «El Jeneral Frai Félix Aldao, gobernador de Mendoza». Se amontonan y precipitan el orden de lo militar, lo religioso y lo civil (general-fraile-gobernador), en una construcción de tres miembros en la que el nombre y el apellido del biografiado están flanqueados por los cargos que ostentó. Esta acumulación y minuciosa precisión elude el error al ratificar la máxima individualización.

Un procedimiento para destacar la imagen de Aldao consiste en relacionarlo con otras figuras históricas (Quiroga, Rosas, Barcala, Paz, Acha, Benavídez), que funcionan como espejos en los que por comparación surge más nítida la degradación del biografiado. Quizás el espejo más elaborado sea el del negro Barcala, definido por la virtud cívica y la firmeza de sus convicciones, pero sobre todo por un saber que le permitió siempre ocupar su lugar. Barcala conocía, dice Sarmiento, «el secreto de la igualdad bien entendida...»; «Elevado por su mérito, nunca olvidó su color y origen...». Víctima del desorden y la barbarie de los Aldao, se constituye como invalorable modelo positivo frente al bárbaro caudillo mendocino.

Pero, más importante que el espejo es la mirada que desde la apertura del texto imagina a Aldao como lo absolutamente otro, lo extravagante y lo monstruoso, en el sentido en que lo es el centauro que por su condición participa de la mezcla, lo heterogéneo. Así Aldao, como la quimera, es netamente percibido en la contradicción entre la condición religiosa y la militar propuestas por el narrador como absolutamente antagónicas. El centro de la estrategia de Sarmiento en la constitución de su personaje se basa en esta cuestión de la heterogeneidad que refuerza la descolocación de Aldao, su no lugar.

El biógrafo cultiva con esmero la contradicción: «valiente apóstata», «fraile teniente coronel», «fraile jefe de guerrillas», «fraile coronel». Se encarniza en el seguimiento de los progresos de Aldao en el escalafón militar y llega al nivel de lo tautológico cuando lo imagina aterrorizado en la cárcel consagrando una hostia ante la supuesta inminencia de su último momento: «El prisionero se ha hecho fraile hasta en sus ardides casuísticos». Sarmiento congela a Aldao en su condición religiosa; asevera que es y será «irrevocablemente fraile» (19). Al recordar las circunstancias de su entierro, sin embargo, jugará con dos puntos de vista: «Dicen unos que ha muerto contrito y en el seno de la iglesia, con el escapulario de la Orden dominicana [...]» (62); y: «Las esquelas mortuorias invitan a los ciudadanos a las exequias del Excmo. señor general brigadier don José Félix Aldao». El «dicen unos», impersonal e incomprobable, y el documento escrito son, contra todas las previsiones, colocados en el mismo nivel de verosimilización, por lo que se concluye: «Estas dos versiones, por contradictorias que parezcan, prueban una verdad al menos, y es que se duda aún hasta después de muerto, si es fraile o general» (63). Pese a la subsiguiente invocación a Dios como árbitro del dilema, Sarmiento, suplantador de Dios, cierra el texto de la biografía con la reproducción del testamento que Aldao firmara al tomar el hábito de la orden dominicana (en 1806, cuarenta años antes de su muerte). Ese documento, que en apariencia verosimiliza el texto al incorporar la voz del oponente, lo que hace, en realidad, es ratificar la irrevocable condición de tránsfuga que Aldao encarna y su sustancial ambigüedad.

En la primera presentación, Aldao en medio del combate es «una figura extraña vestida de blanco, semejante a un fantasma» (10); la sangre que chorrea sobre el escapulario del sacerdote acentúa una imagen de descentramiento que se va desplegando en una serie de oposiciones alusivas de la viviente contradicción que representa: breviario/espada; cerquillo/laureles. Aldao como sacerdote que debe dar vida espiritual pero que como militar produce muerte material, encierra una contradicción que en un momento de las luchas civiles se expresa en la bandera con que Quiroga se envuelve: «Religión o Muerte». Lo que para Facundo se formula como una opción resuelta en favor de uno de los términos, la muerte de los otros, en el Aldao se alimenta como un conflicto permanente que produce autodestrucción, poder y peste en el propio cuerpo del fraile-militar.

Desde la perspectiva del Sarmiento de Recuerdos de provincia con su proliferación de sacerdotes virtuosos, típicos letrados de la sociedad tradicional en la que Sarmiento se educó y cuyo destino pudo haber compartido, las elecciones de Aldao sólo pueden producirle horror. La biografía de Aldao se construye así como un espejo de tinta que se abriría a otras zonas de la vida de Sarmiento. Joven pobre y ambicioso, eligió el riesgo, cultivó y proyectó la condición de intelectual que el sacerdote representaba en su sociedad. Aldao, en cambio, traicionó esa condición pero por el lado de lo aberrante, ya que se eligió como guerrero. Pareciera no obstante que Sarmiento, ante el dilema, pudo afirmarse en el espacio fascinante del mundo militar, así fuera en la abundancia de retratos que lo representan con el traje y el gesto característicos del hombre de armas.

El proceso de escritura de la infamia, el caos y la barbarie está dibujando, como en el revés del bordado, la imagen de la civilización asumida por Sarmiento en un acto de prepotencia casi arltiano. De sus tres «biografías inmorales», la de Aldao es la primera; opacada por la contundencia del Facundo, ha sido sin embargo un texto altamente productivo como se verá más adelante. Texto de combate, por lo tanto fuertemente ideologizado, además de fundar la figura de un oscuro caudillo mendocino, desplaza las tensiones de Sarmiento en Chile al tiempo que se constituye en un ensayo del género que estallará en todas sus posibilidades el mismo año con Facundo. Sin embargo, el Aldao no puede ser colocado en la melancólica categoría de precursor, ya que es en sí mismo, en su eficacia, un elemento del período más rico de Sarmiento escritor que tiene en 1845 uno de sus puntos más altos.

La primera presentación de Aldao propone dos cuestiones de retorno casi obsesivo en otros textos; una remite a la relación que se establece entre el traje y la condición del individuo. La imagen de Aldao: «[...] una figura extraña vestida de blanco, semejante a un fantasma» (10) en medio del fragor de la batalla, reactualiza el desacuerdo entre su vestido sacerdotal y su actividad guerrera. En el Facundo la relación entre el traje y la condición moral, ideológica y cultural -civilizada o bárbara- se amplifica en una serie que arrastra vestido-leyes-gobierno. Allí, la adscripción además, del rojo a lo bárbaro, insinuada en la presentación de Aldao en las chorreras de sangre sobre el blanco escapulario, asume todos los matices de lo degradado. El rojo se constituye en materialización del terror por una parte, y en marca igualadora, por otra. Todo se nivela y masifica en la uniformidad del rojo5. En el Sarmiento de 1845, el malestar ante la masifícación como lo indiferenciado se contrapone a la extravagancia de Aldao; su excentricidad lo barbariza, pero también la corrida de toros en Madrid donde, como en las batallas del Aldao, la espectacularidad, la violencia y la sangre organizan formal e ideológicamente la experiencia. La otra cuestión a la que remite esa primera imagen de Aldao es su apariencia fantasmal. Lo misterioso, lo espectral, también alude al estar entre dos mundos; los fantasmas están y no están en este mundo, están en el otro pero perturban en éste; como Aldao, los fantasmas son figuras fronterizas, oscilan en las lindes de la transgresión.

La marginalidad de Aldao respecto de la Iglesia -la primera institución de la que deserta- se reitera en su relación con el espacio del orden y la jerarquía que sería el ejército; éste expulsa a Aldao, lo coloca en un punto excéntrico; Aldao es un guerrillero. Según Sarmiento, es el propio San Martín quien lo relega hacia los bordes del ejército libertador.

«Cualesquiera que sean las ideas de un hombre, siente cierta repugnancia al ver a un sacerdote manchado en sangre y entregado a la crápula y a los vicios. San Martín siempre lo tuvo agregado a los cuerpos o en comisiones especiales».


(15)                


En un procedimiento típico de esta narración, un razonamiento general luego resulta sutilmente atribuible a un personaje particular, quien termina convalidando la opinión del narrador.

Aldao también deserta de esta otra institución fundamental; el narrador lo persigue hasta su refugio campesino para descubrir que su segunda deserción arrastra una tercera transgresión que si bien pertenece al orden de lo privado, lo íntimo, afecta también la esfera de lo público. Aldao constituye una familia fuera de la ley, vive en concubinato y bigamia. Al no haber roto con su primera esposa legítima, la iglesia, mantiene un doble vínculo que lo infama como esposo y como padre.

«Allí, lejos de las miradas del público, en el seno de su familia, podía verse llamado "padre" por sus hijos, sin más zozobra que el recuerdo amargo de que en otro sentido se le había llamado el "padre" Aldao».


(20)                


No obstante, no son éstos los mayores crímenes que Aldao comete contra la institución de la familia; le está reservado el crimen primordial, el asesinato del propio hermano. Aldao, apóstata, es también fratricida, y si por una parte en el relato resuena el eco de la historia bíblica de Caín y Abel, por otra, en la abominación de Aldao se percibe la sombra oscura de Rosas, el máximo fratricida que como en el Facundo está siempre presente y difuso. En otra inflexión, esta historia se abre al espacio histórico en el que conviven hijos y entenados. Aldao, como Caín, pertenece a la zona de los ilegítimos, de lo que se oculta, pero también se muestra para que resalte el brillo de los otros, el de una figura moral que como la del propio Sarmiento se recortará como buen hijo, buen hermano, buen padre. Los orígenes que el narrador le atribuye a Aldao: «De una familia pobre, pero decente, e hijo de un virtuoso vecino de Mendoza...» (12); podrían ser el comienzo de su propia historia, pero hay un momento en que Aldao se separa de esos orígenes comunes: es el momento de la deserción y la traición.

Los Aldao constituyen un triunvirato militar que en su provincia natal ultraja la moral y la civilización. Se caracterizan por trabajar siempre desde el secreto. El secreto está en el origen de las aberraciones de Aldao; su biógrafo interpreta: «Aldao huyó siempre del público y alimentó en secreto una especie de rencor contra la sociedad» (20). El rencor se resuelve en desafío; la vida de Aldao es un puro despilfarro y pérdida de control: «[...] la embriaguez, el juego y las mujeres entraban a formar el fondo de su existencia» (15). Si estos vicios se hubieran mantenido en el orden de lo privado, la justificación hubiera sido posible en razón de los desordenados tiempos de las guerras de independencia, pero los límites de la comprensión se clausuran cuando lo privado se desliza a lo público constituyéndose en orgía: el máximo punto del desenfreno, el desperdicio, el exceso.

La sed de alcohol devendrá sed de sangre; uno de los momentos más impresionantes de lo orgiástico se despliega en el texto cuando describe las matanzas en el «campo sin combate» del Pilar:

«Villanueva recibe [un sablazo] por atrás que le hace caer la parte superior del cráneo sobre la cara; se levanta y echa a correr en aquel círculo fatal limitado por la muerte; el fraile lo pasa con la lanza [...] La carnicería se hace general, y los jóvenes oficiales mutilados, llenos de heridas, sin dedos, sin manos, sin brazos, prolongan su agonía tratando de escapar a una muerte inevitable».


(38-39)                


La muerte como espectáculo, el ruedo, la sangre, la tenacidad de la vida en la muerte, parecen prefigurar las descripciones de la plaza de toros en Madrid y la fascinación que ejerce sobre Sarmiento: «Espectáculo bárbaro, terrible, sanguinario, y sin embargo lleno de seducción y de estímulo»6.

La trayectoria de Aldao se cumple como descentramiento; si la razón es el centro, el punto más alejado es la locura, la máxima ajenidad y la marginalidad total. Al final de sus días, Aldao es un «enajenado» (62), transgresor de la ley más general, la de la razón, cae en el delirio y la irracionalidad. En la época que escribe este texto, esa misma acusación había recaído sobre Sarmiento; sus opositores de El Siglo lo zahieren:

«Aconsejamos al señor Sarmiento que procure contener su carácter díscolo y sus ímpetus de infante o de demente, que ponen en problema la cabal organización de su cabeza»7.


La respuesta de Sarmiento no apela a la ironía (por ejemplo: «[...] en boca de los niños y los locos está la verdad»); en cambio, se esfuerza por ordenar, llevar razón y depositar la imputación de locura en otro, Aldao.

La excentricidad de Aldao, la locura, lo marcan corporalmente. Se lo constituye como una figura en permanente movimiento; el frenesí de la primera batalla no lo abandona ni en el momento de la muerte, cuando la sangre irrefrenable estalla a borbotones y se desparrama sobre su cuerpo degradado8.

Ese frenesí inicial contamina todo el texto; la escritura acompaña los desplazamientos de Aldao, pero, más interesante que su seguimiento es la comprobación de que la imagen del caudillo diseñada por Sarmiento ha sugerido otros desplazamientos en el tejido de la cultura argentina, ratificando una vez más la eficacia de su discurso como productor de ideología.

Este texto conformado en la ambigüedad de la fascinación y el rechazo, en el pasaje de lo individual a lo público y de la condena abierta a la encubierta, provoca una interesante inflexión en Las neurosis de los hombres célebres de José María Ramos Mejía. Allí, el discurso altamente ficcionalizado de Sarmiento se convierte en la clave interpretativa y constitutiva de una ciencia:

«A medida que se van leyendo las vivísimas descripciones que nos hace el autor del Facundo, el diagnóstico se va imponiendo y no es posible abandonar el libro, sin el convencimiento profundo de que el fraile Aldao era el más acabado ejemplo de la "locura alcohólica"»9.


Lo que en el texto de Sarmiento se asentaba en el oxímoron, en el de Ramos Mejía conforma un texto científico, fundante de la psiquiatría argentina.

Mediante sus modelos (Rosas, Brown, Monteagudo, Aldao y el doctor Francia), Ramos Mejía ejemplifica las teorías científicas de moda en esos años. El caso Aldao le permite explayarse acerca de la dipsomanía y sus consecuencias sociales. Aunque considera que la enfermedad es una forma particular de las degeneraciones congénitas, desde el lenguaje de la ciencia psiquiátrica avanza hacia la interpretación sociológica (ciencia de la que también sería fundador en la Argentina según su discípulo José Ingenieros). De las estadísticas acerca de los crímenes privados que produce este mal -incluidos el robo y la antropofagia- se desliza a consideraciones de tipo más general, para conjeturar que la dipsomanía y la locura alcohólica podrían explicar muchos acontecimientos sociales, por ejemplo, «[...] ciertas conmociones políticas de carácter aliénico, como los excesos de la Comuna...» (275), y sin duda, «no tengo duda» aclara, muchas de las tumultuosas actividades de la mazorca rosista. En ese pasaje del lenguaje científico a las generalidades más incomprobables, reconoce: «Se dice -no sé con qué fundamento- que...» Quiroga, Francia, Artigas, Rosas y otros eran afectos al alcohol y concluye:

«Pero de todos estos amantes reales o ficticios (y digo ficticios porque no es posible dar entero crédito a la tradición complaciente y partidista, muchas veces), ninguno como el fraile Aldao, tipo acabado del alcohólatra irreprochable y contumaz».


(276)                


El trabajo de Ramos Mejía se constituye mediante un sistema de traducción del texto de Sarmiento, que en lugar de ser leído como una hipótesis posible, es considerado un documento fehaciente. Sarmiento que conoce los límites de su propia imaginación mejor que su incondicional admirador, le recomienda moderación:

«Prevendríamos al joven autor que no reciba como moneda de buena ley todas las acusaciones que se han hecho a Rosas en aquellos tiempos de combate y de lucha [...]».


La prevención nada dice de Aldao, pero José Ingenieros que trae la cita de Sarmiento al prólogo de la obra en 1932, asevera que si bien algunos casos analizados por Ramos Mejía admiten ciertas objeciones, «[...] el delirio alcohólico alucinatorio del fraile Aldao...» sería exactísimo (18).

Otras relaciones de procedimiento entre ambos textos mostrarían la exacerbación del recurso de la naturalización o el peso de la cita. Ramos Mejía cita largos párrafos del Aldao y a veces se desliza de la cita entrecomillada a la paráfrasis borrando los límites entre su voz y la del maestro; la autoridad de la cita se impone hasta tal punto, que el capítulo cierra con la palabra de Sarmiento. Pero quizá sean más interesantes las modificaciones que el médico realiza corrigiendo a Sarmiento: «Parecía, más bien que un "guerrero implacable arrastrado por el enardecimiento del combate", un maníaco epiléptico...» (279). La mirada «desapasionada» del alienista despoja a Aldao hasta de ese ambiguo momento de grandeza que Sarmiento le había concedido. Otro de los momentos de creatividad de Ramos Mejía exaspera la cuestión del fratricidio imaginada por Sarmiento. Ramos Mejía inventa un delirio alcohólico en el que asaltan a Aldao,

«[...] figuras trémulas y sanguinolentas de un padre ultrajado, de un hermano sacrificado o de una madre a quien había hundido en la miseria, y cuya mano fría y como momificada por la humedad de la tumba, le tocaba el hombro con la presión formidable de una montaña».


(292)                


En definitiva, la relación que el trabajo de Ramos Mejía establece con el de Sarmiento, más que una estática sumisión al modelo, configura una situación de diálogo en la que hacia 1880, la palabra autorizada del maestro, la voz ajena, funciona como mecanismo fundamental de verosimilización y autoridad. Crea la ilusión de un discurso científico basándose en la ilusión de un discurso histórico. Se subordina al discurso del otro pero generando otro discurso que es la respuesta actualizada al escenario de locos y de delincuentes en que se ha convertido Buenos Aires. Entonces, cuando una nueva inflexión de la barbarie puebla las calles de la ciudad de otros marginales, los inmigrantes, vuelve a reactualizarse la relación entre hijos y entenados en una sociedad que atrae y rechaza en un vaivén que todavía no ha concluido.





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