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La visión de Cantabria en una revista romántica: «Semanario Pintoresco Español» (1836-1857)

Borja Rodríguez Gutiérrez





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La prensa española en los últimos años del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX, llenos de convulsiones políticas y sociales, oscila entre la libertad de expresión que consagran las Cortes de Cádiz y el trienio constitucional, y las sucesivas represiones y censuras que imponen los gobiernos de Floridablanca, Godoy y Fernando VII. El impacto de la revolución francesa -y del papel que en ella tuvieron los periódicos revolucionarios- en los gobernantes españoles es la causa fundamental de las sucesivas restricciones, limitaciones y prohibiciones. Los breves períodos de libertad de prensa, con la proliferación de periódicos agresivamente políticos, no hacen sino aumentar estos temores de los gobernantes.

La nueva etapa que se insinúa tímidamente en los últimos años del reinado de El Deseado, bajo la influencia de la reina María Cristina, y que comienza definitivamente tras la muerte de Fernando VII, significa, en cuanto a la prensa, una libertad muy matizada y mediatizada. En un Estatuto Real de 1834 quedarán perfiladas todas las cautelas con que los gobernantes van a tratar a la prensa periódica. Hay una primera barrera económica con la que se pretende impedir las hojas volanderas o los periódicos más populares. Se crea la figura del editor-responsable que debe ser solvente económicamente; asimismo se exige un depósito previo de 20.000 reales en Madrid y de 10.000 en el resto de las poblaciones para poder sacar a la calle las publicaciones. Este depósito debe ser repuesto inmediatamente en caso de multa al periódico. Los redactores de El Zurriago y otros periódicos «izquierdistas» del trienio constitucional, jamás habrían podido sacar a la luz su periódico con estas leyes. En 1836 estos depósitos aumentan: 40.000 reales en Madrid, 30.000 en Barcelona, Cádiz, Sevilla y Valencia, 20.000 en Granada y Zaragoza. Se instituye la censura previa para toda obra que trate de religión, política, gobierno, leyes, familia real y materias del estado. Pero sobre todo se potencia la autoridad sobre la imprenta del gobernador civil, que puede secuestrar cualquier publicación aunque ésta haya pasado por la censura.

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Estas disposiciones «moderadas» se suavizan, es cierto, con la llegada de los progresistas al poder. Pero se mantiene la figura del editor-responsable, que debe proveer un depósito en metálico para la publicación del periódico. Y, sobre todo, se mantiene la potestad de prohibir de los gobernadores civiles. La guerra carlista va a permitir a los progresistas poner un amplio número de cortapisas a la libertad de prensa proclamada en el artículo dos de la constitución de 1837. A partir de 1839 se obliga a presentar dos horas antes de la distribución un ejemplar de la publicación al gobernador para ser revisado. Valls (1988; 115) lo afirma claramente: «Los progresistas, cuando están en el poder, adoptan medidas parecidas a los moderados para domeñar la prensa y encauzarla al servicio de los intereses partidistas del gobierno». Los gobiernos moderados que van a sucederse a partir de 1844 van a incrementar aún más las medidas represivas contra la prensa: se crea un registro de editores y de impresores, que están obligados a responder con sus máquinas como garantía de las multas; las fianzas pasan a ser de 120.000 reales en Madrid y 45.000 en provincias y deberán reponerse en tres días caso de producirse una multa.

Bajo este marco legal el periodismo político agresivo que existió en el período de las Cortes de Cádiz y en el trienio constitucional no volverá a repetirse. La fundación de un periódico exige una base económica fuerte que no pueden permitirse los «francotiradores del periodismo» como Fernández Sardino (El Robespierre Español) Gallardo (La Abeja) o Morales y Mejía (El Zurriago). Es el momento de las empresas, la aparición real del negocio periodístico. El negocio impone sus intereses; la política se vuelve muy peligrosa para los periódicos. Los elevados costes de las multas desaconsejan los contenidos políticos: la literatura gana terreno.

La relación entre literatura y periodismo en estos años es intensa. El periodismo «de noticia» tal como ahora lo conocemos comienza a desarrollarse en España a partir de 1850. Los periódicos de la primera mitad del siglo son culturales y literarios y en muchos casos, muy vinculados a la personalidad del redactor o redactores. El extremo de esta vinculación se da con los periódicos individuales, obras de un único redactor o, todo lo más, de dos en colaboración (El Robespierre Español de Fernández Sardino, El Pobrecito Hablador y El Duende satírico del día de Larra, Fray Gerundio de Modesto Lafuente, Abénamar y El Estudiante de dos conocidos escritores costumbristas, Santos López Pelegrín y Antonio María Segovia, etc....) No obstante la tendencia predominante es la que José María Carnerero desarrolla en Cartas Españolas (1831-1832): una revista «moderna» con un director/editor y un cuadro de colaboradores. Esta tendencia se consolida con las dos publicaciones emblemáticas del Romanticismo: El Artista (1835-1836) dirigida por   —169→   Eugenio de Ochoa, y Semanario Pintoresco Español (1836-1857) fundada y dirigida en su primera época por Ramón Mesonero Romanos.

La existencia de este género de revistas posibilita a los escritores unas facilidades de publicación hasta entonces no existentes. Los directores necesitan originales para cumplir con la periodicidad, sea diaria, semanal o mensual. Esto, sin duda, conlleva consecuencias negativas: traducciones y adaptaciones no declaradas, artículos sin firma que en ocasiones constituyen plagios o directamente robos, publicación de artículos idénticos o con ligeras variantes en diferentes periódicos, etc... Pero, sobre todo, constituye una plataforma de lanzamiento ideal para jóvenes que comienzan y para que exista una más amplia nómina de escritores «profesionales».

Los géneros que experimentan un desarrollo importante, en cuanto a número de obras publicadas, son esencialmente periodísticos: el artículo de «curiosidades» bien sean de la naturaleza, científicas o técnicas; el artículo de viajes; el artículo de costumbres; la biografía; la leyenda en verso y el cuento.

Ahora bien, cuando se acomete un estudio de la prensa de estos años, resulta claro que se intenta evitar los temas más polémicos y susceptibles de ser objeto de «atención» del gobierno. Los artículos de costumbres, los de viajes, las leyendas en verso, las narraciones fantásticas e históricas van a proliferar en estos momentos. Tal vez la desaparición del romanticismo más agresivo e iconoclasta haya que relacionarlo con las dificultades que esta tendencia tiene para expresarse. Los sucesivos directores de Semanario Pintoresco Español, Ramón de Mesonero Romanos, Francisco Navarro Villoslada, o Ángel Fernández de los Ríos no darán con facilidad albergue en sus páginas a manifestaciones que puedan ser críticas con el poder. La censura va a estar vigilante y va actuar sin dilación. Valls (op. cit.; 104-106) anota que El Cínife de Burgos editado por Manuel Landeira fue suprimido «por publicar artículos sediciosos y absurdos, introduciendo por su medio la desconfianza y concitando el desorden» y El Siglo de Madrid, editado por Espronceda por «atizar el espíritu revolucionario». En 1845 El Pasatiempo. Periódico literario de Granada fue suprimido a causa de un artículo publicado por José Giménez Serrano «Yo quiero ser sastre». El Gobernador de Granada, Martín Foronda y Viedma, suprime la publicación al considerar que el autor del artículo «se entremete en el campo de la política sin haber llenado las formalidades de editor responsable y la del depósito de 80.000 reales». Da idea de la susceptibilidad de la censura de la época el hecho de que la alusión política que existe en el artículo de Giménez Serrano es la siguiente: «Tentado estoy de echarme a intrigar por estos colegios electorales y hacerme diputado, pero es tan ordinario   —170→   y común este cargo honorífico que no me satisface: a más carezco de maña para hacerlo más lucrativo y por consiguiente no hay caso». Si los artículos de Larra hubieran tenido que pasar por una censura tan rígida como ésta sería difícil que se hubieran publicado.

Hay que decir que a pesar de todas estas dificultades nos encontramos con un extraordinario florecimiento de la prensa en la época. Aparecen las publicaciones más emblemáticas del romanticismo español: El Artista, No Me Olvides, Revista de Madrid, Semanario Pintoresco Español... Hartzenbusch (1874; 41-131) registra en su catálogo 654 periódicos y revistas aparecidos en Madrid de 1833 a 1850. En provincias también se experimenta esta multiplicación: treinta y un títulos en Aragón (Fernández Clemente y Forcadell, 1979; 40-51) quince en Valladolid (Almuiña, 1977; 425-457), doce en Santander (Del Campo, 1987; 69-103). Muchos de estos periódicos son sin duda ya inencontrables, otros de muy difícil acceso. Los historiadores de prensa regional a menudo solo pueden mencionar el nombre de la revista y poco más.

La abundancia de revistas combinada con las medidas de censura originarán las especiales características de la literatura publicada en prensa durante los años románticos. En primer lugar una literatura «escapista» en cuanto a la temática que huye de todo aquello que pueda irritar al gobierno de turno. En segundo lugar una literatura «conformista» en cuanto a los géneros: los directores dan preferencia para su publicación a obras que entran dentro de los gustos más habituales del público de la época. En tercer lugar una literatura «de consumo»: de fácil lectura, de dimensiones reducidas, que renuncia a inquietar la mente del lector con problemas contemporáneos o innovaciones estilísticas.

Surge la figura del escritor «profesional» que lo mismo dirige una publicación (y si es necesario la redacta en su totalidad) que participa en otras con todo tipo de colaboraciones, saltando de un género a otro y publicando más de una vez la misma obra con los retoques que sean necesarios.

Como ya hemos mencionado anteriormente, la revisión de las revistas publicadas en este período hace ver que hay seis tipos de colaboraciones que abundan especialmente: los artículos biográficos (preferiblemente de personajes del pasado), los artículos de «curiosidades» y descubrimientos científicos y técnicos, las leyendas históricas en verso, los artículos de costumbres, los artículos de viajes y las narraciones breves.

El artículo de viajes es un género «cómodo»: tiene éxito popular, lo cual interesa por igual a autor y director y garantiza un alejamiento de la realidad política española del momento, por lo que no es objeto de atención de la censura.   —171→   El artículo de viajes publicado en las revistas románticas es descriptivo, atento a los paisajes, a los tipos y costumbres y a los monumentos artísticos. En muchas ocasiones se refiere a viajes por países extranjeros con carácter informativo y ligero.

Y es que a la altura de 1844 el viaje se ha convertido en un elemento más de la vida social «imprescindible». Tal es la opinión, al menos, de Bretón de los Herreros que publica en ese año, en El Laberinto, una «Epístola satírica a mi amigo, compañero y padrino el señor M.(ariano) R.(oca) de T.(ogores)» titulada La manía de viajar. Se lamenta Bretón de no poder comunicarse con Roca de Togores que está, según él, en viaje constante. Admite que también a él le gustaría buscar el fresco en medio del verano madrileño, pero no quiere ser como otros «que por huir del purgatorio / se meten de rondón en el infierno». Satiriza después a los madrileños que van a pasar el verano en un pueblo, sufriendo incomodidades y estrecheces. Después va a lamentarse de la moda que ahora obliga a viajar, comparándola con las costumbres de sus abuelos, que nunca salían de su casa.


Hoy hemos dado en el contrario abuso
Ya español que no viaja se denigra
Nadie está bien en donde Dios le puso.


Prosigue Bretón dando la lista de los destinos más típicos, -o al menos más deseados y mencionados en las conversaciones de «buen tono»-, de los viajes de su época: Pau, Suiza, los Pirineos, Lyon, París, Lila, Ostende, Berlín, Varsovia.

Los viajes se han convertido en un atributo de la elegancia y el buen tono, y las revistas, que junto a la literatura y la historia publican dibujos y viñetas de la «última moda parisiense» incluyen artículos sobre viajes y grabados de diferentes lugares.

De todas las revistas románticas, sin ninguna duda, es el Semanario Pintoresco Español, la que alcanza un éxito más prolongado. Tanto los historiadores de la prensa española [Gómez Aparicio (1967), Seoane (1977), Saiz (1983), Sánchez Aranda y Barrera (1992), y Fuentes y Fernández Sebastián (1997)], como los estudiosos del Romanticismo literario [Peers (1967), Llorens (1979), Shaw (1981), Navas Ruiz (1982), y Romero Tobar (1994)] coinciden en la importancia e influencia de esta revista. En sus veintiún años de vida, los artículos de viajes fueron un elemento fundamental. Cantabria aparece en varias ocasiones como objeto de esos viajes, a través de artículos y de grabados.

El viajero romántico es particularmente sensible a la naturaleza salvaje. Le interesan más los paisajes en los que está ausente la vida humana o describir   —172→   los momentos de furia de la naturaleza. Demuestra predilección por las ruinas, y Enrique Gil y Carrasco no puede por menos de echarlas en falta al describir el paisaje de la Vega de Pas:

El país es tan pintoresco, tan variado y tan frondoso, que los puntos de vista innumerables que hay, rústicos todos, es verdad, y sin decoraciones de ruinas y recuerdos, pero risueños y frescos en sumo grado, o imponentes de todas veras y sombríos, serían capaces de contentar el alma apacible de Poussin o el carácter enérgico y agreste de Salvador Rosa. (La cursiva es nuestra).


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No es de extrañar que los viajeros se fijen con preferencia en los paisajes más agrestes y que las montañas se vean como enormes e imponentes y el mar siempre embravecido. Todo ello se combina con la actitud melancólica que es prototípica del paisajista romántico:

Aquellos enormes picos del mediodía; los cerros secundarios, las valles que dejan entre ellos fertilizados por arroyos y ríos que, atendida su topografía, no pueden ser de largo curso: la vista del mar y el continuo verdor y frondosidad debida al clima y a la cultura; todo esto ofrece puntos de vista pintorescos y muy semejantes a los de Suiza y de varios países del Norte donde la naturaleza ostenta todas las bellezas de una agradable melancolía.


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El mar es uno de los elementos del paisaje que más resaltan los románticos. La inmensidad, la fuerza, la potencia son sus características principales. El Faro de Santander se presenta así: «El paraje es solitario y peñascoso, su aspecto es agreste y las olas del mar que con estrépito vienen a estrellarse en la roca que asienta la torre, completan el efecto imponente de aquel escarpado sitio». Para más tarde añadir que «en las noches tormentosas, una considerable cantidad de aves de todos los géneros, lanzadas de sus albergues por el tiempo, van atraídas por aquella claridad a estrellarse contra los gruesísimos cristales del enorme farol» (18/334).

El espectáculo del mar embravecido es el preferido por los románticos: el mar está siempre amenazante y representa un peligro para los pescadores y los habitantes de la costa.

El aspecto del océano es imponente en este puerto [Castro-Urdiales]. Casi nunca está apacible y tranquilo; parece el alma de un hombre violento avasallado por emociones tumultuosas. Casi nunca se ven aquí las ondas serenas y con un movimiento dulce y acompasado venir unas tras otra a expirar en la playa. Siempre olas embravecidas, estrellándose con estrépito; ordinariamente oscuras y turbulentas, como la atmósfera que reflejan. A veces despunta el día con una mañana deliciosa; los mareantes aparejan sus lanchas para ir a la pesca, salen en formación a modo de una flota, pero no bien se alejan del muelle, no bien doblan el peñón donde está la ermita de Santa Ana, soplan los vientos, se ennegrece el horizonte, se revuelven y levantan las aguas, se arma la tempestad y los pescadores tienen que refugiarse en el puerto, resignándose a perder todo el día que pensaban explotar con sus faenas.


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Las montañas también son objeto de la atención de estos viajeros. Son inmensas, aterradoras, tocan el cielo con sus cumbres. Representan la naturaleza más amada por los románticos, la más primitiva, la de la fuerza en libertad:

Mírase descollar al frente una altísima montaña, cuyos inciertos contornos van a perderse en la oscuridad de los recodos y pliegos de una sombría cordillera. El pico más elevado de este cerro sobrepasa a las nubes en altura y cuando las cenicientas ráfagas que encapotan el rocío pasan reposadamente por debajo de la cresta, sueña el poeta que divisa la cabeza de un gigante que fuma tranquilo y arroja al aire bocanadas de humo.


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Esa enormidad y esa salvaje naturaleza provocan grandes problemas de comunicación: «Las cuatro leguas que hay entre Castro y Laredo son de un suelo malísimo en su mayor parte; es bastante llano desde la salida de la primera villa hasta pasar el barco de Oriñón; más luego se empieza a subir el monte Candina, que es uno de los más escabrosos, largos e inaccesibles de la costa» (14/255). No es extraño, por lo tanto que «una carta dirigida de Laredo a Castro-Urdiales [...] no va rectamente, sino que hace un gran rodeo yendo a parar al interior y volviendo otra vez, tardando más de un día o dos». (10/215). Y no sólo por lo dificultoso del terreno; también aparecen las montañas cubiertas por impenetrables bosques:

Estos mismos montes y collados cantábricos están enriquecidos con bosques inmensos de árboles propios de los climas fríos y húmedos, distinguiéndose los robles, hayas y acebos; y en pocos parajes del reino se cría tan buena madera de construcción. El espino albar crece en algunos sitios a considerable altura, y las márgenes de los ríos se ven adornados con una multitud de árboles de ribera, [...] Los nogales, los avellanos y, sobre todo, los castaños son excelentes, tanto en su madera como en su fruta, y los manzanos de una multitud de especies diversas parece que se hallan en su verdadera y única patria.


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El mar, las montañas altas e imponentes, los bosques, el contraste con los pueblos pequeños y las tierras cultivadas convierten a Cantabria en una tierra en que los románticos pueden entregarse libremente a sus emociones.

Si el suelo de esta provincia ofrece incomodidades e inconvenientes, en cambio presenta al observador y al curioso una naturaleza variada y lozana, perspectivas y cuadros vistosos y encantadores; ora una cadena de montañas de aspecto imponente y salvaje, seguidas de una hoz o garganta que da paso a un valle delicioso y ameno, regado de algún río o arroyo, decorado de árboles frondosos. Ora se ve el caminante rodeado de elevadas cumbres y estrechado en una cañada, y de repente se improvisa una llanura inmensa, un vasto horizonte o la mar inmensurable en lontananza, que viene a bordar de una ancha faja el extremo del panorama. Ora se ve paseando por la costa, recreando la vista con una escuadrilla de lanchas de pesca que tienden las olas en algún puerto que todavía conserva algún resto de su pasada grandeza. Aquí espesos y continuos robledales, allá prados y florestas; ya un establecimiento de baños, ya un castillo o torreón arruinado, ya la quinta de algún   —174→   indiano o título de la comarca. Siempre respirando o la brisa del mar, aún en las horas de más calor, o el aire de la montaña; de suerte que no se conoce el verano, [...] Estos cambios sucesivos e inesperados, estas situaciones caprichosas y pintorescas, esa pronta mutación de campiñas, de cerros, de colinas, de encañadas, predisponen la mente y la imaginación para la poesía.


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Por eso el viajero, rodeado por el paisaje que se adapta particularmente a su sensibilidad, cae en un auténtico trance lírico:

Yo quisiera en este momento poseer la pluma del novelista de Escocia, para transmitir a mis lectores una por una las particularidades de este paisaje pintoresco, de este grandioso cuadro. Cuando le vi por primera vez no pude menos de creerme transportado a una nueva región: sentí una melancolía indefinible acompañada de una especie de inspiración poética que me hizo apostrofar así a los que arrastran una vida sedentaria y monótona en los estrados de la corte: «Venid a colocaros sobre esta piedra que ha resistido a la segur del tiempo y a la violencia de las intemperies; ved esa opaca montaña vecina de los astros, esos cabritillos que juguetean entre las nubes, esa ermita caduca apoyada en cuatro álamos tan vieja como ella, momia de piedra extraída, al parecer, de los arenales del Egipto; escuchad el rumor de las aguas que se precipitan al río, el murmullo del río que se sepulta en las simas, y el estruendo de las piedras que se desploman sobre sus ondas, mirad esas cabañas que simbolizan las primitivas moradas del hombre, y esos hombres de las edades primitivas entregados a la ignorancia y al trabajo: oíd sus alegres cantares, sus gritos estrepitosos, el ruido de sus picos, y el eco de sus extrañas voces [...] decidme después si vuestro corazón permanece en el sueño estúpido de los salones, o si palpita estremecido y dilatándose en el pecho, pugna por salir y lanzarse todo en brazos de la naturaleza.


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La identificación con la naturaleza, con una naturaleza libre y salvaje, primitiva, auténtica es uno de los grandes anhelos románticos. Más, al mismo tiempo, con esa constante ambivalencia que es un elemento fundamental de la mentalidad romántica, el paisaje puede ser hostil, inquietante, fuente de temores y de peligros. De aquí la atracción que ejerce en todos estos viajeros los efectos de la naturaleza desencadenada:

Cuadro de desolación, cuadro tristísimo es por cierto el que ofrecen estas ruinas descarnadas y este riachuelo que susurra entre ruinas. Los moradores del valle no pueden recordar sin lágrimas la fecha de la catástrofe, que les arrancó sus hogares y sus familias; y el 17 de agosto es y será un aniversario constante de aquel luto en aquel paraje para la presente generación. La noche de ese día (en el año de 1834) cuando los pacíficos aldeanos [de los pueblos de la Hoz de Bárcena] se entregaban al sueño, se sintió repentinamente un estruendo subterráneo que conmovía las montañas vecinas. Los más tímidos, sobrecogidos de terror saltaron del lecho para asomarse a las ventanas; pero las densas sombras les impedían distinguir los objetos y reconocer las causas de su terror. El viento silbaba sordamente a lo lejos, la atmósfera estaba cargada de humedad, y el terremoto se aumentaba progresivamente extendiéndose por la cordillera de cerros que circundan el valle, con un ronco bramido que parecía anunciar la destrucción del mundo, el choque y disolución de los elementos todos. Óyese en esto un eco atronador, semejante al trueno de las tempestades;   —175→   pero mayor en intensidad que el producido por la detonación de una mina de pólvora; la tierra se estremece, entreabre sus profundos senos y derrama torrentes de agua que se precipitan al llano arrastrando en su impetuoso curso cuanto encuentra al paso. Entonces a la llama de las antorchas que el miedo del peligro hizo encender, se vieron las casas navegar largo trecho por entre las aguas agitadas, otras menos sólidas, carcomidas por sus cimientos caer a impulsos del huracán, sirviendo de sepulcro a sus moradores; y otras, en fin, inclinarse, zozobrar y rendir como despojos una parte de sus muros a los soberbios elementos. Los copudos castaños y los frondosos nogales flotaban sobre las ondas chocando contra los edificios; las enormes rocas de granito que coronan la cima de los montes rodaban con estruendo hacia el valle; y el ruido de la caída, el estrépito de los torrentes, el hervor de las aguas en su salida de las simas, y el zumbido de los vientos formaban una horrible asonancia con los ayes de los moribundos, los gritos de desesperación, las religiosas plegarias de los sobrevivientes, el rugido y rechinamiento de los edificios que se desplomaban. [...] Al inmediato día todo desapareció menos los cadáveres y los restos de los edificios. El Besaya, perdidas las aguas con las que le enriqueció la avenida, tornó a su humilde estado; y las piedras arrancadas por la corriente quedaron empotradas en los sitios que aún se encuentran. Cuadro de desolación, cuadro tristísimo es por cierto, el que ofrecen estas ruinas descarnadas y este riachuelo que susurra entre ruinas.


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Resulta sintomática de la exageración romántica que la riada que arrasó los pueblos de Bárcena de Pie de Concha, Media Concha, Pie de Concha y Pujayo en 1834 sea descrito como «terremoto y «huracán». (Pocos años después del desastre, en 1848, otro viajero anotaba que el ayuntamiento de Bárcena de Pie de Concha sólo mantenía cincuenta y tres vecinos).

Pero este interés por lo natural y lo primitivo, coexiste con un profundo interés por las gentes que viven en esos paisajes, por sus costumbres, sus labores, sus fiestas. El costumbrismo romántico significa el descubrimiento de unas realidades humanas a las que los autores del XVIII no habían prestado ninguna atención.

Los viajeros románticos presentan una visión bastante positiva de los cántabros de la época, con una significativa excepción: los pasiegos. Estos viven en «la pendiente del fraude y del crimen» (16/392) y constituyen un grupo diferenciado dedicado al contrabando. «Entre ellos los hay bastante desalmados y no es extraño la verdad, porque la vida tampoco da de sí otra cosa» (3/202). El estado del juzgado de Carriedo inquieta: La cabeza y los funcionarios de partido viven en Villacarriedo, la cárcel está en Bárcena de Carriedo. «Si a los pasiegos de San Roque, que son los que peor concepto merecen por ser contrabandistas, desalmados y asesinos, se les antoja bajar de las montañas colindantes, pueden llevarse los arrestados sin que nadie lo sepa ni lo impida, o coger al juez y dependientes y los protocolos que gusten» (11/219). Y es que su modo principal de vida es el delito: «Favorecido [el   —176→   pasiego] por las montañas en que nació, se consagra desde joven al contrabando, en cuya profesión se amaestra pronto con las lecciones y la práctica de sus padres y parientes: contribuyen poderosamente a este fin sus instintos y constitución física, pues en lo general el pasiego es robusto, fuerte, temerario, además de calculador, industrioso y listo en más de un concepto». (16/392). Se trata de gente violenta: «Van armados de armas blancas y de fuego» (3/202), tanto hombres como mujeres: «Las mujeres [...] son una especie de Lucrecias con navaja al cinto que no hay modo de avenirse con ellas» (3/203). La justicia se ve impotente ante los pasiegos que se protegen entre sí al modo de una verdadera mafia y no dan a los extraños ni las informaciones más elementales: «Se cuenta que con motivo de una sumaria contra una mujer casada y con hijos, no le fue posible al juez saber el nombre y el apellido de la procesada: interrogado el marido declaró que se llamaba su mujer, los hijos exponían que se llamaba su madre, y los vecinos que se llamaba fulana» (16/392). El mismo comportamiento observan con cualquier visitante: «Suelta como al descuido alguna expresión que pueda llamarles la atención o hazles cualquier pregunta capaz de despertar su desconfianza, y repara con cuanto cuidado miden sus palabras, cuan evasivas son sus respuestas, y con que expresión tan marcada de suspicacia y recelo escudriñan tu porte y examinan todos tus movimientos» (3/202).

No es de extrañar la atención que dedican los viajeros a los pasiegos pues estos representan uno de los tipos más preferidos de los románticos para sus dramas y novelas: viven sin respetar las normas de la sociedad, fuera de ella; son rebeldes y orgullosos y mantienen su dignidad por encima de todo. «El Pasiego conserva algo de la tradicional independencia y arrogancia de los moradores de otros siglos: él no se rebaja a servir de cochero o lacayo como el asturiano, ni de mozo de cordel como el gallego, ni tampoco de criado doméstico en mayor o menor escala, como lo hacen los paisanos de otras provincias. El Pasiego procura, ya permaneciendo en sus lugares, ya alejándose de ellos, vivir libre y dueño de sí, no reconociendo ningún amo» (16/391). Es además un hombre identificado con su tierra, próximo a lo que los románticos consideran el hombre auténtico y natural. Su habilidad para el contrabando proviene de su vida natural y de su conocimiento del terreno: «Cualquiera que no sean ellos se estremece de pensar en sus marchas nocturnas por riscos inaccesibles y espesísimos bosques, cargados con un enorme fardo de mercancías y expuestos a peligros sin número» (3/202). Su identificación con lo natural es palpable en el uso casi «universal» que puede hacer de un simple palo: «En sus manos es arma ofensiva y defensiva, es palanca, es báculo, es remo, es escudo. Aquí le sirve para rechazar los golpes de cualquier arma blanca, y   —177→   hasta de cuantas piedras se le arrojen, allí para saltar con rapidez sorprendente, un muro, una tapia, un barranco, un río o cualquier obstáculo de otro género que se oponga a sus viajes y excursiones; en esta cualidad deja muy atrás a las cabras y a los gimnásticos y saltimbanquis más ligeros; allá para cazar conejos donde pululan los criaderos y madrigueras, o para llevar un lío de ropa, o para levantar un peso haciendo el oficio de cabrestante: el palo del Pasiego es la vara mágica o el misterioso talismán con que hacen mil maravillas» (16/392). Pero es sobre todo el uso que hacen del palo en sus viajes lo que provoca el asombro de los observadores: «El modo de servirse de su palo es cosa de todo punto inconcebible para nosotros, porque a veces equilibrando el cuerpo sobre él, y sin poner los pies en el suelo, atraviesan cornisas, digámoslo así, de peñascos que parecen inaccesibles para los mismos gamos, y todo esto, con una prontitud, sangre fría y destreza que eriza los cabellos. Otras veces se les ve salvar los riachuelos despeñados y, en ocasiones, crecidos del país, afianzando la punta del palo en mitad de la corriente, librando su cuerpo sobre él con poderoso impulso y cayendo en la opuesta orilla con un ángulo y un efecto enteramente igual al de una bomba» (3/202).

Esta seguridad en sí mismo y esta autoconfianza, hacen el pasiego seguro triunfador en lo que emprende y también en la tarea de integrase, cuando así lo desea, en la sociedad de la época: «Se desparraman por toda la provincia de Santander, y por el resto de la Península, vendiendo sus cachivaches. Difícil será que el comprador deje de salir engañado en cualquiera mercancía; sino es en el precio, será en la calidad de ella. Apenas hay villa o lugar en Santander donde no haya un Pasiego que figure de más rico o entre los más ricos de su vecindario» (16/391).

La Pasiega también provoca la admiración de los visitantes. Es tan capaz, valerosa y hábil como el hombre: «También ellas hacen sus expediciones al contrabando, y por cierto que no ceden en robustez, aguante y sufrimiento a los hombres más recios y determinados del país. Es una bendición de Dios, como suele decirse, verlas tan blancas, tan coloradas y tan alegres con su cuévano a cuestas por montes y hondonadas, siempre cruzando sendas desconocidas y asperísimas, y riéndose en su interior de los pobres empleados militares de la hacienda, que así están a punto de dar con ellas, como si jugaran a la gallina ciega» (3/202). Su pulcritud y lo cuidado de su traje llaman la atención: «Llevan éstas pañuelo a la cabeza: pelo trenzado a lo largo de la espalda; arracadas o pendientes de plata dorada; multitud de corales al cuello; camisa con cabezón; pechero, especie de peto con que cubren el pecho además de la camisa; corpiño atado por delante; saya; medias de lana del país; chapines o escarpines y abarcas de cuero. En invierno añaden a esto una especie de   —178→   manto blanquecino que llaman capa; chaqueta; jastras o pellicas, pieles con que abrigan las piernas y defienden los chapines; y por último barajones, especie de tabla triangular sujeta a la planta del pie con correas y que les sirve para sostenerse en la nieve» (3/203). Su reputación ya ha alcanzado a toda España y por eso hay «un sin fin de nodrizas [...] en Madrid con el nombre de pasiegas» pero las auténticas pasiegas son pocas, «las demás son de las tierras circunvecinas, que se apellidan pasiegas para mayor abono de su salubridad y robustez» (3/203). Y es que «hombres como mujeres son de una soberbia raza y en ninguna parte se ve tanto vigor, soltura, frescura y robustez» (3/203). No cabe duda de que este pueblo independiente, orgulloso, al margen de la ley e identificado con la naturaleza tenía que producir una honda impresión en los viajeros románticos. «¿Qué te parece que diría Hoffman si en una noche de invierno viera deslizarse cuatro o cinco de estas montañesas, a la orilla de un derrumbadero, con sus capas blancas, silenciosas y ligeras como las hadas? ¿No es verdad que esto tiene su poco de fantástico, particularmente a la luz de la luna y encima de la nieve?» (3/203).

Sobre el resto de los habitantes de Cantabria no se particulariza tanto. El interés por el costumbrismo se mantiene lo suficiente para que haya abundantes menciones a la población.

El juicio general es que se trata de gente de buena salud, «robustos y bien formados» (10/215), de carácter pacífico: «No se ven como en otras provincias delitos de todo género, [...] los grandes crímenes son muy raros; el asesinato alevoso es un suceso que horroriza a toda la comarca» (10/216). Llama la atención «la moral, pública y privada, de sus habitantes, en especialidad por lo que respecta a la religión» (10/216). También se anota la aguda conciencia de clase que hay en sus habitantes. «Otro rasgo que predomina es la creencia que todos tienen de su nobleza: recuerdan con orgullo la antigua aristocracia montañesa» (10/216). Orgullo que en muchas ocasiones lleva al deseo de aparentar, según se desprende de este retrato con ribetes cómicos:

Ya se distingue a alguna distancia el propietario acomodado, vestido de negro, con su chaqueta nueva, o con la levita verde botella que compró en las roperías de la calle de Toledo, cuando el año de veinte hizo un viaje a Madrid; lleva remangadas las bocamangas y las campanas del pantalón; grandes sellos de un peso enorme cuelgan del reloj, que a un polizonte asustadizo se le antojaría, según el tamaño, una granada de mano oculta en el bolsillo; un sombrero de ala ancha y enorme copa de campana, vara y media elevada sobre el nivel de la cabeza, oculta a duras penas su peluca; y una tienda de campaña, en fin, de algodón de color de guinda, plegada a modo de paraguas, ocupa su sobaco izquierdo: este mueble es la señal más evidente de que el individuo se presenta en traje de ceremonia, pues solo en ocasiones tales como la de que nos ocupamos, alguna solemnidad de familia, el desempeño de las funciones de alcalde o la asistencia al juzgado con motivo de algún litigio, sale aquel   —179→   aparato de la bolsa que le protege de las injurias del tiempo y garantiza su transmisión a los hijos y nietos del actual propietario, que lo heredó de su abuelo, quien lo compró en Valladolid, en un momento de despilfarro y de prodigalidad, hija de la alegría que le causó la conclusión favorable de un pleito pendiente en aquella chancillería, hacía diez años, acerca de la propiedad de un peral que nunca había dado fruto.


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La alegría por el veredicto del juicio está justificada, porque los pleitos son una de las dos diversiones favoritas de la gente de Cantabria: «Los paisanos son muy pleiteantes y un tanto cavilosos. Todas sus quimeras y altercados, deseos y pretensiones, se convierten en litigios y solicitudes en oficinas» (10/216). Estos pleitos se mantienen por las causas más nimias: «Una palabra o una acción que en otras partes pasaría desapercibida, aquí da paso a una querella, a una contienda, a una enemistad» (10/216). La otra gran distracción son las romerías, que se esperan con gran anticipación e impaciencia: «Hay persona que seis meses antes se ocupa de arreglar el viaje al santuario y todo lo demás que concierne al día de la zambra» (13/237). Las hay en toda la provincia: «Entre las más afamadas se cuentan la del Carmen, en las cercanías de la ciudad de Santander y en Sopeña, partido de Cabuérniga; de San Pedro en Mazcuerras; la de la Aparecida, en el partido de Laredo; la de los Mártires en el de Ramales; la de la Virgen de la Balbanera en San Vicente; y otras muchas cuya enumeración sería prolija e incesante» (13/237).

Una romería es anunciada con mucha anticipación por los aficionados. Las mujeres son las que más preparativos hacen al efecto: una se corta un vestido; otra encarga un sombrerillo; esta compra un lujoso pañuelo; aquella piensa estrenar unos pendientes. [...] Llega el momento feliz de ponerse en marcha; y entonces empieza la peregrinación por todas las cercanías: de una y otra parte van desembocando oleadas de creyentes, cuyo mayor número ni se acuerda de que se dirige a rezar a un santo. Cada uno abriga sus intenciones y miras particulares; o para tener un rato de broma, comer de campo, hacer ejercicio, etc; o para hacer el amor a determinada prójima. Entre los paisanos la diversión favorita es estar bailando con furor por espacio de horas enteras; dando sendas patadas y coces; haciendo mil visajes y contorsiones y rebuznando a su modo, según los usos y ritos de cada lugar.


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El viajero romántico se interesa también por los avances del progreso, y particularmente por el estado de las ciudades, su economía y su industria. Todo ello se va registrando en la visión de Cantabria que aparece en la revista.

Las poblaciones corren distinta suerte: del risueño futuro que se ve en Torrelavega hasta la triste situación de Laredo, hay gran variedad de situaciones. Las vías de comunicación principales son cinco, «la que se dirige de Burgos a Laredo por Ampuero y Limpias, la que va desde Balmaseda a Castro-Urdiales, aunque ésta es muy corta pues casi toda corresponde a Vizcaya; la que pasa por Arredondo y sigue por el real sitio de La Cavada por un trecho   —180→   de algunas leguas y se halla por concluir; por último, la general, por donde anda la silla del correo, por el puerto del Escudo, Ontaneda, Carandía, hasta la capital, uniéndose con la que va de Torrelavega, una legua antes de aquella, en el punto de Peñacastillo» (10/215).

Santander es una ciudad de reciente riqueza originada en su mayor parte por las guerras carlistas; «la ciudad de Santander se ha engrandecido desde la guerra de Don Carlos, con motivo de los muchos comerciantes de diferentes puntos, y notablemente de Bilbao, que han ido allí a establecerse con sus caudales y giros» (11/219). Su enriquecimiento se evidencia al acercarse a la ciudad «no por tierra cuya entrada y aspecto nada vale, sino por mar, partiendo de los embarcaderos del Puntal y de Pedreña. Se descubre la ría sembrada de barcos de todos portes y cabidas, y a lo último el magnífico muelle nuevo, en el que se hace la carga y descarga a pocas varas de los almacenes y despachos de los comerciantes, formando una especie de rambla que sirve de paseo, hermoseado por la extensa acera de casas sólidas, alineadas, de buen gusto y construcción, en cuyo punto reina la vida y el movimiento de una ciudad mercantil: la que por este punto de vista aparece como esas poblaciones de Alemania, Holanda e Inglaterra, que surgen del medio de las aguas» (12/229). Pero nada más llegar el viajero al muelle y desembarcar, esta hermosa visión se desvanece: «Sentada ya la planta en el muelle de Santander y a pocos pasos que se den hacia las calles a él paralelas, cualquiera preguntará, ¿dónde está el pueblo que se veía desde lejos? Aquí no hay sino diseño de calles, plazuelas en boceto, proyectos de ciudad, manzanas de casas en pretensión. [...] si Santander tuviese algunas calles iguales, parecidas o imitadas a la del muelle sería una de las ciudades mejores de España» (12/229-230). A pesar de esta riqueza marítima y de comercio el puerto de la ciudad no ofrece una buena impresión: «adolece de varias contras y defectos; el viento Sur es formidable y tempestuoso y contra el cual no tiene ningún abrigo ni resguardo; los ríos están continuamente amontonando en la bahía gruesas cantidades de arena en sus avenidas y la entrada tampoco es de las más apetecibles, en particular por el invierno» (11/219-220).

Torrelavega, Reinosa y Castro-Urdiales son las poblaciones que más favorablemente impresionan a los viajeros. Torrelavega es presentada con colores muy positivos: «El valle de Torrelavega es quizá, después del de Cabezón, el más abundante y pingüe de toda la provincia» (12/227). «Lo que da más realce a Torrelavega es esa campiña extensa que llaman La Mies, por cuyo recinto cruzan y serpentean los ríos» (11/219). Su riqueza agrícola, las industrias de harinas, el aprovechamiento de la fuerza hidráulica («Hay una cascada artificial, que, formada por una figura de puente echado que constituye   —181→   el lecho, obliga al agua a desprenderse con ímpetu y con arco, con motivo del desnivel» (11/219), su privilegiada situación «en una carretera tan frecuentada, cerca de Santander y entre esta ciudad y Reinosa, regada por dos ríos, el Saja y el Besaya, que hacen su confluencia en sus inmediaciones, y luego, confundidas sus aguas, pasan por la Requejada, a una legua, donde llegan buques de hasta 120 toneladas, y donde se hacen los embarques de trigos, harinas y otros granos, que salen al Océano, desembocando por la ría en Suances» (11/219); todo ello contribuye al progreso de la ciudad. De Reinosa impresionan sus condiciones físicas y meteorológicas: «es uno de los puntos más elevados y más fríos de la Península; la nieve dura mucho tiempo en las calles del pueblo» (10/215), y el hecho de ser vía de comunicación principal entre la meseta y la costa: «el continuo tránsito de carros, carretas y toda clase de vehículos con que se hacen los transportes de harinas, desde la conclusión y desembarcadero del Canal de Castilla, en Alar del Rey hasta la ciudad de Santander» (10/215). Por ello la mayoría de habitantes de los pueblos que hay desde Reinosa a Torrelavega «se emplean en la carretería, que no deja de proporcionarles una ganancia regular, siendo, además, una vida más alegre y variada que la de llevar todo el día una azada en la mano» (12/227-228). Pero ni Reinosa ni Torrelavega llegan al nivel de Castro-Urdiales, «la población más importante de toda la montaña de Santander, después de la Capital» (13/235). Y eso a pesar de que «es un pueblo pequeño: la vecindad de todo el distrito municipal no pasa de unas 3000 y pico de almas» (12/235). La riqueza de Castro proviene fundamentalmente de la pesca la «más abundante de besugo, merluza, sardina y chicharro, [que] se exportan a lomo, por las recuas de los maragatos y arrieros que lo conducen a Madrid y otros muchos lugares de Castilla, en particular a Burgos, Aranda, Rioja, etc.» (13/235). A la riqueza de la villa contribuyen «fábricas de salazón y de escabeche, que proporcionan una riqueza sólida a sus dueños, que generalmente suelen ser los más acaudalados de la comarca» (13/235-236). No deja de impresionar al viajero lo extrovertido de las mujeres de Castro, en particular de las «pescaderas» ambulantes: «La juventud femenina de Castro no quiere servir en las casas de los particulares, [...] prefiere el trabajo en los escabeches o el tráfico de pescado que compran fresco y le llevan a vender a los pueblos limítrofes, formando cuadrillas de 10 a 12 que caminan a paso de Luchana, contándose recíprocamente anécdotas y pasajes curiosos y divertidos, acompañados de una acción tan expresiva y marcada, que pudiera servir de modelo a los que estudian oratoria» (13/236). Esta animación es compartida por todo el pueblo y su afición a las fiestas es extremada: «Entre las tonterías y mentiras que los extranjeros dicen de nuestra nación, recuerdo haber visto en una Guía de España escrita   —182→   en Francia la noticia siguiente: los españoles son tan aficionados al fandango, que donde quiera que le oigan, empiezan a bailarlo, aunque sea en una iglesia o tribunal. Esta ridícula exageración casi podría aplicarse a la clase del pueblo de Castro» (13/236). Así no es de extrañar que el pueblo cuente con un tamborilero municipal que «tiene que ejercer su destino todos los domingos y fiestas de guardar» (13/236). Su destino consiste en tocar, pito y tamboril, para que se produzca el baile «mezcla de fandango, seguidillas y zorzico. [...] La plaza se convierte en un palenque en que a porfía cada uno demuestra sus conocimientos y disposiciones coreográficas» (13/236).

Por el contrario, otras poblaciones aparecen presentadas con tintes más negativos. Es el caso de Santoña, «internada en un arenal que impide verla hasta que se desembarca y se llega a las fortificaciones» (15/261); «una de las plazas fuertes más notables del reino, [que] se encuentra aislada sin que le sea posible progresar en comercio ni industria, a pesar de su puerto cómodo y seguro y de su espaciosa playa» (10/215) que no tiene ninguna carretera que la comunique con el resto de la provincia. Lo mismo le ocurre a San Vicente de la Barquera que tampoco «tiene más camino para el interior que uno de carro; así es que esta villa, en otros tiempos tan floreciente, ahora está sin vida y hasta sin medios de adquirirla» (10/215). Pero las estampas más negativas son las que ofrecen Santillana del Mar y Laredo. Santillana «se parece a una mujer en otro tiempo hermosa, rozagante, que recibió inciensos y adoraciones, y que ahora vieja y arrugada todavía se le figura que está en sus verdores» (12/229). Compara el viajero su pasado glorioso, capital de las antiguas Asturias, cuna de la aristocracia cántabra, con su estado actual, «triste, solitaria, rodeada de un silencio sepulcral, interrumpido de vez en cuando por el siniestro graznar de alguna ave nocturna, que anida en los torreones y en las murallas carcomidas y ruinosas. [...] Por aquellas calles apenas se ve una persona: el forastero cree a pocas horas de hallarse allí que está en medio de un cementerio. Villa sin comercio ni comunicaciones parece condenada a la nulidad y a la impotencia» (12/229). No es mejor la situación de Laredo que «ofrece un aspecto desagradable en su conjunto: las calles son de guijarros desiguales y salientes, sin aceras; la mayor parte de ellas en cuesta hacia el norte, que es por donde se extiende la población, aunque en lo llano hacia el mediodía tiene algunas calles; entre ellas la mejor que es la calle Real y la de la Constitución donde está el ayuntamiento. Las casas tienen en general balcones de madera, de construcción antigua y pésimo gusto; hay algunas buenas de cantería y bastante ornato. [...] Se percibe que es un pueblo en decadencia, no se ve una obra reciente, una fabricación moderna; carece de alumbrado público. [...] Es algo extraño que en el siglo de las luces no trate Laredo de   —183→   poner algún farol público» (14/256). Y el ambiente de la ciudad no es mejor que su aspecto: «En general poca distracción se proporciona en Laredo a cualquier transeúnte: No hay reuniones [...] Tampoco hay círculo de recreo [...], hay, sí, un café que por casualidad tiene un piano y consiste en que el dueño es el organista de la parroquia. El trato entre las personas y las familias apenas existe» (15/251).

Los lectores del Semanario se encuentran, como hemos visto, con una región de bellos paisajes, en su mayor parte salvajes, dominados por enormes montañas y mares tormentosos. Su población es tranquila e industriosa, de carácter tranquilo, con la notable excepción de los pasiegos. Su presente oscila entre la buena situación de Santander, Torrelavega y Castro-Urdiales y el declive imparable de Laredo y Santillana del Mar. Esta visón, sin duda, quedaría firmemente marcada en la mente de los lectores del Semanario Pintoresco, la revista más famosa, influyente y leída de su tiempo.






Relación de artículos

  • El Pez Hombre. Manuel de Assas. 1839, p. 30.
  • El Nadador de Liérganes. Manuel de Assas. 1839, pp. 30-31.
  • Usos y trages provinciales. Los pasiegos. Enrique Gil y Carrasco. 1839, pp. 201-203.
  • Geografía Española. Región cantábrica. F. Fabre. 1839, pp. 212-214.
  • Viajes. La Hoz de Bárcena. Clemente Díaz. 1840, pp. 383-384.
  • España Pintoresca. Santander. Manuel de Assas. 1847, pp. 2-6.
  • Santander. Manuel de Assas. 1847, pp. 10-12.
  • España Pintoresca. Los baños de Ontaneda, 1847, pp. 193-194.
  • Una romería en las montañas de Santander, 1848, pp. 258-261.
  • Impresiones de viaje. Santander y provincias vascongadas. (Reinosa). Antolín Esperón. 1850, pp. 214-216.
  • Impresiones de viaje. Santander y provincias vascongadas. (Torrelavega). Antolín Esperón. 1850, pp. 218-220.
  • Impresiones de viaje. Santander y provincias vascongadas. (Ontaneda, Santillana y Santander). Antolín Esperón. 1850, pp. 227-230.
  • Impresiones de viaje. Santander y provincias vascongadas. (Castro-Urdiales). Antolín Esperón. 1850, pp. 235-237.
  • Impresiones de viaje. Santander y provincias vascongadas. (Laredo). Antolín Esperón. 1850, pp. 255-257.
  • Impresiones de viaje. Santander y provincias vascongadas. (Laredo, Colindres y Limpias). Antolín Esperón. 1850, pp. 260-261.
  • El Pasiego. Antolín Esperón. 1851, pp. 390-392.
  • —184→
  • El nacimiento del Ebro. Manuel de Assas. 1856, pp. 313-314.
  • El Faro de Santander. Manuel de Assas. 1856, p. 334.
  • Santa Catalina de Montecorbán. Junto a Santander. Manuel de Assas. 1857, pp. 17-19.
  • Ermita de la Virgen del Mar. Junto a Santander. Manuel de Assas. 1857, pp. 41-42.
  • Colegiata de Cervatos. Manuel de Assas. 1857, pp. 57-59.
  • Monasterio de Santo Toribio de Liébana. Manuel de Assas. 1857, pp. 73-75.
  • La Colegiata de Castañeda. Manuel de Assas. 1857, pp. 137-138.
  • La Torre de Cacicedo, cerca de Santander. Amós de Escalante. 1857, pp. 222-224.
  • Colegiata de Cervatos. Manuel de Assas. 1857, p. 407.



Índice de grabados

  • Bárcena. Trabajadores en el camino de Reinosa. 1840, p. 384.
  • Castañeda. Vista exterior de la colegiata de Castañeda por el lado del ábside. 1857, p. 137.
  • Cervatos. Vista exterior de la colegiata de Cervatos. 1857, p. 5. (Pizarro).
  • Corbán. Exterior del monasterio de Corbán. 1857, p. 17. (Rico-T. Ruiz).
  • Liébana. Vista exterior del monasterio de Santo Toribio de Liébana. 1857, p. 73. (Juan Gutiérrez de Sara. Pizarro. Rico).
  • Noja. Casa de los Velascos. 1857, p. 397.
  • Ontaneda. Vista del Balneario. 1847. p. 193.
  • Reinosa. El Nacimiento del Ebro. 1856, p. 313. (Manuel de Assas).
  • Santander.
    • Casa antigua de Pronillo. 1857, p. 396. (Sierra).
    • Faro de Santander. 1856, p. 333.
    • Santander en el actual reinado. 1847, p. 9. (Múgica).
    • Santander en el Siglo XVI. Vista tomada desde cerca de San Martín. 1847, p. 4.
    • Vista de la ermita de la Virgen del Mar. 1857, p. 41. (Manuel de Assas).
  • Vega de Pas. Pareja de Pasiegos con trajes típicos. 1839, p. 201. (Alenza-Castria).



Bibliografía

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  • —185→
  • Gómez Aparicio, Pedro. (1967) Historia del periodismo español. Desde la «Gaceta de Madrid» hasta el destronamiento de Isabel II. Madrid. Editora nacional.
  • Hartzenbusch, Juan Eugenio. (1874) Apuntes para un catálogo de periódicos madrileños desde el año 1561 al 1870. Madrid. Rivadeneyra.
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