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La visita que no tocó el timbre

(Comedia en tres actos)

Joaquín Calvo-Sotelo



«La visita que no tocó el timbre» se representó por vez primera en el Teatro Lara de Madrid, la noche del 12 de diciembre de 1949 con arreglo al siguiente:

REPARTO

 
EMMA.
JUAN VILLANOVA,   44 años.
SANTIAGO VILLANOVA,   45 años.

(A los efectos de la representación tómese buena nota de que los términos derecha e izquierda van referidos al espectador y no al actor.)






ArribaAbajo Acto I

 

La escena representa la salida de un ático, que bien pudiera estar situado en las madrileñas calles de Luchana o Viriato; en una barriada de la clase media, en suma. Hay una puerta a la derecha y otra a la izquierda, ambas situadas en la mitad de los lienzos respectivos de pared, y una gran puerta al foro, de mampara, dividida en dos hojas, practicables. Cuando esa puerta del foro se descorre -y descorrida se ve casi siempre- se pasa al vestíbulo. En el vestíbulo, que es muy reducido, hay un banco de rejilla sobre el que se guardan las dos gabardinas, iguales, los dos sombreros negros, iguales, y las dos bufandas de los dos hermanos que la habitan, JUAN y SANTIAGO VILLANOVA. Al fondo, la puerta que da a la calle. Esta puerta, con su mirilla, desempeña un papel importantísimo en la comedia y, por esa razón, abrirá y cerrará solemnemente y con una precisión máxima: habrá de ser una puerta convincente. El mobiliario no necesita ser ni profuso ni rico. A mano izquierda, hay uña mesita baja, con un par de sillones, en torno suyo. A mano derecha, adosada a la pared, una cómoda. Y cuadritos, sobre temas simpáticos, por doquier. La acción comienza a las nueve y media de una mañana de diciembre. Ha nevado toda la noche y sigue nevando todavía, fenómeno meteorológico que, si no es excepcional en Madrid; tampoco es tan frecuente como para que no merezca ser subrayado. Ah, se me olvidaba advertir que en el segundo término y sobre una cómoda que, acaso, puede hacer juego con la de la derecha, existe un teléfono.

 
 

En esta comedia hay sólo tres personajes. Dos de ellos, cuya descripción acometemos ahora, son los hermanos VILLANOVA, don JUAN y don SANTIAGO. El otro, la señorita EMMA, de la que en momento oportuno se hablará con la extensión que merece. JUAN y SANTIAGO tienen, respectivamente, 44 y 45 años sobre poco más o menos. Sus puntos de coincidencia son éstos: una misma profesión, funcionarios de Aduanas. Un mismo sastre. Unas mismas ideas políticas, aunque de ellas no se hable en la comedia. Una misma educación y un pasado de trabajos y diversiones común. Sus caracteres, sin embargo, divergen. JUAN lleva más luz dentro que SANTIAGO. SANTIAGO posee un alma burocratizada. JUAN alimenta sus sueños. SANTIAGO los roe. JUAN está construido sobre un movedizo suelo bohemio. SANTIAGO sobre un granítico e inconmovible sentido del método. Por lo demás, al exterior, no tienen personalidad individual ninguna: son los hermanos Villanova. No suele hablarse de uno aislado nunca, sino de los dos. Si fuera posible admitir la hipótesis de que cualquiera de ellos cometiera un crimen, se encausaría a los dos. Si alguno fuera condecorado, ambos se creerían con derecho a usar la condecoración. Esta cuenta indistinta que, para terceros, ofrecen JUAN y SANTIAGO, abierta está, recíprocamente, sin límites de ningún género. No existe el dinero de cada uno, sino sólo el de los dos. No existe una cartilla de ahorro individual, sino común. La posición de acreedor o deudor, no es conocida para ellos. JUAN se conduce de esa manera sin esfuerzo, porque su espíritu es generoso y desprendido. SANTIAGO, con mayores dificultades, porque es un poquito tacaño, defecto que proclamamos con cierta pena, dada la indudable simpatía que por él sentimos. Salvada esa diferencia, las posibilidades que se dan en ellos para el acoplamiento son infinitas. JUAN adora la pata del pollo y SANTIAGO la pechuga. JUAN bebe vino, pero SANTIAGO no, y, por tanto, media botella basta a sus comidas. A uno y a otro les encanta la fila nueve o diez de los fines, por lo que no se disputa nunca a, la hora de tomar localidades. Siempre votaron, en los lejanos tiempos en que se votaba, por los mismos candidatos. Para comprender su psicología convendrá advertir que, hasta hace menos dedos años, luctuosa fecha en que murió su madre, fueron tratados como niños. Pesaron, a despecho de su mayoría de edad, sobre sus libertades, limitaciones nacidas de una disciplina filial, a la que ninguno faltó. Disfrutaron, a sensu contrario, los mimos y las ternuras, que una ley biológica obliga a perder, frecuentemente, en sazón temprana. Y eso es, a mi juicio, lo que importa subrayar de modo principal en la idiosincrasia de JUAN y SANTIAGO VILLANOVA. Los cuajes comienzan su vida escénica una mañana de diciembre, de un diciembre cualquiera, en el momento de, dirigirse a su oficina, en la Dirección General de Aduanas.

 
 

Al levantarse el telón, SANTIAGO aparece sentado junto a la puerta de la izquierda. Habla con JUAN, al que no se ve. Tiene el periódico «Ya» en la mano y se halla en actitud de iniciar su lectura. SANTIAGO se encuentra a medio arreglar. Lleva, bata. Está despeinado y en zapatillas. Ambos, cuando estén completamente arreglados, llevarán corbata y brazalete negros.1)

 

SANTIAGO.  ¿Cuándo terminas? ¿Qué estás haciendo? ¿Has encontrado algo a base del átomo para quitarte las canas?

JUAN.-   (Dentro.)  No tengo canas.

SANTIAGO.-  ¡Pues, hale, hombre, hale!

JUAN.-  Acabo en seguida. Anda, extráctame él «Ya»...

SANTIAGO.-  Hoy no han pasado grandes cosas en el mundo.

JUAN.-  Veamos.

SANTIAGO.-  Comentarios sobre el próximo Consistorio.

JUAN.-  ¿Qué?

SANTIAGO.-  Nada, que parece que va estar muy animado. Peregrinación compostelana. Noticias del Año Santo. Nuevo secretario de Acción Católica. Audiencias del Obispo de Málaga...

SANTIAGO.-  ¿Qué más?

JUAN.-  Las relaciones soviético-americanas siguen su curso.

JUAN.-  ¿Dicen cuál es?

SANTIAGO.-  Sí, el de siempre.

JUAN.-  ¡Pues estamos listos!

SANTIAGO.-  La nevada de ayer.

JUAN.-  Ésa la vi yo, y no necesito que me la cuenten.

SANTIAGO.-  Sesión Municipal. El Ayuntamiento estudia la posibilidad de convertir en plaza la calle de Alcalá y en calle la Cibeles. Asimismo, se proyecta declarar zona verde la Puerta del Sol.

JUAN.-  Bien, ¿y qué más?

SANTIAGO.-  «Ya» felicita a todos sus suscriptores, lectores y anunciantes, con motivo de las próximas fiestas de Navidad.

JUAN.-  Hombre, hay que contestarles.

SANTIAGO.-  Sanseacabó. Y anuncios...

JUAN.-  ¿Ofrecen algún empleo con ocho mil pesetas mensuales, tres horas de trabajo, coche y vivienda?

SANTIAGO.-  No.

JUAN.-  Entonces...

SANTIAGO.-  Este otro podría interesarte: «Rubia, veinticinco años, solicita protección reservada caballero, a ser posible casado».

 

(Sale asombradísimo, por la izquierda. Viene a medio vestir, terminando de secarse con la toalla.)

 

JUAN.-  ¿Trae ese anuncio el «Ya»?

SANTIAGO.-  No, hombre, no; era una broma.

JUAN.-  Me extrañaba mucho.

SANTIAGO.-  ¿Concluiste?

JUAN.-  Sí, entra tú. Y date prisa, ¿eh?

SANTIAGO.-  No te preocupes.  (Hace mutis por la izquierda, desde la que, como antes JUAN, continúa hablando.) 

Extráctame el «ABC».

JUAN.-     (Se instala en la misma silla que ocupara SANTIAGO.) La primera plana, una fotografía de la Cibeles nevada.

SANTIAGO.-  ¡Audaz reportaje!

JUAN.-  En la tercera... ¡Qué bárbaro! ¡Qué megaterio!

SANTIAGO.-  ¿De qué se trata?

JUAN.-  Otra fotografía. «El avión B-72, de diez motores, con capacidad para transportar trescientos soldados, el más grande del mundo hasta la hora de cerrar nuestra edición».

SANTIAGO.-  Y artículos, ¿no trae?

JUAN.-  Sí... Te voy a leer el principio de cada uno, a ver si tú aciertas después las firmas, ¿quieres?

SANTIAGO.-  Hale, ya sabes que, las adivino siempre.

JUAN.-    (Lee.)  «El caballero ha llegado en su tartana. La tartana va tirada por una briosa yegua. ¿Es alazana la yegua? ¿Es baya? ¿Es careta? ¿Es ganivea? ¿Es, tal vez, como suelen verse por Levante, audulinia? El caballero desciende de la tartana. Tiene buen porte el caballero. En 1824, don Leandro Fernández Moratín escribe una comedia. Llámase ésta: 'El mentidero de las hermosas o Amores contrariados'. En la primera escena aparece un caballero en su tartana...».

SANTIAGO.-  Ya sé, ya sé... Desde que empezaste. Es de Azorín.

JUAN.-   (Solemne, de pie.)  ¡God save Azorín!  (Pronúnciese «Godseiff».) 

SANTIAGO.-  De acuerdo. Dios nos le guarde muchos años.

JUAN.-  A ver el siguiente: «Escríbeme un lector para preguntarme si en el pretérito pluscuamperfecto de subjuntivo es admisible o no la forma esdrújula, y en Dios y en mi ánima juro que plugiérame darle cumplida respuesta, porque viene su epístola aderezada con las mejores especias y compuesta en un estilo del que pudiera decirse, a la manera de Rubén, que es 'muy moderno, audaz, cosmopolita'...».

SANTIAGO.-  ¡De Sassone! He de leerlo después. Me encanta don Felipe.

JUAN.-   (Generoso.)  Bueno, aprobado. Te leeré el editorial.

SANTIAGO.-  Venga. ¿Cómo se titula?

JUAN.-  «La salvación está en la República».

SANTIAGO.-   (Se ríe a carcajadas.)  Sí, sí, que me lo voy a creer hermano. Es tu venganza por la broma que te gasté antes.

JUAN.-  Quedamos en paz.

SANTIAGO.- 

SANTIAGO.-  En fin... Lee quiénes se han muerto y quiénes se han casado.

JUAN.-  Ambas informaciones forman parte de la Sección Necrológica.

SANTIAGO.-  Tal vez... Lee, anda.

JUAN.-  Hoy no se ha muerto nadie importante.

SANTIAGO.-  Mira si, por casualidad, nuestro jefe...

JUAN.-  No, seguirá con la misma espléndida salud de ayer... Y te he de decir algo penoso. Moriría y apenas si el periódico le dedicaría más líneas que las de pago. Me pongo triste cuando pienso en eso y me sirve para medir nuestra pequeñez. El hombre que nos amarga muchas horas al día no tiene importancia ninguna. Nosotros, en consecuencia, menos aún.

SANTIAGO.-  Déjate de reflexiones pesimistas, ¿Quiénes se han casado? ¿Quiénes se van a casar?

JUAN.-  Voy a decírtelo. Tiene mucha importancia esa sección. ¿Sabes el motivo de nulidad que alegaba Victoriano Urzáiz para abandonar a su mujer? Que no se había publicado la noticia de la boda en «ABC».

SANTIAGO.-  Menudo sinvergüenza el tal Victoriano. Con la preciosidad de mujer que tiene y la ha dejado en la calle.

JUAN.-  ¿En qué calle, Santiago?

SANTIAGO.-  Anda, anda... Sigue leyendo. Enlaces, peticiones de mano...

JUAN.-   (Con aire burlón y levemente melancólico. Cierra el periódico y adopta, sin embargo, el mismo tono de voz que si prosiguiera su lectura.)  «Por don Juan Villanova y para su hermano don Santiago, funcionario de la Dirección General de Aduanas, ha sido pedida la mano de la distinguida señorita...».

SANTIAGO.-    (Se ríe.)  Cállate, que tiemblo sólo de pensar que pudiera ser cierto...

JUAN.-  No te intranquilices.

SANTIAGO.-  A ver si has leído mal. ¿No dirá lo contrario?

JUAN.-  ¿Cómo?

SANTIAGO.-  «Por don Santiago Villanova, para su hermano don Juan, habilitado de la Dirección General de Aduanas, ha sido pedida la mano de...».

JUAN.-  Te juro que no.  (Se levanta.)  Ya se fue para nosotros el tiempo en que cualquiera de esas noticias hubiera sido posible...

SANTIAGO.-  ¿Melancolía?

JUAN.-  Calla, hombre. Júbilo de haber superado un peligro.

SANTIAGO.-  Oye, ¿por qué no preparas el desayuno?

JUAN.-  No querrás que te haga el chocolate.

SANTIAGO.-  Ni que yo lo tome si tú lo haces. ¿Ves, el haber despedido a Martina? Si al menos tuviéramos estas cosas electrificadas como los americanos...

JUAN.-  Nosotros, los pobrecitos europeos, tenemos a Martina.

SANTIAGO.-  Cuando la tenemos.

JUAN.-  El todopoderoso americano dispone de un aparato eléctrico para preparar el café, de otro para tostar el pan, de otro para untarlo de mantequilla... Pero el desayuno se lo ha de preparar él. Nosotros, los pobrecitos europeos, damos una voz, si no hay fluido, gritamos: ¡Martina!; y tres minutos después nos sirven a mano y en la cama un desayuno que no se lo salta un galgo. Electrificación por electrificación, es más cómoda la nuestra.

SANTIAGO.-  ¿Por qué despediste entonces a Martina?

JUAN.-  Fuiste tú quien tomaste la resolución, Santiago, no yo.

SANTIAGO.-  A ti no te era simpática.

JUAN.-  No me gustaba su manera de describir el día que hacía, eso es todo. -¿Qué día hace, Martina? -El propio de la estación, señorito-. Era un afán de no comprometerse que me irritaba. Por pecar de la misma ambigüedad, despidió Anatole France a otro de sus criados.

SANTIAGO.-  Bien; ¿hay fruta?

 

(Sale de la izquierda, ya afeitado y en actitud de abrocharse los gemelos de la camisa.)

 

JUAN.-  Creo que sí.  (Hace mutis por la derecha.) 

SANTIAGO.-  Tráetela, anda,

JUAN.-  Hay fruta yagua.  (Saca primero la fruta y luego dos vasos con agua en sendas bandejas.)  Debimos haber tomado una asistenta estos días.

SANTIAGO.-  ¡Qué tontada! Nos arreglamos perfectamente sin ninguna.

JUAN.-   (Mientras desayuna.)  Total, por unos duros que no valían la pena.

SANTIAGO.-  Ahorramos doscientas pesetas, que buena falta nos hacen.

JUAN.-  ¿En qué las invertiremos?

SANTIAGO.-  Ya te pesan, ¿verdad?

JUAN.-  Por de pronto, hay que comprar el regalo de boda de Fermín: Se casó en julio y estamos en falta con él. Ha de ser un regalo importante. Es nuestro mejor amigo.

SANTIAGO.-  Sí, pero importante... ¡Bah! No le falta de nada. Lo esencial en estos casos, Juan, es que tenga un recuerdo de nosotros.

JUAN.-  Bueno, pero no un recuerdo de que somos tacañitos.

SANTIAGO.-  No te preocupes, hombre. Ya quedaremos bien.

JUAN.-  En gastos menores, apunta un par de duros para ir hoy a la oficina. Tomaremos un taxi.

SANTIAGO.-  Tú no sabes como disculpa la nieve los retrasos. En Madrid, donde no nieva nunca...

 

(Mientras habla, pone en hora el reloj que hay sobre la consola de la izquierda.)

 

JUAN.-  En Estocolmo es cosa distinta, claro.

SANTIAGO.-  Allí los funcionarios están autorizados para faltar los días de sol.

JUAN.-  Hay que establecer esa costumbre entre nosotros.

SANTIAGO.-  El primer día de la primavera es allí fiesta oficial, ¿no comprendes?

JUAN.-  Es lógico. El sol es como un pariente querido y lejano que sólo les visita de tarde en tarde.

SANTIAGO.-  ¡Pobres! ¿A cuánto comprarían la hora de sol?

JUAN.-  Mira qué pena. Si pudiéramos exportarlo tendríamos más dólares que nadie.

SANTIAGO.-  Pero pasaríamos un frío...

 

(Se ha sentado con su hermano y toma, igual que él, algo de fruta.)

 

JUAN.-  Echo de menos el chocolate, chico.

SANTIAGO.-  En el bar de abajo lo tomas, si te apetece.

JUAN.-  ¿Por qué no quisiste que nos lo preparara la portera? Se ofreció a hacerlo cuando supo lo de Martina.

SANTIAGO.-  Está deseando que le subamos la gratificación. Y si hubiéramos aceptado su ofrecimiento habría sido inevitable darle ese gusto.

JUAN.-  Veo, hermano, que no tomas tus decisiones a la ventura. Llevas la política económica dé la casa con un rigor ejemplar.

SANTIAGO.-  Dime si toda prudencia no es poca.

JUAN.-  De acuerdo. Es poca.

SANTIAGO.-  Hay que guardar un equilibrio, con ingresos tan reducidos. Lo que se quita de aquí hay que llevarlo allá.

JUAN.-  Por cierto, allá, ¿cuándo va a ser la Gámez?

SANTIAGO.-  Aguárdate un poco. No te ofusques con los éxitos de relumbrón. Al fin y a la postre, vienen siempre «las populares».

JUAN.-  Pero es un latazo que te estén hablando los amigos y contándote los chistes de la obra y que, cuando vayas tú, te los sepas todos.

SANTIAGO.-  Yo ya he oído dos o tres que me han quitado las ganas de ir. Que ésa es otra de las ventajas de esperar.

JUAN.-  Reconozco en ti la sabiduría ahorrativa de nuestra pobre madre.

SANTIAGO.-  Falta hace, por si acaso heredaste tú el espíritu dilapidador de nuestro padre.

JUAN.-  Si nos vieran viviendo así, ¿crees que se alegrarían?

SANTIAGO.-  Nuestra madre, no, porque siempre nos estaba diciendo que nos casáramos.

JUAN.-  Entonces, nuestro padre, sí, porque siempre nos estaba diciendo que nos quedáramos solteros.

SANTIAGO.-  Es curioso, dos consejos tan distintos basadas en una experiencia común.

JUAN.-  Se conoce que les fue de perlas a los dos.

SANTIAGO.-  ¿A papá también?

JUAN.-  Pues claro. A mamá, sin duda alguna, ya que nos aconsejaba que nos casáramos. Y a papá, lo mismo, sólo que él sabía lo difícil que era el que saliera bien el matrimonio.

SANTIAGO.-  Papá fue obedecido.

JUAN.-  ¿Estaremos a salvo, Santiago?

SANTIAGO.-  Hay qué suponer qué sí. Cumpliré cuarenta y seis en febrero.

JUAN.-  Yo, cuarenta y cinco. ¿Sabes lo que nos ha ayudado a permanecer solteros? El que mamá haya vivido hasta tan tarde. Ella nos daba el hogar. Sin ella, cualquier Nochebuena nos habríamos echado novia, desesperados.

SANTIAGO.-  Pero van ya dos Nochebuenas en que nos falta. ¡Pobre madre!

JUAN.-  La madre el único ser del mundo autorizado para reñirnos por pelar mal las manzanas.

SANTIAGO.-  En fin, solteros.

JUAN.-  Sí; ya es nuestra edad la que nos defiende.

SANTIAGO.-  No tanto, hombre. Aún podríamos casarnos sin provocar cencerradas.

JUAN.-  De acuerdo, pero es poco probable. Mi estado actual se llama serenidad. Floto por encima de las pasiones. Podría decirse que me he clausurado. Si mañana Gilda montara la guardia para seducirme me conseguiría, acaso, un sábado de siete a nueve, solamente. Después, le negaría el saludo.

SANTIAGO.-  Pero esto es que nos acercamos a la perfección. ¿Comprendes, Juan?

JUAN.-  Es posible que la hayamos alcanzado ya.

SANTIAGO.-  Sin embargo, con Engracia, creí que te perfeccionabas.

JUAN.-  ¡Bah! Me encontraba a gusto.

SANTIAGO.-  Eso es peligrosísimo. Encontrarse a gusto... Engracia era una tanguista, hombre.

JUAN.-  Hasta los treinta años se puede hacer una boda ventajosa. Hasta los cuarenta, una boda a la par. De los cuarenta en adelante, hay que dar momio.

 

(Se lleva la fruta. Deja los vasos de agua y la jarra en la cómoda de la derecha.)

 

SANTIAGO.-  ¿Vale la pena?

JUAN.-  Mi humilde opinión es negativa.

SANTIAGO.-  La mía es igual a la tuya.

JUAN.-  ¿Sabes que vi ayer a Engracia? Vive en el edificio Capitol hecha una reina. La maternidad...

SANTIAGO.-  ¿Es madre?

JUAN.-  Tiene un niño precioso, de cuatro meses.

SANTIAGO.-  ¿Hablaste con ella?

JUAN.-  Sí, me saludó con tanta simpatía que me acerqué un momento. Oye, ¡qué sensación! Cuando te encuentras con una mujer que te ha traído loco y la ves con un rorro, en los brazos empiezas a pensar mil cosas. Ya me entiendes, ¿no?

SANTIAGO.-   (Ambiguo.)  Sí, claro. ¿Y qué aspecto tiene Engracia?

JUAN.-  ¡Estupendo! La maternidad le ha redondeado. ¡Qué majestad en las caderas, chico! ¡Y qué opulencia pectoral!  (SANTIAGO hace mutis por la izquierda, de donde regresará en momento oportuno)  También a mí me tuviste un poco inquieto.

SANTIAGO.-  ¿Por qué?

JUAN.-   (Hace mutis por la derecha.)  Su nombre era Antonia...

SANTIAGO.-  Estaba muy enamorada de mí. Ya lo sabes. Tanto, que dejó plantado a un socio del Nuevo Club.

 

(Regresa poniéndose la chaqueta.)

 

JUAN.-  Buen éxito. Pero no era de fiar. Y a ti te constaba su...

 

(Sale, igualmente, poniéndose la chaqueta.)

 

SANTIAGO.-  Su ¿qué?...

JUAN.-  Déjame buscar la palabra, que mi intención no es herirte a ti ni faltarle a ella.

SANTIAGO.-  Afina. JUAN. Su ¿qué?

JUAN.-  Señor mío: podría aplicar diferentes, vocablos para calificarla de diferentes maneras. Si hablo de versatilidad, ¿hago diana?

SANTIAGO.-  Sí, la haces.

JUAN.-  Y sin molestarte, ¿no?

SANTIAGO.-  No tendría derecho.

JUAN.-  Conste que el día en que rompisteis vestí de gala.

SANTIAGO.-  ¿En qué consiste tu gala?

JUAN.-  Me puse el traje nuevo. A propósito...

 

(Hace mutis de nuevo por la derecha e inmediatamente sale con otra americana y una silla sencillísima de madera curvada. Delante de SANTIAGO coloca la chaqueta sobre la silla, la abrocha, le saca el pañuelo presumidamente y la contempla a distancia.)

 

¿Cómo crees que le sienta?

SANTIAGO.-  Un poco caída de hombros la encuentro.

JUAN.-  Naturalmente que sí. Y el sastre empeñado en que no. Total que tengo que mandarle la silla de nuevo.

SANTIAGO.-  Te empeñas en no probarte tú, directamente.

JUAN.-  ¿Para qué? Desde siempre mis chaquetas les han caído a mis sillas mejor que a mí mismo.

SANTIAGO.-  De todas formas...

JUAN.-  Ya sabes que no soy capaz de resistir ni los sastres, ni las esperas ni las pruebas.

SANTIAGO.-  No me sorprende nada. El oficio de sastre se ha divinizado en estos últimos tiempos.

JUAN.-  Son unos suicidas. Ignoran que les cercan los almacenes de ropas hechas.

SANTIAGO.-  Los almacenes de ropas hechas son el comunismo de los sastres. Por otra parte, en el probador tenemos siempre algo femenino; ¿no te parece?

JUAN.-  Yo es allí cuando siento el peso de los años.

SANTIAGO.-  ¿Por qué allí?

JUAN.-  Me miro en el triple espejo y me horripilo. Uno solo puede no decirte la verdad entera. Pero tres... La papada, las ojeras, las canas que note delata el del centro, los de los lados te las acusan.

SANTIAGO.-  Tienes razón. El del centro es el más noble.

JUAN.-  Los de los lados son implacables, solapados, aviesos.

SANTIAGO.-  ¿Por qué dices aviesos?

JUAN.-  Porque sí, creo que es una palabra que va bien con la idea.

SANTIAGO.-  No uses palabras que no son del público dominio.

JUAN.-  ¿Hay pedantería en usarlas?

SANTIAGO.-  No, pero eso es una de las cosas que te han hecho impopular con el jefe. Por ponerlas en los informes.

JUAN.-  Avieso no lo dije nunca. Ni referido a él.

SANTIAGO.-  Pero dijiste «inopinado» y «subrepticio».

JUAN.-  Convenía...

SANTIAGO.-  Para nuestro jefe, todo eso es pedantería.

JUAN.-  Odioso don Aníbal. Si hoy resbalara, al bajar del autobús, me consideraría dichoso. Presume hasta de huellas digitales. Y repitiendo siempre las mismas gracias: es el bolero de Ravel.

SANTIAGO.-   (Descorre la puerta. Se ven entonces, sobre el banco, dos gabardinas con dos brazaletes, dos sombreros negros y dos bufandas del mismo color.)  Toma tu gabardina.

JUAN.-  ¿Cómo la reconoces?

SANTIAGO.-  En la tuya hay siempre un periódico de la noche.

JUAN.-  Cierto.  (Se la ponen con cierta simetría.)  ¿Nos subimos el cuello?

SANTIAGO.-  Me inclino a creer que sería prudente.

JUAN.-  Los guantes, vale la pena de que los abotonemos.

SANTIAGO.-  Estoy de acuerdo.  (Acompañan la acción a la palabra.) 

JUAN.-  ¿En marcha?

SANTIAGO.-  En marcha.

 

(Se dirigen a la puerta de la calle. SANTIAGO se interrumpe.)

 

Un momento.

JUAN.-  ¿Qué te pasa?

SANTIAGO.-  Me iba sin caramelos. Y luego, a las once, los echaría de menos.

JUAN.-  Pues anda, cógelos. No vayas a sentir debilidad después.

 

(SANTIAGO hace mutis unos momentos por lateral izquierda. Al compás de su última frase, JUAN abrió la puerta. El espectador pudo ver, entonces, una canastilla de paja con una media capota, de paja también, en el umbral. Al volverse hacia la puerta JUAN la ve, igualmente. La coge, extrañadísimo, se acerca con ella a la mesita, simula descubrir la ropa que la cubre y entonces da un grito agudo y corto, de sorpresa y de pánico a la vez. Veloz, se apresura a devolver la canastilla a su puesto de origen y a cerrar la puerta de golpe, espantado. SANTIAGO regresa, inocente, ajeno a todo, y se asusta al ver la expresión del rostro de su hermano.)

 

¡Santiago!

SANTIAGO.-  ¿Qué te sucede?

JUAN.-  Algo espantoso.

SANTIAGO.-  ¿Qué te pasa? Hermano, hermano...  (Como si temiera que se le fuerza a morir.)  ¿Qué sucede?

JUAN.-  Ahí, en la puerta...

SANTIAGO.-  ¿Qué?

JUAN.-  No vayas, te lo ruego.

SANTIAGO.-  Explícate...

JUAN.-  Entérate tú mismo. Por la mirilla..., pero sin abrir.

SANTIAGO.-   (Abre la mirilla.)  No veo nada.

JUAN.-  No mires enfrente, mira hacia abajo.

SANTIAGO.-  No consigo distinguir nada. ¿Qué hay? ¿Una bomba?

JUAN.-  Peor.

SANTIAGO.-  Caramba, malo tiene que ser.

JUAN.-  Y lo es.

SANTIAGO.-  Demonio, ¿de qué se trata?

JUAN.-  Hay un niño.

SANTIAGO.-  ¿Y qué quiere?

JUAN.-  Cualquiera lo sabe.

SANTIAGO.-  ¿Y por qué no ha llamado? ¿Estamos sin corriente?  (Prueba, con éxito, el interruptor de la luz de la habitación.)  La hay... ¿Es que no llega al timbre?

JUAN.-  Justo. Es que no llega.

SANTIAGO.-  Pequeño debe de ser.

JUAN.-  No puede serlo menos.

SANTIAGO.-  Calla, no me asustes... ¿Qué clase de niño es el que hay en la puerta?

JUAN.-  Un niño recién nacido, hermano.

SANTIAGO.-  ¿Y qué le ha traído aquí?

JUAN.-  Pregunta, más bien, quién le ha traído.

SANTIAGO.-  Pero, ¿cómo está?

JUAN.-  En una canastilla, envuelto en unas ropas... Calla, ¿no le oyes llorar?

SANTIAGO.-   (Se aproxima a la puerta.)  Sí...

JUAN.-  Es su manera de llamar al timbre.

SANTIAGO.-  Vamos a abrir.

JUAN.-  Espera, Santiago. A tiempo estamos. Pero no hagamos nada sin reflexionar previamente.

SANTIAGO.-  Reflexionemos.

 

(Se sientan, los dos, en torno a la mesita en que han desayunado.)

 

JUAN.-  Una cuestión previa, Santiago, bajo palabra de honor. ¿Me oyes bien? Bajo palabra de honor.

SANTIAGO.-  ¿A qué viene eso?

JUAN.-  Porque la pregunta que te voy a hacer no es trivial. ¿Tienes la conciencia tranquila?

SANTIAGO.-  Como el cristal, hermano.

JUAN.-  Bien.

SANTIAGO.-  Un momento. ¿Y tú?

JUAN.-  ¡Santiago! Por lo más sagrado, te juro que...

SANTIAGO.-  Basta, entonces.

JUAN.-  ¿Cuánto hace que no hablas con Antonia?

SANTIAGO.-  Un año hizo el día de la Unificación. ¿Y tú con Engracia?

JUAN.-  Hablarle, ayer... por casualidad. Concluir, para Inocentes se cumplirá el segundo aniversario.

SANTIAGO.-  Conforme.

JUAN.-  Veamos, pues, quién pudo traer el niño hasta aquí.

SANTIAGO.-  Menuda pregunta.

JUAN.-  La madre, Santiago.

SANTIAGO.-  ¡Ah, eso desde luego! O alguien por orden suya.

JUAN.-  Los padres no se preocupan nunca de estas cosas. Vete tú a saber dónde andará el de éste.

SANTIAGO.-  Imagínate.

JUAN.-  Lo mismo a punto de llegar a Pernambuco que jugando al tute subastado en la taberna del Tuerto. Cualquiera lo adivina.

SANTIAGO.-  ¿Y la madre?

JUAN.-  Calla. La madre podría estar en estos momentos llegando al portal. Son ocho pisos, Santiago, ocho pisos.

 

(Sale de estampía por la derecha.)

 

SANTIAGO.-  Ni me muevo, Juan. Fíjate bien. ¿Vas a buscar a una madre a treinta metros de altura? Por amor de Dios, Juan, que nos volvemos locos de frío, que es espantoso el aire que entra.

 

(Cierra la puerta de la derecha con violencia. Después sigue hablando, más fuerte, para vencer ese obstáculo.)

 

¿Ves algo sospechoso? Anda, Juan, no seas ingenuo...  

(Le tira la curiosidad y se empina un poco, por si mejora su observatorio, aunque no lo consigue.)

  Vamos, Juan.

JUAN.-   (Sale sacudiéndose la nieve que le ha caído en la solapa.)  ¡Qué temperatura!

SANTIAGO.-  ¿Hiciste algún descubrimiento?

JUAN.-  Ninguno. Un coche arrancaba del portal en el mismo momento en que me asomaba.

SANTIAGO.-  ¿Viste la matrícula?

JUAN.-  Era oficial. No creo yo que...

SANTIAGO.-  No parece probable. ¿Y qué más?

JUAN.-  Nada. Transeúntes innominados. Poca gente. Y un frío que pela, querido hermano. La madre, tal vez estuviera al alcance de mis miradas, pero yo no la he reconocido, naturalmente. Y, sin embargo, ese niño se encuentra ahí desde hace muy poco tiempo, Santiago.

SANTIAGO.-  ¿Por qué lo sabes?

JUAN.-  Porque cuando llamó la chica de los periódicos y yo salí a abrirle, no estaba allí. Y ha pasado, desde entonces, media hora escasa.

SANTIAGO.-  ¡Es cierto!

JUAN.-  En ese interregno...

SANTIAGO.-  No digas interregno, hombre.

JUAN.-  Caramba, la ocasión lo vale... En ese interregno, alguien ha subido con el niño en los brazos, lo ha dejado en nuestra puerta y se ha ido.

SANTIAGO.-  De acuerdo.

JUAN.-  Segundo punto. ¿El niño viene destinado a nosotros?

SANTIAGO.-  Es evidente que sí.

JUAN.-  ¿Por qué no ha de haber un error en esto? ¿No te han mandado nunca a ti paquetes que iban destinados al vecino?

SANTIAGO.-  En primer lugar, no te olvides que el ático de enfrente está vacío desde hace un mes., Los dueños se han ido a la Argentina.

JUAN.-  No importa. Han podido confundirse de piso. Por otra parte, si he vencido los impulsos que me llevaban, como es natural, a recoger el niño, es porque creo que ese hecho tiene ya una gravedad.

SANTIAGO.-  ¿Por qué?

JUAN.-  Imagínate que dejamos al niño donde está. Alguien más vendrá hoy aquí, ¿no es cierto? Inclusive podemos provocar la visita de la portera con cualquier pretexto que la marcha de la Martina hace facilísimo de inventar.

SANTIAGO.-  ¿Y qué?

JUAN.-  Si es la portera quien se lo encuentra, nosotros podemos encogernos de hombros.

SANTIAGO.-  Tanto como eso...

JUAN.-  Naturalmente que sí. ¿Dónde empieza nuestra casa? De la puerta para aquí, no de la puerta para allá. De la puerta para allá es tierra de nadie, querido hermano. ¿Qué uso te permiten hacer del descansillo, dime? El necesario para saltar desde el ascensor hasta tu piso, no otro. Pues, entonces, ¿por qué me ha de pertenecer a mí lo que aparezca en el descansillo?

SANTIAGO.-  Le han puesto tan pegado a nuestra puerta que ni se ve desde la mirilla. ¿Cómo decir que no está destinado a nosotros? Si viene la portera llamará diciéndonos: «Eh, señoritos, este paquete que han dejado para ustedes».

JUAN.-   (Como si le contestara a la portera.)  ¿Qué paquete?

SANTIAGO.-   (En el papel de la portera.)  Éste, señoritos, que hay en la puerta.

JUAN.-  ¿Qué clase de paquete es?

SANTIAGO.-  Un niño recién nacido, señorito.

JUAN.-  Yo no he encargado ningún recién nacido. Sin duda se trata de un error.

SANTIAGO.-  ¿Lo devuelvo a la tienda?

JUAN.-  O lo regala usted a un amigo. A mí me da igual y yo no pienso abrir.  (Transición. Poniendo fin a su juego.)  No abrir, Santiago. Ésa es la fórmula. Mientras no abras y tomes contacto con el niño, el niño nada tendrá que ver contigo ni conmigo. La divisoria es la puerta, ¿comprendes, Santiago? Y si permanece cerrada, igual de obligados estamos a él que a los que se abandonan en las calles de Shanghai. Podemos encogernos de hombros con toda tranquilidad.

SANTIAGO.-  Entonces, ¿qué hacemos?

JUAN.-  Nada. Armarse de paciencia y esperar. Son horas de bastante movimiento en la escalera y me da el corazón que no pasará mucho tiempo sin que nos veamos libres de complicaciones.

SANTIAGO.-   (Vacilante.)  Ay, Juan... Yo no sé si acertaremos o nos equivocaremos, dejándolo ahí.

JUAN.-  No lo dudes. Ya verás como sí.

SANTIAGO.-  ¡Cuidado! ¿No suena el ascensor?

JUAN.-  Sí, está subiendo.

SANTIAGO.-  Sentémonos como si nada, Juan.

 

(Se sientan los dos con el decidido propósito de adoptar un aire inocente, que sólo a medias consiguen.)

 

JUAN.-  Hablemos de cosas sin importancia... Es lo mejor... Ayer vi el nuevo modelo del Studebaker. Lleva el motor al costado.

SANTIAGO.-  Sí...

JUAN.-  A mí ese modelo me parece que...  (Intentaría seguir hablando de puerilidades análogas, pero no puede. El ruido del ascensor le obsesiona.)  Sigue subiendo.

SANTIAGO.-  Sí, sigue subiendo el tío.

JUAN.-  Interregno está mal, pero tío, también.

SANTIAGO.-  PSSS... (De buena gana se levantaría, pero comprende que sería una imprudencia. Prefiere, estoicamente, esperar sentado cuanto suceda.) Sube que sube que sube... Trepa que trepa que trepa...  (Torturado.)  ¡Ay, Juan!... ¿No cometeremos un disparate dejando al niño ahí fuera?

JUAN.-   (Sin prestarle atención. Sigilosamente.)  Psss. Calla.

 

(Entonces, SANTIAGO, estalla. No puede aguantar más tiempo su disconformidad. Da un salto, se dirige a la puerta, la abre, coge la canastilla con el niño, la mete en el vestíbulo, cierra la puerta y se coloca, por un segundo, recostado en la jamba, como un espía de la Paramount. Al niño, huelga decir, no le presta atención alguna. JUAN le ha visto operar, sin poder impedírselo. Desolado.)

 

¡Pero, Santiago!...

SANTIAGO.-   (Con violencia y cautela simultáneas.)  Tú te callas.

 

(Unos segundos de pausa y, al fin, el timbre, en una sola y breve pulsación. Santiago parece disponerse a responder, pero Juan, desconfiando de su diplomacia, se lo impide.)

 

JUAN.-  ¡Déjame a mí!

 

(JUAN se aproxima a la puerta. El niño queda a su espalda. SANTIAGO coge dé nuevo la canastilla y, a una cómica velocidad, hace mutis por la izquierda. Casi en él acto, regresa sin él. El timbre suena de nuevo. SANTIAGO se aproxima; a su hermano y, solidarizado con su inquietud, escucha, a su igual, detrás de la puerta.)

 

SANTIAGO.-  Abre, no vayan a extrañarse.

JUAN.-   (En voz alta y tranquila, con una visible vanidad de sangre fría.)  ¿Quién es?

VOZ DE HOMBRE.-  ¿Le interesan a usted las obras completas de don Miguel de Cervantes?

JUAN.-   (Infamado de santa cólera.)  ¿En qué periódico colabora ese señor?

VOZ.-   (Sorprendidísimo.)  ¿Cómo dice?

JUAN.-  Yo no leo obras de desconocidos.

VOZ.-  Bueno, bueno...

JUAN.-   (Vuelve a primer término, con aire ofendido. A SANTIAGO, que le sigue.)  ¿Has visto importuno semejante? ¡Qué ocasión se le ha ocurrido para vendernos El Quijote!

SANTIAGO.-  Qué quieres..., el pobre...

JUAN.-  ¿Y el niño? ¿Voló?

SANTIAGO.-  No, hombre, le guardé dentro.

JUAN.-  ¿En el frigidaire?

SANTIAGO.-  No seas bárbaro, hombre. Le puse en mi cuarto, por si necesitabas abrir la puerta.

JUAN.-  ¿Y se puede saber por qué demonios le has metido en casa?

SANTIAGO.-  Siempre estamos a tiempo de volverlo a sacar, Juan.

JUAN.-  De acuerdo, pero, ¿para qué le has quitado de la puerta?

SANTIAGO.-  Cálmate, Juan. He pensado lo siguiente. Si el niño no trae nuestra dirección, podemos hacernos los locos respecto de él y decir que somos víctimas de una broma pesada, ¿comprendes? Pero, ¿y si la trae?

JUAN.-  ¡Qué inteligente eres, hermano! Y yo, ¡qué bárbaro!, que no había caído en eso. Manos a la obra. Veamos con quien nos jugamos el dinero. Condúcele inmediatamente a mi presencia.

SANTIAGO.-  ¿Le vas a interrogar?

JUAN.-  Anda, anda...

 

(SANTIAGO se marcha por la izquierda y retorna, sin pausa, con la canastilla, que coloca sobre la mesa del desayuno.)

 

SANTIAGO.-  Aquí le tienes.

JUAN.-  ¡Qué barbaridad!

 

(Los dos se sientan en torno suyo y le examinan, con un pintoresco airé de despistados.)

 

SANTIAGO.-  ¿Qué edad tendrá esto?

JUAN.-  No seas inculto. No se dice qué edad. Se dice qué tiempo.

SANTIAGO.-  Bueno, ¿qué tiempo?

JUAN.-  Ni idea. Como máximum, cuarenta minutos.

SANTIAGO.-  Vamos, hombre.

JUAN.-  Pues, para mí, no aparenta más.

SANTIAGO.-  Sí, hombre, sí. Esto tiene lo menos cinco o seis días. No hay más que verlo.

JUAN.-   (Mira al niño y en seguida a SANTIAGO; después a SANTIAGO y, otra vez, al niño. SANTIAGO se da cuenta de este juego.)  ¡Santiago!...

SANTIAGO.-  ¿Qué tontería vas a decirme?

JUAN.-  Sois dos gotas de agua, Santiago, sois dos gotas de agua. (Le echa las manos al cuello, como si fuera a ahogarle) 

SANTIAGO.-  Bueno, me parece que la ocasión no se presta a que me gastes bromas estúpidas. ¡Qué caramba!

JUAN.-  Ahora sin bromas, Santiago. ¿A quién crees tú que recuerda, de las personas que conocemos?

SANTIAGO.-  No sé, así, a primera vista...

JUAN.-  A don Aníbal, nuestro jefe, ¿no?

SANTIAGO.-  Calla, a propósito del jefe. ¿Te has dado cuenta de la hora que es?

JUAN.-  Telefonea a Aduanas, diciendo...

SANTIAGO.-  ¿Qué puedo decir?

JUAN.-  Que estamos de parto y llegaremos más tarde. Lo que se te ocurra...

 

(SANTIAGO marca un número en el teléfono mientras JUAN continúa el análisis de las facciones del niño.)

 

SANTIAGO.-  ¿Es el 21-51-14? ¿No?

JUAN.-  Sí.

SANTIAGO.-  Comunica.

 

(Vuelve junto al niño.)

 

JUAN.-  Oye, ¿eso es niño o niña?

SANTIAGO.-   (Como reprochándole su estupidez.)  ¿Cuál crees que será la mejor manera de adivinarlo?

JUAN.-  Santiago, yo soy muy tímido para estas cosas. Infórmate tú. Yo voy a ver si el teléfono está libre.

 

(Va en efecto al teléfono y marca un número en él. Simultáneamente, no aparta la mirada de SANTIAGO, que se acerca a la canastilla y, tras unos instantes de vacilación, examina a la criatura.)

 

SANTIAGO.-   (Con gesto de desdén.)  Niño.

JUAN.-  Comunica todavía.

SANTIAGO.-  . Bien.

JUAN.-  ¿Y trae algo? ¿Una tarjeta, una carta, algo?

SANTIAGO.-  Así, a primera vista, no.

JUAN.-  Busca, busca como buscabas en la frontera de Irún, miserable, que eras el terror del turismo, que hiciste pagar a un diabético como exportador de azúcar.

SANTIAGO.-  Nada.

JUAN.-  ¿Viene sin tríptico?

SANTIAGO.-  Con lo puesto.

JUAN.-  ¿Qué aire tiene?

SANTIAGO.-  Pues, bastante bueno. Las ropas me parecen estupendas.

JUAN.-  ¿Y es posible que no traiga ni dos líneas siquiera?

SANTIAGO.-  Pues no... Espera... ¡Calla! Un disco.

JUAN.-  ¡Demonio! ¿De qué? ¿Opera, baile, música sinfónica, cantos regionales?

SANTIAGO.-  No dice nada. Es uno de esos discos de aficionados que se impresionan por treinta pesetas en cualquier parte.

JUAN.-  Está nuevo, naturalmente.

SANTIAGO.-  Sin usar, Juan.

JUAN.-  Esto quiere decir que hay que poner el disco para saber a qué atenerse.

SANTIAGO.-  Supongo que sí.

JUAN.-  En el disco nos darán los informes que andamos buscando.

SANTIAGO.-  Pues hale, ¿qué esperas? Vamos al gramófono.

JUAN.-  Mira si te hago caso y no lo compramos. Maldita sea. Está estropeado el enchufe.

SANTIAGO.-  Pero el de aquí, no. Funciona. Yo quito la lámpara.

 

(Desenchufa la lámpara portal y ayuda a JUAN a instalar el aparato.)

 

JUAN.-  ¿Funciona?

SANTIAGO.-  Sí, hombre, perfectamente.

 

(JUAN dispone todas las cosas en orden para tocar el disco, y cuando ya estaba apunto, se interrumpe.)

 

JUAN.-  Santiago...

SANTIAGO.-  ¿Qué hay?

JUAN.-  El crío se ha dormido y, si ponemos el disco, es capaz de despertarse y ponerse a berrear.

SANTIAGO.-  Tienes razón. Aguarda.

 

(Coge la canastilla y se la lleva por la izquierda. Regresa enseguida.)

 

Lo he dejado en tu cuarto. Con la puerta cerrada. Venga el disco.

JUAN.-  Tranquilízate, por favor.

 

(Suena música de baile. Los dos hermanos se miran llenos de asombro.)

 

SANTIAGO.-  Caray, qué broma... Pues sí que estamos para musiquitas. Quita eso, hombre.

JUAN.-  Aguarda. A lo mejor, lo interesante viene al final.

 

(Los dos encajan, incomodísimos, aquel concierto inesperado, mirándose recíprocamente, dados a los demonios. Al fin la música cesa.)

 

SANTIAGO.-  Calla. Tal vez ahora...

DISCO.-  Guía comercial. Los mejores muebles para recién casados...

SANTIAGO.-  Juan, hijo, te has confundido. Enchufaste la radio.

JUAN.-  Tienes razón. No sé por dónde ando.  (Manipula otra vez.)  Ahora, ahora es el disco.

SANTIAGO.-  Vamos a ver qué pasa.

 

(Una voz de mujer, hablando muy pausada y melosamente, dice así:)

 

DISCO.-  Me llamo Santiaguito.

JUAN.-  ¿Santiaguito? ¿Qué te dije yo?

SANTIAGO.-  Oye, Juan, no seas botarate. Te repito que no tengo nada que ver con esto.

JUAN.-  ¿Y entonces, ese nombre?

 

(Los dos han seguido hablando sobre el disco, con lo cual éste se oye confusamente. Tanto que SANTIAGO se decide a interrumpirlo.)

 

SANTIAGO.-  ¿Ves la tontería que has hecho? No nos hemos enterado de nada. Vuélvelo a empezar. Pero tranquilízate, si te es posible, caramba.

JUAN.-  Hale.

DISCO.-  Me llamo Santiaguito. Quiero ser ingeniero de minas. Ése es el sueño de mi vida. Espero que, cuando sea mayor, todos me den mil facilidades para eso. Con veinticinco años de anticipación, gracias, gracias. Y adiós...

 

(El disco cesa.)

 

SANTIAGO.-  ¿Qué te parece? Es ambiciosa la criatura, ¿verdad?

JUAN.-  ¡Menuda carrera ha elegido el angelito! Pero, bueno, el disco es una monserga estúpida que ni me divierte ni nos saca de dudas.  (Le grita al gramófono.)  Ya podías decirnos quiénes son papá y mamá.  (Transición.)  Santiago, ¿y qué hacemos?

SANTIAGO.-  Sólo nos queda un camino. El de la Comisaría.

JUAN.-  Entregar allí a la criatura, ¿no?

SANTIAGO.-  Evidentemente. No hay otro recurso.

JUAN.-  Pues vamos. Y sin perder un minuto.

SANTIAGO.-  Ahora bien. En la Comisaría, ¿qué contaremos?

JUAN.-  Lo que nos ha pasado, sin quitar ni añadir puntos ni comas.

SANTIAGO.-  Nos conviene un testigo.

JUAN.-  ¿Testigo? ¿De qué? No lo tenemos.

SANTIAGO.-  Hay que llamar al portero y explicarle lo que nos ha pasado.

JUAN.-  Y el portero; ¿nos creerá?

SANTIAGO.-  Hombre, supongo que sí.

JUAN.-  Un segundo, Santiago. Supongamos que el portero llega, que nos trasladamos con el niño y con él a la Comisaría y que todo sale a pedir de boca. ¿Qué sucede entonces?

SANTIAGO.-  El niño ingresará inmediatamente en uno de los establecimientos dispuestos para estos casos.

JUAN.-  ¡Ajá! La Inclusa o algo parecido, ¿no?

SANTIAGO.-  Seguramente. ¿Qué te pasa?

JUAN.-  Santiago, me da pena. No te lo puedo negar. Imagínate su suerte. Es bastante triste. Una orfandad completa. Un blusón de uniforme dentro de cuatro o cinco años. Un oficio manual y de apellido, Expósito.

SANTIAGO.-  Puede salir un torero estupendo. Acuérdate de Currito de la Cruz.

JUAN.-  Es la excepción.

SANTIAGO.-  Bueno, entonces, ¿qué?

JUAN.-  Podríamos adoptar otra actitud diferente.

SANTIAGO.-  ¿Cuál?

JUAN.-  ¿Y si dejáramos el niño a los señores de Balboa que viven en el piso de abajo?

SANTIAGO.-  ¡Demontre!

JUAN.-  Son encantadores de aspecto, no tienen hijos, han cumplido ya los sesenta, y mucho me equivoco si a éste no le abren los brazos paternalmente.

SANTIAGO.-  Es de pensar.

JUAN.-  ¿Qué puede suceder? Dos cosas. O que le acepten y se queden con él o que le rechacen. Si se quedan con él, magnífico. Si le rechazan, será para llevarlo también a la comisaría más próxima. Las consecuencias, por lo que al chiquillo se refiere, las mismas.

SANTIAGO.-  Tienes razón.

JUAN.-  En cambio, le ponemos en condiciones de probar fortuna en una casa excelente, desde todos los puntos de vista. No te olvides que, del ático al piso de los Balboa, hay una diferencia de renta de cien duros, lo cual dice mucho en favor de ellos.

SANTIAGO.-  ¿Qué hacemos, entonces?

JUAN.-  No hay que pensarlo más. Bajarle.

SANTIAGO.-  ¿Quién?

JUAN.-  Tú mismo, yo mismo... Es igual.

SANTIAGO.-  Tú mismo.

JUAN.-  Sí, hombre. ¿Por qué no?

SANTIAGO.-  Pues, hale.

JUAN.-  ¿Le dejamos el disco?

SANTIAGO.-  Yo no sé qué pensar. Es un disco bastante tonto.

JUAN.-  Pero, de todas maneras, sirve como carta de presentación.

SANTIAGO.-  ¿Y si la escribiéramos nosotros mismos y nos quedáramos con el disco por si puede hacerse alguna averiguación respecto de la madre?

JUAN.-  Mejor sería. Andando. Escríbela tú.

SANTIAGO.-  ¿Qué le digo?

JUAN.-  Lo mismo que el disco, poco más o menos.

SANTIAGO.-   (Busca papel, saca la estilográfica.)  «Me llamo Santiaguito...». Nada de que quiere ser ingeniero de minas, claro.

JUAN.-  Hombre, naturalmente que no. Es prematuro.

SANTIAGO.-  «He oído hablar en todas partes de la bondad de los señores de Balboa, y a ella me encomiendo, seguro de que me acogerán con benevolencia. Ustedes, sin embargo, resolverán lo que estimen más en justicia».

JUAN.-   (Burlón.)  «Que pido en Madrid, a tantos de tantos...». No hombre, no. Olvídate de tu prosa de funcionario.

SANTIAGO.-  Es verdad.

JUAN.-  ,«Ustedes, sin embargo, tomarán la decisión que les parezca, conforme a su conciencia.»

SANTIAGO.-  Eso es, ¿quién firma?

JUAN.-  «Por Santiaguito, que no sabe firmar». Y pon una cruz.

SANTIAGO.-  Concluida.

JUAN.-  Pues venga. Oye, el pequeño va a tener frío. Échale alguna cosa para abrigarle.

SANTIAGO.-  Sí, esta bufandita.

 

(Se quita su propia bufanda y arrolla con ella a la criatura.)

 

Ya va mejor.

JUAN.-  ¿Tú te quedas o bajas delante de mí?

SANTIAGO.-   (Que enmascara de prudencia su indisimulable miedo.)  No, te espero aquí.

JUAN.-  Conforme. Asómate, a ver si viene alguien.

SANTIAGO.-   (Se asoma por el hueco de la escalera y da un informe tranquilizador.)  No hay nadie. Rápido.

 

(JUAN sale con la criatura en los brazos. SANTIAGO, a distancia, le presta su apoyo moral. Transcurren unos segundos, los precisos para ejecutar los planes convenidos. En un momento dado, SANTIAGO abandona supuesto de vigía y regresa a primer término. JUAN tarda un poco en volver, su misión cumplida. Trae un aire de manifiesta zozobra.)

 

SANTIAGO.-  ¿Qué? ¿Fue bien la cosa?

JUAN.-  No ha podido ir peor.

SANTIAGO.-  ¿Qué sucede?

JUAN.-  Vas a saberlo inmediatamente.

 

(JUAN cierra la puerta al entrar. Ahora alguien la aporrea con manifiesta destemplanza.)

 

VOZ DE HOMBRE.-   (Dentro.)  ¡Oiga! ¡Oiga!

SANTIAGO.-  ¡El señor Balboa!

VOZ.-  ¡Oiga! ¡Oiga! No se hagan los locos, que sé que están ahí. ¿Me quieren decir qué porquería de recién nacido es ésta?

 

(Y cae rápidamente el telón.)

 

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