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ArribaAbajo- XVI -

«No dudes que los Chacones están en Arequipa -dijo Fenelón al celtíbero, que permanecía como atontado mientras los demás bebían y charlaban-. Al partir dieron a su servidumbre esta consigna: 'Vamos a Jauja'. Querían despistar al Gobierno y escurrir el bulto... ¿No comprendes esto, pobre Ansúrez? Pues es raro, porque un español, criado entre el bullicio de los pronunciamientos, entiendo yo que oirá crecer la hierba. ¿No has conocido que la revolución late en el Perú? Late y colea; sólo que anda todavía por debajo de las sillas y de las mesas,   —158→   por debajo de las camas, por debajo de los altares. Belisario y su mamá doña Celia son del partido revolucionario, como amigos y no sé si parientes del Gran Mariscal Castilla, gigantón de esta fiesta. ¿No caes en la cuenta de que la razón o pretexto de los revolucionarios es el tratado de paces con España, que firmaron Pareja y el Presidente Pezet, arreglo que la gente levantisca considera como la mayor ignominia del Perú? Este patriotismo gordo y populachero es excelente cosa para ornamentar las banderas revolucionarias en los países de sangre española... Pues oye más, hombre inocente y sin hiel. Tu yerno Belisario y tu consuegra ilustre son los adeptos más rabiosos del bando antiespañol del Perú. Mira por dónde tu graciosa Mara, la morenita del tipo Virgen de Murillo, la de las sales granadinas, la discípula de las monjas, ha venido a ser una antiespañola furibunda».

-¡Ajo, eso no! -gritó Ansúrez dando una fuerte palmada en la mesa. El inmenso estupor con que oía los informes del francés, contuvo su protesta en esta brutal concisión.

-Yo no aseguro su antiespañolismo; pero lo presumo, porque el amor funde los sentimientos de marido y mujer. Mara siguió a Belisario deslumbrada por la poesía exuberante de América. América es ya su patria; España, clásica, rígida y enjuta, ya no lo es. ¿Qué significa esto, cándido Ansúrez? ¿Te acuerdas de nuestra primera conversación   —159→   en la borda de la Numancia, cuando tomábamos carbón en San Vicente? Todo lo que tú no entendías entonces te lo explicaba yo con una sola palabra: romanticismo. Romántico fue el amor de tu hija; románticamente te la robó Belisario; al Perú vinieron a realizar su ensueño; se han casado; son riquísimos... Todo esto quiere decir, por ejemplo, que cuando España arroja de sí el romanticismo, América lo recoge. Los ideales que desechan las madres maduras son recogidos por las hijas tiernas... España coge su rueca, y se pone a hilar el pasado; tu hija hila el porvenir... en rueca de oro.

Diciendo esto, Fenelón se atizó de golpe una copa de coñac. Inquieto y sofocado, Ansúrez no sabía qué pensar, no sabía qué decir. Llevábase las manos a la cabeza; luego, sobre la mesa las dejaba caer desplomadas; por fin, arrancose con estos desordenados conceptos: «Me vuelvo loco... ¡Mi Mara antiespañola! ¡Ajo, eso no! ¡Vámonos a España con cien mil pares de ajos! Llévenme a mi casa, llévenme a mi fragata». Ya levantado para salir, los amigos trataron de aliviar su pena, y Fenelón terminó sus informes con estas advertencias adicionales: «Los Chacones, y tu hija con ellos, se han marchado al Sur por ponerse a salvo de las iras del Gobierno, y por vivir donde se guisa la revolución, que es el territorio entre Arequipa y el Cuzco...».

Era ya hora de volver a bordo; acudieron   —160→   al tren, y en todo el trayecto hasta el Callao no paró Fenelón en las amenas referencias de sus audacias amorosas. Lima era la Jauja del amor; él, vestido de paisano y hablando francés, burlaba la prevención reinante contra la Marina española. Todos reían de sus fabulosas conquistas, menos Ansúrez, que no le hacía ningún caso. Despedidos cariñosamente en el muelle, los dos vecinos de la Numancia volvieron a su vivienda, alegre el hispano-francés, sumido en profunda y negra melancolía el que llamamos celtíbero. Las emociones de aquella tarde le tenían medio trastornado: desconoció, por breves segundos, a su compañero Sacristá; desconoció también el departamento donde moraba, y en la turbación de su mente hubo de sacudir su dormida memoria, diciéndose: «¿Dónde estoy? ¿Qué casa es esta?».

En aquellos días, el Oficial de mar pagó la chapetonada, que así llamaban los peruanos, desde tiempos remotos, a la fiebre de aclimatación, tributo de que pocos europeos se eximían en la costa del Pacífico. Era una terciana comúnmente benigna; pero en Ansúrez fue por excepción bastante intensa y dolorosa, quizás a causa de la tristeza y depresión del ánimo, que le predisponían a toda enfermedad. Atacado ya de la terciana, escribió a su hija, poniendo en ello la fiebre que ya le requemaba la sangre. Escribió también a Belisario y a doña Celia; mas no contento del sentido de las cartas, las rompía,   —161→   y así consumió gran copia de cuadernillos de papel. Tal carta en que con extremadas fórmulas de amor perdonaba y pedía paces definitivas, le pareció humillante. Los Chacones eran riquísimos, y él un pobre marinero: lo que en dinero no poseía, debía poseerlo en dignidad. Por fin, todo el fárrago epistolar quedó reducido a una sola carta, dirigida a la prenda de su corazón, diciéndole ternezas y pidiéndole vistas. «Estoy en el Callao, soy contramaestre en la Numancia... ¿No quieres ver a tu padre? Véate yo, hija de mi alma, y muérame después de verte. Tus riquezas no tienen valor para mí. La luz de tus ojos es mi riqueza: dámela, y guárdate lo demás...». Estos y otros conceptos amorosos y sutiles enjaretó. Satisfecho de haber expresado sus sentimientos con el mayor decoro y sin asomo de interés, cerró su carta, y a tierra la llevó para depositarla por su propia mano en el correo; que de nadie podía fiarse en cosa que tan vivamente a su corazón interesaba. Al regresar a bordo, la fiebre ardiente le tumbó en el coy, de donde no pudo levantarse en muchos días.

Asistíale don Luis Gutiérrez con cuidado y cariño; Sacristá, que como a hermano le quería, visitábale con frecuencia, informándose por sí mismo del curso de la traicionera enfermedad. En los días de remisión febril, la enfermería de paz era muy frecuentada de amigos y compañeros. Guardias marinas y Oficiales bajaron al sollado, y el   —162→   mismo don Casto, que era un ángel, practicó las obras de misericordia, acercándose con piedad y afecto al lecho de su compañero en las fatigas de la mar... Y cuando la remisión era intensa, permitían a Binondo dar a su amigo conversación tirada, y aun leerle vidas de santos, que en aquellos días el Año Cristiano era la ocupación predilecta del cabo de mar. No acababa el malayo de ponerse bueno, y cuantas veces intentó trabajar, sus esfuerzos le privaban de aliento. Relevado estaba, pues, de toda faena, y el pobre hombre empleaba su tiempo en exhortar a sus compañeros a la piedad, y en hacerles descripciones prolijas de la Bienaventuranza eterna. Unos se reían de esto, y otros no; pero entre burlas y veras, Binondo hacía el apóstol o el misionero laico, no sin cierto desdén y escama del venerable capellán don José Moirón.

«Embelesado estoy ahora -dijo Binondo sentándose a la morisca junto al lecho de Ansúrez- con la vida de Santa Rosa de Lima, la gran santa de América; y sobre lo que ya tengo leído de ella en mi Año Cristiano, tres veces he pasado un librito que me trajo de tierra Desiderio García, en el cual librito se trata de mil pormenores de la virtud angélica de la divina Rosa. Como mi hija lleva ese nombre, llego a figurarme que es ella, ella misma la santa... y aunque no lo sea, yo las igualo en la hermosura... Dice el librito que aquí tengo, que la santa nació en la casita de un corral, propiedad de su   —163→   padre, Gaspar Flores, y en dicho corral, ya niña, plantaba clavellinas y mosquetas... Un día advirtió que brotaba un rosal en su jardinito. Patente era el milagro, pues los rosales no se conocían en el Perú... Y la planta milagrosa dio tantas, tantas flores, que toda la ciudad pudo gozar de ellas y de su hermosura y olor deleitoso... deleitoso dice el libro. Y así como el aroma, o dígase fragancia, de las flores plantadas por Dios se extendió a toda la ciudad, y de la ciudad a todos los Perules altos y bajos, del mismo modo la fama de la santidad de aquella criatura voló por todo el orbe cristiano: así lo dice el libro... hasta Roma mismamente... Dios me tocó en el corazón para que a mi hija diera el nombre de Rosa. Mi hija está en el Cielo con los ángeles y serafines. Cada vez que pronuncio su nombre, me da en la nariz el olor, o dígase fragancia, de aquella flor celestial... celestial dice el libro».

-A la hija mía puse yo nombre de Marina por la Santísima Virgen del Mar, y no hay nombre que mejor le cuadre, porque lleva en sí toda la sal del Océano; tiene también su oleaje, el vaivén de las aguas; y para que la semejanza sea completa, la mueven temporales duros.

Con lúgubre y pausado acento dijo esto Ansúrez; y el otro, pegando su hebra en las últimas palabras del amigo, continuó así: «Tempestades tuve yo también, Diego; ciclón terrible me llevó a mi hija, dejándome   —164→   anegado de pena. Pero mi Rosa está en el Cielo; tu Mara también. Hagamos por morirnos tú y yo santamente, y las tendremos a nuestro lado por toda la eternidad».

-Mi hija no se ha muerto... no se ha muerto -replicó Diego inmóvil, triste, mirando a los baos del techo-. Pero la ausencia y la distancia son peores que la muerte. Si esta enfermedad acaba conmigo, no veré a mi hija, y seré mas desgraciado que tú... porque tú la verás pronto... puesto que ya la tienes allá, José... Tú no tardarás en morirte, y en cuanto llegues, verás aquellos ojuelos negros y chiquitos, como los de los ratoncillos; la nariz chatuca y desdoblada; verás la color de aceituna, la boca reventona, con aquellos dientecillos que parecen nieve entre tomates.

-Poco a poco -dijo Binondo picado-. No tomes a chanza la cara linda de mi niña, que si fue preciosidad en la tierra, mayor lo es en el Cielo; que allá el jaramago se vuelve clavellina... clavellina: así lo dice el libro de Santa Rosa.

-Mi hija es bella, y no necesita que la lleven al Cielo para que se le aumente la hermosura -murmuró Diego con cierto desvarío, que indicaba el recargo febril-. En la vida de América se ha puesto más bonita... es más señora y apersonada, más suelta de lenguaje. No hay preciosidad como ella en todos los Perules del Sur ni del Norte... Mi hija vive en un palacio... la sirven quinientos criados negros, rojos o amarillos...   —165→   come en vajilla de plata y bebe en copas de oro. Todos los metales preciosos que dan las entrañas de los Andes, son para ella... ¡Y yo no puedo verla muriéndome, como verás tú a la tuya...! Para verla, tengo que vivir y navegar mucho tierras adentro. ¿Y cómo navego yo fuera de mi barco, si de aquí no puedo salir? Estoy en España; mi hija está en América, lejos, lejos, y ya no quiere ser española... ¡Válgame Dios, qué calor siento! Dame limón, José; me abraso...

Así prosiguió divagando hasta que le cogió el sueño. Rosario en mano, Binondo rezaba entre dientes. La noche fue tranquila. Siguieron días de quietud vaga y letárgica, en los cuales, desde el amanecer de Dios hasta la hora de silencio, iba contando Ansúrez todos los toques de corneta, campana, tambor y pito que marcaban las distintas faenas, maniobras y ejercicios que sucesivamente se practicaban a bordo.

La terciana fue más larga que intensa, y hasta Junio no pudo Diego llamarse convaleciente. La reparación orgánica se retrasaba por causa del hondo abatimiento en que el ánimo del pobre celtíbero se mantenía. Lo que mayormente le angustiaba era no recibir contestación a la carta que escribió a su hija, y todo era cavilar y hacer cómputos de distancia y tiempo para explicarse la tardanza. Por segunda y tercera vez escribió, y no habría dado paz a la pluma si el amigo Fenelón no calmara su ansiedad con razones de mucho peso.

  —166→  

«No seas chiquillo, Ansúrez -le dijo una tarde, sentaditos los dos en el camarote de maquinistas-; no olvides la extensión de los caminos del Perú, siempre largos, ahora más, por el trastorno de estas revoluciones malditas. De lo que me ha dicho Canterac estos días, deduzco que la familia de Mara no está ya en Arequipa, sino en el Cuzco...».

-Y ese Cuzco... entiendo que está en el propio riñón de los cansados Andes... La verdad, no sé para qué levantó Dios esa cordillera tan alta, de Norte a Sur. Es como un grandísimo pisa-papeles que puso a lo largo de estas tierras para que no se las lleve el viento ni las arrebate la mar... Dime otra cosa: ¿no fue en el Cuzco donde tenían la cabeza de su imperio aquellos indios que llamaron incas, y que eran como hijos del Sol?

-Así es. En el Cuzco tuvieron su capital. El imperio era grandísimo, y lo poblaba una raza industriosa y guerrera. Francisco Pizarro, que no sabía leer ni escribir, pero tenía, por ejemplo, un corazón más grande que esos montes que vemos, y en su voluntad volcanes de furor, y en su cabeza, vacía de letras, pensamientos altísimos, se apoderó en poco tiempo de aquellas salvajes grandezas y cargó con todo; después vino y fundó esta Lima hermosa, y en ella puso la simiente de las lindas limeñas...

-De seguro, en ese Cuzco tendrá la familia de Belisario algún palacio... Puede que sea el alcázar mismo de aquellos emperadores   —167→   incas o incaicos, como aquí dicen, restaurado y puesto a la moderna. Será todo de piedra mármol jaspeada, con tropezones de metales preciosos... Yo me lo figuro así, y en él veo a mi hija como a una reina... como a una emperadora... ¿Es así, Fenelón?

-Así puede ser, porque los Chacones son riquísimos. He podido informarme de su caudal; me han hecho la cuenta, al dedillo, de las rentas que disfrutan. Es un escándalo, Diego; es un ultraje a la humanidad, que unos pocos posean tanto, y los más se pudran en la miseria, en un trabajo de animales...

-¿Y el cuánto, Fenelón? Dime el cuánto de esa riqueza... pero con verdad. Deja en tu cabeza las mentiras, y échame cifras... buenos números claritos.

-Pues entre doña Celia y sus hijos, que son tres, gozan una renta de... ello se aproxima a cuatrocientos mil soles...

-¿Al año?

-Naturalmente. Mi palabra de honor, que la cifra no es de fantasía.

-Pues lo parece, y yo me quedo atontado escuchándote... Me acuerdo ahora de lo que pasó en la correduría de Cartagena, cuando quise coger a Belisario por los cabezones para tirarlo al mar... me acuerdo también de cuando, caminito yo de Motril con mi niña en brazos, le encontramos vestido pobremente, negro del sol y del aire, con plastones de polvo encima de lo negro... en fin, que daba lástima verle... ¡Y ahora...!   —168→   Se vuelve uno loco. Estoy en América... ¿He dado la mitad de la vuelta al mundo, o es el mundo el que ha dado media vuelta en derredor de mí? No sabe uno lo que le pasa. Esto es vivir dos veces, Fenelón; esto es haberse uno muerto, y resucitar... en otro mundo.




ArribaAbajo- XVII -

Pasados muchos días, sin que el historiador pueda precisar su número, volvió Fenelón a su amigo con nuevos y más preciosos informes. Al anochecer, en la batería para resguardarse de la garúa, arrimáronse a una porta y charlaron largamente, sentados en el suelo, sin más testigos que la formidable cureña, y el cañón que al mar apuntaba con su boca muda. «Hay grandes novedades -dijo el hispano-francés-, y la primera es que la revolución, que estaba en manos torpes, ha pasado a las del General Canseco, Vicepresidente de la República (entre paréntesis, primo hermano de doña Celia). ¿No sabes lo que ocurre? Ello parece mentira; pero es verdad, mi palabra... Pues se ha sublevado la escuadra peruana... La fragata Amazonas, mandada por el Almirante Panizo, navegaba días pasados llevando tropas al Sur... ¿Y qué hizo la tropa? Pues dar el grito, y con el grito, muerte a toda la oficialidad. Quedó dueña del barco,   —169→   y como soberana nombró jefe a don Lisardo Montero, capitán de navío... ¿Qué dices, inocente Ansúrez? (El celtíbero no decía nada.) Lo primero que hizo este señor fue poner rumbo a Pisco, a la vera de las islas del guano, y allí estaba la fragata América... ¿No te acuerdas? Es la que encontramos en Magallanes. ¿Qué tenía que hacer en Pisco esa otra fragata más que esperar a que la sublevaran? Montero se le atravesó por la proa, y enseñándole la andanada, la intimó a que se rindiera... lo que efectuó sin resistencia, porque resistir no podía... Después cayó de la misma manera el vapor Túmbez... Los sublevados confían que se les agregará la fragata Unión, hermana de la América, que ha de llegar muy pronto. ¿Qué te parece, amigo? ¿Qué opinas tú de esta trapisonda, que hoy es marítima, y mañana será terrestre?».

-Como no entiendo yo nada de política -dijo Ansúrez rascándose el cráneo-, de esta revolución no puedo pensar nada bueno ni malo, mientras no me digas si con ella estoy más cerca o más lejos de ver a mi hija y gozar de su presencia.

-A eso voy... Tengo motivos para creer que tu hija y su marido y suegra partieron del Cuzco hace bastantes días.

-Yo he soñado, no sé si anoche o anteanoche... que mi hija estaba, con séquito lucido de caballeros y damas, en una cacería... allá... qué sé yo... Vi un gran lago...

-Ya... El Titicaca. Habría más bien pesca,   —170→   o cacería de patos. Puede ser que tu sueño fuera una visión de la realidad distante.

-¿Y ese lago es muy extenso?

-Calculo que es del tamaño de la isla de Puerto Rico. Ya ves qué charquito. Y no te diré yo que sus márgenes, o gran parte de ellas, no sean propiedad de tu hija.

-¿Y qué distancia hay del Cuzco a ese pedazo de mar dulce?

-Como treinta leguas, por caminos endemoniados... Pero no hay distancias para los ricos. Las damas y caballeros que en sueños has visto irían montados en avestruces...

-No hay avestruces en este país, creo yo, Fenelón... Irían en llamas, en guanacos... o sabe Dios cómo irían.

-En palanquines, tal vez, cargados por indios... Me parece, buen amigo, que no debemos referir tu sueño al lago Titicaca, sino a otro más pequeño que está en territorio muy distante de la zona del Cuzco. Para mí, tu hija y los Chacones están ahora en el Cerro del Pasco, donde tienen sus minas, y seguramente, a más de las minas, palacios, grandes cotos y montes para sus diversiones. Puede que hayan resucitado allí la antigua caza de cetrería: pájaros rapaces hay aquí muy para el caso. Como Belisario es poeta, habrá querido dar a su esposa, por ejemplo, el espectáculo de aquellas cacerías tan magníficas, de los tiempos en que no se conocía la pólvora... Lo que te digo: Belisario lo convierte todo en poesía. Después de   —171→   cazar con halcones y gerifaltes en la ribera del Lago de Junín, que así se llama, habrá inventado diversiones acuáticas, mandando construir un magnífico galerón, como el que tenía el Dux de Venecia para salir a casarse con la mar, y en él paseará Mara por el lago con sus damas, pajes y acompañamiento rico y aparatoso... Y desde la embarcación dispararán flechas contra los ánades o cisnes, para que todo sea poético, conforme a los usos de la edad en que la vida era más bella que ahora.

-Dará gusto ver a mi hija -dijo Ansúrez en éxtasis-, tendiendo el arco... así, como una diosa, y disparando la flecha con tan buena puntería, que no habrá pato que se le escape... Y puede que también disparen flechazos contra los peces... aunque mejor lo harán con arpones, que para mí habrá en ese lago abundancia de peces de gran tamaño, así como toninos o golfines.

-Mi palabra de honor, que también tú, querido, te nos vas volviendo poeta... En ti veo la influencia de América, y la inspiración que te da el amor a tu hija, porque el amor es el manantial de la poesía... Mira por dónde lo que fue tu desesperación ha venido a ser tu consuelo.

-¡Oh!, no, Fenelón... dejemos estas tonterías -replicó Diego tornando a la realidad, como el aeronauta que da salida al gas para descender a tierra-. Tú eres quien me ha trastornado con tus invenciones románticas de la caza de cetrería y del pasear en galerón   —172→   por esos lagos de engañifa... Dime la verdad, Fenelón amigo: tú has bebido hoy más de la cuenta.

-Cuatro copas no más he tomado después de comer. Economizo mi Jerez, que se me concluye, y no sé cómo reponerlo. Tú eres el que ha bebido con exceso.

-Borracho estoy, sí; pero no me trastornan las copas, sino mis pensamientos tristes, la ansiedad en que vivo por no tener contestación a las cartas que escribí a la prenda de mi corazón.

-Sobre eso tengo que decirte que es locura pensar en la puntualidad de correos, mientras duren las circunstancias de revolución en tierra y mar, y la tirantez de nuestras relaciones con el Perú. ¿Quién asegura que tu hija recibió las cartas que le escribiste? Y si las recibió y te ha contestado, ten por cierto que su carta quedó en el camino. Ya sabes que nuestro correo nos llega por el Consulado inglés, y que lo recogemos en la capitana del Comodoro Harvey.

-Por ahí viene el correo de España; pero una carta del interior del Perú nunca pensé que nos llegara por mano inglesa.

-Pues no la esperes, Diego. Vuelve a escribir a tu hija...

-¿A dónde, ajo?

-Al Cerro del Pasco... Para mayor seguridad, yo iré mañana al Chorrillo; veré a Canterac, y le preguntaré a dónde debes escribir... Advierte a Mara que te dirija la carta al cuidado del comodoro Harvey.

  —173→  

-¡Virgen del Carmen -clamó Ansúrez levantándose presuroso y corriendo al camarote de Sacristá, donde comúnmente tiraba de pluma-, escribiré al instante!... ¡Ajo, tanto tiempo perdido!... y ahora... vuelta a empezar... Dios no me quiere ya. Tiene razón Binondo... Estoy lleno de pecados.

Ved aquí al pobre hombre nuevamente inmergido en la faena epistolar, que era gozo y tormento de su alma. Pensamientos nuevos puso en el papel; su inspiración era inagotable. Con esto se entretenía, descendiendo al fondo de sus amarguras como un buzo que desea explorar y reconocer las cavernas recónditas del mar... Y en esto desfilaron unos tras otros los días de ociosidad, y llegó uno memorable por haber aparecido en el puerto del Callao la flota insurrecta o Restauradora, compuesta de las fragatas Amazonas, América y Unión, al mando de Montero. Dirigió este a los jefes de las escuadras extranjeras oficios en que manifestaba su propósito de intimar a la plaza la rendición; mas no le hicieron caso, que era como negar la beligerancia que los revolucionarios solicitaban. Fondearon las fragatas junto a la isla de San Lorenzo, donde mataban el tiempo tirando al blanco; y al fin, desconsoladas, se fueron a las Chinchas.

Corrieron monótonos los días, y el 17 de Agosto entró en el Callao el Marqués de la Victoria, caballero sirviente que fue de la   —174→   Numancia en el viaje de Montevideo al Puerto del Hambre. No era joven el Marqués, y sus calderas y máquinas se resentían del largo servicio, sin las reparaciones debidas; así es que cojeaba en su lento andar de ocho millas. Pero si flaqueaba de los pies, no así del corazón, y dispuesto se le vio siempre a correr nuevas aventuras, bajo la rienda de su valeroso comandante don Francisco Castellanos... Salió la escuadra el 31 a efectuar un crucero de instrucción. Convenía navegar para obtener mediana limpieza de los cascos, que en las prolongadas estadías en aguas tropicales se llenaban de broza y escamujo. Trasladó Pareja la Numancia accidentalmente su insignia; la escuadra hizo diferentes evoluciones, probando el andar a la vela de cada buque, y a los cuatro días regresó al Callao, donde a todos esperaban interesantes noticias traídas por el correo. Consecuencia de ellas fue que Pareja, con todas sus naves a excepción de la Numancia y Marqués de la Victoria, saliera para Valparaíso. ¿Qué ocurría, qué determinaciones del Gobierno motivaban la prisa con que se alistaron las fragatas de hélice para marchar a los puertos de la República de Chile?

Camarote de Sacristá.- Han comido juntos Sacristá, Mendaro y Ansúrez, y de sobremesa charlan y trincan.

SACRISTÁ.- Os lo explicaré yo si puedo. Sabéis que en Chile teníamos un embajador, o legado... no sé cómo esto se llama... que   —175→   llevaba veinte años en aquella República, con vida ociosa y divertida. Fácilmente se van haciendo al vivir regalado los diplomáticos, y el nuestro acabó por ser más chileno que español.

MENDARO.- He oído que don Salvador Tavira, que así se llama nuestro Ministro en Santiago, estaba muy agarrado a los cariños chilenos. Si el Gobierno español lo sabía, ¿por qué no lo retiró del empleo y puso en su lugar a otro? Veo que aquí se cargan todas las culpas a la cuenta de los americanos, y esto no es justo. Yo, español, digo y sostengo que los políticos de allá tienen la mayor culpa de esta guerra, por haber mandado acá sus primeros mensajeros con tanta arrogancia, y ahora por el desacierto con que disponen todas las cosas. ¿No están conformes ustedes, españoles a rabiar, con la opinión de este español tranquilo, que quiere vivir en paz con sus hermanos de América? Pues lo siento. He dicho.(Bebe. )

SACRISTÁ.- (con solemnidad. ) Dejemos a un lado, amigos míos, esos pareceres de si ha sido prudente o no el mover guerra con estos leoncitos de América. Lo hecho, hecho está, y ya no podemos volvernos atrás. Ese señor Tavira presentó al Gobierno chileno un pliego de quejas, pidiendo satisfacción de los insultos a nuestro Consulado, a nuestra bandera y a nuestra querida soberana doña Isabel II, que Dios guarde. El Gobierno chileno contestó de mala manera, pasándose las reclamaciones de nuestro Gobierno   —176→   por semejante parte. Ello era una guasa... Nuestro Ministro, señor Tavira, no admitió las explicaciones... Pasó tiempo, y un día se levanta el hombre de buen humor, con el mejor humor chileno, ¿y qué hace? Acepta y da por buenas las explicaciones... Van y vienen correos... El Gobierno español se llama a engaño, ¿y qué hace? Desaprobar la conducta del Tavira y mandarle a su casa; y para llevar las cosas por derecho, nombra Plenipotenciario al señor Pareja, dándole facultades para reclamar y exigir las satisfacciones, primero por la buena, y si no entran por la buena, por la mala, esto es, a cañonazo limpio. España podrá estar loca; pero de tonta no tiene un pelo. O se le dan satisfacciones de tanto insulto y vejámenes tantos, o sabrá sacar el pecho como corresponde a su nombre glorioso... He dicho. (Bebe. )

MENDARO.- (tamboreando en la mesa con los dedos, después de beber. ) Tan... taran... tan. No me meto en si España desenvaina su espada con razón o sin ella. Español trasplantado en América, no entiendo bien estas cosas, y lo que quiero y pido es que la envaine sin deshonor... El que viene de aquel hemisferio a este, se va dejando en las aguas los puntillos de honra. Cuando uno se establece aquí para ganarse la vida, están muy pasados por agua los orgullos de allá... y esto debe España tenerlo en cuenta antes de sacar de la vaina el espadón... Estos países son hijos del nuestro emancipados, harto grandullones ya para vivir arrimados   —177→   a las faldas de la madre... y aunque sean algo calaveras, no debe la madre ponerse con ellos demasiado fosca. Son republicanos; han roto con la historia vieja, y se traen ellos su historia. España les dio con su sangre la picazón de las rebeldías... debe tratarlos con indulgencia, y no reparar tanto en lo que dicen, que de muchachos no debe esperarse mucho comedimiento en la palabra. En fin, este es mi parecer. Tómenlo como quieran. Soy español trasplantado: lo que digo es mi pensamiento natural... y algo más que me entra por las raíces. (Bebe. )

SACRISTÁ.- Pronto hemos de ver grandes acontecimientos. Las fragatas van a Caldera a tomar carbón, y la Villa de Madrid sigue a marchas forzadas a Valparaíso, donde nuestro General echará su ultimatum, que es dar un plazo para las satisfacciones. Nosotros quedamos aquí en espera de lo que resulte de esta trifulca peruana; pero no creo que durmamos mucho en estas aguas. Suceda lo que quiera, yo digo: «¡Viva Isabel!». (No beben: pensativos, miran al suelo. )

ANSÚREZ.- (después de larga pausa. ) Yo tengo mi corazón en América... Pero con el corazón en América, también digo: ¡viva la Reina! Mi bandera es muy grande. Coge medio mundo, desde España al Pacífico... ¿Qué me dice el nombre de este mar? Pues que brinde por Mara... verbigracia, por la paz.



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ArribaAbajo- XVIII -

El Chorrillo, la pintoresca playa que al Sur del Callao se extiende, era lugar de recreo y descanso para la sociedad limeña. Allí concurrían ricos y semi-ricos, pobres y semi-pobres en busca del trato expansivo y ameno, de la fresca brisa, de la vida placentera, factor principal de la vida saludable. En aquel campo de la ociosidad, donde crecían lozanas la paz, la higiene, la cortesía graciosa y alegre, no podía faltar la planta viciosa y viciada del juego. Formidables timbas actuaban en garitos elegantes, donde la juventud florida y la vejez verde exponían inmensos caudales de oro a la fatalidad del azar. Allí las fortunas improvisadas con la venta y embarque del guano, pasaban en horas al bolsón de los banqueros del envite. Como en aquel tiempo la riqueza principal del Perú procedía de los yacimientos de las Chinchillas, podía decirse que en las mesas de juego del Chorrillo pasaba de unas manos a otras lo que las aves oceánicas habían depositado durante siglos y siglos. Allí dejó cuanto tenía, y hasta las plumas del tricornio, un altísimo personaje de aquel tiempo, culminante figura militar, política y revolucionaria, que ni en las postrimerías de su edad achacosa   —179→   pudo curarse del funesto vicio. Los años y su jerarquía social dábanle derecho a una sinceridad chistosa. Cuando le agraciaba la suerte, decía: «hoy he ganado yo». Cuando venía la mala: «hoy ha perdido el Perú».

En ocasiones diferentes obtuvo Fenelón permiso de dos o tres días, que se pasaba tranquilamente en el Chorrillo gozando de aquella excitante vida. Vestido con elegancia y hablando francés, mariposeaba en diferentes casas y familias, sin que nadie sospechara que estaba al servicio de la Marina española. Por vanidad tanto como por vicio dejábase caer en la timba, donde era comúnmente desplumado. Un día que le sonrió la fortuna, se fue a Lima, y en la mejor fotografía de la ciudad compró una colección de retratos de mujeres, que era el más variado y sugestivo muestrario de las hermosuras limeñas. Debe advertirse que en Lima las señoras y señoritas gustaban de ostentar públicamente su belleza en las vitrinas de los fotógrafos. Esta liberal costumbre, que debieran imitar las beldades de otros países, no tenía nada de particular. Lo insólito y raro era que los fotógrafos vendiesen al público los retratos de todo el mujerío de la ciudad, y que nadie se ofendiese por esto. Nuestros Oficiales y Guardias marinas, privados del trato y contemplación viva del bello sexo, se consolaban adquiriendo las preciosas imágenes. Algunos hacían entre sí cambalaches de ellas, y   —180→   a fuerza de contemplarlas y de discutir y comparar los diferentes tipos de belleza, llegaban a darles personalidad y aun a ponerles nombres: María, Carmen, Gracia, Lolita, etc...

Las cartulinas que llevó Fenelón, como escogidas por su buen gusto, eran primorosas. En su esfera jerárquica, que era la de oficiales y cabos de mar, condestables y mayordomos, enseñó la preciosa colección de niñas bonitas, describiéndolas con acertado criterio estético, y agregando indicación de las cualidades morales, virtudes o defectillos de cada una. De este modo, sin declarar que eran sus conquistas, dejábalo entender; y cuando sobre esto se le interrogaba, se hacía el modesto y el delicado, y a sus amigos pedía que no pusieran a prueba su extremada discreción.

De su tercera visita a las timbas del Chorrillo volvió Fenelón con la bolsa limpia como patena; mas del percance se consolaba con su filosofía parda y la gramática del mismo color, asegurando que era rico con la ilusión de un próximo desquite. Días antes de la catástrofe había hecho corta provisión de vino blanco, parecido a Jerez de poco cuerpo, con lo que podría remediarse hasta que vinieran tiempos mejores. Convidó a Sacristá y a Diego a que lo probasen, y estando en ello se dejó caer por allí Binondo, encorvado y tétrico. Antes de que rompiera en místicas declamaciones y en el elogio de los santos, le taparon sus amigos   —181→   la boca. Invitáronle a probar el vino; defendió con remilgos sus propósitos de abstinencia; al fin cedió a los ruegos insistentes, y copa tras copa, llegó a la cuarta, donde hizo punto con extremado escándalo de su conciencia. Fenelón y Sacristá le tranquilizaron, diciéndole que porque llegase borracho al Cielo, no habrían de recibirle con menos agasajo del que merecía.

Ansúrez bebió doble que Binondo, y cuando estaba en la cuarta copa, le dijo Fenelón poniéndose muy serio y tomando una actitud parlamentaria: «Tengo que comunicarte un suceso de los que deben ser celebrados entre amigos con toda solemnidad... He querido haceros beber antes de la noticia, para que con lo que después se beba quede la noticia entre dos luces espléndidas... Veo a todos con la boca abierta, y a Diego con los ojos saltones y cortada la respiración. Lo diré de una vez... Bebamos a la salud del Oficial de mar y de su ilustre parentela incaica... Ansúrez, abrázame: ya eres abuelo... Tu hija...».

-¡Ajo!... ¿pero es verdad?

-Mara ha dado sucesión a la regia familia de los Chacones... ¿No te alegras?

-¡Sí me alegro, ajo! -exclamó Ansúrez con llanto y risa que se peleaban en su rostro-. Es que la sorpresa me ha dejado lelo... Me vuelvo criatura, como si fuera yo nieto de mí mismo. ¿Con que un hijo... y varón? ¡Jesús, qué lindo será... y además poeta por parte de padre!... ¿Y mi hija, está bien?   —182→   En el trance apretado, se portó como buena española. Me atrevo a sostener que apretó los dientes para no chillar... ¡Valiente como ella sola! ¡Hija del alma!... ¿Qué dices a esto, Binondo?

-Digo que no es verdad -replicó el malayo-. Yo lo he soñado de otro modo, al modo triste, que siempre es el más verdadero. Verdaderas son siempre en sueños las visiones del morir; las del nacer no lo son. No creas, Diego, el cuento de este señor, y ten por seguro que no tienes hija, ni tampoco nieto, porque antes que ella pudiera dar el ser al ser del chiquitín, ambos seres dejaron de ser.

Montó en cólera el buen celtíbero al oír esta disparatada sutileza, y sin poder reprimirse cerró el puño y alzó el brazo con tal violencia y furia, que si los amigos no atajaran el movimiento, aplastado quedaría el cráneo de Binondo. «Repórtate -dijo este-; sé buen cristiano, Diego; aprende la humildad, la resignación, y hazte más amigo de la tristeza que de la alegría, más del padecer que del gozar».

-Cállate, fealdad; vete con tus músicas negras a otra parte -gritó Diego-, y déjanos a los que consolamos nuestras almas con algún rayito de alegría que Dios manda... En fin, no quiero incomodarme... hoy es día de paz, de bailar de gusto y de echar la casa por la ventana. Venga otra copa. Bebe a mi salud, José, y que Dios te conceda pronto la muerte que deseas.

  —183→  

Bebió Binondo, limpiándose con la mano la boca en toda su longitud monstruosa; dijo amén, y agarrándose a los mamparos salió con la lentitud que le imponía su dolencia cardiaca. Apenas desapareció el malayo, Ansúrez, que no cabía en sí de gozo, pidió a Fenelón pormenores del fausto suceso. Díjole el francés que la noticia era tan cierta, por ejemplo, como la luz del sol; que el alumbramiento había sido felicísimo; que el chiquillo era una preciosidad, la madre un portento, y que doña Celia y don Belisario estaban a punto de enloquecer de júbilo.

Para que Diego se persuadiera de la verdad del caso, y se disiparan las últimas sombras de su duda, aseguró Fenelón que le presentaría dentro de poco una prueba documental irrecusable. ¿Qué prueba, Señor? Pues... Belisario había compuesto una larga y sonora poesía, titulada Al nacimiento de mi primer hijo. Imprimiéndola estaban en Jauja, pues en el Cerro del Pasco no había buenas imprentas. Con la poesía del feliz padre recibiría Fenelón otras muchas en variados metros y estrofas, escritas por los poetas y poetisas de aquella localidad y sus contornos, y dedicadas al venturoso natalicio del nene de Chacón. ¡Extraño y nunca visto caso! Los versos, hijos de la fantasía, venían en auxilio de la razón, y daban testimonio y fianza del hecho real. Los tres amigos alzaron de nuevo las copas; Sacristá puso su mano cariñosa en el hombro de Ansúrez, y en su oído estas nobles palabras: «Lo   —184→   que tú dices: nuestras bocas gritan guerra, y nuestros corazones gritan paz».

En esto llegó al camarote el Capellán don José Moiron, y antes de tomar la copa que le ofrecían, desembuchó estas graves noticias: «Ya hemos declarado a Chile la guerra... Ya la revolución del Perú está en camino del triunfo». Queriendo poner un comentario a la primera de estas interesantes nuevas, el buen castrense, modoso y encogidito como un Capellán de monjas, echó de su boca esta exclamación pagana: «Séanos propicio el Dios de las batallas». Y Ansúrez, comentando la segunda noticia, dijo: «Pues si como hay Dios de las batallas, hay Dios de las revoluciones, no le arriendo la ganancia al Presidente Pezet».

El caso era que no habiendo podido obtener del Gobierno chileno las satisfacciones pedidas en el ultimatum, Pareja declaró que las pediría con el lenguaje de las armas. Metiéronse por medio los diplomáticos, buscando arreglo; pero la obstinación de los chilenos cerró el camino a toda solución pacífica. El primer acto militar de Pareja fue disponer el bloqueo de los puertos de Chile. A los buques de banderas neutrales se les concedía plazo de diez días para que salieran cargados o en lastre de los puertos de la República. Las fragatas Villa de Madrid, Resolución y la goleta Vencedora, sostenían el bloqueo en Valparaíso; la Berenguela en Coquimbo, y la Blanca en Caldera. Apresaron cuantos buques chilenos andaban por   —185→   aquellas aguas, casi todos de cabotaje, pues el comercio de altura se hacía principalmente en buques extranjeros.

Llegaron estas noticias por el correo del Sur, y con ellas innumerables periódicos que ponían a los españoles cual no digan dueñas. Con la prosa furibunda se mezclaban los versos: las musas que en aquellos países florecen reventaban de tanto soplar la bélica trompa. Todo esto era muy natural, y nuestro Almirante y Plenipotenciario no debió incomodarse por tal efervescencia del patriotismo y de la versificación, cosas ambas que compiten en lozanía con la flora americana.

«Señores -dijo Ansúrez, en cuyo ser celtíbero resplandecía la equidad-, yo pienso, con perdón, que el señor Pareja no estuvo discreto al mandar a los chilenos el memorial de agravios el mismo día en que celebraban el aniversario de su independencia. Señores, cada país tiene sus cariños y sus memorias alegres o tristes de sucesos pasados. El Jefe de Escuadra... lo digo con todo respeto, en cuanto oyó ruidillo de cohetes y escandalera de patriotismo, debió echarse mar afuera con todos sus barcos, y cruzar un par de días, para volver luego cuando estuvieran ya roncas y cansadas las voces patrioteras... Y entonces era la ocasión de decirles: 'Ea, caballeros, ya ven que les he dejado desahogar los corazones. Ahora vamos a tratar de nuestro asunto, poniéndolo en los términos de la razón'. Y esto y lo otro,   —186→   y vengan explicaciones, y vaya indulgencia para pedirlas, sin exigir demasiado, con cierto tira y afloja, como hace la madre cariñosa que reprende al hijo calavera, sin olvidar nunca que es madre... Esto me parece a mí que debió hacer nuestro General; y si es disparate, no hagan caso... que yo no soy quién para tratar de estas cosas; pero digo todo lo que me sale del cacumen de mi sentido natural...».

Ni Sacristá ni el Cura apreciaron en lo que valía esta opinión sesuda, que sólo fue apoyada por el francés maquinista. Ello es que los españoles necesitaban de una fuerza grande de virtud para no dejarse inflamar por el rencoroso fuego que contra ellos enviaban los americanos. El correo del Sur traía, con las noticias de la declaración de guerra y el fárrago de versos patrióticos, un clamor inmenso y unánime que pedía la coalición del Perú y Chile contra el maldito godo; clamor que más bien iba buscando el convencimiento fácil del partido revolucionario que el del Gobierno del Presidente Pezet. Casi juntamente con las noticias del furor chileno, llegó a bordo de la Numancia la del desembarco de cinco mil insurrectos en Pisco, al mando del Vicepresidente y General Canseco, y del Coronel Prado. Se situaron en Paracas, disponiéndose a marchar sobre Lima, distante cuarenta leguas. Pronto se supo que Pezet reunía un ejército de diez mil hombres, y salía de la capital y tomaba posiciones en los llanos de   —187→   Lurín. Arrojados quedaban ya los dados.

Mala la hubisteis, españoles, con aquellas trifulcas de vuestros parientes americanos, y malísima la hubo también el bonísimo Ansúrez, que apenas acarició las dulces esperanzas de comunicarse con su hija, viose nuevamente defraudado y a punto de volverse loco, porque el Comandante no permitía bajar a tierra, temeroso de conflictos y choques, provocados por la turbamulta de Lima y el Callao. Valiéndose de los rancheros y de su amigo Mendaro, envió Diego a tierra una carta que debía confiarse a los buenos oficios del señor Canterac, para quien dio el maquinista una esquela de recomendación. Pero la epístola volvió a bordo con el recado triste de que el señor Canterac no estaba en Lima: había ido al bateo del herederito de los Chacones, y se ignoraba cuándo volvería.

Y ya tenemos otra vez a nuestro buen amigo dedicado a la imitación santa del Patriarca Job, de quien se creía discípulo en paciencia, aunque casi casi iba ya para maestro. Sirviole de solaz y consuelo en aquellos tristes días la mediana carga de versos que le dio Fenelón, y fue remitida por una amiga de este. Era el Florilegio del Natalicio, y en él figuraba como pieza mayor la composición de Belisario, en silva; seguían innumerables octavas, décimas, quintillas, romances, cantatas y otras formas de poesía, que ensalzaban con entusiasmo ardiente el familiar suceso, subiéndolo   —188→   hasta las mismas barbas de la Historia. Aunque Ansúrez no entendía ni palotada de poesía, ni en su vida las había visto más gordas, todo lo leyó y releyó sin perder sílaba, gozando en la frase sutil, en el número y cadencia, en el sonsonete de las rimas. La exuberancia de los ripios, a gloria le supo. Admiraba los privilegiados caletres que daban de sí tan bellos pensamientos, y los reducían a un lenguaje que era sin duda el idioma vulgar de los serafines. Los renglones largos y cortos de Belisario, en combinación musical, le sonaban como una orquesta que imitara el rumor de la marejada, los golpetazos de la hélice y las caricias de un Nordeste frescachón. Los otros versos también eran bonitos. ¡Qué comparaciones, qué galanas frases y qué melindres cariñosos!... ¡Y qué cosas le decían a la hermosa Mara! ¡Ajo, vaya una lluvia de flores!... La perla española..., la flor de Castilla..., la paloma emigrante, que en alas del amor... En fin, que había hecho su nido a la sombra de los Andes.




ArribaAbajo- XIX -

Las revoluciones americanas se parecían a las nuestras como una castaña nueva a una castaña pilonga. Sus incidentes y desarrollo, su desenlace infeliz o venturoso,   —189→   eran casi siempre los mismos; sus héroes, ya coronados del éxito, ya hundidos en la derrota, llevaban en su conducta y lenguaje los propios caracteres. Resulta, pues, para nosotros el relato de la revolución peruana en 1865 como un amaneramiento histórico... Clío se ve obligada a contar, con formas gastadísimas, sucesos ya conocidos por su lamentable repetición. Será preciso referir con trazo nervioso y rápido los acontecimientos que arrojaron de la Presidencia al General Pezet, para poner en su lugar al General Canseco. Fuera de la escaramuza naval en aguas de Pisco, la revolución no presentó ninguna originalidad, ni dejó de amoldarse a los precedentes que para uso de los pueblos ibéricos archiva la Historia de esta Península.

Mientras los dos caudillos se iban acercando con parsimonia, y alzaban las cortadoras espadas queriendo renovar la pelea entre don Quijote y el Vizcaíno, los pueblos se amotinaban aprovechando la debilidad de las guarniciones y el desequilibrio de aquellas autoridades tambaleantes, que tenían un pie en la legalidad y pie y medio en la rebeldía. La República chilena, interesada en celebrar con el Perú pacto de odio contra España, atizaba candela en favor de Canseco, y valiéndose de hábiles agentes, laboraba en la capital y en su puerto, así como en las ciudades del Norte. Lima era un campo de continuos desórdenes, y en el Callao saltó un motín seguido de saqueo,   —190→   que fue la página más movida de aquel drama de escaso interés.

En esto, el bueno de Pezet y el arrogante Canseco renunciaban a toda semejanza con don Quijote y el Vizcaíno; y poniendo hielo en la furia de sus primeras amenazas, envainaron los aceros. No tiene explicación la conducta de Pezet, que, dueño de excelentes posiciones, primero en Lurín, después en Bella Vista, dio media vuelta a la izquierda y acudió a embarcarse en una corbeta inglesa. En tanto, Canseco daba media vuelta a la derecha y caía sobre Lima, donde hubo de luchar con dos militares tercos que sabían su obligación: era uno el Ministro Gómez Sánchez, y otro el Coronel Sevilla. Pero, al fin, la fuerza y el número imperaron. Quedó Canseco dueño de Lima, con el nombre de libertador, entre el delirio y espasmos patrióticos de la muchedumbre; y para completar el amaneramiento del desenlace, siguieron las fiestas, los escándalos, las libaciones y atropellos, que en esta clase de cambios políticos suelen ser el fin de las alegrías y el comienzo de las dificultades.

Desde la Numancia pudieron los españoles echar un vistazo fugaz a la revolución, que por sí y por sus hechos interiores sólo debía moverles a curiosidad. Por sus consecuencias internacionales les movía quizás a mayores inquietudes. La situación a bordo era de incertidumbre y zozobra. Gran número de familias se habían refugiado en barcos mercantes españoles. Con estos se   —191→   comunicó Méndez Núñez, ofreciendo a los prófugos amparo más seguro si fuera menester. La hostilidad entre la plaza y la fragata era cada día y a cada hora más ostensible. De tierra venía un aire de cólera que daba en el rostro a los tripulantes de la fragata. Habrían sido rostros de mármol si no respondieran a las demostraciones airadas con fruncimiento de cejas por lo menos. Cada cual tiene su alma en su almario.

Una profecía de Fenelón, hecha por aquellos días en círculo de camaradas, daba la medida de su mundología y agudeza. Dijo el hispano-francés que una vez exaltado Canseco a la Presidencia, se había de ver entre la espada y la pared, entre la realidad del gobierno y los compromisos que había contraído para encender y arrastrar a las muchedumbres. El revolucionario tenía que darse de cachetes con el hombre de Estado, porque aquel lanzó a la populachería la idea de anular el arreglo con España, calificándolo de ignominioso, y este se veía forzado, por ley de conservación, a librar a su país de los azares y quebrantos de la guerra. Así sucedió, en efecto: Canseco inauguró su presidencia con ejercicios de consumado equilibrista en la cuerda floja. Había predicado la guerra. ¿Cómo predicar ahora la paz? Largos días emplearon en negociaciones el Ministro de Estado y nuestro Representante, señor Albistur, repitiendo los equilibrios del Presidente. Este inventaba fórmulas, obras maestras de pastelería... Pero no   —192→   hubo manera de oponerse a la efervescencia popular, atizada por los agentes chilenos, de prodigiosa actividad y travesura. Tanto empujó la ola del partido belicoso, formado casi exclusivamente de militares, que al fin Canseco hubo de comprender cuán expuesta es a quebrantos la pastelería política, y obligado se vio a resignar el mando y Presidencia. En su lugar, los revolucionarios, asistidos de los agentes chilenos, elevaron al Poder supremo al Coronel Prado, con el nombre de Dictador. El nombre no más tenía y la estampa corpórea, que la verdadera cabeza dictatorial era Gálvez, hombre impetuoso y sugestivo, que con la brillantez de sus ideas y la exaltación de su antiespañolismo circunstancial, se llevaba consigo a toda la juventud peruana.

Desvanecidas con la dictadura las esperanzas de concordia, la situación de la Numancia era bastante crítica. En aguas del Callao la retenía el cuidado de nuestros compatriotas, guarecidos en barcos mercantes, el acopio de provisiones para sí y para los demás buques, y la observación de los movimientos y planes del pueblo, que ya se mostraba como resuelto enemigo. Evidente era ya que el Callao quería fortificarse. A los oídos españoles llegaban los proyectos de baterías formidables, de cañones potentes... Más que estas amenazas, ofendían a los españoles las demostraciones de hostilidad negativa. Los peruanos no querían dar víveres, regateaban el agua... La   —193→   incertidumbre y el recelo entristecían la vida de todos los tripulantes. Se doblaron las guardias; se extremó la vigilancia; se temía, no sin fundamento, el acecho de las naves americanas. Lanzadas las imaginaciones al campo de las conjeturas, se hablaba de unos artificios llamados torpedos, imitación del pez de este nombre, que, dirigidos sin ruido a larga distancia, explotaban dentro del agua y podrían destruir traidoramente el barco más poderoso. Por esto, y por creer que era conveniente acudir a reforzar el bloqueo de los puertos de Chile, la Numancia levó anclas el 5 de Diciembre y puso proa al Sur, llevando a remolque a su galán Marqués de la Victoria, que dolorido de los pies y quebrantado de las coyunturas, no podía dar un paso. Delante salieron, cargados de carbón y provisiones, los dos transportes Vasconga y Valenzuela. ¡Adiós, Callao; adiós, Lima hermosa; adiós, ingratas limeñas! Un hado maligno y burlón nos hizo enemigos. Maldito sea.

Navegó hacia Chile la fragata con mar bellísima y sosiego delicioso del viento. El Pacífico parecía inmenso lago, o un estanque sin fin; la atmósfera, limpia y transparente, permitía contemplar la majestad de los Andes. Tanta serenidad contrastaba con la expectación de los navegantes, que por secreteo misterioso del alma presagiaban alguna desdicha escondida en el fondo de aquella mansedumbre soberana del cielo y la mar. Seis días duró el navegar calmoso,   —194→   con placidez acompasada y rítmica, marcada por las vueltas de la hélice.

Dos hombres no más había en la fragata que, recogidos en su vida interior, se aislaban de las preocupaciones comunes a toda la tripulación. Eran Binondo y Ansúrez. El primero, bajo la acción deprimente de sus achaques, e incapaz de todo trabajo corporal, zambullía su espíritu en la lectura, y ya llevaba medio devorada, aunque no digerida, la biblioteca del Capellán, compuesta de dos o tres docenas de libros. Después de consagrar dos horas al Año Cristiano, picaba en el Sermonario y en un tratado de Teología; por fin, le metía el diente al Genio del Cristianismo, al Perfume de Roma, a las Ruinas de mi Convento, y a otros volúmenes tan entretenidos como piadosos... El continuo leer y el meditar en lo que leía, le iba poniendo en comunicación familiar con lo infinito, y su cara plana y cadavérica revelaba un desprendimiento gradual de las cosas terrenas. La vida interior de Ansúrez era de un orden muy distinto y puramente imaginativa. Su pasión paternal, llevada al último grado de exaltación por el nacimiento del nietecillo, de que daban testimonio los retumbantes versos, tomaba en la soledad formas de delirio, y a sí propio se engañaba, construyéndose interiormente un simulacro de la realidad. Era la imitación a veces tan perfecta, que Ansúrez no dudaba de la autenticidad de lo soñado. Sin desatender a sus obligaciones,   —195→   entregábase el hombre a una solitaria labor de vida imaginada, trajín muy propio de mareantes, apartados del mundo en largas travesías.

Desde que supo la existencia del pequeñuelo, en él puso el celtíbero todos los ardimientos de su corazón, tan dispuesto al amor de familia. Su familia era Mara; mas un destino cruel le vedaba su presencia. El amor conyugal y los afectos de su nueva parentela la retenían como prisionera en regiones distantes. Del chiquillo, en cambio, pensaba Ansúrez que le pertenecía más que la madre. Viéndole con el poderoso cristal de su imaginación, llegó a construir caprichosamente sus lindas facciones, su angélica sonrisa y sus donosas travesuras. Por misteriosa ley divina, aquel niño amaba a su abuelo más que a sus padres: con esto se creía compensado de tantas fatigas y tristezas. Así, cuando se aproximaba al puerto de Caldera, ya llevaba Diego varias noches con el niño a su lado, y aun de día imaginaba intensamente la presencia de la criatura llevándola en brazos de un lado para otro. Si se pudiera dar forma visible a tan extraordinaria ficción de la realidad, resultaría el buen Ansúrez la perfecta imagen de San José, suprimida la vara de azucenas y cambiado el traje bíblico por el uniforme de diario de un Contramaestre.

Y en este imaginar ardoroso, Ansúrez no hacía caso del tiempo, ni lo tenía en cuenta para nada. El día anterior había llevado en   —196→   sus brazos al nieto, figurándoselo en una edad como de año y medio, ya destetado, avispadillo y juguetón. Pues bastó un lapso de veinticuatro horas para que lo tuviera consigo en edad de más de tres años, con gorrita de marinero, ya muy parlanchín, sin dar paz a su media lengua deliciosa. ¿Dormía el hombre?, ¿soñaba despierto? Esto era lo más aproximado a la verdad. Ignorante del nombre que pusieran al chiquillo, él se había permitido dárselo a su gusto. Llamose, pues, Carmelo, como traído al mundo bajo la protección de la Virgen del Carmen. El delirio del Contramaestre llegó a suponer que su hija le enviaba el chiquillo con estas cariñosas expresiones trazadas en una carta: «Ahí lo tienes, padre; llévatelo, para que navegando te entretengas con él». Nada más decía; pero era bastante.

En brazos lo cogía, y su primer cuidado era enseñarle la soberbia embarcación: le mostraba todo, como le mostraría un fabuloso y complicado juguete que acababa de comprarle. «Vamos, hijo, por aquí, y verás qué bonito es esto. Te gustará mucho. Pues todo es para ti, para que juegues, para que juguemos los dos y nos divirtamos mucho... Vamos... pasemos bajo el puente... Esto es el Alcázar... Entremos por esta puerta. ¿Ves qué bonita cámara?... Aquí viven los principales del barco... Entremos más: allí está el camarote del Comandante, que se llama don Casto... No podemos pasar: el Comandante nos reñiría... a ti no, a mí sí...   —197→   porque aunque nos quiere mucho, por encima de su cariño está la ordenanza. Salgamos ya... Vamos... Por esta escala bajaremos a la batería... ¿Ves qué preciosa es la batería? Mira cuántos cañones: aquí uno, y siguen otro y otro, asomados a las portas para ver la mar y los peces... Estos cañoncitos los dispararás tú cuando quieras... Mi niño no se asustará del ruido. Vamos hacia proa... ¿Qué te parecen estas cadenitas? Son las de las anclas... Puedes echar y recoger el ancla cuando quieras... Vamos ahora a ver la máquina. Nos asomaremos por aquel agujero... Verás, verás qué cosa tan bonita. Mira cómo relucen las piezas de acero, y cómo suben y bajan aquellos vástagos, y qué ruido hace todo, como si estuvieran aquí dando patadas contra la quilla cuatrocientos mil caballos de tierra o de mar. Aunque sé que no te dará miedo bajar a la máquina, no bajaremos, porque nos pondríamos perdidos... Sigamos... allí tienes, a popa, el comedor de Oficiales... Vámonos ahora al otro sollado... Por esta escalera bajaremos... Ya estamos abajo. Allí... a proa tienes nuestro dormitorio; más allá tenemos un pañol, donde guardamos nuestra comidita. Aquí, a los costados de babor y estribor, duerme la tropa... se arman y se desarman las camas... Sigamos: comedor de maquinistas... y a popa dormitorio de oficiales... Bajemos ahora al otro sollado, que tú no tienes miedo... Está un poquito obscuro... Detrás de este mamparo ¿qué hay?, las carboneras... Aquí   —198→   tienes la enfermería de guerra... Esto que pisamos es la cubierta de los aljibes... más allá, despensa, pañoles... ¿Quieres que bajemos más? Pues vamos, que el nene no se asusta, y quiere verlo todo... Ea, ya estamos en lo más profundo... Por aquí, por aquí... Estamos ahora en el pañol de la pólvora, que llamamos Santa Bárbara... Hacia aquel lado, cartuchos, balas... Aquí podrás jugar todo lo que quieras, y pegar fuego a la Santa Bárbara... con lo que brincaremos todos hasta el cielo... Ea, volvamos arriba, que aquí hace calor... ¡Arriba, upa!... Ya estamos otra vez sobre cubierta... ¡ajajá! ¡Qué hermoso el cielo... qué soberbia la embarcación! Allí tienes a nuestro amigo Sacristá, que nos mira y se ríe... ¡Ah, pillo!, ya iremos a tirarte de una oreja... Vaya, niño mío, ¿quieres que te suba a la cofa de trinquete? ¿No te asustarás?... Pues si te atreves, subamos. Conmigo vas tan seguro como si el mismo San José te llevara. Arriba por la escala del obenque... Ajajá... Ya estamos arriba. De aquí sí que se ve bien tu juguete y la mar... ¿Ves qué grande, qué grande? ¿Qué te parece este sin fin de cabos y la largura de las vergas? Puedes desde aquí jugar todo lo que quieras, y largar y aferrar las gavias y juanetes a tu satisfacción... Mira para el otro lado, niño mío... Allí tienes los Andes... ¿Verdad que son altísimos?... Algunos montes de esos son volcanes... y tienen dentro mares de fuego... Yo te llevaría con gusto hasta el pico más alto para que   —199→   vieras toda la América de la otra banda, y los ríos que llevan sus aguas al Paraná y al Uruguay y al Plata... Todo eso es España, otra España, ¿te vas enterando?... Háblale, salúdala con tu manecita, y con tu media lengua dile que la quieres mucho, que estás aquí con tu abuelito, y que también tu abuelito la quiere... Bueno: pues ahora mira para el cielo, niño querido. ¿Ves esa nube que tapa el sol? No es nube: es una inmensa bandada de pájaros. Míralos bien, verás que son miles de miles de aves. Vienen de alta mar, donde han comido peces, y ahora se retiran a las peñas de tierra... Se llaman piqueros, sarcillos, gaviotas, alcatraces... Traen en sus estómagos mucho dinero, pues el guano lo es... es oro y plata... Mira, mira cómo la bandada, al aproximarse a tierra, se divide en escuadrones, en compañías... Cada familia se va a su casa, y cada pareja busca su nido... Ea, bajemos, que hace ya demasiado fresco...». Terminada esta visión, empezaba otra; y a medida que las iba produciendo, el celtíbero celebraba con sonrisa del alma sus propios disparates.



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ArribaAbajo- XX -

Al aproximarse a la ensenada de Caldera, Méndez Núñez, en el puente con el Oficial de derrota, reconoció con su anteojo las fragatas Villa de Madrid y Berenguela; luego vio los mástiles de los mercantones apresados... No le sorprendió encontrar la Berenguela, que había relevado a la Blanca en el bloqueo de aquella zona; pero sí ver a la Villa de Madrid, y aún fue mayor su sorpresa cuando advirtió que esta no arbolaba la insignia de Jefe de Escuadra, y en cambio, en la Berenguela flameaba el gallardetón de Capitán de Navío. ¿Qué había ocurrido? Diferentes conjeturas pasaron rápidas por la mente del Comandante de la Numancia, y las visiones de desdichas se sucedieron con la fecundidad pesimista de nuestra imaginación, que a veces las exagera y abulta con la idea de que resulte menos fuerte la desdicha real, al ser conocida... Pronto saldría de dudas... Era don Casto Méndez Núñez de estatura mediana tirando a corta, recio y bien plantado. Sobre su rostro moreno vagaba siempre, en ocasiones ordinarias, un mirar dulce y una vaga sonrisa. Su voluntad de hierro no era de las que tienen por muestra al exterior un entrecejo duro, ni su voz, robustecida en las   —201→   conversaciones con el viento y la mar, llegó a perder las blandas inflexiones gallegas... Quedó, como se ha dicho, con el alma suspensa de un enigma cuya solución esperaba, y la atención presa en los topes de las dos fragatas. Los de la una, por arbolar insignia, algo le decían; los de la otra, por no tenerla, le decían más.

El Segundo, don Juan Bautista Antequera, ocupaba su puesto a proa, atento a la maniobra de dar fondo. Saludó la fragata con siete cañonazos la insignia de Capitán de Navío; contestó la Berenguela; y apenas disipado en vagos jirones el humo, se vio desde el puente que del buque insignia venía un bote hacia la Numancia. Echose a la cara Méndez Núñez los anteojos, y al ver que el bote traía la visita del Capitán de Navío, don Manuel de la Pezuela, su asombro fue extraordinario. Con toda su curiosidad y todo su asombro a cuestas, Méndez Núñez bajó al portalón para recibir al visitante... La clave del estupor de don Casto nos la da un hecho, de estos que sin estar consignados en los libros de Historia, a ella pertenecen por el tributo que la vida particular paga a la vida pública cuando menos se piensa. Antes de que la Numancia saliera de Tolón, era su Comandante Pezuela, amigo y protegido del Ministro de Marina, General Armero. Lista la fragata blindada para prestar servicio, y destinada a la campaña del Pacífico, elegido fue inopinadamente don Casto Méndez Núñez para   —202→   mandarla y conducirla en tan larga navegación, nunca intentada por naves de tal porte y pesadumbre. Las razones que tuvo el Ministro para este nombramiento no debían deprimir a Pezuela, que gozaba de buen crédito como navegante y militar; pero le amargaron enormemente. Debemos considerar que el enojo de Pezuela se fundaba en un noble sentimiento, la emulación, alma de los cuerpos armados de estructura aristocrática.

El caso fue que desde el día en que la Numancia cambió, como si dijéramos, de galán o de novio, Pezuela y Méndez Núñez no volvieron a dirigirse la palabra. Al primero se le dio el mando de la Berenguela, novia que ni por su edad ni por su belleza podía competir con la que le quitaron en Tolón, y fue al Pacífico en la escuadra de Pareja; el segundo emprendió después su viaje de leyenda con la niña bonita. Cuando esta llegó al Callao victoriosa, desmintiendo los augurios pesimistas de los técnicos, los dos rivales no cambiaron ninguna demostración de amistad en todo el tiempo que permanecieron en aguas peruanas. Si Pezuela visitó en la Numancia al segundo de esta, don Juan Antequera, fue en ocasión de estar en tierra Méndez Núñez pagando la visita oficial... Por la feliz realización del viaje, ascendió Méndez Núñez a Brigadier de la Armada; Pezuela seguía en su empleo de Capitán de Navío... Todo esto que brevemente aquí se cuenta, pesó en la mente   —203→   de don Casto cuando hacia el portalón bajaba. Era hombre tímido, y la situación que se le presentaba después del largo eclipse de amistad con Pezuela, le ponía nervioso y cohibido. Viéndole subir por la escala, pensó que su rival despejaría el nublado con breves palabras. Así fue.

«Mi General -dijo Pezuela con grave cortesía, estrechando la mano de Méndez Núñez-, vengo a saludarle y a resignar en usted el mando de la escuadra que accidentalmente he tomado, y que a usted por su graduación corresponde. Ha muerto Pareja...».

A la interrogación de pena y asombro, expresada por don Casto con la mirada y el gesto, más que con la palabra, contestó así Pezuela: «Tengo mucho que contarle, mi General. Por de pronto, acepte usted para esta empresa, que se nos presenta obscura y difícil, la cooperación de todos mis compañeros y la mía particularmente. Estamos a tres mil leguas de España, con su honor y su bandera entre las manos... Miremos tan sólo a sacar avante estos grandes intereses, y olvidemos todo lo demás...». Con estas caballerescas expresiones, puso Pezuela a los pies de Méndez Núñez todos sus piques y agravios; lo mismo hizo el otro. Se abrazaron como buenos compañeros que en aquel instante se veían más que nunca subyugados por la religión del deber, y dirigiéronse a la cámara. Antes de llegar a ella, la impaciente curiosidad de Méndez Núñez   —204→   iba soltando interrogaciones ansiosas. «Se ha pegado un tiro», dijo Pezuela ya dentro de la cámara; y lo decía con cierta sequedad, como si más que lástima sintiera desdén del pobre suicida, General Pareja... Sin dejar espacio al asombro de don Casto, soltó la segunda parte de la trágica noticia, que más bien debía ser primera: «Hemos tenido una desgracia... Nos han apresado la Covadonga».

Solos en la cámara, hablaron de las causas del suicidio del General, que habían de ser algo más que la pérdida de la goleta. «Yo me lo explico o quiero explicármelo -dijo Pezuela-, por la depresión de su ánimo ante el mal cariz de la campaña. El bloqueo nos resulta un fracaso. Los Comandantes de las escuadras extranjeras no cesan de ponernos mil obstáculos; nadie nos ayuda; nadie nos da una noticia, como no sea mala. Vivimos en el mayor aislamiento, rodeados del odio de todo el género humano. Hasta se ha dado el caso, aquí, en este mismo puerto, de entrar una fragata inglesa, y pasar junto a la Blanca sin hacer saludo. Luego saltó a tierra su Comandante sin pedir permiso a Topete, y a los dos días volvió a bordo, trayendo a un personaje chileno: era el Intendente del departamento. Empavesó la fragata para recibirlo, le saludaron con hurras, y le hicieron extremados honores. Que le cuente a usted Topete el berrinche que esto le costó y las ganas que le quedaron de cañonear al inglés... No sabía   —205→   qué hacer. ¿Quién podía prever un caso tal de descortesía, más bien de burla?... Presumo yo que Pareja se sentía hundido bajo el peso de su responsabilidad por haber propuesto al Gobierno las actitudes belicosas a todo trance... Exageró quizás la debilidad de Tavira. Hizo creer al Gobierno en una victoria fácil... no sé, no sé».

-¿Y últimamente, qué instrucciones recibió Pareja de Madrid?

-¿Lo sabemos acaso? Yo presumo que después de recibir órdenes para llevar la cuestión por la tremenda, han venido órdenes de templanza y transacción. ¡Vaya usted a saber...! Habíamos acusado a Tavira de traidor y desleal, y Tavira enseñaba una carta de Narváez, en que este le decía: «No haga usted caso del Gobierno, y negocie la paz». Esto es inicuo... Nos mandan al cabo del mundo, como si el venir acá y emprender una guerra es estas latitudes fuera cosa de juego... y todo ello sin criterio fijo... ¿Saben allí dónde estamos, y el modo de ser de estas repúblicas? Y verá usted cómo nos faltan recursos cuando sean más necesarios, y cómo nos veremos el mejor día sin una galleta, sin un quintal de carbón y sin un real.

Luego contó Pezuela el triste caso de la Covadonga. Carecía esta goleta en absoluto de poder militar y de agilidad marinera... Cojeaba de la hélice; asma padecía en sus calderas; manca estaba la tripulación, y el arma que llevaba (dos cañones en colisa) no   —206→   servía más que para matar pájaros... Mandar estos inválidos a una guerra lejana, era un verdadero crimen... En Coquimbo estaba la pobre veterana, con pata de palo y ambos brazos en cabestrillo... Servía para llevar y traer recados... La infeliz navegaba por mares enemigos, y a la vuelta de cada esquina o de cada cabo, acechábanla embarcaciones de más poder... En Coquimbo mismo entró a su bordo la traición con pretexto de pedir informe referente a una presa norte americana... Los extranjeros, llamándose neutrales, ayudaban con ardor a los chilenos, haciéndoles el servicio de espías. Los españoles no tenían espionaje, ni podían tenerlo como no acudieran a las aves o a los peces...

Partió la pobre Covadonga de Coquimbo para Valparaíso, cumpliendo órdenes de Pareja, que ya estaba con el alma en un hilo recelando el mal fin de la pobre mensajera... El domingo 26 de Noviembre pasaba la goleta frente a un puerto llamado El Papudo: amaneció con neblina; del seno de esta salió como fantasma una corbeta, que izó bandera inglesa... No se dio por engañada la Covadonga, y preparo sus inútiles armas y avivó su andar premioso, renqueando por aquellos mares de Dios, más bien del diablo... Navegaba la corbeta de vuelta encontrada por estribor... Cuando se halló a popa, orzó rápidamente y descargó su andanada sobre la goleta... En seguida izó el pabellón chileno. La goleta no tenía defensa... El combate no podía ser   —207→   brillante por ninguna de las partes; mas por la parte española, que era la suma debilidad, resultó de un heroísmo obscuro. La impotencia hizo más de lo que humanamente podía. Los hombres se multiplicaron para defenderse y para dejarse morir. Los de la Esmeralda podían dividirse, pues su barco valía por diez del nuestro.

Descansado fue para los chilenos el apresamiento de la Covadonga, después de matar y herir a muchos de sus tripulantes. Cogida la nave inválida, a remolque la llevaron al Papudo con algazara triunfal. El Comandante Fery había sucumbido por falta de medios materiales que dieran a su entereza la debida eficacia. Con mal sino fue a la guerra: le tocó la china de tener que combatir con hombres bien armados, y para esto no llevaba más que una caña y armadura de papel... Los prisioneros fueron llevados a tierra e internados hasta Santiago, donde se les trató con rigor y crueldades que no merecía su glorioso vencimiento.

A una interrogación inquieta de Méndez Núñez, contestó Pezuela que el Jefe de Escuadra no había tenido conocimiento del desastre de la Covadonga hasta que fue a notificárselo el Cónsul americano Nicholson, que, dándoselas de amigo de España, favorecía con toda clase de manejos y soplos la causa chilena. Y añadió el Comandante de la Berenguela: «Ya he dicho a usted que estamos aquí en un aislamiento horrible... No tenemos la simpatía de ninguna nación...   —208→   Nadie nos ayuda, nadie da calor a nuestra causa, como no sea un grupo de españoles fanáticos, unidos a unos cuantos franceses mercachifles, que no sabemos qué fines se traen ni a qué móviles obedecen...».

-Estamos bien -dijo don Casto triste y ceñudo-, y en estas condiciones bloquee usted con cinco barcos un frente de mil quinientas millas... En Madrid no tienen idea de lo que es esto. Comprendo la desesperación del pobre Pareja... Sin base de operaciones, teniendo que llevar a cuestas la comida y el carbón, estamos a nueve mil millas de la patria. ¿Dónde podríamos reparar una avería de importancia? En el cementerio, como dijo el General Álvarez; en el mar... Eso sí: por cementerio no podremos llorar, que el que aquí tenemos es bastante ancho.

En este punto del coloquio, llegaron don Claudio Alvargonzález y don Miguel Lobo, Comandante y Mayor General de la Villa de Madrid, y hablando todos de los graves sucesos, no añadieron nueva luz a las causas del suicidio de Pareja. Resultaba como causa única y bastante poderosa la convicción del fracaso de su política en el Pacífico. Se sentía responsable de haber llevado las cosas al camino escabroso por donde iban a la sazón. Contaron asimismo los jefes de la Villa de Madrid que después de la visita de Nicholson, observaron en el General Pareja una tranquilidad melancólica, que en otra persona no podía ser alarmante;   —209→   en un militar, si lo era. Hablando con Lobo, le preguntó con flemática frialdad: «¿Cree usted que nos habrán apresado también la Vencedora?».Y Lobo respondió: «Mi General, lo creo posible y probable; que estos pobres barcos, indefensos y que andan con muletas, llegan de milagro a donde se les manda». Por la tarde, el General comió con mediano apetito; después paseó un rato en la toldilla, fumando un cigarro. Bajó a su cámara... Tenía costumbre de tirar desde el balcón con revólver a los pájaros marinos. Así lo hizo aquella tarde... Tres veces disparó... Pasó tiempo... El cuarto disparo sonó en los oídos del Comandante y del Mayor General con mayor estruendo que los anteriores. Pero apenas se fijaron en la intensidad del ruido... De pronto salió de la cámara dando gritos el asistente italiano del General. Acudieron, y hallaron a Pareja tendido en la cama, sangrando de la cabeza. Aún tenía en su mano derecha el revólver... En la mesa vieron un papel, en que había trazado el suicida con firme pulso sus últimos pensamientos, dirigidos a Pastor y Landero, su sobrino y secretario. Tres pensamientos eran: Te estoy agradecido... Que no me sepulten en aguas de Chile... Que todos se conduzcan con honor.

Oído todo esto, y algo más que por no incurrir en prolijidad aquí no se cuenta, Méndez Núñez suspiró fuerte, y dejó ver en sus ojos cierta luz que anuncio parecía de resolución firme... Era Jefe de la Escuadra;   —210→   la autoridad, así como la responsabilidad de Pareja, habían pasado a ser suyas... ¿Cómo continuar la empresa trágicamente interrumpida? Al abandonar el mundo y la vida, arrojó Pareja sobre un papel una idea sentimental: que no me sepulten en aguas chilenas; y tras esto, una generalidad de las que vulgarmente llamamos de clavo pasado. ¡Conducirse con honor! Esto ya lo sabían todos, y no había la menor duda de que así se cumpliera... Pareja pudo legar a su sucesor una idea militar, un plan, un criterio... Pero nada de esto dejó, sin duda porque no lo tenía... La Historia se continuaba; al caudillo muerto reemplazaba el caudillo vivo. Quizás lo que no dijo el papel fúnebre de Pareja, decíanlo los ojos de Méndez Núñez: Concentración de fuerzas... Tomar la ofensiva.

Aquella misma tarde trasladó Méndez Núñez su persona y su insignia a la Villa de Madrid, y salió para Valparaíso.




ArribaAbajo- XXI -

La Numancia permanecería en Caldera hasta que llegasen los transportes de vela Valenzuela Castillo y Vascongada, que del Callao salieron con víveres y carbón. Aún había para rato, por causa de las calmas de aquellos días. Aburridos quedaron los tripulantes   —211→   de la fragata y como desengañados, pues muchos de ellos creían, al partir del Callao, que iban a una función militar de importancia. Otros veían en la ausencia de su General un vacío melancólico, cual si Méndez Núñez se hubiera llevado consigo toda la grandeza y ardor guerrero del primer barco de la Nación. Mientras allí estuvieran las fragatas, debían custodiar el enorme rebaño de buques apresados que con los transportes formaban una impedimenta fastidiosa y pesadísima. No teniendo España, en la inmensa extensión de la costa debelada, ningún puerto, ni siquiera un islote, para refugio y abrigo de sus operaciones, veíase forzada a conducir consigo la reata de barcos viejos que le servían de carboneras, de almacenes, de talleres, y de enfermería en algún caso. Se comprenderá cuán molesta y embarazosa era esta mochila para el guerrero que allí necesitaba toda su agilidad y desenvoltura.

Las dos fragatas y todas las embarcaciones de vapor tenían siempre encendida sus calderas; la vigilancia era minuciosa; en la lancha de hélice, o en botes, los Guardias marinas bordeaban de día y de noche. Dos tercios de los tripulantes velaban desde la puesta del sol hasta su salida. En la plenitud del verano austral, eran las noches claras, estrelladas, de solemne hermosura. Marineros y oficiales de mar, oficialidad y jefes armaban sus tertulias nocturnas en los sitios correspondientes a cada jerarquía...   —212→   Los mentideros más animados eran los populares, a proa. Junto al cabrestante formaban un ruedo animadísimo Sacristá, Fenelón, Ansúrez y otros amigos de Máquina y Maestranza. Binondo, que también hocicaba en aquel ruedo, se apartó bruscamente de él y se fue hacia un grupo de marineros que charlaban junto a la borda. «Me vengo aquí -dijo-, huyendo de las conversaciones indecentes de esos perdidos... Me escandalizo de oír los cuentos asquerosos que refiere el francés de las mujeres que ha conocido en Lima, Callao y el Chorrillo. Ningún hombre de buenos principios puede oír tales porquerías. De una dice que tiene el cuerpo blanco como la leche; de otra, que es morenita tostada, y encendida de su fuego natural... Y como el hombre ve que le ríen y alaban estas suciedades, no se para en barras... ni en pechos, y ahora decía que los tiene muy bonitos una que llaman Susana, sobrina de no sé qué General, y prima del señor Arzobispo... Aquí me vengo, porque ese condenado le hace pecar a uno de intención, y en estos casos yo corto por lo sano, quiero decir, corto por las intenciones». Oído esto por los muchachos, dejaron solo a Binondo y se fueron al ruedo.

Las aventuras amorosas acometidas con singular audacia por Fenelón, y consumadas triunfalmente, embelesaban a los pobres mareantes, tan rudos como crédulos. Los más de ellos se tragaban sin chistar las enormes bolas que de su boca fecunda iba soltando   —213→   el maquinista. El cual, henchido de fatuidad ante el éxito de sus embustes, lanzábase a los mayores atrevimientos de la inspiración y de la fantasía. Terminó su mujeril relato con esta síntesis gallarda: «Yo, que he recorrido las Américas divirtiéndome cuanto he podido, y cursando, por ejemplo, toda la carrera del amor hasta el doctorado, aseguro a ustedes que las mujeres más hermosas de este continente son las costarriqueñas: diosas, estatuas vivas las llamo yo. Las más graciosas y apasionadas, las más seductoras y las más tiranas del hombre, son las del Perú; y en ilustración, a todas ganan las de este país en que ahora estamos, las chilenas, señores, que no por sabias y discretas dejan de ser bonitas... mi palabra. Ocurre que en Valparaíso o en Santiago está usted haciendo el amor a una señorita, y a lo mejor la señorita, contestando con gracia, le habla a usted de Kant o de otro filósofo muy nombrado...». Los contramaestres y cabos de mar oían estas cosas con la boca abierta; y aunque no sabían quién fuese aquel Kant, celebraban la ocurrencia y enaltecían al orador.

Derivó luego la conversación a un asunto distinto. Desiderio García, cabo de mar andaluz, muy amigo de Ansúrez, excelente hombre, un poco dado a la taciturnidad, fue instigado por sus compañeros a tratar de un tema que a él le trastornaba y a muchos divertía. Debe indicarse que había navegado por el Pacífico en buques mercantes y de   —214→   guerra, y conocía no pocos lugares de la costa y algunos del interior. Contaba (sin que pueda garantirse su veracidad) que había vivido en una tribu de indios bravos, y recorrido largas extensiones del continente, al otro lado de los Andes. «Pues queréis que hable, hablaré -dijo-. Óiganme y aprendan. Yo sé lo que sé, y de mi saber de este negocio no me arranca nadie. Estamos en Caldera... El monte altísimo que allí vemos, por encima de la ciudad, lejos, lejos, ¿cómo se llama?».

-Es el Bonete -dijo Sacristá-: seis mil metros de altura.

-Más al Sur. ¿Pero no lo sabéis? Tendré yo que deciros que esa altura es Come caballos, y que allí hay una garganta o puerto por donde pasamos a la otra banda y a un río que llaman Bermejo, el cual lleva sus aguas al Paraná. Todos esos territorios he corrido yo, y sé que entre un pueblo que se llama Tinogasta y otro que nombran Copacavana, hay unas peñas en lugar descampado y yermo... y en esas peñas abertura estrecha por donde se entra a una cueva tan grande como cuatro veces la catedral de mi pueblo, que es Córdoba. Pues en esa cueva, guardada en unas al modo de arcas de piedra, hay tal cantidad de plata en barras, que puede calcularse en seis o siete millones de quintales de ese metal...

Pausa, en la cual se oyó un grave murmullo: de asombro era, o de burla mal contenida. Acallado el rumor, prosiguió Desiderio,   —215→   y dijo que él había visto el tesoro; que conocía su existencia por un indio viejo, patriarca en la tribu, llamado Zapirangui, padre del famoso Cuarapelendi, indio guerrero. El tesoro allí estaba muerto de risa, como quien dice, y no faltaba más que ir a cogerlo y transportarlo a un puerto de mar, empresa que requería grande y costoso convoy de acémilas y un mediano ejército para custodiarlo. Declaraba el Cabo de mar, con la más pura convicción y seriedad, que ofrecía la mitad del tesoro a quien concurriese con él a extraerlo del escondido antro en que yacía desde el tiempo de los señores Incas. No quería comunicar el secreto al Gobierno de Chile. Como buen español aguardaba las victorias de España y la ocupación de toda la América del Sur por los españoles, para tratar con el Jefe de la Escuadra de la forma y modo de traer la plata a la costa, llevándola después a España en dos mitades: una para el descubridor, y otra para Isabel II.

Refería estos disparates el Cabo de mar con tanto aplomo, que los incrédulos y guasones, que eran los menos, no se atrevían a contradecirle. Temían su furor, pues era hombre que súbitamente se encendía cuando alguien negaba o tomaba en solfa el depósito de plata. Como no le tocaran este asunto, no había hombre más pacífico y razonable. Ansúrez, que al principio había tenido con su compañero agarradas tremendas por el tesoro de Copacavana, ya empezaba   —216→   a creer en él, como primer paciente del mal de soñación, que suele atacar a los navegantes en las travesías dilatadas. «Mayor simpleza que lo del tesoro -se decía el buen Ansúrez con sinceridad candorosa- es creer que tengo aquí a mi adorado nietecillo Carmelo, y que le acuesto en mi coy, le visto y le arreglo, y le saco en brazos a pasearle por la cubierta. Cierto que esto es una sinrazón, lo reconozco... pero momentos hay en que a ojos cerrados lo creo, por el consuelo que me da la mentira... En esta soledad chicha, sin ningún cariño a nuestro lado, nos moriríamos de pena si no encendiéramos las calderas del pensar, y no navegáramos a un largo por el mundo de la ilusión... En fin, me voy abajo, quiero estar solo... Solo, piensa uno lo que quiere, y se divierte con su propio engaño».

Todos iban cayendo, como he dicho, en la soñación endémica, y el más atacado era Binondo, que en la ociosidad física cultivaba más que los otros la vida espiritual. Una noche, viendo a Desiderio García asomado a la borda, mirando a tierra con atención alelada, llegose a él y le dijo: «Yo creo en tu tesoro; Dios me da vista bastante larga para ver el lejos de las cosas, y para conocer que el hombre espiritado, como tú lo estás, sabe dónde moran los bienes escondidos... Fíjate, Desiderio, fíjate en la estrella que ahora está sobre Come caballos. ¿La ves? Pues esa estrella tan bonita no sigue la marcha que llevan las otras en el cielo, sino   —217→   que va dejándose caer, dejándose resbalar por detrás del horizonte... Estas noches me las he pasado observando la rareza de su movimiento, pues cuando todo el cielo deriva, como sabes, de Oriente a Occidente, ella va de vuelta encontrada. No podía yo comprender ni explicarme esta cosa nunca vista... pero al oírle decir lo del tesoro guardado entre peñas montunas a la otra banda de los Andes, he caído, Desiderio, he caído en la verdad... Pienso que será esa estrella un sino con que el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, o verbigracia los tres, nos marcan el lugar del tesoro para que vayamos a cogerlo y regalárselo a nuestra España querida».

Echó Desiderio al malayo una mirada fulgurante, acompañada de temblor de mandíbula, que en el Cabo de mar anunciaba siempre un acceso de cólera. Sobrecogido, Binondo puso en juego toda su astucia y labia persuasiva para despertar confianza en el espíritu del maniático. Entre otras extravagancias, le dijo: «Fíjate bien en la estrella, y verás que tiene rabo, un rabito que apenas ahora se distingue y que va creciendo, creciendo hasta media noche. La estrella baja y se pone a contra-cielo; aún se verá la punta del rabo cuando el alba empiece a comerse las constelaciones. Si no crees en la maravilla, y en que el Eterno, que así decimos, por medio de luces celestes y angélicas con corona o con rabo, y de otras señales y avisos, guía los pasos del hombre, no llegarás a recoger tu tesoro». Tanto y   —218→   tanto le dijo y arguyó, y tan sutilmente supo enlazar las ideas religiosas con la superstición, que a la media noche Desiderio veía la estrella, su cola y movimiento, tal como el malayo lo describía. Y ambos, en ardiente coloquio, determinando la relación entre los tesoros de la tierra y los del cielo, convinieron en que la fe vivísima es el medio más seguro para llegar a poseer unos y otros.

Todos soñaban; el delirio descendía del cielo transparente y estrellado, para introducirse en las cabezas de los pobres mareantes, que ya llevaban casi un año ausentes de su familia en países enemigos, empeñados en empresa guerrera que hasta entonces les ofrecía más fatigas que gloria, privados de todo cariño y del trato de mujeres, sin pisar tierra o pisándola hostil, resentidos ya de la poca variedad y frescura de los alimentos, esperando la solución bélica que nunca venía, y preguntándola, sin obtener respuesta, al Pacífico inmenso y a la muda esfinge de los Andes.

Todos desvariaban, todos padecían la nostalgia que impele a la construcción de una vida ilusoria para llenar con ella los vacíos del alma. Fenelón evocaba la persona de una dama limeña, a quien había visto en el Chorrillo sin poder cambiar con ella más que cuatro palabras de saludo ceremonioso; a su lado la traía; paseaba con ella del brazo por la cubierta, por el alcázar y la batería; llevábala a su camarote; platicaban de amores,   —219→   reían, se ponían serios, eran dichosos... Ansúrez se persuadió una noche de que su hija Mara, deslumbrante de hermosura y elegancia, entraba en la fragata por el portalón: hablaban hija y padre tranquilamente, como si nada hubiera pasado, como si se hubieran visto el día anterior; el chiquillo tenía ya seis años; Belisario regalaba a su suegro una vajilla de plata; doña Celia era una señora con muchos moños y lacitos en el pelo gris, cargada de esmeraldas y rubíes, de habla graciosa y dulce, como la de las gaditanas... Sacristá vio a su mujer de cuerpo presente en su casa de Cartagena: las luces macilentas que alumbraban a los mayordomos en el pañol de proa, le dieron esta impresión fúnebre que desechar no pudo en tres o cuatro noches sucesivas... Binondo y Desiderio reducían a formas reales sus teorías de la intervención divina en el descubrimiento de tesoros; y el Cabo de mar, en un minuto de sinceridad efusiva, vació sus pensamientos más recónditos en el oído del malayo, diciéndole: «A ti solo, José, confiaré lo que aún no he querido confiar a nadie, lo más reservado, lo más secreto, y es... escúchame sin miedo: debajo de la cueva de Copacavana, donde están, en arcas de piedra, los miles de millones de barras de plata, hay otro covachón más hondo, con bajada secreta, y en ese segundo sollado subterráneo, no tiembles... hay como unos doscientos bocoyes llenos de pepitas de oro... y no te digo más».

  —220→  

Y por este estilo soñaban todos los demás, en las jerarquías nobles, de Guardias marinas para arriba; sólo que sus delirios tomaban otras formas y caracteres. Eran sueños de guerra, de acciones heroicas. Quién soñaba con el engrandecimiento personal, quién con sacrificios y extremadas virtudes. Unos veían entre brumas gloriosos triunfos de la patria; otros, grandes desventuras y catástrofes.




ArribaAbajo- XXII -

Al Sur de Caldera está Calderilla, que también llaman Puerto inglés, y allí cambiaron por primera vez los españoles sus disparos con disparos de tierra. Se supo que en Calderilla preparaban los chilenos un torpedo, montándolo en un vaporcito de ruedas. A quitarle al enemigo ambas cosas, vaporcito y torpedo, fueron dos animosos oficiales: Alonso, en la lancha de vapor de la Numancia, y Garralda, en un bote a remolque. Arriesgadilla era la empresa, porque la guarnición de Caldera se corrió a Calderilla y tomaba posiciones en las rocas que protegen el puerto. Llegaron los oficiales a donde se proponían, y a la vista de los chilenos se hicieron dueños del vapor. Ya salían con él a remolque, cuando se vieron obligados a sostener vivo fuego con los enemigos,   —221→   apostados en la orilla Norte. Heridos fueron Garralda y un marinero, y en gran compromiso se vio la pequeña expedición al querer salvar la boca del puerto, de unos ochocientos metros de anchura. La suerte de los españoles fue que los chilenos no acertaron a ocupar más que el costado Norte de la barra, desamparando el lado Sur, llamado la Caldereta. A esta se arrimaron Garralda y Alonso, sosteniendo el fuego con las tropas de la otra banda. Su arrojo y serenidad, así como el auxilio que les prestó la Berenguela, acercándose a la entrada del puerto y cañoneando a los de tierra, les salvaron de un copo seguro. No pudiendo sacar el vapor aguas afuera por lo que tiraba la marea, lo echaron a pique, y allí se quedó con su torpedo, si es que lo tenía.

Llegaron por fin la Vascongada y la Valenzuela Castillo. A esta podía llamársela el buque milagro, pues de milagro se sostenía sobre las aguas y milagrosamente llegó a Caldera, gobernada por el Alférez de Navío don Antonio Armero. Su viaje desde el Callao había sido un naufragio constante. La vieja fragata, de inmemorial edad, se descosía, se desarmaba, y sus tripulantes no tuvieron en la travesía momento seguro. Toda la navegación fue un perenne picar de bombas, un remendar infatigable de averías y una horrible lucha de la vida con la muerte. De los quebrantados palos se caían los marineros, y al caer se mataban y herían   —222→   a sus camaradas. Héroes fueron aquellos infelices, y el Oficial que los mandaba mereció más premio que si hubiera ganado una batalla. A toda prisa se procedió a descargar a la veterana Valenzuela, que no deseaba más que quedarse vacía para tumbar sus pobres huesos en un playazo. Todos los víveres y municiones fueron trasladados a los pocos barcos útiles, y se acordó pegar fuego a las presas, que no servían más que de estorbo, sentencia que fue rigurosamente ejecutada cuando la Numancia y Berenguela, obedeciendo a órdenes del Superior, zarpaban para Valparaíso. Fue un espectáculo espléndido, un simulacro de volcanes marítimos. Los viejos barcarrones tenían una muerte más brillante que la que les habrían dado las tormentas deshaciéndolos en las soledades oceánicas. Sus exequias eran fiesta extraordinaria de las aves y los peces.

Concentrada en Valparaíso toda la escuadra, tuvo eficacia el bloqueo, reducido al puerto principal de la República. Y ahora, hablando nuevamente de los españoles que soñaban, designamos a Topete y Alvargonzález, Comandantes de la Villa de Madrid y de la Blanca, como los que en mayor grado padecieron hasta entonces el desvarío heroico, pues afrontaron una de las empresas más temerarias que cabe imaginar. Deseando Méndez Núñez buscar al enemigo en los lugares inaccesibles donde tenía su refugio, los esteros y canalizos del archipiélago de Chiloe, preguntó a los dos marineros   —223→   Alvargonzález y Topete si se atreverían a penetrar en aquel dédalo para sorprender en su escondrijo a las naves aliadas.

Pudieron responder los dos guerreros de mar que tal empresa era imposible, mortal de necesidad para barcos y hombres; mas no dijeron esto, sino que, antes que fueran otros, deseaban ir ellos sin pensar en el peligro, ni medir los inconvenientes náuticos y militares de aventura tan descomunal. Salieron las dos fragatas. Justo es declarar que al verlas partir, casi todos los soñadores que en Valparaíso quedaban, pensaron que no volverían a verlas... Pero se engañaban, porque a las dos semanas o poco más reaparecieron con su casco y aparejo intactos, o con no visibles averías. Habían consumado proeza semejante a las de los argonautas, penetrando en laberintos habitados por monstruos que devoraban al que osaba llegar hasta ellos. El monstruo era una Naturaleza hostil, armada de toda clase de asechanzas y peligros, que para el enemigo de los españoles era refugio y defensa. Alvargonzález y Topete entraron con esforzado corazón en el laberinto por el golfo de Guaytecas, boca Sur del Archipiélago; navegaron por un angosto mar, parecido a estanque de recortadas orillas, y dieron fondo en Puerto Obscuro. Indígenas de mal pelaje les dieron noticia de la madriguera en que se agazapaban las naves chilenas y peruanas.

Prodigiosa fue la marcha por angosturas y desfiladeros, sin más auxilio que imperfectas   —224→   cartas, obra de navegantes que habían recorrido aquellas aguas en cachuchos de corto calado. La Blanca y Villa de Madrid andaban al paso, sin dejar de la mano la sonda, temiendo a cada instante dar en un bajo. Hallábanse a los 42 grados de latitud Sur; la marea entrante y saliente tiraba con fuerza de seis o siete millas. Tal o cual paso, donde por la mañana había un fondo de quince a veinte pies, a la tarde estaba seco. Ángulos y dobleces aparecían, que apenas daban espacio a las viradas... Navegaban las fragatas como los ciegos, tanteando el suelo con su palo y palpando las paredes cercanas... La Blanca, de menor calado, iba delante reconociendo el terreno; seguía la Villa de Madrid, obediente a las indicaciones de su compañera... ¡Qué tales serían las calles y callejones de aquella Venecia desconocida, que los peruanos y chilenos, guiados por gentes del país, perdieron allí dos fragatas! ¡Cuando los de casa perdían allí las botas, qué no perderían los forasteros!

Pero una deidad o encantador benigno miraba por aquellos temerarios hombres, Alvargonzález y Topete, cuando no se dejaron allí las fragatas y las vidas y hasta el nombre de España. Por noticias más certeras que las recibidas en Puerto Obscuro supieron que los barcos enemigos estaban en un estero de la isla de Abtao, y allá se fueron. La temeridad rayaba en locura. Había que encomendarse a Dios o al diablo para penetrar en el tortuoso callejón que separa   —225→   del Continente la recortada isla... Entraron, y en un ángulo recto que forma la ratonera vieron los españoles el cadáver de la fragata Amazonas, tumbado en el arrecife. Debieron la Blanca y Villa de Madrid mirarse en aquel espejo y volverse atrás; pero la calentura heroica pudo más que la razón. ¡Avante, que el enemigo no podía estar lejos! En efecto, a la salida del callejón, las fragatas vieron los mástiles de los buques enemigos; aún navegaron largo trecho para divisar los cascos.

Chilenos y peruanos hallábanse resguardados por arrecifes, que eran como una valla imposible de salvar desde fuera. Apenas se echaron la vista encima, empezaron unos y otros a cañonearse. La distancia no podía ser acortada por las naves españolas. Habían de darse por satisfechas con causar algunas averías a los barcos enemigos y matarles o herirles algunos hombres... Y allí terminó la hazaña, porque el monstruo de la Naturaleza, que en aquellos laberintos habita, sacó del légamo la cabeza y dijo a los atrevidos argonautas: «Retiraos, locos, ilusos, y no abuséis de mi paciencia y de la benignidad con que os he dejado llegar aquí. ¿Qué pensáis, qué queréis, hombres o niños grandes, que habéis entrado en mi reino con sólo vuestros corazones, dejándoos fuera la razón? Salid pronto, que a poco que os detengáis, retiro las aguas y quedaréis en seco... De vuestros barcos haré leña para mis hogueras, y de vosotros no quedará   —226→   uno solo para contar al mundo vuestra locura».

¿Qué habían de hacer los infelices más que obedecer a tan imperiosa conminación? Unas horas más en los canalizos, y seguramente no podrían contarlo. Se volvieron, en busca de la salida del laberinto, no sin que Topete, con terquedad maniática, se parara en un sitio más despejado que los anteriores, y con la voz tonante de sus cañones, llamase a los contrarios, diciéndoles: «Venid aquí, enemigos y compañeros; dejad el enrejado de peñas en que os guarecéis... Salid a este campo, y nos veremos las andanadas...». Pero los otros no salían. Estaban muy a gusto en sus cómodas huroneras. Las fragatas se desenvolvieron de la madeja intrincada de Chiloe, y tornaron a Valparaíso. Contado lo que habían hecho, nadie quería creerlos. El Almirante inglés Denman, que visitó la Villa de Madrid, oyó de boca de don Miguel Lobo el relato de la expedición, y a creerla no se determinaba. «La empresa marinera que usted cuenta -dijo- cae dentro de la esfera de lo fabuloso, y no le daré crédito si usted no la garantiza con su palabra de honor».

Verdaderamente, la entrada en Chiloe, el cañoneo en Abtao y la salida del Archipiélago, no menos admirable que la entrada, eran un prodigio de habilidad y audacia marineras. Bien podían contarse Alvargonzález y Topete entre los más heroicos argonautas del mundo. De la eficacia militar de la expedición   —227→   no podría decirse lo mismo: las naves americanas no abandonaban su resguardo, ni admitían combate en aguas abiertas.

El relato que hicieron los expedicionarios avivó más el fuego de las imaginaciones soñadoras, y el propio Méndez Núñez quiso repetir por sí mismo la expedición, llevando de guía o práctico a Topete, que ya conocía el obscuro dédalo de Chiloe. Salieron la Numancia y la Blanca con gran entusiasmo y alegría de sus tripulantes, y cuando al Archipiélago se aproximaban, les salió viento duro del Sudeste y mar tan gruesa, que la blindada causó alguna inquietud por la violencia y amplitud de sus balances. La terrible deidad que imperaba en el laberinto salió al encuentro de don Casto y le dijo: «¿También tú vienes acá, Capitán de estos locos y el primero en las vanas locuras? Vuélvete, y no esperes que sea contigo menos riguroso que lo fui con tus atrevidos compañeros. Más te perjudica que te favorece traer contigo ese armatoste blindado, que por su peso y corpulencia estará expuesto a quedarse en mis dominios, y yo te aseguro que si no viras en redondo y te vuelves a donde estabas, haré por merendarme tu fragata, que es bocado exquisito...». Esto oyó Méndez Núñez; mas no hizo caso, y se metió en Chiloe por las Guaytecas, que era la puerta más expedita y franca.

Viendo el fantasma del Archipiélago que los locos persistían en su desvarío, desplegó contra ellos una niebla que en sus velos   —228→   densísimos los envolvió, cegándolos para que no pudieran andar un paso. Las hélices daban unas cuantas estrepadas lentas, y en seguida tenían que parar. Aun en estas condiciones, persistieron en su temeridad, y aprovechando las claras de la niebla llegaron hasta el mismísimo Abtao, que era llegar al interno cubículo donde el monstruo habitaba. Pero este salió a manifestarles con más burla que ira la inutilidad de su expedición, porque el enemigo se había retirado a un recoveco más inabordable y escondido, al cual no podrían llegar los barcos españoles si no se trocaban en anguilas.

Nuevamente les conminó el monstruo a que se largaran, y se dispusieron a obedecerle; repetía las amenazas otra deidad marina, la bajamar, diciéndoles que se quedarían en seco si no tomaban el portante. Luchando con las dificultades del poco fondo, de los arrecifes, de la niebla, salieron al ancho mar, y a Valparaíso volvieron sin otra novedad que haber hecho en el camino tres presas: un vapor con pasajeros, que resultaron reclutas del ejército chileno, y dos fragatas con carbón del país, que era contrabando de guerra. En Valparaíso encontraron la escuadra norte americana, recién llegada con cuatro magníficos barcos de hélice y un monitor llamado Monadnoch, que al decir de la gente se comía los niños crudos.

La flota yanqui, así como la inglesa y los barcos italianos y franceses, venían al apoyo   —229→   moral de Chile por la simpatía, y a quebrantar a los españoles por el despego y la callada hostilidad que en toda ocasión les mostraban. Así, la incauta y soñadora España llegó a encontrarse sola frente a dos repúblicas que ante ella desplegaban un frente de costa casi de mil leguas; y contra aquel frente tenía que combatir sin ayuda de nadie, sin amparo de ningún pedazo de tierra, llevando consigo las armas, la comida, el carbón y la bandera. Pocas manos eran para tantas cosas.