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ArribaAbajo- XXIII -

El 23 de Marzo saludó el fuerte de Valparaíso con vivo cañoneo a las banderas de las aliadas de Chile, que a más del Perú, eran Bolivia y Ecuador; sorpresa histórica, pues ningún agravio ni cuestión pendiente con la madre tenían estas dos repúblicas. En tanto la madre, llevada por lastimosos errores de toda la familia a los extremos del coraje, no tenía más remedio que saludar a Chile con algo más que ruido y humo de pólvora. Los enojos no aplacados y los ultrajes no satisfechos, forzosamente conducían a la violencia; que las naciones, cuanto más viejas, más aferradas viven a la rutina caballeresca del honor. El honor no existe sin valentía. La valentía puede salvar las situaciones   —230→   de hostilidad entre dos países, y es a veces más eficaz que el derecho y que la razón misma. El apocamiento del ánimo no resuelve nada, ni aun cuando le asiste la razón. Así lo comprendió Méndez Núñez cuando dispuso el bombardeo de Valparaíso, acto inevitable ya, derivación lógica y fatal de los hechos pasados.

No lo comprendían así los Jefes de las escuadras inglesa y americana, que protestaron del bombardeo, y aun se pusieron los moños de que lo impedirían... Para no llegar a la extremidad de tirotearse con los españoles, el Contralmirante Denman (inglés) y el Comodoro Rodgers (yanqui) llevaron a tierra sus buenos oficios para conseguir del Gobierno chileno las tan disputadas satisfacciones que España pedía. Pero Chile no quiso darlas por no parecer pusilánime. Las cosas habían llegado al punto delicado en que se pasa por todo antes de dejar salir al rostro la menor sombra de miedo. Verdaderamente, las hijas no mostraban ningún respeto a la madre, olvidando que de ella habían recibido sus virtudes guerreras, así como sus flaquezas políticas. Debieron ser las primeras en ceder de su rigurosa tirantez, y seguramente la madre no se habría quedado atrás en las concesiones para llegar a las paces. Pero, en fin, el acto de fuerza era inexcusable; don Casto no podía envainar la espada, y cuando los Comandantes de las flotas extranjeras daban a entender que se interpondrían entre los españoles y la plaza,   —231→   les decía con arrogante concisión que no le importaba perder sus barcos si conservaba su honra.

Dados los correspondientes avisos al Comandante militar de la plaza para que señalara con bandera blanca los puntos que debían ser invulnerables, hospitales, casas de asilo, iglesias, etc., y para que se retirasen los no combatientes, se señaló el bombardeo para el 31, Sábado Santo. Amaneció este día con inquietud grande de los españoles. ¿Se decidirían los extranjeros a proteger la plaza, obligando a Méndez Núñez a desistir de su propósito? Este recelo se disipó bien pronto, porque apenas iniciado el movimiento de las fragatas para situarse en los puntos de ataque, ingleses y americanos levaron anclas y se retiraron mar afuera, dejando libre el campo... Resolución, Blanca y Villa de Madrid fueron las designadas para cañonear la ciudad. La Berenguela se retiró al fondeadero de Viña del Mar, al cuidado del convoy. La Numancia, después de aproximarse a la población para dar, con dos cañonazos sin bala, la señal de que empezaba la función, se volvió a retaguardia de las tres naves combatientes.

A las nueve se rompió el fuego, dirigido exclusivamente contra los edificios del Estado más próximos: Ferrocarril, almacenes de la Aduana, Intendencia y Bolsa. Al fuerte se lanzaron también gran número de proyectiles sin obtener respuesta, pues los cañones estaban desmontados, y los artilleros   —232→   no tenían allí nada que hacer. Un disparo certero de la Villa de Madrid partió el asta de la bandera chilena, que ondeaba en el Fuerte. Los edificios condenados a sufrir el bombardeo dieron pronto señales del estrago que causaban nuestros proyectiles. La Aduana y almacenes caían a pedazos; columnas de negro humo señalaban el incendio en diferentes puntos de la ciudad. Era un espectáculo deslucido y triste. Faltaba la excitación y armonía del combate, la acción ofensiva de una parte y otra. Los españoles no celebraban ciertamente la indefensión de la plaza, y habrían visto con gusto que el Fuerte respondiera al fuego con el fuego. No les satisfacía la forma de escarmiento que tomaba en aquella ocasión la guerra, ni se sentían airosos manejando los instrumentos de castigo. Sus arreos eran las armas, no las disciplinas.

Todo terminó a las doce menos cuarto. El cañoneo no llegó a durar tres horas: ya era bastante; aun era quizás demasiado para simple castigo o reprimenda de una madre austera, harto pagada de su carácter venerable y de sus históricos blasones. La hija, herida y maltrecha de los crueles disciplinazos de la madre, miraba a esta desde tierra con el más agrio cariz que puede suponerse. Hasta entonces, sólo íbamos ganando en el Pacífico la malquerencia de las Repúblicas. España, al fin y al cabo, pagaba las culpas de sus diplomáticos y de sus gobernantes. Toda guerra tiene o debe tener una   —233→   finalidad militar o mercantil: los fines de la nuestra en el Pacífico no se veían claros, como no fueran el fin sin fin de abandonar los principios de la historia nueva para reanudar una historia concluida.

Tres mil hombres mal contados constituían la dotación de las cinco naves de combate y de las embarcaciones auxiliares y de convoy que representaban a España en las aguas del Pacífico. Aquellas tres mil voluntades, de diferentes categorías, eran o creían ser la voluntad integral de la Nación; las tablas o las planchas de hierro en que los hombres se sostenían, eran el suelo mismo de la Patria flotando sobre las olas; la bandera que flameaba en los aires era el nombre, la historia, el qué dirán de los países extranjeros, el primero soy yo, que así gobierna las almas de los individuos como las de los pueblos... Bien merecían alabanzas los tres mil hombres de mar comprometidos en aquella singular aventura inconsciente, más que empresa meditada. No habían alcanzado aún, ni probablemente alcanzarían, esa gloria brillante y ruidosa que traen consigo los hechos eficaces de finalidad clara y bien comprensible. No se les podía disputar la gloria obscura y pasiva, alcanzada por el valor silencioso y la paciencia, por el cumplimiento del deber, sin más recompensa que la conciencia de haberlo cumplido. Dignos eran de alabanza, y también de lástima, porque sin ver ni aun de lejos los frutos de la campaña, se sentían   —234→   agobiados de privaciones y sufrimientos. Fueron penitentes en el desierto sin fin de un mar enemigo.

Después de la dura lección a Valparaíso, la penitencia de los españoles se acentuaba, sin que se agotara ni mucho menos el caudal de abnegación que las almas llevaban consigo. Incomunicados con tierra, se alimentaban de substancias secas, de carnes y tocinos en mediana conservación. El tabaco, que hace llevadera la soledad y el exceso de trabajo, escaseaba de tal modo, que cualquier porción de hierba fumable adquiría fabulosos precios. Pero la falta de buena comida y de estimulantes no quebrantaba la salud de los tres mil hombres tanto como la vida de continua ansiedad y alarma en que todos vivían, obligados a una vigilancia minuciosa y sin respiro. Fatigosos eran los días, cruelísimas las noches. Entre los barcos de combate y los del convoy no se interrumpía el ir y venir de lanchas, faena de hormigas presurosas, que acarreaban víveres, utensilios de maquinaria. Era la escuadra como una ciudad que tenía todos sus arrabales sobre el agua, y no precisamente en aguas tranquilas, que algunos días la fuerte marejada dispersaba la procesión hormiguera.

De noche, los hombres se consagraban a la silenciosa operación de reconocimiento y patrulla, voltijeando en derredor de la ciudad flotante, bien al remo, bien en la lancha vapora. Felices eran los que por turno podían   —235→   descabezar un sueño de media hora, sin manta, bajo la acción de la humedad y el sereno. Y no había esperanza de descansar a bordo, porque las primeras luces del alba traían imprevistas obligaciones, a más de las tareas ordinarias. Ni los cuerpos se rendían, ni las voluntades desmayaban. La rutina del deber en pie les mantenía, esperando un reposo que bien podía ser el de la muerte.

Las sombras de tristeza que dejó en todas las almas el vapuleo de una plaza inerme, cruzada de brazos ante el fiero castigo, no podían disiparse sino repitiendo el ataque contra un enemigo armado de todas armas, como era el Callao. ¿Qué hacían, que no iban corriendo allá? El Perú les provocaba con la jactancia de sus baluartes novísimos y el montaje de cañones potentes. Para acudir a la cita del furioso enemigo, se esperaba el refuerzo de la fragata Almansa. Felizmente, esta se incorporó a la Escuadra el 9 de Abril, que fue día de gran regocijo y algazara, porque todos echaron su cana al aire, recibiendo con aclamaciones a los que venían de España de refresco, y traían, con las memorias de la Patria, algo de comer, y de beber y de fumar. Mandaba la Almansa el Capitán de navío Sánchez Barcáiztegui, y venía muy airosa y envalentonada: había hecho la travesía desde Montevideo a la vela, por el Cabo de Hornos, con tan buena fortuna, que no se podía pedir prueba más decisiva de su poder marinero... Sin perder   —236→   tiempo, se dispuso la salida para el Callao en dos divisiones. ¡Otra vez hacia el Norte, a lo largo de la costa, dilatada con prolongaciones de pesadilla! ¡Otra vez la visión ensoñadora de los Andes, que parecían más altos, más ceñudos, más enemigos de los que venían a turbar la juvenil alegría de las repúblicas!

Hacia el Perú navegaban los tres mil con la ilusión de un acto decisivo que pusiera fin a la campaña; ya era tiempo de tomar tierra en alguna parte, aunque fuera en el más desolado rincón del mundo. Sobre esto sostenían en la Numancia largos coloquios Ansúrez y Fenelón, el cual aseguró que sin mujeres no nos ofrece la vida ningún bienestar, y que las guerras y revoluciones no son ni han sido nunca más que movimientos instintivos de los pueblos para ir en busca de nuevo surtido de mujeres, o para cambiar las conocidas por otras de ignorados encantos. Al propio tiempo, a sus amigos repartía tabaco, obsequio recibido del maquinista del transporte Uncle Sam, que antes del bombardeo de Valparaíso había llegado de San Francisco de California con víveres. El tabaco era virginio, de la clase fuerte, capaz de tumbar la cabeza más firme y de volcar los estómagos más equilibrados; pero por sus cualidades mortíferas lo estimaban y preferían los marineros de blindadas fauces. Aceptaron estos muy agradecidos las cortas raciones que Fenelón les daba, y hacían de ellas partijas para obsequiar a   —237→   otros amigos. Binondo tomó cuanto pudo, ocultando las porciones recibidas para que le dieran otras, y así juntaba en previsión de futuras escaseces.

Trabajaba el pobre malayo en ayuda de los mayordomos y rancheros, llevándoles las cuentas, y en sus ratos de ocio se engolfaba en la lectura, prefiriendo la del Sermonario, a su parecer la más devota, la más apropiada a la ruindad de los tiempos y a las calamidades previstas. Muchos trozos de aquel libro, compuesto para socorro y guía de predicadores, se le quedaron en la memoria, y vinieran o no a cuento, a los compañeros los endilgaba. «Dame, hijo mío, limosna de tabaco, que si no acudes a mi pobreza, no acudirá Dios a la tuya, que será el desamparo en que te veas a la hora de la muerte si antes no te limpias de tus pecados... En verdad os digo que si no miráis por el pobre, el pobre no mirará por vosotros, y os pondré el caso de un mendigo que recibía zoquetes de pan, y era tan santo y bueno, que Dios le dio la facultad milagrosa de multiplicar los mendrugos que recibía. Y sucedió, pues, que en la ciudad donde aquel pobre moraba, llamada Gangópolis, si no me falla la memoria, sobrevino una gran hambre desoladora, por el aquel de un cerco que le pusieron los del reino vecino de Capadocia; y hallándose todo el pueblo moribundo del no comer, presentose el mendigo y mostró almacenes de pan, que era la milagrosa multiplicación   —238→   de los mendrugos, con otro milagro encima, a saber: que la dura masa se había enternecido, y parecía recién sacada del horno... Pues bien, hijos míos: lo que hizo con los mendrugos aquel venturado de Dios, puedo hacerlo yo con las hojitas de tabaco que me dais, y bien podrá suceder que os las multiplique cuando llegue la gran carencia de todo lo comible, bebible y fumable...».

En estas y otras accidentales conversaciones y sucesos, indignos de la historia, transcurrió el viaje. Si el mar y el viento fueron bonancibles en toda la travesía, la inquietud de las almas crecía conforme se aproximaban al Callao. En el momento solemnísimo de reconocer el puerto peruano, Ansúrez no pensó en el duelo empeñado entre España y la plaza, ni en la artillería y baluartes de esta. Mirando hacia tierra, veía tan sólo los ardientes ojos de Mara, fulminando ira contra los barcos españoles. ¡Ingrata, ingrata! ¡Y él, mísero padre, obligado a disparar contra ella!




ArribaAbajo- XXIV -

Apenas llegaron al Callao las asendereadas naves españolas, los tres mil (o los que fueran) que las montaban, no pensaron más que en acometer, sin perder días, la militar empresa, apretandose a ello la noticia de la   —239→   fortísima resistencia que habían de encontrar y del grave daño que les harían los cañones de monstruoso calibre traídos del viejo continente... La Escuadra echó sus anclas en el fondeadero de la isla de San Lorenzo. No se le cocía el pan a Méndez Núñez hasta poder enterarse por propio conocimiento de la fuerza y defensas de su contrario; con esta idea montó en la Vencedora, que por su poco puntal podía ceñirse fácilmente a tierra, y recorrió todo el frente fortificado y artillado, examinando las obras a que innumerables trabajadores daban la última mano.

Al Norte de la ciudad vio don Casto dos baterías rasantes, con veinte cañones la una, la otra con doce, y en medio de ellas una torre blindada con dos piezas Armstrong. En los extremos de la batería había cañones del sistema Blakely. Las baterías al Sur de la población eran tres, y se extendían hacia la punta en cuyo término está el Boquerón, entrada del puerto para embarcaciones menores. En aquella parte contó el General unas treinta piezas, entre ellas algunas de los poderosos tipos antes citados, y vio otra torre blindada, como la del lado Norte. Frente al muelle vio los monitores Loa y Victoria, armados de cañones, y un Blakely campaba en mitad del muelle. Las viejas fortificaciones del tiempo del virreinato estaban desartilladas, como indignas de desempeñar en las epopeyas modernas otro papel que el de espectadoras. El Castillo del   —240→   Sol parecía decoración de teatro, arrumbada por inútil. En él no había piedra que no hablase del último ayacucho, el heroico Rodil... Las defensas nuevas revelaban en su disposición y estructura manos muy expertas y una dirección inteligentísima.

Mientras los peruanos no se daban punto de reposo para rematar sus imponentes aprestos de guerra, los españoles, en el fondeadero de San Lorenzo, no se descuidaban. Todos los barcos desmontaron sus vergas y calaron los masteleros, dejando no más que los palos machos a la exposición de los tiros enemigos. Algunas de las fragatas de madera blindaron con cadenas la parte central de sus costados, correspondiente a la caja de la máquina, y todas pintaron de negro las fajas blancas de las portas. Interiormente se previno lo necesario y lo accesorio para acudir a las eventualidades del combate, y las enfermerías de guerra quedaron listas para recibir a cuantos heridos quisiera enviarles la suerte adversa. Desde los cañones hasta los botiquines, todo fue puesto en punto de servicio eficaz. No faltaba más que la acción, el fuego, el ardor de las almas, y la divina sentencia que había de dar o negar la victoria.

Falta decir que los diplomáticos extranjeros se presentaron al General, apenas fondeó la Escuadra, con la súplica de que aplazara el ataque por unos días para dar tiempo a la salvación de los neutrales. Méndez Núñez concedió cuatro días, y en esto su generosidad   —241→   de caballero fue más allá que su precaución de caudillo, pues en media semana podía el Perú perfeccionar sus medios ofensivos. La guerra había llegado a concretarse en el trámite decisivo de un duelo personal entre los dos combatientes. Incapaz la torpe diplomacia para dirimir las cuestiones pendientes entre España y las Repúblicas; ciegos los Gobiernos de acá y de allá, y encastillados en ridículos puntos de amor propio, quedó la Marina sola, con toda la responsabilidad sobre sí, a tres mil leguas de la Patria, y obligada a proceder con acción tanto diplomática como militar, hasta dar por liquidada y conclusa una empresa cuya finalidad era tan obscura en el terreno comercial como en el político.

Hizo don Casto cuanto pudo por sacar a su país de aquel atolladero dispendioso. No hallando ocasión de batirse con las escuadras chilena y peruana, fue a buscarlas a los caños y esteros de Chiloe. A esta expedición ardua, que era un reto para que los enemigos salieran a mar abierto, respondieron ellos encerrándose más en sus inabordables refugios. Obligado se vio entonces al castigo de Valparaíso, acto de penosa y desigual lucha, que a su corazón de soldado repugnaba; y sabedor de que el Callao se pertrechaba de armas, allá corrió, anhelando el duelo final y decisivo entre el viejo y el nuevo hispanismo, entre el hemisferio Norte y el hemisferio Sur del planeta, que ya desde las edades heroicas se conocían.

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Al duelo final iban los españoles sin reparar en que el contrario se había provisto de mayor fuerza que la de los barcos, con la ventaja de combatir en tierra, en la cabecera de una Nación, de la cual obtendría todo lo que perdiese mientras los españoles no tenían tras sí más que el Pacífico inmenso, y en él los peces que se los habían de comer en caso de un desastre... En esto pasaron los cuatro días de plazo que había dado el General para la retirada de los neutrales... Gran número de españoles que se habían refugiado en una fragata francesa trasbordaron a la Escuadra, entre ellos el simpático Mendaro, que fue a embarcar en uno de los transportes del convoy... Serena y recamada de estrellas habladoras fue en sus primeras horas la noche última del plazo fatal; luego se enturbió de celajes, y en cerrada neblina amaneció el día, más fatal que la noche, 2 de Mayo de 1866.

El mal de soñación se hizo epidémico, con gravísimos caracteres de fiebre patriótica, al amanecer de aquel día que todos creyeron había de ser glorioso. La embriaguez de martirio enardece a los cuerpos armados en vísperas de batalla. Aún no han bebido la primera pólvora, y ya están borrachos. Acabó de trastornar a marineros y tropa la proclama que a las nueve de la mañana fue leída en todos los barcos, y era conforme al patrón consagrado por la costumbre en casos tales. Con más laconismo del que suelen usar los caudillos españoles, Méndez Núñez   —243→   fijó los tópicos imprescindibles, la perfidia del enemigo, la urgencia de castigarlo, la recomendación de que todos se aplicaran al castigo con decisión y entusiasmo, y, por fin, la seguridad de añadir una página a las glorias de la Nación, etc...

Terminada la lectura, todos aquellos infelices, quebrantados ya de la navegación larguísima, mal comidos y sufriendo mil privaciones, prorrumpieron en exclamaciones delirantes, declarando el gusto que les causaba morir por una Reina que no habían visto nunca, y por una Patria que a tres mil leguas de distancia no pedía otra cosa que la terminación de la guerra insensata. Roncos quedaron del furioso entusiasmo... En el Callao, a la misma hora, pasaría lo propio, y se oirían exclamaciones semejantes proferidas en la misma lengua. En tierra y en el mar se invocaba el fantasma de la gloria, y allá como aquí se pediría el auxilio de Dios y los Santos, que se habían de ver bien perplejos para contentar a todos. Por de pronto, los peruanos habían puesto su mejor batería bajo la tutela y patrocinio de Santa Rosa de Lima, suponiéndola muy enojada con los españoles. Difícil era, no obstante, que la santa, con ser de ideal hermosura mística, tuviese bastante valimiento para lograr que quedase desairada la Virgen del Carmen, a quien casi todos los marinos nuestros, verbal o silenciosamente, se encomendaban.

Levaron anclas todos los barcos, y acudieron   —244→   a las posiciones que les designaba el telégrafo de banderas en el mesana de la Numancia. Esta y la Blanca y Resolución habían de batir las fortificaciones del Sur; las del Norte corrían de cuenta de la Berenguela y Villa de Madrid; la Almansa con la Vencedora se encargaban de los monitores fondeados en el muelle, así como de causar todo el estrago posible en el interior de la población. La Capitana, a la cabeza de la división del Sur, llegó la primera frente a las baterías enemigas. Claramente distinguían los españoles las piezas peruanas y sus servidores, en pie junto a ellas con rigidez marcial. Y apenas las vieron, disparó la Numancia sus primeros tiros, colocándolos en la batería que llevaba el nombre de Santa Rosa. Contestó sin tardanza el Perú. Tronaron luego las demás fragatas, conforme iban llegando frente a las baterías, y bien pronto el humo denso envolvió la tragedia, y un estruendo pavoroso arrojó de los aires todo el silencio de la Naturaleza. El tiempo era absolutamente olvidado. Sólo lo sabían los cronómetros, que al empezar la función marcaban poco más de las once y media.

Desde la Numancia no se podía saber con exactitud lo que pasaba en el ala del Norte. El humo tapaba las partes lejanas, y no podía la atención distraerse del cuidado próximo. No obstante, en una clara, se vio que la Villa de Madrid pedía remolque. Había quedado sin gobierno por avería considerable.   —245→   Acudió la Vencedora con prontitud a sacarla fuera, y la Berenguela quedó sola cañoneando las baterías y la torre blindada, cuyas piezas de gran calibre inutilizó al poco tiempo. En el ala Sur, la Numancia requería la mayor eficacia de sus disparos aproximándose a tierra... Pasó muy cerca de los artificios que los peruanos habían dispuesto para inutilizar las hélices; llegó a tocar en el fondo; tuvo que dar atrás precipitadamente... En aquel instante, la batería de Santa Rosa y la torre multiplicaban sus disparos contra la fragata. Méndez Núñez, en el puente, acompañado de Antequera y un Oficial, en todo ponía sus ojos vivos, y con ellos el alma.

Sereno casi siempre, risueño cuando veía el torbellino de humo y de polvo que levantaban los parapetos de la batería llamada de Abtao al recibir los proyectiles de la Resolución, iracundo al sentir que su barco tocaba en el fondo, don Casto no perdía un instante la majestad que sus graves funciones le imponían en medio de sus subordinados y frente al enemigo. Al gritar ¡Cía!, su voz dominaba la voz de los cañones... La fragata salió al fin del mal paso, removiendo con su hélice el fango de la bahía, y continuó la función sin que la maniobra marinera interrumpiese el fuego. Méndez Núñez hablaba con las dos fragatas de su división, como si ellas pudieran entenderle. Era un acto instintivo, de que él mismo no se daba cuenta en momentos tan críticos... y no les   —246→   hablaba por el nombre de ellas, sino por el de sus Comandantes. «¿Qué haces, Topete? No te acerques tanto... Valcárcel, firme contra esa batería de Abtao, que con Santa Rosa me entenderé yo... Y los tres a una tiremos contra la torre blindada...». Cuando esto decía, un proyectil pasó entre el brazo derecho y el costado del General, rozándole... Los astillazos que el mismo proyectil despidió del pasamanos del puente y de la bitácora, causaron en las piernas de don Casto heridas de menos importancia que la recibida en el brazo.

Que no era nada dijo, y lo mismo creyeron los que estaban a su lado. El fuego arreciaba por una parte y otra; las baterías peruanas redoblaban su furor. Pasaron minutos. Méndez Núñez, por la pérdida de la sangre que del interior de la manga descendía enrojeciendo la mano, sufrió un desvanecimiento; le sostuvieron los más próximos a su persona... Se le bajó al Alcázar... Tomó el mando el Mayor General don Miguel Lobo, sin decir palabra, pues la ocasión no permitía el rigor de los trámites... En el Alcázar acudieron en auxilio del General los médicos Oliva y Gutiérrez, y cuatro marineros que le bajaron a la enfermería. Tendiéronle en la cama... Viendo que corría la sangre por distintas partes de su cuerpo, palpaban los médicos aquí y allí para reconocer los sitios lesionados; y cuando empezaban a desabotonarle levita y chaleco, un marinero atrevido tiró de navaja, y cortando de cuatro tajos la   —247→   ropa, facilitó la operación de apartar las telas y descubrir el cuerpo herido.

Al punto procedieron los facultativos a contener la hemorragia... En aquel punto llegaron a la enfermería vivas exclamaciones de la gente de batería y cubierta. Había volado la torre blindada de los peruanos, con terrible estruendo y espantoso escupitazo de humo, que por largo rato impidió distinguir los efectos de la explosión. Fue que una granada española penetró en aquel recinto, incendiando las grandes masas de pólvora allí depositadas. Al disiparse el humo, se advirtió que la torre estaba hundida, y en completa inutilidad sus terribles cañones. Luego se supo que habían perecido los defensores de la torre, y con ellos el popular Gálvez, Ministro de la Guerra, el Coronel Zabala, hermano de nuestro General del mismo nombre, y otros militares de graduación. Cada una de las tres fragatas que contra la torre disparaban se atribuía la gloria de haber mandado proyectil que tan tremendo daño causó al enemigo; pero Topete, que era el más próximo a tierra, sostenía su derecho con razones que difícilmente podían ser debatidas. Cuando voló la torre blindada, los cronómetros marcaban las doce y diez minutos.



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ArribaAbajo- XXV -

Al poco tiempo de estar don Casto vendado y quieto la enfermería, recobró todo el esplendor de sus facultades. Quieto estaba, pero no tranquilo. Llamó al Oficial de la tercera división de la batería. «¿Qué hay, Garralda? ¿Cómo va el fuego?».

-Muy bien, mi General. La torre de La Merced ha volado. Ya no hacen fuego más que cuatro o cinco cañones en Santa Rosa.

-Ánimo, hijos míos. No desmayar. Yo estoy bien... esto no es nada. ¡Volada la torre! Es más de lo que podemos desear... ¿De cuál de los tres barcos sería la granada que causó ese desastre al enemigo?... Difícil será saberlo... Pero yo juraría que la mandó ese diablo de Topete...

Díjole después Garralda que la Almansa había inutilizado el cañón Blakely montado en el muelle. Luego preguntó Méndez Núñez si había vuelto la lancha de vapor que, al mando de Lazaga, corría las órdenes de un punto a otro. Poco antes de caer herido, el General había ordenado que se le llevasen informes seguros de lo ocurrido en la Villa de Madrid. Antes de que se retirase Garralda entró Lazaga, que así dio cuenta de su comisión: «Pocos disparos había hecho la fragata contra la batería del Norte, cuando   —249→   recibió por el costado de babor una granada Armstrong, que al estallar dentro de la batería mató trece hombres; veintidós quedaron heridos por la metralla y cascos que despidió el proyectil en su explosión. No paró aquí el desastre, porque la misma granada, al chocar en el cabrestante, lanzó un molinete, que fue a parar a la caja de calderas, destrozando el tubo conductor del vapor. Esta avería no es grave; pero se necesita tiempo para repararla. En todo el día de hoy la Villa estará privada de movimiento. La he dejado fondeada en la isla. Cuando me retiré, don Claudio, poseído de furor, no paraba de maldecir su suerte».

-Ha quedado sola la Berenguela frente a las baterías del Norte -dijo Méndez Núñez desobedeciendo al médico, que le recomendaba tranquilidad-. Corra usted a la Almansa, y dígale a Barcáiztegui que inmediatamente vaya en apoyo de Pezuela.

Salió Lazaga más pronto que la vista... Continuaba el cañoneo, y su fragor indecible retumbaba de un modo pavoroso en el hospital de sangre. El techo de este era por la cara superior suelo de la batería. El estruendo de los disparos, las pisadas de los que servían las piezas, los gritos de los oficiales que mandaban las cuatro divisiones, los alaridos y voces de guerra de tantos hombres iracundos, sonaban dentro de las cabezas de los infelices que allí yacían malparados. La batería era el Infierno, y la enfermería su catacumba, encierro de los condenados   —250→   a la duda de vivir o morir. En el fondo del lúgubre sollado, a proa, se distinguía, entre faroles, la figura triste del Capellán con sotana y roquete, dispuesto para dar los Santos Óleos a quien los hubiese menester. A su lado, como acólito, estaba Binondo de rodillas, esperando, quizás deseando entrar en funciones.

El amigo Ansúrez tenía su puesto en el más profundo sollado, rigiendo a los que conducían la pólvora y municiones desde los pañoles a la batería. Hallábase, pues, debajo del agua, en un punto en que no podía ver el espectáculo del combate, y sólo lo apreciaba por el ruido. A cada instante creía que el cielo se desgajaba sobre la tierra y el mar, o que las profundidades del barco eran el interior de un volcán. A ratos trepaba por la escala llegando hasta la enfermería, y echaba un vistazo a los heridos, deteniéndose con singular lástima y atención en el General, que fue de los primeros en quedar fuera de combate. Y era, sin duda, el herido de más consideración. Los demás no eran muchos ni graves. Ningún proyectil había hasta entonces entrado por las portas: todos habían perdido su fuerza en la coraza.

Pero llegó al fin, cuando Dios quiso, una granada Armstrong, que habría causado inmenso daño, quizás la inmersión violenta de la fragata, si no la protegiera la robusta armadura que llevaba sobre sus lomos. Eran las dos y media de la tarde, cuando   —251→   un topetazo monstruoso hizo retemblar la embarcación, como si fuera de hojalata. Ansúrez, que en aquel momento bajaba al tercer sollado, sintió el golpe por estribor, en un punto a su parecer correspondiente a la línea de flotación, debajo de la batería, entre la cuarta y quinta porta contando desde popa. Al punto creyó que su fragata se rompía en mil pedazos, y que todos bajarían sin pérdida de tiempo a los profundos abismos... Sacristá, que se hallaba en el tercer sollado, fue el primero en determinar el sitio del tremendo choque, y como los duelistas de esgrima gritó: «¡Tocado!». Fácilmente se apreciaba por dentro la caricia de proyectil. La cuaderna presentaba una sensible alteración de su curva; un tornillo de los que sujetan el blindaje había horadado la plancha, abriendo una vía de agua de escasa importancia. Acudieron los oficiales de mar a reparar el desperfecto y restañar el agua, que poquito a poco se colaba dentro. Para ello emplearon cemento y ladrillos, que son la cura quirúrgica que en estos casos se emplea, añadiendo limadura de hierro para mayor eficacia. El emplasto quedó hecho en poco tiempo, y la Numancia, que apenas sentía el escozor de la herida, gracias al peto y espaldar de su armadura, invocó a Nuestra Señora del Carmen y siguió tan fresca disparando balas, granadas y demonios coronados contra Santa Rosa.

«Gracias a la Virgen de Carmen -dijo Sacristá-, esto no ha sido nada».

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-La Santísima Señora -observó Ansúrez- ha sido la salvación del barco, poniéndose a nuestro lado en forma y substancia de blindaje. Bendita sea la Virgen y los que inventaron estas vestiduras de hierro.

Subió Ansúrez, llamado por el General, a informarle de la reparación de la avería, y antes de que concluyese, llegó por segunda vez Lazaga con la noticia del casi milagroso caso de la Berenguela, que fue de este modo: «Sola frente a las baterías del Norte, después de la retirada de la Villa, siguió cañoneando la veterana Berenguela, y logró inutilizar los cañones Armstrong de la torre blindada. Pero luego le tocó una china de las gordas, un proyectil Blakely, que entró por la porta como en su casa, destrozó a muchos hombres, y corriendo en dirección oblicua, fue a salir por el costado opuesto debajo del agua. Al salir se llevó una tabla, abriendo brecha enorme, por la cual se precipitó una cascada que en minutos habría inundado el barco, si la Providencia y la tripulación no acudieran con prontitud al único remedio posible en tales casos. Antes de que se les diera la orden, los marineros llevaron los cañones a brazo... ¡a brazo, parece mentira!, de la banda de babor a la de estribor, para escorar la embarcación, sacando así del agua la brecha... Y estando en esta faena, entró en el sollado otra bomba que al reventar hirió a mucha gente y pegó fuego a las carboneras... La enfermería, llena de víctimas, se vio asaltada del agua   —253→   y del fuego... los pobres heridos gritaban con espanto entre los dos horrores: morir ahogados o morir quemados... Por momentos estuvo la fragata a dos dedos de irse a pique... Gracias a la rapidez con que los cañones pasaron de un costado a otro, se salvaron el barco y sus hombres de una muerte segura. Escorada se retiró de la acción, y apagó con el trajín de bombas su propio fuego. Fondeada y segura está ya en la isla, tapándose el boquete con lonas hasta encontrar maderas para echarse unas buenas tapas y medias suelas. Las bajas son muchas: no he visto propiamente muertos, pero sí hombres muriéndose».

-Esto va bien, hijo mío -dijo don Casto estrechando la mano de su subalterno-. Yo me encuentro regular. Me pone nervioso el verme preso en este camastro... Pero estoy contento... Adiós, hijo; vamos bien...

Las ironías de la guerra revoloteaban como avecillas negras y doradas en torno al lecho del General. Con su canto seductor infundían alegría en el relato de los hechos luctuosos, y matizaban de gloria la cruel muerte y los sufrimientos humanos. Quedó solo el General con Pastor y Landero, que le dio cuenta de cuanto arriba, en el Estado Mayor, ocurría. Lobo y Antequera permanecían en el castillo de popa con los Tenientes de Navío Lahera y Basáñez. Alonso mandaba la batería; Barreda continuaba en funciones de Segundo; Pardo Figueroa estaba en cubierta. Las cuatro divisiones de   —254→   batería seguían a las órdenes de los Alféreces de Navío Liaño, Garralda, Silva y Armero, con los Guardias marinas. Todo el personal se encontraba ileso. Íbamos bien, muy bien. Entró después Lahera, y con él el ingeniero don Eduardo Iriondo; ambos ponderaron las condiciones inmejorables de la fragata. Era un barco invencible; el combate, aún no concluido, daba la mejor prueba de la eficacia del blindaje. Con otras dos Numancias sobre la que teníamos, la destrucción de las defensas de Callao habría sido obra de minutos... Los barcos de madera ya no podían entrar en fuego con fortificaciones modernas, sin llevar dentro de sus tablas mayor grado de heroísmo del que debe exigirse a le hombres de guerra: eran héroes de vocación y mártires a sabiendas. No debemos ir desabrigados contra el frío, ni desnudos contra el fuego. La realidad nos demostraba que sin una escuadra compuesta totalmente de Numancias, no iríamos a ninguna parte. Las consideraciones y las ideas técnicas no podían seguir adelante, que era ocasión de aplicar todo el entendimiento al empirismo inmediato. Lahera trajo al General la noticia de que la Blanca se retiraba por habérsele acabado las municiones. Topete estaba herido, no de gravedad... De la Almansa se tenían noticias ciertas. En su batería reventó una granada, matando trece hombres. El Guardia marina Rull quedó hecho pedazos, y al instante le sustituyó otro Guardia marina,   —255→   Hediger, que antes sirvió en la Villa de Madrid y en la Numancia. Al estrago de la explosión siguió el incendio de la pólvora de los guarda-cartuchos; los que conducían las cajas quedaron abrasados; el fuego se extendió rápidamente hasta el antepañol de la Santa Bárbara... El fuego no se apaga sino con agua... Urgía inundar el sollado, abriendo los grifos... Prodújose entonces una terrible situación dramática. ¿Qué era preferible? ¿El peligro evidente de volar, o el desaire de suspender la lucha? Esta duda fatídica inspiró al animoso Barcáiztegui una frase que había de ser célebre: Hoy no mojo la pólvora... Así fue: retirose la fragata; fue extinguido el incendio sin mojar la pólvora, y antes de media hora ya estaba otra vez frente a las baterías del Norte vomitando contra ellas todo su coraje.

Las cuatro y media marcaban los cronómetros, cuando ya sólo tres cañones peruanos tenían voz y balas. La noche estaba próxima. Enterado de todo, Méndez Núñez dijo a Lahera y a Pastor: «Mi opinión es que se dé por concluido el combate». Poco después, Lobo mandó hacer la señal de que cesara el fuego. Subió a las jarcias la marinería, y dio tres vivas a la Reina, que fueron el último aliento del furioso Marte en aquel terrible día. Los barcos españoles se retiraron tranquilamente al fondeadero de San Lorenzo. Durante la corta travesía de la Numancia, Méndez Núñez fue llevado de la enfermería a su cámara, donde el Mayor General   —256→   le dio cuenta del resultado total de la acción. Ambos lo conceptuaron lisonjero, pues sólo el hecho de no haber perdido ningún barco significaba una indudable victoria. Declaró Lobo que los peruanos se habían conducido con bravura y tesón. Calculaba que sus bajas habían de ser superiores a las nuestras, y sólo con la torre de la Merced tenían para llorar un rato y para hacer cuenta larga de desdichas. Pero a pesar de esto, no podían negar que en el duelo de aquel día todas las ventajas fueron suyas, y nuestras las mayores desventajas. Combatían en tierra, alentados por la opinión próxima, en un ambiente de entusiasmo, con todo un pueblo por reserva. Sus artilleros podían hacer buena puntería. Los combatientes tenían retirada segura hasta los Andes, y aun más allá. En cambio, los barcos españoles no veían más retirada que la mar, sin recursos de vida, sin medios de reparación para los hombres extenuados y los buques maltrechos, faltos de todo.

Mientras navegaban hacia la isla, Ansúrez no apartaba sus ojos de la plaza y sus baterías, en las cuales era visible el estrago causado por las balas de los españoles. Con inmensa piedad miró hacia tierra, como si entre los muros rotos y entre las ruinas humeantes viese despojos de seres amados, o algún ser vivo ligado a él con vínculos estrechos. Como estaba el hombre con los codos apoyados en la batayola y el rostro vuelto hacia la tierra, que a cada instante se   —257→   alejaba más por la neblina y la distancia, nadie pudo ver las lágrimas que resbalaban por sus curtidas mejillas. Lloraba de remordimiento de haber cañoneado a los suyos, a su hija, a su nieto, a los demás de la familia, que también se habían hecho suyos. ¿Quién le aseguraba que alguno de ellos, tal vez la propia Mara, hallándose por casualidad o de intento en el Callao, no había sido cogido por las balas que mandó con tanto furor la Almansa contra las casas del pueblo?... Y sobre todo, Señor, ¿quién había inventado aquella maldita guerra, y quién dispuso las cosas de modo que él no pudiese odiar al Perú, ni tenerlo por enemigo? ¿A qué venía tanta furia contra el pobre Perú, delicioso país sin duda, por el hecho de estar en él la hermosa Mara?...

Momentos después de estas tristezas y reflexiones, vio a Fenelón, que de la máquina salía jadeante, pintado el rostro de grasienta negrura. Había hecho servicio durante todo el combate... Más fatigado de la suciedad que del trabajo, buscaba un cubo de agua con que baldearse y recobrar su ser ordinariamente limpio. «¿Qué cuentas, Fenelón? -le dijo el celtíbero-. ¿Qué opinas tú de esto?».

«Que por una parte y otra, todo ha sido una función de... romanticismo... ¿Consecuencias, dices? Ninguna, como no sea esta: que se retrasará un cuarto de siglo, lo menos, la reconciliación de España con las que fueron sus colonias. El combate de hoy ha sido, por ejemplo, el acto final de una guerra   —258→   en verso... No pongas esa cara de asombro. Acá nos han mandado para que cantemos una oda en el Pacífico. Los americanos han respondido con otra canción... y he aquí todo... Ahora España envaina sus versos, y se va por esos mares a la casa paterna, donde también habrá, cuando lleguemos, poesía a todo pasto». Dicho esto, el francés dio con un cubo de agua, y requiriendo un pedazo de jabón, empezó a fregotearse con furor de limpieza.




ArribaAbajo- XXVI -

No cesaba el cuitado Ansúrez de voltear en su mente la idea sugerida por Fenelón de que toda la guerra y el combate final eran cosa romántica, como la fuga de Mara con Belisario, como el trasplante al Perú de la prenda de su corazón, y como la fabulosa riqueza y felicidad indudable de la niña en América. Hay, sin duda, romanticismo público y nacional, como lo hay privado y doméstico. Las naciones hacen versos lo mismo que esos vagos que llaman poetas... En la siguiente mañana, las obligaciones de su cargo le llevaron a un acto tristísimo, por su propia tristeza y desolación empapado en idealidad romántica. Encargado del transporte de muertos a la isla de San Lorenzo, donde se les daría cristiana sepultura, salió   —259→   Diego de la Numancia en la lancha vapora, y fue de barco en barco recogiendo los botes en que ya estaban depositados los cadáveres, y dándoles remolque hasta el desembarcadero.

La solemnidad de dar tierra a las cuarenta y tres víctimas del combate del Callao, dejó en el alma del contramaestre una impresión angustiosa. Desde el amanecer ya estaban en tierra unos veinte hombres cavando las sepulturas de sus compañeros. A los dos guardias marinas, Godínez, muerto en la Villa de Madrid, y Rull, en la Almansa, se les enterró envueltos en la bandera nacional. Los cabos de cañón, condestables y marineros, fueron al hoyo con la misma vestidura, pero ideal, porque para tantos no había banderas. Asistían a la ceremonia un Oficial y un Guardia marina de cada barco, y presidía el Segundo accidental de la Numancia, Teniente de Navío don Emilio Barreda. Los capellanes de todas las fragatas, arrimados a las sepulturas, daban al viento el tristísimo latín de los responsos, más fúnebre cuanto menos entendido. José Binondo, que fue de los primeros en la cava de los hoyos, y en el apañar y soterrar a los pobres difuntos, se multiplicaba como si le nacieran muchos brazos para las operaciones mecánicas y bocas muchas para los rezos en castellano y latín macarrónico que a cada muerto dedicaba. Para rematar dignamente el acto religioso, se puso en mitad del terreno de las sepulturas una cruz de madera   —260→   pintada de negro, que a toda prisa carpinteó un calafate de la Numancia. Ansúrez habíala llevado en la vapora. Binondo ayudó a clavarla en tierra, afirmando su base con pedruscos.

«Yo te aseguro -dijo a su amigo mientras le ayudaba en la colocación de piedras- que al llorar a nuestros queridos compañeros difuntos, debemos también envidiarlos, porque ellos están ya gozando de Dios, y nosotros aquí quedamos como pobres desterrados, navegando y muriendo, sin morir... Porque ya ves; nuestra vida no es vida, sino más bien muerte, y nuestro comer es ayunar, y nuestras alegrías penas y quebrantos. ¿No valdría más que nos echaran al agua de una vez para que, ya que nosotros no comemos, comieran los pobres peces?... Dios cuida, ya lo sabes, de dar su diario sustento al pajarillo y también al pececillo... y quien dice pececillos, dice ballenas, tiburones y tintoreras... En verdad te digo que debemos envidiar a los muertos, porque, al morir por la bandera, quedaron absueltos de sus culpas, y en la gloria están todos ya, salvo algún renegado a quien echen cuarentena en el lazareto del Purgatorio».

-Si ellos están absueltos y mondos de pecados -dijo Ansúrez-, también nosotros, que sobre lo ya sufrido tenemos lo que aún nos espera en estos malditos mares. Tierra firme paréceme a mí que ya no pisaremos. Y viviendo en el mar, trashijados de hambre, nuestros víveres son las ilusiones y   —261→   nuestra bebida la poesía, que más emborracha que alimenta.

-Verdad. ¿Pero qué te importa si así eres feliz? Has llegado a creerte que tu hija vive, cuando está más muerta que mi abuela; crees también que nada en plata y oro, cuando ya no puede nadar en cosa alguna, como no sea en la divina misericordia... En verdad te digo que no te salvarás si no te haces amigo de la muerte. Aquí me tienes a mí deseando siempre que me llegue la hora... Vivo muriendo... o como dijo la otra, muero porque no muero.

-Déjame en paz, farsante, y guárdate tus sermones -replicó Diego cogiéndole por el pescuezo-, que entre poesía y poesía, prefiero yo la que me alegra el alma... Y dime ahora: ¿todavía rezarás a Santa Rosa, que nos estuvo abrasando con los cañones de su batería, hasta que Topete y la Virgen del Carmen le metieron en la torre una granada?

-Yo le rezo a la Santa, pero con reservas. Rosa se llamó en el mundo mi querida hija... Yo les rezo a las dos Rosas, y hago mi separación de cañonazos y santidad. A este lado la guerra, al otro las ganas que tengo de salvarme. Nada tiene que ver el Credo con las témporas... Si la Virgen del Carmen mira por los españoles y Santa Rosa por los peruanos, allá ellas. Yo, Pepe Binondo, me pongo todo en mi alma, y al cuerpo mío, que es témpora, le doy un puntapié y le digo: «Muérete, cuerpo asqueroso. Cómante peces o meriéndente gusanos,   —262→   lo mismo me da. ¡Viva mi alma, y amén!».

-Buen tuno estás tú... Acaba pronto y vámonos a bordo -le dijo Ansúrez tirando de él. Embarcados en la lancha vapora, siguieron charlando. Binondo no soltaba el hilo de sus estrafalarias teologías; pero Ansúrez le llevó a un tema más positivo, anunciándole que si se concertaba un armisticio con el Perú, podrían los españoles hacer provisión de comida fresca y abundante; a lo que respondió el malayo, con verdoso fulgor en su mirada de santo budista: «Buena falta hace... En verdad te digo que el comer es necesario hasta para la devoción, pues un estómago vacío trastorna el entendimiento, y si la cabeza no gobierna como es debido, puede uno llegar encandilado a la muerte, y no ver la puerta de la salvación».

Para que no tuvieran aquellos infelices ni un momento de descanso, las reparaciones de los barcos descalabrados en el combate les ocupaba día y noche, sin desatender el trajín de aprovisionamiento de carbón y víveres. Por ser la comida escasa y mala, el repartirla daba mucho que hacer. Lo menos malo era para los heridos, que no bajaban de ochenta, con añadidura de sesenta y tantos contusos. En uno de los barcos del convoy, llamado Mataura, tuvo Ansúrez el gozo de encontrar a su amigo Mendaro. Las desdichas por ambos sufridas les desbordaron en una conversación calurosa, interminable, sobre lo divino y lo humano, sobre lo privado   —263→   y lo público. Refirió Mendaro que sus parroquianos habían dado en llamarle espía, y su misma esposa, Josefa, le quemaba la sangre a toda hora, hablando pestes de la Reina doña Isabel. Por más que él guardaba la mayor compostura, y no se permitía públicamente decir palabra que sonase mal en oídos peruanos, a cada paso le injuriaban, azuzándole con dicterios soeces. Antes de que le expulsaran se expulsó él a sí mismo, con propósito de regresar a su casa en cuanto los barcos españoles volvieran la espalda, dígase las popas. El hervor del patriotismo peruano pasaría pronto, que en aquella tierra, como en España, no había constancia en el odio, lo que es signo de buen natural.

De estos y otros temas particulares pasaron Mendaro y Diego a los de interés colectivo: se habló largamente del combate del día 2, del coraje y valentía que unos y otros desplegaron, de la catástrofe en la torre de la Merced, del brío y agilidad de las fragatas, terminando en consideraciones y barruntos de lo que sobrevendría. ¿Duraría más tiempo la guerra o se hallaba ya en su conclusión y finiquito? Esto era lo más probable y la opinión corriente en la Escuadra, donde todos sentían la imposibilidad de mayor resistencia. La comida escaseaba y era de la peor calidad. ¿A dónde irían en busca de víveres frescos? Dijo a esto Mendaro que en el tiempo que llevaba en el convoy su constante pensamiento era comer algo más   —264→   nutritivo y grato; dormía mal, con ensueños de oler y gustar un buen sancochado y un platito de serviche, que es pescado crudo con zumo de limón.

«Pues yo -dijo Ansúrez- sueño que estoy en Cartagena, comiendo pimientos y aladroque, y al despertar paréceme que conservo en la boca el gusto de aquellos comistrajes tan sabrosos... Yo creo que la guerra se ha concluido, y que vendrán pronto las paces».

Opinó Mendaro que la paz no podían hacerla los españoles allí presentes, sino otros que mandaría después el Gobierno con más papeles que cañones... A este propósito, repitieron lo que en la Escuadra se daba como hecho corriente, divulgado de boca en boca. En sociedad tan estrecha y cordialmente unida como las tripulaciones de los barcos, no había nada secreto, y las disposiciones del Gobierno de Madrid, apenas llegaban al Pacífico, eran conocidas y comentadas en la España flotante y en su vecindario de tres mil almas, algo mermado ya por las bajas de la guerra. El hecho que debe ser puesto aquí, como guión de los que marcan el paso de la Historia, fue el siguiente: Nuestro Gobierno de entonces, ni más cauto ni más animoso que los que le precedieron y después le heredaron, se sintió de súbito aterrado de la prolongación dispendiosa de la campaña del Pacífico. Quizás vio, tarde ya, la locura de haberla emprendido por un impulso de pueril fiereza, cediendo   —265→   a los estímulos de la moda imperialista (segundo Imperio francés) que a la sazón reinaba, moda que imponía con los miriñaques otras cosas vanas, como la hinchazón de guerras sin sentido común, para deslumbrar y dominar más fácilmente a los pueblos. Conocidos el error y la tontería, no vio el Gobierno más camino de arreglarlo que decretar la terminación de la campaña; y al efecto, mandó al Pacífico al señor Álvarez de Toledo, Alférez de Navío, con pliegos para Méndez Núñez, ordenándole el inmediato regreso de la Escuadra.

Defectuoso y precipitado era este modo de concluir, como fue impensado y calaveresco el modo de empezar. El Enviado español tomó el camino más corto, que era el de Panamá, y en el Callao apareció el 1.º de Mayo, cuando ya la Escuadra española estaba haciendo puntería, como si dijéramos, contra las defensas de la plaza. Y véase aquí cómo procede un caudillo valiente que tiene en su mano la bandera de su país y el honor de las armas. Méndez Núñez leyó el papel, y devolviéndolo al mensajero le dijo: «Mañana 2 bombardeo al Callao. Usted no ha llegado todavía; llegará pasado mañana, y en cuanto me comunique la orden del Gobierno, me apresuraré a obedecerla». Así se hizo. ¡Honor a los hombres que, en circunstancias tan solemnes y críticas, saben desobedecer obedeciendo!



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ArribaAbajo- XXVII -

De este suceso, del grande ánimo de General y de su heroica marrullería, hablaron los dos amigos extensamente, tratando luego de los medios de proporcionarse algún alimento de mediana calidad y frescura. Pero la requisa escrupulosa que hicieron de despensa en despensa no dio resultado alguno. Separáronse, y cada cual fue a entretener y amodorrar su hambre con las obligaciones. Ansúrez se aplicó a la faena de la reparación de averías en los barcos de madera.

En la agitación de estos trabajos les sorprendió la noche del 5, que fue de gran alarma y ansiedad, porque vieron confirmado el temor de que les atacaran con torpedos u otros aparatos infernales y traicioneros. Gracias a la vigilancia con que a estos riesgos atendían, pues aquella pobre gente no descansaba en las noches claras ni en las obscuras, pudieron librarse de una catástrofe. La Berenguela fue la primera en anunciar con cañonazos el peligro. A favor de las tinieblas se aproximaba un remolcador conduciendo una barcaza en que venía el torpedo, diabólico artefacto lleno de fulminante, que por medio de un sutil mecanismo, al chocar con un cuerpo duro se inflamaba y hacía terrible explosión, pudiendo   —267→   así destruir la nave más poderosa. La Providencia, que a los españoles favorecía en aquellos angustiosos días de trabajar duro y apenas comer, deshizo el plan siniestro de los que habían armado el bárbaro artificio. Una bala de la Berenguela rompió la palanca que debía transmitir al depósito de explosivos los efectos del choque, y el torpedo quedó ineficaz. A la mañana siguiente pudieron desmontarlo con minuciosas precauciones, y salieron al fin ganando, porque el vaporcito que traía la muerte quedó con vida incorporado a la Escuadra. ¡Lástima que en vez de enviar vaporcitos portadores de fulminante, no los mandaran cargados de jamones, pavos, manteca fresca y demás pólvoras alimenticias!

Deseaban Sacristá y Ansúrez visitar al General para felicitarle por su mejoría y recibir sus órdenes, y antes de que pusieran en ejecución este noble pensamiento, Méndez Núñez les mandó llamar. Ello debió de ser el 7 o el 8 de Mayo. Halláronle levantado, el brazo en cabestrillo, pálido y decaído de fuerzas físicas, ya que no de ánimos. Con su bondad ingénita, que en el trato de los inferiores generosamente se mostraba, les recomendó que se previnieran para un viaje larguísimo y tal vez de contingencias desfavorables. «Al retirarnos de estas aguas -les dijo-, no podemos seguir juntos... Yo me voy en la Villa de Madrid, con la Blanca, Resolución y Almansa, a Río Janeiro; vosotros, con la Berenguela, emprenderéis la derrota   —268→   de Filipinas, para seguir luego hasta España por el Cabo de Buena Esperanza. Ya veis: ocasión se os presenta de mostrar otra vez que sois excelentes marineros. Lo que hicisteis para ayudarme a traer acá esta fragata, repetidlo ahora... No me arriesgo a llevar la Numancia conmigo, porque ha de ser muy difícil embocar en esta estación la entrada occidental del Estrecho. Hemos de ir por el Cabo de Hornos y a la vela. ¿Quién nos dará carbón de aquí a Montevideo? Vosotros llevaréis mejor camino, y antes de llegar a Filipinas haréis escala en alguna isla de Archipiélago de la Sociedad... Menester será emplear la vela el mayor tiempo posible, porque no llevaréis carbón más que para algunos días. Viento de popa y corriente favorable tendréis al salir de aquí; navegaréis con rumbo Sudoeste hasta los 17 grados; luego, al Oeste: la corriente os ayudará a llegar a las islas. Ocupaos hoy mismo en guindar todo el aparejo, asegurando los estáis y poniendo al corriente todo el juego de brazas de los tres palos, que si os cogen calmas, habréis de largar todo el trapo y las arrastraderas. Repasad bien el velamen, y si hay que hacer reparación en las gavias, no os descuidéis: lona tenéis de sobra... Me figuro que habréis de dar algunas puntadas en las mayores y en los foques, que bastante trabajaron para traernos acá... Y nada más os digo, porque os conozco, y sé que sabéis cumplir con vuestro deber... Deseo que podamos volver a vernos allá. Ello no es fácil,   —269→   porque como de esta hecha hemos quedado todos, cuál más cuál menos, bastante estropeaditos, y heridos del corazón tanto como de los remos, no será extraño que algunos vayan cayendo al agua por el camino. Sea lo que Dios quiera. Amigos, hasta Cádiz... o hasta el Valle de Josafat».

Con emoción y gratitud salieron de la cámara del General los dos contramaestres. La llaneza bondadosa de don Casto les afianzaba en el cariño que por él sentían, y era el mejor estímulo para el cumplimiento de cuanto les mandaba. Sin perder tiempo se consagraron a guindar toda la arboladura, y a disponer el velamen, que pronto había de ser entregado a las caricias del viento. Después de trabajar como negros en estas operaciones, cayó el buen Ansúrez en hondas melancolías. La idea de abandonar las aguas peruanas sin poder saltar a tierra, le abrumaba. ¿Qué razón había para que el General no hiciese paz honrosa con el Perú, echando pelillos a la mar, sin pensar más que en la reconciliación de dos pueblos hermanos? ¡Ajo! ¿Para cuándo dejaban el tierno abrazo de americanos y españoles? Retirarse a España dejando las cosas como estaban, era una mala partida, un pastel indecente... ¡una traición, con cien mil pares de ajos! No había consuelo para el infeliz padre cuando pensaba que tenía que volverse a Europa dando al mundo la vuelta grande sin ver a su hija y abrazarla. ¡Ni siquiera le permitía Dios el mezquino placer de comunicarse   —270→   con ella, de recibir cuatro renglones trazaditos en un papel por su linda mano! ¿Qué crímenes había él cometido para estar condenado a dar vueltas alrededor del globo sin ninguna pausa ni alivio de su inmenso pesar? Esto era horrible, Señor; esto traspasaba los límites del dolor humano. Mejor que esto era el Infierno; mejor el Limbo, con su privación eterna de bienes y males.

Para mayor tortura del pobre celtíbero, hasta la consoladora visión del niño Carmelo había desaparecido. Por más que se esforzaba en traer a su imaginación la angelical persona del nietecillo, no podía disfrutar de aquel consuelo. La imagen alada y sutil se escapaba, se escabullía, perdiéndose en los espacios más remotos del ensueño. «¡Señor, Virgen de Carmen -decía clavándose los dedos en el cráneo-, si será todo mentira!.... ¡si me habrá engañado el maldito francés y los que declararon que mi hija estaba en Jauja, en el Cuzco, en Arequipa, o en las Batuecas de los Andes! ¿Serán también una farsa los versos con que quisieron darme fe del alumbramiento de la niña? ¡Ajos!, no me falta más sino que tenga razón ese puerco mojigato de Binondo, que me asegura la muerte de Mara y su viaje al otro mundo para no volver de él. Sáqueme Dios de estas dudas, o me entregaré a los demonios para que me cojan, me zarandeen, y me zambullan en sus calderas de plomo derretido».

En esta consternación y turbulencia de   —271→   su espíritu estaba el hombre sin ventura, cuando llegose a él Mendaro, que a despedirse iba. Llorando a moco y baba se echó Ansúrez en brazos de su amigo, y le dijo: «Pepe de mi alma, por lo que más quieras; por tu mujer guapetona, que perece una reina, por el príncipe tu hijo, ten compasión de este padre desgraciado, y en cuanto vuelvas a tu casa, busca el medio de ponerte al habla con Mara o con su familia; revuelve a Lima, a Jauja y al piñatero Cuzco hasta dar con ella. Si para esto necesitas gastar algún dinero, aquí tienes todo el que guardo de mis pagas... No dudo que me harás este favor, hijo: yo te lo agradeceré mientras viva... Y si logras ver a esa ingrata, cuéntale mis amarguras, y hazle ver lo que he penado por ella, y lo que aún me falta, ¡ajo!, que es mucho dolor este de volver a España por la vuelta de Filipinas y el Cabo de Buena Esperanza sin ver a mi hija, sabiendo que está en el Perú... No sé, no sé cómo consiente Dios este desavío tan grande... ¡Y para esto ha hecho el hemisferio Sur y el hemisferio Norte, y los caminos de la mar! Navegue usted nueve mil millas, fondee delante del Perú, y resígnese a navegar ahora veinte mil millas sin ver logrado un deseo tan natural y tan santo como es el abrazar un padre a su hija... Yo le digo a Binondo que no hay Dios, y que si lo hay está trastornado de su eterno caletre... Y si no lo estuviera, ¿cómo había de permitir estas guerras estúpidas, que no son más que bambolla y   —272→   quijotismo? ¿Qué ventajas nos da el sin fin de bombas y granadas que hemos tirado contra esos infelices?... Pero, en fin, no nos entretengamos, Pepe, que tú tienes prisa, y nosotros aguardamos la pitada que nos mande levar anclas. Toma las diez y siete cartas que en estos días escribí a mi ingrata: se las das todas para que se entretenga leyéndolas. En la última le digo que en cuanto lleguemos a Cádiz, me quedaré franco de servicio, y me vendré al Perú por Panamá, y veré a mi adorada, si es que vive... y a Dios le digo que si no me arregla el venir acá, y el encontrarla buena y sana, y el hacer mis paces con ella y con su familia, me volveré ateo... Ateo seré, como hay Dios; te lo juro... Con que ya sabes: en ti confío; guarda las cartas... De lo que averigües me escribirás a Filipinas, donde haremos escala... Y si recibiera carta de ella, me volvería loco, y se me quitaría el ateísmo... Adiós, hijo: a ti me encomiendo. Que te vaya bien. Ya suena el pito de Sacristá... A levar se ha dicho... Adiós, adiós».

Prometió Mendaro cumplir con toda solicitud el encargo de su amigo, y resistiéndose a tomar el dinero que este le ofrecía, se abrazaron... «¡Adiós, América!» dijo el uno. Y el otro: «¡Adiós, España!...». Media hora después, la Numancia, andando a máquina, doblaba majestuosa la punta de San Lorenzo, y al entrar en el ancho mar tendía las alas de su velamen, abandonándose en brazos del viento suave y amoroso. Toda la Escuadra   —273→   navegó en conserva el día 10 con rumbo SO., y a la puesta del sol se separaron las dos divisiones. La despedida, con los silbatos de vapor y el sube y baja de banderas, fue patética, y dejó tristísima impresión en todas las almas. Pusieron las proas al Sur los que iban por el Cabo de Hornos, y la Numancia, Berenguela y Vencedora, con el Marqués de la Victoria y los mercantones Uncle Sam y la fragata Mataura, enmendaron su rumbo, poniéndolo al Oeste con cuarto al Sur.

El descanso de los tripulantes en aquella expedición era tedioso y lúgubre. Enfermos de excitación anímica y de rudos trabajos, ingresaban en vida de hospital, donde el malestar o las lesiones que cada uno llevaba salían a la superficie estimuladas por el reposo. Sobre todos los males imperaba el mal comer, contra el cual no había remedio mientras no llegasen a tierra de abundancia. Carne salada, tocino en mal estado y galleta mohosa, eran el alimento corriente para todos, altos y bajos. El hambre se juntaba con la inapetencia, y la repugnancia cortaba el paso al apetito. Y para colmo de desventuras, la carencia de tabaco llegó a ser absoluta. Hombres había que se dolían más del no fumar que del no comer. Llegó un día en que el mismo Binondo, almacenista en pequeña escala de hoja virginia, no suministraba ni una hebra. Hombres industriosos hubo, tan ávidos del vicio, que discurrieron fingir el tabaco con raspaduras   —274→   de maderas dadas de sebo rancio. Las virutillas que así sacaban eran liadas en papel, como picadura, y venga chupar y escupir, engañando el gusto y rodeándose de humareda pestífera.

La tristeza era general: nadie cantaba ni reía. El aplanamiento físico y moral sobrevino con verdadera difusión epidémica. La pereza embotaba la voluntad: nadie trabajaba; fatigábanse algunos del menor esfuerzo, y todos caían en tétricas modorras. Para sacudir los cuerpos enmohecidos, se discurrió darles gazpacho dos veces al día, pues no faltaba vinagre a bordo; y para mover las almas, se ordenó que se pusieran en práctica todos los medios de regocijo. El que supiera cantar, que cantase, y lucieran sus habilidades los tañedores de guitarra, bandurria, flauta, o siquiera del güiro. Diose permiso para bailar y recitar romances y jácaras. Mientras los marineros organizaban un festival de zapateado, o de las danzas peruanas la Zamacueca y la Zanguaraña, que algunos sabían, los Guardias marinas repartían y ensayaban el socorrido Puñal del godo, para dar una representación solemne y pública en el Alcázar. Hasta se quiso incluir en el programa un número de prestidigitación y otro de volatines, que había en la Maestranza dos muchachos muy fuertes en estas divertidas profesiones.

De nada valían tales artificios para atraer la alegría cuando esta no se dejaba coger. Si por momentos resplandecía sobre algunas   —275→   extravagancias, pronto se iba, difundiéndose en el aire calmoso. Lo que al barco llegaba y en él ponía su alojamiento era el escorbuto, el mal marinero que destruye las tripulaciones cansadas, mal comidas y agobiadas de tristeza en las grandes soledades oceánicas. En la Berenguela y Vencedora menudeaban los casos; en la Numancia empezaron las manifestaciones de mal a los tres días de salir de Callao. Los médicos vieron venir la terrible infección, y sin poder aplicar más que paliativos, suspiraban por llegar a cualquier isla donde hubiera limones. El primer atacado fue Desiderio García, que además tenía una herida de casco de metralla en el muslo, aún no cicatrizada; cayeron después un marinero vizcaíno, llamado Ansótegui, y dos fogoneros gaditanos. Empezaban con un recrudecimiento de la general tristeza, y con extremada flojedad, abatimiento y fatiga; seguía la hinchazón de encías, síntoma determinante del mal; luego la reapertura de las heridas, el que las tuviera, las manchas equimóticas que degeneran en úlceras, la emisión de sangre negruzca, la caída de los dientes, y, por fin, el marasmo, la muerte...

En el pobre Desiderio García, no ofrecieron gravedad los primeros síntomas escorbúticos; pero el recrudecimiento de las heridas trajo complicaciones alarmantes, y el enfermo se vio acometido por dos males que encarnizadamente se lo disputaban. Al mismo tiempo que aparecieron las petequias,   —276→   forma incipiente de la equimosis, y la hinchazón de encías, se presentó una fiebre intensa, fatiga, dolores que indicaban graves alteraciones viscerales. En dos días cayo el infeliz en postración hondísima. Crueles hemorragias anunciaban su acabamiento; las encías tumefactas no le cabían en la boca; su respiración no era más que el ansia de respirar. Una tarde, entre dos síncopes, disfrutó de breve descanso, y pudo emitir sonidos, palabras y aun conceptos. Llamó a sus amigos, y una vez que los tuvo junto a su lecho, les cogió las manos, y con pausado acento les dijo: «Ansúrez, Sacristá, Binondo, quiero que sepáis que aquella sinfinidad y catálogo de millones de plata y oro que os conté, y el escondimiento del tesoro en una cueva de Copacavana, son mentiras y embaucaciones que no sé si saqué yo de mi cabeza, o me las asopló un diablo que quería perderme. Si creísteis aquellas trolas, descreedlas ahora, y decid que os engañé por estar yo engañado... Ya confesé al Capellán mi falsedad, y a vosotros ahora la confieso... Perdón les pido, y que recen por mi ánima».

Alentáronle los amigos con frases cariñosas, y Binondo dijo que no siendo esta vida más que una ensoñación, soñar con tesoros es un barrunto y vislumbre de la gloria eterna. Media hora después, reconciliado por el Capellán y con el práctico a bordo para emprender su viaje a la Eternidad, tuvo otro momento lúcido, en el cual pidió el último   —277→   favor a su amigo Ansúrez. «Me pondrás en los pies -le dijo- dos balas del mayor calibre; en la cintura una parrilla, y en el pescuezo... aquí... un par de lingotes, para que cuando me arrojéis, pueda yo irme derechito al fondo. ¿Sabes por qué te digo esto? Pues anda por aquí una tintorera que viene dando convoy a la fragata desde que montamos la punta de San Lorenzo. Tú la has visto, la han visto todos. Te aseguro que cuando yo la miraba desde la borda, la condenada no me quitaba los ojos... Con sus ojos me decía: 'Te como, te como'. Créelo: como hay Dios que nos viene siguiendo, porque sabe que me arrojaréis... Estos animales son muy listos, y todo lo entienden. Pero si tú haces lo que te pido, ponerme mucho hierro, mucho peso, yo me reiré de la tintorera, y a escape bajaré a lo profundo, diciéndole. 'Fastídiate, tintorera. No me comes, no me comes'».

Al poco rato expiró, y fue en busca de los tesoros eternos. Era un buen hombre, de imaginación poemática... Sus amigos le lloraron; y para cumplir su última voluntad, Binondo cuidó de arrojarlo al agua con oraciones y hierros de extraordinaria pesadumbre.



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ArribaAbajo- XXVIII -

El cabo de cañón Ansótegui y los dos fogoneros se sostenían en los medios de sufrimiento, con esperanza de mejorar en cuanto llegaran a un país bien surtido de limones y naranjas. Era el viaje de una lentitud desesperante, por lo apacible del viento y el poco tirar de la corriente. La Numancia con todo su aparejo al aire no daba más de cuatro o cinco millas por hora. Como arreciara el mal escorbútico en los otros barcos, se les dio orden de abandonar la navegación en conserva, adelantándose cada cual todo lo que pudiese. Berenguela y Vencedora y los transportes se perdieron de vista; quedó sola la blindada, arrastrándose como podía por las aguas quietas, con sus tripulantes medio muertos de inanición y de quietismo tedioso. Lentos, monorrítmicos, transcurrieron días de Mayo, días de Junio... El tiempo navegaba por las aguas dormidas de la laguna Estigia... Y los hombres, como atontadas moscas, caían del aburrimiento a la enfermedad, unos con síntomas de escorbuto, otros de fiebre maligna, no pocos atacados de mal desconocido, cuyo síntoma visible era la mortal tristeza. En la enfermería no cabían ya tantos hombres. Era un dolor verlos caer y humillarse a   —279→   la pereza, y requerir el olvido de lo que fueron.

El mismo Sacristá, fuerte como un roble, sucumbió a un acerbo quebranto y dolor de sus cansados huesos; otros estaban como atacados de locura: padecían el terror del escorbuto, y apretaban los dientes creyendo que se les caían. Los fumadores sufrían el aplanamiento agudo de la privación de tabaco... Oficiales y Guardias marinas desaparecieron del servicio y vivían confinados en sus camarotes, pidiendo limonadas que no se les podían dar. Había pescadores maniáticos que se pasaban el día y la noche en la borda, echando al mar aparejos que no enganchaban bicho viviente. Maniáticos había de ver tierra, que en cada nube del horizonte señalaban montañas, volcanes, a veces casas con blancas torres y chapiteles que brillaban al sol.

A mitad de Junio no bajaba de ciento el número de hombres atacados de diferentes dolencias. El único que se conservaba fuerte, activo y hablador era Binondo: a todos quería consolar con ideas del galardón que reserva Dios a los justos, y a los padecientes y llorantes en esta cárcel de la vida terrenal. Aseguraba el malayo que él no necesitaba comer para sostenerse, y que su gran piedad y la fortaleza de su espíritu hacían las veces de alimento, dígase carne, pescado, y las demás materias nutritivas de que se forma nuestra sangre.

El 16 de Junio, cuando el vigía de cofa   —280→   señaló el monte de Fatu-Hiva, salieron todos a verlo, y aquel recreo de los ojos difundió en las almas una ráfaga de alegría... Aún distaban cuatro o cinco días de la isla de Otaiti... La esperanza levantó los corazones... Por fin, el 22 al anochecer vieron las luces de la ciudad de Papeeté, capital de la ínsula; mas desconociendo el puerto, siguieron por un ancho canal hasta la bahía de Toanoa, donde echaron el ancla. Un día más, y se encontraron frente a Papeeté rodeados de una felicidad y abundancia superiores a cuanto habían soñado los hambrientos, sedientos y maniáticos. ¿Era ilusión lo que veían? ¿Y aquellos botes y cayucos que rodeaban a la fragata, cargados de pan, de frutas, de tabaco, eran reales, o fantástica hechura de los cerebros enfermos? La hermosura del cielo, la tibieza de ambiente, la juvenil alegría que de todas partes emanaba, las voces de los indígenas ofreciendo alimentos tan apetitosos, habían trastornado a los sanos, y a los enfermos devolvían la razón, la confianza, el amor a la vida... Para mayor gozo, vieron fondeados, a pocas brazas de la ciudad, los demás buques de la segunda división. Participaban todos del delicioso descanso y festín riquísimo que Dios les enviaba en compensación de sus horribles trabajos y miserias. «¡Hosanna, loor eterno al Omnipotente!» clamaba el pío Binondo alzando al cielo las manos, cuando llegaron a cubierta las primeras cestas de naranjas y limones, subidas   —281→   por los indígenas, que eran, dígase con histórica imparcialidad, los seres más amables de la creación, los más ágiles y risueños...

¡Oh incomparable país; oh civilización silvestre, rozagante y desnuda; oh tierra de bendición y de libertad, coronada de flores y ceñida de espumas! Tu suelo fecundo y tu temple benigno redimen a los hombres de la dura ley del trabajo. Aquí la espléndida vegetación, sin las artes de cultivo, ofrece al hombre cuanto necesita para su sustento; aquí la dulzura del clima le exime de la complicada cargazón de ropa, no imponiendo más que el preciso y elemental resguardo del pudor; aquí las costumbres son proyección fiel de las benignidades de Naturaleza; no existe ni el rigor de castas, ni el apartamiento receloso entre los sexos; la ley es suave, el matrimonio facilísimo, la religión alegre, la virtud generosa, la moral amable, la muerte un dulce tránsito... Tal pensaban y sentían los españoles ante la hermosura de Papeeté, capital de Otaiti.

Las primeras cargas de víveres fueron materialmente devoradas por la tripulación. Arrastrándose subieron algunos enfermos a cubierta; arrebataban las naranjas y limones, y se los comían con cáscara. A enfermos y sanos exhortaba Binondo a la moderación, y pegando bocados a un tierno pan, les decía: «Poco a poco, hermanos y amigos; refrenad el apetito de golosinas, que si dais demasiado al gusto, os quedará poco para   —282→   la salud. Guardad templanza y observad comedimiento, que las hambres que habéis pasado no os dan licencia para entregaros a la gula, feísimo pecado». Estas y otras frases, aprendidas en el libro de Sermones, iba soltando de grupo en grupo, sin perjuicio de tomar aquí y allí todo lo que le daban, plátanos, limones, guayabos y otras peregrinas frutas.

No escatimó el Comandante en aquel día y los siguientes las licencias para bajar a tierra. Deseaba que su gente se esparciera y refocilara en aquel edén, buscando su salud en la libertad, el movimiento y la alegría. Su primer cuidado fue gestionar de las autoridades otaitana y francesa la cesión de un edificio amplio y ventilado donde colocar a los enfermos. Concedida para este fin una isla entera, se dispuso trasladar a tierra a los infelices que penaban en los obscuros sollados. Todo era bienandanzas en la venturosa isla que, rodeada de arrecifes de coral, ciñe su contorno de un cinturón de blanca espuma. Por esto fue llamada La Cuna de Venus.

Fondeada la Numancia muy cerca de tierra, en aguas quietas y cristalinas, creíanse los españoles transportados milagrosamente de la muerte a la vida, y del reino de las amarguras a la morada de todas las delicias. Iban y venían los botes, surcando aquel mar de juguete suizo, con agua, casitas, figurillas de movimiento y caja de música, y pisaron tierra en diferentes grupos   —283→   oficiales y guardias marinas, cabos de mar, marineros, condestables, soldados... Lanzáronse a recorrer la ciudad y sus inmediaciones, apreciando cada cual según su criterio y cultura las maravillas naturales que contemplaban. Tiraron unos desde luego hacia el campo, atraídos por la opulencia de la vegetación, que a mayor altura que las chozas y edificios mostraba sus verdes cúpulas y cimeras ondeantes. Fueron a parar a un espeso bosque de naranjos y limoneros, silvestre, libre; se admiraron de pisar alfombra de azahares caídos, y de coger cuanto fruto quisieran con sólo alargar la mano. No vieron señal ninguna de propiedad personal. Todo era de todos, del pueblo, que en la enramada frondosa tenía sus bien provistas despensas... El propio comunismo vieron y comprobaron en los espesos matorrales de guayabas, en las plataneras de luengas hojas... No había cercas, no daban el quién vive guardas adustos ni perros mordedores. Mujeres y chicos, vestidos de amplias y flotantes túnicas, andaban por aquellos vergeles cogiendo cuanto anhelaban, y ofreciéndolo a los extranjeros con risueña cortesía, para que ni la molestia tuvieran de cosechar lo que les pedía su necesidad y su gusto.

Adelante siguieron por alegres campos: vieron aldeas escondidas entre palmas de coco y otras especies vegetales rarísimas... Las casas de cañas con singular arte tejidas parecían jaulas o cestas. ¡Qué bien se viviría   —284→   en aquellos aposentos cuyos frágiles muros tamizaban el aire, la luz y las miradas humanas! ¡Feliz Otaiti, que no conociendo la gazmoñería, también desconocía la indiscreción!

Andando incansables entre tantos motivos de regocijo y asombro, dieron vista a un río que por aquí saltaba gozoso entre peñas con sonoras risas y espumas, y por allá se remansaba en curvas perezosas hasta llegar a un punto en que parecía dormirse a la sombra de árboles corpulentos que sobre él tejían bóveda de ramaje. En aquel remanso vieron los españoles turba de mujeres que gozosas y picoteras se bañaban. Las que en la orilla se disponían al baño y natación no se vestían de verde lampazo, sino que habían soltado la vestidura, quedándose como vinieron al mundo. Escondidos miraron los curiosos este lindo espectáculo, y oyeron la algazara que unas con otras hacían. Las que salían de agua empleaban para secarse el procedimiento más primitivo, que era revolcarse en el verde césped, y dar al aire sus extremidades con vigorosas zapatetas y cabriolas. Llegó un momento en que las alegres mozas se percataron de que eran miradas por los extranjeros, y no hicieron aspavientos de susto ni chillaron con remilgado pudor. Cambió de tono su griterío y algazara, y abandonando las aguas transparentes, se vistieron con prisa; operación fácil y que sólo consistía en encapillarse un ropón largo y holgón, única vestimenta de su constante   —285→   uso, prenda única de su elegancia y adorno mujeril.

Sin secarse ni aliñar las sueltas cabelleras mojadas, corrieron en alegre bandada las morenitas nereidas, y tras ellas iban, con paso y ojeo de cazadores, los europeos. Las alcanzaron en un prado verde rodeado de arbustos, y allí, sin entender ni jota de la lengua que hablaban las ninfas, se metieron en franca conversación con ellas. Lo que no expresaban los idiomas desconocidos, decíanlo las risas, los gestos amables, las miradas alegres, y el tono general harto elocuente, mas no exento de cortesía. Algunas muchachas corrían con graciosa ligereza de piernas, y parándose de improviso, disparaban contra los españoles guayabos y naranjas, o los apedreaban con una frutilla menuda parecida a nuestras almendras; otras, admitiendo palique a media comprensión de vocablos, se dejaban abrazar. El idioma primitivo recobraba sus fueros. Luego que eran abrazadas, se escabullían brincando como gacelas, y a perderse iban en las enramadas circundantes de las casas de caña... Desde el interior de aquellas jaulas continuaban disparando contra sus perseguidores risotadas y voces incomprensibles, que ellos no sabían si eran burlas o amistoso reclamo... ¿Estaban en Otaiti o en el Paraíso terrenal?

Los grupos de españoles, que, en vez de tirar hacia el campo y el monte, tiraron hacia las calles de Papeeté, eran la gente ilustrada que iba en busca de las señales de   —286→   civilización. No es menester decirlo: se divirtieron menos que los incultos y casi analfabetos que lanzándose tras de la Naturaleza y en seguimiento de la raza indígena, sorprendieron a esta en su prístina sencillez y alegría de costumbres. Los ilustrados reconocían y admiraban las casas construidas cerca de muelle por los comerciantes europeos, el palacio de la Reina, y otros edificios de carácter administrativo y judicial. ¡Qué hermosura! ¡En Otaiti había Administración, había Justicia! Vieron también con admiración, en las calles, señoras y caballeros indígenas ataviados a la europea... Gracias al protectorado de Francia, que se había metido en aquel edén para echarlo a perder y privarlo de sus seculares encantos, en Papeeté había zapateros, sastres y hasta sombrereros, bárbaros correctores de la estirpe humana, que han hecho una industria de la fealdad, y de la embarazosa sujeción del andar y los ademanes.

A consecuencia de no sabemos qué rebeldías y trapisondas, cayó la feliz Otaiti en el protectorado francés. Un funcionario del Imperio ejercía la autoridad con el nombre de Comisario Gobernador. Conservaba la soberanía de figurón una señora Reina, llamada Pomaré IV, morenita y bella, del mejor tipo de la raza. En la época del arribo de la Numancia, ya no era joven Su Majestad canaca; pero conservaba su aire gracioso y cierta distinción adquirida en el viaje que hizo a París. Fundaba su orgullo en   —287→   vestir a la francesa, cuidando de acarrear trajes de última moda, o de imitarlos con auxilio de figurines. Dígase con todo el respeto que merecía la bondadosa Pomaré, que enjaezada a la europea estaba para pegarle un tiro. ¡Cuánto más bonita y seductora sería su facha conservando como única vestimenta el ropón o camisolín amplio y suelto con que se ataviaban y cubrían las mujeres del pueblo! El Rey consorte, llamado Arii Faité era un bigardo glotón y borrachín, que no se dejaba ver más que en comilonas y francachelas. Vestía ridículamente casacón bordado, y las plumas que debía llevar en su cabeza, según el uso salvaje, llevábalas en un sombrerote tricornio, como los que usan los suizos de las iglesias parisienses. Era, sin duda, el hombre más bárbaro de Otaiti y el más feliz de los canacas, que este nombre se daba a los indígenas del Archipiélago de coral.




ArribaAbajo- XXIX -

Los felices españoles de clase humilde que visitaban la isla un día y otro, contaban a Binondo las maravillas que habían visto, la frondosidad silvestre de los naranjales y cocoteros, la sencillez y gracia de las mujeres vestidas de un simple camisón, y tan amablemente abiertas de voluntad a los obsequios del hombre; y al oír una y otra   —288→   vez estas extraordinarias cosas, el malayo se encerraba en grave silencio, que era sin duda la cavidad mental en que guardaba sus profundísimas abstracciones. De aquellas honduras no sacaba su pensamiento más que para mostrarlo al Capellán don José Moirón. Una tarde, cogiéndole solo, le dijo: «Por lo que cuentan estos perdidos, señor don José, los habitantes de Otaiti no conocen la vergüenza ni ninguna ley divina ni humana. El nombre de canacas me dice que estos naturales son los cananeos de que nos habla Nuestro Señor Jesucristo en su Biblia, o dígase Moisés, que es lo mismo. Por donde saco que esta isla es aquella tierra de Canaam de que habla no sé si el Evangelio o la Epístola».

Contestole el Capellán tapándole la boca, para que no salieran de ella más desatinos; pero el malayo prosiguió imperturbable: «Desde que llegamos aquí, me paso las horas pensando qué religión profesarán estos bárbaros, cómo serán sus templos y qué vitola tendrán sus sacerdotes. Nada han dicho los muchachos de la religión canaca o cananea, por lo que pienso será una indecente idolatría, como el adorar a la serpiente con pechos de mujer, o a un hombre desnudo con cabeza de cocodrilo. Por todo lo cual, señor don José, usted y yo no haríamos nada de más yéndonos a tierra para ver qué casta de religión profesan estos salvajes... y si resulta que es alguna secta idólatra y gentílica, de esas en que se adora la materia y el vicio,   —289→   bien podríamos hacer algo por las almas de estos infelices, instruyéndolos y catequizándolos para sacarlos de sus errores lascivos y pestilentes, y traerlos a la verdad de nuestra fe cristiana y sacratísima. Habrá usted oído que andan las mujeres por esos campos pisando azahares, sin más vestido que un ropón para cubrir la desnudez de pechos y caderas. Tales costumbres disolutas y desvergonzadas significan que aquí no se mira más que al deleite, en el comer, en el emborracharse y en el danzar deshonesto... Bienaventurado sería usted si consiguiera iluminar con su predicación a esas almas descarriadas. Yo iría con usted de misionero coadjutor o suplente, y no haríamos pocos méritos para nuestra salvación particular».

Tímido y desconcertado, contestó el Capellán que él no tenía otra misión que la cura de almas de los tripulantes de la fragata, y que no quería meterse a convertir salvajes más o menos desnudos. Además, la Francia, protectora de Otaiti, cuidaría de cristianizar a los canacas, que para ello tenía personal nutrido de frailes y curas. Hecha esta declaración aconsejó a Binondo que pues sentía en sí fervor de catequista, fuese él solo a enseñar el Evangelio a los otaitanos. No desoyó el malayo este sabio consejo; aquella misma tarde se acicaló y compuso de rostro y vestido, y agarrando un grueso bastón en figura de báculo, se fue a tierra y se internó en la campiña de Papeeté.   —290→   Divagando de un lado para otro, fue a parar al remanso del río en que se bañaban las canacas (de que tenía noticia por relación de sus amigos) y vio venir a las ninfas con sus holgadas túnicas, sueltas las cabelleras mojadas. Llegose a ellas risueño y melifluo, echándoles almibarados requiebros. Debieron las mozas de tomarlo por un mico vestido de marino español y con risotadas lo cogieron, lo zarandearon y se lo llevaron a una de las aldeas próximas... Se perdió de vista el pío Binondo... desapareció sin duda en el interior de una de aquellas frágiles casas de caña que parecían cestas.

Al anochecer, volvió el malayo a bordo hecho una lástima; su chaquetón de cabo de mar había perdido los dorados botones, y mayores averías que en la ropa tenía en su rostro plano, lleno de horribles arañazos y chichones... Entró en cubierta procurando ocultar con una mano su desventura; pero no le valió el tapujo. Sus amigos hicieron gran befa y chacota. La explicación que dio fue que, habiendo entrado en una casa de infieles canacas con idea de predicarles el Evangelio, al principio fue oído con atención y recogimiento. Mas de pronto aparecieron unos diablos negros y deformes que le clavaron sus garras en semejante parte (el rostro), y le estrujaron y le hicieron mil estropicios hasta dejarle en aquel estado lastimoso... Buscó el santo varón su bálsamo y consuelo en la piadosa lectura, principalmente en el Sermonario, cantera riquísima   —291→   de donde extraía todas sus ideas y sus persuasivas formas de lenguaje.

Desde el feliz arribo a Otaiti túvose Fenelón por el hombre más dichoso del mundo. Su nacionalidad francesa le dio vara alta en aquel país sometido al protectorado imperial. A tierra bajaba diariamente vestido con rebuscada elegancia, luciendo llamativos chalecos y corbatas. No tardó en cautivar al Gobernador Comisario, dándose a conocer con el título y modales de calavera de buena familia, sometido a expiación por desvaríos amorosos, y a esto debió mayor prestigio y metimiento en la buena sociedad papeetana, compuesta del Comisario francés Conde de Roncière, del Ordenador de la Marina, del Cónsul inglés, y de media docena de comerciantes ingleses y americanos. De esta sociedad le fue muy fácil subir el único escalón que le faltaba para llegar al Real Palacio. La aspiración del francés se vio pronto satisfecha, y tuvo el honor de ser recibido y obsequiado por Su Majestad canaca, de quien mereció tan exquisitos agasajos, que sólo podía referirlos bajo palabra de secreto a los amigos de mayor confianza.

Solía el buen Ansúrez acompañarle a tierra; pero en las primeras calles de Papeeté se separaban, pues era el celtíbero más gustoso del libre campo que de la ciudad. En los espectáculos de la silvestre Naturaleza espaciaba sus melancolías, y el trato del pueblo sencillo y afable le resarcía de la desolación de su árida existencia sin afectos.   —292→   Por las noches, de regreso a bordo, contábale Fenelón sus particulares sucesos del día, y el inocente Ansúrez se lo tragaba todo con crédula voracidad. «Hoy -decía el francés-, me ha dado Pomaré un rato malísimo... Es en extremo celosa... Figúrate que paseando solos, vimos pasar una canaca lindísima: yo la miré... no hice más que mirarla... Pomaré furibunda... creí que me arañaba... Hermosa y terrible es la mujer apasionada; yo adoro la pasión; pero la pasión salvaje puede ponerte, por ejemplo, entre las garras de una leona, y esto descompone un poco las más bellas aventuras». Otro día contaba incidentes más gratos: «Hoy me ha dicho Pomaré que no se separará de mí. Pretende que me quede en Otaiti de director de las Reales Máquinas... que son una lanchita de vapor, varios relojes y cajas de música, y un aparato por el estilo de lo que llamáis Tío vivo, para solazarse en el jardín...». Y alguna vez no faltaban regias gacetillas: «Hoy se ha puesto tan pesado ese gandul de Arii Faité, que he tenido que darle veinte francos para que fuese a emborracharse, mi palabra... Con unos gritos de la Reina y un empujón mío le echamos a la calle... Yo leo el pensamiento de Pomaré... Si Arii Faité reventara de delirium tremens, ya sé yo quién ocuparía su lugar en el trono».

La oficialidad apenas tenía tiempo para acudir a tantas invitaciones y festejos. En la casa del Comisario, Conde de Roncière, y   —293→   en las del Cónsul inglés y de los opulentos ingleses Brander y Hort, menudeaban los banquetes, las soirées, asaltos, meriendas y conciertos. Para corresponder a tan amables agasajos, determinó el Comandante de la División dar un baile a bordo de la Numancia, y al punto se puso mano en los preparativos de la fiesta. Destinado el Alcázar a salón de baile, se le adornó con vaporosas gasas, percalinas vistosas y terciopelos ricos, añadiendo a los trapos las galas de la Naturaleza que mayormente habían de contribuir al bello conjunto, el ramaje verde, las palmas y palmitos, y profusión de flores de tropical fragancia y hermosura. Completaron el ornamento los pabellones y trofeos de guerra y mar, las banderas de Otaiti, Francia y España en fraternal enlace y combinación. La batería fue convertida en comedor para la espléndida cena, la toldilla de popa en salón de juego y descanso, y las cámaras de los Jefes en tocador para las señoras. La última mano de esta obra suntuaria fue un soberbio plan de iluminación interna y externa del barco. ¿Qué faltaba? Orquesta o banda militar. Como nada de esto tenía la fragata, se acudió al remedio de un piano traído de Papeeté.

Con tantas previsiones y el esmero en cuidar del conjunto y perfiles, resultó el baile tan original como fastuoso. En la fantástica nave, Marte y Neptuno se dieron cita con Venus, que llevaba de la mano a Terpsícore, tras de la cual entró también   —294→   Baco, representado en la crasa persona augusta del Rey o Príncipe (que de ambos modos se le llamaba) Arii Faité. Concurrió toda la aristocracia europea y canaca, las hermosas señoras y señoritas de las familias francesas y británicas, las princesas reales Aimatá y Borabora, y por último, Su Majestad Pomaré IV, para la cual se arregló una espléndida falúa. Está de más decir que la Reina de Otaiti y sus damas, vestidas a la europea con huecos miriñaques, ostentando además cuantos faralaes y ringorrangos imponía la moda, dieron a la fiesta su mayor grandeza y hermosura. Amabilísima estuvo Su Majestad con todos, mostrando en su exquisito trato la dignidad afable de los soberanos europeos. Era una excelente Reina, un poco fondona ya, en el ocaso de su belleza morenita. Hablaba un francés aplatanado y ceceoso que hacía mucha gracia... Honró Arii Faité la cena, repitiendo cuatro veces de todos los manjares suculentos, y tanto él como el anciano Príncipe Paraitá, que había sido Regente en la menor edad de Pomaré IV, no se contuvieron en las libaciones alegres y copiosas. Al Rey consorte le retiró Fenelón oportunamente, llevándole a la falúa poco menos que a rastras. No se pudo hacer lo mismo con el respetable Paraitá, que desplegó hasta el amanecer su elocuencia en diferentes tonos, desde el sentimental al heroico. Discursos y brindis sin fin pronunció, primero en pie sobre las mesas, al fin debajo de ellas. El baile terminó   —295→   con la noche. A la luz del alba se retiraron los invitados, tras de la Reina vagorosa, indo-europea y fantástica. Aquella fiesta entre civilizada y salvaje fue el último ensueño de los españoles en el Paraíso de Otaiti.




ArribaAbajo- XXX -

De las delicias de la isla, llamada con razón Cuna de Venus, se ausentaron los españoles con vivo desconsuelo. ¿Cuándo y dónde encontrarían un oasis, un paraíso semejante? El día de la salida, dijo Fenelón a su amigo Ansúrez: «No subo a cubierta; no quiero que me vean los espías de Pomaré. Me voy a escondidas... Prometí quedarme de director de las Reales Máquinas... Los ruegos, el llanto de Pomaré, me arrancaron una promesa que no puedo cumplir, mi palabra de honor...». De las inauditas hazañas amorosas que contó a su amigo, dedujo este que habían sucumbido a los encantos del francés la Reina y todas sus damas, no pocas señoritas de las colonias inglesa y francesa, y dos tercios o poco menos del sexo femenino de clase popular... Todo se lo creía el buen Ansúrez, que se hallaba en un estado psicológico propicio a la ingestión de mentiras. Sus facultades pendían de la esperanza de encontrar en Filipinas cartas de Mendaro y de Mara... Pero Dios había   —296→   dejado de su mano al pobre celtíbero, porque la Numancia llegó a Manila después de un viaje de mil leguas, y en todo el mes que allí permaneció, no parecieron cartas, ni de ninguna parte llegaron noticias. Grande es el mundo, y en recorrerlo y darle la vuelta agota el hombre toda su paciencia; mas la de Ansúrez era un filón sin término, yacente en un profundo pozo. Cuando a sacar paciencia se ponía, sacaba esperanza. Si en Filipinas no habían parecido las cartas, en Java parecerían...

Pues llegaron a Batavia, capital de la bien regida colonia holandesa, y nada dijo el correo, por más que Ansúrez con maniática pesadez diariamente le interrogaba... ¡A la mar otra vez! Y la paciencia y la esperanza unidas se tragaron mil ochocientas leguas mal contadas entre Java y El Cabo, sin que tampoco en aquella extremidad procelosa del continente africano se encontrase ningún papel venido del Perú. Lo extraño era que Ansúrez alimentaba sin ningún fundamento la ilusión postal, pues no había dicho a Mendaro que escribiese a las más excéntricas regiones del globo.

¡Ánimo, y venga del fondo del pozo más paciencia, venga más esperanza! Ya estaban, como si dijéramos, a la puerta de casa, pues ¿qué suponían diez mil leguas después de lo que habían andado desde que salieron de Cádiz el 4 de Febrero de 1865? Al mar otra vez, Numancia, y no te arredres. Si cartas no hubo en Manila, ni en Batavia, ni   —297→   en El Cabo, las habría en Río Janeiro... La distancia no era gran cosa: un agradable paseo de mil doscientas leguas mal contadas... Sucedió que al término de esta luenga travesía quedaron igualmente fallidas las esperanzas, aunque no agotada la paciencia que del hondísimo pozo sacaba el hombre desconsolado. ¿Pero en qué estaba Dios pensando? «Como lleguemos a Cádiz -se decía Ansúrez-, y no encuentre allí la escritura de mi hija, juro a Dios que no habrá quien me saque del ateísmo...». Lo que en Río hallaron fue el Cólera, amén de otras calamidades, entre ellas el peligro en que estuvo la Numancia de volver a Montevideo. Pero todo se arregló, y al fin la blindada salió para Cádiz con lento andar y resuello fatigoso, como caballero que a su castillo vuelve rendido del peso de sus armas. Del mismo modo Ansúrez se quebrantó de la fortaleza espiritual que le había sostenido en el viaje de regreso, y si no se le agotó el pozo de la paciencia, ya sacaba de él tan sólo heces turbias y corrompidas. A ratos no más le asistía la esperanza, y paralelamente a este descenso moral, se iba marcando en su constitución hercúlea la dolorosa ruina.

Al pasar la línea ecuatorial, sintió como un terror que a su nostalgia se unía, haciéndola más negra y pavorosa... Navegando hacia San Vicente, todos los afectos secundarios que endulzaban su existencia se debilitaban gradualmente, hasta llegar a extinguirse. A unos amigos apartó de su   —298→   corazón con indiferencia, a otros con aborrecimiento... Y más allá de Puerto Grande, la ruina física y moral del buen celtíbero se cristalizó en un estado neurótico agudo, con depresión considerable de fuerzas que le obligó a encerrarse en la enfermería. A duras penas podía pasar algún alimento; repugnaba la compañía de los que fueron sus amigos... A la altura de las Islas Canarias, su pensamiento se descomponía en imágenes y ensueños, que se manifestaban sobre un fondo de blancura opalina. Soñó que, arrebatado de este mundo por la muerte, tomaba la vía del Cielo, donde creía se le deparaba su perdurable residencia. Pero en el Cielo no quisieron admitirle... Íbase luego caminito del Infierno, donde sin ninguna explicación le dieron con la puerta en los hocicos. «Pues no estoy poco tonto -decía-; a donde tengo que ir es al Purgatorio». Hacia allá tiraba, y le acontecía lo propio que en el Cielo y el Infierno: que ni por un Dios querían admitirle. Bien claro estaba que en el Limbo le tenían preparado su descanso. Pues, señor, en aquel lugar bobo encontraba la misma repulsa. «¡Ajo! -clamaba el hombre con desesperación en medio del espacio-. ¿Dónde meto yo mi pobre alma?».

Soñó esto muchas veces, en igual forma que aquí se cuenta. Añadíase luego al sueño descrito este otro no menos extravagante: Hallándose el alma de Ansúrez en medio del espacio sin saber dónde meterse, se le   —299→   presentaba un fantasma de rostro macilento y plano, muy parecido al de Binondo, y le decía: «¿No me conoces? Soy el Ateísmo. Dame la mano; ven conmigo, y yo te llevaré a mi asilo de eterno descanso». No se determinaba Diego a seguir al fantasma. Solo en medio del vago espacio, sentía inmenso frío... creía ver a un ángel que a soplos iba apagando todas las estrellas.




Arriba- XXXI -

Un día antes de llegar a Cádiz, dio Binondo al Oficial de mar esta enfadosa tabarra: «Sabrás, Diego querido, que en cuanto yo ponga el pie en tierra, me voy derecho a la casa de los santísimos Padres Franciscanos de las Misiones de África. Llegar y pedir al reverendo Prior que me admita de lego, será todo uno. Recibiré la santa instrucción frailesca, y acabaré mis días en la paz y santidad de la Orden seráfica, que me abrirá de par en par las puertas de la Gloria... Imítame, Diego; tómame por modelo, ya que no tienes familia ni nadie que mire por ti; decídete, y serás conmigo en el Paraíso». Nada le contestó Ansúrez: las ideas se le dispersaban, y las palabras no afluían a su boca.

Un día más. Ya estaban a la vista de Cádiz, cuando Fenelón fue a buscarle a la enfermería,   —300→   y casi a viva fuerza le subió a cubierta para que participara del general regocijo, y viese el espectáculo sorprendente de la ciudad que sobre las aguas aparecía como ringlera de diamantes montados en plata. A medida que avanzaba la embarcación, los diamantes eran casas y torres, aquellas con cristales, estas con cimera de azulejos, en cuyas superficies jugueteaban los rayos del sol... ¡Cádiz! Para gran parte de los tripulantes de la Numancia era el hogar, el nido donde piaban la pájara y los polluelos... La emoción a todos embargaba, demudando el color de sus rostros y cortándoles el aliento... Pasadas las Puercas, se mandó empavesar... Los barcos fondeados en la bahía echaron al viento todas sus banderas. Acudieron multitud de lanchas y botes. La Numancia acortó el paso como el festejado viajero que, recibido por entusiasta gentío, tiene que apretar infinidad de manos y contestar a innúmeras salutaciones. Del mar circundante subía un clamor estruendoso de vítores; de la borda del barco descendía lluvia de voces alegres y de alaridos roncos. Empezó al instante, en forma de tiroteo nutrido entre la fragata y las embarcaciones menores, el reconocimiento y saludo de parientes. Sonaban en el aire como graneado fuego los nombres de padre, hijo, hermano... En medio de esta algazara, subió la Sanidad a bordo. ¡Oh rigor de una ley inhumana! Como la fragata venía de Río Janeiro, no hubo más remedio que imponerle   —301→   cuarentena. La multitud de dentro y fuera del barco chisporroteó como las ascuas de un brasero cuando se vacía sobre ellas un jarro de agua.

En esto, Sacristá se acercó al buen Ansúrez que en la borda estaba mirando a los botes, sin ver nada en ellos, y echándole un brazo por encima del hombro, vertió en su oído este chorro de fuego: «Diego, ahí la tienes... ¿ves aquel bote que ahora se acerca por la popa de la falúa de Sanidad?... En él viene tu hija Mara: fíjate, majadero... Ahora está el bote abarloado con la lancha de Pepe... ¡Eh, dejad paso a ese bote!... Si no lo ves, es que te has quedado ciego».

Ciego estaba el hombre; pero no de ceguera propiamente dicha, sino de emoción, de algo más que emoción, de una turbulentísima sacudida y revuelo de su alma que quería salírsele por los ojos. El bote avanzó con dificultad por entre la escuadrilla de embarcaciones. En él venía, en pie, una mujer arrogantísima que en su mano agitaba un pañuelo... Tan pronto hacía señas con el blanco lienzo, tan pronto se lo llevaba a los ojos... «Es Mara -dijo Ansúrez con una voz tan baja que sólo pudo escucharla el cuello de su camisa-. Ella es; pero no verdadera, sino fi... sino figurada, como fan... como fantasma...». «Mara -gritó Sacristá-, aquí tienes a tu papaíto asustado de verte. Está bueno, aunque no lo parezca. Padece mal de tu ausencia... Acércate más;   —302→   que te vea bien». Mara tenía un nudo en la garganta, y de sus labios no quería salir ninguna voz. Por fin, Ansúrez la reconoció por su hija corpórea y no fantástica. Pasaron segundos, y reconoció también a Belisario, que se puso en pie para saludarle con esta sencilla y familiar fórmula: «Diego, ¿qué tal? ¿Buen viaje?». El celtíbero recobró su aliento, y en el primer suspiro que lanzó se escaparon de su cuerpo todas las complejas enfermedades que traía. Estalló un vivo y cortado diálogo.

«Yo bueno... cansado no más de viaje tan largo. ¿Habéis venido por Panamá?».

-Sí, padre... Hace tres meses que estamos aquí esperándole a usted.

-Yo esperaba encontrar cartas, no vuestras personas.

-Escribimos a usted diez cartas -dijo Belisario.

-Y las mandamos a puntos diferentes, padre: una a las islas Marquesas, otra a Manila.

-Otra fue mandada a Zanzíbar, otra a Santa Elena, y qué sé yo... Cartas fueron a medio mundo.

-¿Os ha visto Mendaro?

-Sí: por él supimos que volvía usted a España. Nosotros pensábamos venir acá. Hemos anticipado el viaje.

-¿Y tu niño, Mara...?

-Está bueno... Verá usted qué gracioso... Ya le quiere a usted sin conocerle.

-¡Pues no le quiero yo poco!... Mara,   —303→   ¿vendréis a verme, desde un bote, mientras dure la cuarentena?

Afirmó Belisario que irían a visitarle diariamente. La cuarentena no sería larga, pues no tenían a bordo ningún caso de cólera... Mara se sentó. Sosegados los tres, hablaron largo rato de cosas pasadas y presentes; y en el curso de la entrañable conversación, repitió el celtíbero más de una vez este sagaz concepto: «Lo que yo he visto y aprendido es que cuando a uno se le pierde el alma, tiene que dar la vuelta al mundo para encontrarla».




 
 
FIN DE LA VUELTA AL MUNDO EN LA NUMANCIA
 
 


Madrid, Enero-Febrero-Marzo de 1906.