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ArribaAbajoCapítulo VIII

OCTUBRE, 1845


Era por cierto Tiburcio un ente desgraciado en Villamar. Sacado de la esfera en que tan feliz hubiese sido, veíase superior a su círculo y a su posición, sin medios, méritos, relaciones, ni carácter a propósito para adquirir otra.

Por desgracia el amor propio, monstruo que engendra el tratar siempre con inferiores en alcances, y el vuelo que toma así el espíritu de superioridad, que ya no se para ni modera, le hicieron creer que todo se lo merecía, y que era por consiguiente una víctima de la fatalidad, viendo que tantos que valían menos que él hacían carrera, mientras su mala suerte lo tenía, nuevo Prometeo, atado en Villamar, ese Caúcaso suyo, en donde su madre hacía el papel de buitre,   —84→   devorándole a cada paso con sus sandeces, si no las entrañas, las ilusiones y esperanzas.

Tenía Tiburcio pretensiones a todo y aptitud para nada. No tenía alcances; se los había negado la naturaleza, como a ti y a nos, lector (no los alcances) sino un ojo en la frente. En punto a saber, solo y a duras penas aprendió lo estricto necesario, no para ser un Salomón, un Licurgo, o un Alfonso el Sabio, pero sí un doctor y encasquetarse el bonete que costó dos talegas a su padre, y que su madre hubiese dado por dos cuartos. A pesar de esto, el modesto joven no reconocía superioridad en nadie, y cuando llega este triste caso para los jóvenes, puédeselos contar como paralíticos morales, o como apopléticos, esto es, ahogados en su propia sangre.

La clase de enormidades que su amor propio hace creer a ciertas gentes, no es creíble ni viéndolo palpable a nuestros ojos; pero ello es que la cosa existe. Así era que Tiburcio lo daba de inteligente filarmónico y no tenía oído, ni había escuchado mas música que, desde la calle, la de la orquesta de Sevilla, donde no hubo ópera que él no favoreciese con su ausencia. Echábala de político, y sabía tanto de historia antigua como de moderna, esto es, poco más que nada. Presumía de lingüista el estudiante Villamarino sin hacer otro estudio que recalcar ridículamente la z, ll, y la s. Presumía sobre todo de poeta, careciendo absolutamente de las dotes que forman al poeta y sin cuya reunión no puede ser perfecto; estas son: un corazón   —85→   caliente, una imaginación florida y el estudio del gran arte de interpretar las inspiraciones de aquellas en el lenguaje propio de la poesía. Con cuatro frases rimadas sin concepto y sin alma; con algunas vulgaridades plagiadas y campanudas, se creía poeta... ¡¡¡se creía poeta con un corazón frío y una imaginación seca!!!

Nunca se le había ocurrido ir a visitar al soberbio convento abandonado, que estaba cerca del pueblo; no había ido a sentir y pensar sobre aquella majestad momia, aquel sol sin rayos ni calor, aquella noble azucena ajada y sin perfume... ¡y se creía poeta! Nunca había ido a las ruinas del fuerte cercano que cubría la yedra como para consolarlo; no había meditado sobre aquella torre caída que, como todo lo que fue encumbrado y yace por tierra, despierta tan viva y triste simpatía en el corazón; no había llorado sobre aquella torre que, cual esforzado guerrero, había resistido sola y sin auxilio, hasta sucumbir al incesante ataque de un enemigo más fuerte aun que ella, el tiempo; y la que al caer, como los gladiadores antiguos, había ocultado su cabeza entre las higueras cual ellos en su manto para ocultar su agonía... ¡y se creía poeta! Nunca se había sentado sobre las rocas de la playa a seguir con la vista sus caprichosas posiciones, sus misteriosos antros, en que se precipitan curiosas y juguetonas las olas chicas, saliéndose tan luego como los vieron oscuros, a buscar la luz del sol que las dora. Nunca se puso a escuchar   —86→   el suave murmullo de las olas de verano, que convidan al baño, ni los rugidos de las olas espantosas de invierno, que cuentan naufragios y horrores. Nunca se había puesto a contemplar la puesta del sol en la mar, magnífico espectáculo, ¡imagen de la muerte! No había observado en un ocaso sereno este astro, radiante aun al morir como un héroe, o acostarse entre suaves nubes, como un padre que se apaga entre los brazos de sus hijos; y sobre todo no había nunca levantado un corazón lleno de amor y de admiración hacia el Criador de tantas maravillas, entre las cuales es la mayor el alma hecha a su imagen y bastante feliz para conocerle, sentirle y adorarle. Para él, habían sido la tía María, ese tipo de la caridad cristiana, que vivió en el convento, tan solo una vieja curandera; el fray Gabriel, aquel alma inmaculada, que no pudo abandonar su convento, un lego estúpido; Don Modesto, el honrado comandante del fuerte, ¡un estafermo ridículo!

Tiburcio, pues, a pesar de sus versos amorosos, en que hacían gran papel Venus y Cupido, tenía además de la imaginación seca como un esparto, el corazón más frío o insensible a las bellezas y cualidades delicadamente femeninas de la mujer.

No sólo se había alejado de aquella suave y linda criatura que guardaba su pecho puro, la inocencia y la constancia, esos dos tesoros que hacen inapreciable su compañera al hombre delicado, sino que la miraba con el desdén y hastío con que miraba   —87→   el lechuguino de arrabal, el encumbrado zoquete, cuanto había en Villamar.

Así fue que habiendo un día oído decir a su madre que era tiempo de pensar en efectuar la contratada boda con la hija del tío Juan López, resuelto como estaba el futuro ministro a no casarse con esa osca lugareña, según la denominaba en sus monólogos, se decidió a zafarse del compromiso, lo que hizo con toda la delicadeza propia de su buena condición.

Mas referiremos antes la escena que dio lugar a esta brusca determinación.

Entró un día en su casa la señá Tiburcia muy sofocada, trayendo entre sus brazos como a un recién nacido, una espuerta de tomates, cuya asa se le había quedado en la mano en medio de la calle, vaciándose instantáneamente la espuerta, y disparándose en todas direcciones los tomates como los cohetes del remate de un castillo de fuego. Venía tan soplada y colorada que parecía la Emperatriz de los tomates.

-Desde que muriú el hermano Jabriel, -exclamó al entrar en su casa-, non se hace una espuerta bien hecha en Villamare; ¡ladres! Estas espuertas sun pan para hoy e hambre para mañana; es verdad. Perfeutu, valiérate más poner un bandu para que se hiciesen mejor las espuertas que non dar convites; es verdad. Peru ¿qué haces haí Tiburciño? ¡Nada, e siempre nada! El hombre debe trabajare, e la mujer parire; es   —88→   verdad. Siempre estás con saudades5 y solu, comu la marola en Ferrul. Es tiempo, Perfeutu, de casare a este rapaz: esu le alegrará comu a tudos los muchachus; es verdad. Cunferencié con la cumadre Belén y piensa cumu yu, que se haja la buda.

-¿Casarme yo? No lo penséis, madre, -dijo Tiburcio con aire de desdén.

-¿Qué? ¿Qué quiere decir que non te casas cun Quela López, la muchacha más rica e más bunita del lugare? ¿Te tienta o demu? -exclamó atónita la alcaldesa.

-El hombre es libre, repuso en voz grave y honda Cívico minor.

-¿Qué es esu? ¿Qué dices, rapaz? -exclamó de nuevo su madre, ¿qué el humbre es libre cuando tiene comprometida su palabra, tiene veinte y cuatro añus; está baju la patria putestad, non gana su pan, e non tiene más que lu que sus padres le dan? ¡A Perfeutu, Perfeutu! Si estu es lu que tú llamas libertad lévelo o demo.

-Pero, Tiburcia, -dijo mediando al Alcalde que veía levantarse una horrorosa tempestad equinoccial, entre las noches que se habían alargado, y los días activos y robustos que no se querían dejar usurpar su preponderancia-; ¡Tiburcia, ningún padre puede forzar   —89→   a un hijo a casarse contra su voluntad! Y si Tiburcio no quiere a Quela, si no está enamorado...

-¡Eh! ¡Pamplinas! -dijo con su robusta voz la Alcaldesa-, tú tampucu estuviste enamuradu de mí e nus casamus, e hemus vividu bien e cumu Dios manda, gracias al Señor e a San Antoniu.

-Es que el muchacho tiene miras más elevadas que yo, objetó D. Perfecto.

-¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¿Qué quiere decir que tiene miras más elevadas que tú? -preguntó Tiburcia con las manos puestas en la cintura.

-Es, -dijo D. Perfecto que se iba ahora asustando por su propia cuenta-; es decir, que si acaso quiere seguir otra carrera... si fuera de aquí... se le proporciona...

-¡Utra carrera! -preguntó la Alcaldesa-: ¿pues qué, quiere ser clérigu?

-Quiere, -respondió su marido-, dedicarse a la alta política.

-¡E cuanto se jana en ese oficiu? -preguntó la señá Tiburcia.

-Es según, -respondió su marido-; podrá ser muchísimo y podrá ser...

-¿Ser nada? -interrumpió la Alcaldesa-; pues non en mis días: quiero pucu e seguro, cumo tú janas siendo albéitar.

-¡Veterinario! -exclamó desesperado el Alcalde.

-¡Vaite a o demo! -respondió su consorte-, que estoy para mí que has de acabare por herrar las bestias   —90→   con juantes amarillus comu los lleva ese rapaz. ¡E pensar que cada par cuesta medio duriño! Es un contra Dios; ¿e a qué te sirven pur el veranu que no hace frío? ¡Jastadur sin cunciencia, cun más fantasía que un Marqués, e más vientu que un temporal! ¡Malditus juantes, que ellus y el bunete han perdido mi casa y se van trajandu lus cuartus de mi tiu Bartulomé! ¿Y qué provechu se saca? Ese fillu mío non sabe trabajare que es lu que da pan, salud e cuntentu; es verdad... Es un holgazán e asín está siempre con saudades.

-Trabajaré, -dijo Tiburcio-, cuando me halle en una esfera, en un círculo de acción adecuado a mi saber y análogo a mis miras.

-¿Qué dice, Perfeutu? -preguntó la Alcaldesa-, que yu non comprendu sus terminachus.

-Dice, mujer, contestó impaciente su marido, que sus estudios le sirven para trabajar, pero no de mano.

-Más le valiera, e que non tuviese que mirare a la cara a nadie, sinon a las patas de la bestia e que comu su padre fuese albei...

-¡Veterinario! -interrumpió el Alcalde-; ya te comprendo, mujer, pero eso no puede ser, y debe aprovechar lo que sabe y ha aprendido.

-Pues entonces non queda más que hacer, -opinó su mujer-, sino que te plantes en Sevilla, e pidas para tu fillo la plaza del maestro de escuela que está malu, e non la puede servire.

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Al oír estas palabras, Tiburcio, no pudiendo contener su indignación contra la indigna autora de sus días, se precipitó fuera del cuarto.

-¡Fanfarria! -le gritó su madre-; ¡fanfarria e non más que fanfarria! ¿El bunete, los guantes, e la fanfarria?... ¡Lévelus o demo!



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ArribaAbajoCapítulo IX

OCTUBRE, 1845


Aunque respectivamente ricos, el tío Juan López, su mujer y sus hijos trabajaban a la par de sus criados: y así en un patio vasto que toldaba una parra cuyas hojas empezaban a amarillear, cual si el adiós de las golondrinas o los barruntos del invierno las hiciesen palidecer de temor o de pena, estaban varias muchachas sentadas delante de mesitas bajas que llaman escogedores, escogiendo trigo para enviarlo a la tahona.

Quela, la hija de la casa, estaba en este momento ausente, por haberla llamado su madre, y vacío el puesto que ocupaba en una de las mesas frente de su amiga Paula.

-Oye, Paula, -dijo una de las muchachas-, ¿es verdad que el médico es novio de Quela?

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-Pues ¿cuántos ha de tener si ya tiene uno? -contestó la interrogada-; ¿se tienen acaso los novios a pares como las calcetas?

-¿Qué, tiene novio? ¿Pues quién es?

-Berlinga, el hijo del tío Urdax.

Al Alcalde le había quedado este nombre desde que intentó ponérselo al camino de la Vía crucis, y al hijo le habían puesto el primero.

-¡Pues qué! ¿Eso no se había acabado? ¡Pues si no le habla ya, ni ella sale a la reja!

-¡Y qué! Parece que a los que la echan de usías no les place tomar sereno. Su padre, de ella, el tío López, y la madre de él, la tía Urdaxa, los quieren casar, por aquello de que el dinero llama el dinero.

-Y Quela, -dijo otra-, ¿se había de casar con ese Berlinga, que lo echa de más y mejor, más feo que una noche de truenos, y tan agrio que parece que suda vinagre? Quita allá; a mi abuela la tuerta con eso.

-Es que dicen que va a ser diputao.

-Oye, ¿y qué es diputao?

-Un gobierno.

-¿Y será más bonito por eso?

-Creo que no, pero ella será gobierna.

-¿Qué se le da a Quela ser gobierna? Mis narices pongo a que lo mismo se casa con él que yo con el Comandante, que también es gobierno y melitar que puede gastar casaca. ¡Vea Vd.!... ¿Quela más bonita que el sol, querer a esa cara de pito tan enteco, que   —94→   parece el espíritu de la guita, que no mira siquiera a las muchachas del lugar porque no son principesas?

-Y ese usía que se ha fraguado en el banco de herrador, oye, ¿dónde tendrá los pergaminos?

-Dice Ramón Pérez que en el pellejo de su burra.

-¿Y las armas?

-En las uñas como los gatos.

-Burlense cuanto quieran, -dijo Paula-, pero yo que lo sé, os hago saber, que no le parece el espantapájaros a Quela, costal de paja.

-¡El pecado sea sordo!

-¿Qué queréis? Cada uno tiene su gusto, bueno o malo, según Dios se lo ha dado.

-¡Por vía de Chápiro! -exclamó una alegre morena-, que si ese gusto tuviese pescuezo, se lo torcía. Casar a Quela con ese mostrenco leío y escribío, es como si me casaran a mí con el maestro de escuela que está el pobre torcío, exprimío y lleno de flato.

-Ea, callarse, -dijo Paula-, que ahí viene Quela; no darle calma, que si lo llega a entender su madre la tía Belén, que está con ese casamiento más ancha que una alcachofa y cree con eso tener al Rey cogido por un bigote, nos echa de su casa a cajas destempladas.

Cuando las demás muchachas se hubieron ido, y quedaron solas las dos amigas, le dijo Paula a Quela:

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-Pues ¿no te has encalabrinado de ese Tiburcio, mal encarado, que parece un alma en pena?

-No me he encalabriado, Paula, -respondió Quela-, pero le quiero.

-Buen provecho te haga: le quieres, ¿por qué le quieres, mujer, sino tiene el diablo por donde desecharlo?

-¿Sabes acaso tú, Paula, el por qué del querer? Los padres nos dijeron desde muchachos que nos casaríamos, y le tomé voluntad.

-Pues si se la tomaste devuélvesela.

-No haré tal. ¿Y por qué había de hacerlo?

-¿Pues no estás viendo, mujer, que él no te quiere a ti, y que estás echando margaritas a puercos?

-No me digas que no me quiere, dijo la suave joven bajando por sus mejillas lágrimas que no pudieron retener sus pardos ojos, ¿por qué no me querría?

-Te digo como antes me dijiste, ¿se sabe el por qué del no querer?

-Si eso fuese, Paula, me moriría de pena y de vergüenza.

-A fe que buena tonta serías; yo que tú, le daría las gracias encima. Te digo que desde que ha estudiado está ese fantasmón con más vientos que un fuelle; nos mira por encima del hombro a todas, y lo ha echado el ojo a alguna usía. Más le valiera a ese compadre fachenda estar herrando como su padre, que no haberse quedado como el murciélago que ni es pájaro ni es ratón.

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Acercose en este instante la madre de Quela, y poniendo la mano sobre el hombro de su hija, dijo con satisfacción:

-Pues señor, ¿quién sabe si ese trigo que escogéis es para el pan de la boda de Quela?

La cara se le encendió a esta con la prontitud y ardor de un fósforo, y echó a su amiga una mirada dulce y radiante como lo es una esperanza realizada.

-¿Tan pronto? -preguntó Paula.

-Andandito, -respondió la tía Belén con satisfacción y alisando los cabellos de su hija que levantaba su cara rosada hacia su madre-; para hablar de eso vino señá Tiburcia mi comadre, ha poco.

-Ahora me decía Paula que no lo quisiera, dijo Quela en su gozo.

-Pues está bueno el consejo, -exclamó la madre-; ¡volverse atrás de una boda tratada! ¡Pues qué! ¿Una palabra dada es cosa de juego? Y qué, ¿querías que anduviésemos en boca como gente de poca vergüenza? Basta eso para que tuviese nota mi hija. ¡Vaya con el consejo! A fe, Paula, que si tales consejos das a mi hija, que te envíe yo a tu madre y con un recadito, pidiéndole que en lugar de acá, te mande por otro poco tiempo en casa de señá Rosita, para que te inculque que las muchachas honestas y recogidas, juiciosas y sumisas, no se vuelven atrás de una palabra dada, ni andan probando novios como salsas de guisos.

Paula calló, pero echó una mirada de reconvención a Quela, y se fue encapotada.

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La tía Belén salió, y Quela se fue al corral a echar de comer a las gallinas. Habíase colocado entre la oreja y su ancho rodete una rosa y un ramo de nardos: las flores y las gracias de Dios son para el pobre como para el rico. Así con su cara animada por la inocente alegría de su corazón amante, y su corazón recogido, estaba preciosa; no a manera de figurín de moda, ese ideal de los pseudos de que hicimos mención; pero a la manera que una mujer es bella, cuando se unen para ello la perfección de formas, la juventud, la lozanía y la inocencia que deja reflejarse en el rostro como en un cristal un alma hermosa.

De repente se abrió la puerta y entró Tiburcio. Quedose parada Quela al verlo después de lo que acababa su madre de decirle; pero al notarse sola con él en un jugar apartado, brilló en sus ojos una mirada con una expresión de gozo y de cortedad a un tiempo tan encantadora como lo serían unidos en una ficción uno de los ángeles del Cielo y una de las gracias del Olimpo.

-Quela, -dijo ex abrupto Tiburcio-, parece que nuestros padres todo lo quieren disponer para nuestras próximas bodas.

Quela no respondió, pero apartó su dulce mirada de bienvenida de la fría y repulsiva mirada de Tiburcio, y la llevó al suelo, mientras un rojo vivo causado por la extrañeza que le produjo el tono desabrido de su novio, se extendió sobre su semblante cual un barniz, como para darle más brillo.

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-¿Sois en ello gustosa? -prosiguió con sequedad el recién llegado.

-¿Me llamas de usted? -preguntó Quela que se había criado con él, en tono de dulce reconvención.

-Abomino el tutear, -respondió Tiburcio-. El socaba la dignidad en el trato, es costumbre lugareña; no somos parientes para usar de esa exagerada franqueza. Así, respondedme con confianza, que el usted no disminuye ni a esta ni al aprecio.

-¡Aprecio! -murmuró Quela entre dientes.

-Cariño, si queréis, -repuso con impaciencia Tiburcio-; pero responded, ¿sois gustosa?

La joven levantó con despacio sus grandes ojos, cual se levanta el sol en el horizonte, y dio con una mirada tan modesta como amante una elocuente respuesta.

-¿No respondéis? -dijo el lechuguino de arrabal rechazando con aspereza todo el amor y apego que le brindaba aquella mirada.

-Sí que soy gustosa, -respondió Quela-, ¿por qué no había de serlo ahora como antes?

-Porque, -respondió Tiburcio con la crueldad que imprime el orgullo-, podíais haber mudado como yo.

Quela, al oír estas acerbas palabras, palideció, pero no respondió nada.

-Así, pues, -prosiguió Tiburcio-, como no podéis amar a un hombre por el que no es posible tengáis ni simpatías ni afinidades, como no tenemos puntos de contacto y somos incompatibles, lo mejor será   —99→   que digáis francamente, y antes y con tiempo, que os negáis a este enlace.

-¡Yo! -exclamó asombrada la pobre Quela, que había comprendido la última frase y adivinado las demás que había usado el ilustrado patán-; yo, ¡volverme atrás de una palabra que he dado! Eso no puede ser, Tiburcio, perdería mi estimación, mi padre me mataría.

-Pues entonces, -dijo este-, seré yo el que lo diga.

-¡Tú! -exclamó Quela-, preñándose sus ojos de lágrimas, ¡Virgen Santísima! ¿Y por qué?

-Porque ya os dije éramos incompatibles, y no podríamos ser felices.

-Pues ¿qué es lo que quieres para ser feliz? -preguntó Quela con ahogada voz.

-Amar a la que fuese mi compañera.

-Me volverás a querer, Tiburcio, -dijo Quela sonriendo al través de sus lágrimas su mirada, como brilla una luz más suave bajo su globo de cristal-. Me querrás cuando sea tu mujer y el sacerdote haya echado la bendición de la Iglesia sobre nosotros. Seremos felices bajo su santa influencia.

-No, -respondió Tiburcio, en cuyo corazón seco y henchido de vanidad no hacían mella tanto amor, tanta candidez y tanta dulzura-: no, yo nunca podré serlo con una mujer que no está a mi altura.

Las lágrimas se secaron en los ojos de Quela. Como de una diadema que se hubiese en un momento de abandono dejado arrancar por el amor, y de la   —100→   que hubiese echado mano y vuelto a colocar en su puesto, levantó Quela su frente ceñida de la dignidad mujeril tan instintiva en la mujer española.

-Bien está, -dijo-, nada digas tú, ni nada hagas, que de mi cuenta queda cortar esto. No porque sintiese que se sonase que me habías plantado: que el bochorno es para aquel que falta, y no para aquel a quien faltan; pero mi padre y mi hermano no habían de dejar la cosa así, y quiero evitar un lance.

-Es que yo nada temo, -exclamó Tiburcio con altanería.

-Pero yo sí, -repuso Quela, cuyos labios blancos temblaban-. Adiós, Tiburcio, no quiera Dios que pagues una partida tan mala y de la que no es capaz el último de los lugareños que tú tanto desprecias.

Tiburcio, sin cuidarse siquiera de endulzar su cruel comportamiento, se alejó diciendo con ironía:

-Ya que creéis que la bendición de la Iglesia es un filtro amoroso, lo mismo da que os la echéis con otro, puesto que lo querréis después; sobre mí no hacen mella semejantes fanatismos. ¡Oh! No, no, no soy árbol yo para echar raíces en este suelo.

-Estoy impuesta, y no hablemos más, -le dijo Quela, señalándole la puerta con un ademán lleno de grave decoro.

Apenas se hubo ido Tiburcio, corrió Quela a encerrarse en su cuarto. Allí se dejó ir a una aflicción que no por ser callada y tranquila fue menos destrozadora. Veía perdido y pagado con la más negra ingratitud   —101→   el amor que desde la infancia era anexo a su corazón; ese corazón que había guardado para el hombre que amaba, como una perfumada rosa matizada de amor y de inocencia. Veíase objeto de escarpio o de censura para el lugar, porque en los lugares, donde no hay ni puede haber corrupción de costumbres, pues que no hay ni ocio ni dinero, el amor no tiene alas, y sin ser menos bello es más grave. Pero lo que más le apuraba, era la vehemente indignación que este suceso había de causar a su padre y hermano, tan rígidos en punto a honra, tan severos en el cumplimiento de la palabra dada, rasgos anticuados y castizos que se hallan aun en los pueblos de campo, así como se oyen en boca de sus moradores palabras castizas y fuera de uso, rasgos y palabras que sólo en sus corazones, en sus labios y en las crónicas antiguas se encuentran metidos entre sus pergaminos, como nobles hidalgos que huyen de una república. Postrose la pobre abandonada, y suplicó a Dios con mil lágrimas le abriese camino para salir de aquella situación angustiosa, en la que no podía ni callar, ni hablar, ni obrar, ni quedar pasiva. Al cabo de una hora de angustias y agitación, Quela se había decidido sobre el partido que debía tomar, cuando su madre llamó a la puerta. Quela se enjugó sus lágrimas, serenó su rostro y abrió.

Entró la tía Belén cargada de piezas de lienzo que había ido a buscar, tal era la prisa que las dos madres tenían de apresurar las cosas de la boda. Venía   —102→   tan llena del asunto que la preocupaba, que no fijó su atención en el abatido rostro de su hija.

-Vaya, dijo ¿a qué santo echas el cerrojo al aposento? ¿Tienes miedo de ladrones o del cancón? Aquí tienes, añadió, poniendo sobre la mesa lo que traía, dos piezas de crea para sábanas y una de Bretaña para las almohadas; bien puedes irla cortando que ya hablé a doña Rosita para que haga las randas.

-¿Qué prisa corre, madre? -dijo Quela.

La madre soltó la pieza que examinaba, levantó a la cabeza, y miró a su hija con sorpresa.

-Digo, -exclamó-, cuando se ha estado tantos años aguardando a ese Tiburcio, que nunca acababa de estudiar, y que no había santos que lo sacasen de Sevilla, que tiene veinte y cuatro años cumplidos, y tú veinte y uno, ahora te descuelgas diciendo, que ¿qué prisa hay? No he oído otra. Vaya que son ustedes los primeros novios que me haya echado a la cara a los que sea preciso arrear.

-Madre, -dijo Quela apoyándose en el hombro de su madre y bajando la cabeza-, yo no quisiera casarme.

-¡Jesús me valga! -exclamó la tía Belén, ¿ahora salimos con esa? ¿Qué mosca te pica, muchacha? ¿Qué ventolina es esa? ¿Desde cuando has mudado de parecer?

-No lo he dicho antes, madre... porque... porque tampoco corría prisa decirlo.

-Pero, chiquilla, -repuso su madre-, ¿no hay más   —103→   entre gentes de vergüenza que volverse atrás de su palabra? Y siempre será por un quítame allá esas pajas, porque estarás regañada con Tiburcio, por eso con la frescura del mundo quieres abochornar a tu familia. No, no, de eso no ha de haber nada. ¿Por qué no quieres casarte? Cabeza de chorlito, veleta, con más pareceres que un escribano, ¿por qué no quieres casarte? ¿Di? ¿Por qué?

Quela levantó su frente pura y tranquila que coronaba la abnegación con una de sus coronas de espinas y dijo con voz suave y firme:

-Quiero ser monja.

La madre se quedó atónita.

-Muchacha, -exclamó al fin-, ¿ahora que te vas a tomar los dichos, te entra la vocación de monja, de sopetón y como un trabucazo? Vamos, que esa vocación será como las olas del mar, que se vienen y se van... No salgas ahora con esa sopa de ensalada que sabes que tu padre no lo ha de consentir...

-Mi padre no puede oponerse, -dijo Quela.

-¡O sí, que está más abajo! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué trueno! ¿Qué dirá tu padre?... ¿Qué dirá mi comadre? ¿Qué dirán las gentes? -repetía la tía Belén poniéndoselas manos en la cabeza.

Hay demasiada solemnidad en una resolución que lleva a elegir lo poco, lo pobre, lo oscuro y lo santo, sobre todo en un pueblo católico, ferviente como lo era a Dios gracias, aquel, para que la que había tomado Quela sufriese otros obstáculos por parte   —104→   de sus padres, que los de la oposición moderada y de los ruegos. Pero todo fue en vano y Quela se sostuvo en su propósito con tanta firmeza como dulzura; hizo más, y cual el cielo de sus estrellas, no se cubría su rostro de lágrimas, sino de noche y en silencio, de día estaba tranquila y serena; nadie adivinó lo que había pasado.

La abnegación que es el heroísmo femenino, lleva su corona como aquel, pero no de laurel sino de espinas... quita a la fama su clarín y le pone en los labios un candado... y cubre su apoteosis de un denso velo.

Algunos días después de lo que hemos referido, viendo que Quela permanecía firme y constante en su determinación, el tío Juan López, se encaminó entre afligido y abochornado en casa del alcalde.

-¿Qué tiene Vd., compadre? -le dijo al verlo llegar Don Perfecto-; ¿qué le trae tan mohíno? ¿Se le murió a Vd. el rucho?... ¡Me lo temí!...

-¿Qué es esu, cumpadre? ¿Tiene saudades? -dijo Tiburcia.

Pero apenas hubo el tío Juan López, entre suspiros y recriminaciones contra el mudar de pareceres de las que visten por la cabeza, hecho saber a los futuros consuegros el objeto de su visita, cuando la señá Tiburcia prorrumpió en desaforadas exclamaciones, poniendo sus manos en la cabeza y sus gritos en el cielo. Tiburcio con su bunete y sus juantes había hecho una brecha demasiado grande en su modesta fortuna,   —105→   para que no viese su madre con desconsuelo desaparecer la esperanza de verlo bien establecido, fijada su suerte de manera que no les fuese gravoso en adelante.

-Peru cumpadre, -exclamaba la desolada madre-, si non puede entrar munja ni prufesare que lu pruhíbe el prugreso, ¿es verdad?

-Cierto, comadre, -contestó el tío López-, pero quiere entrar aunque sea sin profesar; para eso tengo yo que estarla manteniendo, y tengo con qué, a Dios gracias. ¿Cómo me niego si ya la muchacha tiene veinte y un años, y sabe lo que se hace? ¿Qué le hago?

-Mucho será, -dijo la señá Tiburcia cuando se hubo ido su compadre-, que aquí non haya jato encerradu e que esa sardina sin sal, de mio fillo non haya hechu alguna trastada, es verdad.

Trató la alcaldesa de averiguar lo que sospechaba: con este motivo y las exigencias con que perseguía a su hijo para que tratase de disuadir a Quela de su propósito, hubo entre madre e hijo tan vivos altercados; estos desesperaron tanto al empingorotado botarate, que exigió de su padre lo enviase a Madrid a pretender, porque en este país, que es el país del mundo donde más se clama contra las contribuciones, es el país del mundo en que hay más sujetos que quieren vivir de ellas; y esto que se quejan amargamente de no estar pagados, y en cambio siempre expuestos a quedar cesantes. ¡Qué sería, pues, si estuviesen   —106→   pagados y el destino perdurable! Y lo que más escandaliza, es que hombres acomodados abandonen sus haciendas y negocios por esa ansia de figurar y de meter sus uñas en esa bolsa del público, llena de gotas de sangre y de lágrimas.

El alcalde, convencido por los argumentos que le hizo su hijo en favor de su viaje, deslumbrado por sus esperanzas, aturdido por su soberbia y arrogancia, vendió para sufragar las costas del viaje sin que lo supiese su mujer, un olivarito de su propiedad, y un día cuando se levantó la señá Tiburcia halló que su hijo, cual el águila, había tomado su vuelo a altas regiones, perdiéndose a la vista de los humildes moradores de Villamar.



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ArribaAbajoCapítulo X

JUNIO, 1844


Formaban estas dos niñas, Lágrimas y Reina, en todo el más marcado contraste: Reina, hermosa, robusta, llena de vida, era la hija única de la brillante marquesa de Alocaz, la que a los pocos años de casada, habiendo quedado ¡viuda de un hombre que amaba con pasión, concentró en su hija toda la fuerza de amor de su corazón, y crió a su ídolo con los más exagerados mimos.

Aunque separada de ella momentáneamente por su viaje a Madrid, los cuidados y desvelos de la madre rodeaban a su hija. Parientes, amigos, criados antiguos, vigilaban y visitaban de continuo a la niña, trayéndole en profusión juguetes, golosinas, flores, y en fin, cuanto puede agradar en esa edad. Anticipábanse los criados en tono chancero a darle tratamiento, y la hablaban de su hermosura, de sus riquezas y de sus pergaminos.

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Lágrimas, la niña enferma, que solo debía la vida al cuidado de las monjas, era pequeña y delgada. Nadie, fuera del convento, se había ocupado de ella, ni nunca había recibido ni un recuerdo, ni un regalo.

Sólo una vez al año, había ido su padrino Don Jeremías Tembleque a verla al locutorio. La primera vez que fue, la llevó un rosquete comprado a un confitero ambulante, el que estaba salpicado por las moscas de negra grajea. A la niña, que no era golosa, dio asco el rosquete y no lo quiso comer; con ese motivo D. Jeremías, que se picó, escribió a su compadre que las monjas criaban a su hija muy melindrosa, y propuso no volverse a despilfarrar.

Reina sabía que era hermosa, rica, noble y querida. Lágrimas sabía que no era ni bien parecida ni querida, y estaba en la persuasión, así como las monjas, de que era pobre. Cuando la hermosa marquesa de Alocaz decía mirando a su hija: «¡cómo crece! ¡Cómo se desarrolla esa hija de mi alma!» Un coro respondía, y sin que en ello entrase adulación, porque lo que decía era la pura verdad: es hermosa, airosa, tiene un señorío y una gracia innata; es idéntica a su madre. Al contrario de la Marquesa, la primera vez que después de cuatro años vio D. Roque la Piedra, que sus negocios trajeron a Sevilla, a su hija, dijo a su compadre:

-¡Qué delgada, qué amarilla está y qué pequeña se va quedando la chica! ¡Qué encogida, qué compungida y qué poquita cosa es! La sangre americana,   —109→   compadre, que parece melaza. Nada ha sacado a mí, es idéntica a su madre.

-Idéntica a su madre, hasta en los melindres, -contestaba D. Jeremías.

Fácil es comprender que el apoyo y la protección que halló la niña sola, débil, encogida, en la niña fuerte, animada y llena de vida, hicieron brotar en aquel ser amante y aislado, una profunda y apasionada ternura hacia su amiga. Reina, por su lado, se apegó a aquella niña tímida y asombradiza, y halló un placer perfectamente adecuado a su genio en guiar, gobernar y animar al ser débil que buscaba su sombra, en tener a raya las polluelas de inmundos corrales, y dominarlas hasta el punto de obligarlas cuando podía a escondidas de las madres, a que limpiasen bajo su inmediata inspección la jaula del canario que se habían atrevido a amenazar, convirtiendo así, cual una adorable hada para el pajarito, sus enemigas en esclavas. Las polluelas a todo callaban y obedecían por dos razones: la una era que Reina tenía unos dedos dotados de una singular aptitud y fuerza para tirar pellizcos, cuyos cardenales no se iban tan pronto como se venían. Esta detestable, soez y denigrante costumbre, la había traído la niña mal criada al convento. La otra razón que ponía sobre los despotismos de Reina un candado en los labios de sus víctimas, era que todos los días aparecía esta a los ojos de aquellas con un papelón de dulces, bizcochos y tortas en la mano, bella como la fortuna   —110→   que reparte sus dones, y tirándoselo aunque fuese en el suelo, sino hallaba mesa o banco a la mano, les decía con dignidad: «Tomad, lambrucias, engullid y hartaos».

Con el trato de Reina se había esparcido algo el tétrico y asombradizo genio de la pobre niña enferma, y aun sobre su salud había influido benéficamente. Sufría esta siempre alternativas, en las que obraba poderosamente el estado de la atmósfera, así como las impresiones que recibía. Su alma era como el cristal, la empañaba solo un aliento, la traspasaba un rayo de sol, un choque la habría quebrado. Son estos pobres entes desgraciados, sin fuerzas morales ni físicas, como un tenue manantial de agua clara, que sin caudal ni poder para abrirse una senda vuelve a consumir la tierra y a absorber el cielo. Existencia que sólo conocen de la parte humana los padeceres y de la espiritual solo la angustia y la tristeza, y son como esas cometas que se lanzan en el espacio, que vagan sin rumbo ni dirección y que están sujetas a la tierra sólo por una tosca guita, que por lo regular manejan manos torpes y bruscas, almas de ángeles que tienen su mayor mérito en ignorar lo que valen, que no lloran sobre sí, sino sobre el dolor que es herencia común.

-¿No ves, -le decía algunas veces a Reina, mirando al cielo-, esas nubes que vienen corriendo de la mar? Vienen huyendo y llorando de los horrores que habrán visto en ella.

  —111→  

-¿Esas nubes? -respondió Reina-: te equivocas; no vienen del mar sino del cielo; las manda el Señor para regar los campos, porque ha habido rogativas por el agua.

-¿No oyes, -preguntaba otras veces con la cara asombrada la niña-, el ruido de la mar muy lejos, muy lejos?

-Vaya, -respondía Reina riendo-, si es un moscón; ojalá se te plantase en las narices, y verías si es la mar. ¡Siempre estás con la mar, la mar, la mar, qué cansera de mar!

-¿Has visto la mar, Reina?

-Sí, que fui a las corridas de caballos a Sanlúcar y la vi, porque se mete en el río. ¿No te acuerdas que volvimos juntas?

-¿Y estaba enfadada, Reina?

-No se lo pregunté, porque nada se me daba de que lo estuviese o no su merced.

-¡Oh! Reina, ¡si vieras cuán espantosa se pone cuando se enfada! Se levanta en ondas como una furiosa serpiente, echa espuma de coraje, y brama de rabia; entonces todo lo rompe, todo lo destroza, todo lo aniquila, todo lo traga, los vivos para matarlos; los muertos...

Levantábase entonces Reina con viveza y se ponía a bailar tocando las palmas y cantando:


    Alegría, alegría, alegría,
que ha parido la Virgen María,
sin dolor ni pena,
—112→
a las doce de la Noche buena,
un infante tierno,
en la fuerza y rigor del invierno;
y los angelitos
cuando vieron a su Dios chiquito
metido entre paja
le bailaban al son de sonaja.



Al oír la alegre voz de su amiga, y al sentir el profundo y santo gozo que les es propio y que infunden los cantos de Noche buena, Lágrimas de serenaba, los lúgubres pensamientos se borraban y sonreía suavemente, como la tristeza al consuelo.

Así pasaron reunidas estas niñas dos años que le fue preciso a la Marquesa permanecer en la capital. Pero a su regreso le faltó tiempo para llevarse consigo a su hija.

El dolor de Lágrimas al separarse de Reina, fue tan acerbo y tan profundo, que a poco recayó en aquellos accesos de triste angustia, de inquietos insomnios que tan perjudiciales eran a su salud. Reina, que lo supo por las monjas, pidió a su madre se empeñase con ellas para que dejasen a Lágrimas pasar los días festivos en su compañía. Las madres pidieron su venia a D. Jeremías, que la dio, poniendo a esto como a todo lo que concernía a la niña, tan poca importancia, que ni aun se lo dijo ni escribió a su padre.

La pobre niña que tan poco lugar ocupaba en todas partes, que no se oía nunca, que no llamaba la atención, que parecía un pálido satélite del brillante   —113→   astro en cuya órbita giraba silencioso y no podía menos de ser querida por los que se ponían en contacto con ella. Así era que la Marquesa la veía con gusto en su casa, pues son contadas (si es que existen), las naturalezas que no tengan un placer en causárselo a otras, sobre todo si no les cuesta nada. Así, pues, sin interrumpir esta amistad, que era todo el encanto de la modesta vida de Lágrimas, pasaron cuatro años, contaba ahora Reina diez y ocho, y Lágrimas diez y seis. Era esta siempre la niña delicada de salud, delgada y pálida. Su debilidad física y su dejadez americana le daban un aire cansado y doliente, que hacía a los que activamente recorrían el camino de la vida, dejarla a un lado, como al cansado caminante, que se ha apartado de él y se ha sentado en un marmolejo sin estorbar a nadie. Sus movimientos eran tímidos y lentos, sin dejar por esto de tener una gracia lánguida y suave, tanto más simpática, cuanto estaba lejos de toda afectación. El trato con las monjas había hecho menos sombrías las miradas de aquella pobre asombrada niña; el roce con Reina y con la sociedad las había hecho menos ariscas, pero nada había podido desprenderlas de aquella tristeza profunda que había grabado en ellas la terrible catástrofe que le abrió tan niña aun los ojos a los horrores de la tierra; una extremada timidez que se unía a esto, le hacía tener sus ojos siempre bajos, así sucedía que cuando los levantaba, como eran tan extraordinariamente hermosos, causaba su vista casi una sorpresa.

  —114→  

Reina que había crecido mucho, era alta y airosa: su cara aguileña tenía el blanco y puro mate de la cera; su nariz, un poco larga, era fina y bien formada; su frente era alta y altiva; su boca de delgados labios, desdeñosa y burlona; sus ojos pardos eran penetrantes como dardos. Tenía una desenvoltura que no era propia de su edad, pero estaba unida a tanto señorío y tanta gracia natural, que la crítica, indulgente con ella, como lo era su madre, se resignaba a tolerarle ese lunar inherente que no la desgraciaba.

Ya que al bosquejar uno de los tipos que figuran en esta relación hemos indicado, defectos, por desgracia harto comunes entre las jóvenes españolas, nos permitiremos darles un consejo, aunque no sea más que para probar que el espíritu de nacionalidad no nos ciega al punto de tomar defectos por méritos, ni malas tendencias por gracias. Este consejo de amigos es, que al adoptar las cosas elegantes y de buen gusto del extranjero, no se limiten en esta imitación a las capotas, bertas y cosas semejantes, sino que la extiendan a ciertas reglas de alto buen tono que siguen las jóvenes en la buena sociedad extranjera. Allá las jóvenes no llevan el sello de la elegancia fabricado en casa de sus modistas; lo llevan genuino y no se aja ni pasa de moda como aquel. Consiste en una reserva modesta, que hace hablar bajo, pero nunca de quedo; en un no desmentido respeto para toda persona de edad, fea o bonita, discreta o tonta, y entre la rica y la pobre con preferencia a esta última,   —115→   respeto que es hasta una inocente coquetería, por la suavidad y frescura que imprime a la juventud. Ha de ocuparse mucho más de las mujeres que de los hombres, lo que procura amigas, y no quita admiradores; y sobre todo, este sello de buen tono real, excluye completamente de los labios de la juventud la burla personal como cosa atrevida, chabacana, que debe quedar relegada a las antesalas; a la gracia, así como a un manantial de agua cristalina y brillante, se le dirige su cauce, y corre lo mismo entre flores que entre espinas. Cuando las jóvenes españolas se convenzan de estas verdades, podremos gloriarnos los españoles de tener en nuestro país las mujeres más cumplidas de Europa.

La marquesa de Alocaz era una mujer hermosa, que aun no contaba cuarenta años. Era tan parecida a su hija, que al verlas juntas parecían la tarde y la mañana de un hermoso día. Era la Marquesa una de esas mujeres que solo en Espata se encuentran, las que como las flores deben sus colores y su perfume a su propia savia, y no a pinceles y esencias, es decir, que criada en un convento, sin más nociones ni educación que las que se necesitan para formar una mujer virtuosa, una buena madre y una mujer de su casa, sin jamás haber leído un libro, ignorando del todo las melifluosidades de novelas, ella sola, su instinto, su talento, su tacto, su natural señorío la habían hecho una mujer altamente distinguida, delicadamente culta, que tenía el aplomo y el mundo de   —116→   una cortesana de la corte de Luis XV. No había conversación en la que no alternase con tino y gusto, ni lance que no jugase con acierto y decoro. Orgullosa como ninguna, era también como ninguna fina y amable. Era cuando se ofrecía oportuna como decían sus amigas; boquifresca según decían aquellos que, como inoportunas mariposas, se acercaban bastante a la luz para que esta quemase sus alas.

La Marquesa, aunque había quedado muy joven viuda, no se había vuelto a casar a causa de sus extremos por su hija; porque Reina, desde chica, con ese instinto de egoísmo y de celos de los niños consentidos, había tomado entre ojos a cuantos se habían inclinado a su madre, a punto de obligar a esta extremosa madre a alejarlos, lo que alguna vez llegó a ser un doloroso sacrificio para ella, sacrificio que su hija no comprendió entonces ni supo después; pero así son los sacrificios de las madres, ni ellas les ponen precio, ni creen que se les deba poner. Llamábanla con razón sus amigas: la perfecta viuda.



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ArribaAbajoCapítulo XI

OCTUBRE, 1846


Lector de las Batuecas, habrás notado que hemos tomado mucha confianza contigo, lo cual es porque nos eres simpático, y nos interesamos por ti, y queremos instruirte. No es que no sepas acaso más que nosotros, lo que es muy probable, pero de cierto no sabes una porción de palabras, entradas de contrabando, sin que autoricen su introducción ni aranceles, ni amnistía, ni indulto. El diccionario no las trae, pero acá te las explicaremos. El diccionario está un poco anticuado; es un dolor, porque es un excelente sujeto; a nosotros nos gusta muchísimo, un poco testarudo es, pero muy amigo de complacer.

Como pintor de costumbres de la época, tenemos que rozarnos con estas palabras, con las que   —118→   por todas partes nos damos de narices. Te las iremos explicando e indicando su origen, para que no creas al leernos que el español tira al griego. No, al griego no, al poliglotismo y a la república de las palabras.

Los introductores de tanta palabra de último gusto, en honor a la verdad, no han recibido ningún sofión por eso, y ni el inglés, francés ni alemán, nos han dicho con grosería de rascarnos con nuestras propias uñas; eso no, lo que hacen es abrir sus graneros como Faraón.

Al hablar de la Marquesa íbamos a decir, que esta amable señora española, aunque tenía graves cuidados, se la hallaba siempre igual, siempre animada y afable, sin que la melancolía ni el spleen viniesen a nublar su frente hermosa y serena.

Te explicaremos, pues, quién y qué cosa es spleen.

El spleen es hijo de la saciedad y de las neblinas opacas del Támesis. Fue su padrino el humo de carbón de piedra, y lo crió un lord gotoso al lado de su chimenea en silencio y soledad. Tiene el spleen el pelo lacio, los ojos tristes, los extremos de la boca caídos hacia bajo y el entrecejo arrugado; es alto y delgado, no tiene el pobrecito mío maldita la gracia. No quiere salir de su país, y los demás países se disputan su dulce posesión. Primero se lo llevaron los franceses por los cabellos a Francia, donde ha hecho las mayores fechorías, de que sólo te referiremos la primera, que a pesar de ser trágica, es el de   —119→   menor consideración de sus lances. Lo primero que hizo, pues, ese cara de pito, fue disponer que en lugar de bailados fuesen andados los rigodones: (cosas del spleenspleen). Terpsícore se puso furiosa y lo desafió. Fue padrino del spleen un búho, y de Terpsícore la Taglioni. El spleen derribó a Terpsícore con un suspiro, pero ésta, como es tan ligera, se levantó al punto, y con un entrechat, (perdona, lector, con una cabriola cruzada en el aire) echó a rodar el spleen. Los padrinos declararon el honor satisfecho, y cada uno se fue por su lado. El spleen se fue al río Sena con intención de tirarse en él de cabeza: Terpsícore a la ópera a divertirse. Te diré para tranquilizarte, lector, que lo han traído aquí también, pero que toma al instante las de Villadiego. El sol de por acá deslumbra sus tristes ojos; las castañuelas le atacan los nervios, zambomba y pandereta le dan jaqueca, la gracia andaluza lo hace huir, las boleras y fandangos le son mortales.

La Marquesa, sin tener spleen, abrigaba en su pecho roedores cuidados. Eran estos tocante a los intereses del caudal de su hija que manejaba.

Es una máxima muy general y muy cierta la de qué un alma superior y elevada mira con desdén los intereses pecuniarios, y por más que el siglo de ideas quiera condenarla al ridículo, y relegarla, al zaquizamí literario con los idilios y las pastorelas, quedará esta máxima una eterna verdad, mientras haya almas superiores y elevadas.

  —120→  

Pero este desdén es aplicable al ansia ávida y al sórdido afán que se tuviese por aumentar su caudal; no al digno y loable deseo de conservar el que nos legaron nuestros padres, y debemos dejar a nuestros hijos. Por eso instituyeron los sabios antepasados los mayorazgos, sello de la época de grandes miras, que abrazaba toda una descendencia como lo fue la que fundó los mayorazgos, como sello de época de pequeñas y egoístas miras, es el haberlos destruido: señal de fuerza y de porvenir fue su institución: ¡señal de debilidad y de incertidumbre es la de su destrucción!

¡Y cuántos más, pues, serán estos cuidados, si al cariño de la madre se une la responsabilidad de tutora!

El difunto Marqués, que era gastador, había dejado deudas que, como debía, reconoció tan luego la Marquesa en nombre de su hija. Herederos colaterales disputaron a Reina su caudal, pretendiendo que su fundación excluía hembra. Este era el pleito que había llevado a la Marquesa a Madrid. Ganó el pleito, pero sus crecidas costas vinieron a engruesar la deuda que ya tenía, y últimamente un considerable tributo que gravitaba sobre una de las mejores fincas del mayorazgo, olvidado y desatendido desde infinidad de años, resucitaba como una fantasma crecida en grandes dimensiones, por sus caídos plazos y fuerte de su indisputable derecho. Así era que aquella frente serena en el estrado,   —121→   se cubría de sombras y nubes, cuando, sola en su cuarto, los apuros de su situación oprimían aquel ánimo de mujer, que no sabe ser fuerte cuando el corazón no le auxilia.

Estaba un día la Marquesa tristemente absorta y ensimismada, cuando entró su anciano e íntimo amigo el maestrante D. Domingo de Osorio.

Era este caballero un hombre bueno, honrado, digno, sincero y recto, de quien no se ocupaba mucho la sociedad, porque tomaba pocas cartas en ella, pero que todo el mundo quería y respetaba. Era un acérrimo carlino, de esos que cual firmes rocas se mantienen debajo del mar, dejando pasar sobre sus cabezas las olas de los eventos, sin oponerlos resistencia, pero sin que, sus vaivenes los muevan; seres para los que no hay más inspiraciones ni más luz que las de su conciencia, en la que descansan como en un lecho de plumas blandas; monolitos morales para los que la voz concesión, equivale a la de traición; fes robustas porque no tienen su asiento en la cabeza que calcula, sino en el corazón que siente, imposibles de extraviar, y fáciles de engañar; llámalos el siglo Quijotes, pero están de tal suerte rodeados de innobles Sanchos, que entre estos descuellan tanto más elevados y caballeros. Llámalos el progreso dementes; si lo son es a la manera de la reina Doña Juana, sin enterrar jamás el objeto de su culto; hombres de los que algunos se burlan, pero que todos quieren por amigos; correligionarios que son pobres auxiliares   —122→   a la parte activa y militante de un partido, pero que en cambio lo honran y autorizan.

-Marquesa, -dijo con semblante animado D. Domingo-, ¿sabe Vd. la noticia? Zaldívar está en Ubrique, su pueblo; tiene ya tres mil hombres armados y diseminados por la Sierra de Ronda, prontos a reunirse a la primera señal.

-¡Zaldívar! -exclamó la Marquesa-. ¿El infeliz que fue fusilado?

-¿Y Vd. se lo ha creído? No hubo tal, pagó otro infeliz y dijeron era Zaldívar; pero a él no lo han podido jamás coger. ¿Coger? ¿Pues qué, no hay más que coger a Zaldívar? ¿Pero qué tiene Vd.? Me parece que está Vd. triste. ¿Tiene Vd. algún disgusto?

-¿Y le parecen a Vd. pocos los que me rodean? ¿El abismo en que me voy hundiendo sin hallar medio de evitarlo?

-Es preciso que gaste Vd. menos y recoja velas.

-Imposible. Bien sabe Vd. el arreglo de mi casa, en la que no hay despilfarro.

-Despida Vd. criados, tiene Vd. un ciento.

-Y todos son pocos y están ocupados en este caserón.

-Múdese Vd. A una casa más chica.

-¿Dejar la casa solariega? ¿Está Vd. en sí?

-Suprima Vd. la tertulia.

-A buen tiempo, cuando toda mi vida la he tenido,   —123→   ¿la quitaría ahora que mi hija tiene diez y ocho años, y que la disfruta y brilla en ella? Además, valiente gasto es ese. D. Domingo, me está Vd. pareciendo al Duque aquel que estableció la economía en casa, suprimiendo algunas rodillas en la cocina. El pleito me ha empeñado hasta los ojos; los deudores anteriores claman. Ahora aparece ese censo que resucita cebado de sus propios caídos, todo a la vez. ¡Todo apremiente! ¡Qué hacer! ¡Qué hacer!

-Acuda Vd. a un capitalista, a un comerciante.

-Hato de judíos, -exclamó la Marquesa-, usureros sin pudor que especulan sobre la ruina ajena. Usted se chancea, D. Domingo.

-La necesidad carece de ley, amiga.

-Harto lo sé; pero no me pongo en manos de esos fariseos. Sé por amigas mías con la perfidia, con la que ayudados de sus fieles consejeros los abogados y escribanos, hunden el puñal en las entrañas de sus caídas víctimas.

-A eso os dirán, -dijo D. Domingo-, que el dinero es una mercancía como otra cualquiera y que su valor es arbitrario. Estas son de esas claridades nuevas que nos trae el siglo de las luces.

-No manche Vd. su boca, D. Domingo, repitiendo los sofismas de la usura; esa despenadora quiere también enseñorearse con capa de terciopelo, así como la irreligiosidad con la de despreocupación: el agiotaje con la de especulación; el desenfreno con la de libertad; un casamiento de solo interés con la del casamiento   —124→   de razón, y el acabar con la sociedad con la de socialismo.

-Acaba de llegar aquí, -dijo D. Domingo-, de vuelta de un viaje a Madrid, un comerciante de Cádiz millonario; lo sé por un amigo mío a quien le es forzoso vender una hacienda a retroventa, y a quien este peruano se la va a comprar. Vd. sabe que en Cádiz viven los comerciantes de fuste en plata como el pez en el agua, y que son por lo tanto generosos; garbosos y caballeros.

-Sé que hay de todo, D. Domingo, sé que hay de todo, y el epíteto de Peruano no me infunde confianza en las calidades que Vd. le presta.

-Pues este de que hablo a Vd. es de los más poderosos y encopetados. Ha hecho gran papel en Madrid.

-¿Y qué significa eso hoy día, D. Domingo?

-Mucho, porque significa que es rico. Le gusta la buena sociedad y figurar en ella, pero figurar tal cual Dios lo crió, sin amoldarse a ella. Con la grosería, sello de ordinariez, se engalanan estos papatachos, como honorífico distintivo de la independencia, y señal de no necesitar a nadie, puesto que en la candidez de sus convicciones creen la política y la finura una adulación sólo en uso del que quiera ser favorecido hacia aquel que lo puede favorecer. Estoy seguro de que haría Vd. con él lo que quisiese.

-Nunca había yo de querer, -respondió la Marquesa-, sino aquello que sacándome a mí de una situación   —125→   tan apurada, tuviese cuenta a los intereses del que me sacase de ella. Pero bajarme yo a suplicar como un favor lo que no lo es, no me sería posible, D. Domingo.

-Pues déjese Vd. embargar; es lo más prudente. Su padre de Vd. que tanto la quería, vendió una soberbia posesión que estaba ruinosa; pero de la que se podía sacar un inmenso partido, en renta vitalicia sobre la cabeza de Vd.; esta es de treinta mil reales; la viudedad del marquesado de su hija, es de veinte mil; con esos cincuenta mil reales, le queda a Vd. para vivir con economía, es cierto, pero con sosiego.

-¿Qué me deje embargar? D. Domingo, ¿qué decís? ¡Pasar ese bochorno! ¿Exponerme a que hagan paz y guerra del mayorazgo de mi hija? Antes morir.

-Pues entonces vea Vd. de hacer un arreglo con ese D. Roque la Piedra, como lo va a hacer mi amigo...

-¿Don Roque la Piedra ha dicho Vd.?

-Sí, así se llama el creso.

-¡Qué casualidad! Ese debe ser el padre de Lágrimas, pues así se apellida esa pobre niña amiga de convento de Reina, que tiene tal pasión por mi hija que empeoró de una manera alarmante su delicada salud cuando me traje a Reina del convento. Reina la quiere mucho, y así viene a pasar aquí casi todos los días de fiesta.

-¿Qué me dice Vd., Marquesa? Esa niña tan calladita, tan humilde, tan bien portada, que me hace   —126→   tanta gracia por lo compuesta; ¡es hija de ese coloso de plata, de ese bambolla! No gasta mucha con respecto a su hija; cuanto tiene se lo ha regalado Reina.

-Eso no es nada, D. Domingo; no lo nombre usted siquiera. Además, Reina el día que no tuviese que regalar, me regalaría a mí y se quedaría huérfana.

-Pero en fin, -dijo D. Domingo-, es natural que con motivo de las bondades demostradas por Vd. a su hija, D. Roque la Piedra venga a darle a Vd. las gracias, y esto viene bien, puesto que hablando se entienden las gentes. Es este un refrán antiguo que ha caducado, mi amiga... murió; después se enterró, y es su panteón el salón de las Cortes. Pero como aquí no son Vds. más que dos, podrá hacerse a mutua satisfacción un negocio en que D. Roque pueda favorecer a Vd. con utilidad y provecho suyo.

Pocos días después, habiendo sabido D. Roque por D. Jeremías la amistad demostrada por Reina y las atenciones tenidas por la Marquesa hacia su hija, pasó a verla para darle las gracias.

Aunque habían pasado diez años desde su llegada a Cádiz, la persona de D. Roque seca y angulosa como una mala estatua de hierro, había cambiado poco o nada. Siempre era la fría y vulgar fisonomía del villano enriquecido, no había en él más diferencia sino la de vestir mejor y más primorosamente, a lo que le obligaba el alternar en la buena sociedad, así como a gastar un lenguaje algo menos tosco, sino más delicado.

  —127→  

-Señora, -dijo al presentarse con todo el atrevimiento de la ignorancia y el aplomo de la gansería-. Tengo tanto más placer en visitar la casa de usted, que jamás he necesitado a ninguno de Vds., y sí he podido servir a varios, así tendré una satisfacción en que Vd. me ocupe.

La Marquesa estuvo para contestarle que el día que la sirviese le pagaría, como lo habrían hecho los otros, a tanto por ciento sus favores, pero se contuvo.

Don Domingo corrió a llamar a Lágrimas, que ser día de fiesta, estaba en casa de la Marquesa.

-¡Ah! ¿Ahí está la chica? -dijo D. Roque al ver entrar a su hija con Reina-. La enseñáis mal, Marquesa, con tanta tertulia y diversiones, luego no se va a hallar conmigo en casa, y ahora que tiene diez y seis años me la voy a llevar.

La pobre niña al oír a su padre, se estremeció y apretó con angustia el brazo de Reina.

-¿Qué, se la va Vd. a llevar? -dijo esta a D. Roque-; o no, que está más abajo.

Don Roque se volvió atónito al oír aquella contradicción despótica que se lo plantaba delante; pero al verla brotar de aquella boca tan bella, tan fresca y tan juvenil, se sonrió como se sonreiría un rey al ver posarse en su corona una bella mariposa, y dijo:

-¿Y por qué no, señorita?

-Porque yo no quiero, respondió Reina.

Es muy probable, que con la aspereza del orgullo y la mezquindad del egoísmo, D. Roque, sin atender   —128→   al cariño a su hija, sólo hubiese contestado con su marcial desatención, a la prosopopeya que encerraban las palabras de Reina, a no haber intervenido la Marquesa, la que con el tono más fino y con las expresiones más amables, suplicó a D. Roque, dejase pasar a su hija una temporada en su casa al lado de Reina.

-¿Te quieres quedar, chica? -preguntó a su hija Don Roque-, que no deseaba otra cosa, por hallarse muy lisonjeada su vanidad con poder decir por todas partes que su hija había quedado a puros ruegos de ésta en casa de la Marquesa de Alocaz.

La pobre niña, que temblaba, se apresuró en contestar:

-Yo quiero lo que Vd. mande.

-Bien, bien, -dijo D. Roque, como dispensando un favor-; pues que todos se empeñan, no quiero que se diga que no soy condescendiente, ni que usted crea, señora, que le niego lo primero que me pide. No gasto parola, pero sepa Vd. que tiene en mí un amigo en efectivo, y no en pagarés.

-¡Qué feo es tu padre! -le dijo Reina a Lágrimas cuando éste se hubo ido-, se me figura que ha de ser idéntico al Hércules de la alameda de Cádiz, que tanto ponderan de feo. En nada te pareces a él, hija mía, de lo que te felicito.

-Dice mi padrino, -respondió Lágrimas-, que me parezco a mi madre. ¡Pobrecita!

-A tu padrino, a esa rata de caño sucio, mándale a decir que no venga acá a verte, que se me figura   —129→   que trae en los bolsillos de su inmundo gabán el cólera, la sarna, y la peste. ¿Nunca te regala ese padrino miseria?

-Una vez me dio un rosquete.

Reina se puso a reír tanto y tan de corazón, que se dejó caer rendida sobre un sofá.

-Creo que es pobre, dijo disculpándolo Lágrimas.

-Deja que venga, -repuso Reina-, te aseguro que reúno a los criados con cacerolas y almireces, y lleva una cencerrada por padrino pelón.

-No vendrá, -dijo Lágrimas-: sólo una vez al año va a verme al convento.



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ArribaAbajoCapítulo XII

OCTUBRE, 1846


En este tiempo aparece D. Roque la Piedra, subido de categoría, como hemos visto, pues de bello y excelente sujeto, a llegado a bellísimo y excelentísimo sujeto, según la nomenclatura de los modernos sinónimos; lo que quiere decir que ha llegado y pasado de millonario, siguiendo al revés de los ríos un curso ascendente.

Como es probable que no conozcas al millonario moderno, querido lector de las Batuecas, porque el millonario moderno no se da en los aires puros que tú allá disfrutas, tendremos que hacerte su fisiología.

Pero distingamos: no tratamos del millonario que por medios honoríficos, ayudado de su buena cabeza, por su trabajo y por la fortuna, que favorece   —131→   al que se le antoja, bueno o malo, al buen tuntún, ha llegado a serlo. Lejos está de nosotros semejante propósito; condenar a un millonario por solo serlo, y confundirlo con el tipo que vamos a delinear, sería faltar a la verdad, a la justicia, a la equidad, y dar margen a que pensaras tú que mueve nuestra pluma la envidia. No, no, jamás hemos envidiado sino a ti, querido y simpático lector de las Batuecas. Habrás podido notar, puesto que según se nos asegura, la imparcialidad que ha desaparecido de por acá, se ha ido a tu país; habrás conocido decimos, que no abrigamos malevolencia, y que aun las cosas que nos son antipáticas las tratamos sin hiel, a pesar que este condimento está a la orden del día para la confección de los escritos, como lo está para la confección de los guisados de nuestras cocineras el detestable azafrán, sucediéndoles a los que escriben como a las que guisan, que sin lograr al servirse de su condimento poner los escritos ni los guisados bonitos, les dan un repugnante paladar. En una sola cosa no transigimos y es en las cosas de religión, puesto que la eterna verdad dijo: el que no está conmigo está contra mí; admirable y concisa regla como todas las que salieron de aquellos divinos labios, pulverizando en su sentido la tolerancia en punto a cosas de Dios, y en su concisión todas las fraseologías. Adquiriremos con esto el epíteto de fanático; a mucha honra lo tenemos. El que echó ese epíteto como baldón a los católicos, es mal intencionado o ignorante. Es lo primero,   —132→   si sabe el sentido de la voz y sabiéndolo lo aplica; y es ignorante si lo dice sin conocer el sentido de la voz que el diccionario define así:

Fanático: el que defiendo con tenacidad y furor opiniones erradas en materia de religión.

No siendo erradas las opiniones ni defendidas con furor, no es aplicable la palabra fanatismo al católico ferviente. Lo que a la palabra fanático se puede aplicar a la de superstición de la que dice Balzac: se sabe que en el lenguaje de los liberales se llama superstición toda religión, es decir, toda creencia en un poder y de una ley superior.

Necesaria era esta digresión para que más de cuatro neutrales a quien las voces fanatismo y superstición erizan los cabellos, y que no se toman el trabajo de desentrañar ni su sentido ni su aplicación, supiesen lo uno y lo otro. El medio era, puesto que los neutrales no leen buenos libros religiosos, hacer aparecer esta verdad en una novela a imitación de las floristas de París, que, al hacer un ramo de flores contrahechas, ponen con un brillante una gota de rocío del cielo sobre una rosa de poco valor.

Cerremos este paréntesis, tamaño como el cuarto creciente y el cuarto menguante de la luna. No vamos, pues, a pintar los millonarios respetables y honrados, los que hacen un digno uso de sus caudales, como conocemos y veneramos a muchos, a la par que los pobres los bendicen y el público los aplaude. Dejamos a la envidia, que nada puede ver   —133→   sobresalir, sacudir sus palos de ciego. Apreciamos a todo aquel a quien la suerte favoreció, sin haber tenido que obtener sus favores por infamias. Dios nos libre de echar anatema sobre el que hace suerte: eso sería tan malévolo como injusto y ridículo.

El tipo que vamos a delinear, es aquel que, salido del polvo de malos lugares, sin educación, sin principios, sin conciencia, sin honor y hasta sin vergüenza (este último lazo por el que pertenece un hombre a la sociedad), sin más Dios que la codicia, ni más ambición que la de atesorar, dando de barato su buen nombre, la dignidad, la opinión ajena, sin reparar en medios, llega al apogeo de la riqueza por caminos bajos, ilícitos y criminales. Este ente, odioso que amalgama admirablemente los vicios de ambas clases, los del pobre y los del rico, es una plaga que sale de la zupia de las revoluciones, o bien de la confusión de ideas y de delitos de las guerras civiles, o bien del caos de los desórdenes, o de los misterios de la impunidad vagabunda en todos países, y que se alza con frente impávida al desprecio, guarecido contra la reprobación con su escudo de oro.

El millonario de este jaez, por lo regular es feo: pero por lo regular también se le da un bledo de serlo; comprende la idolatría del becerro de oro, pero no concibe la de Narciso.

El millonario padece (además de otros achaques) unas calenturas intermitentes contra las cuales nada puede la quinina. Cuando le entra el acceso de calor,   —134→   se desemboza, se estira, bufa, hace sonar el dinero en el bolsillo, y está pronto a pagar seis maravedís a un muchacho para que le escriba con tiza en la espalda: este señor tiene un millón de duros. Poco después le entra la reacción, el frío: se encoje, se echa a temblar al ruido que él mismo ha metido, se arropa y pone a llorar miserias, dando diente con diente y pronosticando a su mujer e hijos que pedirán limosna. Da un día un festín de Heliogábalo: al día siguiente toma él mismo la cuenta de la plaza, suprimiendo cuanto no sea el cocido, como lujo superfluo.

El millonario se ofende de que le digan rico y se indigna de que le crean pobre; quiere gozar de un crédito ilimitado, y quiere pasar por no tener un cuarto, como la vieja que quería sacar a la lotería sin haber puesto.

El millonario está revestido de negativas como el erizo de púas; cree el no su derecho y propiedad exclusiva: el no es inherente a sus labios como el cigarro habano. El no, al revés del peso duro, le parece objeto de exportación y no de introducción; género ilícito contra el cual no hay aranceles que valgan. Así el que se atreve a dar un no a un millonario comete un delito de leso-millón.

El millonario goza rara vez de su millón: pero como el virtuoso goza con la conciencia de serlo, el millonario goza a su ejemplo con la conciencia de serlo.

  —135→  

Para este millonario los mandamientos se encierran en dos: tomar y no dar.

El millonario tiene un problema que nunca acaba de resolver, y es a cual ha de despreciar más: si a un artista o a un noble, a un poeta o a un militar, a un deudor o a un facineroso, y entre las acciones de Judas, si la de vender a su Señor, o la de tirar después el dinero.

El millonario no comprende la dignidad del hombre, pero sí mucho la del dinero.

El millonario no se incomoda ni sale de su paso ni por la madre que lo parió, pero no quedará en zagas de Diógenes para decirle a un Alejandro que se le quite de delante.

El millonario ha oído hablar de generosidad, y la cree de buena fe vicio de pobre.

El millonario considera el orgullo inherente al dinero como su sonido metálico.

El millonario tiene dos ideales a los que compondría versos si supiese, y son su yo; y las letras de Rothschild.

Concluiremos este bosquejo con una última pincelada: para el millonario de este jaez hizo la Roche-Foucauld aquella inconcebible y atroz máxima que hay en nosotros algo, que goza en las desgracias ajenas... pues el millonario goza en la ruina de otros.

Ahora, pues, que hemos colocado a D. Roque en su nueva luz, prosigamos nuestro relato:

Todas las nubes del otoño estaban reasumidas en   —136→   la feísima cara de D. Jeremías Tembleque, que, sentado delante de su mesa paticoja, frente a su tintero de peltre, sumaba, restaba, multiplicaba, y cada número añadía una arruga más a su frente.

Llamaron a la puerta:

-Bonifacio, Bonifacio, -gritó el amo de la casa a su negro-, no abras sin saber antes a quién.

-Es D. Roque, -mi amo-, respondió el negro.

Efectivamente, subía el millonario aquella escalera entapizada de lamparones de aceite, y combatía con el humo de su puro aquel ambiente que no lo era.

-Perdido estoy, compadre, -exclamó D. Jeremías al verlo entrar-, y si Vd. no me saca de este apuro, de este conflicto, no sé que será de mí.

-¡Vd. apuros! -repuso D. Roque-, ¡por vía de los gatos! ¡Vd. que no ha tocado sus réditos caídos en el banco de Francia desde diez años! Pero sea el que fuere su apuro de Vd., yo no puedo sacar a nadie de apuros, porque en estos tiempos cada cual tiene que rascarse con sus propias uñas. ¿Qué hay, pues, compadre Angustias?

D. Jeremías se levantó y fue a cerrar la puerta asegurándose de que no podría oírle su negro; hizo sentar a D. Roque en su sofá de hojas de maíz, se sentó a su lado, y dejando al vegetal el tiempo suficiente para acallar sus murmullos, que a medida que había envejecido se habían hecho más ásperos y chillones, dijo acercándose al oído de su compadre.

  —137→  

-He recibido los sesenta mil duros que me quedaban por allá y que me han quitado sesenta mil noches de sueño.

-¡Droga! Compadre, ¿y este es el apuro?

-¡No, no es ese, sino que en primer lugar el cambio me cuesta un sentido, y lo otro, compadre!.., ¡Que no sé que hacer con ellos!

-Póngalos Vd. en el banco.

-¡Un demonio! ¡Colgar todo a un clavo! No, no, eso no; no tengo la manía de los bancos como Vd. ¡Quien tiene la experiencia de Nueva-York!... ¡¡¡Ya, ya sé lo que es!!!

Al decir esto hizo D. Jeremías un movimiento tan brusco y trágico, que las hojas de maíz se pusieron a murmurar en coro de la poca consideración con que se les trataba.

-Pero en el banco de Francia no le ha ido a Vd. tan mal, compadre, -dijo D, Roque-; los fondos han subido, el crédito y riqueza de la Francia crece por días.

-Amigo, lo que no sucede en diez años, sucede en un día; no quiero más bancos, y se acabó la fiesta. Compadre, ya sé que es Vd. un hijo de la dicha y que apalea el dinero; así solo en Vd. tengo confianza, tome Vd. ese dinero.

-¡Yo! ¿Pues si no sé que hacer con el mío?

-Compadre, se lo doy a Vd. sin ejemplar, sin hipotecas.

-No lo quiero, no tomo dinero.

-Compadre, a miserables ocho por ciento.

  —138→  

-Ni que Vd. lo piense.

-Compadre, al seis.

-No puede ser.

-Compadre, al cinco y medio.

-Que no.

-Compadre, al cinco.

-Ni de balde.

-Al cinco, compadre, eso es sacar a la lotería.

-¿Hablo griego, mi amigo? ¿No le digo a Vd. que no, no, y no? ¿Cómo quiere Vd. que se lo diga, cantado, llorado o rezado? ¡Droga!

-¡Compadre, Vd. quiere mi ruina! -exclamó indignado D. Jeremías, que por una de esas manías o agüeros de los avaros, sólo en las manos de su afortunado compadre consideraba su dinero seguro-. Yo, que pensaba dejar a su hija de Vd. en mi testamento seis onzas; ¡ni un cuarto le dejaré! -añadió con arrogancia, dejándose caer con el orgullo y aire de taco de una venganza satisfecha sobre uno de los cojines de los lados del sofá.

Un coro subterráneo parecido al de los malignos espíritus en la ópera de Roberto el Diablo sonó en las profundidades del mencionado cojín. D. Jeremías ya exaltado y dispuesto al despotismo, dio sobre él un vigoroso puñetazo; las hojas callaron, como obedeciendo al gran mal espíritu de su amo.

D. Roque soltó una carcajada con toda la impertinencia y sonido agrio metálico de los millones.

-¿Para qué necesita mi hija, -dijo-, la gran miseria   —139→   de las seis onzas de Vd.? Cuatro veces más he gastado yo ahora poco en Madrid en obsequiar a las señoras de un amigo mío.

-Cuando Vd. lo hizo cuenta le tendría; vamos, vamos, compadre, no escupa Vd. tanto por el colmillo que nos conocemos de atrás: Vd. toma mis sesenta mil duros, o perdemos las amistades; y puede Vd. ir buscando otro para encargarle aquí de sus trapisondas, y servirle de testaferro.

-Vamos, vamos, -dijo D. Roque que alarmó más esta amenaza de D. Jeremías, que no la de desheredar a su hija-; vamos, no se amostace Vd. que se va Vd. haciendo más gruñón que su sofá.

-Pues tome Vd. mis sesenta mil duros, con sesenta mil demonios encima.

-Veremos.

-Nada de veremos, que eso dijo el ciego y nunca vio. Las letras van a cumplir y no tengo donde meter el dinero. No tengo caja de hierro, añadió angustiándose a medida que iba hablando, abriendo los ojos y arqueando las cejas progresivamente, y echándose a temblar de tal suerte, que las hojas de maíz se echaron a reír ruidosamente. Vivo solo, solo con ese animal que podría robarme, asesinarme; la casa no es segura, el barrio es malo, los vecinos me quieren mal, las paredes tienen oídos, los ladrones son osados. ¡Oh, oh! ¡Yo tener dinero en casa! No, no, no.

-Bien, bien, -dijo D. Roque, a quien el estado casi convulso de su amigo no dio lástima, pero que reflexionó,   —140→   sería para él el tomar ese dinero un excelente negocio-: vamos, vengan esas letras, las tomaré para hacer a Vd. ese favor, e impedirle que se muera de miedo: pero compadre, Roque la Piedra no toma dinero a más de un cuatro, es contra su crédito.

D. Jeremías dando saltos en su sofá puso los gritos en el cielo y con él las hojas de maíz, pero no hubo tu tía; después del , volviose a entronizar y a enseñorear el no en los labios del millonario, con un nuevo cigarro habano que encendió en la elegante copilla de Medina que con sus diez abriles, contradecía el común adagio de frágil como barro. En una hora que tuvieron los dos compadres de discusión a dúo de bajo y contrabajo coreado por las hojas de maíz, no se adelantó nada, nada; ni más ni menos que en una sesión de... cualesquier cosa. Ni un cuartillo subió don Roque de sus 4 por 100, por más que plagueó don Jeremías y gimieron las hojas de maíz. Pero la antipatía a los bancos, el pánico a negocios, el horror a fincar, el frenesí que le entraba solo con la idea de meter el dinero en su casa, la supersticiosa fe en la estrella de su compadre obligaron a D. Jeremías, llorando y murmurando en compañía de su sofá a poner su dinero en manos de D. Roque.

Don Roque, al tomar el dinero de su compadre, había echado sus cuentas como lo veremos.

Había seguido este señor visitando con mucha frecuencia la casa de la Marquesa, en la que era perfectamente recibido, pues esta, como mujer de mundo,   —141→   sabía disimular todo el alejamiento que le inspiraba ese hombre soez y vulgar.

Algunos días antes, había tenido una entrevista particular, en la que se había arreglado el asunto que D. Domingo Osorio había indicado a su amiga para salir de apuros. Pero ni la hermosura, ni la amabilidad, ni la situación apurada de aquella honrada y noble mujer, ni aun las grandes seguridades que le daba el buen caudal de Reina, bastaron para haber hecho perder de vista a D. Roque por un momento su codicia, ni para hacerle ceder un ápice de sus exigencias. Ni el talento, ni la gracia de la Marquesa, pudieron impedir se hiciese el arreglo sobre unas bases muy perjudiciales para ella. Pero al hallarse entre el embargo y las condiciones que le puso D. Roque, tuvo que escoger la menos cruel de estas alternativas, esto es, la que, defraudando sus intereses, al menos no lastimaba su decoro. D. Roque dio a la Marquesa treinta mil duros al moderado precio de diez por ciento por hacerla favor. Pero, para eso, no siendo posible al buen padre comprometer los intereses de su hija, la Marquesa como tutora y curadora de la suya, tuvo que hipotecarla un cortijo que valía ochenta mil. Exigió además el prestamista que, para hipotecarlo, constase dicho cortijo en la parte libre del mayorazgo, para lo cual se tuvo que hacer la partición del caudal, gasto inútil no habiendo más heredera que Reina, gasto que tuvo que sufragar la Marquesa. Ítem más: quedo hipotecada y embargada la renta de dicho cortijo para el pago de   —142→   los premios del dinero. Este era el gran favor que dispensando protección, había hecho D. Roque la Piedra a la Marquesa de Alocaz. Para completar la satisfacción de este señor, dejaba en Sevilla a su hija, que quería poco, alejándola de Cádiz, en donde siendo conocida su riqueza y el especular cosa más corriente que tierra adentro, no dejarían de presentarse pretendientes a ella.

Es de advertir que el casamiento de su hija era la nube negra de aquel brillante horizonte; porque Lágrimas no solo había heredado de su madre los cien mil duros que llevó en dote, sino otros cien mil que le tocaban de los gananciales hechos durante la vida de aquella, en compañía de su suegro; de todo esto llevaba este último estrecha cuenta en favor de su nieta. Aunque D. Roque había llegado a ser más que millonario, doscientos mil duros son un bocado gordo aun para un millonario, cuanto más para aquel que mira con profundo respeto dos pesetas, considerándolas como la primera piedra (como él decía), sobre la que se labra un caudal de un millón. Como al casar a Lágrimas tenía que entregarlos, era el casamiento de esta la pesadilla que solía turbar sus dorados sueños.



  —143→  

ArribaAbajoCapítulo XIII

OCTUBRE, 1846


Si alguien hubiera querido pintar un cuarto revuelto, así como se pinta una mesa revuelta, habría podido servirle de modelo una sala que se hallaba situada en el primer piso de una casa de pupilos de Sevilla, en la calle de San Eloy. Con nada podía compararse mejor que con el campo de Agramante en que se hubiesen batido a muerte los numerosos soldados de la ciencia, con los no menos numerosos de la moda.

Aquí yacía en el suelo una botella de aceite de Macasar, habiendo perdido hasta la última gota de su sangre. Un diccionario latino mostraba sus mutiladas entrañas, con algunas manchas de negra gangrena. Un frac con el cuello inclinado y los brazos pendientes,   —144→   estaba desmayado sobre una silla hospitalaria. Algunos libros quizás cobardes o afiliados en las sociedades de la paz, habían huido y se apiñaban en una rinconera.

Sobre la mesa mostraba un tintero su negra boca, y parecía un mortero cuyos fuegos se hubiesen apagado; a su lado estaban las plumas caídas como estandartes vencidos. El Derecho real de España había recibido la descarga de un bote de la exquisita agua de lavanda que se fabrica en Sevilla, en la plazuela de San Vicente. La constitución era oprimida por un pícaro reaccionario tarro de pomada de mil flores, y algunos guantes daban voces por su cuartel de inválidos.

Eran las seis de la tarde, y se ocupaban en ese cuarto tres jóvenes en hacer su tocador.

Era el uno en extremo alto y bastante grueso; tenía hermosas y simétricas facciones, grandes ojos pardos abiertos de par en par, como su corazón que era franco, noble y bondadoso. No se hubiese encontrado otro que tuviese una idea más alta de sí mismo con la mejor fe del mundo, y sin tener por eso orgullo. Quería a sus amigos con la más sincera benevolencia, sin por eso dejar de tratarlos con superioridad inaudita; pero era esta tan bonaza e inofensiva, que no hería, porque siempre al través de sus jactancias y de su prosopopeya se traslucía su hermoso corazón, como la luz del sol a través de los nublados. Era aplicado, pero tenía falta de memoria y un singular   —145→   don de equivocarse, de lo que resultaba que decía mil disparates, y una vez dichos, los sostenía con una imperturbable y fatua suficiencia, aunque fuese contra las personas más autorizadas. Tenía en su cabeza un gran mixtiforis de ideas, y no se cuidaba ni de digerirlas ni de clasificarlas. Así es, que solía lanzar, sin pararse a reflexionar, algunas proposiciones sui generis que dejaban estupefacto a quienes las oían, sin hacer esto retroceder un paso al que las decía en su decisión, ni hacerlo perder su constante gravedad e inamovible aplomo. Llamábase Marcial.

El otro era alto, delgado, bien formado y airoso; sus maneras eran medidas y elegantes, porque la elegancia era en él genuina, le era añeja como su corriente al arroyo. Tenía la cara fina y menuda; sus ojos graciosos que siempre interrogaban y nunca respondían, eran sombreados de espesas y bien dibujadas cejas; una poblada y rizada cabellera rodeaba su frente angosta; su sonrisa tenía todo lo agradable de un delicado agridulce. Era este uno de esos hombres reconcentrados, cuyo interior está herméticamente cerrado, y en los que nada hay espontáneo sino la reserva. Aunque muy joven, miraba la vida con los espejuelos de la ancianidad, buscando en ella la felicidad, no del modo negativo del filósofo, ni a la manera material del epicúreo, ni del modo espiritual del cristiano, ni en la aureola del poder, ni en la embriaguez de la gloria; pero la buscaba firme, positiva,   —146→   duradera y bella bastante para llenar su vida y satisfacer su corazón. Era su entendimiento observador, incisivo, sarcástico, a veces duro, pero siempre penetrante, claro y sereno. Este se llamaba Genaro.

El tercero de estos jóvenes, de mediana estatura, ni era hermoso como el primero, ni bonito como el segundo; pero tenía uno de esos conjuntos simpáticos, de esas figuras que no llaman la atención, pero que mientras más se ven más gustan. Nada en él admiraba y todo agradaba. Veíase en su cara alegre y risueña esa superabundancia de savia que en la juventud bulle y cría flores, y que más adelante obra y da fruto. En su mirada inteligente y a veces distraída se notaba el sello de los hombres superiores, pero cuya superioridad, de que no se dan cuenta, que no rige la voluntad ni estimula la ambición, anda vagando como las willis sin objeto ni misión, y que sin el estímulo de la ambición ni del egoísmo, brotan y florecen cuando el tiempo las ha madurado y las circunstancias han descorrido el velo a su lugar de acción. Llamábase Fabián, y era en esta época la alegre aurora de un hermoso día con su aire puro, el canto de sus pájaros y la ausencia del ruido de la vida práctica. Acodado en la mesa leía y escribía alternativamente. Los otros dos estaban frente de sus espejos. Eran los tres de nobles y distinguidas casas de Extremadura.

-¡Pues no es, -dijo Marcial, apretándose la hebilla de sus pantalones-, para darse a todos los diablos el   —147→   ver con la insolencia que se va redondeando mi barriga! Verán Vds. como me va a echar a perder mi talle esbelto. ¿No es verdad, Genaro, querido Maquiavelo, que tengo el talle esbelto? ¿No parezco una palma del Líbano?

-En el Líbano hay cedros, -contestó Genaro-: las palmas son del desierto; y los alcornoques de tu pueblo.

-Las palmas son del Líbano, -afirmó Marcial con su acostumbrado atrevimiento y aplomo. Y eso, prosiguió volviendo a su tema, que no tengo más que veinte y cuatro años, los mismos que tú, y uno más que Fabián. Pero tú, Fabián, padre Dauro, manso río, (así llamaba Marcial a Fabián por su suave carácter, desde que leyó las poesías de Martínez de la Rosa), ¿qué haces ahí? ¿Y por qué no vienes a cubrir como nosotros nuestra mísera humanidad con estos atavíos de las bellas artes?

-Objetos de tocador no pertenecen a las bellas artes, -dijo Fabián-, pero tú, Marcial, adoras la retumbancia.

-Pertenecen a las bellas artes, -afirmó Marcial.

Los otros se callaron como tenían de costumbre, cuando Marcial, con voz estentórea, lanzaba uno de sus axiomas, que ellos dejaban rodar cual proyectil inofensivo.

-¿Qué haces? -prosiguió-: ¿Acaso versos a una Filis que no los sepa leer?

-No. Traduzco la oda de Lamartine, a la lámpara   —148→   del templo. Oye esta estrofa a ver que te parece:


    Y en esa lumbre aérea, me agrada
suspender mis miradas langorosas,
y les digo: tal vez sin saber nada,
vosotras hacéis bien, luces piadosas.
De inmensa creación en el destino
quizás esa partícula brillante
imita ante su trono de contino
la adoración eterna e incesante6.



-Lo que me parece, manso Dauro, -dijo Marcial-, es que el traducir es cosa muy fácil.

-¡Fácil traducir poesía! Sólo tú eres capaz de sostener semejante despropósito, -exclamó Fabián.

-Y de probarlo, -prosiguió Marcial-; mi padre estuvo prisionero en Francia cuando la guerra de la Independencia, y aprendió allí una canción que tarareaba siempre. La aprendí y la he traducido; y lo que es más, en el mismísimo metro, de suerte que la canto en la misma tonada. ¿Y esa?

-Gratifícanos con esa obra maestra de tu ingenio, -dijo Fabián.

Marcial se puso a cantar;


    Si el Rey me quisiera dar
Madrid su gran villa,
obligándome a dejar
por eso a Sevilla,
—149→
le diría al rey así:
no quiero vuestro Madrid,
prefiero a Sevilla, sí,
prefiero a Sevilla.



Genaro y Fabián se ahogaban de risa.

-¡Envidia! -dijo Marcial anudando su corbata-, mejor harías, padre Dauro, manso río, en nutrirte como yo de nuestros buenos poetas españoles. Yo he leído y sé de memoria las mil comedias de Calderón.

-Son trescientas y tantas, -observó Fabián.

-Son mil, -sostuvo Marcial.

-Ya veo, -dijo Fabián-, que fundas tu ambición en ser el primer literato y bibliófilo de España.

-Te engañas, manso río, si crees que fundo mi ambición en cosa tan mezquina. No hubiese dicho eso este Maquiavelo que tiene penetración y una facilidad y gracia para anudarse la corbata que le envidio. Yo, hijo mío, no soy un río tan manso como tú, soy un torrente y quiero meter ruido, mucho ruido: el ruido me es simpático. Toda cosa grande hace ruido. Quiero ser diputado y hacer grandes discursos que se pongan en letras de molde en todos los papeles. El discurso del señor Marcial, dirán, (si es que aun no he heredado título, lo que Dios no permita), que habla con tanta soltura como energía, conmovió al congreso, electrizó a las tribunas, consternó a los exaltados: no envidia ya Madrid a Atenas su Demóstenes. Soy capaz, por adquirir fama, de quemar el Escorial, como quemó Eróstrato el templo de Venus.

  —150→  

-Fue el de Diana, -rectificó Fabián.

-El de Venus, -afirmó Marcial-. Oye, Genaro, ¿cuál es tu ambición?

-Yo quiero, -respondió este-, una posición honorífica, feliz y estable con ruido o sin él.

-¡Vegetar! -exclamó Marcial-, ¡Cruzarse de brazos cuando peligra la sociedad! Quita allá, verdadero tipo del moderado de provincia que quiere que todo se lo den hecho. Y tú, mi manso Dauro, ¿cuáles son tus miras? ¿Qué quieres?

-¿Yo? -contestó Fabián-, Nada.

-Un Lazaroni romano, -exclamó Marcial-, mira qué carrera para quien no tiene un mayorazgo.

-Los lazaronis son napolitanos, -observó Fabián.

-Romanos, -sostuvo Marcial-. ¡Ay, amigos! -añadió poniéndose el chaleco y observando lo vacío de sus bolsillos-: ¿cuál de Vds. me presta algún dinero?

-¿Prestarte a ti? ¿Yo? -dijo Fabián-, ¡yo que tengo un bolsillo que lo sucede lo que a tu barriga en sentido inverso, a ti, tan rico! ¿Te burlas, Marcial?

-Rico, es decir que mi padre lo es, diez dehesas, a cual mejor, ocho molinos, montes, haciendas, ganados como un patriarca, pesetas como un bolsista: pero ¿qué me sirve a mí, si no quiere ese padre avaro salir de los dos mil reales mensuales que me envía?

-Debían bastarte, -dijo Genaro-, a mí con la mitad que tengo me alcanza y me luce más que a ti.

-Verdad es, -repuso Marcial-, pero sepan ustedes,   —151→   añadió con jactancia, que esta noche pasada he jugado y he perdido hasta el último real, y eso que mi madre me envió anteayer extrajudicialmente tres mil reales, ciento cincuenta duros, que se fueron unos tras otros como otros tantos carneros.

-¡Jugado! -exclamaron a un tiempo sus dos amigos con aire de desdén.

-Sí, jugado, ¿y bien? En mi borrascosa juventud quiero regalarme de todos los vicios, con la intrepidez de D. Juan ¿Ignoráis acaso que tengo azogue en la cabeza y alquitrán en las venas, como se dice en la moderna escuela literaria francesa? Quiero ser el más pródigo de los hijos y que después me reciba mi padre en sus brazos y mate un ternero, o un cerdo, lo mismo me da. ¿No os parece esta idea acalaverada, de caballero de buena ley? El caballerismo, como lo entendía el caballero de la Mancha, es cosa de mal gusto y de mal tono. Hacer de una Maritornes una Dulcinea, ¡qué inocente! Es mucho más del día y más cómodo hacer de una Dulcinea una Maritornes. Esta ancha Castilla que me he propuesto dar a mis fogosas e indomables pasiones (siempre con el propósito de enmendarme), tiene de romántico por ser a lo Byron, y de clásico por lo de la Biblia.

-La Escritura santa no pertenece a ningún género de literatura, observó Fabián.

-Es clásica, -afirmó Marcial-, con las notas más graves de su estentórea voz.

-Yo no juego, -dijo Genaro-, soy más razonable,   —152→   más delicado y sibarita en la elección de mis placeres y de mis pasatiempos.

-Lo que tú eres, -repuso Marcial-, es un hipocritón; además, ni tienes mis pasiones volcánicas, ni mi fuerza de alma para levantar tu frente serena, apacible y tranquila ante la reprobación.

-Don Pleonasmo, se te olvidó impasible, -dijo Fabián.

-Quiero, -prosiguió Marcial cada vez más exaltado-, seducir a unas cuantas chicas; lo malo es que no se dejan seducir, saben más que las culebras. La inocencia bien hizo Reinoso en llorarla perdida. La candidez bien hizo Meléndez en buscarla en Italia.

-En Arcadia, -enmendó Fabián.

-¡En Italia! -sostuvo Marcial-. Tú, padre Dauro, que te nutres de la miel hiblea y bebes de la dulce Hipocrene, eres inofensivo, pero sosito. Mas a pesar de eso os quiero a ambos: somos tres en uno; somos los tres Gracios, los tres Parcos...

-¡Parco tú! -exclamó Genaro-, tú que tienes la despensa atestada de los chorizos y jamones que te envía tu madre.

-Por supuesto: os he dicho que me quiero echar a todos los excesos; quiero ser otro D. Miguel de Mañara, sólo que cuando me recoja a buen vivir, en vista de que el fundar hospitales como hizo aquel, no tiene actualidad, fundaré en mi pueblo un casino. ¿No os arrastra mi ejemplo?

-No, hijo mío, -respondió Genaro-, las calaveradas   —153→   desacreditan; la buena fama es un pedestal.

-Los excesos me repugnan, -opinó Fabián-, como el olor de una taberna, como la atmósfera de una zahúrda, como el vapor de una sentina.

-¡Oh! Padre Dauro, manso río, -exclamó Marcial-, ¡qué no te pueda yo sacar de madre! Pero vístete, pesado, que nos estarán echando menos las muchachas en el Duque. Genaro, me parece inclinas mucho a la perla, como la nombra Fabián. ¿Por qué la nombras así, manso río?

-Porque se llama Lágrimas, y estas son las perlas del corazón, y porque es además una perla. Dios quiera, Genaro, que la sepas apreciar como lo hubiese hecho yo.

-Estos poetas, -exclamó Marcial-, siempre lloran por lo que queda. Pues ¿no eres el más feliz de los mortales con captarte la atención y recibir preferencias de Flora, esa rubia Feba, que parece una azucena engarzada en oro? ¡Qué bonito pensamiento! No me lo plagies, manso río.

-No temas, -respondió riéndose Fabián-, ni yo, ni ningún platero aprovecharemos tu idea.

-Pero ambas, -prosiguió Marcial-, Flora, la blanca azucena, y Lágrimas, la humilde violeta, pasan desapercibidas al lado de aquella, que es reina de las flores, y reina de cuanto hay. Se me figura que le gustan los calaveras; ¿qué te parece, Genaro, tú, qué observas?

-Me parece que sí, respondió éste.

  —154→  

-Sí, sí, -prosiguió Marcial-, he notado que desde que he tomado los aires de tronera, le hago más gracia.

-No te ilusiones, Marcial, -le dijo Fabián-, Reina no te quiere.

-¿Pues a quién quiere? -preguntó Marcial volviéndose tan bruscamente que echó una silla al suelo.

-No lo sé, pero no es a ti.

-¿Cómo lo sabes, Don Oráculo?

-Como sé que es de día, porque lo veo; y mira, querido, que la desilusión, con el cólera y la demagogia son las plagas de este siglo.

-Pero, ¿quién ha de querer competir conmigo? Vds. además de estar enamorados, nunca les pasaría por la imaginación el quererme hacer mal tercio, puesto que yo no había de tener la magnanimidad de Foción.

-De Escipión, -observó Genaro.

-De Foción, -repitió Marcial-. Yo que le he compuesto unos versos. Esos si que son originales y castizos.

-Otorgo lo primero y pongo en duda lo segundo, -dijo Fabián-. Pero vamos, recítanos esa composición que desde hace quince días te trae a mal traer.

-¿Para que me robes mis conceptos? -objetó Marcial.

-Te doy mi palabra que no lo haré.

  —155→  

Marcial, que estaba rabiando por lucir su composición, la recitó pomposamente:


    Reina de los corazones,
infundes tanta lealtad,
que tus vasallos se oponen
a que les des libertad.
   Esta extraña anomalía
en este siglo de luces,
a tus ojos es debida,
con que a las luces desluces.



-¿Me querrán Vds. decir por qué se ríen tanto? -preguntó Marcial a sus amigos cuando hubo concluido la lectura de sus versos

-Por la gracia que me han hecho, -respondió Genaro-: son preciosos, conceptuosos, agudos. Quevedo te los envidiaría. ¡Qué oportuno retruécano!

-¿Y a ti qué te parecen, Fabián? -preguntó Marcial-, tú que eres el tu autem de la lira andaluza.

-Los más malos entre los muchos malos que has hecho, Marcial; pésimos, ridículos.

-¡Envidia! -dijo Marcial-; envidia, manso río, porque no puedes ser torrente.

-Oye, Marcial, -dijo Genaro-; ¿quién es ese íntimo nuevo que te has echado que parece un arenque curado?

-¡Oh! Un guapo chico.

-Pero ¿quién es?

  —156→  

-¿Quién es? ¡Qué sé yo?

-Pero ¿cómo se llama?

-Tiburcio Cívico.

-¡Ay, qué nombre! -exclamaron los otros.

-El nombre es fatal, no lo niego, -contestó Marcial-; no he podido hallarle una rima a Tiburcio.

-Mira, Marcial, -dijo Genaro-, que era el más vano de los tres; te aconsejo que no andes mucho con ese don Nadie; parecen Vds. la torre de Oro y una caña de bracero. Rabias por formar relaciones nuevas: acuérdate de aquello de dime con quién andas te diré quién eres.

-Amigo, el que quiere ser diputado como yo, tiene que popularizarse. ¡Malditas carnes! -añadió abrochándose el frac-; ¡más enemigas aun del cuerpo que del alma! Si aguardase esta barriga a presentarse cuando yo fuese diputado, ¡anda con Dios! En el congreso haría bien. Me daría un aire de Don Mamerto Peel.

-Roberto, -dijo Fabián.

-Mamerto, -afirmó Marcial.

-¿Pero que imán tiene para ti ese desconocido enteco? -preguntó Genaro.

-Pierdes en eso tu tiempo, -dijo Fabián-, no perdiendo él poco en los esfuerzos que hacía para ponerse unos guantes la mitad más chicos que su mano.

Al salir a la calle encontraron a un chiquillo parado en medio del zaguán. Sin desviar la dirección   —157→   de su marcha, Marcial que iba en medio de los tres, entreabrió sus largas piernas y pasó por encima del chiquillo, sin salir de su aire grave ni decir más que «¡insecto!».

El insecto se quedó estático al ver pasar por encima de su cabeza aquel coloso de Rodas.



  —158→  

ArribaAbajoCapítulo XIV

OCTUBRE, 1846


Aquella misma tarde estaban en el balcón que caía al hermoso jardín de la marquesa de Alocaz, tres jóvenes que se esforzaban en cubrir con sus flores y ramas, las enredaderas, como si el jardín quisiese ocultar con un velo verde sus más bellas flores.

Vuelta de espalda, puestas las manos sobre el barandal y apoyada en ella su cintura, descollaba la más alta de las tres, luciendo en esta posición toda la gallardía, riqueza y perfección de formas de su persona. Caían desde su cintura hasta el suelo los anchos y ricos pliegues que formaba la seda de moaré azul turquí de su vestido. Un camisolín de encaje cubría su cuello, y estaba sujeto sobre su pecho por un   —159→   gran alfiler de oro y esmalte. Su cabello castaño oscuro formaba cortinas ahuecadas, y coronaba su frente una ferroniere, que tan bien sienta a las frentes altas, a los perfiles de marcados y severos contornos, y a las caras pálidas.

Frente de ésta, estaba otra joven de mediana estatura, que si bien apoyaba su hombro en el quicio de la puerta de la sala, cambiaba tan a menudo de postura, que no se la podía señalar ninguna determinada.

Era blanca y rosada, rubia, cosa poco común en Andalucía, y que por lo tanto tiene en las bonitas toda la delicadeza y distinción de las flores exóticas. Sus ojos azules eran graciosos, vivos, maliciosos y dulces a un tiempo, como lo era su dueña. Su boca, que era semejante a una fresa, siempre risueña, dejaba ver una magnífica sarta de perlas que brillaban constantemente con el reflejo de la luz y de la alegría. Vestía un traje de tafetán verde, y unían su camisolín de gasa sobre su pecho, tres lazos de cinta de color de rosa, teniendo el último, que estaba colocado sobre la punta de la cotilla, dos largos cabos tan movibles a los impulsos del aire, como lo era su dueña a los de su alegre actividad. Pendían a ambos lados de su fina cara los largos tirabuzones casi desrizados que dan tanta dulzura al semblante. A cada lado de su ancho rodete, había colocado un lazo color de rosa que parecía infundirle al oído con su voz de seda, ideas de su color. Era esta, Flora de Osorio, sobrina   —160→   del íntimo amigo de la Marquesa, D. Domingo Osorio, parienta e inseparable compañera de Reina.

Apoyada sobre el barandal del balcón, el codo puesto sobre la meseta, y la cara descansando en su mano, miraba la tercera de estas jóvenes tristemente al cielo. Era pequeña y en extremo delgada. Vestia un traje de lino lila y blanco, de hechura de saco y cruzado por delante. Un grueso cordón le sujetaba al talle, y las borlas que lo terminaban haciendo peso, le daban la forma de punta que ordena la moda sin ayuda de ballenas, cuya dureza, por poca que fuese, no podía soportar aquel cuerpo débil y delicado. Su cabello negro formaba sin pretensiones unas cortinas achatadas que, pasando debajo de la oreja, se unían al magnífico rodete que formaba su cabello, cuya abundancia y fuerza era un vicio orgánico, como suele suceder en naturalezas débiles.

-¡Qué ingrata eres con Marcial! Reina, -dijo la de los moños rosa-, y eso que es un novio de los pocos, un novio pintiparado, tenlo por seguro, porque mi madre lo celebra y esto es señal infalible y patente segura de buen novio; y eso, mujer insensible, que según dice Fabián, te está componiendo unos versos.

-Sea por el amor de Dios, -dijo Reina-, pero hija mía, si los versos toman por asalto los corazones, muy apurado estará el tuyo, porque Fabián...

-Sí, sí, -interrumpió Flora-, en punto a versos es Fabián, lo que es el mes de María en punto a flores,   —161→   le cuesta poco el producirlas; pero no así el pobre Marcial, que se está devanando los sesos.

-¡Qué persistencia en cultivar un terreno que no ha de producir para él sino calabazas! -repuso Reina.

-Marcial quiere enseñarte geografía, ¿sabes?

-¿A mí? Si me hace semejante proposición le enseñaré a tornar la puerta.

-¡Qué ingratitud, Reina! Fabián me quería enseñar a mí el francés. Como yo no me inclinaba a ello, ni tenia disposición, no salimos en un mes de ponchu, que quiere decir: buenos días. Como que el ponchu me salía ya por encima de los cabellos, le dije que para variar me enseñara el latín, que de ese al fin algo sé, como es el dominus tecum y el sursum corda.

-¿Y te lo enseñó? -dijo Reina soltando una carcajada.

-Por suponido. Pero verás lo que hizo ese traidor; me enseñó unos versos que aprendí mucho mejor que no el ponchu, porque se parece más el latín al español que no el francés. Me dijo que quería decir: atended, amad, ángeles bellos, que después de los siglos seréis atendidos y amados. Me pareció esto muy bonito, aunque no lo entendía bien; pero como me sucede otro tanto con muchos versos modernos, no me pareció justo negarles mi aprobación, por ese pequeño inconveniente, tanto más cuanto había oído una traducción de Lamartine, hecha por un amigo de mi hermano que sonaba por el mismo estilo.

Lo aprendí, pues, y lo recitaba como una cotorra   —162→   o por mejor decir, lo declamaba, que ni Matilde Díez lo hubiese hecho mejor. Un día me oyó mi padre, y me preguntó: ¿qué estás ahí diciendo, niña? Yo tan ancha y satisfecha como el cuervo de la fábula a quien le dicen que luzca su voz, abrí mi pico y dije clara y melancólicamente:


    Vivite, bevite, colegiales,
post multa secula pocula nulla.



Pero como al alumbrado de gas que se apaga de repente le sucedió a mi gozo, cuando vi a mi padre fruncir el entrecejo, y decirme que seguramente habría oído eso a mi hermano; pero que si semejantes vaciedades grotescas eran pasaderas en la boca de un estudiante, eran ridículas e indecorosas en boca de una señorita. -Pero, padre, -exclamé consternada-. ¿Me quiere Vd. decir el sentido de esas palabras que yo venía por sublimes? -Me respondió su merced:


    Vivid; bebed, colegiales
que después de los siglos ni se come ni se bebe.



Fue tal mi furor contra ese traidor perverso, que a la noche le declaré que no tenía ni antes ni después de los siglos que volverme a mirar a la cara; y en cuanto a nuestro trato, le declaraba en bueno y decoroso latín que ite misa est. Pero me pidió en prosa y en verso, con manos cruzadas y miradas melancólicas tantos   —163→   perdones, que al fin le concedí uno, por no oír suspiros que ya me iban atacando los nervios.

-Debías haberte mantenido en no perdonarle, -dijo Reina riéndose-, y heredarme en vida la posesión del corazón de Marcial, a quien decididamente pesa y estorba, tal es el empeño que tiene de colocarlo.

-No, hija mía, estoy muy bien avenida con Fabián que ahora me va a enseñar el griego. Pero Lágrimas, -añadió Flora volviéndose a la niña apoyada en el balcón-, ¿qué estás ahí pensando, un poco más callada aun que otras veces?

La niña al oír su nombre tuvo un pequeño estremecimiento nervioso y respondió con dulzura:

-Miraba aquella pequeña nube y pensaba que está tan purpurina por echarle el sol una mirada bajo la cual se ruboriza, como lo haría una pastorcita si la mirase un rey.

-Pues lo que a mí se me ocurre, -dijo Flora mirando la roja nube-, es que si descargase ahora ese nubladito, sería vertiendo una lluvia colorada, y mañana, todo amanecería rojo, empezando por el apacible Betis que parecería un río de sangre y acabando por las narices de Marcial que aparecerían erisipeladas.

-Pues a mí, -dijo Reina-, lo que se me ocurre es, que habrá buen tiempo mañana, que arreboles al Poniente, soles al amaneciente; y tengo mañana que ir a las tiendas y al jubileo que está nada menos que en San Julián.

-Esta Lágrimas, -observó Flora-, vive siempre   —164→   entre las nubes como las estrellas, entre los vientos como las veletas, y en el mar como las perlas: mira hija mía, esto pica en manía, y parece un resto de delirio que tienes cuando te dan las suspensiones en que pierdes el sentido y desbarras.

-Bien podrá ser, -respondió Lágrimas.

-No, no, -intervino Reina-, es el resultado de las fuertes impresiones que ha recibido cuando niña, y es preciso, Flora, distraerla y no combatirla, como dice la madre Socorro.

-¿Sabes, Lágrimas, -dijo Flora, que comprendió la intención de Reina-, que si el asqueroso reptil, nombrado celos, tuviese cabida en mi corazón, que llama Fabián el más puro y más inmaculado de los copos de nieve del Monte Parnaso; ¡ah! No, del Mont Blanc (me confundo con los muchos montes que trae al retortero) pero, como decía, si tuviese cabida en él esa sabandija revolucionaria, sería debido a ti? Porque has de tener entendido que a mi risueño suspirante no le pesaría el ser el paño de esas lágrimas. Su numen poético (que así se llama qué sé yo qué) simpatiza mucho con tus visiones. El otro día al oírme decir el efecto que te causaban y las cosas que dices sobre los vientos y vendavales, te llamó arpa Eolia. Como yo no sabía que especie de instrumento era ese, y si se parecía a la gaita gallega, al bajón o a los palillos, me explicó lo que era. Han de saber Vds. que los alemanes son tan afectos a la música, a las ideas románticas y cosas fantásticas, que inventaron una cosa que   —165→   participaba de las tres, y fue un arpa que colocada en las altas torres de los castillos feudales, sonaba armoniosamente al soplo de los vientos. Llamáronla Eolia, por ser Eolo el padre de los vientos (se me olvidó preguntarle quien era su madre). Ya sabéis vos, que vivís en las más oscuras tinieblas sobre el origen y efectos del arpa Eolia, la ventaja que os llevo escuchando a un caballero estudiante.

-Lo que nada quiere decir, -opinó Reina.

-¡A un poeta!

-Lo que quiere decir renada.

-¡A un ilustrado!

-Lo que significa retenada, -dijo Reina usando ese modismo andaluz poco fino.

-¡Ay Reina! ¡Reina! -exclamó Flora-: ¡qué modo de echarlo todo por tierra! ¿Pues cómo clasificas a Fabián?

-Un hombre instruido, hija mía, lo que las otras tres denominaciones no determinan.

-¿Y cómo clasificas a Marcial, severa jueza?

-¿Marcial? De distinguido en la pesadez, sobresaliente en la retumbancia, notable en lo porfiado.

-¿A Genaro?

-Un cena a oscuras.

-¡Vamos allá, todos quedan lucidos! ¡Reina, Reina, muy empingorotada estás! A todos miras de arriba abajo como el César de la Alameda Vieja. Te lo predigo, torre encumbrada, al primer traspié, caes aplastada.

  —166→  

Reina echó una carcajada y se puso a cantar.

-Flora, -dijo-: ¿no has oído cantar a Lágrimas?

-No, nunca. ¿Canta? No lo extraño. Fabián os llama la perla y el brillante: si tú que eres el brillante, bailas, no es mucho que cante la perla. Vamos, Lágrimas, canta.

-Ni tengo voz, ni sé ninguna canción; -respondió ésta-. ¿No es verdad, Reina?

-Si y no..., tienes poquita voz; pero es dulcísima y melodiosa; no sabes canciones, pero sabes otras cosas que se cantan. No te hagas de rogar, Lágrimas, que no pega eso a tu genio complaciente: estamos solas, así no tendrás cortedad; canta lo que acostumbras cantar, la tonadilla del cuento la flor del Lililá aunque sea cuento de niños, la melodía de las estrofitas es preciosa. Te haré la segunda voz.

La dócil niña se puso a cantar con una voz muy tenue, pero cuya dulzura era incomparable acompañada de la pura y fuerte voz de Reina, que parecía sostener la suya, las estrofas que acaban así:


    Y ten con ellos piedad,
que les tengo perdonado,
¡que es tan dulce perdonar!



-¡Con qué expresión canta! -dijo Flora cuando hubo concluido.

-Es, -dijo Lágrimas-, porque de todas las excelencias   —167→   de Dios, es la que mejor comprendo, el perdón.

-Pues yo, -dijo Reina-, la justicia.

-Pues yo, -añadió Flora-, la de no cansarse de dar. Dar, ese es el placer de los placeres, la felicidad de las felicidades.

-¡Eh! -dijo Reina-, vamos al Duque, que ya es tarde; ven, Lágrimas.

-Yo no quisiera ir, -respondió ésta.

-¿Y por qué no, criatura?

-Estoy cansada.

-Déjala, Reina, el mejor modo de complacer a las gentes es dejarles hacer lo que desean, grande y soberbia máxima, que no puedo inculcar a mi madre por más que hago, -dijo Flora.

-¿Qué harás aquí sola? -preguntó Reina a Lágrimas-; las nubes rosadas se han ido.

-Contará las estrellas conforme vayan saliendo, -dijo Flora-, por ver si falta alguna.

-Vas a oír, -prosiguió Reina-, el ruido que te parece del mar lejano, y que te acongoja.

-No, Reina, hoy estoy tan tranquila, que oiré música.

-Oirás el viento y pensarás que la naturaleza gime, como te sucede siempre.

-No, Reina, el viento que suspira es débil, callado e inofensivo,

-Como tú, -dijo Reina besando la frente de Lágrimas que se había acercado a ella, la había abrazado   —168→   y había apoyado su cabeza en su hombro.

-Callado, calladito, -afirmó Flora-, no dice ni ponchu, ese chiquitín de Eolo, bien criadito.

Y pasando detrás de las amigas abrazadas, la niña de los lazos rosas se subió en el rodapié del balcón, tomó una de las ramas de la enredadera, y coronando sin soltarla con ella a las otras, un cuadro vivo, dijo.



  —169→  

ArribaAbajoCapítulo XV

OCTUBRE 1846


Paseaban los amigos extremeños por el Duque, cuando vieron descollar por cima del apiñado gentío una cabeza pequeña con una cara de filo, dotada de una nariz larga, ojos pequeños, negros, melancólicos y distraídos, aunque de cuando en cuando lanzaban una penetrante, desconfiada y hostil mirada, como el apagado volcán entre su opaco y monótono humo echa a veces una llamarada. Vestía con pésimo gusto chaleco y pantalón de tremendos cuadros y furiosos colores, y un gabán blancuzco, que parecía un traje talar. Un sombrero húngaro, republicano o a la Montalbán, de igual color, que cubría su jefe, como llaman con razón los franceses a sus cabezas, hacía aparecer más morena su cara. Unos grandes bigotes que parecían colgar de las narices, acababan de poner   —170→   un sello de actualidad ridícula a ese personaje.

Era este nuestro amigo Tiburcio, el que después de un año de residencia en Madrid, se volvía no como se fue, sino con los bolsillos vacíos, habiéndose gastado allá el importe hasta del último olivo, sacrificado en las aras de la noble ambición, y que acababa de comerse en Sevilla un pedazo de vallado, recalcando el modo de pronunciar castellano de la s, ll y z, que había aprendido en Madrid, con un aire capaz de confundir a los andaluces. Apenas lo vio Marcial, cuando separándose de sus amigos, le fue al encuentro.

-¡Oh! Invicto demagogo, -le gritó-; me alegro hallaros, quiero presentaros a mis amigos.

-Me honráis, -respondió en voz grave Tiburcio-, que a pesar de sus doctrinas se moría por las gentes de fuste.

Pero los amigos, siguiendo su paseo y el objeto que los preocupaba, habían desaparecido entre las gentes.

Siguieron, pues, Marcial y Tiburcio paseando, y a la primera vuelta se hallaron frente a frente con Reina. Marcial la saludó, pero esta hubo de no verlo, porque no le devolvió el saludo.

-Señor, -decía Tiburcio-, la humanidad necesita regenerarse.

-Las mejoras brotan, -respondía Marcial-, al vivificante calor del sol, y no a la abrasadora llama del incendio, y así mi amigo... Reina, aunque no quieras estoy a tus pies.

  —171→  

-Agur, Marcial, -respondió ésta, pero al notar la extraña figura de Tiburcio, clavó en él su mirada firme, y volviéndose hacia Flora-, ¡Jesús, qué facha! -dijo-: ¿de qué baratillo habrá sacado Marcial esa baratija curiosa? -Y se echó a reír.

-¿Lo veish? -dijo Tiburcio furioso-, veis si son insolentes y orgullosas vuestras aristócratas.

-¿Por qué se ha reído mirándoos? Lo mismo hubiese hecho con el Buti Bamba más encopetado si se presentase con vuestra facha. Mi amigo, Reina, esa prima mía, es la burla increada como vos sois la oposición ídem. No es en ella orgullo, es su corriente, su impulso, su montaña rusa, es la espina de esa rosa: ¡si la hace hasta de mí!... ¿Queréis conocerla? ¿Queréis que os lleve allá? -añadió Marcial con marcialidad.

Era esta oferta demasiado grata a Tiburcio, para que no se apresurase a acogerla.

-Sólo os advierto, -observó Marcial-, que no salgáis allá con alguna de esas vuestras máximas, cataclismos morales, principios antirreligiosos que levantarían la tertulia en peso. Eso allá no pasa, amigo. Se destierra como los perros en misa. Por lo demás, la Marquesa es mi tía, y lleva en palmas a los que yo presento en su casa.

Los amigos para hacer hora se fueron a beber a la nevería, pero los helados no entibiaron el fuego de las discusiones políticas.

Entretanto se iban reuniendo los tertulianos en   —172→   casa de la Marquesa. Aunque ya el otoño enviaba de precursores sus noches largas y húmedas, el verano había dejado tan arraigado su calor que aun se conservaban las puertas y ventanas abiertas de par en par. Lágrimas estaba sentada cerca del balcón, y quedaba en la sombra que proyectaban las puertas. Genaro estaba sentado a su lado.

Frente de ellos, pero fuera de la sombra, y como dorada por la brillante luz de los reverberos, se hallaba Reina, cerca de la cual estaban sentadas Flora y otras muchachas, rodeadas de un grupo de hombres entre los que estaba Fabián. Genaro había tomado el abanico de Lágrimas y jugaba con él.

Esta costumbre de tomar los pretendientes en sus manos el abanico de sus pretendidas, sea dicho de paso, es la más mal entendida y la que menos está en sus intereses. Si bien demuestra un deseo afectuoso de poseer, aunque sea momentáneamente, algo que pertenezca a la que se ama, y denota un galante placer en tener en sus manos lo que las suyas tocaron, tiene esto varios fatales resultados. El primero, sobre todo, si son los usurpadores de los que manejan la espada, es que no saben manejar el abanico; y así, o le rompen o le dan mal cierro, y tened entendido que un abanico con mal cierro, es lo que una espada sin puño o una pluma con las puntas abiertas, como un cinco romano. Si bien no dudamos existan heroínas que sacrifiquen noblemente el buen cierro de su abanico a un joven de mérito y elegante,   —173→   hay otras hijas de Eva que no llegan a esa altura, y que siguen con tristes ojos y angustiado espíritu las poco hábiles evoluciones de que es mártir su caro compañero, lo que las distrae, apura y despoetiza evidentemente la situación. Pero hay aun más; arrebatando a sus duchas su propiedad, les quitan lo que llaman los franceses su contenance, esto es, su continente, el manejo, el aire del cuerpo y de la persona, que halla un punto de apoyo en el abanico. Condena, en particular a las tímidas, a la inmovilidad, y sus manos a una inacostumbrada inacción que las fatiga, dejando a estas caídas e inertes como lo haría la ausencia de la brisa a dos blancas grímpolas. Un pequeño movimiento de impaciencia, tenedlo por seguro, sigue a cada rapto de abanico, si no tan furioso como el de los sabinos contra los romanos, pero que con él tiene cierta analogía. Aconsejámoste, pues, lector, en tus intereses, que si propendes a este acto de vandalismo amoroso, te enmiendes y abstengas de él. Tú conocerás en el curso de tu vida las ventajas, y algún día dirás: bendito sea Fernán Caballero, a quien no conozco sino para servirlo.

Tenía, pues, Lágrimas cruzadas sus manitas sobre sus rodillas una encima de otra, como en un jazmín se cruzan dos de sus florecitas. Echaba de menos su abanico, no por otra cosa sino por ocupar sus manos, pues en su dejadez y desprendimiento americano, no la fatigaba el calor, ni se cuidaba de sus alhajas. Callaba la suave niña y miraba al cielo.

  —174→  

-Siempre estáis triste, -dijo Genaro-, y no participáis de las bromas de los demás.

-Es verdad, -respondió Lágrimas-, no sé reír.

-Yo tampoco soy amigo de la risa, es esta un sonido discordante al corazón; lo hace ligero y frío.

-¡Oh, no! -dijo Lágrimas-, la risa es un bello don de Dios, como lo es un día de sol, y la envidio, porque vidas hay sin risa y sin sol, y que están envueltas en tristeza cual ahora lo está el cielo de nubes como en una blanca mortaja.

Lágrimas bajó la cabeza y se puso a meditar con esa tristeza que comunica la noche aun a la clara luna.

Siguió un rato de silencio, porque Genaro aplicó su finísimo oído y toda su atención a lo que en voz baja hablaban Flora y Reina, creyendo, sin equivocarse, haber oído su nombre.

-Genaro está muerto y penado por Lágrimas, eso salta a los ojos, -decía Flora.

-Hace bien, -respondió Reina-, porque ella es una bendita, una paloma sin hiel; un poco pesada es, pero como él lo es un mucho, no le chocará lo poco en ella

-¡Genaro pesado! -exclamó Flora-, solo a ti que tienes los gustos más remontados que panderos, se le ocurre eso; no hay uno solo a quien no halles faltas que poner. Vea Vd. ¡Genaro pesado! ¡Pues si tiene la sangre más ligera que un pájaro!

-Lo disimula.

  —175→  

-No digo que no, porque tiene más debajo que encima de tierra; pero ¿sabes lo que el rector ha dicho a mi padre? Que es el muchacho más vivo, más despierto y más aplicado de la universidad.

-Hija mía, -dijo Reina-, yo no juzgo por las opiniones de nadie, pero menos aun por la de padres graves.

Este aparte terminó con una carcajada que esta frase de Reina hizo pegar a Flora.

Con las repentinas mutaciones del equinoccio, el cielo había cambiado de aspecto.

-Ved, -dijo Genaro a Lágrimas-, el cielo parece resucitar y haber desgarrado su mortaja que va desapareciendo hecha girones. Debéis imitar al cielo, Lágrimas, y sacar vuestra vida de esa mortaja de tristeza, porque la vida es bella a los diez y seis años.

-No hacen la vida bella el más o menos número de años, -respondió Lágrimas-, sino el más o menos contento y alegría, ¿Es alegre la noche aunque empieza ahora?

-Sí lo es; y mirad sus estrellas, cual os sonríen como para animaros.

-Las veo al través de la diáfana blancura de esos celajes, como ojos tristes al través de lágrimas. Todo es triste, Genaro, ora álzese, ora bájese la vista.

-Si amaseis, Lágrimas, no os parecería triste la vida.

  —176→  

-¿Da alegría el amor? -preguntó la suave niña.

-Da la felicidad que es aun preferible, -contestó Genaro.

-Lo dudo.

-Convenceos de ello.

-¿Y si no me convenzo?

-Volveréis a vuestra indiferencia.

-¿Y si fuese la indiferencia como el paraíso, que no se pudiese volver a él después de abandonarlo?

-No es un paraíso la indiferencia, Lágrimas, es un desierto.

Atravesaba en este momento Marcial el estrado, seguido de Tiburcio que presentaba a su tía. Marcial se ocupaba tanto de sí, que no había otro que notase menos lo que pasaba alrededor suyo. Así no observó el efecto que su entrada triunfal causaba en el grupo burlonísimo de las muchachas.

-¿Qué arco iris en pie nos trae Marcial, ese gran primo mío? -dijo Reina.

-Oid, Fabián, -preguntó Flora-; ¿es ese chorizo de Extremadura?

-Puede echar plantas Marcial con sus descubrimientos, -prosiguió Reina-. ¿Si habrá hecho ese en el Gabinete de historia natural?

-No, -dijo Flora-, es una creación fantástica, como dice Fabián que lo es el vampiro: y las demás se pusieron a clasificarlo diciendo:

-Es un habitante de la luna.

-Ese habrá venido entre los palos de Segura.

  —177→  

-Ese ha crecido a la sombra.

-¿No veis que es un porta bigotes?

-Es un facha.

-Es un cursi.

-¿Pero Fabián, debéis saberlo, quién es ese fenómeno? -preguntó Reina,

-Es el inmediato a una alcaldía, -respondió éste-.

-¿Y cómo se llama?

-Tiburcio Cívico.

-¡Jesús que nombre! -dijo Flora-, si me lo hubiesen dado, lo devolvía aunque me quedase sin ninguno.

-El nombre es poco armonioso, así es, que Marcial que le quería hacer unos versos, como hace a todos sus amigos, se devana los sesos inútilmente para hallarle un consonante. Reina, os ha dado ya Marcial los que os ha compuesto, ¿los sabéis?

-Por sabidos.

-Os los diré, que los sé de memoria.

-Ni por pienso.

-Fabián, Fabián, -exclamó Flora-; eso seria una alta traición, ¡indigna de un socio del Liceo! Si la hicieseis, en mi vida os volvía a decir, ni ponchu.

De repente se levantó Genaro, y llamando a Fabián aparte, le dijo:

-Mira, si quieres que nos divirtamos, persuádelo a Reina, tú que tienes confianza con ella, a que reciba con agrado a ese estafermo, y nos darán un sainete entre Marcial y él.

  —178→  

Genaro se volvió enseguida junto a Lágrimas, y le dijo:

-¡Cuán ligeras y frívolas deben pareceros las personas que no saben sino reír!

-No por cierto, Genaro. Hay actividad y vida en la alegría; es ella la robustez del alma, así como la tristeza es su debilidad; así en mí es debida a males físicos y morales.

-¡Interesa tanto, Lágrimas!

-Oh no, no, fastidia a todos menos a las madres en el convento, a quienes compadece.

-¿Qué os dijo Genaro? -preguntaba entretanto Reina a Fabián.

-Que os persuadiese que acogieseis con agrado al íntimo de Marcial para hacer rabiar a su patrocinador.

-Podéisle decir a ese patrón araña, que si se quiere divertir que compre una monita.

Acercáronse entonces Marcial y Tiburcio, tan desigualmente dotados en anchuras.

Después de los primeros cumplidos, -dijo Reina a Tiburcio:

-¿Sois madrileño?

-No señora, soy de Villamar.

-¿Y dónde está Villamar?

-Prima, ¿quieres que te enseñe la geografía? -dijo Marcial.

-No quiero aprender nada que acabe en ia, -respondió Reina.

-No esh eshtraño, no shepáis donde eshtá shituado   —179→   un pueblo tan deshconocido que lo ha omitido en su diccionario, el sehñor Madozzz7.

-Lo que será un borrón eterno para su obra, -opinó Marcial-. Si Madoz me hubiese consultado a mí, no hubiese sucedido eso.

-Flora, -decía Fabián a la alegre joven que llevaba los lazos rosa como su divisa-: ¿es posible que me tengáis hace seis meses de rodillas, ofreciéndoos mi corazón, y que cual si fuese un vaso de ajenjo no os podáis determinar a tomarlo?

-Vamos, lo tomaré; y sin hacer mohines para que no criéis rodilleras; pero en calidad de reintegro.

-Bien, con tal que deis premios.

-No, nada de premios, ni apremios.

-¿Ni siquiera un suspiro?

-¡Un suspiro! ¡Qué horror! En punto a suspiros no me gustan más que los de Pepe el confitero.

-¡Válgame Dios, Flora, siempre habéis de reís y hacer reír!

-Siempre hasta post multa secula.

-Trae la vida sus días nublados, Flora.

-Por eso gocemos del sol mientras dure.

-Reina, -decía entretanto Marcial-, ¿te gustan los versos?

-Los detesto, -respondió ésta.

  —180→  

-Es que Cívico los hace muy buenos, a la par que oposición.

-¡Jesús, Jesús! Más vale que se limite a hacer oposición. Pero ya que tanto te ha dado por la poesía, ¿por qué no le haces unos versos a Lágrimas a ver si le alegran un poco y le hacen reír?

-No hago mal tercio a mis amigos, Reina, eso no.

-¿A qué amigo se lo harías?

-Toma, a Genaro, ¿ignoras acaso que la quiere?

-¿Lo ha dicho él? -preguntó ansiosa Reina.

-No, él no dice en su vida nada; pero está a la vista.

Reina se mordió los labios de despecho.

Fuera aparte del mérito poco común y distinguido de Genaro, Reina, vana, fría y desdeñosa, se había prendado del único hombre que marcadamente no le rendía homenaje, aunque estaba lejos de darse cuenta a sí misma de este sentimiento; al contrario, tomaba el despecho que le causaba la marcada indiferencia que por ella demostraba Genaro, por un sentimiento antipático hacia su persona.

Por su lado, Genaro, como altivo y astuto, había sabido hábilmente adoptar el medio de hacerse valer y distinguir por aquella a quien debían empalagar los obsequios y rendimientos, siendo esta la mujer que llenaba su alma, conmovía su corazón, lisonjeaba su amor propio, satisfacía su ambición, colmaba sus planes de felicidad, y en una palabra, realizaba   —181→   su ideal. Lágrimas era para él lo que decíamos del abanico, una ocupación, un punto de apoyo, un continente, de la que se ocupaba exteriormente, digamos, mientras toda su atención la llenaba Reina.

-¿Fue Vd. a Madrid a divertirse? -preguntó Reina a Tiburcio que no soltaba el sombrero; lucía una sortija de oro, cuyo origen no era de California, por cima del guante, y estaba más serio y grave que un entierro.

-En parte, -respondió éste con fatuidad-, en parte llevado por la noble ambición de todo buen patriota de shervir shu paish.

-Hizo Vd. bien, que hay allá gran escasez de sujetos disponibles.

-¡Ah! No eshtá ahí el mal, eshtá en que losh que nada valen se anteponen a losh que valen.

-¿Y no obtuvo Vd. nada?

-¡¡Nada!!

Entretanto las otras muchachas decían a Flora:

-Dime, Flora, ¿qué es eso de vampiro que dijiste antes?

-Vampiro, -contestó la interrogada-, es un hombre alto, seco, pálido, triste, que padece de una sed particular que no estanca como nosotras en las claras fuentes ni en las frescas alcarrazas, sino en los cementerios en donde desentierra los muertos y se bebe su sangre.

No es ponderable el efecto que hizo esa tremenda creación de las tétricas fantasías del Norte, sobre la   —182→   florida y alegre imaginación de las niñas andaluzas.

-¡Qué espanto! -exclamó la una-, ese es un delirio de calentura maligna.

-Eso lo inventó un loco furioso, -dijo otra.

-¡Flora! ¿Cómo puedes ni repetir eso? Se me ha levantado el estómago, tengo náuseas, -opinó la tercera.

-Esas invenciones se debían prohibir, -aseguró otra.

-No lo harán, porque acá se lo digamos; así sosegarse, -dijo Flora-; ¡al orden! Como en las cortes se dice. Allá en el Norte no cesan de hablar contra los toros, y mientras más hablan y escriben, más garrochazos, más estocadas, más agonías, sangre y porrazos por acá. Conque así, no gastéis tanta elocuencia en balde, y convenceos de que el hombre es una fiera concebida por la mujer, como una horrorosa oruga por una mariposa, y de que sólo por eso anda en dos pies.

-¡Válgame Dios, Flora! -dijo Fabián-, ¿y qué serían las mujeres sin los hombres?

-Mejores, -contestó esta.

-¿Qué me querrá tu madre, -dijo Marcial antes de írse, a Reina-, que me ha dicho que me llegue acá mañana a las doce?

-Ha sabido que has jugado, -respondió Reina-, y está muy escandalizada; puede que sea para echarte una peluca.

  —183→  

Marcial se puso tan ancho como si le hubiesen hecho el mayor cumplido, y dijo:

-¿Qué quieres, Reina? ¡Los pocos años!

-Los pocos años no disculpan ciertas cosas, Marcial.

-Las mujeres se mueren por las malas cabezas.

-¿Dónde has sacado semejante absurdo, Marcial? Eso podrá suceder con alguna que otra loca, y que tenga tan malas propensiones como ellos; pero en mujeres delicadas, sensatas y de buenos principios, no hallarás jamás sino la repulsa que merecen los excesos y los vicios, los que dejan manchas que no se borran. Si crees otra cosa, te equivocas, Marcial.

-Yo no me equivoco nunca, Reina.

-Ese si que es un privilegio exclusivo, -exclamó Reina soltando una carcajada.

-Así tuviese el de agradarte, témpano inderretible.

-Pues ese, amigo, nequáquam.