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ArribaAbajoCapítulo XVI

OCTUBRE, 1846


-Tengo una cita, -decía Marcial al día siguiente a sus amigos al empezar la obra de las Danaides: el tocador.

Fabián y Genaro que estudiaban no contestaron.

-Me fatigan tantas citas, -prosiguió Marcial-, me quitan el tiempo.

El mismo silencio.

-No digo, -añadió Marcial después de haber vuelto la cara para asegurarse de que sus callados amigos no dormían-, no digo, ni es decir por eso que no me gustan las aventuras; soy hombre capaz de llevar de frente veinte intrigas, en buenhora lo diga, porque si no con el partido que tengo...

El mismo silencio.

  —185→  

-Pero la de esta mañana, -prosiguió Marcial después de una pausa, en la que se confirmó en que el partido que tenía no hacía desplegar los labios a sus amigos-, se la cedería a cualquiera de vosotros, porque me ha dado ahora por guardarle consecuencia a Reina.

Aumento de silencio.

-Señores, -exclamó Marcial-, ¿estamos por ventura, en la trapa?

-¡Ojalá! -dijo Genaro.

-No sería malo, -repuso Marcial-, pues que así no se hubiese pronunciado ese impertinente ojalá. Sépaste, aprendiz diplomático, que los Maquiavelos pierden un ciento por ciento con ser boqui-frescos. Taillerand que lo entendía, ha dicho que el pensamiento sirve para ocultar la palabra...

-No ha dicho tal, -exclamó Fabián-, ha dicho lo contrario, que la palabra...

-Calla, calla, manso río, y cuájate como el Neva en Enero; te mueres por enmendarme la plana, debo saber mejor que tú lo que ha dicho Taillerand, que no era poeta para que lo sepas tú de memoria. Vamos al caso, ¿a cuál de vosotros cedo una cita?

-Tengo bastante con las de mis libros, -dijo Fabián.

-No suplo en citas, ausencias y enfermedades, -añadió Genaro.

Se restableció el anterior silencio.

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-¿Y no me preguntáis, -dijo al cabo de un rato Marcial, sacándose con primor una raya la más perfecta en su género-, quién es la citadora?

-Apuesto, -respondió Genaro-, que es la hermana de aquel escribano que tiene la dentadura a la desbandada, la nariz en línea diagonal, tez que nunca pierde y cuerpo que nunca medra.

-Ya sabéis -repuso Marcial con voz grave-, que me formalizo, me incomodo, me siento y me pico con esa broma vieja, antigua y caduca; broma que se funda en un principio falso, inexacto e incierto; broma que carece a un tiempo de verdad, de gracia y de actualidad, y que tú, Genaro, zorra sutil, sacaste de tu cabeza, foco de arcanos incoherentes y de utopías anti-platónicas.

-¡Oh! Marcial, -exclamó Fabián-, ese párrafo te coloca en el apogeo de gran maestro de pleonasmos y retumbancias. Te sopla la musa finchada; brillas como la Vía láctea. Pero dime, ¿tiene más actualidad la sospecha que sea esa cita de tu costurera, que te llama D. Jastial, y se queja de que arrancas todas las trabillas más que se cuesan con hilo a carreto?

-Viajáis por los países bajos, amigos, mientras la verdad que allí no hallaréis, está en las elevadas regiones de cumbresaltas.

-Danos tu norte, -dijo Fabián.

-No puede ser.

-Vamos; hombre, si estás rabiando por decirlo.

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-Y vosotros por saberlo.

-Lo uno y lo otro.

-¿Lo queréis saber, he?

-Sí, abre tu corazón y tu boca.

-¿Lo queréis saber?

-Sí, hombre, sí, no seas pesado en tu vida, que la pesadez es el octavo pecado mortal.

-¿Conque lo queréis saber?

-¡Dale, qué tostón! Sí, sí.

-Pues no lo sabréis.

Dijo Marcial esto con tal valentía, que hasta la mano que tenía el batidor se resintió, y como electrizado dio un tajo que hizo variar de rumbo a la raya, que vino vía recta a topar con la oreja.

-¿A qué esa pretensión a misterio, si yo lo sé? -dijo Genaro sin dejar de escribir.

-¿Qué tú lo sabes? -exclamó Marcial-, hasta ahí podían llegar tus pretensiones a sábelo todo; pues hijo mío, en tus cálculos yerras, te equivocas, te engañas y te alucinas.

-Una persona hay, Marcial, que te celebra siempre, -dijo Genaro inventando cuanto iba diciendo.

-Ya, eso es natural, -respondió naturalmente Marcial-, estirándose la tirilla ante su espejo.

-Dice, -añadió con imperturbable seriedad Genaro-, que eres el mejor mozo que pasea las calles de Sevilla.

-Nada precisas ni a nadie descubres con lo que   —188→   vas diciendo, -repuso Marcial-, puesto que esas cosas muchas hay que las pueden haber dicho.

-La que las ha pronunciado, -dijo Genaro-, es la persona que anoche te dijo a media voz que fueses hoy allá a las doce; la hermosa Marquesa de Alocaz, que por lo visto no es tan insensible como se le supone, porque esta cita, después de los encomios que hace de ti, me huele a que has conquistado a la par la lechuga y el lechuguino. Feliz mortal que, cual las pirámides, ves pasar ante ti las generaciones rindiéndote homenaje. Aun hemos de ver una hija de Reina adorarte.

-Pues mira, Genaro, si fuese así, a fe de hidalgo que lo sentiría, -dijo Marcial-, que se creía con una candidez asombrosa cuanto lisonjeaba su amor propio.

-¿Por qué, aventajado joven?

-Porque es de suponer que como la caridad bien ordenada empieza por sí mismo, se opusiese a mis relaciones con su hija. Pero tú tienes oídos de ético y lengua de cotorra, con más, ojos, de lince, falaz Genaro, zorra sutil, otra vez oye, ve y calla, impón silencio a tu voz, pon un candado a tus labios y una mordaza a tu boca, y observa prudencia, recato, silencio y decoro. Sírvante los hijos de Noé de norma, de ejemplo, de estímulo y de modelo.

Diciendo esto salió Marcial magistralmente del cuarto después de darse el último estirón al chaleco.

-El demonio es ese Genaro, iba pensando al bajar   —189→   la escalera, todo lo sabe y ha descubierto que tiene mi tía capricho por mí. ¡Quién lo hubiese creído! ¡Una mujer que tiene la fama de una Numancia! ¡Pero al fin qué mortal, qué criatura de carne y hueso está exenta de las debilidades humanas! No se debe ser demasiado severo, rigoroso, rígido y exigente, con esas pobres hijas de Eva. Sobre todo, no debe serio el agraciado, favorecido, beneficiado y honrado. ¿Cómo salir de este lance de amor y fortuna, puesto que estoy decidido por la hija? ¿Cómo hacer entrar en razón a esta Fedra? No todo es flores en la juventud por más que lo repitan cantando los poetas y llorando los viejos.

Entró Marcial en casa de la Marquesa, con un aire que se parecía en lo grave y digno al del casto José, en lo arrogante y satisfecho al del hombre que sabe es apreciado y querido.

Cuando se hubo sentado, la Marquesa se levantó y cerró la puerta.

-¡Ciertos son los toros! -pensó Marcial estirándose el chaleco.

La Marquesa se sentó enseguida en el sofá y le dijo:

-Acércate, Marcial, que no quiero hablar recio.

-Estas perfectas viudas, -pensó Marcial-, no se andan con aquí la puse.

-Marcial, -dijo la Marquesa con tono seco e incisivo-; por ventura, ¿te has figurado tú que mi casa es un café o un casino?

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Marcial cayó de las nubes y quedó aplastado en la humilde tierra como una rana, levantó los ojos y miró a su tía, que tenía los suyos clavados en él, amenazantes como dos bocas de pistola.

-Señora, -dijo-, ¿por qué me dice Vd. eso?

-¿Y lo preguntas? -repuso ésta encendida de cólera-, pues qué ¿no hay más que introducir en mi casa al primero que se te antoja?

-Señora, -contestó Marcial-, si lo decís por el que introduje anoche, ese es...

-¿Quién?

-Un excelente muchacho.

-Un pelgar.

-Un doctor.

-Un harapo.

-Un poeta.

-Un arambel.

-Un escritor.

-Un guiñapo.

-Un amigo mío.

-Un pendón.

-Un chico que sabe.

-¿El qué?

-Leyes.

-Pues mira que la recomendación... ¿pero quién es?

-El hijo de un alcalde, -respondió gravemente Marcial.

-Eres un niño atrevido y aturdido, -repuso la   —191→   Marquesa-, que sabes poco de mundo y de sociedad y que tienes que aprender; ¡pues está bien que con una marcialidad ridícula y sin encomendarte a Dios ni al diablo me comprometas a tus parientes y amigos! Hazme el favor de aquí en adelante de abstenerte de formarme la tertulia, que sin ti lo sé yo hacer. No trato, sobrino imberbe, de que se diga que en la tertulia de la marquesa de Alocaz, alternan bullangueros de malo nota, calaverillas de mala especie, de pésimo concepto en la universidad, lechuguinos de arrabal sin maneras ni educación, con fama de petardistas, sin otra recomendación que ser hijo de un herrador.

Marcial se quedó algo sorprendido al oír a su tía, pero enseguida dijo con el imperturbable aplomo conque formaba axiomas:

-Tía, el herrar forma parte de las nobles artes.

-No me meto en disputas ni discusiones contigo, -repuso la Marquesa-, sólo te digo que eres dueño de escoger a quien gustes por amigos, así como yo lo soy de elegir mi sociedad.

-¿Es posible, tía, -exclamó Marcial, a quien no derrotaba nadie fácilmente-; es posible que aun deis importancia a esas antiguallas de mal gusto y proscritas por el buen sentido, que aun penséis en pergaminos y jerarquías? Todos somos iguales como los corderitos; el hombre no merece por la eventualidad de su nacimiento, sino por su mérito personal, sus prendas, sus virtudes y sus cualidades.

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-Haces bien, -respondió la Marquesa-, en atacar los pergaminos, pues aunque por tu padre, mi primo, eres muy caballero y de lo más encopetado, por tu madre... ¿qué sé yo?... Siempre oí decir que tu padre casó mal y descendió de clase.

-¡Señora! -exclamó Marcial furioso-, poniéndose en pie de un brinco. ¡Señora! ¿Qué decís? ¡Pues si mi madre es más señora aun, que mi padre caballero! ¡Pues si mi madre es de la cepa! ¡Pues si mi madre es prima del duque de Balbaina, y tiene opción a ese ducado y a una grandeza! ¡Mi madre! ¡Vea Vd.!

-Lo sé, lo sé, -dijo la Marquesa soltando una alegre y burlona carcajada-; quería al decirte esto, sólo ver la práctica de tus teorías, hijo mío: anda con Dios; campana hueca, te puedes ir, no te detengo, sé más mirado en lo sucesivo.

Marcial entró furioso en su casa.

-Me vuelvo exaltado, -exclamó tirando el sombrero.

-No es para menos, -dijo el taimado de Genaro.

-¡Vana, intolerante! Aristócrata del año de la enanita, con ideas pergaminosas, máximas rancias y sentencias apolilladas!

-¿Quién, tu apasionada?

-¡Qué apasionada ni que niño muerto! No he tenido que plagiar a José hijo de Jacob, nieto de Abraham. Tu perspicacia, hijo mío esta vez falló y te ha dejado deslucido, desairado y desmaquiavelizado. Figuraros, si podéis, que hallé una furia, una harpía,   —193→   una Euménide, una serpiente con siete cabezas; un gato montés con trescientas uñas.

-¿Y por qué estaba furiosa? -preguntó Fabián.

-Porque llevé allá a Tiburcio. ¡Vea Vd.! Ni que fuese el cólera; pero de esto ha resultado que por fin hallé lo que buscaba más que el alquimista la fabricación del oro, más que se ha buscado la piedra filosofal y las fuentes del Ganges.

-Del Nilo, -rectificó Fabián.

-Del Ganges, -sostuvo Marcial-, pero lo hallé, lo hallé.

-¿El qué?

-Un consonante a Tiburcio.

-Vamos, me alegro, -dijo Genaro-; es una prueba patente de la existencia de las compensaciones, traes a Cupido alicaído; pero en cambio a Apolo radiante, el corazón humilde, la cabeza gloriosa, el amor humillado, la amistad arrogante.

-Dinos el consonante, -añadió Fabián-, que estoy curioso de saberlo. Dejarás atrás a Quevedo con su famoso ego te absolvo.

-Pues oíd, medias cucharas.


    Lo que por ti batallo, gran Tiburcio,
podría cantarlo solo Quinto Curcio.



Genaro y Fabián se echaron a reír, pero Marcial prosiguió sin atenderles, ni salir de su gravedad: en fin, el resultado es que he tocado un bajón, y me he desprestigiado con la madre, lo que ofrezco en las   —194→   aras de la amistad. Anda con Dios, tal día hará un año, con tal que marche mi plan con la hija. Es Reina arisquilla, un tanto desabrida, cuando se le habla de amores; pero eso me gusta, las mujeres se deben hacer valer, no deben nunca decir sí, sino al altar, y eso porque sin este requisito no es válido el matrimonio.

-Dices bien, Marcial, -opinó Genaro-. El , es el suave viento sur que afloja; el no, el tirante viento norte que entona.

-Tan recio puede ser que hiele, -observó Fabián-: no estoy por los tónicos.

-¿Sabes, Marcial, -le dijo Genaro-, que tu plan con Reina, como tú dices, estoy para mí que lo has entorpecido?

-¿Cómo? ¿De qué modo? -preguntó alarmado Marcial.

-Con haber llevado allá a Tiburcio, -respondió Genaro-, que me parece haber causado en la hija una impresión muy distinta que en la madre.

-¡Qué! ¡Qué tontería! No es posible.

-Sí lo es, Marcial. Tú no sabes aun los caprichos de las mujeres.

-No hables disparates. ¡Vea Vd., Tiburcio más feo!

-¿Y qué? Si dice Reina que tiene cierto colorido romántico.

-¡Romántico! ¡Vaya una idea! Ridículo y original eso sí.

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-Dice Reina que le gusta lo original. Dice también que su aire sombrío, su extremada delgadez, lo bien que pronuncia el castellano, le hacen gracia: lo ha llamado Antony.

-¿Qué me dices? -exclamó aterrado Marcial-. ¡Antony! ¡Dónde fue a dar! ¡Sí, sí podrá ser! es posible, es dable, es factible, es probable. Las extravagancias de las mujeres no están escritas, impresas, calificadas ni definidas. El móvil y las fuentes de sus caprichos son desconocidas como las del Ganges. Calla, calla, Fabián, es el Ganges y no el Nilo, por más que te empeñes. Por hacer buenos versos no es uno buen geógrafo, ni orador, ni hombre de estado; y si no ahí tienes a Lamartine, el primer poeta moderno, mírate en ese espejo, y calla, calla por amor de Dios, que me sueles desconcertar en los momentos críticos de desenvolver un pensamiento. Porque te llamo manso Dauro, quieres saber más de ríos que nadie. El que tiene las fuentes desconocidas es el Ganges, el Ganges y tres más. Ahora, no vuelvas a salir con el Nilo, sino cuando se trate de inundaciones o de cocodrilos, que es por lo que descuella y no por fuentes desconocidas. Sus fuentes las descubrió Mungo Park en el cabo de Buena Esperanza; de ellas beben los cafres, los hotentotes, y el rey de los mosquitos.

-¡El rey de los mosquitos que está en América! -exclamó Fabián soltando una carcajada-, ¡qué batiburrillo, Marcial!

-Lo sé, -contestó éste-, pero como en todas partes   —196→   hay mosquitos, no les faltará a los del Cabo ni rey que los mande, ni Papa que los excomulgue, ¿estás, métome en todo? Pero tú, Genaro, zorra sutil, que sabes más que las culebras, ¿por qué no me quitaste de la cabeza el llevar allá ese culebrón tu abuelo?

-Pero Marcial, ¿acaso me dijiste que lo ibas a llevar? -dijo Genaro-, ¿acaso tomas tú en tu vida consejo de nadie?

-Según sean estos. Ahora caigo, en que cuando me acerqué a ellos, estaban en gran conversación: oí a esa Reina indigna de serlo, decirle que había escasez de sujetos disponibles, a lo que contestó ese patán de altas miras, que no era ese el mal, sino que estaba en que los que nada valían se anteponían a los que valían, claro está, ya lo veo, que esto aludía a ella, a él y a mí. ¡Pues está bueno! Yo les seguiré los pasos; a mí no se me engaña. ¡Pues no podía ir a herrar asnos como él! ¡Querer competir conmigo! ¡Al diablo no se le ocurre otra! Si fuera con uno de vosotros, sería ridículo, pero conmigo es una arrogancia piramidal, un atrevimiento fenomenal, una osadía portentosa, una pifia pasmosa y una torpeza colosal.



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ArribaAbajoCapítulo XVII

FEBRERO, 1848


Habían pasado algunos meses. Disputábanse aun el cielo, el sur con sus vendavales y sus nubes, y el norte con su fría serenidad, como se disputan las pasiones y la razón el corazón del hombre.

En este tiempo había pasado la frialdad que había existido entre Reina y Genaro, y una constante hostilidad por parte de Reina, que Genaro sufría y rechazaba impávido como una roca la embestida de las olas del mar. Resultaba de este perenne choque entre ambos, un hervidero amargo, una posición hostil que hacía padecer profundamente a la pobre y suave Lágrimas, tan tiernamente apegada a ambos. Pero hay seres destinados a que cuanto les brinde en su copa la vida, aunque parezca dulce, se vuelva hiel antes de llegar a sus labios. Esforzábase en vano la pobre niña   —198→   en persuadir a Genaro a no gastar con esa amiga que tanto quería, el tono frío y a veces hasta desdeñoso con el qué contestaba a los ataques y contradicciones que de ella continuamente recibía. Genaro era uno de aquellos hombres tenazmente voluntariosos, que jamás ceden un ápice en nada, ni por consideraciones, ni por condescendencia, ni por cariño, y que sin jamás porfiar, no cejan nunca; hombres que toman la testarudez por carácter, y la falta de corazón por fuerza moral; hombres que se creen de acero y son de palo.

Lo que es Reina, ni comprendía ni tomaba en cuenta lo que padecía Lágrimas.

Esta guerra sorda entre ambos, no llamaba la atención a nadie, porque simpatías y antipatías son en el mundo cosas tan comunes y tan poco motivadas a veces, que nadie se para a buscarles causa.

Pero no era así con la Marquesa, mujer de mundo, vigilante Argos, que veía más con sus ojos de madre, que aquel con su centenar. Conoció en breve en lo que necesariamente debería terminar entre dos personas del mérito y valor de Reina y de Genaro, esa constante preocupación el uno del otro, en un roce diario, y que esa lucha sostenida entre jóvenes de diferentes sexos los llevarían a no dudarlo, por lo picante de la contrariedad y el gusto del contraste, la gloria que hay en vencer, y el encanto que hay en subyugar, a sentimientos diametralmente opuestos a los que originaban la pugna.

Genaro había previsto todo esto, que era su obra,   —199→   y cual Pigmalión se iba apasionando de ella; pero por lo mismo, temía perder su anhelada felicidad por una torpeza o un paso prematuro. Enfrenaba su voluntad como un déspota su corazón y no descendía de su puesto de adversario frío e impasible. Reina era aun muy joven y tenía demasiada rectitud y nobleza de corazón para adivinar ni comprender los artificios de un hombre astuto, ni para saber el infalible medio de derrotar tan hábiles planes estratégicos, que es el de los celos, y así rechazaba con redoblado desdén todos los homenajes de sus apasionados, en particular los del conde de Navia, que su madre recibía con marcado agrado; esto alimentaba las esperanzas de Genaro, y le hacía perseverar en el plan de conducta que se había trazado.

Aunque era Genaro un joven de talento, de mérito distinguido y caballero, era pobre y no tenía aun ni posición ni porvenir seguro, ni rango en la sociedad. Además hoy día es el porvenir de una joven de clase, tan incierto como eventual, a no ser de una casa muy opulenta, y las casas que lo son, así como el porvenir de la nobleza, han sido las víctimas en las guerras, trastornos y revoluciones que ha sufrido la España. Así no podía ser Genaro, con todas sus ventajas, el partido adecuado, ni que eligiese la madre orgullosa, la tutora equitativa para la hermosa y brillante Reina, esta joven, pudiente, y vana marquesita.

A pesar de obsequiar Genaro a las claras a Lágrimas,   —200→   la Marquesa no paró su pensamiento en que esto podía ser un motivo para que Genaro no aspirase a Reina. Cuando la apasionada madre pensaba en su hija, todo lo demás desaparecía a sus ojos, nada merecía tomarse en cuenta, nada podía anteponerse a aquel astro, todo caía en la nulidad más completa.

Pero la Marquesa se hizo esta reflexión. Antes que Reina y Genaro se den cuenta del peligro que corren, antes que se reconozcan, bueno sería aprovechar la inclinación que tiene a Lágrimas y casarlos, lo que sería una cosa acertada conviniéndose y trayendo cada cual al matrimonio lo que al otro faltase.

Así es, que pensaba la Marquesa con sensatez, que la buena niña que nada tenía en su favor, sino ser rica, debía mirar como una boda brillante y una suerte feliz, la de unirse a un hombre que tenía todas las ventajas menos esa. Creyó igualmente ventajosa para Genaro la boda que con una excelente compañera que él ya distinguía, aseguraba su suerte. Así fue que todo le pareció llano y suave como rasoliso.

Por este tiempo un desastroso evento, digno de figurar entre los más deplorables, y de hacer gemir la prensa bajo el interesante, el insigne y nunca bien ponderado séate la tierra ligera, había traído a D. Roque la piedra a Sevilla. Era este el caso:

Un día, Bonifacio, el negro de D. Jeremías había notado que su amo no se ponía el gabán lleno de años de servicios, pero sin esperanzas aun de obtener el   —201→   retiro a que le daban derecho las cicatrices que le honraban, y que no iba, como solía hacerlo, a ver a su escribano: mas no hizo caso. Pero llegó la hora de la pitanza y su amo no la pidió. Viendo que en esta demora se había consumido un carbón más, y se iba consumiendo otro, Bonifacio, alarmado entró en el cuarto de su amo. Encontró a éste sentado en un sofá, muerto, tan muerto como los habitantes de Pompeya bajo la erupción del volcán. En sus manos tenía el diario que daba la noticia de la revolución de París del 17 de febrero de 1818.

Bonifacio avisó al escribano; éste que era gran amigo de D. Roque, le dio al momento aviso; de suerte que llegó de Cádiz al siguiente día. A otro, acompañaba D. Roque un pobre entierro en que en una mezquina caja, iban los mezquinos restos del más mezquino de los hombres, D. Jeremías Tembleque, que murió mezquinamente de la mezquina desgracia de haber bajado los fondos en Francia. Su vida, como su muerte, fue una patente prueba de los goces, satisfacciones y bienes que saca el miserable avaro de su dinero. Murió ab intestato, y sus herederos, a quienes se avisó por los diarios, cuando acudieron, sólo hallaron las inscripciones del gran libro de París, las que compró D. Roque por poco menos de nada, el famoso baúl con tres camisas de algodón, tres pares de calcetines de hilo, dos pañuelos de yerbas, todo calado y bordado; los platos lañados, el sofá de hojas de maíz, que ya chocheaban, y una subida cuenta de   —202→   gastos de entierro, derecho de herencia y tutti cuanti; sin olvidar un aviso puesto en un diario concebido en estos términos: «Tenemos que lamentar la muerte del apreciable D. Jeremías Tembleque, que ha fallecido prematuramente de resultas de una congestión cerebral. Se hizo acreedor al aprecio de todos y su muerte es muy sentida: séale la tierra ligera».

El resultado de las referidas combinaciones de la Marquesa fue el decirle un día en que estaban solos a Don Roque:

-Don Roque, ¿no piensa Vd. en casar a su hija?

La Marquesa, sin saberlo, había tocado la cuerda más destemplada del alma de D. Roque. Ya sabemos que el casamiento de su hija era para este tierno padre el buitre de Prometeo, la sombra de Nino para Semíramis, la espada de Damocles, el Mane, Thecel, Phares del festín de oro en que se arrellanaba en su dorada butaca D. Roque la Piedra; así fue que respondió con desabridez.

-¿Y Vd. porqué no casa la suya que es mayor?

La Marquesa disimuló esta, como otras groserías, que estaba sujeta a sufrir de ese ente vulgar a indelicado, y respondió:

-Afortunadamente el carácter festivo, el gusto difícil y el genio independiente y poco afectuoso de mi hija, le han hecho mirar hasta ahora a todos sus apasionados con igual indiferencia, y considera las galanterías y obsequios como pasatiempos sin consecuencias, que recibe riendo, como flores sin raíces y   —203→   que se ajan luego. Pero si mi hija amase y fuese amada, y que algún amigo que se interesase por ella y por mí me hablase sobre el asunto, lo discutiría. Como ese caso no ha llegado, dejemos a mi hija a un lado.

-¿Y qué me quiere Vd. decir con eso? -preguntó D. Roque con impaciencia-, ¿acaso que mi hija tiene novio?

-No digo que lo tenga ni me pasa semejante cosa por la cabeza. Pero caso que lo tuviese, D. Roque, no veo en ello una razón para que Vd. se haya incomodado; las preferencias no se le pueden tachar a las hijas, sino cuando los preferidos no son dignos de ellas o no convienen a sus padres.

-¡Hola! ¿Con qué Vd. piensa que el novio me conviene?

-Yo no he dicho que tenga novio, D. Roque.

-Pues bien, quítele Vd. novio, y ponga pretendiente, ¿es eso?

-Podrá tener pretendientes; eso es natural, todas las muchachas los tienen, y...

-¡Viva la Pepa! ¿Con qué todas las muchachas tienen por aquí esa polilla? Bueno es saberlo.

-Y más, Lágrimas, que es angelical, y se hace querer de todo el que la trata.

-¡Y Vd. cree me embolsaré por yerno a ese pretendiente con la misma facilidad que se embolsa un peso duro! ¿He?

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-¿Y por qué no, si en este fuese todo conveniente y pudiese hacer a su hija de Vd. feliz?

-¿Con qué, -dijo D. Roque con una risita rabiosa-, tiene ese pretendiente además deprisa en casarse, otras muchas ventajas?

-Por de contado, D. Roque, si no, yo no hubiese tocado este punto. Es el que yo pienso, sin tener de ello una certeza, que es pretendiente de Lágrimas, de ilustra cuna, joven aprovechado, de buenas prendas, de conducta arreglada: tiene un talento poco común, una capacidad sobresaliente, según dice el rector de la universidad.

-Esos méritos los tienen o se los atribuyen las nueve décimas partes de los estudiantes de Sevilla. Su nombre, señora.

-Genaro E.***

-¡Voto a brios! -murmuró entre sus apretados dientes D. Roque poniéndose en pie.

-Señor, -dijo la Marquesa sorprendida-, ¿en qué puede incomodarle a Vd. mi proposición? ¿He nombrado acaso algún mal sujeto?

-¡¡Psss!! -silbó con despreciativo coraje D. Roque.

-Señor, -prosiguió atónita la Marquesa-, ¿he propuesto a Vd. acaso un hombre de nada, un indecente? ¿Merece acaso Genaro las señales de menosprecio con que Vd. acoge un nombre respetado desde siglos y que Genaro honra?

Don Roque prorrumpió en una grosera e insultante risa.

  —205→  

-Don Roque, -dijo la Marquesa casi alarmada-, ¿podrá que sepa Vd. acaso algo de infame o denigrante acerca de ese muchacho? Si ello es así, espero que Vd. me hará la justicia de creer que lo he ignorado.

-Usted sabe por lo que me tiene que levantar en peso esa proposición tan bien como yo, señora; -dijo Don Roque bufando.

-No por cierto, -repuso la Marquesa-; protesto a usted que no lo sé, y suplico que me lo diga; más todavía, lo exijo. Nada de palabras preñadas; D. Roque, explíquese Vd.

-¡Pues no creen, -dijo éste-, que se mama uno el dedo!

-Digo a Vd., -repuso la Marquesa incomodada-, que me diga que es lo que de tal manera lo monta e indigna contra un joven que yo aprecio.

-¡Pues no es nada, señora! ¡Es una friolera! ¡Se atreve a pensar en mi hija y... por vida del Dios Baco! ¡¡¡Y no tiene un real en la faltriquera!!!

La Marquesa se echó a reír.

-Don Roque, -dijo al cabo de un rato al amable millonario-; es preciso verlo para creer que un hombre como Vd., que apalea el dinero, y para el que por consiguiente, teniendo una hija única, es cosa que no debería importarle en la elección de un yerno, deseche con desprecio a uno que reúne todas cuantas ventajas reconocen la razón y la sociedad, que pueden llenar el corazón de su hija y hacerla feliz,   —206→   sólo por esta consideración que debería serle indiferente al buscar el bienestar y la posición social de su hija.

-¡Ah, sí! Habrán creído, -contestó D. Roque-, que yo soy hombre capaz de deslumbrarme por los pergaminos, y que caería como un burro ciego en la trampa, porque mis nietos tuviesen sangre azul. ¡Por viche de la sangre azul! Hato de perdidos, que piden prestado para comer, y fiado para cenar. ¡Mi hija! Ese bocadito quisiera el Genarito para hartarse de reír. ¡Vea Vd.! ¡Un descamisado, un pobre de solemnidad! -añadió con una clase de desprecio triturador, que solo se halla en los labios del millonario al clasificar la pobreza-, ¡Buen yerno me echaba a cuestas! ¡Linda alhaja! ¡Droga!

-Está Vd. muy poco enterado del valor de las personas de un círculo que no es el de Vd., -dijo la Marquesa incisivamente-. Sepa Vd. que Genaro es todo un caballero, y entre los jóvenes anda de nones.

-Anda viendo donde guisan y a caza de talegones; puede Vd. decirle, que si ha creído que yo he ganado mi caudal con el sudor de mi frente, para pagar las trampas de su casa y reedificar el palacio solariego, que será un cascajo ruinoso, para que él lo eche de buche y se cruce de brazos, se lleva chasco.

Al decir estas últimas palabras, -salió D. Roque del cuarto sin aguardar la respuesta de la Marquesa,   —207→   que estaba estupefacta al oír aquel lenguaje tan nuevo como incomprensible para ella.

Estaban Reina y Lágrimas sentadas en una galería cerrada de cristales, que formaba uno de los anchos corredores de la casa, y que servía de costurero.

-Ahí viene tu padre, -dijo Reina, al ver por entre los cristales salir a D. Roque de la sala y dirigirse hacia el costurero donde solía ver un momento a su hija-; ahí viene ese carromato; me voy, que no soy gaditana para gozarme en mirar al Hércules de su Alameda.

Diciendo y haciendo se echó a correr.

Lágrimas, que estaba bordando, al oír los pasos de su padre se puso a temblar: tal era el efecto que causaba en aquel ánimo apocado y en aquella constitución débil y nerviosa, la presencia de su padre.

-Este es el resultado, -dijo D. Roque al entrar-, de haberte dejado, porque en ello te empeñaste, en una casa como esta, que parece el jubileo de los chisgarabís, de los harbilampiños y de los polluelos sin creta. ¿Conque la niña apenas ha salido del convento, y ya tiene novio? ¿Piensa en casarse, y cree tener el oro y el moro?

-Padre, señor, -murmuró con trémula voz la pobre Lágrimas-, aseguro a Vd. que no.

-¡Embustera además! Bien muy bien. Ya puedes hacer tu baúl, que mañana temprano sale el vapor   —208→   para Cádiz. A casa, bajo mis ojos; yo le enseñaré a la emancipadita a tener novio. Ahora, a fe de Roque, que te vas a aburrir todo lo que aquí te has divertido; yo haré que se te sienten los cascos, y que se te pasen los conatos a noviajos con novios de tres al cuarto. Cuando tengas edad yo te buscaré el marido que te convenga, y por mi cuenta que no sea ningún casqui-vano, bolsi-vacío, con gran frac que deba al sastre.

Reina, que no estaba lejos, al oír las voces destempladas que daba D. Roque, se había acercado, y al notar el temblor convulso y Lágrimas, corrió por un vaso de agua y se lo aplicó a los labios.

-¿Qué es esto? -exclamó-: ¿qué tienes, Lágrimas?

-¡Mañana me voy! -murmuró esta en ahogada voz.

-¿Qué es esto? -dijo Reina-: ¿qué repente es este?

-A Cádiz recalcó D. Roque.

-¡Señor, por Dios! -exclamó Reina, que veía irse dibujando la herradura de la muerte en la cara pálida de Lágrimas.

-Ni por Dios, ni por los santos, -respondió en voz clara y seca, como lo es el castañeteo de una matraca, el suave millonario-; a casa y tres más, a mí no se me lleva con hipíos.

-¡En el vapor! ¡La mar! ¡La mar! -gimió la pobre niña, entrechocándose sus dientes y asiéndose con fuerza a Reina.

  —209→  

-Al menos, señor, -dijo esta viendo la decisión de Don Roque-, por Dios, no os la llevéis por mar. Sabéis el profundo horror que le tiene, y que se pone mala sólo de pensar en él.

-¡Qué simpleza! -respondió éste-, esos miedos necios y pueriles se quitan como a los potros los asombros, con látigo y espuela.

-Señor, -repuso Reina, que sentía estremecerse a la pobre niña que se estrechaba a ella, como a su tabla de salvación el que se ahoga-; este es un horror harto motivado, acordaos...

-¿De la tempestad de ahora diez años? ¡Toma, toma! ¿Dónde queda eso? Pues si todos los que pasan tempestades en la mar se negasen a volverse a embarcar, ya se podían echar a pique todos los barcos. Melindres, aspavientos, escarceos, espantijos, toda la retahíla de lo que más me puede y más me choca.

-Señor, señor, -dijo Reina indignada-, no es miedo pueril ni horror inmotivado: traed a la memoria todo lo que significa aquel recuerdo para vuestra hija. Es para ella el mar a la vez un juez sin clemencia, un verdugo sin caridad, y un cementerio sin cruz.

-¡Bah! ¡Bah! -repuso D. Roque-, palabras altisonantes, señorita. No tengas cuidado, medrosa, que no te morirás en el vapor, y si te mueres no te echaremos al mar.

Lágrimas cayó sin sentido y presa de convulsiones en los brazos de Reina.

  —210→  

-¡Oh, qué hombre tan atroz! -exclamó esta-; llamad a mi madre, llamad a mi madre.

A la noche volvió D. Roque para saber de su hija; la Marquesa, profundamente compadecida del estado en que se encontraba ésta, hizo secamente presente a su padre que no estaba capaz de viajar, y que los médicos habían recomendado el más absoluto sosiego. Le hizo presente igualmente que Lágrimas había demostrado el mayor empeño en volver al convento, y que antes de entregarse al sueño que le habían proporcionado las bebidas narcóticas que le habían sido suministradas, le rogó hiciese presente esta súplica a su padre. D. Roque la negó redondamente y añadió, que si pensaba la niña que había de estar pagando siempre una pensión por ella, pudiéndola tener en su casa sin que le fuese gravosa.

Reina asistió con esmero a su amiga, y no se separó de su lado un momento; pero a los tres días apenas convalecía, cuando D. Roque, sordo a todas razones, insensible a todo ruego, se llevó a su infeliz hija, a la que destrozaba el alma el alejarse de Sevilla, y horrorizaba su viaje y estada en Cádiz, sin que hubiese vuelto a ver a Genaro. Ocultaba, ésta al partir, su pálido rostro, sus lágrimas y el temblor convulsivo de sus labios, bajo un espeso velo negro.



  —211→  

ArribaAbajoCapítulo XVIII

FEBRERO, 1848


Aquella misma noche en la tertulia, el que hubiese observado con cuidado a Reina hubiese notado en ella una preocupación que no era habitual, ni propia de su genio activo y siempre alerta.

Llevaba de continuo sus miradas hacia la puerta, y un imperceptible movimiento de impaciencia se notaba en ella a cada recién entrado, que no era por lo visto la persona que aguardaba.

Abriose la puerta con estrépito de par en par, y apareció Marcial en toda su gloria con los pantalones tan estirados, y el talle tan apretado, que parecía hecho de una sola pieza. Un gesto de impaciencia pasó rápido como la sombra de un volante pájaro, por la cara de Reina; y mientras Marcial iba a saludar a su madre, llamó a su perrito faldero y lo hizo   —212→   acostar sobre una silla que estaba a su lado, con la marcada intención de que Marcial no la ocupase. Pero este era poco obstáculo para el intrépido Marcial, que trajo otra y se sentó lo más cerca que pudo de su prima. Esta lo recibió con un bostezo que ocultó detrás de su abanico.

-Esta noche no viene Tiburcio Cívico, mi amigo, -dijo Marcial con un airecito entre satisfecho y rabioso.

-¿Y a mí qué se me da? -respondió Reina; siéntele tú si gustas.

-Esta noche, -prosiguió con sorna Marcial y con un retintín que hacia vibrar su voz como la cuerda más gruesa de un violón-, los que nada valen se pueden anteponer a los que valen sin que se lo quiten, se lo estorben, se lo impidan ni se lo dificulten.

-¡Machaca y más machaca! ¿Me querrás explicar, Marcial, qué muletilla has tomado ahora con ese los que valen y los que no valen, y Tiburcio para arriba y Tiburcio para abajo, que me tienes de Tiburcio y de los que valen hasta por cima de los cabellos?

-Nos entendemos, mi amada prima, nos entendemos, pero sábete que los que valen, en lugar de venir a hacerse valer, se van a conspirar: así el que vale como es socialista, ha ido esta noche a una junta humanitaria, compuesta de un francés, un lombardo y un polaco, bajo la presidencia de un inglés; por consiguiente no ha venido, no viene, y no vendrá. La humanidad ante las bellas, la sociedad ante la tertulia,   —213→   Catón ante Luis XIV. ¿Te gustan los socialistas? ¿Te parece que son los que valen, prima?

-Los odio, primo.

-¿Y los exaltados?

-Los detesto.

-¿Y los moderados?

-Los aborrezco.

¿Y los carlinos?

-No los puedo ver.

-¿No perteneces, pues, a ningún partido, autómata ideal?

-Sí por cierto, al mío.

-¿Y ese cuál es?

-El de los callados, Marcial, el de los callados.

-Ese es un partido ilusorio, prima, fantástico, fantasmagórico, nulo y estúpido, que debe ir a la escuela del abate L'Epée.

-No lo creas, Marcial, porque como dice D. Domingo, desde que todos gritan nadie se entiende.

-Si eres de la escuela de D. Domingo, estarás por las fiestas inmovibles, como lo son todos sus tocayos.

-¿Qué quieres decir con esa frase que es un logogrifo, como los del Semanario?

-Que los domingos son fiestas, que estas son inmovibles, y que las ideas de ese señor lo son también; pero te digo, prima, que tu escuela o doctrina del silencio no meterá ruido, y que es intempestiva en el siglo de las asambleas y discursos.

-Ya comprendo que así te parezca, Marcial, puesto   —214→   que el día que tú no puedas hablar, discutir, perorar y declamar, (estilo tuyo) te elevarás por los aires como un globo elevado por tus ideas encumbradas, que no hallen salida, como aquel lo es por el gas.

-Pero dejemos esta cuestión, -repuso Marcial-, que los débiles alcances mujeriles no pueden comprender, graduar, apreciar ni definir. Vds., hijas de su madre Eva, eternamente hermosas, seductoras, instigadoras, y pecadoras como ella, sin haber escarmentado desde tantos siglos, no saben juzgar en punto a partidos, sino los que se presentan para sacarlas del infeliz estado.

-Se engaña Vd., Marcial, -dijo la alegre Flora-, ¿quiere Vd. que le defina los partidos?

-Lo quiero, lo apetezco, lo deseo, y lo anhelo, -respondió Marcial.

-Pues vaya de cuento, -dijo Flora-, que estamos en Andalucía, el país de las morenas, de las naranjas, de los cuentos y de los altramuces saladitos y dulces. Reinaba un gallo en su corral. Hízose amigo suyo un pato, que tenía buena pluma, había navegado por el mar Pacífico, había zambullido en el pozo de la ciencia, y patullado en la fuente del saber; su andar no era garboso, pero firme, su voz no era melodiosa, pero grave y sostenida. Este le aconsejó a su amigo, el gallo, que se cortase la cresta, que era chocante, y los espolones que eran inútiles. El gallo condescendió y se fue a dar un paseo con su amigo.

Este que era muy confiado dejó la puerta del corral   —215→   abierta. Cuando volvieron fue el gallo a su hogar a encender, y vio en el hogar dos luces encendidas. ¡Qué luces tan raras son estas! -dijo el gallo-, y acercándose vio que eran los ojos de un gato que se le abalanzó. Pusiéronse a pelear.

El pato que esto veía no paraba de repetir, -y Flora arremedando al graznar de los patos se puso a decir-: Paz, caballeros, paz, paz, caballeros, paz, paz.

-Flora, -dijo Marcial, con una voz tan honda que parecía salir de debajo de la tierra-, ese cuento es un libelo de la humanidad varonil.

-Es un cuento precioso, -dijo Flora riéndose.

-Es un cuento subversivo, antisocial, inmoral y profanador. Carece de dignidad y de lógica. Cuando vaya a las Cortes, propondré la censura de los cuentos.

-Como yo no aspiro a ser diputada como Vd. a ser diputado, Marcial, -dijo Flora, que se ahogaba de risa-, no estudio ni gravedad ni elocuencia.

-Fabián, -dijo Marcial a éste que entraba-, ven a convencer a esta burlonísima Flora, que dejando las flores por las espinas, acaba de hacer la más sangrienta sátira de todos los hombres: di que no eres pato, pues de patos nos ha puesto.

-No puede ser, Marcial, -dijo Flora-, lo más que hará es convencerme de que en esa familia hay cisnes, como me convenceréis vos, si os empeñáis en tomarlo a lo trágico, que en esa familia hay gansos.

-Este David me va a dar en la frente, -exclamó   —216→   Marcial-; pido cuartel, clamó alafia, imploro merced, me acojo a amnistía y deseo indulto. Siento, -prosiguió Marcial, dirigiéndose a Reina mientras Flora satisfacía la curiosidad de Fabián repitiendo su cuento-, siento haberte dado un mal rato anunciándote la ausencia del que vale, porque por más que desde algún tiempo te estás haciendo la desentendida, siempre que te hablo del que vale, sabes muy bien a quien aludo.

-Pero, Marcial, si absolutamente sé quien es ese que vale, ni lo que vale; solo sé tu dale que dale.

-El que vale, o cree que vale, es ese Tiburcio Cívico, ese antibello socialista, constándome tu parcialidad por él, parcialidad incomprensible, inconcebible, inexplicable e inaveriguable.

-¿Qué estás diciendo, Marcial?

-Que hay gustos, así como cuentos, que se deberían mandar recoger por orden de buen gobierno, porque preferirme a mí Marcial, ese pobre chico...

-Qué preferir, ni que preferir; te digo francamente, Marcial, que si me dan a escoger me quedo sin ninguno.

-¿Pues no lo has llamado Antony?

-¿Yo? ¿Dónde sacas semejante disfraz? Si jamás le he nombrado sino cursi abatido y abollado.

Al oír esto Marcial se levantó de repente.

-Voy, -pensó-, a decirle esto a Fabián para que vea lo inverídico, embustero, mentiroso y paparruchero que es ese Genaro, zorra sutil si las hay.

  —217→  

Apenas se alejaba Marcial cuando entró Genaro y vino a saludar a Reina.

-Acompaño a Vd. en su sentimiento, -le dijo esta con el aire de triunfo que tiene una persona que está en pugna con otra cuando puede mortificarla.

-No lo creo, -respondió Genaro.

Reina, que enseguida se había puesto a hablar con Flora, volvió bruscamente la cabeza, y dijo:

-¿Y por qué?

-Porque no sabéis sentir ni por vuestra cuenta ni por la ajena.

-Muchas gracias. Lo que decís, si se clasifica con indulgencia, se llama una fresca.

-Sí, así se suelen apellidar las verdades por aquellos que no quieren oírlas.

-Por cierto, -exclamó Reina con altivez-, que desearía saber el por qué vivís en la ilusión de poseer las llaves del sacristán.

-Diréis esto porque no adulo como lo hacen los que componen vuestra corte, y pueden daros patente de estar a prueba de empalago, porque no os traigo alborotando el barrio, la música como el magnífico coronel Astorga; no suspiro como el conde de Navia; no enflaquezco haciendo un prodigio, como el camaleón Villamarino que dice no ha hallado una herradura mash dura que el corazzzón de lash arishtócratas, y no canto con vuestro poeta laureado:


    Reina de los corazones,
infundes tanta lealtad...



  —218→  

-Calle Vd., calle Vd. ahora mismo, -exclamó Reina colorada como una amapola-; si volvéis a pronunciar una sola sílaba de los tales ridículos versos, a fe de Reina que...

-¿Qué, qué? -dijo con cachaza Genaro sentándose a su lado.

-Que os prohíba la casa.

-Con lo que probaréis sois Reina déspota y arbitraria, y haréis mentir los versos de Marcial, porque portándoos así, no podréis infundir tanta lealtad que se opongan los vasallos a que les deis libertad.

-Genaro, que llamo a mi madre, -exclamó Reina furiosa.

-¿Qué es eso? ¿Por qué riñen Vds.? -preguntó Marcial, volviéndose al oír las recias voces de Reina.

-Marcial, esta es la ocasión pintiparada que digáis; paz, caballeros, paz, -dijo Flora.

-Es, -respondió Genaro a Marcial-, que Reina desea se le impriman los versos que le compusiste, y porque le he dicho que eso prueba un deseo inmoderado de que luzcáis los dos, se ha incomodado conmigo.

-Es natural se haya sentido, -repuso Marcial-, porque no veo en ese deseo ninguna inmoderación.

-Pues ¡no ves, -decía en voz baja Reina a Flora enjugándose una lágrima de rabia-, no ves como me está provocando, como me trata, conque descoco me está calmeando, conque camastronería me saca de quicio y se queda riendo! ¿Puede esto tolerarse?

-¿Y por qué le haces caso? ¿Por qué te ocupas de él?   —219→   -respondió Flora-, ¿No hay aquí otros ciento que te están bailando el agua delante?

-Es que viene a buscarme.

-No tal; al saludarte echaste tu perrito de la silla en que dormía, como para que no le faltase a Genaro asiento a tu lado.

-Lo hice distraída; y para enmendar el yerro, ya que se ha sentado, seré yo la que me levante. Vente al piano, cantarás el mocito del barrio.

Levantáronse ambas y atravesaron el estrado ligeras y airosas como dos ninfas. Flora se puso al piano.

-Vamos, legionarios de Hebe, -dijo Marcial-, sigamos la atracción de la belleza, el imán femenino, la corriente de la elegancia, y el arrastre de la gracia. Donde va la Reina va la corte, donde va Flora van las mariposas.

¡Mientras Flora cantaba, como a Marcial no le gustaba la música y menos estar callado, le decía a media voz a Genaro:

-Antípoda de la verdad, antítesis de la sinceridad, adversario de la franqueza, hijo predilecto de la mentira, ¿cómo pudiste afirmar con esa seriedad llena de doblez que Reina llama a Tiburcio Cívico Antony?

-Calla, Marcial, que se está cantando.

-No quiero callar, zorra sutil, cuando no quiero no callaría ni en el congreso si me tocasen la campanilla, y que fuese esta del calibre de la de Glasgow.

  —220→  

-De Moscow.

-La de Glascow, -afirmó Marcial-; ¿si lo sabre yo? ¿Crees acaso que estás hablando con el ángel del silencio, como llamaba Fabián a Lágrimas? Estoy para mí que esa denominación la ha plagiado en uno de sus poetas franceses.

-Sí, -dijo Genaro-, la trae Paul de Kock.

-Bien lo decía yo; pero no estaba cierto si era Paul de Kock o Lamartine. Conque, hijo mío, se fue, llegó al instante fiero, Silvia de mi despedida, como dice Hartzenbusch en sus Amantes de Teruel.

-Lo dice Arriaza en su canción.

-Hartzenbusch en los Amantes de Teruel, -afirmó Marcial-. Tú como eres el mismo disimulo, Maquiavelo perfeccionado, no demuestras dolor en tu rostro juvenil.

-Hablas sobre suposiciones falsas y yerras, infalible Marcial.

-¡Yo errar! Herrar, queda bueno para mi amigo Tiburcio. No, no, me desdigo, un retruécano a costa de la amistad es desleal, innoble, indelicado; por no dicho. No sacrifico la amistad a un chiste, eso es bueno para un francés, y yo soy español por todos cuatro costados como la lonja.

-Marcial, ¿no oyes que se canta? -le dijo Reina con sequedad porque parte de su censura caía sobre Genaro-; el hablar cuando se canta no solo prueba mal gusto, sino falta de educación.

  —221→  

Concluía Flora de cantar, y así pudo contestar Marcial.

-Perdona prima, fue una distracción; además soy demasiado positivo para ser melómano.

-Marcial, -exclamó Fabián, temprano empiezas a ser positivo. A mí me choca tanto hasta esa palabra joven, raquítica, que haría pagar multa al que la pronunciase.

-Ten presente, hombre afecto a lo ideal; que tengo que renunciar a esto, puesto que quiero ser diputado: abandonar los senderos del Parnaso por los caminos vecinales; el cultivar las musas, por el cultivo de las tierras: la inspiración por la discusión; el cantar por el hablar. Pero vamos a ver: ¿es posible que a ti, poeta, te guste la música que siempre estropea los versos?

-¿No me ha de gustar, Marcial? -respondió Fabián con expansión-. La prosa es el lenguaje del entendimiento, la poesía el del alma, y la música el del corazón. Lejos de estropearlos, la música es a los conceptos lo que la expresión es a la fisonomía. La música es a la vez el presentimiento y el recuerdo de todos nuestros goces y de todos nuestros dolores; es la transición de nuestras sensaciones físicas y morales; la percibe el oído y la siente el alma.

-Pues, hijo mío, la música me choca, dijo Marcial, no tiene sentido común, lo que se dice cantando ni es conciso ni es claro. Si yo hubiese sido el Cancerbero, seguro que se hubiese llevado Orfeo a su mujer Berenice.

  —222→  

-Eurídice, -rectificó Fabián.

-Berenice, -afirmó Marcial-; dále, -añadió a media voz-, con el maestro ciruela.

-Otra coplita del mocito del barrio, -decía entretanto Genaro a Flora, que seguía sentada al piano, apoyándose en el respaldar de su silla-; cante Vd. las coplas que le ha compuesto Marcial a Reina, que se apropian a la tonada.

-No, no, -respondió riéndose Flora-, ha abdicado Reina su reinado sin tener en cuenta la lealtad que infunde, le escrupuliza deslucir las luces, y no quiere ser causa de extrañas anomalías. Cantaré mas bien aquella copla.


    ¿Cuál de los dos amantes
tendrá mas pena,
el que va de viaje
o el que se queda?



-Flora, -respondió Genaro-, una escritora inglesa8 ha dicho que los recuerdos de lo pasado no sirven sino para acibarar los goces presentes. Cante usted, Flora, cante Vd., pues le es tan apropiado el canto, que parece no debería Vd. hacer otra cosa; cante Vd. con esa voz que va derecha al corazón como una flecha.

-¿Qué es corazón? ¿Acaso lo sabéis? -dijo Reina, que aunque en conversación con otros, no había   —223→   perdido una palabra del coloquio de Flora y Genaro.

-Como no son mis vasallos, no podré saber tan bien lo que son, como su Reina, respondió Genaro.

-Marcial, Marcial, -exclamó ésta encendida de coraje-, si me vuelves a hacer versos, quedamos reñidos para siempre: no quiero que me canten, no quiero que me celebren; aparecer en versos, es peor que aparecer a la pública vergüenza en un pilar.

-Si todas las hermosas, bellas, lindas y bonitas pensasen como tú, -repuso Marcial-, no sabríamos los poetas donde dar de cabeza, y tendríamos que cantar a las ancianas, viejas, caducas y a las senectudes.

-Esto es hablar en razón, -decía Genaro a Reina mientras proseguía Marcial su demostración-; las mujeres no deben parecer bellas sino a los que aman.

-Ya, por eso queríais a la pobre Lágrimas, porque la anulabais en vuestro egoísmo.

-Por eso, -afirmó Genaro.

-Pues su padre, que ha sabido sus relaciones con usted está furioso, -dijo Reina con triunfante rabia-, y para cortarlas se la ha llevado; así, contadla entre los muertos.

-Nunca le conté por mucho tiempo entre los vivos, repuso con calma Genaro; la pobre no tiene un año de vida.

-¡Jesús! ¡Y con qué impasibilidad decís eso!

  —224→  

-Con la que se dicen las cosas que se saben de atrás.

-Entonces no la amáis.

-La quiero como a una hermana.

-Ella creía otra cosa.

-Lo siento.

-Eso es infame.

-¿Y qué queréis que haga? ¿Qué me vaya a buscar por esos mundos como un héroe de cuentos de encantamientos el hada que expende el elixir de larga vida, que estudie la homeopatía, o haga una promesa al patriarca Matusalén?

-No tiene respuesta lo que decís; sois un corazón de mármol; un Nerón, un hombre atroz.

-No le parecía tal a vuestra amiga.

-Porque no os conocía a fondo como yo.

-Pues más profundo de lo que creéis fondo, hay cosas que no conocéis.

-¡Buenas serán cuando tanto las ocultáis!

-No las oculto por malas, Reina.

-¿Pues entonces, por qué?

-Porque me place ocultarlas.

-No faltará quien os sonsaque para divertirnos con esos misterios de monte preñado.

-¿Preguntaréislos vos?

-¡Yo! Soy muy altiva para ser curiosa.

-O muy egoísta para interesaros por nada.

-¡Vaya con Genaro, qué solo le está dando a Reina! -decía Marcial a Flora y Fabián-; apuesto que   —225→   esa prolongada audiencia tiene aburrida a nuestra soberana.

-No parece, -repuso Flora-, ni tampoco que sea necesario que vayáis a decir ahora: paz, caballeros, paz.

-¿Eres celoso, Marcial? -preguntó Fabián.

-¡Jesús! Como un Petrarca.

-Un Tetrarca, Marcial.

-Un Petrarca, Marisabidillo, bien sé lo que me digo, pero no lo estaría nunca de ese buen muchacho, que no tiene bastante maldad, ni calza bastantes puntos para hacerme a mí mal tercio. No obstante, el fuego junto a la estopa, el diablo sopla. Le voy a recordar a su amado bien, así de una pedrada mato dos pájaros. Interrumpo la conversación y doy otro curso a las ideas.

-¡Genaro! -prosiguió acercándose a éste-. ¿Dónde estará? ¿Qué estará haciendo ahora aquella suave niña, que ha pasado entre nosotros como una flor blanca y sin espinas, dejando al pasar un recuerdo que parece un perfume?

-Vaya, -dijo Reina-, cuando estaba aquí no le hacías caso, y ahora te remontas en los zancos de la retumbancia para celebrarla.

-Es un interés retrospectivo, -respondió Marcial-, me interesa... Siempre parecía decir aquel refrán de los indios orientales: más vale estar sentada que en pie, acostada que sentada, muerta que acostada.

-¡Dulce flor de los trópicos! -añadió Fabián con   —226→   la mirada vaga con que fijaba en su mente de poeta las imágenes que evocaba la fantasía o el recuerdo-, ¡desterrada de su frondoso y caliente suelo! Que conserva algo de lo extraño y desconocido de aquellas selvas, que se marchita en suelo extraño por no hallar invernáculo de cristal que la defienda del frío ambiente que la rodea.

-Bien dicho, Fabián, -observó Flora-, ¡pobrecita! Con ese monstruo de padre que se lleva la flor a una nevera. ¡Tirano, verdugo, asesino!

-¡He! -dijo Reina a Genaro-, ahora falta que le compongáis vos la cuarta estrofa a ese poema laudatorio.

-Se la escribiré, -respondió Genaro a media voz.

-Haréis bien. Si no sabéis cómo dirigirle la carta, la incluiré en la mía, -dijo Reina afectando ligereza.

-Mañana la traeré, -respondió Genaro.

-Es, -añadió Reina-, que yo le escribiré también para decirle el caso que debe hacer de la tal carta.

-Si fueseis capaz sólo de comprender el amor, ya que no lo sois de sentirlo, sabríais que os cansaríais en balde.

-¿Y por qué?

-Porque, Reina, es tan poderosa la voz del hombre para la mujer que le ama, que ninguna otra oye cuando ella suena.

-¡¡Qué fatuidad!!

-No es fatuidad, Reina, puesto que esto consiste, no en el mérito, del hombre sino en la fuerza de   —227→   amor que hay en el corazón de la mujer, cual Dios la crió para la felicidad del hombre. Vos no sabéis nada de eso.

-Ni quiero.

-Sois una amazona.

-No, porque no combato; sólo desprecio.

-¡Con eso se gana la gloria! -repuso Genaro.

-¿Con qué, don Teólogo? -preguntó acercándose Marcial.

-¡Con la paciencia! -contestó Genaro.



  —228→  

ArribaAbajoCapítulo XIX

A la noche siguiente trajo Genaro la consabida carta para Lágrimas, que Reina tomó y guardó al entregársela Genaro con la mayor indiferencia, aunque rebosaba su corazón de un sentimiento amargo y airado cuya causa no definía, pero que originaba una infinidad de sentimientos contradictorios.

Vehementemente excitada por ellos, se encerró Reina aquella noche en su cuarto, después de haber cortado a tajos y reveses las cabezas a las esperanzas de Marcial, que semejantes a las de la hidra, volvían tan luego a nacer, y a imitación de las plantas brotaban más lozanas después de podadas. Sacó Reina la carta de la faltriquera de su vestido, y la tiró con desprecio sobre la mesa. Notó entonces que la carta no estaba cerrada y se paró.

  —229→  

Dice el poeta alemán Müllner en su famosa tragedia, La culpa:

«Cuando el mal no es más que pensado, no existe. Si se hace en profundo misterio, sin más testigo que el corazón, aun no existe; y ahí está, ahí está la terrible asechanza del infierno, que es, dar al hombre el poder de ocultar sus maldades pensadas, pues con esto le arrastra a cometerlas en secreto, prometiéndole quedará oculto el hecho, así como oculto quedó el pensamiento».



Y si sacamos un solemne trozo de tragedia en unas circunstancias sencillas y cuotidianas como las que vamos trazando, es porque hay hechos en la vida, que se califican de naturales y no lo son. El acechar, el leer un papel destinado a otras manos, son hechos que no sólo carecen de honradez, de nobleza y de dignidad, sino que son una culpa, una infamia.

No conocen esto bastante los jóvenes, ni se les inculca lo suficiente. Hay reglas de honor que las madres deberían inculcar a sus hijos con más esmero que el germen saludable que los ha de libertar de una enfermedad mortal: reglas que deberían los niños sacar de las entrañas de sus madres, para nutrir su corazón, como lo hacen con la leche de sus pechos para nutrir su vida. El respeto al secreto ajeno es una de ellas, en cuya observancia no cabe ni puritanismo ni exageración, y que en la juventud, y con colorido de broma, se desatiende, con una ligereza   —230→   que no admite el asunto, que es grave, y en el que no hay nada indiferente.

Reina arrastrada por un desleal impulso, pensó en leer aquella carta que no era dirigida a ella; la nobleza instintiva del carácter español, a falta de principios fijos y fundamentales, que le faltaban, le hizo rechazar con dignidad esa innoble tentación. Pero volvió, porque estaba sola y la noche aleja testigos; volvió porque la carta abierta no se cuidaba de ser leída; volvió porque aquel papel no podía conservar vestigios de sus miradas; volvió porque el mal espíritu le infundió, quedaría oculto el hecho así como el pensamiento. Reina, no obstante, no se rindió sino a esta sencilla, pero sofística reflexión: Si Lágrimas estuviese aquí, ella que nada me ocultaba, me la hubiese enseñado; le escribiré que la he leído; no se enfadará por eso.

Una vez decidida, se acercó a la mesa, abrió con mano firme la carta, y leyó:

«Como sé que leeréis esta carta, me dirijo a vos, Reina».



Reina quedó aterrada y confundida.

-¡Insolente! -exclamó indignada-. ¡Qué osadía! Pero ¿qué puede decirme?

«¿Habéis podido creer jamás, Reina, que yo amase o pudiese amar a otra que a vos? He buscado la sombra del árbol encumbrado, para poder así oculto en ella, medir la altura de sus ramas, calar la profundidad de sus raíces esto he hecho».



  —231→  

-¡Me ama! -exclamó Reina, dándose cuenta de su triunfo, pero no de su profundo goce. Y cual si el papel adivinase sus pensamientos y les contestase, añadía la carta:

«No digo por eso que os amo. Todo en mí, Reina, está sujeto a la voluntad, y sufre su freno. Yo, Reina, como el prudente marino, que no se arriesga en una ensenada hasta saber que no tiene escollos, no os amaré hasta convencerme de que será apreciado y correspondido mi cariño; si lo fuese, entonces, Reina, os amaría como debéis serlo, porque yo solo sé apreciar lo que valéis, y amaros con el amor digno de la que lo inspirase: este sería un amor para el que fuesen pocas todas las facultades de mi ser, todas las fuerzas de mi alma, y corta mi vida entera: porque yo no os quiero por hermosa, como os quiere Marcial; ni por discreta, como os podría querer Fabián; os quiero por difícil de asir como el águila, y difícil de retener como la serpiente; os quiero porque con vos, amar es lograr un triunfo, y perseverar un combate.

»Pero, Reina, con la misma franqueza que os digo esto, añado que no os pido vuestro amor como una gracia, cuando en cambio os ofrezco el mío. No quiero que la mujer que yo ame alce sus ojos para mirarme como Lágrimas, ni que los baje como vos pensáis poder hacerlo hacia los que os aman».



-¡Esto no se puede leer! -exclamó Reina tirando la carta-. ¡Tal orgullo, tal insolencia, tal osadía!

Reina, cuyas mejillas ardían, cuyos ojos chispeaban   —232→   de rabia, dio varias vueltas por el cuarto, poniendo su mano blanca y fría sobre su ardorosa frente se soltó su hermoso cabello, que quedó colgando sobre sus hombros como las suaves y brillantes caídas de un manto de terciopelo. Pero al cabo de un rato se volvió a sentar y prosiguió su lectura.

«La mujer que yo ame, Reina, ha de estar a mi nivel y mirarme cara a cara como se miran seres de un mismo valer y de una misma alzada. La mujer que yo ame ha de olvidar el yo, ese yo que lleváis vos por cima de vuestra frente, como lleva su estrella la ninfa que figura la mañana; ese yo, Reina, tiene que palidecer ante el , como palidece aquella ante el sol».



-¡Hácese valer con inaudito descaro ese presuntuoso! -exclamó Reina-; cree merecer más que los otros todos. Pero si es cierto también, -añadió en lentas y sentidas palabras, apoyando su frente sobre su mano-, que vale más. ¿Es orgullo sentir su valer? ¿Es ostentación reconocer su fuerza? ¡Cuántos quieren imitarlo y sólo logran ser ridículos, impertinentes y fatuos! Pelea porque son brillantes y diestras sus armas; mas no por eso ha de vencer, puesto que no quiere gracia, sino triunfo. No sabe aun con quien se las aviene. Amainará o abandonará la empresa.

Al cabo de un rato añadió la joven tan excitada por diversos sentimientos.

-Sí, sí, él sabrá amar como ninguno, sabrá apreciar, embellecer saborear y eternizar el amor que   —233→   Marcial engulle, y Fabián despilfarra. Es el amor para Genaro un sentimiento, una esencia que concentra, y para los otros es un pebete que disipan en humo.

Reina volvió a coger la carta y leyó:

«No os apresuréis en contestarme ni deis ligeramente un fallo que conmigo, Reina, es indefectible causa para no insistir».



-¿Qué tal? -exclamó Reina-, volviendo a montarse en su despecho.

«No sea, -prosiguió leyendo-, esa corta sílaba, el no o el pronunciado al aire, puesto que no se ha de desvanecer en este como las notas de vuestro piano. Pensadlo bien, no sea que os arrepintáis del o que os pese el no.

GENARO».



-Esta carta es un portento de atrevimiento, una obra maestra de insolencia, -dijo Reina casi acongojada-, ganas tengo de llevársela a mi madre. Pero no, no puede ser, le diría que no volviese; más vale hacer como si no la hubiese leído. ¡Jesús! ¡Eso no puede ser tampoco, porque de no haberla leído, debería llegar a manos de Lágrimas, y esto es imposible! ¡Qué perfidia! ¡Cómo con esa carta que me dio abierta me ha colocado entre la espada y la pared! ¡Oh! ¡Ojalá no la hubiese leído!

En todo este monólogo de Reina, en que luchaban un amor enérgico y un orgullo inmenso, no hubo,   —234→   tal es el profundo egoísmo de estos dos sentimientos un leve recuerdo, una leve consideración para aquella pobre ausente e infeliz criatura, la que entretanto guardaba en su corazón como en un tabernáculo, el amor y la amistad más tiernos y consagrados. Y esto lo vemos escrito y nos conmueve, y lo vemos pasar ante nuestros ojos todos los días y nos deja fríos. ¿Se siente más con los dolores que nos pinta la imaginación, que con los que nos enseña la realidad? Es probable, así como en los sueños son las sensaciones más enérgicas.

Reina no durmió aquella noche, y cuando el alba vino suavemente a despertar a los pajaritos que ante su ventana empezaron uno a uno a darse pitando los buenos días, Reina, pálida y ojerosa, escribía con soberbia y con lágrimas estos renglones al pie de la carta de Genaro.

«Sí, leí la abierta carta, tenía curiosidad de ver el cómo engañaba un falso a una confiada. Tenéis muchas cuerdas en vuestra guitarra, pero ninguna al diapasón de mi voz».



A la noche, Reina con la cabeza más erguida que nunca, devolvió la carta a Genaro; éste la tomó, se sentó enseguida a una mesa de tresillo, de la que no se levantó sino para retirarse a su hora acostumbrada.

Al llegar a su casa leyó los renglones que había escrito Reina.

-Primera descarga, -dijo-, pólvora doble y bala roja;   —235→   retirémonos, que una retirada a tiempo aprovecha más que un importuno ataque. Tomemos cuarteles de invierno; mutis.

Genaro dejó de ir a casa de la Marquesa, pasando a pesar de su aparente flema, los días desesperados y rabiando; mientras Reina pasaba las noches llorando y renegando de sus lágrimas.

Algún tiempo después recibió esta una carta de Cádiz, era este su contenido:

«Reina mía de mi corazón. No te he escrito antes porque al llegar aquí tuve uno de mis ataques que me ha tenido a las puertas de la muerte. Aunque he salido de la gravedad, no acabo de restablecerme, porque dice el médico que este pueblo me sienta muy mal; pero es también, a mi parecer, porque no puedo sobrellevar vuestra ausencia.

¿Qué te diré de mi viaje? Sólo el acordarlo me horroriza. Cuando al salir del río el barco empezó su pugna con las olas; cuando estas vinieron a asaltar sus costados somo para medir su altura; cuando me consideré en medio de esas pérfidas, sin más punto de apoyo que el equilibrio, pensé morirme de angustia, y esto que no estaban soberbias; eran cortas y pequeñas aunque espumosas, y parecían huir del viento que venía de tierra, como una manada de carneros que huye del lobo. Consideraba, Reina, cuán sin misión desafía el hombre a los elementos, y temblé, porque no es la temeridad una virtud, es un exceso. El peligro no se hizo para buscarlo, sino para precaverlo.

  —236→  

Me decías para animarme, Reina mía, que Cádiz era bonito; tú no lo has visto: figúrate muchas piedras, mucho hierro, casas altas y apiñadas en líneas rectas como filas de soldados, sombrías murallas que miran a los que se acercan, con sus cañones que parecen ojos amenazadores, esto es Cádiz, una cárcel grande rodeada de mar. Como apenas he salido, no he visto aun una suave hoja verde que me recuerde que la tierra cría flores. Sólo en un balcón de la casa de enfrente abre un árbol de pascua deshojado sus rojas flores, que parecen sangrientas heridas en un cuerpo exhausto. Me han dicho que ese arbusto cuando se le hiere desangra y muere; yo creo que perderá también mi corazón toda la suya, por la herida que le ha hecho vuestra ausencia.

De día me distraigo con mirar a las nubes, aunque se ría esa alegre Flora, a la que envidio su alegría y aun más el estar a tu lado; me embelesan esas surcadoras del cielo, que en él dibujan tan fantásticos cuadros. He observado que entre ellas las hay buenas y malas; las buenas las llama el sol para sí, y se elevan hasta perderlas de vista; las otras las castiga desterrándolas a la tierra en la que caen llorando.

Pero de noche, Reina, en que no puedo dormir, que la debilidad me ha quitado el poco sueño que disfrutaba, me oprime la angustia el pecho, cual si me faltase el ambiente. Tú, Reina, no sabes lo que es angustia. ¡Ojalá nunca lo sepas! La angustia, Reina, es una agonía del alma, con la que no se cabe en el   —237→   mundo, y sólo se ansia por el cielo; todo lo causa, pero sobre todo la noche y la mar, y aquí toda la noche oigo un horroroso bramido. Es este tan terrífico, que a veces creo que se rebela la mar contra el poder de Dios que le puso límites, porque sólo blasfemias pueden sonar tan espantosas. Otras veces cuando no está tan brava suena tan triste, que me figuro debe padecer y que se queja, porque abrigue en lo profundo de su seno algún gran dolor, y eso será la causa de que se agite tanto y sean tan amargas sus aguas. ¡Mi pobre madre lo sabrá, pues en su seno yace! ¡Madre mía! ¡Madre mía! Único ser que me ha querido; puesto que tú, Reina, ni él tampoco, me queréis como yo os quiero, y no os reconvengo por eso; el querer como la tristeza y la alegría, son cosas que el sentirlas no penden de la voluntad, y así serían en mí vanos los esfuerzos que hiciese para quereros menos, por tal de aliviar el dolor de la ausencia. Él no me ha escrito, Reina, y ha hecho bien, pues no debo recibir cartas sin autorización de mi padre, y si se la pidiese, no me la daría. Pero tú, Reina mía, ¿por qué no me has escrito? ¿No sabes que aunque me estuviese muriendo, volvería la vida a mi corazón una carta tuya?

Reina, una cosa te pido, ¡no me la niegues! No estés tan amarga como él, y quiérelo por amor mío: dile de mi parte, que pondremos el porvenir en manos de Dios, y que mientras me quede una esperanza, habrá un punto claro en mi vida, como se ve entre nubes una estrella recordar que hay cielo.

  —238→  

Ambos están Vds. en mi corazón como dos ángeles que lo sostienen en sus sufrimientos.

Perdona, mi triste carta, ¿pero acaso concibes, que se pueda no estarlo en la ausencia?

LÁGRIMAS».



Después de unos días contestó Reina a su amiga.

«Mucho siento, hija mía, que hayas vuelto a tener uno de tus ataques: me hubiese alegrado estar a tu lado para asistirte. Espero que seguirás aliviándote y que te vaya gustando más Cádiz, y algún gaditanito por agradarte a ti, del gusto de tu padre, ya que tan mal le parecen los bolsi-vacíos de por acá.

No te he escrito aguardando lo hicieses tú, como suelen hacerlo antes los que se van.

No me hablas casi sino de la mar, y sabes que no debes parar, tu imaginación en esas cosas que te impresionan mal. La mar no es más que mucha agua, muy estúpida, que va donde el viento la lleva, y que a nadie puede ni mojar la punta del pie si no la va a buscar. Más valiera que me dijeses, si has visto al Hércules de la Alameda, tan famoso por lo feo, y si es como me lo he figurado idéntico a tu padre. Cierto sujeto ha sabido, que ese señor ha hablado de él en términos groseros y ofensivos. Como es tan orgulloso, no le habrá hecho gracia, pero como también   —239→   es muy disimulado, no le ha hecho una arruga la frente.

La ausencia labra de distinto modo en cada cual. En Marcial ha sido entusiasmándolo tanto por ti, que te llama flor suave, blanca y sin espinas. Si lo deseas o sin que lo desees, te hará un ciento de versos, y hasta diputada, cuando él lo sea. Por mí te lo cedo sin que tengas que darme las gracias: mi querido primo bien podrá llegar a ser diputado, pero jamás llegará a ser disputado. Fabián acaba de llevar un réspice del rector, porque no estudia leyes; se ha consolado con componerle una meditación a la pereza. No olvida la perla, ni Flora tampoco, y dejan de reír para hablar de tu ausencia.

Mi madre, D. Domingo, y sobre todo yo, nos acordamos de ti con mucho cariño. Adiós, cuídate mucho, y no des memorias a tu padre.

REINA».



¡Qué lectura para la pobre niña para la cual era esta carta el único lazo que unía su corazón a la vida! ¿No existen, se decía después de haberla leído, son ilusiones el amor y la amistad? No, no son ilusiones puesto que los siento en mi corazón. Pero si existen en ellos, ¿se expresan acaso así? No dice que han sentido mi ausencia, ni él ni ella... ¡No dice que desean verme! Su tono burlón y chancero de   —240→   siempre; lo veo, mi ida no ha dejado allá vacío, ni mi presencia huellas. ¿Por qué no me querrá nadie a mí? ¿Es culpa mía? ¿Es culpa de ellos? ¿Es que no lo merezco? ¿Es mi suerte? ¿Es una maldición? ¡Es una herencia! -añadió estremeciéndose al oír en el patio la voz de su padre, que despedía con aspereza a un pordiosero.

Lágrimas se asomó al barandal del patio y vio a la pobre negra estúpida que la había criado que su padre le había dicho había vuelto a América, pero que en realidad por vieja r inútil había echado a la calle, la que apoyaba una mano en su muleta y extendía la otra hacia su amo, pidiéndole con angustia socorro.

-¡Francisca, Francisca! ¡Pobre Francisca! -gritó Lágrimas-, ¡aguarda, aguarda!

Pero en aquel momento cerró su padre con estrépito el portón.

Era tal la timidez de Lágrimas, y el terror que tenía a su padre, que no se atrevió a insistir en ver la negra, y huyó a su cuarto en el que le dio una fuerte congoja.

Cuando se hubo serenado, llamó a un galleguito que hacía los mandados, y como no tenía dinero, porque jamás se lo pedía a su padre y que éste no era hombre de dar espontáneamente, le entregó unos zarcillos de oro que habían sido de su madre, para que se los diese a la negra, con el fin de que los vendiese y se socorriese con su importe. Como apenas   —241→   comía la pobre niña, guardó y enviole su almuerzo con el muchacho a la infeliz negra.

-La señorita almuerza mejor, -decía la criada a D. Roque-, me parece que se va reponiendo; -con lo que vivía tranquilo el tierno padre, y así, aunque la pobre niña, que rara vez podía acostarse, pasaba sus noches sentada en una butaca, aunque estaba tan delgada que sus huesos parecían querer traspasar el fino y blanco cutis que los cubría con un holán, aunque el médico repetía era urgente sacarla de Cádiz, D. Roque respondía: veremos.



  —242→  

ArribaAbajoCapítulo XX

JUNIO, 1848


-¿Una carta? -Decía Genaro a Marcial, al verlo esconder lo más visiblemente que pudo un papel-. Feliz mortal, si una esperanza se te marchita, otra florece; apenas tu entusiasmo amistoso te ha arrebatado una conquista a medio cuajar, cuando van saliendo otras del cascarón como pollos piando; ¡qué estrella tienes! Es una gallina sobre huevos.

-Esto daría materia a Azais para añadir un capítulo más a su obra sobre las compensaciones, -opinó Fabián.

-Ya salió lo francés, -dijo Marcial-: manso Dauro, estoy para mí que le envidias su posición al Bidasoa. Y ya que hablamos geográficamente ¿sabéis que estoy componiendo una geografía poética para enseñarle esta ciencia a Reina, que no la sabe, ni la conoce, ni la aprecia, ni la admira?

  —243→  

-¿Y será acaso medio en prosa, medio en verso, como Dumoustier enseñó la mitología a Emilia? -preguntó Fabián.

-No, no plagio yo a nadie, soy original, a punto de merecer como escritor, este distintivo exclusivo, como lo lleva el pecado de Adán. Queda bueno para ti, Dauro de afrancesadas aguas, el plagiar a Paul de Kock ángel del silencio.

-¿Qué estás diciendo, Marcial? -exclamó Fabián soltando una carcajada.

-Nada, nada, padre Dauro, sino que no se me da gato por liebre.

-Vamos, Marcial, danos una muestra de tu geografía poética, -dijo Genaro-; si la imprimes cuenta con mi suscrición. Empieza por España nuestra patria.

-Pues oid, escuchad, atended y enteraos. La España es una ninfa.

-¡Hola! -dijo Genaro.

-La pintarás en las astas del toro señorito, como la otra ninfa Europa en las astas del toro Júpiter, -añadió Fabián.

-Calla, manso Dauro, cántale la nana a tus aguas, y no me distraigas. Esta ninfa morena y garbosa tiene por cabeza a Cádiz, por corazón a Sevilla, y por estómago a Madrid.

-Muy bien, muy bien, -dijo Genaro, ¿y dónde dejas tu residencia?

-¿Queréis callar, o callo yo? -repuso impaciente   —244→   Marcial-. Cataluña es su mano derecha, Galicia la izquierda, que es menos diestra. La Sierra-Morena es un cinturón del que pende Granada, que es un hermoso alfanje moruno cubierto de pedrería. Valencia es un ramo de flores y cintas con que se adorna su lado derecho. Toledo la escarcela sobre la que está estampado en oro su escudo de armas. Los Pirineos, la verde guirnalda que guarnece su túnica. ¿Es esto o no, darle un colorido poético aun a las ciencias más positivas? Esto es la mnemónica que sacaron los alemanes a bailar (pero que por lo visto no ha bailado más que una alemanda), afianzar en la memoria las ideas por signos: se apellida así por derivar el nombre de Mecnosine, diosa de la memoria, madre de las musas y...

-Toma aliento, Marcial, que peligran tus pulmones, -dijo Genaro-: sigue tu curso de geografía y deja a los alemanes que por lo presente están reñidos con las musas, las ciencias y la cordura, y dinos qué es Gibraltar de la ninfa?

-Un cáustico en la cabeza.

-¿Y Portugal? -preguntó Fabián.

-Portugal, Portugal, -dijo Marcial-, no me había acordado de Portugal. Portugal es su joroba. Basta de geografía, -añadió-, que tengo que salir y se me va pasando la hora. Caspitina, cerca de las doce; con el curso de geografía se me ha ido el tiempo, y media cara que me queda que afeitar.

Marcial cogió con denuedo la navaja de afeitar,   —245→   dándose tajos y reveses en su soplado carrillo.

-Pero, vamos, -le dijo Fabián-, ¿a qué andas con tapujos? ¿De quién es esa carta?

-Mía.

-Lo infiero, pero ¿quién la escribió?

-No ignoras, puro y manso río, que el honor obliga a veces a ser reservados a los hombres, aun con sus más íntimos.

-Sí, pero tú lo has dicho: tú, Genaro, y yo, somos tres unos que formamos un solo tres, como en la cartilla.

-No puede ser, no me dejo arrastrar por tu suave corriente, Dauro. Punto, pues, si sois mis amigos.

Acabose de vestir Marcial, se puso un frac y dejó el gabán, con el que había entrado por la mañana, rodando sobre una silla según su loable costumbre; se estiró el chaleco, encasquetó el sombrero y salió.

Apenas había vuelto la espalda, cuando Genaro, que había observado cuanto había hecho, y notado que había dejado olvidada la carta en el gabán, se levantó, corrió a la silla en que estaba, sacó la carta y leyó.

«Querío Massial: -La pejiguera de mi tía, no me eja ni a sol ni a sombra; pero mañana por la mañaita, como que es sábao, se va su mercé a jofifar la escalera en ca D. Luardo el meico, Asina poé verte a las oce en la plazuela de los Trapos; tráete algo que meter bajo los olientes, más que sea un bizcocho de Mallorca, que si   —246→   tú tienes capricho como ices por mí, yo lo tengo por ellos. Abú, real moso. Dios te dé lo que te falta.

SALÚ».



Apenas concluía Genaro de leer la esquela, cuando se oyeron en la escalera las zancajadas apresuradas de Marcial, que venía subiendo. Volvió Genaro a guardar la esquela en el bolsillo de que la había sacado, y se sentó gravemente en la mesa, en la que siguió escribiendo.

Entró Marcial con estrépito, acelerada la respiración, y fijó en sus amigos una mirada escudriñadora.

Viendo a Genaro, que tenía de cara, impasible, se serenó y se dirigió hacia la silla en que estaba su gabán.

Mientras sacaba de la faltriquera la carta cuyo olvido lo había hecho volver con tanta precipitación, murmuraba.

-¡Las doce y media! Entre estas y las otras he perdido media hora. ¡Inexacto a una cita! Es esto poco galante, poco delicado, poco caballeresco y poco juvenil.

Entretanto, Genaro había hecho una seña a Fabián, ambos se habían salido silenciosamente del cuarto y habían cerrado la puerta por fuera.

-Vamos, jóvenes, abrid, -dijo Marcial-, no es sazón de bromas, que tengo prisa.

-Si no necesitas salud, hombre, que te sobra, -dijo Genaro desde el lado de afuera.

-Vamos, vamos, Genaro, zorra sutil, taimada, astuta y socarrona, abre que me haces mal tercio y comprometes mi formalidad, exactitud, puntualidad y galantería.

-Ya es tarde, Marcial, -dijo Fabián-, y para poca salud, más vale ninguna.

-Fabián, Fabián, traidora y profunda agua mansa, abre, abrid, que me incomodo de veras; no seáis los perros del hortelano.

-No hay perros del hortelano; Genaro ha ido a avisar a tu Ariadna que no viene Teseo, pero que no le faltará un Baco.

Al oír esto Marcial, furioso se puso a patear y a dar voces y golpes en la puerta.

Fabián se esquivó, y cuando la patrona acudió al oír el estrépito, y mandó abrir la puerta, por deprisa que corrió Marcial a la plazuela de los Trapos, halló muchos de estos; pero en cuanto a prendas de más valor, no había ninguna.

Aquella misma noche decía la alegre Flora a Reina:

-Te contaré una cosa muy graciosa que me ha contado mi hermano, que la sabe por Fabián. Hoy a las doce parece que tu fidelísimo y consecuente apasionado Marcial, tenía una cita amorosa con una locuela de medio pelo. Lo supieron Genaro y Fabián, lo encerraron, y la linda alhaja de Genaro fue   —247→   a consolar a la citadora cursi de la ausencia de Marcial.

Reina sintió al oír esto tan punzante dolor, y tal movimiento de ira, que se te llenaron los ojos de lágrimas. ¡Qué infamia! -exclamó.

-No, mujer, -dijo Flora-, no seas tan acerba: calaveradas, falta de buenas costumbres, inmoralidad, chabacanerías, pero no exageres, infamia no.

-¡Ah! ¿Y tú no crees infame, vil, criminal y bajo, revolcarse en tales inmundicias, tales lodazales, y luego venir a decirnos que nos quieren? Atreverse a pretender que los amemos, brindarnos un corazón en el que tiene parte una rabanera, es infame, te digo.

-Mujer, -repuso Flora con extrañeza-, ¿quién había de haber pensado que te interesases tanto por Marcial, a quien de continuo estás haciendo burla? Vamos, que no se puede uno fiar de las apariencias masculinas y femeninas. Si lo hubiese sabido no te lo habría dicho.

-¡Corazón perverso, y costumbres disolutas! Es completo, -murmuraba Reina.

-¡Quién había de haber pensado que te interesaba Marcial, Reina!

-Flora, por Dios. ¿Quieres callar?

-¿Prefieres al coronel Astorga que tan enamorado está de ti? Es por cierto un buen mozo.

-Calla, Flora, es un uniforme metido en un uniforme; cuando me habla, siempre oigo tambores.

  —249→  

-¡Vaya con la delicadita de gusto! Vamos, que el predilecto será el marqués de Navia que tu madre recibe tan bien.

-Es un tonto forrado en fatuo.

-Espero que no recaerá la preferencia en Fabián, pues en ese caso preciso sería recurriésemos al verdugo de Salomón.

-No, no, Fabián te quiere a ti, es decir, te quiere todo lo que puede querer un poeta.

-¡Oh! No hay cuidado, hija mía, -dijo riéndose Flora-, que nos engañamos mutuamente. Si él me prefiere la musa, yo le prefiero un buen novio, como te lo probaré, el día que se presente. ¿Y Genaro?

-Es un monstruo que abomino, -exclamó Reina

-Vamos, amiga, que el que habla mal de la pera...

-Si esa pera hubiese sido manzana del paraíso, y yo Eva, es cierto, Flora, que habría perdido su tiempo la serpiente.

En este momento se acercaron Marcial y Fabián.

-Dígame Vd., -le dijo Flora- ¿qué se ha hecho de Genaro, que tantos días ha que no vemos?

-Genaro es un arcano, -respondió Marcial-; se mete en sí mismo, es decir, está ensimismado. A veces creo que posee el sombrero de Merlín, así como posee su saber y sus picardías.

-Siempre que vamos a casa lo hallamos estudiando, -añadió Fabián. Además padece, y está de mal humor; le están saliendo las muelas del juicio.

  —250→  

-¿Te han salido a ti, primo? -preguntó Reina con mal humor a Marcial.

-Si me saliesen me las arrancaría, -contestó éste-, que seguía en la ilusión que a las bellas les hacían gracia los calaveras, y perseveraba en tomar por modelo a D. Miguel de Mañara.

-Apuesto, -dijo Flora-, que Genaro no viene, porque tendrá la cara hinchada y estará feo.

-¡Feo Genaro! -exclamó Marcial-, ¡oh, qué suposición! ¡Genaro feo! ¡Genaro el Antinoo extremeño, el Narciso que se mira en las aguas de la fuente del Abanico! ¡Qué suposición! ¡Qué suposición! Flora, en su vida se la perdona a Vd. el Adonis maquiavelesco. Genaro, como la luna en su menguante, no perdería nada de sus encantos por tener una mejilla más abultada que la otra. Predigo a Vd., Flora, que al saber la extraña suposición de Vd. dejará sus recuerdos amorosos, y pasatiempos estudiosos, para venir a probar a Vd. que su bien parecer, hermosura, bonitura y belleza, están a prueba de bomba y de hinchazones.

-¿A qué dices todo eso, Marcial, -dijo Fabián-, si las mejillas de Genaro están sin novedad como las patrullas, y sin las menguantes y crecientes de la luna?

-No lo creo, -dijo Flora.

-¿Aunque yo lo asegure? -preguntó Fabián.

-Aunque lo asegure el obispo. Mientras no me desengañe por mis ojos, he de creer que está hecho,   —251→   Genaro, un Quijote a la derecha, y un Sancho a la izquierda.

Toda esta disparatada conversación, en la que Flora procuraba evidentemente que volviese Genaro a la tertulia, le fue repetida por sus amigos; él, que no deseaba sino un pretexto para volver en casa de la Marquesa, fue a la noche siguiente. Pero siguiendo la táctica que se había propuesto, sólo saludó a Reina, y se alejó después de haber trocado algunas bromas, con Flora, sobre la dolencia, con la que lo gratificaba.

-No se apresuraría tanto ese presumido de Genaro, -dijo Marcial- en vindicarse de algunas de sus muchas picardías como se apresura en probar que su carita sigue sin novedad en su importante hermosura. Pero, Reina, ¡qué distraída estás! ¡No hay quién te saque una palabra!

-Tengo un humor de ministro de Hacienda.

-¡Ya! ¡Cómo que todos te piden audiencia!

-Y que a nadie quiero darla.

-Ven, Genaro, -decía Fabián-, ven para que Reina se convenza que no dejabas de venir por desfigurado, como opinaba Flora.

-¿Conque también Reina creía que yo no venía por esa causa? Eso es atribuirme un excesivo deseo de parecer bien que no tengo, -dijo Genaro.

-Es una suerte, -respondió Reina-, no abrigar deseos que no siempre son realizables.

Por una de esas casualidades siempre propicias   —252→   a los amantes, un amigo suyo llamó en este instante a Marcial, y Genaro ocupó su asiento al lado de Reina.

Arribos hacían heroicos esfuerzos para parecer serenos.

-¿Habéis pensado vuestra respuesta? -preguntó Genaro tan bajo, que apenas Reina lo oyó.

-¿Pues qué, -contestó ésta-, acaso no la he dado?

-Aquello no era respuesta, Reina, era un brote de coraje, al ver que había adivinado que leeríais mi carta. Os decía, que tomaseis tiempo para decidiros, por consiguiente, no podía tomar aquella tremenda por una respuesta.

-Pues la tremenda era respuesta, o la respuesta era tremenda. No hay otra, que a mí no se me impone tiempo para nada, pero menos que nada, para contestar; una respuesta me ahoga.

-Reina, Reina, por soberbia, por orgullo nos vais a hacer a ambos desgraciados. Pues qué, ¿os placen sólo aduladores? ¿No queréis si no rendidos a vuestro desdén, y no sabéis apreciar al hombre que se rendirá al amor sí, a la altanería no?

-Pero si no os quiero, -contestó Reina en voz trémula.

-¿Y por qué no, Reina?

-Porque no quiero quereros, y que yo también obedezco a mi voluntad.

-¿Conque es sólo porque no queréis, que no me amáis?

  —253→  

-Aunque fuese sólo por eso, ¿os parece poco?

-Me parece mucho, porque la terquedad es un enemigo inatacable.

-¿Conque es terquedad?... ¡Pues está bien!

¡En vos, sí, Rema, así como en mí, no es sino la prudencia que está como el ángel ante la puerta del paraíso, hasta que me abráis.

-Haríais un infierno del paraíso.

-No pensáis lo que decís, Reina; cual la frondosa y lozana vid que no se podó jamás, necesitáis un sostén, pero de tal fuerza que no lo quebréis; este vos sola le podéis elegir y graduar su resistencia.

Y después de un rato de silencio añadió, mientras sus manos temblaban y el pecho de Reina se agitaba.

-Reina, Reina, ¿a qué batallar contra la corriente que nos arrastra, si nos conduce a la felicidad?

Reina calló.

-Decidid nuestra suerte, Reina; en breve seré graduado, parto enseguida para Madrid, y me veis por última vez esta noche si me rechazáis.

En este momento se acercó Marcial.

-¿A que me estabas guardando el asiento? -le dijo a Genaro; porque si bien eres un Maquiavelo en capullo, eres también un Pilades en flor.

-¿Vuelvo mañana? -pregunto Genaro a Reina levantándose.

-No, respondió Reina con vehemencia como despertada   —254→   por un funesto recuerdo, y olvidando toda delicadeza y recato, -añadió con indignación-, ¡no! Que mejor emplearéis vuestro tiempo en ir a consolar ausencias de Marcial.

¿Por qué una miserable intriga causaba más celos a Reina que el suave y puro recuerdo de Lágrimas? Dícese en teoría que no es así, y que los celos son profundos y punzantes, cuando son causados por entes superiores capaces de inspirar sentimientos ideales. No hay tal. Los celos, como todo lo que es pasión, tienen su esfera terrestre en que se debaten con otras pasiones cual ellos agitadas y pasajeras. En el cielo, que es la mansión del amor ideal y perfecto, hay jerarquías y ángeles más cercanos a Dios que otros, y no hay celos.

Genaro al oír a Reina se había levantado con aire radiante, y volvió trayendo del brazo a D. Domingo de Osorio.

Cierto es que formaban un bello contraste el elegante y airoso joven, con su negra y ensortijada cabellera, su porte garboso y suelto, con el despacioso anciano que llevaba sus años y sus canas honrándolas como el militar sus cicatrices, como el vino su calidad, como la encina sus coposas ramas.

-Don Domingo, -le dijo Genaro-, ¿no es verdad que ayer tuvo Vd. la bondad de llevarme a las doce y media, según me había ofrecido, en casa de su amigo en señor canónigo C.*** para ver su hermosa colección de cuadros? Reina no quiere creerlo.

  —255→  

-Sí, por cierto, -respondió D. Domingo-, ¿y por qué no quiere Reina creerlo?

-Porque afirma que no tengo suficiente paciencia para estar dos horas viendo cuadros.

-Pues se equivoca mi niña, -repuso D. Domingo-; por cierto que sois muy inteligente. Mucho tiempo estuvo parado delante de una Judit que decía se parecía a ti, Reina

Reina, durante esta conversación, había sentido tan intensa alegría, que su cara, habitualmente pálida, se había puesto rosada como la vida.

-¿Vuelvo mañana? -dijo Genaro al entregarle el pañuelo que se le había caído, con una mirada de ansioso deseo.

Reina afectó no oír.

-Pero por más que Vd. diga, -prosiguió D. Domingo-, no es de Villavicencio esa Judit.

-Será de Morales, -respondió Genaro-, volviéndose a Reina, ¿le gustan a Vd. las pinturas? -preguntó, añadiendo sólo con el movimiento de los labios y la expresión de los ojos, ¿vuelvo mañana?

-Me gustan, -respondió distraída y fatigada Reina.

-¿Desde cuando acá, niña mía? -preguntó D. Domingo-, ¿no decías que las odiabas y que te parecían almas en pena?

-Es que a Reina le gustan las almas en pena, -observó Genaro.

-¿De dónde sacáis eso? -preguntó ésta.

  —256→  

-De que no me sacáis de este purgatorio, Reina, -respondió a media voz Genaro-, ¿vuelvo mañana?

-Esa Judit es de Alonso Cano a no dudarlo, Genaro, -decía D. Domingo.

-Es de la escuela de Murillo evidentemente, Don Domingo, es su colorido; volveré a verla, ¿y acá vuelvo, Reina?

-Decididlo vos.

-No entro en parte alguna donde hallo la puerta cerrada, Reina.

-Pues -yo no abro a nadie.

-¿Sabe Vd., Genaro, cuánto daba un inglés por ese cuadro? -dijo D. Domingo.

-¿Por qué cuadro? -preguntó Marcial.

-Por una Judit que tiene C.*** que se parece a Reina, daba mil libras.

-Si se parece a Reina vale mil arrobas, -repuso Marcial-. Si esa Judit fiera, añadió acercándose a Reina, eras tú, la cabeza que lleva del hombre que asesina, sera la mía.

-¡La cabeza de Holofernes! -exclamó Flora que lo había oído, soltando una alegre carcajada-, ¡qué extraña pretensión, Marcial!

-¿Y quién le dice a Vd. que el general de los Asirios no fuese buen mozo? ¿Había acaso entonces daguerrotipos para que se conserve un tipo exacto, perfecto, auténtico, idéntico y genuino de su físico?

-¿Vuelvo mañana? -decía entretanto Genaro a Reina.

  —257→  

-¡Qué terco! -contestó ésta.

-Terco no, precavido sí.

-¿Te vienes, Genaro? -dijo Marcial, -que ha rato dieron las doce campanadas que marcan el fin de la vuelta del cuadrante.

-Siempre tenéis el reloj en la mano como el feísimo viejo que figura el tiempo, -dijo Flora.

-En la mano no, -repuso Marcial-, en la cabeza como la Giralda. Buenas noches, Flora, séaos la noche ligera como os lo son vuestros días: que descanses, Reina. ¡Dichoso el mosquito que te quite el sueño!

-Tengo mosquitero, primo.

-No basta, Reina, -murmuró Genaro-, es preciso un mosqueador para este enjambre. ¿Cómo estará la puerta mañana?

-Entornada, -dijo Flora-, nada hay mas pesado en este mundo que una terca, a no ser un porfiado.

Reina puso su pañuelo ante su boca para disimular una sonrisa, la que brilló en sus ojos y no se ocultó a Genaro, que al verla pensó con júbilo: victoria.



  —258→  

ArribaAbajoCapítulo XXI

Fácil es el colegir que con razón cantaba Genaro victoria. Reina se rindió al sentimiento que la dominaba, con toda la postración del que ha perdido todas sus fuerzas en una larga y sostenida lucha. Este amor vehemente en esa Reina, tan altiva, que tenia a menos todo disimulo, tan intenso en Genaro que se gloriaba de él, no fue en breve secreto para nadie.

La Marquesa antes que todos lo conoció y vio confirmadas sus sospechas. Llamó a su hija, y le hizo serias reflexiones: le hizo ver las ventajas del enlace que para ella tenía proyectado con el marqués de Navia; le habló de Marcial, de su brillante porvenir y buen carácter; pero nada de cuanto le dijo su madre pudo, ni por un momento, conmover la firmeza de Reina. La Marquesa exasperada le prohibió hablar a   —259→   Genaro, lo que despertando en éste todo su orgullo, movido tanto, por este, como por cálculo, al primer desaire que recibió, dejó de ir a la casa.

Pero todo esto pasaba desapercibido de Marcial, el que aunque pretendía ser celoso como un Petrarca, se ocupaba tanto de sí, y tenía tan buena fe, que bien podían pasar ante sus ojos carros y carretas sin que en ellos fijase su atención; así seguía impasible en sus pretensiones con su prima. Fabián, que quería mucho a Marcial, y padecía al ver su obcecación, determinó disuadirlo de persistir en ella y abrirle los ojos acerca de los amores de Reina y Genaro que nadie ignoraba. Pero si había una empresa difícil en este mundo era esta, la de persuadir a Marcial que su prima pudiese preferir a otro. Ya hemos dicho que su amor propio lo cegaba en punto a no ser querido de Reina, y su buena fe en punto a que Genaro fuese capaz de hacerle mal tercio.

Una mañana en que había salido Genaro, y que estaban Marcial y Fabián reunidos en el comedor para almorzar, fue la ocasión que aprovechó Fabián para su difícil empresa.

-¿Qué quiere Vd. almorzar, señorito? -preguntó la criada, que era una lugareña sin desbastar, con sus naguas de bayeta y su castaña.

-No quiero más que chocolate, -respondió Fabián.

-¿Y Vd., señorito Parcial?

-Tráeme dos o tres posturas del ave doméstica   —260→   con otras tantas lonjas de jamón, -respondió Marcial.

La criada no se movió, y miró a Marcial con la boca abierta.

-Mira, -le dijo éste viendo que no se movía-: un predicador muy elocuente que predicaba por primera vez, se le fue el santo al cielo, y se quedó en la misma garbosa facha que tú ostentas. Su padre, que era genovés, se hallaba entre los concurrentes frente al púlpito; viendo a su hijo tan cuajado y tan ojiabierto, como yo te estoy viendo ahora a ti, le dijo a voces: ¿e purqué te paras? Aplica el cuento.

-Señorito, -repuso la criada-, es que no entiendo a Vd.

-Pues ven acá fregona no ilustre, ¿no sabes lo que es ave?

-Jesús, sí señor, ¿pues no he de saber? Y qué es gracia plena.

-Ave, en la lengua y sentido en que hablo, quiere decir gallina, ¿estás?

¡¡¡Gallina!!! -exclamó la mujer.

-Sí. ¿Sabes tú, desdoro del bello sexo, lo que es postura?

-¡Vaya! Pues no he de saber, si era yo la que amasaba en ca mi amo.

-Postura es, ¡oh tú! Mínimum de los alcances humanos, lo que se pone. La gallina pone un huevo, ¿no es así?

-Sí señor, cuando no están cluecas.

-Pues bien, una postura de gallina que no está   —261→   clueca como tú, será un huevo, ¿no es así? No te detengas pues asina perpendicular, pon en movimiento acelerado tus dos lanchas cañoneras pedestres, que mi estómago no gusta sentirse hueco como tu mollera, ni vacío como tu cráneo.

La criada, que medio entendió, se fue diciendo:

-¿De qué tierra será el señorito Parcial que tiene el habla atravesada?

-Oye, Marcial, -le dijo Fabián cuando estuvieron solos-, yo te quiero sinceramente, porque con todos tus defectos eres honrado, bueno, y tienes un corazón sano y leal.

-Puedes lisonjearte, manso Dauro, que te pago, te aprecio, distingo, estimo y protejo. Esto que digo no es caudal de voces, sino riqueza de sentimientos; pero a mí pega el decir que te quiero a pesar de tus defectos: tú podrás decirme a mí, me quieres a pesar de... mis vicios. Por ti, futuro Meléndez, y por Genaro, ese Maquiavelo en ciernes, pasaría por el fuego como una salamandra, y por el agua como una balandra.

-Pues atiende, Marcial; como tu verdadero amigo que soy, me intereso en que no hagas un papel ridículo.

-¿Qué quiere decir que yo no haga un papel ridículo? -exclamó Marcial, ¿gradúas tú, inocente, la cosa posible?

-Todos en este mundo podemos alguna vez hacer un papel ridículo: tú como yo, yo como tú.

  —262→  

-¿Yo? Vamos, manso río, tus cristales e ideas, están hoy turbios. Hablemos de otra cosa si no quieres que crea que tus aguas quieren tornar hoy una mala dirección y no seguir su curso apacible. He recibido dinero. ¿Quieres mil reales en calidad de no reintegro? Entre amigos...

Gracias, hijo mio, no se trata de eso, sino de abrirte los ojos, Marcial, y decirte que estás haciendo un triste papel, y no quiero que lo hagas.

-Padre Dauro, no puede ser por menos, de que hoy en lugar de agua clara murmulle en tu cauce el jugo de la cepa. Y ahora que me acuerdo, ¡Mari Tornes, Mari Tornes!

Viendo que la criada no parecía, Marcial a estilo de fonda se puso a dar golpes con un cuchillo en el vaso.

-Émula del caracol, que cruzas tus brazos y te pones al sol, en lugar de servir a la mesa y copiar a Ganimedes, ¿por qué no vienes cuando se te llama? ¿no tienes esas orejas mayúsculas sino para ponerte en ellas zarcillos cínicamente falsos? ¿No me oías, linterna de malhechor?

-Ya se ve que oía, ¿quién no había de oír la voz de Vd., señorito, que parece el bombo de la tropa? Pero como no me llamo Mari Tornes, pensé que asina se llamaría la vecinita de enfrente, y que la estaría usted llamando para saber de las flores que me mandó llevarle su mercé.

-Calla, imprudente Mercurio, más te valiera ser   —263→   muda que no sorda, anda, fámula inactiva, y tráeme el precioso don de Baco, pero que no sea del de por aquí, sino del de Sanlúcar, manzanilla.

La criada se quedó de nuevo parada.

-¿Qué haces, poste inamovible, statu quo humano? ¿Por qué no me traes el néctar de Baco?

-Señorito, por amor de María Santísima, hable su mercé claro.

-¿Pues que, no sabes quién es Baco, incivilizada cortijana?

-No señor; ¿a la fuerza he de conocer a todo hijo de Cristo?

-Pide vino, -le dijo Fabián a la criada.

¡Acabáramos! -murmuró ésta al salir.

-¡No saber mitología! -dijo Marcial-; la cosa más vulgar, más conocida, sabida y manoseada! Bien dice Tiburcio, ese flaco, delgado, demacrado y enteco amigo, que estamos atrasados.

-Marcial, -dijo Fabián-, te lo he de decir aunque no quieras oírlo. Reina y Genaro se querían y están de acuerdo; todo el mundo lo ve, lo sabe, extraña tu ceguedad en no conocerlo, y censura tu pertinacia en persistir en tus pretensiones visiblemente rechazadas.

Marcial se echó a reír.

-También, -dijo-, me quisieron Vds. hacer creer que se inclinaba Reina a Tiburcio, y que lo llamaba Antony, y ella me ha dado después las más completas satisfacciones, llamándolo cursi, abatido y abollado.

  —264→  

Siento que así clasifique a mi amigo; pero su culpa es ¿por qué se metió a competir conmigo?

-Y ¿quieres comparar a Genaro, que es la flor y la nata de la legión de Hebe, como tú dices, con ese feo, ordinario, grotesco y necio Tiburcio?

-Es verdad que uno tiene tanto debajo de tierra como el otro encima; pero sin compararlos, te digo que ni el uno ni el otro, ni tú, el más manso de los ríos, ni San Quintín, que, dio su nombre a una sangrienta batalla, como un río te lo ha dado a ti, hacen mal tercio a Marcial, ni hay quien usurpe su puesto al hijo de mi padre.

-Pero ¿Reina, acaso te ha dicho que te quiere? -preguntó Fabián.

-No precisamente; pero vamos a ver, Fabián, ¿a ti te puede caber duda que pueda no quererme?

-¿Acaso eres doblón de a ocho, Marcial?

-Soy doblón de a ochenta, padre Dauro.

-Pues hijo mío, Genaro lo será de ciento, porque lo cierto, es, que él es el preferido.

-¿Preferido? Vamos, Dauro, hoy en lugar de reflejar tus cristales el cielo sereno, reflejan nubarrones confusos; párate, obcecado, compara; Genaro, es guapo chico, no digo que no, pero su cara de ochavo segoviano, ¿puédese comparar a la mía de estatua ecuestre?

-Estatua colosal querrás decir.

-Calla, manso río, hiélate como el Elba, mientras hablo yo... sigamos; Genaro no es tonto, eso no;   —265→   pero no lucirá como yo en el Senado y en el Congreso, le falta verbosidad y elocuencia, voz y aplomo. Es de buenos pañales, eso sí, pero de casa pobre, y segundón, yo...

-Adelante, Marcial, que sé de memoria tu alcurnia y el estado del caudal que has de heredar; te compondré un drama que se titulará: Marcial con tierra y sin novia.

-¿Quieres, -prosiguió Marcial enfuncionado-, comparar su cuerpo frelo9 como tú dices, empeñándote en españolizar voces francesas, con mi estatura, musculatura, mis anchuras, que son las del bello tipo del gladiador, las de un Alcibiades como se ven en el Circo?

-Alcides,- rectificó Fabián.

-Alcibiades, -afirmo Marcial-, el brillante y hermoso discípulo de Sócrates, que es el tipo y modelo que me he propuesto imitar. Lo primero que haré cuando vaya a mi pueblo será cortarle la cola a mi perro; era él, voluptuoso, filósofo y guerrero; haré una variante, seré voluptuoso, filósofo y político; era él galán en Atenas, sobrio en Esparta; yo seré galán en Sevilla, sobrio en Badajoz.

-Vamos, Marcial, no te entusiasmes por Alcibiades y contráete. Dando por de contado todas tus ventajas sobre Genaro, riada probará esto, sino que   —266→   Reina tiene mal gusto, peor elección, reflexiona poco y no es interesada; pero no por eso es menos cierto que tienes que cantar con Espronceda:


    Las ilusiones perdidas
son las hojas desprendidas
del árbol del corazón.



-No lloro, ni con Espronceda, ni con Jeremías; tú los demás veis visiones. Tú, manso río, ostentas imitación del golfo de Nápoles una Fata morgana, en la que todo se ve al revés: que me prefieran a mí, a Genarillo no lo creería aunque me lo dijese la misma Reina.

-Bien sabía yo, -dijo Fabián-, que sería difícil el convencerte, y por eso no he querido intentarlo hasta tener una prueba auténtica; pero ya que lo que dijera Reina no pudiese convencerte, ¿tampoco lo logrará lo que la propia Reina escribiese de su puño y letra?

-¿Cómo de su puño y letra? -preguntó Marcial bajando el tono.

-Con esta esquela que ha dejado Genaro en un libro que leía.

Marcial arrebató de las manos de Fabián la esquela que habla sacado y leyó:

«¡Genaro, Genaro! No persistas en no venir, si no quieres que me desespere. Ven, de rodillas te lo pido, sufre por amor de mí, el mal gesto de mi madre;   —267→   pronto cederá, conoces mi ascendiente sobre ella. Pero si no cediese, no desconfíes como me lo dices, que decidida estoy a que me saques por la Iglesia, y a ser tu mujer y tu esclava. Ven esta noche con Marcialote, y mientras éste saluda a mi madre, podrás meter tu respuesta entre los papeles de música».



-¡Hola! ¡Hola! ¡Hola! -dijo Marcial al terminar la lectura sin dejar de fijar la vista en la esquela, haciendo con la copa que tenía en la mano una libación a las Euménides; ¡hola! Conque mientras yo saludo a la madre, ¿eh? Que la salude el demonio. ¡Pérfido amigo! ¡Zorra sutil si las hay! ¡Maligna, dañina, traicionera! ¡Falsa mujer, agria y desabrida media naranja! ¡Vaya, vaya! ¡Por eso recalcaba tanto el primo cuando me nombraba! Esto es una traición, una villanía, una alevosía, una usurpación en él: en ella un pésimo gusto. ¡Y qué carta! ¡Qué carta! ¡Es un tapiz, una alfombra, un tapete, un felpudo! ¡Esta es la desdeñosa, la varia, la orgullosa y altiva! ¿Lo concibes, Fabián?

-Sí, -dijo Fabián-, porque esta es la suerte de todas las altivas: Regla general, Marcial, ninguna más sumisa que las altivas en las que un orgullo personal embota la dignidad mujeril. No hubiese escrito la suave y modesta Lágrimas una carta así; no, la mujer suave y amante, sufre, calla y muere, pero no se degrada, y esa carta es degradante, Marcial, escrita por una mujer como Reina.

  —268→  

-Por supuesto que lo es, -exclamó ese-; si hubiese sido dirigida a mí, anda con Dios; pero a ese cazurro, a ese trucha; es una pifia, un rasgo de locura humilde, y así conmigo se ha desprestigiado; esa Reina ha bajado de su trono, esa diosa de su Olimpo y esa santa de su altar.

-¿Por fin te has convencido? -preguntó Fabián-, te lo avisé con tiempo, Marcial, que no te quería, ¿no te acuerdas?

-¿Y lo había de creer porque tú lo dijeses? ¿Tienes patente de infalible o diploma de sábelo todo?

-Debías haber recordado el dicho francés de que lo cierto puede a veces no ser verosímil.

-No necesito tus textos gabachos para comprender las cosas que pasan por acá; bástame haberme puesto a considerar lo que son las mujeres, sacos de embustes, abismos de caprichos, tipos de extravagancias, conjunto de anomalías, caos de contradicciones, colección completa de falsedades, que engañan sin querer, y mienten sin poderlo remediar, culebras, escorpiones, camaleones y basiliscos.

-Pero, vamos a ver, Marcial, cálmate; ¿qué derecho tienes de culpar a Reina? ¿Te ha dado acaso alguna vez esperanzas?

-¿Pues qué, crees, -exclamó Marcial-, que he vivido sin esperanza como los condenados del Dante?

-Las habrás abrigado de tu propia cosecha, pero no porque ella te las haya dado; es preciso ser justo. ¿Te ha escrito acaso una carta como esta?

  —269→  

-No, pero no era necesaria, porque jamás me ha puesto mi tía mala cara sino el día que llevé allá a ese Tiburcio.

-¡Y qué, tú aguardabas otra cosa!

-Aunque así hubiese sido, de menos nos hizo Dios. Falsos, refalsos, mancomunados en mi daño ¡oh! Pero yo me vengaré, la venganza es el placer de los Dioses, como dice San Agustín.

-¡Jesús! ¡Jesús! Marcial, esta cita excede a todas las pifias; si hubiese Santo Oficio te tomarían en cuenta.

-Bien, bien, lo dice Hipócrates en sus aforismos; lo mismo tiene, dígalo uno u otro le daré razón, gozando en vengarme.

-¿Y qué harás, Marcial? Sosiégate. ¿Qué puedes hacer? ¿Qué harás?

-Retirarla a ella mi amor, a él mi amistad y a ambos mi aprecio. Pero dime, Fabián, ¿no quería ese Heliogábalo amoroso a Lágrimas?

-Sí, pero dice, que no hipoteca su corazón.

-¡Linda alhaja! ¿Qué filtro, que talismán, qué hechizo tiene ese frelo, el más frelo de los frelos después de Cívico, para hacerse querer de tal suerte? Otelo se hizo querer de Desdémona contándole sus proezas; este sólo puede haberlo logrado contándole sus picardías.

-Genaro, -dijo Fabián-, tiene mérito, talento, saber y gracia; es picante, y sobre todo tiene el no sé qué que define Balzac así: un compuesto de talento, buen gusto y deseo de agradar.

  —270→  

-Su no sé qué, bien sé yo lo que es, son sus tretas, sus camándulas, sus conchas, sus triquiñuelas, sus trazas, sus amaños, y sobre todo su gramática parda.

-Ahora, Marcial, -dijo Fabián-, lo que te pido es que no me vayas a comprometer. Lo que he hecho por amistad por ti, es lo que debía hacer un verdadero amigo con otro; pero sentiría que Genaro creyese otra cosa, ni que pensara que me quiero entremeter en sus asuntos cuando mi solo objeto ha sido impedir que se rían de ti.

En ese momento entró Genaro.

-Oye, Genaro, -exclamó Marcial apenas lo percibió-, ¿tú crees que voy esta noche en casa de mi tía?

-Lo supongo, -respondió Genaro.

-Pues te llevas chasco, un gran chasco, un tremendo chasco.

Marcial se echó a reír con unas fingidas risotadas.

¿Eso es para mí un chasco? -preguntó Genaro sin salir de su calma-; no entiendo, no comprendo, no me entero y no me impongo (estilo Marcial).

-Tú que todo lo quieres saber, entender, comprender, oler y adivinar, (ambición Genarística); no sabes una cosa que te importa saber.

-¿Y qué cosa? -preguntó Genaro.

-Que yo, Marcial, yo, donde aquí me ves, yo el Marcialote ex-amigo de Genarillo, no he nacido para pantalla.

-¿No? -dijo con camastronería Genaro.

-No... ni para biombo.

  —271→  

-Sea en buen hora. Doy el parabién al viento.

-Ni para cortina, ni para tapadera, ni menos que nada para saludar mamás.

-Pero ¿a qué me dices eso? Con un énfasis, prosopopeya y dignidad, dignas de mejor causa, -preguntó Genaro.

-Para que lo sepas, -respondió Marcial con las notas más graves de su voz, saliendo enseguida del cuarto con pasos recios y aire majestuoso.

-¿Qué manía le ha dado? -preguntó Genaro a Fabián.

-Por lo visto la de ser trasparente, -respondió éste.

-¿Habla formal? ¿Qué mosca le pica? -volvió a preguntar Genaro.

-Paréceme que es la del desengaño.

-¡Ay, ay! -repuso Genaro rascándose la oreja-, esos picotazos duelen.

-Genaro, Genaro, no has jugado limpio: ¡porqué mantenerlo en su error!

-¿Quién se ha mantenido en el error sino él mismo? -repuso Genaro-; él mismo, con el aplomo que Ratel sobre el cuello de su botella; quien se forja engaños tiene que ver desengaños. Además, hijo mío, en este mundo cada uno debe atender a su juego como Antón Perulero.

-¿Y la pobre Lágrimas, Genaro, esa perla que no has sabido apreciar?

-Es fruta vedada, Fabián, la guarda un Cancerbero, porque representa un capital.