Las figuras del estilo según la concepción de Alberto Lista
María del Carmen García Tejera
El nombre de Alberto Lista (1775-1848) se asocia inmediatamente con la escuela sevillana de poesía (ss. XVIII-XIX), de la que fue sin duda uno de sus representantes más destacados. Cometeríamos, sin embargo, un grave error considerándolo sólo como poeta: la actividad de Alberto Lista abarca otros muchos campos: fue también pensador, crítico literario y profesor o, mejor extraordinario pedagogo.
Dos razones fundamentales nos mueven a ocuparnos de este autor: a) su condición -prácticamente desconocida- de crítico literario, reflejada en numerosos escritos y artículos -publicados casi todos en revistas y periódicos de difícil acceso, y sin recopilar en la mayoría de los casos- b) su vinculación a Cádiz, en donde fundó y regentó -en calidad de jefe de estudios- el Colegio de San Felipe Neri, desde 1838 a 1843. Ambas circunstancias, que a primera vista pudieran parecer inconexas, se hallan, sin embargo, perfectamente relacionadas en cuanto profundizamos un poco en los motivos por los que nuestro autor, ya en los últimos años de su vida, acude a Cádiz. En realidad, fue llamado por un grupo de gaditanos -entre los que se encontraban Antonio Ruiz Tagle, rico comerciante, y José Vicente Durana, director del periódico moderado El Tiempo- empeñados en la fundación de un colegio de primera y segunda enseñanza para la alta clase media -todavía pujante en Cádiz- que, de este modo, evitaba tener que enviar a sus hijos al extranjero1. Hans Juretschke, biógrafo de Lista, nos da cuenta de la intensa actividad que desplegó durante los años en que dirigió el colegio:
«A poco de llegar se convirtió Lista en el alma del nuevo establecimiento. Él escribe los anuncios, organiza los actos festivos y da cuenta de las actividades y logros del colegio, además de atraer a las clases pudientes. [...] Él defiende al colegio contra ataques de la prensa, aparte de dar varias clases de matemáticas y los cursos de Humanidades y de Historia. A los dos años contaba el colegio más de 220 alumnos internos y tenía instalados gabinetes de física y de historia natural, adelantos entonces aún poco corrientes»2. |
Entre las personas interesadas en la fundación del centro y en la venida de Lista hemos citado a José Vicente Durana, director del periódico El Tiempo. Pues bien: este emprendedor gaditano logró también que Lista colaborara en su periódico y, además, llevara la sección literaria -no se olvide que nuestro autor había publicado la mayor parte de su obra en periódicos y revistas3. Lista escribió para El Tiempo una serie de artículos que aparecieron entre 1838 y 1840 y que fueron impresos nuevamente en La Gaceta de Madrid entre 1939 y 1840. Estos artículos -sobre el debate en torno al teatro español, el romanticismo, cuestiones de estética, etc.- debieron alcanzar un gran éxito, puesto que muchos de ellos fueron reproducidos en varios periódicos (El Semanario Pintoresco Español, El Correo Nacional...) e incluso algunos se publicaron en libros, tal el primer volumen de la edición de La Palma, Artículos críticos y literarios (1840) o los más conocidos, Ensayos literarios y críticos (1844) que -probablemente inspirados en la anterior- publicó en Sevilla José Joaquín de Mora, su sucesor en el colegio gaditano. Precisamente de algunos artículos recogidos en estos Ensayos... trataremos en el presente trabajo4. Pero antes debemos ocuparnos, aunque someramente, de su casi desconocida actividad crítica y de perfilar sus ideas estéticas.
Sobre la actividad
crítica de Alberto Lista prometía Menéndez
Pelayo un examen en otro volumen de su Historia de las ideas
estéticas en España que, como es sabido, no
llegó a publicar. Tenemos, pues, que conformarnos con las
pocas líneas5
que le dedica al tratar de la llamada «Escuela
sevillana», cuyos rasgos -según Menéndez
Pelayo- sólo son aplicables a la actividad crítica de
Lista anterior a 1820. Menéndez Pelayo recoge la
valoración -nada parcial, según cree- de
Alcalá Galiano sobre la crítica de dicha escuela, a
la que considera «de lo mejor para su
época; no exenta ciertamente de preocupaciones..., pero, en
general, sana, clásica, según se entendía a la
sazón lo clásico, y apoyada en buena y bastante
extensa erudición; crítica, en suma, parecida a la de
La Harpe o a la de Blair»
.
Menéndez Pelayo sólo acepta esta
caracterización con tal que en ella no sé incluyan
-como decíamos antes- los trabajos de Lista posteriores a
1820, «todos los cuales, sin
excepción -apunta Menéndez Pelayo-, pertenecen a un
nuevo modo o sistema de crítica»
6.
Hace referencia a las dos obras críticas impresas de Lista
que pertenecen a su juventud: la adaptación o
refundición del poema satírico de Pope, The Dunciad (El
Imperio de la Estupidez, leído en 1798, que
apareció por primera vez en el tomo III de Poetas
líricos del siglo XVIII) y al año siguiente, un
Examen del Bernardo de Balbuena (publicado en la
Revista de Ciencias, Literatura y Artes de Sevilla,
t. III, pp. 133 y ss.)7.
Menéndez Pelayo la comenta positivamente: ya la primera
-dice- muestra «una madurez de estilo que
anuncia ya al futuro maestro y legislador del gusto»
. En
la segunda aprecia cierto desvío del rigorismo de la escuela
sevillana, muchos de cuyos integrantes pecaban de pobreza de
espíritu e intolerancia al ignorar o despreciar a grandes
poetas españoles de los Siglos de Oro. Según
Menéndez Pelayo, Lista se libró de tal estrechez de
mente, aunque no del todo: el autor de la Historia de las ideas
estéticas... lo acusa de no haber llegado a comprender
ni a estimar en lo que merecían a grandes poetas
españoles. El caso más significativo es,
quizá, el de Lope de Vega «a quien
tan pobremente juzgó en sus Lecciones de literatura
dramática, y cuyos versos le parecían malos,
malísimos por la mayor parte, al mismo tiempo que
ponía en las nubes los de Balbuena, que tienen las mismas
cualidades y los mismos defectos que los de Lope, pero en grado
inferior»
8.
El grupo de
escritos posteriores a 1820 del que prometía ocuparse
Menéndez Pelayo y que, según este crítico, se
apartan decisivamente de la línea característica que
seguía la escuela sevillana, esta formado por las
Lecciones del Ateneo (1822), los artículos
literarios y las reseñas del Censor y la
antología «de los mejores
hablistas castellanos»
(1821). Pero ni Cossío, en
su examen de los artículos del Censor, ni
Juretschke, en la biografía de Lista, están de
acuerdo con la apreciación de Menéndez Pelayo.
Juretschke comenta que este grupo de artículos, el
más numeroso, «refleja la
inquietud que el romanticismo produce al autor, con el que casi
llega a identificarse; pero forma cuerpo, en su conjunto, con la
doctrina del crítico y poeta
clasicista»
9.
Nos parece un
tanto exagerada la afirmación de Juretschke sobre la
pretendida identificación de Alberto Lista con el
romanticismo, por la misma razón que no podemos estar de
acuerdo con E. Allison Peers cuando en su conocida obra
Historia del movimiento romántico español
califica a Lista de «antirromántico
violento»
10.
Resulta además curioso que, más adelante, Peers
considere que nuestro crítico adopta una postura intermedia
-que podría denominarse «de
compromiso»
entre clasicismo y romanticismo e incluso lo
caracterice como representante de lo que él mismo denomina
«escuela ecléctica»
-a
partir de ambas tendencias-, opinión que sí
compartimos11.
Como veremos más adelante -según puede deducirse de
los artículos que aparecen en El Tiempo a partir de
1839, incluso de los que se refieren al teatro- Lista se mantiene
fundamentalmente en una línea clásica -o mejor,
clasicista- pero mitigada por un sincero intento de comprender y
aceptar lo más auténtico del romanticismo y,
especialmente, su reivindicación del teatro de nuestro Siglo
de Oro.
Esta postura
ecléctica es patente en lo que podríamos denominar
sus ideas estéticas y, especialmente, en su
concepción de la literatura (tanto en su vertiente creativa
como en la crítica). En realidad, su actitud racionalista
impide que se le pueda encasillar en una u otra corriente de
pensamiento. Juretschke afirma que «no
fue filósofo profesional ni tampoco un pensador riguroso. En
última instancia tanto el poeta como el crítico
revelan tener una feliz despreocupación por los sistemas,
dejándose llevar por su instinto, que no se contentaba con
las reglas solamente»
12.
Repasemos
brevemente esta última cuestión. Como veremos
más adelante en los artículos que analizamos, es
cierto que Lista se muestra partidario de las reglas e incluso
afirma que «las reglas no dan el genio;
pero el genio puede despeñarse sin las
reglas»
13.
Sin embargo, denuncia los abusos que se cometen en su nombre -sobre
todo en el campo de la enseñanza- y aconseja que se deje al
alumno componer siguiendo su libre inspiración14.
Su interés
por el estudio de la literatura y su consideración de la
retórica van más allá de lo que era
común entre muchos clasicistas de su época: Lista no
creía conveniente limitar el estudio de la literatura a la
antigüedad clásica (sobre todo a la literatura latina)
y prefiere que los estudios literarios alcancen también a
las literaturas modernas, incluidas -junto con la historia, la
geografía, etc.- en el
grupo de lo que él denominaba «humanidades»
.
Juretschke aporta
un dato curioso y significativo: Lista apenas menciona en sus
lecciones y en sus escritos el término «retórica»
, pese a ser titular
de dicha cátedra en la Universidad Hispalense15.
Influido sobre todo por el sensualismo de Condillac y frente a la
retórica tradicional de corte aristotélico, objeto de
sus críticas -como veremos más adelante- se muestra a
favor de la «filosofía de la
literatura»
o «ciencia de las
bellas letras»
que, según Lista, estaba
representada en el siglo XVIII, entre otros, por Voltaire,
Condillac, Marmontel, Laharpe, Batteux... en Francia, y por Pope,
Blair... en Inglaterra16.
De todos ellos, parece que sus preferencias se inclinan por
Batteux, Condillac y Blair, cuya obra califica como «la obra más profunda que hay sobre
humanidades»
17.
Se inspira en su índice de materias para elaborar el curso
de humanidades que impartió en la Sociedad Patriótica
de Sevilla. El plan de este curso constaba de tres partes: 1)
Principios generales de humanidades, 2) Elocuencia e historia, y 3)
Poesía. Todo ello con aplicación preferente a la
historia, poesía y elocuencia españolas18.
Sin embargo,
parece que la influencia más decisiva procede de la
filosofía sensualista de Condillac19,
cuyo cientifismo estético llevó a Lista a considerar
como ciencia las bellas letras, las cuales nacen de un sentimiento,
como la ética, la psicología, la física,
etc.20.
Recoge además la crítica que hace Condillac de la
filosofía de Aristóteles y la aplica también a
su teoría de la literatura: Lista considera inútil
-tanto en la Poética como en la
Retórica- toda la enumeración de reglas
minuciosas sobre tropos y figuras, la división y
subdivisión de los géneros... Todo ello -afirma
Lista- anula el principio general de imitación «que bastaría por sí solo para
crear toda la ciencia de las bellas letras»
, pero, con
tales divisiones y enumeraciones -a su juicio innecesarias-
«se pierde de vista el hilo de las
consecuencias y se desconoce la unidad de principio, que es el
carácter propio de las teorías
científicas»
21.
Además de Aristóteles, Lista ataca a sus seguidores: Cicerón, Quintiliano y Horacio en la Antigüedad; Boileau, Juvencio y Luzán en su época. Todos ellos, representantes de la retórica y, por tanto, de un formalismo excesivo, habían impedido -señala Lista- que las humanidades se hubieran constituido en ciencia. De ahí su fervor por los que, ya en el siglo XVIII (Blair, Condillac, Batteux, los enciclopedistas...) liberaban a la retórica de innumerables reglas y se sentían más interesados en reflexionar sobre los principios, rasgos generales y finalidad de las bellas letras22.
«Los Editores de esta obra creen hacer un servicio importante a la literatura española, reuniendo en ella los fragmentos con que ha favorecido a un periódico de Cádiz, uno de los más distinguidos escritores de la época presente. Su nombre, respetable por tantos títulos, no hubiera quizás bastado a preservar del olvido, estas excelentes producciones, confiadas a las efímeras páginas de un diario. Estaba pues indicada la necesidad de colectarlas, y de transmitirlas a la posteridad, que tan eminente lugar reserva a cuanto ha salido de la misma pluma»23. |
De esta manera comienza la introducción de José Joaquín de Mora a su recopilación de Ensayos literarios y críticos elaborados por Alberto Lista, a la que nos hemos referido antes, y que se nutre fundamentalmente de los artículos que le publicó el periódico gaditano El Tiempo entre 1838 y 1840. De ellos hemos seleccionado para nuestro estudio los que tratan: «De las figuras del estilo», «De las figuras de raciocinio», «De las figuras de la expresión», «De las figuras de las palabras» y «De las figuras de pasión»24. Pese al loable propósito que animó a Mora para recoger estos artículos en libro, lo cierto es que la obra crítica de Lista -exceptuando quizá su contribución a la polémica sobre el teatro español- continúa siendo prácticamente desconocida. Examinemos, pues, en estos artículos el enfoque, desde su perspectiva «antirretoricista» y científica -sensualista- que ofrece sobre las tradicionales figuras del estilo.
Lista se nos
muestra desde un principio «moderadamente» partidario
de las reglas: no está en absoluto de acuerdo con sus
detractores pero reconoce que, en gran medida, su rechazo ha sido
provocado por los excesos que han cometido los autores de tratados
elementales de oratoria y poética «que han querido reducir a reglas
arquitectónicas los adornos de la dicción, creyendo,
según las apariencias, que dichas reglas bastaban para
escribir bien»
25.
Este error cometido por ciertos preceptistas tiene, en
consecuencia, repercusiones funestas en la enseñanza. Lista
nos explica cómo se introdujo en las aulas de humanidades
las costumbres de los progimnasmas: «... discurso que se obligaba a los alumnos a
componer, variando la idea principal según las diferentes
figuras que se les habían asignado»
. Como bien
indica Lista, este método sólo podía producir
pedantes y, desde luego, era el más indicado para lograr un
resultado opuesto a lo que se pretendía: «es muy a propósito para ahogar en los
jóvenes el germen precioso del ingenio, si por ventura lo
tienen»
. Quizás como poeta, pero sobre todo por su
condición de pedagogo, advierte: «En una clase de humanidades no debe mandarse a
los alumnos los trabajos que han de hacer: no hay cosa más
indócil e inobediente que las musas»
. Defiende,
por tanto, la libertad creadora del alumno: «Conviene dejar a su arbitrio los asuntos sobre
los que han de escribir, y corregir después sus
producciones»
(p.
57).
Pero, eliminados los abusos que él mismo denuncia, nuestro autor se muestra partidario de seguir las reglas en las bellas artes y, en concreto, las que se refieren a las figuras del estilo. Frente a los enemigos de estas reglas declara que:
«... su lógica nos parece tan fuerte y sólida como la del que motejase y ridiculizase, tratándose de pintura, las leyes del dibujo y del colorido, o en música la teoría de los tonos y semitonos». |
(p. 57) |
Las reglas cumplen además una misión fundamental en todas las artes: equilibrar o encarrilar las expresiones artísticas:
«El hombre exagera muchas veces el valor de las facultades o inspiraciones que ha recibido de aquella madre común [la Naturaleza]; las falsea, las desnaturaliza, produce monstruos en lugar de bellezas, y maldades en lugar de virtudes. Así como la moral recuerda incesantemente al hombre el verdadero uso que debe hacer de sus facultades para producir virtud, así los preceptos de las artes tienen por objeto traer al hombre, extraviado por la imaginación o por el capricho, al carril de la naturaleza, fuera de la cual no hay beldad» 26 . |
(p. 58) |
Pero existe, según él, una razón todavía más importante para defender la aceptación de las reglas: el hecho de que su fundamento se halle en la misma naturaleza y, concretamente, en la naturaleza humana. Llega, incluso, a afirmar que la base de la expresión literaria reside en la expresión que podríamos llamar habitual27 :
(p. 157) |
De aquí se deduce para Lista la conveniencia de que el hombre estudie la naturaleza y los comportamientos humanos: de esta manera comprenderá por qué prorrumpe a veces en expresiones absurdas, pero verdaderas, porque revelan un estado de ánimo:
(p. 58) |
Esta concepción del ser humano -y, especialmente, de su expresión lingüística- informa, pues, la teoría de las figuras del estilo en Alberto Lista, partidario -como ya hemos advertido- del sensualismo. De los comportamientos del hombre deduce, según veremos inmediatamente,
- la definición de figura;
- una clasificación de las mismas.
Según
Alberto Lista, «entiéndese
generalmente por figura la forma particular que recibe la
expresión debida al estado en que se encuentra el
ánimo del que habla»
. Si la figura -añade-
depende de un determinado estado dé ánimo, se deduce
inmediatamente que su número debe ser infinito; por eso no
merece la pena enumerarlas:
(p. 58) |
Sí resulta
factible -y es, incluso, más útil- su
clasificación, «porque de
ésta -dice- es el principio fecundo de donde han de
deducirse las reglas»
. Como hemos dicho, tal
clasificación está basada en los comportamientos del
hombre: «está ya patente la regla
general en el uso de las figuras: corresponden éstas a
la situación de ánimo del que habla»
(p. 58); pues, según dice
Horacio, «Post effert animi
motus interprete lingua»
(Descubre tus
afectos, y la lengua fiel intérprete sea). Como él
mismo advierte, los diferentes estados de ánimo son
innumerables, pero considera que pueden reducirse a tres
fundamentales:
(p. 58) |
El razonamiento, la imaginación y la pasión son, en líneas generales, los tres estados de ánimo que condicionan la expresión -habitual y sobre todo literaria- del hombre. Así...
(p. 58) |
Aún
establece una subdivisión triple dentro de las figuras de
adorno, según la imaginación recaiga «sobre la forma y giro de los pensamientos, sobre
las expresiones que usamos, o sobre las voces mismas»
.
Según esto, tendremos figuras de pensamiento, de
expresión y de palabras. Incluso
efectúa una nueva clasificación de las figuras
atendiendo a su repercusión: a) meramente gramatical (de
palabras), y b) sobre el pensamiento (de
raciocinio, de adorno -pensamiento y
expresión- y de pasión). Podemos ver estas
clasificaciones -junto con las figuras incluidas en cada grupo en
el siguiente esquema:
- Según el estado de ánimo del que proceden:
- de raciocinio: símil, antítesis, interrogación, polisíndeton, asíndeton, suspensión, gradación, etc.;
- de adorno:
- de pensamiento;
- de expresión:
- -imagen;
- -armonía (onomatopeya);
- -tropos: metonimia, sinécdoque, metáfora, hipérbole, ironía, metalepsis, etc.
- de palabras: hipérbaton, arcaísmo, elipsis, sinalefa, aféresis, síncopa, apócope...
- de pasión:
- exclamación, interrogación, hipérbole, apostrofe...;
- personificación, visión...
- Según afecten:
- a la construcción gramatical: de palabras;
- al pensamiento:
- de raciocinio
- -de pensamiento
- de adorno
- -de expresión
- de pasión.
- de raciocinio
Se trata, con todo, de una clasificación flexible: permite -en caso necesario- el intercambio de figuras y admite la integración de cualquiera de ellas en diferentes apartados. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la interrogación: según se emplee, puede pertenecer a las figuras de raciocinio -si la pregunta sirve para insistir en algo que ya se conoce-, o a las de pasión -si con ella se expresa, por ejemplo, un deseo vehemente.
Por otra parte, la distinción entre estos tres grupos de figuras -raciocinio, adorno y pasión- no es tajante: no hay estados de ánimos «puros» ni las facultades humanas actúan cada una por separado, con absoluta independencia entre sí: la imaginación -el adorno- ayuda a menudo a la razón. Es el caso -como se verá más adelante- del símil.
El uso de una
figura está también en función del
género al que pertenezca el texto, de tal modo que Lista
aprueba el empleo de determinadas figuras en un género pero
lo desaconseja para otros: así, dentro de las figuras de
expresión: «la armonía
imitativa, que siempre es una belleza en poesía cuando puede
lograrse, sería muy continuada una afectación
reprensible en la oratoria»
(p. 54).
Lista incluye
dentro de este grupo «aquellas formas
particulares que se dan al pensamiento, cuando el ánimo,
libre de pasiones, quiere demostrar una verdad y exponerla con toda
la claridad y la energía posibles»
(p. 48). Pero en ningún momento tiende
nuestro autor a identificar la expresión literaria con la
expresión del pensamiento, como podría deducirse de
la definición anterior, pues a ella añade que su
finalidad es «dar vigor y elegancia al
razonamiento»
. Todas las figuras de raciocinio (de las
que hemos enumerado algunas en el esquema) poseen en común,
según Lista, la siguiente propiedad: «alteran poco o mucho el pensamiento»
(p. 52).
A continuación va caracterizando las figuras raciocinio más importantes, según el orden siguiente:
- fundamento y definición de cada figura;
- finalidad o utilidad que persiguen;
- reglas que deben observarse en su uso;
- ejemplos, extraídos en la mayor parte de los casos de los clásicos griegos y latinos: Virgilio, Juliano, Ausonio, y de escritores españoles de los Siglos de Oro: Garcilaso, Rioja, etc.
El
símil o comparación (que puede ser
también figura de imaginación) «se funda en la semejanza de dos
objetos»
. Lo define de forma negativa, y en tal
definición se incluye también su finalidad:
«el símil no se emplea en demostrar, sino en dar luz y esplendidez al pensamiento, haciendo que intervenga la imaginación». |
(p. 48) |
Por lo tanto, su objeto puede ser doble: uno, ilustrar, clarificar el pensamiento; otro, embellecer el estilo (en este segundo caso -dice Lista- ya no es figura de raciocinio, sino de adorno o fantasía).
Toda
comparación -como figura de raciocinio- ha de estar limitada
por ciertas reglas: «Los límites
de la comparación -señala Lista- [...] son
precisamente los que indique la necesidad»
. Ello le lleva
a observar en su uso las normas siguientes:
(pp. 48-49) |
Si la comparación se funda en la semejanza de dos objetos, la antítesis -dice Lista- nace de la oposición entre ellos. Ahora bien: establece una distinción entre:
- contraste, como uso habitual de una lengua, que no constituye figura de estilo. Lista aduce como ejemplo la expresión de Séneca: «Res est sacra miser» (el infeliz es una cosa sagrada);
- antítesis, como figura de raciocinio, basada no sólo en la contraposición de ideas, sino que además posee una determinada disposición gramatical y fónica (o gráfica):
«... se necesita además que las frases en que se expresan las dos ideas contrapuestas se pongan juntas y sean iguales o casi iguales en tamaño» |
(p. 49). |
Habría
antítesis -tomando como punto de partida el contraste
anterior-, según Lista, en la frase siguiente: «todos desprecian al infeliz, pero todos
deberían reverenciarle»
.
Aunque afirma que
«los ejemplos de la antítesis son
muy frecuentes en los buenos escritores»
, Lista previene
contra su uso:
«Esta figura tiene el artificio muy a las claras
y por tanto no conviene prodigarla. Su regla esencial es que la
oposición en que se funda ocurra naturalmente y no sea
buscada con afectación»
(p. 50). Además, hay que tener en
cuenta que la antítesis es una figura de raciocinio, opuesta
al simple contraste, no sólo por la disposición
formal, sino porque este último suele ser expresión
de algún tipo de afecto:
(p. 49) |
Más adelante vuelve a insistir en la distinción formal entre la antítesis y el contraste, que obedece a su origen: la razón en el primer caso; el sentimiento en el segundo. La razón propende a ordenar los elementos dentro de la frase; la pasión hace que el hombre se exprese de modo más impulsivo:
(p. 49) |
Parecida
diferencia nota en la interrogación. «La interrogación -comienza diciendo- no
es figura, sino modo común de hablar cuando se pregunta lo
que se ignora»
. Ahora bien: se convierte en figura de
raciocinio justamente en el caso opuesto:
(p. 50) |
La interrogación ha de estar sometida a dos reglas:
(p. 50) |
Finalmente hace referencia a otro uso de la interrogación: como figura de pasión que -según explica en el capítulo dedicado a ellas- va dirigida a uno mismo o a seres inanimados.
El
polisíndeton y el asíndeton
-«la acumulación o
supresión de las conjunciones»
-, como se puede
deducir de esta misma definición, repercuten en la
construcción de la frase y son expresión del
interés del escritor, bien por «llamar la atención sobre cada uno de los
objetos que presenta» -en el caso del
polisíndeton
28
-, bien por «explicar la rapidez con que
pasan los objetos o se aglomeran los sucesos»
: en este
caso -el asíndeton- «la pluma del
escritor, arrebatada por las ideas, deja olvidadas las
partículas, que por su naturaleza son menos esenciales en el
lenguaje»
(p. 51).
Apenas dedica unas
breves líneas a otras figuras de raciocinio, como la
gradación, la suspensión, la
preterición, la corrección y la
concesión, cuyo empleo está sometido a las
reglas generales expuestas anteriormente: «1.ª: que no sean estudiadas; 2.ª: que
no se repita una sola con demasiada predilección;
3.a que
nazcan de la misma materia natural y oportunamente. Estas reglas
-continúa- pudieran reducirse a una sola:
solicítese la energía del pensamiento y de la
frase antes que la elegancia. Ésta vendrá
después»
(p.
51).
Finalmente, añade a la lista de figuras de raciocinio algunas de las llamadas figuras lógicas: Entimema, Sorites, Dilema y ocasionalmente el Silogismo. Pero él mismo duda de esta inclusión, exceptuando al Dilema, del que, según sus palabras, ofrece Virgilio hermosísimos ejemplos. Las demás -especialmente el silogismo- son excesivamente artificiosas y por lo general, no prestan elegancia a un escrito, que es uno de los fines de toda figura de raciocinio.
Como ya hemos visto, Alberto Lista, considera a las figuras de adorno como producto de la fantasía exaltada del ser humano. A su vez -y según que este ornamento recaiga sobre la forma de los pensamientos, las expresiones y las voces (los sonidos)- las subdivide en figuras de pensamiento, de expresión y de palabras.
a) Figuras de pensamiento:
Las figuras de adorno de pensamiento van incluidas en las de raciocinio: no se trata, como ya veíamos al estudiar éstas, de figuras diferentes, sino que la clasificación se realiza atendiendo al uso que se le dé a una misma figura: el símil, p. e., es figura de raciocinio cuando se utiliza para ilustrar al pensamiento, pero es figura de adorno cuando se emplea para embellecer el estilo.
b) Figuras de expresión:
Si las figuras de
raciocinio eran fundamentalmente intelectivas -en cuanto que
afectan al pensamiento- las de expresión poseen un
carácter sensitivo, puesto que afectan primordialmente a los
sentidos. La tendencia sensualista de Alberto Lista queda bien
patente en la explicación que ofrece de estas figuras, de
las que dice que «merecen, pues,
particular estudio y atención, porque a su buen uso se debe
principalmente lo que se llama la magia de la
elocución, esto es, el arte de interesar y de
conmover»
(p. 52).
Tales logros se
alcanzan -según Lista- gracias a la facultad que tiene el
lenguaje -y que configura al poeta- de convertir en materia
sensible todo aquello que no lo es o de trasvasar aspectos que
corresponden a un sentido, al campo de otro. En concreto, alude al
viejo tópico horaciano «ut pictura
poiesis»
cuando dice que «la perfección del estilo consiste en la
facultad que tiene el lenguaje de pintar»
(p. 52), y lo basa en la
concepción mimética que, a partir de
Aristóteles, cobra vigor en la teoría literaria:
«Esta facultad es la que constituye al
poeta, porque en ella se cifra la
imitación. Así vemos que los escritores
más apreciados de todos los siglos son aquellos que han
poseído el don de presentar los pensamientos bajo la forma
de imágenes, con tanta verdad que un pintor
podría copiar con colores el cuadro formado con
palabras»
(p. 52).
¿Por
qué prefiere el poeta utilizar este tipo de recursos? Lista
responde a esta cuestión con una razón
pedagógica: la del «deleitar
enseñando»
:
(p. 52) |
Veíamos
cómo Lista apuntaba, al tratar de las imágenes de
raciocinio, que su misión fundamental era, en este orden,
«dar vigor y elegancia al
razonamiento»
(p. 52).
En el caso de las figuras de expresión el orden está
invertido: aportan al estilo belleza y claridad:
(p. 52) |
La primera de
estas figuras de expresión es la Imagen a la que
define como «simulacro que se forma con
palabras de un objeto, de modo que se entretalle, por decirlo
así, tome cuerpo y movimiento, y se presenta a la
fantasía y a los sentidos»
. Destaca así,
por una parte, su carácter vicario o sustitutivo y, por
otra, su dimensión sensitiva.
El uso de la imagen está regulado en los diferentes géneros literarios:
(p. 52) |
Con todo insiste
en que son los poetas quienes mayor uso hacen de la imagen, dado el
objetivo de la poesía que, según él, «es sólo agradar, y no enseñar,
convencer ni persuadir, y han llenado completamente su
obligación [los poetas] cuando han presentado el pensamiento
de la manera más perceptible, esto es, más
sensible»
(p. 53).
Siguiendo a Muratori -según él mismo declara- clasifica las imágenes atendiendo a su extensión:
«... unas en que el objeto se describe según todas sus circunstancias, o a lo menos, según las más principales, y otras en que sólo se pinta con un solo rasgo o como si dijéramos, con una brochada». |
(p. 53) |
Los objetos que la
imagen describe -dice- pueden ser sensibles o abstractos: en el
primer caso es más fácil, «pero es menester cuidar de elegir bien las
circunstancias, porque no deben describirse sino aquellas que
presenten el objeto bajo el aspecto que solicite el
poeta»
.
Otra de las
imágenes que podríamos denominar como «sensitiva»
es la
armonía29:
si la imagen, por lo que tiene de pintura, afecta a la vista, la
armonía -por basarse en un juego de sonidos- afecta al
oído. En realidad no es una «figura retórica»
propiamente
dicha sino «una belleza común en
las lenguas bien formadas, que abundan de palabras a
propósito para expresar los sonidos de la naturaleza, los
movimientos y las agitaciones del ánimo»
. Se trata
de una relación natural entre determinados sentimientos y
los sonidos con que se expresan: «Cuando
queremos describir ideas halagüeñas, afectos de
ternura, movimientos agradables y tranquilos, se ofrecen
naturalmente a la imaginación y a la lengua las voces y
frases más suaves del idioma; las más llenas y
sonorosas, si el sentimiento es de admiración y de
sublimidad; las más duras y desordenadas, si las pasiones
son impetuosas y terribles. Sólo las lenguas pobres y mal
formadas faltarán en este caso a la inspiración del
poeta»
. Conviene, pues, un equilibrio entre lo que se
dice (contenido) y los sonidos que se utilizan para expresarlo. Por
eso (y aun reconociendo que muchos se han burlado de la
armonía porque tiene el nombre griego de
onomatopeya = «armonía
imitativa»
) indica que «mucha
lástima tendríamos al que cantase el amor en versos
duros, o la indignación y la venganza en los tonos de
Meléndez»
(p.
54).
Por último
señala el uso que debe hacerse de esta figura en los
diferentes géneros literarios: indica que, si bien su empleo
está permitido en prosa, incluso en la oratoria (y aduce el
ejemplo de Cicerón), debe manejarse con sobriedad: «Más bien conviene a ésta [la
oratoria] y a los demás géneros prosaicos la
armonía general; esto es, el buen sonido de la
frase con desinencias variadas, y si puede ser acomodando los tonos
al espíritu y carácter de los pensamientos, mas sobre
todo, sin sacrificar al sonido la propiedad de la sentencia ni la
exactitud de las ideas»
(p. 54).
Entre las figuras
de expresión -señala Lista- ocupan el primer lugar
los tropos, «llamados
así porque en ellos se convierte una palabra de su
verdadera y propia significación a otra. Por la misma
razón se le da también el nombre de
traslaciones»
(p. 54). Igualmente, puede observarse que, en
este caso, cumplen una función sustitutiva.
A pesar de ser las
figuras quizás más conocidas, indica Lista que su
origen no es propiamente literario: no nacieron del deseo de
adornar la expresión. Basándose en las observaciones
de algunos filósofos interesados por el lenguaje más
primitivo de los pueblos, Lista declara que son más
frecuentes las traslaciones en este tipo de lenguaje que en el de
las sociedades más evolucionadas30.
Así pues, el origen de los tropos hay que buscarlo en
«dos principios independientes del
estado actual del arte: el primero fue la fantasía
más viva y móvil en los pueblos selváticos que
debió naturalmente inclinarlos a expresar sus ideas con las
voces más gráficas y pintorescas; segundo, la pobreza
misma del idioma en sus principios, porque faltándole las
voces que indicaban las ideas abstractas, fue necesario suplirlas
por analogía con voces que significasen objetos sensibles, y
que ya existían»
(p. 54). Para ilustrar sus palabras aduce una
serie de ejemplos con tropos extraídos del habla coloquial:
el llamar al vaso vino, del caballo que corre velozmente
decir que es más ligero que el viento, etc. Y ocurre todo este proceso porque,
como señala Lista, «casi toda la
inteligencia del hombre no civilizado está en su
imaginación. Discurre poco, pero pinta mucho y apenas puede
expresar las ideas abstractas que llega a comprender sino por medio
de símbolos sensibles»
(p. 54).
Así pues, la finalidad de los tropos (entre los que cita Lista a la metonimia, sinécdoque, metáfora, hipérbole, ironía, metalepsis, etc.) es hacer que la idea acceda más fácilmente a la imaginación y a los sentidos.
La
evolución de una lengua lleva consigo su enriquecimiento,
dice Lista, pero no por ello renunciaron los hablantes a utilizar
las traslaciones; es más: su empleo en literatura se basa en
que «dan no sólo más
belleza, sino también más vigor y claridad a la idea,
porque acercándola en cuanto sea posible a la
fantasía, la dejan mejor grabada y más fácil
de percibir»
(p.
55).
De los tropos
destaca Lista por su importancia y su continuo empleo a las
metáforas, «los tropos
que tienen por fundamento la comparación»
, e
igualmente sitúa su origen en la necesidad que tenía
todo lenguaje primitivo de representar de forma concreta facultades
y operaciones del alma. Tales traslaciones -metáforas en sus
inicios- han quedado posteriormente -empleando una
terminología actual- «lexicalizadas»
:
(p. 55) |
También el empleo de la metáfora en la expresión literaria tiene como finalidad hacer más perceptible el objeto. Pero es que, además de la claridad que presta la metáfora a la percepción, le aporta una especial belleza que nace de lo que podríamos llamar, según el razonamiento de Lista, su cualidad de síntesis. Afirma que:
(p. 55) |
Como ejemplo, toma
una metáfora de Rioja, quien llama a un poderoso «el ídolo a quien haces
sacrificios»
. En esta expresión se nos representa
al mismo tiempo -dice Lista-: 1) la orgullosa gravedad del magnate;
2) la insensibilidad de un ídolo; y, 3) la necedad de los
sacrificios.
Para que la
metáfora logre los fines ya señalados, deberá
cumplir ciertas condiciones, según Lista: «Es claro que para que la metáfora
produzca el efecto debido, además de la semejanza obvia y
perceptible, no debe ser tomada ni de un objeto demasiado cercano,
ni demasiado lejano, ni indigno del principal, ni que recuerde
ideas asociadas impertinentes al asunto»
. Y más
adelante aconseja: «Exige la claridad y
la belleza de la metáfora, que no se aglomeren muchas sobre
un mismo objeto, que no se mezcle el lenguaje propio con el
metafórico, y que no se continúe demasiado hasta el
fin de la semejanza»
(p. 55)31.
Se trata, como puede observarse, de una llamada al justo
término medio, al equilibrio en el uso de la metáfora
que redundará en beneficio de la expresión. Como
ejemplo de errores que no se deben cometer en la elaboración
de metáforas (y especialmente en lo que se refiere al
último punto de su normativa) señala a «casi todos nuestros poetas del siglo XVII por
la manía de ostentar su genio, mostrando muchos más
puntos de semejanza que los que eran necesarios entre los objetos
comparados»
.
Finalmente
describe a la alegoría como «una metáfora continuada»
, por
lo cual tiene su mismo origen -la comparación- y está
sometida a sus mismas leyes. Sin embargo, y por tratarse de una
figura «harto brillante e
ingeniosa»
no debe prodigarse en exceso; además
«no es figura a propósito para
los géneros en prosa»
(p. 56).
c) Figuras de palabras
Lista define a las
figuras de palabras como «variaciones
que se hacen en la frase sin producir alteración alguna en
los pensamientos»
(p.
45). Las caracteriza por oposición a los tropos o figuras de
expresión: mientras en estas últimas se produce una
alteración total -es decir, que afecta no sólo al
contenido, sino también a la expresión-, en el caso
de las de palabras -o gramaticales- «nada añaden ni quitan a las ideas, y
sólo mudan a las voces»
.
Resultan curiosas
algunas consideraciones que efectúa Lista sobre estas
figuras, puesto que nos manifiestan una vez más su tendencia
sensista. Piensa que, si bien estas figuras no interesan al
ideólogo, sí deben ser estudiadas y tenidas en cuenta
por el humanista, pues la armonía de la frase depende en
gran medida de su acertada combinación y disposición
de voces y acentos dentro de las palabras: estos recursos son
fundamentales para configurar el lenguaje de la poesía -como
veremos después, alude a las llamadas «licencias poéticas o
métricas»
- y distinguirlo del de la prosa:
(p. 45) |
Y para reafirmar
la importancia que él concede a la participación de
los sentidos reproduce un juicio del retórico y pedagogo
latino Quintiliano: «Judicium aurium
superbum»
(el juicio del oído es muy
delicado). Considera como insufrible pedantería la de
aquellos que se burlan del cuidado con que los buenos escritores
«han procurado en todas las naciones
sobornar al juez de primera instancia en todas las composiciones:
esto es, al oído»
(p. 46).
Tras esta
introducción, se detiene en el hipérbaton o
trasposición que, como es sabido, afecta a la
disposición de las palabras en la oración. En este
sentido, Lista distingue entre un orden regular o lógico,
hijo del juicio, del raciocinio, tal como el lenguaje de las
matemáticas, y otro orden, hijo de la fantasía, que
provoca la alteración de las palabras en la frase. Cuando la
razón deja paso a la fantasía, «deja de ser natural la
filiación de las ideas, y lo que verdaderamente exigen la
pasión o la imaginación, esto es, la naturaleza del
hombre, es que se coloquen los objetos y las voces que los
representan, no según su dependencia ideológica, sino
según el grado de interés que excitan en el que
habla»
(p. 46).
Impulsado, pues, por la imaginación o por el afecto, nace
este tipo de «orden» que se denomina
hipérbaton o trasposición.
Como ya hemos
podido comprobar en la descripción de otras figuras, Lista
considera decisivo el papel de la imaginación en las lenguas
primitivas. En este sentido, advierte que los humanistas han
observado que en los estadios más primitivos de las lenguas
era más frecuente el uso del hipérbaton.
Además, señala Lista que no todas las lenguas tienen
igual libertad ni disponen de idénticos recursos para
alterar el orden lógico de la frase: así, las lenguas
carentes de artículos, preposiciones y verbos auxiliares -o
al menos las que no tengan muchos de estos elementos- se prestan
menos al hipérbaton. En este sentido afirma Lista que el
castellano -pese a la empresa llevada a cabo por Fray Luis de
León- nunca podrá competir con la lengua latina. Con
todo, piensa Lista que «no hay idioma
alguno, por esclavo que sea de las leyes de su gramática,
que no haya concedido el permiso más o menos lato de
trasponer, a sus poetas»
(p. 46). Lista habla de poetas porque piensa
que se trata de un recurso característico de la
poesía, no de la prosa, argumentando que «si esta figura se opone a la lógica de
las ideas, es muy conforme a la de las pasiones, y el lenguaje
poético es el lenguaje de la pasión o, por lo menos,
de la fantasía exaltada»
(p. 46).
A
continuación alude al arcaísmo o «uso de voces anticuadas»
. Su empleo
no debe ser ni mucho menos arbitrario, dado que su finalidad es
dignificar el lenguaje. La dificultad estriba en saberlo aplicar
correctamente.
No obstante, Lista
es partidario, en principio, de que, a partir del estudio de
nuestra lengua, se rehabiliten palabras y expresiones ya
desaparecidas que no han llegado a ser sustituidas por otras. En
cuanto a su utilización en la expresión literaria
indica que, aun perteneciendo al dominio de los poetas, el
arcaísmo puede ser empleado en otros géneros en prosa
e incluso por los oradores. Como regla general -y puesto que el uso
del arcaísmo se produce por sustitución- declara que
«serán felices los
arcaísmos siempre que representen con una voz o frase de
buena formación y sonido lo que según el estado
actual de la lengua requeriría un giro, o vulgar, o
prosaico, o que destruyese la armonía»
(p. 47).
La
elipsis o supresión tiene su origen, según
Lista, «en la propensión natural
al hombre de evitar el trabajo inútil»
: no se
puede decir que se emplee con el único y exclusivo fin de
proporcionar elegancia a la expresión, puesto que «usamos de ella aún en los raciocinios
más abstractos, aún en el lenguaje de las ciencias.
Apenas pronunciamos cuatro voces seguidas, aun en el uso
común de la vida, sin omitir algunas voces, que, aunque
necesarias para el completo sentido, las suple fácilmente el
que las oye»
(p. 47).
Con todo, aporta ejemplos de Virgilio y de Rioja en los que muestra
la oportunidad y la elegancia de tal recurso.
Por último,
Lista hace referencia a un grupo de figuras que «tienen por único objeto la
armonía»
. Se trata de las llamadas licencias
poéticas o métricas (sinalefa, aféresis,
síncopa y apócope, en su enumeración), que
sólo afectan a la prosa «en los
casos que ha permitido el uso: del, por de el,
hidalgo por hijodealgo, etc.».
Excepto la
sinalefa -cuyo objeto, como es sabido, es evitar el hiato entre dos
vocales seguidas dentro de un verso-, las otras licencias
métricas tienen una propiedad: no son de libre
creación por parte del poeta: «se
necesitan ejemplos o modelos autorizados»
. Incluso
podría decirse que constituyen una lista cerrada de
elementos, puesto que Alberto Lista está convencido de
«que el dialecto poético de la
lengua castellana está ya fijado, y que es imposible hacer
en él innovaciones de que no encontremos modelo o ejemplo en
los poetas del siglo XVI. Las lenguas no tienen una perfectibilidad
indefinida. Cuando llegan a cierto punto no es lícito
alterarlas»
(p.
48).
Al igual que con otras figuras, cuando Lista tiene que caracterizar a las de pasión lo hace en relación a los otros tipos ya estudiados:
«La lógica del entendimiento se funda en la deducción de las ideas y de los juicios encarnados en otros; la de la imaginación en acercar los pensamientos cuanto sea posible a los sentidos, de modo que pudieran ser percibidos por su ministerio; la de las pasiones en presentar al hombre los objetos más capaces de excitarlas»32. |
(p. 59) |
De ahí
deduce la importancia que tiene conocer y estudiar los afectos
humanos, cosa que ya recomendaban Aristóteles y Horacio y se
practicaba en la Antigüedad clásica, época en la
que pertenecían al dominio de la filosofía los
estudios de oratoria, poética, música y
matemáticas. Posteriormente se fueron diversificando y en la
actualidad -señala Lista- «la
ciencia de las humanidades no entra en el examen del origen y
carácter de los afectos, que pertenece al filósofo
moralista, sino lo supone ya hecho, y sólo se emplea en la
mejor manera de expresarlos o de excitarlos»
.
Con todo, Lista
insiste en que los afectos humanos se excitan mediante la
presentación de aquellos objetos que son capaces de
inflamarlos. Por eso define a las figuras de pasión como
«aquellas en que naturalmente prorrumpe
el hombre cuando se halla dominado de algún afecto, o
aquellas que nos sirven para describir más
enérgicamente el objeto que lo excita»
(p. 60). De tal
definición se infiere que hay dos tipos de figuras de
pasión, determinados por su origen, por su finalidad y por
el predominio de la pasión sobre la imaginación, o
viceversa. Las primeras cumplirían -siguiendo la conocida
terminología de Bühler- funciones expresiva y/o
conativa y, según especifica Lista, «obran inmediatamente sobre el corazón de
los oyentes por un movimiento simpático»
. A esta
clase pertenecen «la
exclamación, que es el grito del sentimiento: la
interrogación, dirigida por el que habla a
sí mismo o a los seres inanimados; la
hipérbole apasionada; la
apostrofe...»
(p. 60). En ellas -como indica más
adelante- predomina el sentimiento y tienen por objeto transmitirlo
a los oyentes: efectivamente se trata, como dice más arriba,
de un «movimiento
simpático»
. Dentro del segundo tipo están
«la personificación, la
visión y otras...»
. En ellas la
imaginación se superpone a la pasión y tienen como
objetivo «inspirarles [a los oyentes]
una pasión diversa, y a veces contraria, del afecto
descrito»
.
Estas figuras
pueden ser utilizadas, indistintamente, por oradores y/o por
poetas. Han de cumplir, con todo, una condición
indispensable -sobre todo las figuras de simpatía-: «La única regla que debe dictarse,
así al orador como al poeta, es que no se crea
fácilmente dueño del corazón de sus
espectadores, de modo que juzgue suficiente estar él o
suponerse apasionado para transmitir el mismo efecto que
siente»
(p. 60).
Dedica unas
líneas aparte a comentar la importancia de la
personificación, figura que, según
él, supone la pasión más exaltada y consiste
en «atribuir acciones, vida,
inteligencia y aún la facultad de hablar a los seres
inanimados y abstractos»
(p. 61). Evidentemente, la propia naturaleza
de esta figura lleva a Lista a distinguir grados dentro de la
personificación: diríamos en este sentido que la
fuerza de la personificación es mayor cuanto más
lejano del ser humano está el objeto o la idea al que se
atribuyen sus cualidades o acciones. De ahí que no quepan
las clasificaciones rígidas y la personificación
pueda asimilarse, en un grado ínfimo, a la metáfora
(«No se necesita una pasión muy
vehemente para decir que el prado está
risueño...»
), y en un grado
máximo, a la apóstrofe («porque el universo toma a nuestros ojos el
aspecto correspondiente a la pasión que nos
domina»
). La gradación, como puede observarse,
depende en gran medida de la cantidad de imaginación que se
sume al sentimiento.
Finalmente, Lista
alude a la ilusión, «esto es, a suponer que los seres inanimados nos
hablan»
(p. 61), como
máximo exponente de la pasión. Se trata, por tanto,
del recurso opuesto a la apostrofe. Lista califica a esta forma
como «la más apasionada de
todas»
y advierte que «no debe
usarse sino cuando la justifique el grado de la pasión y la
importancia del asunto»
(p. 61).
No nos atrevemos ni siquiera a esbozar unas «conclusiones» por dos razones básicas: 1.°: hemos afirmado desde un principio que la obra crítica de Lista -por las razones ya aducidas- es poco conocida y menos aún está estudiada; y, 2.°: nuestro trabajo se ha centrado en una mínima porción de la misma: somos conscientes de haber prescindido -por los límites de este artículo- de aspectos quizás más conocidos e interesantes de su obra crítica, como su contribución a la polémica sobre el teatro español, sus conceptos de clásico y romántico, etc. Por todo ello consideramos más oportuno apuntar una serie de reflexiones -siempre con carácter provisional e hipotético- a las que nos lleva este primer acercamiento a la actividad crítica de Alberto Lista, a quien insistimos, sólo de manera provisional- clasificaríamos dentro de una línea sensista (considerada en un sentido amplio, que abarcaría desde el sensismo propiamente dicho de Condillac y Destutt-Tracy hasta el sensismo mitigado o sentimentalismo de su discípulo Laromiguière).
Pensamos que tal actividad -al menos en la parcela en que nos hemos movido, su concepción de las figuras del estilo- sólo puede explicarse teniendo en cuenta: a) su «polifacetismo»; y, b) su postura ecléctica entre clasicismo y romanticismo. A su vez, ambos aspectos están perfectamente conectados. Hemos visto que su condición de poeta repercute en su profesión de pedagogo -y, en concreto, de profesor de retórica- cuando defiende, por ejemplo, la libertad creadora del alumno; este mismo interés por el alumno le lleva a desdeñar una defensa a ultranza -típicamente clasicista- de las famosas reglas. Pese a su actitud clasicista y a su rechazo, en ocasiones, de principios básicos del romanticismo, Lista se nos muestra, más que decididamente neoclásico o declarado antirromántico, como un intelectual partidario de todo aquello que -desde una u otra orilla- lo acerque a un conocimiento más profundo y auténtico del ser humano y de sus manifestaciones: recordemos a este respecto sus consideraciones sobre la lengua literaria o su definición y caracterización de las llamadas figuras retóricas. Con nuestro estudio descriptivo de las mismas no hemos pretendido colocar a Alberto Lista en la categoría de los que revolucionan con sus aportaciones determinadas teorías literarias, ni siquiera en la de precursor de éstos -aunque, de paso, diremos que no estaría de más detenernos, por ejemplo, en la gradación que establece entre lengua coloquial y literaria, o en su criterio para definir y clasificar las figuras. Sencillamente hemos querido poner de manifiesto la contribución -casi desconocida- de este polifacético sevillano a la no menos desconocida teoría literaria española.