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Las generaciones preilustradas novohispanas y la literatura compendiosa en la época de Sor Juana

Antonio Rubial García


Sor Juana y su mundo: una mirada actual. Memorias del congreso internacional, coordinación Carmen Beatriz López Portillo, México, Claustro de Sor Juana/UNESCO/Fondo de Cultura Económica, 1998, pp. 391-394. ISBN: 968-16-5881-7.



Paul Hazard hizo notar ya hace varias décadas que los logros de la revolución ilustrada de mediados del siglo XVIII sólo pueden ser comprendidos a partir de los grandes cambios que vivió la conciencia europea a fines del siglo XVII. El cientificismo y el racionalismo, la ruptura con la autoridad, la pugna por la libertad de pensamiento y el afán universalista nacieron con Locke, con Leibnitz, con Spinoza, con Newton, con Bayle, en fin, con una prodigiosa generación que puso las bases del mundo occidental contemporáneo. Guardando las distancias y salvando las discusiones sobre la presencia del movimiento ilustrado en España y en sus colonias, una situación similar sucedió en Nueva España con las dos generaciones que vivieron entre fines del siglo XVII y principios del XVIII, enmarcadas por un auge económico relacionado con el fomento de la minería, del comercio y de la producción textil, con la expansión hacia el norte, con el crecimiento de la población en los centros urbanos y con la consolidación de las haciendas y de una aristocracia criolla autónoma que, vinculada por medio de alianzas e intereses, formaba oligarquías locales y regionales. Dentro de este grupo, una élite receptora de las nuevas corrientes de pensamiento y detentadora de la cultura y de los medios de difusión, comenzó a crear un fuerte sentimiento de diferenciación con respecto a España y una conciencia de pertenencia a una tierra pródiga y excepcional. A la primera generación de esa élite, los contemporáneos de sor Juana y de Sigüenza, pertenecieron el franciscano Agustín de Vetancurt (muerto circa 1715) el jesuita Francisco de Florencia, (1620-1695), el dieguino Baltasar de Medina, (muerto en 1696), el dominico Francisco de Burgoa (1605-1681) y el mercedario Francisco de Pareja, (muerto en 1687). Es notable que todos ellos fueran eclesiásticos, pues estos eran los únicos individuos poseedores de una conciencia colectiva, derivada de su condición estamental; sólo ellos eran además quienes, con una instrucción humanística y con el monopolio sobre las instancias culturales, podían ser los artífices de los nuevos códigos de socialización. La huella de esa brillante generación fue seguida por aquellos que nacieron cuando estos morían: los clérigos Juan José de Eguiara y Eguren (1696-1763), fray Isidro Félix de Espinosa (1679-1755), fray Pablo de la Concepción Beaumont (1710-1780), Juan Antonio de Oviedo (1670-1757) y los laicos Francisco Xavier Gamboa, José Antonio de Villaseñor y Sánchez (circa 1700-1759), Cayetano Cabrera Quintero (muerto circa 1775), Diego Antonio Bermúdez de Castro (muerto circa 1760) y Matías de la Mota Padilla. La presencia de laicos en esta generación comienza a ser notable como efecto de los nuevos aires secularizadores que se vivían. En estas dos generaciones se plasmaron las rupturas y se gestaron las nuevas ideas que hicieron posible no sólo la asimilación de algunos logros de la modernidad europea sino también la formación de una conciencia criolla perfectamente definida. Sin estas dos generaciones «preilustradas» sería imposible entender la presencia de los alzates, los gamas, los velázquez, los veytias o los clavijeros. Ya algunos investigadores, como Irving Leonard, nos han descubierto la modernidad científica de Carlos de Sigüenza y Góngora1; recientemente, Elías Trabulse nos mostró a una Sor Juana impugnadora de las fuerzas que atacaban la libertad de pensamiento2. Pero estos dos personajes son sólo la punta del iceberg de un movimiento complejo y estructurado que muy bien podríamos llamar, de «los preilustrados forjadores de la conciencia novohispana». Para comprender el impacto que tuvieron son aún necesarios estudios sobre los variados aspectos de la filosofía, la ciencia, la historiografía, el arte, la religiosidad etcétera. No es mi intención en una ponencia tan corta develar tales incógnitas, que por otro lado desconozco; aquí quiero tan sólo exponer una hipótesis y ejemplificar su viabilidad con un aspecto de la cultura novohispana de ese periodo: el surgimiento de una abundante literatura, que voy a denominar «compendiosa» como parte y muestra de una toma de conciencia plena del ser criollo. Llamo literatura compendiosa a todos aquellos géneros que tienen un carácter misceláneo, que incluyen noticias de tipo histórico, biográfico, geográfico o religioso y que intentan dar visiones generales dentro de una estructura más o menos ordenada, coherente y esquemática. Uno de los géneros que se presta con mayor eficacia a tales fines es el de los denominados «Teatros», nacidos con el manierismo y que tuvieron una gran aceptación en España y en sus colonias. Estos textos fueron llamados así por su carácter de espectáculo, «es decir de aquello que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual capaz de atraer la atención y de provocar curiosidad, horror, admiración u otros efectos de ánimo»3. Algunos de estos Teatros ponían el acento mayor en lo geográfico, como el Theatrum Orbis Terrarum de Ortelius (1570); otros insistían más en los datos históricos como el Teatro eclesiástico de Gil González Dávila, editado en Madrid en 1649. En Nueva España surgieron varios émulos de esos modelos en los que se combinaron informaciones de los dos tipos. El primero de tales tratados en la época que nos ocupa fue obra de Agustín de Vetancurt y lleva por título: Teatro Mexicano. Descripción breve de los sucesos ejemplares históricos, políticos, militares y religiosos del Nuevo Mundo de las Indias. (2 v. México, 1698)4. En esta obra monumental, dividida en cuatro partes, se dan noticias sobre la geografía, la historia de los mexicas prehispánicos, la conquista de México-Tenochtitlán, la evangelización franciscana remarcada por las biografías de sus realizadores, el estado de los conventos de esa orden en el siglo XVII y la descripción de las ciudades de Puebla y México con su clima, sus plazas, sus calles, sus templos y sus conventos. Vetancurt tiene todavía una visión muy franciscana, su principal fuente es la crónica de Torquemada, sin embargo la óptica desde la que ve la Nueva España, su patria, presenta la perspectiva de quien quiere mostrar una grandeza. Con este mismo carácter particularista y patriótico, aunque con un sentido más regional que el de Vetancurt, se escribieron en esta época cuatro obras que, aunque no todas recibieron el nombre de Teatro, poseen las características de este género. La primera, contemporánea del Teatro Mexicano, es la monumental Geográfica descripción de la parte Septentrional del Polo Ártico, (México, 1674) del dominico Francisco de Burgoa5. Las otras tres pertenecen al siglo XVIII y permanecieron inéditas hasta la centuria anterior. Ellas son: la Crónica de la Provincia de los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo de Michoacàn del franciscano Pablo de la Concepción Beaumont6; la Historia de la Conquista de la Nueva Galicia de Matías de la Mota Padilla; y el Teatro Angelopolitano de Diego Antonio Bermúdez de Castro7. De los cuatro textos regionales, este es sin duda el que mejor responde al carácter «compendioso» de este tipo de literatura. Bermúdez, escribano y notario mayor de la curia eclesiástica del obispado de Puebla, confiesa que escribió este texto haciendose eco de «los justos sentimientos de muchos de los habitantes de esta angélica ciudad». En él trata de la fundación de la ciudad, su situación geográfica, de sus edificios religiosos y de sus hombres célebres, sobre todo los obispos aunque hace mención al ermitaño Juan Bautista de Jesús y al venerable lego franciscano Sebastián de Aparicio. Una segunda parte, que trata del gobierno militar, económico y político de Puebla quedó inconclusa por la muerte del autor. Junto a estos tratados regionales, que se identifican mucho con las crónicas provinciales o con las historias de carácter local, el siglo XVIII vio nacer también la primera obra general sobre la Nueva España: el Teatro Americano del contador de azogues José Antonio de Villaseñor y Sánchez. Este libro constituye «la primera geografía regional de México elaborada en Nueva España por un mexicano de nacimiento, un verdadero estracto o balance de la realidad económica, demográfica y política del virreinato, que sirvió para crear conciencia de la auténtica dimensión del territorio»8. La obra, nacida de los informes que la corona española solicitó en 1741, describe por obispados la realidad territorial novohispana incluyendo zonas mal conocidas hasta entonces como eran Nuevo México, California y Texas. El texto de Villaseñor debe parte de su información a una demanda oficial, pero su mayor deuda está en una enorme actividad cartográfica que desde la centuria anterior llevaban a cabo los misioneros jesuitas y que Elías Trabulse ha calificado como una verdadera «apropiación criolla del territorio novohispano»9. No es gratuito que Villaseñor haya sido alumno del colegio del San Ildefonso. No cabe duda que la actividad de la Compañía de Jesús fue enorme. Dentro de la literatura compendiosa que nos ocupa cabe señalar ahora un tratado jesuítico que presenta una fuerte dosis de criollismo. Se trata del Zodiaco Mariano, (México, 1755) obra conjunta de dos miembros criollos de esa orden religiosa: Francisco de Florencia, nacido en la Florida, quien dejó manuscritos numerosos relatos sobre apariciones de la Virgen en el territorio novohispano; y Juan Antonio de Oviedo, nacido en Bogotá, que corrigió el texto, eliminó lo que consideró digresión, compendió algunas partes y agregó las narraciones de muchas imágenes de las que Florencia no había tenido noticia. El Zodiaco Mariano, que narra las leyendas y milagros de 106 imágenes marianas distribuidas por obispados, es la síntesis y la coronación de un largo proceso de creación colectiva, en la que el elemento popular se amalgamó y estructuró dentro de la óptica criolla. Para ella, el icono milagroso no es sólo una fuente inagotable de bienestar material y espiritual, es también la prueba de la elección divina sobre este territorio10. La labor y el espíritu jesuítico se pueden observar también, finalmente, en la obra de uno de los alumnos más brillantes del colegio de San Ildefonso: el canónigo de la catedral de México Juan José de Eguiara y Eguren autor de la Biblioteca Mexicana11. Siguiendo los modelos de las «Bibliotecas» de León Pinelo y de Nicolás Antonio, la obra está escrita en latín para darle un alcance universal, y pretende dar una visión sistematizada de la producción literaria y científica de México por medio de sus autores y escritos y a partir de una labor de investigación en los archivos y bibliotecas conventuales12. El texto, del que sólo se publicó un volumen (México, 1755) nació de una polémica contra las afirmaciones calumniosas de Manuel Martí sobre la cultura novohispana. Para «vindicar la injuria tan tremenda» de quien calificó a su patria de desierto de libros, de maestros y de escuelas, el clérigo criollo dedica sus esfuerzos a demostrar la precocidad, ingenio y amor a las letras de los americanos13. Esta recopilación panegírica, que utiliza fuentes indígenas españolas, nació de la convicción de que las obras escritas por los novohispanos contenían una enseñanza profunda y eran parte de una herencia común. Aunque inmersa todavía en la visión barroca, sus biografiados no están incluidos aquí por su santidad sino por su sabiduría. La Biblioteca de Eguiara, al igual que toda la literatura compendiosa novohispana del periodo, presenta características muy similares. Por principio de cuentas pretende exaltar la belleza y fertilidad de la tierra mexicana y la habilidad, ingenio e inteligencia de sus habitantes. La actitud no era nueva, había sido tema repetido en textos criollos desde fines del siglo XVI, pero a diferencia de ellos, los autores que ahora nos ocupan desplegaron una gran erudición y una necesidad de profundizar en el conocimiento que iba más allá de la simple exaltación retórica. En segundo lugar, esta literatura busca una justificación del presente a partir del pasado. El criollo de fines del XVII y principios del XVIII se siente orgulloso heredero de dos imperios gloriosos: el hispánico y el tenochca. Por un lado rescata y desdemoniza el pasado mexica, por otro se deleita en las narraciones de la conquista de México. Pero sobre todo, lo que más le interesa del pasado es la historia religiosa, una historia llena de prodigios: las narraciones sobre imágenes aparecidas en forma milagrosa que atraían oleadas continuas de peregrinos a sus santuarios y que concentraban en todas las regiones de Nueva España el sentimiento de pertenencia al terruño; y las biografías de hombres y mujeres santos que manifestaron con su vida y acciones portentosas la presencia divina en esta tierra. La existencia de portentos y milagros hacía a la Nueva España un territorio equiparable al de la vieja Europa, la volvía una parcela del paraíso. La historia sagrada era el punto central de su orgullo y de su seguridad. A pesar de que el rescate del pasado estaba inmerso en una visión mitificada, su búsqueda refleja una necesidad de encontrar las raíces, los orígenes de una patria que se está construyendo. Con la literatura compendiosa, el novohispano realizaba la apropiación del espacio y del tiempo, de la geografía y de la historia de su territorio. Por medio de ella se hacía un balance de lo que se era; en esta etapa coyuntural, se reunía todo lo que se sabía de la patria para descubrir el momento en el que se estaba, paso necesario para seguir adelante. A esas dos generaciones de las que nos hemos ocupado les debemos la primera toma de conciencia de lo que sería México.





Posada Mejía, Germán, «El Padre Oviedo, precursor de los jesuitas ilustrados» en Historia Mexicana, v. VII, núm. 1, julio-septiembre 1957, pp. 45-59.

Grace Metcalfe, «Índice de la Palestra Historial», Boletín del Archivo General de la Nación, México, 1946, v. XVIII, núm. 4, pp. 1-22. «Índice de la Geográfica Descripción», Boletín del Archivo General de la Nación, México, 1946, v. XVIII, núm. 4, pp. 1-31.



 
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